-Pero entonces ¿por qué? -dijo Leonor.

-¿Por qué, teniéndolo todo, le fue tan mal?

-A lo mejor por eso -dijo Alina, abandonándose a un tono melancólico. -Porque la vida la colmó de bienes para ahogarla con su generosidad. La felicidad requiere de la desdicha para equilibrarse, para volverse humana. Mira -dijo Alina Fontaine, poniendo de pronto la pálida y fina palma de su mano ante los ojos de Leonor. Leonor miró la palma y mal contuvo un gesto de repudio: la mano de Alina tenía sólo cuatro dedos, y había una horrenda muesca cicatrizada en el sitio del pulgar faltante. Sin dejar de mostrar la palma inhumana, Alina Fontaine explicó: -Perdí el pulgar siendo niña, en un aserradero de papá, en Nueva Orleans. Mi vida ha sido perfecta, generosa, mucho mejor de lo que yo he merecido o conseguido por mí misma. Salvo por ese accidente. Pero la falta de ese pulgar es lo que me ha recordado toda la vida no el pulgar que me falta, sino la bendición de tener el que me queda y todo lo demás que tengo, además del pulgar que me falta. A la vuelta del tiempo, esa desgracia de haber perdido un dedo me ha dado más felicidad que haberlo tenido, me ha dejado ver y contar bendiciones que de otra manera no hubiera visto ni contado. ¿Me explico?

-Sí -dijo Leonor. -¿Pero de qué se murió Mariana, si estaba sana y era feliz?

-No sé -repitió Alina Fontaine. -Pero la diferencia entre el hombre y el mono es que el hombre tiene el pulgar oponible y puede morirse como Mariana, de nada, teniéndolo todo.

¿Tú crees que hay un destino, una fatalidad? -preguntó Leonor.

- ¿A qué te refieres?

-En mi casa todos creen que la familia tiene mala suerte, que tenemos un destino malo. En especial las mujeres. Y que lo que le pasó a Mariana es parte de esa fatalidad.

¿Quién cree eso en tu familia?

-Todo mundo, aunque nadie lo dice. ¿Tú crees que existe la fatalidad?

-No -dijo Alina.

-Entonces, ¿por qué se murió Mariana? No hay razón.

-No hay razón -aceptó Alina. -Pero tampoco creo que hubiera fatalidad. Si hubiera pensado eso, no habría dejado de verla tanto tiempo. Pero así es la cosa. Uno no espera que su amiga de la adolescencia muera antes de los treinta años. Uno espera implícitamente que envejecerán juntas y se encontrarán más tarde, felices y satisfechas, viejitas las dos, al final del camino. Ahora voy cada seis meses a dejarle flores al panteón y a conversar con ella. Y eso le digo cada vez: "Pero si tú y yo íbamos a ser viejitas juntas, ¿por qué te fuiste?" No me contesta, desde luego, pero en cierta forma sí. Está conmigo, estoy envejeciendo con ella dentro de mí y está más presente ahora que cuando estaba viva. No sé si me explico.

-Sí -dijo Leonor. Y agregó para sí: "La que no entiende soy yo."

Había anochecido cuando volvieron a la ciudad. Rafael Liévano detuvo el coche una calle adelante de la casa de Leonor, en un recodo solitario de la barranca de Las Lomas, y empezó a besarla.

-Sí -dijo Leonor. -Pero muérdeme.

Rafael Liévano mordió su lengua, sus labios.

-Más -le pidió Leonor. -Cómeme.

Y empezó ella a comerse a Rafael Liévano, tratando de meterlo en su boca, chupando su mentón, su nariz, sus ojos, sus labios, comiéndoselo a sorbos de amor y saliva, tratando de fundirse y perderse en él, como su tía Mariana en Lucas Carrasco.

El sábado siguiente visitó a Cordelia para contarle su entrevista con Alina Fontaine.

-No sabe nada de lo que a mí me interesa -se quejó suavemente. -No sabe nada de la muerte de mi tía. Quiero saber cómo murió.

-Creí que también querías saber cómo era -replicó Cordelia, con un toque de molestia.

-También -dijo Leonor. -Pero Alina dejó de verla cuando tenían dieciocho años, muchos antes de que muriera. Y se reunió nada más una vez con ella y Lucas.

¿Lucas? -saltó Cordelia.

-Lucas Carrasco -completó Leonor.

-Ya sé -dijo Cordelia. -Lo que me pica es la familiaridad. ¿Cómo que "Lucas"? El miserable de Carrasco, en todo caso. ¿Cómo que "Lucas"? Ni que fuera tu pariente.

-Por un pelito -susurró Leonor.

¿Por un pelito qué, Leonorcita? -subió el tono Cordelia.

-Por un pelito y resulta mi tío -dijo Leonor.

-¿Cómo que por un pelito? -gritó Cordelia. -¿Pues qué te contó la manca?

-Nada, ya te dije.

¿Cómo que nada? ¿Qué te contó?

-Me contó de una vez que cenaron juntos, ella con mi tía Mariana y Lucas, y Lucas se le fue a besos a mi tía Mariana.

¿Y eso qué?

-Nada -dijo Leonor. -Me gustó que se le fuera a besos en público.

-¿Cómo que en público?

-Se le fue a besos en un restaurante.

-De plano, no cabe duda, carajo -rechinó Cordelia, bufando levemente, para sí.

-No cabe duda de qué -dijo Leonor.

-No se puede confiar en los chaparros ni en los mancos, carajo -explotó Cordelia. -Mira nomás lo que te vino a contar esta simple: el gran romance de tu tía con el ojete de Carrasco.

-Tú también me lo contaste -recordó Leonor.

-Yo no te conté ningún romance, mijita -resopló Cordelia. -Lo que yo te conté es que Carrasco usó a tu tía Mariana y la destruyó.

-Me dijiste que Lucas, que Carrasco, era muy guapo y natural.

-Te dije que era un gran actor que se la pasaba haciendo como que estaba por encima de todo -precisó Cordelia.

