VI

Que trata de dos enfermedades curiales, de las bananeras y de un automóvil americano

Sumergido en este ejercicio que delata cierta debilidad nostálgica carente de importancia, estaba por olvidarme de las otras historias prometidas. Tarareando un aria de «Las bodas de Fígaro», voi che sapete, la preferida de mi tío, empezaba a adormilarme en el sillón de mi biblioteca, cuando he sentido el aliento tibio de mi secretaria cerca (demasiado cerca) de la oreja izquierda. Quería recordarme que al relato le falta la historia del carro y de los gringos. Advierto que el cuento es largo y menos edificante que mi historia, pero por el mismo hecho de ser sucesos ajenos, son también menos aburridos. Además, a estas alturas de mi desmemoriada biografía, no debe haber un único protagonista; todos tienen derecho a que se sepan sus cuentos. Los intercalo para que mi querida secretaria Bonaventura no se duerma como yo ni me siga soplando palabritas al oído. Ella gusta de lo concreto, pero también ama los símbolos y querrá saber de la ceguera a la vez real y emblemática de mi tío el arzobispo.

Mi tío era obispo de Santa Marta por los días en que se cometió, en su propia diócesis, una masacre memorable. En la carnicería fueron asesinados tantos braceros que los escritores de preñada imaginación (muchos años después o muchos años antes) han podido llenar vagones interminables con los muertos. La historia de la masacre de las bananeras, curiosamente, ha sido siempre escrita por los perdedores. Todo está bien contado en novelas e historias, pero yo no voy a entrar en los detalles públicos de la carnicería. Contaré la historia privada del obispo, que mi madre me reveló hace muchísimos años en una velada de sinceridad. Detrás del presidente que mandó al ministro de gobierno que pasó la razón a su colega de guerra que se la dio al gobernador del departamento que la transmitió al comandante militar que se la trasladó al oficial que dio la orden de fuego a los matones, estaban, como siempre, un grupo de bananeros gringos. No que ellos se ensuciaran las manos; estoy seguro de que a la vista de la sangre del pollo degollado del almuerzo se habrían desmayado. Pero una palabrita dicha en el club, otra en el ministerio, una más a la salida de la iglesia, hace milagros en el trópico (bah, también en la zona templada). Y esto lo sabía el entonces obispo, que no era persona obtusa.

Insisto en que estoy describiendo la realidad y no inventando emblemas. No es culpa mía si la realidad a veces se divierte en imitar la fantasía esquemática de las alegorías. El día de la matanza, mi tío dejó de ver. Quiero decir que se quedó ciego, literalmente. No caería en el trivial juego de palabras de ponerlo ciego tan sólo porque se hizo el de la vista gorda. No. Es verdad, mi tío, ese mismo día, se quedó ciego. No hace falta que me digan que no se quedó mudo, pues ya lo sé, y no lo estoy disculpando. Cuento el hecho: que el mismo día de la matanza de las bananeras mi tío se quedó ciego y que tres meses después los gringos que fraguaron la masacre lo mandaron a Rochester a hacerle, gratis, una operación con la que recobró la vista. Cuando volvió quedaban pocas huellas de la matanza. La humedad y las lluvias torrenciales habían barrido la sangre hasta el mar y lo único que quedaba en el ambiente era un recuerdo desteñido por el miedo y un eco de fusiles apagado. Mi tío, a petición del gobierno nacional, expidió una declaración pública en la que disminuía y casi negaba por completo la responsabilidad de la autoridad y de la tropa en la matanza. Él, hombre cerebral del interior, nunca había acabado de comprender el acalorado temperamento de los costeños y alguna vez hasta llegó a escribir que «las asoladas tierras de la Costa son refractarias al divino sol de la gracia». En el documento que a solicitud del gobierno expidió sobre la huelga, mi tío sostuvo que «el obispo de Santa Marta, aparte de algunas quejas presentadas por el párroco de Aracataca, y de faltas contra la moral cometidas por algún o algunos oficiales de dicho lugar, no tuvo conocimiento de actos criminosos por parte de la oficialidad, ni oyó decir nunca que las tropas se entregaran durante la huelga al robo, al incendio, a la violación de mujeres, al estupro ni al asesinato de mujeres y niños». Como puede leerse, al menos tuvo mi tío la cautela de no dar testimonio alguno sobre el asesinato de varones adultos. De los Estados Unidos, con el barco de regreso, había llegado el carro negro de mi recuerdo. Y como si fuera poco, a los pocos años (que es un tiempo relámpago para la Iglesia) llegó también de Roma una carta inesperada: el ascenso a arzobispo y el consiguiente traslado a una ciudad del interior más importante, la misma de sus ancestros y donde había nacido, Medellín. Así que la matanza pudo darse por olvidada, al menos por unos lustros, hasta que una recaída en la ceguera no volvió a recordarle esos tiempos memorables, si bien de infausto recuerdo.

