II

Donde mejor se estaba, empero, era en Bietenhahn. Allí, la madre de Albert tenía un parador para los excursionistas. La madre de Albert cocinaba personalmente, hacía pasteles e incluso amasaba el pan. Lo hacía porque le gustaba hacerlo; todo el mundo podía hacer en Bietenhahn lo que más le gustara. Ellos, los muchachos, Martin y Brielach, podían ir a pescar o corretear por el valle, salir de paseo en la barca o jugar a pelota detrás de la casa, horas y más horas. El vivero penetraba hasta muy adentro del bosque y, generalmente, iban allí con Will, el tío de Albert, hermano de su madre. Desde su juventud, Will padecía de una enfermedad que todos conocían por el hombre de «sudor nocturno», denominación curiosa que provocaba la risa de la abuela y de Glum; cuando aparecía la expresión «sudor nocturno», Bolda también reprimía una carcajada. Will iba a cumplir pronto sesenta años y cuando no tenía arriba de diez, su madre le encontró un día en la cama bañado en sudor. Como al día siguiente volvió a encontrarle empapado, le llevó asustada al médico, ya que según oscuros rumores el sudor nocturno era señal infalible de tuberculosis pulmonar. Pero los pulmones del joven Will estaban perfectamente sanos; lo único que le ocurría —según dijo el médico— es que estaba un poco débil, un poco nervioso, y el médico —aquel médico que ya hacía cuarenta años que había sido enterrado en un cementerio de suburbio— había dicho: «Cuide usted un poco a ese niño.»

Will disfrutó de estos cuidados durante toda su vida. «Un poco débil, un poco nervioso», y el sudor nocturno se convirtió en una renta que su familia tuvo que estarle pagando. Durante algún tiempo, Martin y Brielach tomaron la costumbre de tocarse la frente por la mañana y, comunicarse el resultado de este examen mientras se dirigían a la escuela, y averiguaron que a veces sus frentes también amanecían algo húmedas... Brielach, especialmente, sudaba a menudo por las noches, pero, desde el día en que nació, no tuvo a nadie que le mimara ni que le cuidara.

Su madre lo había traído al mundo mientras caían bombas sobre la ciudad, primero en la calle, y luego en la casa en cuyo sótano tuvo los dolores de parto. Estaba echada sobre un colchón neumático, sucio de aquel sebo de engrasar botas que el ejército repartía a sus soldados. Apoyaba la cabeza en el mismo sitio en que un soldado había puesto la bota: el olor a sebo de ballena le provocaba más náuseas que su estado, y, cuando alguien puso un pañuelo usado debajo de su cabeza, el olor a jabón de guerra, ese rastro de aroma sintético, le pareció un consuelo y la hizo llorar: el rastro de perfume, aunque sucio, dulzón, que había en aquel pañuelo le pareció algo infinitamente precioso.

Cuando empezaron los dolores, alguien la asistió, mientras ella vomitaba sobre los zapatos de los que la rodeaban. La asistenta más serena y más eficaz fue una niña de catorce años, que logró hervir un poco de agua sobre un hornillo de alcohol, y esterilizó en ella unas tijeras con las que cortó el cordón umbilical. Todo lo hizo tal como lo había leído en un libro que no debería haber leído: con una sangre fría y al mismo tiempo con una amabilidad y un valor admirables, aquella niña puso en práctica lo que había leído por la noche, cuando sus padres ya hacía rato que dormían, en un libro con unas láminas descoloridas, rojizas y amarillentas: cortó el cordón umbilical con las tijeras esterilizadas de su madre, la cual descubrió entonces —recelosa pero al mismo tiempo admirada— los conocimientos de su hija.

Cuando cesó la alarma, oyeron muy lejos las sirenas, como oyen el halalí los animales escondidos en lo más profundo del bosque: aquella extraña y suave acústica se debía a los cascotes de la casa que se amontonaban sobre ellos, y la madre de Brielach, que se quedó en el sótano, sola con la niña de catorce años, oyó los gritos de los demás que no sabían cómo atravesar el pasillo lleno de escombros para llegar arriba.