-Y que tenía muy bonito torso -dijo Leonor. -Como de leopardo.

-Yo no te dije eso, Leonorcita -volvió a exaltarse Cordelia.

-Bueno, eso entendí yo.

-Pues no sé a qué escuela vas, pero a este paso vas a sal ir conque dos y dos son uno y medio.

¿Por qué te enojas tanto? -resistió Leonor.

-Te lo voy a repetir a ver si lo entiendes -dijo Cordelia, respirando hondo para contener la rabia. -Estamos hablando del tipo que engañó y lastimó a tu tía Mariana. La lastimó a tal punto, que es uno de los causantes de su muerte. ¿Tan preocupada estás por la muerte de tu tía? Bueno, pues la depresión y la locura que le quedó de su "romance" con Carrasco fueron las causas de su muerte. Por eso se abandonó después. Porque no pudo recuperarse de su trato con el miserable de Carrasco. ¿Ya entendiste?

-Sí -dijo Leonor. -Pero ellos terminaron mucho antes de que mi tía Mariana muriera, ¿no? -Un año antes -dijo Cordelia. -Pero la depresión y la fatiga de tu tía vinieron de ahí. -¿Se murió de depresión mi tía Mariana? -preguntó Leonor.

-No, se murió de una embolia -dijo Cordelia. -Pero la embolia fue producto de su extrema debilidad y la debilidad fue producto de su depresión y de la falta de ganas de vivir o de las ganas de morirse, como tú prefieras.

¿Y el culpable de todo eso fue Carrasco?

-El principal culpable, sí -concluyó Cordelia, echando mano presurosa de su caja de cigarrillos. Prendió uno con labios temblorosos, exhaló y dijo; conteniéndose todavía. -Ahora, yo creo que lo correcto es que dejes de hurgar en esas cosas.

Hay un aspecto de morbo en tu curiosidad que no me gusta nada. Es más, yo creo que ahí le vamos a parar a esta averiguación tuya. Por lo menos en lo que a mí respecta, ahí lo dejamos ¿Está claro?

-Sí elijo Leonor. -Pero no entiendo por qué no pueden contarme simplemente lo que pasó.

-Porque estás buscando siempre algo más de lo que pasó -dijo Cordelia. -Y con esa actitud ninguna versión va a satisfacerte. Todo te va a parecer insuficiente. Hasta vas a acabar simpatizando con el miserable de Carrasco.

-Está bien -dijo Leonor. -Pero me sigues ocultando cosas.

-Te dije lo fundamental de lo que pasó. No hace falta saber más, salvo por morbo. Yo misma no sé más, en lo fundamental. Y lo que sé, no estoy segura de que tengas edad para saberlo, para entenderlo, sin hacerte una idea absurda de las cosas. Entonces, por mí, aquí acabamos. ¿Está claro?

-Sí -dijo Leonor.

-No me mires así, que no soy tu enemiga -reclamó Cordelia.

-Que no te mire cómo -murmuró Leonor.

-Así, con ganas de borrarme del mundo.

-No te miro así -dijo Leonor.

-Así me miras -dijo su tía Cordelia.

Esa noche, luego de dar mil vueltas insomnes en su lecho, Leonor bajó de madrugada al comedor donde latía el retrato de Mariana. Abrió las cortinas a la resolana nocturna de la ciudad, y se sentó a mirar, entre las sombras, el efecto de esos brillos en los rasgos de su tía. Sintió su aliento golpear y su sangre, literalmente su sangre, tocar a la puerta de su corazón. Entonces le dijo a Mariana, mirándola como si se mirara a sí misma en un espejo, controlada y firme a pesar de que le temblaba el cuerpo y una onda fría avanzaba por las yemas de sus dedos hacia sus muñecas:

-Tú te suicidaste, Mariana. Por eso nadie habla de tu muerte. Dime la verdad, Mariana, nuestra verdad. No me la niegues.

Pero Mariana se mantuvo en su lugar, a punto siempre de echarse a reír, levemente animada por el fulgor fantasmal que la noche y Leonor agregaban a su retrato.

VII

-Te vi allá abajo, anoche, hablándole a Mariana -le dijo Natalia al día siguiente, cuando entró a visitarla, como todas las tardes. Se lo dijo alegremente, sin mirarla, concentrada en la tarea de cambiar las semillas de la jaula de los pericos australianos. Escuchó el desganado silencio de Leonor, pero no lo dejó extenderse, sino que quiso saber: -¿Qué te dijo?

-Nada, tía, qué me va a decir: es un retrato -respondió Leonor.

-Con los ojos -precisó Natalia, sin despegarse de los quehaceres de su jaula. -Lo que pregunto yo es qué te dijo con los ojos.

-Nada, tía. ¿Qué quieres que me diga con los ojos?-subrayó Leonor.

-Si no te decía nada, explícame entonces por qué le estabas hablando -litigó Natalia ¿Quiere decir que estás loca? ¿Que le hablas a los retratos? Ni los canarios, fíjate, que son unos idiotas, le cantan a los retratos. ¿Así que tú por qué?

-Ay, tía -se quejó Leonor, dejándose caer sobre la cama. -¿Qué tienen que ver los canarios?

-Los canarios nada. Lo que yo quiero saber es qué te dijo Mariana -insistió Natalia, siempre sin mirarla, metida en la cajita de la jaula, donde sus dedos afinaban distancias y vertían semillas.

-¿Qué me va a decir? -dijo Leonor, haciendo como que se ponía de pie y dejándose caer otra vez, para rebotar en la cama.

-No me puede decir nada. Es un retrato.

-Te vi hablando con ella -porfió Natalia. -¿Estabas hablando o no?

-¡Ay, tía!

-¿Sí o no?

-Sí -admitió Leonor.

-Ahí está -dijo Natalia, sin soltarla. -Quiere decir que estabas hablando con ella. Y entonces o ella te contestaba o estabas hablando sola. ¿Te contestó algo?