Es difícil aceptar los aspectos menos heroicos de mi familia: prefiero resumirlos. Hay en nuestra estirpe, debo reconocerlo, una tradición de desapego a la patria, de ojos puestos en otra parte, más hacia el norte y el oriente que hacia la tierra en que nacimos. El choznabuelo de mi tío el arzobispo (y el de mi madre, para ser exactos), había sido encomendero de su majestad peninsular. Después de la calamitosa independencia (a la que los Medina siempre nos opusimos), hasta mi bisabuelo, todos los hijos mayores conservaron la tradición de ser nombrados cónsules honorarios de la Madre Patria. Mi tío no habría llegado a obispo sin las recomendaciones de un cardenal español que había conservado nexos con la familia, yo mismo no hubiera cometido el error de mi vida si no hubiera sido por la carta de otro cardenal, pero este es otro cuento. En todo caso me temo que todo este sabernos hidalgos, si me excluyo, culminó con la generación de mi tío el arzobispo.

Por dos detalles. El primero se refiere al carro que le regalaron los de las Frutas Unidas. Este cambio de punto de vista o de referencia cultural, el paso de Europa a Estados Unidos, precipitó la ruina, si no por el lado del dinero, que algunos miembros de mi familia conservan, al menos por el de la alcurnia. No voy a hablar de la marea de mis parientes ricos, con el norte perdido, extraviado en los meandros de la habilidosa torpeza norteamericana. Todos estudiaron allá: Colorado, Minnesota, Kansas… y volvieron con ese aire insoportable de ejecutivos rápidos y eficientes, de banqueros sin prejuicios, de especialistas en las patas de gallo de los párpados, convertidos en yanquis de chicle, jogging, chistes bobos, música rítmica, cocaína, zapatos tenis, walkman y muchos otros horrores. Muchachitos sin nobleza, que es lo que bien quiere decir snob, sine nobilitate.

El desastre fue anunciado por ese regalo norteamericano, el Chrysler de mi tío, que terminó en incendio y estropicio. Pongo Chrysler por hacerme el realista; en realidad pudo haber sido Packard o Ford o Buick. Todavía hoy, en este declinar de mi existencia, no consigo distinguir entre un Mercedes y un Volkswagen. Sé que el de mi tío era un automóvil grande y negro, americano, y el resto no me importa.

Lo que importa es que al solapado chofer del arzobispo le gustaba salir con putas en el Ford o en el Packard, en lo que sea, en ese carrazo negro de mi gris memoria. Por las noches sacaba al escondido el carro de palacio y en ese mismo asiento que de día escuchaba solamente el susurro de los rosarios de su eminencia, de noche se consumaban los más abyectos crímenes carnales y se escuchaba el alarde de los más bajos apetitos. Las fervorosas oraciones diurnas convertidas en procaces imprecaciones nocturnas. Los suspiros de cristiana conmiseración convertidos en ayes y gemidos de egoístas placeres miserables. Las malas lenguas empezaron a hablar y por último el escabroso asunto, del cual por meses se había cuchicheado en todas las casas de las buenas familias de mi ciudad, llegó por fin a oídos del primer interesado, el señor arzobispo. Fue la postrera furia de su vida y la primera vez que le escuché una palabrota: «¡Yo soy el último en enterarse, como los cornudos!». Y arrancó de la mesa el mantel en el que estaba comiendo, rompió los platos de finísima porcelana francesa, arrojó los cubiertos de plata, hizo saltar en añicos las jarras de Murano y un grito inhumano recorrió los largos corredores y los innumerables cuartos del palacio. Después de excomulgar y despedir al chofer poco menos que a las patadas, después de prenderle fuego al carro en el primer patio de la entrada, mi tío se fue a su despacho a redactar la carta de renuncia. «Si tantas cosas acaecen ante mis ojos sin que yo me dé cuenta, quiere decir que ya no soy capaz de desempeñar idóneamente mis funciones».