—¿Cómo te llamas? —preguntó a la niña, a quien no había visto nunca.

—Henriette Schadel —dijo ésta sacándose del bolsillo un trozo de jabón verde sin estrenar; y la señora Brielach, dijo:

—Déjame olerlo —y olió el jabón y lloró de felicidad mientras la muchacha sostenía en brazos al niño envuelto en una manta.

La señora Brielach no poseía nada más que el bolso con el dinero, las cartillas de racionamiento, el pañuelo sucio que un bienhechor había colocado debajo de su cabeza y cuatro retratos de su marido: en uno de ellos aparecía vestido de paisano, con su mono de cerrajero, muy joven y sonriente; en otro llevaba uniforme de cabo tanquista, también sonriente, en un tercero, de sargento, sin dejar de sonreír con el E K[1] y una insignia de combatiente, y en el más reciente —lo había recibido hacía cuatro días— vestía de suboficial tanquista con dos E K2[2] y también sonreía.

A los diez días de haber dado a luz, se encontró, de pronto, y sin que nadie la hubiese consultado, en un tren que la llevaba hacia el Este y, dos meses más tarde, en un pueblo de Sajonia, recibió la noticia de que su marido había muerto.

A los dieciocho años se había casado con un apuesto cabo tanquista, cuyo cuerpo se pudría ahora en algún campo entre Saporoshe y Dniepropetrowsk. Ahora tenía veintiún años, era viuda de un apuesto suboficial, poseía un niño de doce semanas, dos pañuelos, dos cacharros para guisar, algo de dinero, y era bonita.

El niño, al que su madre hizo bautizar con el nombre de Heinrich, como su padre, creció con la convicción de que a cada madre correspondía un tío.

Los primeros años de su vida transcurrieron bajo el signo de un tío que se llamaba Erich y llevaba un uniforme pardo: aquel individuo pertenecía a la misteriosa categoría de tío y al mismo tiempo a otra categoría no menos misteriosa: la de nazi. En ambas categorías había algo un poco raro. A los cuatro años, empezó más o menos a darse cuenta de ello, pero no acababa de verlo claro. En todo caso no olvidó jamás a tío Erich. Éste padecía de una enfermedad llamada Asma: suspiros y gemidos por la noche, lastimeros gritos de «¡me ahogo!», paños empapados en vinagre, infusiones de extraño aroma y olor a alcanfor, quedaron fijos en la memoria del niño, y un objeto, un encendedor, que había pertenecido a tío Erich, los acompañó desde Sajonia a su antigua patria. Erich se quedó en Sajonia, pero el encendedor se fue con ellos y los olores permanecieron grabados en la memoria de Heinrich.

Apareció un tío nuevo, que se introdujo en sus recuerdos con dos olores: Amis —olor a cigarrillos de Virginia— y olor a yeso mojado. Los olores secundarios de ese tío eran el de margarina derretida en la sartén y el de patatas fritas. Este tío, que se llamaba Gert, se hallaba en una lejanía menos misteriosa que el que se había llamado Erich y se había quedado en Sajonia. Gert era solador, y esta palabra evocaba el olor a yeso mojado, a cemento mojado; también iba unida a Gert la palabra tantas veces repetida, tan a menudo pronunciada, la palabra que después de la desaparición de Gert se conservó en el vocabulario de mamá, la palabra mierda. Lo curioso era que mamá podía decir esta palabra, mientras que a él no le estaba permitido pronunciarla. Además de aquellos olores y de esa palabra, Gert también les legó como recuerdo un objeto, un reloj de pulsera que regaló a mamá, un reloj de soldado que andaba sobre dieciocho piedras: misteriosa etiqueta de calidad.