-No -murmuró Leonor.

-Entonces estás loca, y hablas sola -concluyó Natalia. Ven le dijo después, suspendiendo su labor milimétrica en la jaula de los pericos. Caminó al vestidor, un pasaje forrado de madera abierto junto al baño, donde colgaban sus batones y sus huipiles, como en una boutique. Leonor la siguió, a la vez dócil y enmohinada con su tía Natalia. ¿Quieres saber de Mariana? -le preguntó Natalia, jalando de la parte baja del vestidor una escalerilla. Trepó, abrió una de las hojas altas del armario, sacó una caja de papel maché y le dijo a Leonor: -Aquí está todo lo de Mariana. No falta nada. ¿Lo quieres ver?

-Sí -dijo Leonor, acercándose a tomar la caja.

-Vale un préstamo y un pago -malició Natalia, apartando la caja de las manos de Leonor.

-De acuerdo -dijo Leonor. -¿Cuál es el préstamo?

-La mascada rosa que te regaló el fornido. -¿Rafael Liévano?

-Ese Liévano -dijo Natalia.

-De acuerdo -dijo Leonor. ¿Y cuál es el pago?

-Un puro del abuelo.

-De acuerdo -dijo Leonor, echando manos a la caja.

-La mascada ahorita y el puro en la noche -dijo Natalia, retirando la caja de nuevo.

-De acuerdo -dijo Leonor por tercera vez, y fue a su cuarto por la mascada.

Volvió con la mascada, la anudó en el cuello de Natalia y miró el brillo ardiente y saciado en sus adultos ojos de niña. Después la besó en las mejillas y la abrazó, incapaz, como siempre, de resistirse al encanto de la nube en que Natalia flotaba, como el más libre de sus pájaros. Tomó la caja y la llevó a su cuarto para abrirla a solas, como quien accede a un tesoro. Estaba repleta de sobres con documentos escolares de Mariana, sus notas y diplomas desde el tercer año de primaria. Había también un rosario y un misal nacarado que quizá recordaban su primera comunión, unas cintas moradas que habría usado alguna vez en el pelo, una zapatilla de ballet reventada por el dedo gordo, y una foto grande, impresa sobre un cartoncillo rugoso, que recordaba a Natalia y a Mariana riendo y mirando a la cámara, en traje de baño, al borde de una alberca, listas para iniciar una carrera. El fondo de la caja le regaló un objeto interesante, una especie de libro impreso en mimeógrafo, con tapas de cartulina marrón, y el logotipo del instituto donde había trabajado Mariana. Su título era Indigencia del indigenismo. Una bibliografía comentada y lo firmaban Mariana y un tal Ángel Romano. En la primera página, Romano había escrito una dedicatoria que decía:

Para Mariana, en recuerdo

de lo que aprendimos juntos,

de libros, de nosotros y

de la Mariana que nadie conoce,

aunque todos procuran.

Con todo el cariño de

Ángel

Por la noche, Leonor acompañó a su abuelo en la lectura de los periódicos, robó el puro de Natalia y se lo entregó junto con la caja de papel maché, en la que volvió a meter todo, salvo la edición en mimeo que se llevó a la cama para leer. Leyó la introducción, pero no entendió gran cosa; no pudo acabar ninguna de las páginas que seguían, por que no eran un texto, sino una lista de libros comentados, de modo que en vez de leer, hojeó todo el volumen, saltando desengañada de rechazo en rechazo, hasta que volvió a la carátula y a la dedicatoria, en particular a las palabras, que le parecieron prometedoras, de Ángel Romano: "la Mariana que nadie conoce y todos procuran" .

Supo que había encontrado algo y se quedó un largo rato saboreando la certidumbre de que, al menos en eso, iba a saltarse a Cordelia.

Casi tres semanas después de que envió la carta a Ángel Romano pidiéndole una entrevista, cuando había perdido la esperanza de una respuesta, llegó el telefonazo de Romano citándola en su cubículo de la universidad, para el siguiente viernes al mediodía. No fue a la escuela, ni dejó que fuera Rafael Liévano, a quien hizo llevarla y esperar en el estacionamiento de la facultad donde Romano trabajaba. Deambuló un buen rato por los pasillos fríos y descuidados del edificio, perdida en escaleras laberínticas que daban a callejones sin salida o a oficinas situadas justamente a espaldas de la que buscaba. Finalmente, guiada por la mueca de una secretaria, caminó por un largo pasillo hasta el cubículo terminal de Ángel Romano.

Romano trabajaba de espaldas a la puerta abierta, encorvado como un orfebre sobre su mesa, escribiendo notas en una tarjeta. No oyó a Leonor, pero pareció presentirla cabalmente, como si tuviera ojos en la nuca, porque apenas asomó, sin quitar la atención de donde estaba, le pidió que se sentara en la única otra silla del sitio, un banco negro, de alambre, tan pequeño que la siguiente talla hubiera combinado en una casa de muñecas. El cubículo era un breve cuadrángulo de tres por tres, y reinaba en su interior un orden pulcro y milimétrico. Cuando tuvo sentada a Leonor en el banco, atrás suyo, Romano le dijo: -No creas que estoy ocupado. Estoy haciéndome el interesante, porque no sé cómo empezar esta audiencia.

Giró entonces la silla para darle la cara y le dijo, sonriendo: -Me ponen muy nerviosos los jóvenes. Pero, en fin, me da mucho gusto verte.

-Gracias -dijo Leonor.

-De nada. Te estuve observando desde que doblaste a tientas por el pasillo -le confesó, risueño y cordial, Ángel Romano.

-Me vine entonces a sentar aquí y a hacer como que trabajaba, para que me vieras muy concentrado cuando llegaras.

-¿Me viste muy concentrado?

-Sí -dijo Leonor, riendo.

-Pues estaba actuando para impresionarte -admitió Ángel Romano, añadiendo otra hermosa y tranquila sonrisa.

-También arreglé el cubículo. ¿Ves cómo todo está en su lugar?