Lo curioso fue que después de quemar el carro y firmar la carta, empezó a sentir los mismos síntomas de esa primera vez en que perdió la vista. Pocos meses después, ya ciego del todo, cuando llegó del vaticano la dispensa, recorrió por última vez los larguísimos corredores del palacio y se fue a vivir a casa de otra de sus hermanas, mi solterona tía Marujita.

El último recuerdo que guardo de él es en casa de ella, sentado a la cabecera de la mesa, ciego por completo, tanteando con el tenedor por tratar de enganchar una papa cocida. A su derecha la tía Marujita y a su izquierda su otro hermano, Jacinto, también sacerdote pero sólo monseñor, y párroco de Aracataca por las mismas fechas de la matanza.

Es cierto, el tiempo y los sufrimientos habían hecho estragos, pero sería demasiado fácil decir que este trío era la perfecta imagen de la decadencia. Silenciosos y grandes, mucho más altos que el promedio de los habitantes de Medellín, con el pelo blanquísimo y bien peinado, de moña la mujer y tonsurados los varones con una rodaja perfecta en la coronilla, la mesa puesta como en los mejores tiempos, podía decirse que no faltaba dignidad en medio de otros signos de desastre.

Me parece ver a la tía Marujita, que sufría de Parkinson, cuando las sirvientas le pasaban las bandejas. Se obstinaba en servirse sola aunque en el trayecto de la bandeja al plato se dejara la mitad de las porciones. Verla comer era un tormento, porque cada bocado representaba una empresa. A la sopa cogía la cuchara como todos nosotros, pero debía acercar mucho la cara al plato de caldo para no derramárselo encima. Los tenedores de arroz nunca llegaban llenos a su boca y el perro se sentaba siempre a sus pies pues con lo que se le caía a mi tía él quedaba, al final, tan lleno como sus dueños. Aunque veía bien, le resultaba tan difícil como al arzobispo acertar con un pedazo de carne en el plato y más difícil aún llevarlo hasta la boca. Menos mal que la sirvienta le ponía las rebanadas de pan ya untadas con la mantequilla y no le servía muy llenos los vasos de agua, porque también los vasos se desbordaban al pasar de la mesa a la cabeza. El viejo monseñor, maligno en sus chistes viejos, decía que su hermana era capaz de hacer regueros con un banano.

Pero el peor de los tres, si se puede, era precisamente él, monseñor Jacinto, aunque veía bien y no tuviera Parkinson. A diferencia de su hermano, que las llevaba nuevas y de corte italiano, usaba sotanas viejas, brillantes de tanta plancha y salpicadas de ceniza de cigarrillo. Durante las comidas se anudaba al cuello unas servilletas grandes como sábanas que le llegaban hasta debajo de las rodillas. Engullía la sopa tomándola con un cucharón de plata, pero no lo cogía con índice, pulgar y medio, como todos nosotros, sino que lo empuñaba como los campesinos. No que tuviera modales menos refinados que los de sus hermanos. Lo cogía así porque prácticamente no tenía dedos.

En tiempos de las bananeras, siendo párroco de Aracataca, no había podido negar la evidente brutalidad de los militares y se había visto obligado a hablar más de la cuenta. Había incluso publicado un opúsculo en el que su versión de los hechos, si bien enunciada con palabras medidas y bastante diplomáticas, se alejaba mucho de la verdad oficial. Una escrupulosa contabilidad de historiador paciente hacía resaltar la evidencia del desmán y la masacre. El nuncio apostólico y el cardenal primado, después de una señal del ministro de guerra, que acababa de almorzar con el embajador americano, no habían tenido dudas y lo habían confinado como capellán en Agua de Dios, un conocido lazareto. El permanente contacto con los enfermos, unido a las tremendas deficiencias higiénicas del leprosario, habían sido la causa del contagio.