En esa época, Heinrich Brielach tenía cinco años y medio y contribuía al sustento propio y al de su madre haciendo recados al mercado negro para los numerosos inquilinos de la casa, a cambio de determinadas compensaciones. Provisto de dinero y de una buena memoria, aquel guapo niño, que se parecía a su padre, salía de casa a eso de las doce del mediodía y adquiría lo que siempre había que adquirir: pan, tabaco, cigarrillos, café, sacarina, y a veces cosas preciosas y completamente caídas en desuso: margarina, mantequilla y bombillas eléctricas. Cuando se trataba de adquisiciones especialmente importantes y caras, el niño servía de acompañante y de introductor, puesto que conocía a todo el mundo en el mercado negro y sabía las especialidades a que se dedicaba cada individuo. Entre los traficantes, el niño era considerado tabú y, si descubrían que alguien le engañaba, le boicoteaban hasta obligarle a mudar de barrio.

Su inteligencia y su habilidad no sólo le valían diariamente un tanto por ciento equivalente a un pan, sino también una rapidez en los cálculos de la que estuvo sacando partido en la escuela durante mucho tiempo; en efecto, hasta el tercer curso escolar no aparecieron problemas que el muchacho ya conocía prácticamente mucho antes de ir al colegio.

«¿Cuánto cuestan dos octavos de libra de café, si el kilo cuesta treinta y dos marcos?»

En otro tiempo, la solución de esta clase de problemas había estado para él a la orden del día, porque hubo meses muy malos en los que el pan se compraba por raciones de cincuenta y de cien gramos, el tabaco en cantidades todavía menores, el café por medias onzas, cantidades pequeñísimas que exigían gran habilidad en el cálculo de fracciones si uno quería evitar que le engañaran.

Gert desapareció de repente. Sus olores perduraron en la memoria: yeso mojado, A mis, patatas fritas con cebolla y margarina. Su legado fue la palabra mierda, que ya no hubo quien la arrancara del vocabulario de mamá, y el objeto que de él quedó fue el reloj de pulsera de soldado. Después de la súbita desaparición de Gert, mamá lloró, cosa que no había hecho al despedirse de Erich, y poco tiempo después apareció un tío nuevo, que se llamaba Karl. Éste reclamó muy pronto el título de padre, a pesar de que no tenía derecho a exigirlo. Karl era empleado de una oficina municipal y no llevaba —como Gert— una vieja guerrera de uniforme, sino un auténtico traje y, con voz muy clara, anunció el comienzo de una «nueva vida».

Heinrich, en sus recuerdos, sólo le llamaba «Karl-nueva-vida», porque aquel tío solía pronunciar estas palabras varias veces al día. El olor correspondiente a Karl era el olor a sopas, que los empleados municipales podían adquirir en condiciones muy ventajosas: estas sopas —fuera cual fuera su nombre y fueran dulces o saladas— olían todas a termos y a mucho. Karl traía a casa, en un viejo recipiente militar, la mitad de su ración, a veces incluso más, si había podido volverse a poner a la cola para el reenganche, lo cual era una ventaja, aunque Heinrich no llegó a aclarar jamás en qué consistía. Tanto si la sopa sabía a harina de galleta dulce como a aroma artificial de rabo de buey, siempre olía a termos; así y todo, era excelente. Karl solía llevar el termos en la mano. Mamá le había hecho una funda de lona y había recubierto al asa con algodón de zurcir gris, pues Karl no podía transportar la sopa en su cartera, ya que en los tranvías siempre había empujones y la sopa se hubiera derramado y la hubiera ensuciado. Karl era amable y poco exigente, pero su aparición tuvo también consecuencias dolorosas, por cuanto era tan severo como poco exigente y prohibió toda relación con el mercado negro. «Como empleado público no me lo puedo permitir... además eso perjudica la moral y la economía.» La severidad de Karl coincidió con un mal año: el año 1947. Racionamientos muy menguados, cuando los había —y las sobras de la sopa de Karl no compensaban el pan que Heinrich había ganado cada día haciendo de recadero. Heinrich, que dormía en una misma habitación que su madre y Karl —igual que había dormido en una misma habitación con su madre y tío Gert, y con su madre y tío Erich— tenía que volverse de espaldas cuando Karl y su madre se sentaban, a media luz, junto al aparato de radio.