-Sí -dijo Leonor, riéndose también ella ahora, aflojada por la extraña hospitalidad de Ángel Romano.

Romano era gordo, blanco y entrecalvo. Tenía las mejillas rojas, la barba cerrada, y unos ojos grandes de pestañas rizadas, atentas y hospitalarias. Sus gruesos lentes de arillo redondo embonaban sobre el puente de su nariz como en la de un viejo prestamista o un paciente relojero. Había una suavidad femenina en su entonación y en sus gestos, pero no en la mirada, que caía atenta y llena sobre las cosas, como si las desnudara para, a inmediata continuación, disculparlas en la sonriente bondad de sus pestañas.

-Me tardé toda la mañana emparejando los libros y alineando los papeles del escritorio -siguió Romano. -Pura escenografía.

-¿Por qué? -preguntó Leonor.

-Bueno, alguna vez tenía que arreglar este desastre -dijo Romano. -Y eres mi primera visita en un mes. Además, me has hecho recordar a Mariana. Yo quise mucho a tu tía y la echo de menos. Tu carta me hizo recordarla.

-Quiero que me cuentes de ella -pidió Leonor.

-¿Qué quieres que te cuente? -alzó las manos resignadas Romano. -Ahora hay la mitología de Mariana Gonzalbo. Aquí en el Instituto, quiero decir, entre quienes la conocieron. Pero la conocieron poco. Por la forma en que me preguntas, me doy cuenta de que tú también la tienes idealizada.

-No -dijo Leonor. -Estoy apenas averiguando cómo era.

-Tú dices, que no -devolvió juguetona y perceptivamente Ángel Romano. -Pero te puedo apostar que te han dicho mil veces que eres igualita a ella. ¿No es así?

-Sí -admitió Leonor, ruborizándose.

-Ahí está -saltó Romano, cruzando los linderos del amaneramiento. -Y entonces es muy sencillo: te conviene pensar que tu tía era una reina, porque si tú te le pareces, algo de reina tienes también.

-No lo había pensado así -arguyó Leonor, admitiendo, sin embargo, que no lo había pensado de otro modo.

-Lo que te puedo decir es que yo vi a Mariana de otro lado -se aflojó Romano. -Quiero decir: fue mi amiga, no mi novia ni mi amor idealizado o realizado, posible o imposible. Creo que su belleza fue el origen de todos los malentendidos que provocó Mariana. Su belleza transmitía una seguridad a toda prueba. Pero Mariana era una mujer insegura, atormentada como nadie por la mirada de los demás. Tú la veías caminar por estos pasillos, así como caminaste tú, y tenías que decir: "A esta mujer le encanta que la miren, que la cortejen, que la asedien. Camina pidiendo miradas y admiraciones". Pues no. Mariana odiaba llamar la atención, recibir piropos y miradas. Un día sí y otro también, entraba al cubículo que teníamos juntos, allá en el otro extremo del pasillo, y echaba sus libros sobre el escritorio mentando madres: "Me choca cómo me miran. Me choca, carajo. Por qué no se quedan ciegos esos cabrones." "Es tu culpa", le decía yo. "No te das cuenta cómo caminas, moviéndolo todo." "Se mueve", me decía. "No lo muevo yo, se mueve solo." "Pues eso que se mueve es lo que ven", le decía yo. "Pues me choca, carajo", decía Mariana, y tardaba media mañana en olvidarse del último imbécil que se la había comido con la mirada. ¿Ya me entiendes lo que le pasaba a Mariana? -preguntó Ángel Romano.

-Sí -dijo Leonor. -Entiendo muy bien.

¿Padeces de lo mismo?

-A veces -concedió Leonor.

-Mariana siempre -se hastió Romano. -Odiaba eso. Fíjate qué contradicción. Ahora mira esta otra: dirías que una belleza así, como la de Mariana, era no inaccesible, pero al menos exigente con sus galanes. Pues no. Conque sólo no la presionaran, a Mariana podía gustarle todo el mundo, y se dejaba llevar de la mano por cualquier detalle. Otro malentendido: el aire de seguridad que brotaba de ella, de su paso, de su frente, de sus espaldas rectas. Se diría que sabía muy bien lo que andaba buscando y que, en materia de amores, por ejemplo, era ella quien escogía. Error. La mayor parte de las veces la escogían a ella y ella accedía a la solicitud de muchos imbéciles no porque le gustaran, ni siquiera por un gesto o un ángulo interesante, sino por quedar bien.

¿Por quedar bien? -preguntó, incrédula, Leonor.

-Por quedar bien -repitió Ángel Romano. -Las mujeres de la generación de tu tía Mariana tenían la obligación de quedar bien sexualmente con el mundo. Si no se acostaban con quien se los pidiera, eran juzgadas como unas conservadoras, unas frígidas, qué sé yo. Lo femenino y lo "liberado", como se decía entonces, era irse a la cama con quien lo solicitara, así te pareciera el más imbécil del mundo. Y eso hacían, las muy idiotas, por razones teóricas, porque eso era lo moderno y lo libre. Ahora se usa decir que fue una generación muy "permisiva". Es una manera elegante de decirlo. En el caso de muchas mujeres "permisivas" que yo conocí, más bien puede decirse que fue una generación idiota para sus amores. Pero no sé si te estoy abrumando con todo esto -se detuvo Ángel Romano. -No sé si eso es lo que quieres saber.

-Precisamente eso -lo animó Leonor. -Lo que sabes sobre la Mariana que todos procuraban y nadie conocía.

-Es una buena descripción de Mariana Gonzalbo -celebró Ángel Romano. -Todos la procuraban y nadie la conocía.

-Es una definición tuya -le dijo Leonor. -La escribiste como dedicatoria en un libro que hiciste con mi tía Mariana.

-¿Yo lo escribí? -se alegró Ángel Romano.

-Me encanta haberlo escrito. ¿Cuántos años tienes? -Cumplo diecinueve en agosto.

-¿Te puedo dar un consejo? -se intimó Romano.