Sus manos me asustaban, pero de todos modos yo caía en la hipnosis de mirarlas. Las miraba y las miraba sin atreverme a preguntar nada. Los cinco dedos parecían llegar solamente hasta la primera articulación y se presentaban como cinco dedos gordos del pie pegados a la mano, pero las uñas no salían por encima sino por el medio, casi como si fueran prolongaciones de las falanges. Eran unas uñas gruesas, cilíndricas y torcidas, como de perro viejo. Cuando acababa la sopa, encendía un cigarrillo y lo aprisionaba con fuerza excesiva entre dos cualesquiera de sus muñones de dedos. Fumaba sin descanso y sin preocuparse por la ceniza que caía sobre la servilleta blanca, sobre el mantel de lino, sobre la porcelana de los platos salvados de la furia del palacio, y por último sobre la sotana brillante y cenicienta. Fumaba hasta quemarse los mochos de los dedos, las uñas redondas, y hasta que su hermano, de olfato aguzado gracias a la ceguera, al sentir el olor a carne chamuscada, le advertía: «Jacinto, cuidado, mira que te estás quemando de nuevo». Mi tío apagaba entonces la colilla, se quitaba con la servilleta y sin piedad el trocito de muñón carbonizado, se tomaba de un trago un vaso entero de agua cogiéndolo con ambas manos (como si fuera un cáliz, éste sí) y a continuación encendía otro cigarrillo.

Después del dulce se pasaba a la capilla privada de la casa. Tía Maruja, tío Jacinto y el arzobispo destronado sacaban las camándulas y todos empezábamos a rezar el rosario. Las muchachas del servicio se sentaban un poco más atrás. Eran cuatro en total, tres más o menos jóvenes y una muy vieja, Tata, que había trabajado con mis bisabuelos desde antes de que mis tíos nacieran. Había empezado como criada a los siete años y ahora estaba cerca de los noventa. Estaba completamente sorda, y ciega por un ojo; por el ojo bueno veía manchas y bultos, y su rosario lo rezaba según su propio ritmo pues mientras ella iba por el «ahora y en la hora» nosotros repetíamos en coro «bendita tú eres entre todas las mujeres». Pero nadie se inmutaba, salvo yo, que a veces no podía aguantar la risa; nunca he podido acostumbrarme a las cosas irregulares, ni siquiera cuando se repiten todos los días.

Un rato de inactividad despojado de culpa: eso es el rosario. Por lo menos eso es para las mujeres y sobre todo para las mujeres que sirven en mi tierra. En ningún otro momento del día podían estarse quietas, inactivas, una mano encima de la otra, sin que las acusaran de haraganería. Por fin un tiempo en el que no se hace nada, se reposa, se recita una melodía tranquilizante y se piensa en lo que dé la gana. Y lo mejor del rosario eran, al final, las letanías a la Santísima Virgen. No conozco una combinación de sonidos de la voz humana con mayor poder sedativo. No hay agitación que no domen, intranquilidad que no disipen. Son opio, son sueño, son una droga inocua que el inicuo Concilio modernista nos arrancó de la boca.

Todavía en estos días del final de mi existencia, si alguna vez me desvelo y padezco sin paciencia el insomnio, empiezo a recitar de memoria ese monótono y armonioso sonsonete que contiene las únicas frases que me sé (sin entenderlas todas) en nuestra verdadera Lengua Madre: Sancta Maria, ora pro nobis, Sancta Dei genitrix, ora pro nobis, Sancta Virgo virginum, ora pro nobis, Mater purissima, ora pro nobis, Mater castissima, ora pro nobis, Mater inviolata, ora pro nobis, Mater intemerata, ora pro nobis, Mater amabilis, ora pro nobis, Mater admirabilis, ora pro nobis, Virgo prudentissima, ora pro nobis, Virgo veneranda, ora pro nobis, Virgo praedicanda, ora pro nobis, Virgo potens, ora pro nobis, Virgo fidelis, ora pro nobis, Speculum humilitatis, ora pro nobis, Speculum justitias, ora pro nobis, Sedes sapientiae, ora pro nobis, Causa nostrae laetitiae, ora pro nobis, Vas spirituale, ora pro nobis, Vas honorabile, ora pro nobis, Rosa mystica, ora pro nobis, Turris Davidica, ora pro nobis, Turris eburnea, ora pro nobis, Domus aurea, ora pro nobis, Stella matutina, ora pro nobis, Salus infirmorum, ora pro nobis, Refugium peccatorum, ora pro nobis, Consolatrix afflictorum, ora pro nobis.

Terminado el rosario tío Jacinto llamaba a Copito, el perro de color obvio, que se le encaramaba en las rodillas para que él lo rascara con sus dedos mochos de uñas gruesas. Al final de estas demostraciones de afecto la sotana brillante de tío Jacinto quedaba toda salpicada de pelos blancos que tía Maruja, mediante el movimiento caótico de su mano, trataba de sacar en vano con un cepillo de ropa. Después de las efusiones con el perro mis dos tíos sacerdotes se retiraban a la biblioteca, el que podía leer, a leer, y el otro a meditar. Allí había varias cartas enmarcadas, en papel sellado del Vaticano y firmadas por el vicario de Cristo. Decían en latín, por ejemplo, que Jacintum era declarado monseñor y que podía decir cuantas misas le diera la gana en la capilla de su propio domicilium.