Heinrich se volvía de espaldas y podía ver perfectamente el retrato de su padre, vestido de suboficial tanquista y fotografiado poco antes de morir. Durante el reinado de los sucesivos tíos, el retrato de papá había continuado colgado en la pared. Pero, incluso vuelto de espaldas, el muchacho oía el susurro de Karl, sin llegar a comprender las palabras que decía; oía también la risa reprimida de su madre, y, a causa de esta risa, por momentos la odiaba.

Más tarde, su madre y Karl se pelearon a propósito de algo que nunca mencionaron claramente. Mamá repetía una y otra vez: «Yo me “lo” desbarataré.» «¡Que no!», le replicaba Karl. Heinrich no comprendía hasta más tarde qué era «lo». Primero, la madre ingresó en el hospital y Karl se mostró nervioso y preocupado y se limitó a decirle: «Tú no tienes la culpa.»

Pasillos de hospital que olían a sopa, muchas, muchísimas mujeres en una misma sala, y mamá, pálida como la cera, pero sonriente a pesar de «tener muchos dolores». Karl, que estaba muy serio junto a la cama, dijo: «Todo ha terminado entre nosotros. Tú “lo” has...»

¡Misterioso «lo»...! Y Karl se fue antes de que mamá regresara del hospital. Heinrich quedó cinco días al cuidado de una vecina, que inmediatamente volvió a nombrarle recadero del mercado negro. Pero allí había caras nuevas, precios nuevos y nadie se preocupó ya de si le engañaban o no. Bilkhager, a quien siempre había comprado el pan, estaba en la cárcel, y el Abuelo, el del pelo blanco, especialista en tabaco y sacarina, también estaba en la cárcel porque le habían sorprendido en el audaz intento de matar un caballo en su propio domicilio. Todo había cambiado, todo era más caro y más amargo, y Heinrich se alegró de que su madre saliera del hospital, porque la vecina se quejaba todo el día de su perdida opulencia y le hablaba de cosas que se podían comer: historias fabulosas de chocolate, carnes y natillas, que le desconcertaban porque eran palabras que no le sugerían ninguna imagen concreta.

Mamá se mostró reservada y meditabunda, más amable que antes; y entró a trabajar en la cocina en que se hacían las sopas para los empleados municipales. A partir de aquel momento tuvieron cada día una olla de tres litros de sopa y lo que les sobraba servía para cambiar por pan, tabaco, etc. Por las noches, se sentaban solos junto a la radio y la madre fumaba, callada y pensativa; sólo abría la boca para decir: «Todos los hombres son unos cobardes.»

La vecina murió: seco resto del pasado, figura enflaquecida, oscura y hambrienta, que sentía necesidad de repetir diez veces al día que antes había pesado más de dos quintales. «Mírame, mírame bien; yo, yo pesaba antes más de cien kilos, pesaba exactamente ciento diecisiete kilos, y mírame ahora con mis setenta y dos.» Pero ¿qué eran dos quintales? Un peso que sólo sugería sacos de patatas, de harina y de bolas de carbón: dos quintales de bolas era exactamente lo que cabía en aquella carretilla con la que se había acercado tantas veces a los trenes de carga para robar carbón —noches frías, y el silbido del compañero de fatigas que se encaramaba al poste del semáforo para dar la señal cuando se acercara la policía. La carretilla pesaba cuando se habían cargado en ella dos quintales, y la vecina había pesado más aún.

Ahora había muerto: margaritas sobre su tumba; dies irae, dies illa, y cuando los parientes hubieron recogido los muebles, quedó un retrato en la escalera, un retrato grande y amarillento, en el que se veía a la vecina ante una casa que llevaba el nombre de «Villa Elisabeth». En el fondo había unos viñedos, una gruta de piedra volcánica en la que unos enanitos de loza jugaban con una carretilla, y. en primer término, la vecina, rubia y gorda— y arriba, asomado a la ventana, un hombre fumando en pipa y, atravesando el frontón de la fachada, «Villa Elisabeth». Claro, la vecina se llamaba Elisabeth.