-Sí -aceptó Leonor.

-En materia de amores, sigue siempre las razones del gusto. No las de la cabeza, ni las del corazón: las del gusto. Lo que te guste y con quien te guste. Nada más y con nadie más. Te aseguro que no te vas a equivocar.

-Gracias -dijo Leonor.

-De nada. ¿Qué más quieres saber?

-¿Sabes algo de Lucas Carrasco, un novio que tuvo mi tía?

-Sé todo de Lucas Carrasco -alardeó Romano. -¿Qué quieres saber de él?

-¿Cómo era? -dijo Leonor. -¿Qué pasó entre él y Mariana?

-Bueno no sé tanto -recogió Ángel Romano, con ese tono ambiguo, que lindaba por igual el amaneramiento y el entusiasmo. -De Lucas, lo que puedo decirte es que era un príncipe. Y también un mendigo. Una gente con ángeles y demonios. Como todos, quizá, pero en él acentuados porque sobresalía. Estaba muy por encima del promedio, y eso irrita, fastidia. No sé si tú sepas cuál es la peor herencia hispánica que tenemos.

-No -dijo Leonor.

-La envidia -sentenció Romano. -Nos fastidia todo lo que brilla. Nuestro ideal envidioso es la dorada mediocridad que quería el poeta latino Horacio. Todos coludos y todos rabones, como dice el dicho. Bueno, Lucas Carrasco era entonces un imán de las envidias de otros. Por muchas razones. Porque su primer ensayo académico, a los veintiséis años, se volvió un clásico. Porque rehusó la dirección del Instituto a los veintiocho, y otra vez a los treinta y dos. Porque medía uno ochenta y cinco y usaba sacos de tweed, en una facultad donde todo se iba en huipiles, morrales y mezclillas. Porque se llevó a tu tía Mariana. En fin, porque era y es una gente superior al promedio. Pero sobre todo, pienso yo, porque no le daba importancia a nada de eso: ni a Mariana ni a su obra, ni a sus sacos de tweed. Y, la verdad, no había por dónde atacarlo. Entonces, peor. ¿Ya me entiendes?

¿Pero Mariana no le importaba? -preguntó Leonor.

-Mucho -dijo Romano. -Estaba muerto por ella, o estuvo un tiempo. Un buen tiempo. A lo que me refiero es que, apenas la vio, o apenas se vieron, Lucas hizo así y Mariana ya estaba al lado suyo, ¿me entiendes? Mientras que en este Instituto, y en el resto de la facultad, había una cola haciendo méritos y cumpliendo mandas por una atención de Mariana Gonzalbo.

¿Pero entonces cuáles eran las partes malas de Lucas? ¿Por qué dices que era un méndigo?

-Su pecado era y sigue siendo la soberbia -dijo Ángel Romano. -Era incapaz de convivir con la mediocridad o con lo que él juzgaba la mediocridad. Si se aburría, lo hacía sentir soberanamente. Y luego, su vida privada. Corrían todos los rumores sobre él, sobre su vida amorosa. Había mucha gente quejándose de que la había utilizado. Hombres y mujeres, si me entiendes bien. Y las versiones de unas fiestas tremendas en las que decían que iniciaba a sus alumnas.

¿Las iniciaba en qué? -preguntó Leonor.

-En la vida, como se decía entonces -exclamó Ángel Romano, riendo complacido para sí y alzando los brazos para la galería. -Mira, Lucas era y debe seguir siendo un hombre rico. Heredó de su padre una fortuna y una casa enorme, una de esas casas donde podían aparecerse fantasmas y celebrarse misas negras, ¿ya me entiendes?

-No -dijo Leonor. ¿Cómo era la casa?

-Era una mansión de muchos cuartos vacíos y un gran jardín abandonado. Lo único vivo y a la moda ahí era Lucas. Pero se daba el lujo de tener un mayordomo como de película de terror. Pues ahí invitaba a tremendas fiestas donde se fumaba marihuana, se leía a Platón y entraban y salían parejas de las recámaras. De hecho, él no vivía en la casa. La tenía nada más para esas reuniones, a las que invitaba sólo a ciertas gentes. Empezando por sus alumnas bonitas y sus alumnos talentosos. No había otra discriminación. Se dice que se reunían ahí parejas de todo tipo, hombres con mujeres, hombres con hombres y mujeres con mujeres. ¿No te molesta hablar de esto? Pienso si te interesa o si te escandaliza, no sé.

-Me interesa mucho y no me escandaliza -contestó Leonor. -El escándalo para mí es que en mi casa no puedan hablarme de estas cosas. Una se imagina lo peor.

-Bueno, te pido que no me tomes al pie de la letra -dijo Ángel Romano, esforzándose por matizar. -Esto que te digo de las fiestas, no me consta, porque nunca fui. Lucas me invitó varias veces y nunca quise ir. Lo que sí sé es que ese círculo griego de Lucas, como le llamaban, era la envidia y el escándalo de medio mundo. Yo creo que, como casi siempre, la leyenda es más grande que la realidad. Pero, bueno... Me pregunto otra vez si te sirve de algo todo esto. No acabo de entender qué buscas.

-Yo tampoco muy bien -reconoció Leonor. -Es que en mi casa, como te dije, nadie habla de mi tía Mariana, de cómo era, ni de cómo murió. ¿Tú sabes algo de la muerte de mi tía?

-No -dijo Ángel Romano. -Ella había dejado de venir aquí. Se puso muy enferma, según supe, pero nunca pude verla. Y nunca pensé que lo suyo fuera tan grave, la verdad. En ese tiempo, además, yo estuve seis meses en Turín, dando unas clases. Así que no supe gran cosa. La que estuvo cerca de ella todo ese tiempo fue su amiga Carmen Ramos.

-¿Carmen Ramos?

-Una amiga muy cercana de tu tía. ¿No la conoces?

-No -dijo Leonor.