Tío Jacinto, cuando no estaba rezando, comiendo o acariciando al perro, leía. Era un lector incansable y en la primera página de cada libro apuntaba con su caligrafía hecha ilegible por sus manos lisiadas, la fecha y la hora a la que comenzaba la lectura del libro, y en la última página la fecha y la hora en que acababa, más algún breve comentario. Por los libros no sentía ese respeto reverencial que tienen tanto los iletrados como los bibliómanos, es decir, los que no tienen libros o los que los poseen solamente como adorno. Mientras leía, tío Jacinto empuñaba un bolígrafo y muchas veces se paraba para subrayar algo con trazos desviados y muy poco firmes, o para garabatear un ladillo con alguna glosa erudita. No reprimía esta costumbre ni siquiera frente a los incunables, y prueba de esto es un magnífico ejemplar de las Confesiones de san Agustín, editado en Estrasburgo hacia 1470, que todavía conservo con sus torcidos subrayados y con sus retorcidos comentarios, los cuales, aunque muy píos, son una blasfemia para con el estado del libro.

Años antes, al principio de su mal y cuando en la lluviosa sede del nuncio lo dispensaron del servicio en el lazareto, su hermano le había encomendado una parroquia cercana y allí iba todavía a celebrar misa. Consagraba y decía los sermones, pero no repartía comunión. Al principio se había empecinado en seguir repartiéndola, esgrimiendo argumentos teológicos: si la hostia era, literalmente, el cuerpo de Cristo y nada más que el cuerpo de Cristo, éste no podía estar contaminado por el bacilo de Hansen, ni, por consiguiente, ser contagioso. Pero los feligreses poco entendían de sutilezas escolásticas y le recibían la comunión solamente al otro cura. Así que tío Jacinto se quedaba esperando, con la patena impoluta y el copón lleno de hostias, a que algún parroquiano le sacara la lengua; sereno y firme, decía mi mamá, pero con el corazón partido.

Fue en aquellos días que, para completar las dimensiones ya desmesuradas de su culpa, tío Jacinto tuvo un pensamiento impío, que luego atribuyó a una sugerencia del enemigo. Por qué, se había preguntado sin medir bien las consecuencias abisales de semejante pregunta, ¿por qué nuestro Señor había curado leprosos, pero sólo de vez en cuando? ¿Por qué en su infinito poder no había curado de una vez a todos los leprosos? ¿Por qué, si estaba en su poder, no erradicar del mundo el mal de Lázaro con una sola, magnífica bendición definitiva?

Yo, en ese entonces, cuando hacíamos la visita semanal a los tíos, no tenía ni idea de lo que le pasaba a tío Jacinto en las manos. Sabía solamente que, junto a la ceguera del arzobispo en retiro, esa era la pena y la prueba más grande que Dios había impuesto a nuestra devota familia. Ellos estaban convencidos de que la verdadera vida se ganaba con los sufrimientos padecidos en ésta; una convicción así lleva el sacrificio hasta el masoquismo. Ojalá haya otra vida para ellos, porque lo que es ésta, la desperdiciaron en permanente sufrimiento.

Puede decirse que desde los tiempos de mis tíos y desde mucho antes, el invento de los hombres que mayor fascinación ha ejercido en mi familia fue la invención de Dios. Yo mismo me he embelesado acariciando las dimensiones de la criatura más grande que ha parido la imaginación de los hombres. Es tal la fuerza de Dios, que ha adquirido una realidad tan alta o aún mayor que la de los grandes personajes de la literatura. El mismísimo Quijote tiene facultades, institutos, casas, bibliotecas, revistas, pero nada de templos.

Ah, Dios, esa ficción humana benévola y despiadada para mis dos tíos. Lo peor fue que ambos, el ciego y el leproso, se murieron convencidos de que el castigo que les había mandado Nuestro Señor se lo tenían muy bien merecido, el uno por no haber visto la masacre y el otro por haber pretendido defender a los masacrados. Este convencimiento —siendo el esquema lógico de su religiosidad inmune a las contradicciones— jamás hubiera sido afectado por el apunte de que no podían concebirse expiaciones tan severas para comportamientos opuestos.