En la habitación vacía fue a vivir un hombre llamado Leo que vestía uniforme de tranviario, gorra azul marino con cinta encamada y lo que Leo llamaba sus «herramientas»: una cartera y una caja de madera para los tacos de billetes, una esponjita dentro de un recipiente de aluminio y el taladro para marcar los billetes; muchas correas, mucho cuero y el rostro poco simpático de Leo: muy encarnado, muy limpio; canciones que Leo silbaba y la radio que no paraba nunca. Y en la habitación de Leo, uniformes de cobradores de tranvía que reían y bailaban y gritaban «A tu salud».

La mujer que antes había pesado más de dos quintales y de la cual quedaba el retrato de «Villa Elisabeth», aquella mujer había sido silenciosa. Leo era ruidoso. Leo se convirtió en el principal cliente de sopa, que pagaba con cigarrillos y no sin largos regateos: le gustaban sobre todo las sopas dulces.

Una tarde, en que fue a buscar sopa a cambio de tabaco, dejó, de pronto, el puchero encima de la mesa, sonrió a mamá y dijo: «¡Vea qué cosas se bailan ahora! ¿Ha ido a bailar alguna vez en estos últimos años?»

Leo bailó algo completamente loco: levantaba las piernas, remaba con los brazos y se acompañaba de extraños aullidos. Mamá se echó a reír y dijo: «No, hace mucho tiempo que no he bailado.» «Pues tendría que hacerlo —dijo Leo—, venga usted acá.» Empezó a canturrear una melodía, tomó a mamá de la mano, la hizo levantar de la silla, se puso a bailar con ella y el rostro de mamá cambió: de pronto, se sonrió, se sonrió muy amablemente y pareció mucho más joven. «¡Ay sí! —dijo— antes iba a menudo a bailar.»

«Pues venga conmigo; soy socio de un club de baile —dijo Leo—. Baila usted maravillosamente.»

Mamá fue efectivamente al club de baile y Leo se convirtió en tío Leo y vino otro «lo». Heinrich aguzaba el oído y pudo darse cuenta de que esta vez los bandos habían cambiado: ahora era mamá quien decía lo que antes había dicho Karl. «Lo quiero guardar.» Y Leo decía lo que antes había dicho mamá: «Tienes que desbaratarlo.»

Por aquel entonces, Heinrich estaba ya en la segunda clase y hacía tiempo que sabía qué era «lo» porque Martin le había comunicado lo que a su vez le había comunicado tío Albert, es decir, que los niños nacen de la unión de las mujeres con los hombres. Estaba claro, por lo tanto, que «lo» era una criatura: sólo había que sustituir «lo» por criatura. «Quiero guardar la criatura», decía mamá. «Tienes que desbaratar la criatura», decía tío Leo. «Me desbarataré la criatura», había dicho mamá a Karl. «No te desbaratarás la criatura», había replicado Karl.

Heinrich tenía ya clara idea de que su madre se había unido con Karl, aunque entonces no pensaba «unido», sino algo que no se decía tan fino. De modo que era posible «desbaratarse» las criaturas. La criatura, por cuya causa se había marchado Karl, se había desbaratado. Karl no había sido el peor de los tíos.

«Lo», la criatura, vino al mundo, y Leo amenazó a mamá diciendo: «Si dejas el empleo, la llevo al hospicio.» Pero la madre tuvo que abandonar de todos modos el empleo porque se suprimió la sopa que a tan bajo precio les daban a los empleados municipales; y pronto dejó también de haber mercado negro. A nadie interesó la sopa, circuló dinero nuevo, aunque muy escaso, y en las tiendas había cosas que antes no había habido ni siquiera en el mercado negro. La madre lloraba y «lo» era una niña y se llamaba Wilma como su madre; Leo estuvo furioso hasta que mamá volvió a encontrar trabajo en una pastelería.

Tío Albert vino y ofreció dinero a mamá, pero ésta no lo aceptó, y tío Leo la riñó a gritos y tío Albert, el tío de Martin, gritó a Leo.