-Pues si te interesan los últimos meses de tu tía Mariana, por ahí debiste empezar -garantizó Romano. -Déjame ver, por aquí tengo un teléfono suyo de hace años.

Buscó en una vieja agenda y le dio el número a Leonor: -No sé si sea ése todavía, pero si no, Carmen es muy amiga de tu familia o por lo menos de una de tus tías, la cantante, no me acuerdo cómo se llama.

-Cordelia -informó Leonor.

-Carmen Ramos es muy amiga de Cordelia -dijo Romano. -Pregúntale a ella.

-Voy a preguntarle -prometió Leonor.

-Hay otra cosa interesante -dijo Romano. ¿Tú sabes que Lucas escribió una novela sobre Mariana?

-No -volvió a rendirse Leonor. ¿Tampoco te han dicho eso? -No.

-Bueno, pues Lucas escribió una novela -siguió Romano. -Carmen debe tener un ejemplar. Es •una novela rara, una edición de autor que Lucas imprimió y regaló sólo a unas cuantas gentes. Dejó de circular hace mucho y ya no se encuentra. Buena parte de lo que está ahí es cierto y otra es inventada. Yo tenía mi ejemplar de esa novela, pero lo perdí en una mudanza, junto con mis libretas de notas y otras cosas. En esa mudanza perdieron la única caja que me importaba . Es lo que suele pasar en la vida: sólo se pierde lo que te importa de verdad; de la pérdida de lo demás, ni te das cuenta. Bueno, ahora vas a disculparme porque tengo que dar una clase.

-Sí -dijo Leonor. -Voy a buscar a Carmen Ramos y la novela. ¿Puedo volver a verte cuando sepa algo más?

-Aunque no sepas -le pidió Romano, pasándole el brazo sobre los hombros. -Ven cuando quieras. Sirve que pongo en orden mi cubículo.

Caminaron juntos hasta el final del pasillo. Antes de decirle adiós, Romano miró a Leonor con sus grandes ojos inteligentes y profundos.

-Me dio gusto verte -le dijo, y la atrajo hacia él para besarle la mejilla. -Y me dará gusto volverte a ver. Llámame cuando quieras, si crees que puedo agregar algo.

La miró entonces como si la recordara, como si una memoria antigua, a la vez dolorosa y radiante, persiguiera la imagen de Leonor por los ojos mirones y risueños de Romano. Sin decir palabra, volvió a acercarla y la besó otra vez en la mejilla. Leonor supo que la había besado a ella tanto como al recuerdo vivo, recién desenterrado, de Mariana.

VIII

Le llamó por teléfono a su tía Cordelia y le dijo a bocajarro:

-Ya sé de Carmen Ramos. ¿Por qué me la ocultaste?

¿Quién te contó de Carmen Ramos? -saltó su tía Cordelia, irritada más que sorprendida, al otro lado del teléfono.

-Eso no importa -descontó Leonor. -Lo que importa es que me ocultas las cosas tú también. Me mandas con la amiga que no sabe y me ocultas a la que sabe. ¿Por qué?

-Ya te dije por qué -regresó, empezando a incendiarse nuevamente, Cordelia. -Porque eres una escuincla babosa y no sabes ni en qué te estás metiendo. Además, no sé si te acuerdes que tú y yo estamos peleadas. Pero ya que me hablaste, me vas a oír. Espérame en tu casa mañana sábado por la tarde, porque me vas a oír.

No la esperó. Para la tarde de ese sábado había acordado una escapada con Rafael Liévano a oír música y soltar vapor, palabras que en el código de sus secretos querían decir, simplemente, incurrir en amores. Hacia sus amores marchó, sin mirar atrás, dos calculados días después de su regla y de darle un beso en la frente a su abuela, después de la comida.

Tomaron rumbo a casa de Alina Fontaine, pero se desviaron antes, en la rampa propicia de uno de los hoteles de paso alineados sobre el lindero boscoso de la carretera. Se recluyeron ahí, luego de los trámites impersonales de pago y el tortuoso registro de una mirada calculándolos demasiado jóvenes.

Tuvo un orgasmo azul. Se prendió a Rafael Liévano para dárselo a gritos. Mientras gritaba, derramándose, vio las nalgas azules de Natalia, acariciándose en la regadera; vio una playa radiante donde pescaban, imposibles y azules, dos pelícanos; vio el vello disciplinado del pecho de su abuelo y a su abuela desnuda, recibiéndolo en su sexo azul; vio a Cordelia esperándola en su casa, azul de rabia, burlada por su ausencia; vio el torso de leopardo de Lucas Carrasco, y el rostro siempre esfumado, distante y amoroso de su padre; admitió un horizonte de montañas azules, un camino de cabras perdidas en el monte, y el fulgor de la luna traicionera, redonda, misteriosa, en el conato azul, incierto e imprevisible de su vida.

Al despertar, supo que había llorado en sueños. Estaba encima de Rafael Liévano, que la mecía con su respiración y también dormía. Se bajó de Rafael Liévano para tenderse a su lado, cuidando de no despertarlo. Miró en escorzo las líneas de sus piernas duras y oscuras, junto a las suyas, castañas y onduladas. Lo atrajo a su pecho un rato hasta que la vencieron las ganas de mirarlo más. Lo miró parte por parte, el amplio pecho lampiño y los musculillos del abdomen, sus manos ásperas, de uñas duras y sucias; sus orejas separadas pero redondas y armoniosas; y su ombligo liso, sabiamente anudado por alguien, al final de un camino de vellos que subía como una crin del pubis bien poblado.

El miembro de Rafael Liévano reposaba echado a la izquierda, con una lágrima de semen en la cima. Leonor lo alzó para mirar dónde nacía. Vio un confuso bastidor de pelos y pellejos circundando la bolsa oscura de los testículos. Puso una mano bajo los testículos, como para exhibirlos en una patena, y los sintió moverse en su palma, levemente, acomodándose con risueña pereza a su nueva condición. Quiso verlos de cerca y se hincó frente a ellos. Levantó el miembro de Rafael Liévano con la mano izquierda, el pulgar y el índice a manera de una pinza quirúrgica, para que no estorbara su inspección. Con la otra mano extendió la piel corrugada de los testículos, la piel extrañamente cuadricular y a la vez rugosa, como una superficie de terracota, y la sintió lisa y tersa, como ninguna otra parte del cuerpo.

Los testículos de Rafael Liévano volvieron a moverse. El testículo izquierdo hizo una especie de maroma en su bolsa y se replegó, tímidamente; el otro pareció temblar, inquietado por el movimiento de su gemelo. "Están vivos", se sonrió Leonor. Vio que el testículo retraído volvía a su sitio dando otra maroma, mientras su vecino emprendía una circunvolución similar, aunque menos pronunciada. Pensó que tenían vida propia, como dos conejos recién nacidos que ensayaran sus primeros pasos.

-Falta la música -le dijo a Rafael Liévano, cuando él abrió los ojos. Volvió a montarlo. Media hora después, jadeante y casi desmayada, repitió, mientras le hurgaba las orejas con el índice y los ojos con la sonrisa: -Falta la música, baboso. Prometiste llevarme a la disco.

-Prometí, pero me acabé el dinero en el hotel -confesó Rafael Liévano.

-Pues improvisa -le exigió Leonor.

-Puede que nos alcance para entrar -calculó Rafael Liévano.

-Conque nos alcance para entrar está bien -dijo Leonor.

La disco empezaba por la tarde, temprano, pero eran casi las ocho cuando salieron del hotel. El dinero sobrante les alcanzó para entrar, como había previsto Rafael Liévano, aunque sólo para eso. En el estruendo y la intermitencia relampagueantes de las luces, sobre las manos alzadas y los cuerpos frenéticos de la pista, alcanzaron a ver una mesa donde bebían y manoteaban dos amigos de la escuela.

-Ya estuvo, ellos me prestan -le gritó en el oído Rafael Liévano, encaminándola a la mesa.

Los amigos bebían aparatosamente, del cuello de una botella de coñac, sorbos petulantes que alternaban con tragos de anís. Compartían la mesa con otros bebedores, que Leonor no conocía. Saludó a los amigos con besos en la mejilla y a los desconocidos con una alegre mano en alto. Mientras Rafael Liévano gestionaba su préstamo en el oído de uno, Leonor sintió la mirada de los otros, como si la tocaran. La fuerza de ese contacto la hizo voltear y vio al rubio de las cadenas doradas en el pecho, midiéndola con gesto conocedor, como si apreciara ganado. Le dio risa y luego rabia y luego curiosidad, y luego risa de nuevo, y lo miró otra vez, sin enmendar ahora la mirada, jugando a sostenerla todo el tiempo. Sin dejar de mirarla tampoco, el rubio alzó la mano para frenar al mesero que pasaba y le dijo, señalando a Leonor con la cabeza: -Pregúntale qué quiere. Yo la invito.

-Nada -le dijo Leonor al mesero, cuando recibió la oferta, todavía sin quitarle la vista a su invitante.

El rubio vino entonces hasta Leonor para sacarla a bailar. "¿Es posible que me guste este baboso?", se dijo Leonor, rehusándolo con una sonrisa despectiva que era sin embargo una forma de aceptación.

-No tienen dinero -gritó Rafael Liévano en el oído de Leonor.

-¿No tienen qué? -preguntó Leonor, vencida por el estruendo, desentendiéndose del rubio de las cadenas.

-Dinero -repitió Rafael Liévano. -No tienen dinero que prestarnos.

-Siéntense con nosotros -dijo el rubio a Rafael Liévano, como si lo hubiera oído. -Tenemos lugar.

-Siéntate, Liévano -refrendó uno de los amigos y se puso de pie, ya un tanto ebrio, tambaleante. -Déjame bailar con la Gonzalbo.

Leonor asintió con un guiño a la mirada de Rafael Liévano y se fue con el amigo hacia la pista tumultuaria. Bailaron mezclados, cambiando parejas sin proponérselo, frotándose con otros sin proponérselo, hasta que sintió dos manos tomándola de las caderas por la espalda con toda intención. Volteó sin perder el paso y vio al rubio de las cadenas, desafiante y sobrado frente a ella. "Conmigo", le dijo, jalándola del brazo. Leonor se zafó y de dos brincos se puso atrás de otra pareja, buscando a la suya, que estaba perdido a unos metros, concentrado en su baile solipsista. Se corrió hasta él, pero al dar un giro topó de nuevo con el rubio de las cadenas que esta vez la recibió con un abrazo y un beso en el cuello. "Qué te pasa", le dijo Leonor, rechazándolo. "Me pasas tú", dijo el rubio y la jaló de nuevo para besarla en la boca. No pudo reaccionar, cuando reaccionó ya había sentido el tirón en el brazo y Rafael Liévano estaba sobre el rubio de las cadenas golpeándolo en el piso. En medio de los gritos, llegaron dos guardianes y detuvieron a Rafael Liévano. Lo pusieron contra un barandal de la pista y le dijeron: -Te calmas, chavo. Y te vas. Este lugar es para hacer amigos. Si quieres madrazos, afuera.

Rafael Liévano tomó a Leonor del brazo y echó a caminar, con Leonor a remolque, hacia la puerta.

-Estás loco, qué te pasa -alcanzó a balbucir Leonor, cuando cruzaron el vestíbulo.

-Si quieres andar con otro, órale -le gritó Rafael Liévano caminando adelante de ella, sin voltear a mirarla. -Pero no enfrente de mí, ni el día que saliste conmigo.

-No quiero andar con otro -dijo Leonor, molesta por las miradas que los marcaban al pasar.

-Que te guste otro, de acuerdo -repitió Rafael Liévano. -Pero no el día que sales conmigo.