El olor característico de tío Leo era el de jabón de afeitar. Leo tenía el rostro encarnado de tan limpio y tenía el pelo negro como la pez; era un hombre que dedicaba muchas horas al cuidado de sus uñas y llevaba siempre un pañuelo amarillo dentro de la guerrera del uniforme. Leo, además, era avaro: nunca gastaba ni un céntimo para los niños y en ello se diferenciaba de tío Will y de tío Albert, los tíos de Martin, que siempre hacían regalos. Will era otra clase de tío que Albert. Poco a poco se formaron categorías de tíos: Will era un tío auténtico; Leo era un tío como lo habían sido Erich, Gert y Karl, es decir, tíos que se unían con mamá. En cambio Albert era de una clase distinta de tíos, no era lo mismo que Will o que Leo: no era un tío auténtico como Will, que tenía categoría de abuelo, pero tampoco era un tío «de unión».

Papá era el retrato colgado en la pared; un suboficial tanquista sonriente, que había sido fotografiado hacía diez años. Si al principio le había considerado viejo, ahora le consideraba más joven, cada vez más cercano: él, Heinrich, se iba acercando lentamente a su padre, que ahora ya sólo tenía poco más del doble de años que él. Al principio, había tenido cuatro o cinco veces su edad. Y en otro retrato que había colgado junto al de papá, mamá sólo contaba dieciocho años. Casi parecía tener la misma edad que las niñas que hacían la primera comunión.

Tío Will tenía casi seis veces más años que él, y, sin embargo, Heinrich se sentía viejo y lleno de experiencia, sabio y cansado frente a Will, y disfrutaba de su amistad como si fuera la de un niñito, como gozaba de las caricias de su hermanita, que crecía tan de prisa. Heinrich cuidaba de ella, le daba el biberón, y le calentaba las papillas, porque, por la tarde, la madre no estaba en casa y Leo se negaba a hacer nada por la niña: «No soy ninguna nodriza.» Más tarde, Heinrich incluso bañaba a Wilma, la sentaba en el orinal y la llevaba consigo cuando salía de compras o iba, por la noche, a buscar a mamá a la pastelería.

Tío Albert era muy distinto de Will; era un hombre que sabía qué significaba el dinero; un hombre que, a pesar de tener dinero, sabía muy bien lo terrible que es que suba el precio del pan y de la margarina; un tío como le habría gustado tener uno: no un tío «de unión», ni un tío como Will que, en el mejor de los casos, sólo servía para jugar o para ir de paseo. Will era bueno, pero con Will no se podía hablar, mientras que con tío Albert se podía hablar, a pesar de que tenía dinero.

Le gustaba ir allá por diferentes motivos, principalmente a causa de tío Albert y, sólo en segundo lagar, por Martin, el cual, por lo que al dinero se refiere, era igual que tío Will. Heinrich quería también a la abuela, aunque estuviera loca. También le gustaba ir allá para jugar a pelota y por las cosas que había en la nevera; y era tan cómodo dejar a Wilma, dentro del cochecito, en el jardín, jugar a pelota horas y más horas y liberarse de tío Leo.

Lo único terrible era ver cómo andaba allá la cuestión del dinero: allí le daban lo que quería, eran amables con él y la sorda impresión de que algún día llegaría en que aquello acabaría mal no derivaba únicamente del dinero. Quizás la provocaba la diferencia entre tío Leo y tío Albert, que respondía a su vez a la diferencia entre el susto que tuvo Martin al oír aquella palabra que mamá le había dicho al pastelero y su propia sorpresa, no demasiado violenta, al oír pronunciar por primera vez a su madre una palabra que hasta entonces sólo había oído en boca de tío Leo y de una cobradora de tranvía. Heinrich encontraba fea aquella palabra y no le gustaba oírla, pero no le había asustado tanto como a Martin. Éstas eran diferencias que sólo en parte tenían que ver con el dinero; diferencias que percibía muy bien tío Albert, el cual se daba perfectamente cuenta de que no debía ser demasiado bueno con Heinrich.