-No me gustó. ¿Qué te pasa? -dijo sin convicción Leonor, ya camino al coche, en el estacionamiento. Entonces oyó los trompicones a su espalda y vio pasar sobre su hombro una sombra que cayó sobre Rafael Liévano y rodó con él por el suelo. Cuando acabaron de rodar, Rafael Liévano quedó encima, pero llegó otro y lo pateó en las costillas. Leonor se aferró a la cintura del pateador y lo apartó unos metros, pero llegó un tercero que golpeó a Rafael Liévano en la nuca, derribándolo de nuevo. Era el rubio de la cadenas. Leonor recibió un golpe en la oreja y cayó sobre el cofre de un auto, cuando su detenido se zafó de su abrazo. Los tres agresores, de pie, rodearon a Rafael Liévano y empezaron a golpearlo con los puños.

-¿Quieres más? -oyó que le gritaban, mientras el rubio lo pateaba en las nalgas. Leonor empezó a gritar.

-Tú cállate -le dijo el rubio, como si fuera suya.

Pero Leonor siguió gritando hasta que acudieron los guardianes de la disco. Detuvieron a los agresores y pusieron de pie a Rafael Liévano contra el flanco de un coche.

¿Estás bien? -le preguntó uno, revisando su rostro en busca de heridas. Rafael Liévano no contestó. Tenía rota la camisa y lastimada una oreja.

-Te la buscaste -le dijo el guardia. -No tienes nada.

-No -dijo Rafael Liévano.

-Llévatelo -le dijo el guardián a Leonor. -No pasó nada.

-Ustedes los protegieron -dijo Leonor, iracunda -Protegimos a tu galán -le dijo el guardia. Llévatelo en paz, ándale.

-Le pegaron por la espalda -acusó Leonor.

-No fue nada. Mañana ni se acuerda -dijo el guardia.

-Pero me voy a acordar yo de ustedes -dijo Leonor.

-No amenaces, chiquita. Llévate a tu galán, ándale. Y vuelvan cuando quieran. Preguntan por mí, Benjamín, y yo los cuido todo el rato.

Rafael Liévano empezó a caminar hacia el coche, desentendiéndose del alegato de Leonor. Un dolor en el costado lo paralizó al abrir la puerta.

-¿Te duele? ¿Quieres que yo maneje? -preguntó Leonor.

Rafael Liévano negó con la cabeza, pero se detuvo a tomar aire un segundo antes de meterse al coche. Ya adentro los dos, esperó otro rato en silencio antes de prender la marcha.

-Son las diez y media. Te llevo a tu casa -le dijo a Leonor.

-No quiero ir a mi casa -dijo Leonor.

¿Qué quieres, entonces?

-Lo que tú quieras.

-Quiero largarme de aquí -dijo Rafael Liévano.

Manejó violentamente, como para desahogarse, rumbo a casa de Leonor, pero pasó de largo por la casa buscando las soledades cómplices de las manzanas siguientes, protegidas por árboles y curvas que anticipaban la barranca de Las Lomas. Se detuvo bajo una generosa Jacaranda y le dijo a Leonor:

-Pásame la bolsa de la guantera.

Leonor le pasó la bolsa. Rafael Liévano extrajo del fondo un cigarrillo de marihuana. Prendió y aspiró varias veces, para avivar la flama, antes de pasarlo a Leonor.

-No quiero -dijo Leonor.

Rafael Liévano retiró el pitillo que ofrecía y volvió a fumar dejando entrar el humo pleno en su pecho, todavía agitado y tenso. Cuando iba a fumar de nuevo, Leonor pidió. Fumó dos veces. Oyó tronar el pitillo y sintió la brasa quemarle los labios. El humo le rascó la garganta, haciéndola toser, y se le metió en un ojo. Rafael Liévano fumó después su turno, ella el suyo, y fueron alternándose hasta que la bachicha les quemó los dedos primero y las uñas después.

Rafael Liévano prendió el radio y echó su asiento hacia atrás. Leonor echó también el suyo, se inclinó sobre Rafael Liévano y le desabotonó la camisa sobre el pecho lampiño hasta descubrirle las costillas. En el costillar derecho había un rayón cárdeno con un borde morado que empezaba a crecer. Leonor puso la mano ahí, la misma mano que había puesto horas antes en los testículos de Rafael Liévano, y creyó sentir a través de la herida, como en una radiografía, todo el fluido del cuerpo de Rafael Liévano, sus circuitos alámbricos y sus líquidos eléctricos chocando, acelerándose, fluyendo, acudiendo a su mano y a la herida para restituir y curar, aliviar, perdonarla.

Tenía la boca seca, la lengua seca y el alma seca, drenada de culpa por los golpes dados a ese cuerpo que amaba y ahora conocía como ninguno, a través de sus heridas. Puso la oreja sobre el pecho de Rafael Liévano y lo oyó palpitar, resonante como un tambor, y respirar como un fuelle, y crecer como un mapa vivo, agregando colinas y cañadas sobre la planicie morena de la piel que se perdía en el confín remoto del ombligo. Supo que estaba, deudora y diminuta, adscrita al único país del pecho de Rafael Liévano, parásita de su inmensidad, esclava de su geografía inabarcable.

IX

Como una niebla que viene a pasos lentos del mar, la invadió poco a poco el recuerdo de sus padres. No habían estado en ella bajo la forma huérfana del dolor, atrapados en alguna colección de escenas subrayadas por la ausencia. Eran algo más próximo y más vago a la vez, semejantes al hábito y a la sucesión de los días, como la sombra de la nariz siempre presente y siempre insustancial bajo los ojos, o la humedad de la saliva, siempre con sabor y siempre neutra en el laberinto abierto de la boca. Su pérdida había sido un remolino y luego un pasmo del que los años no la habían sacado para hacerle ostensible la verdad llana y dura de su pena. Había vivido en ese limbo amigable, asomándose sólo por momentos al abismo que estaba detrás, serena, en cierto modo cómoda dentro del celofán que aplazaba la revisión de los escombros.

Una noche, poco después de su cumpleaños diecinueve, soñó largamente que entraba con Rafael Liévano en una gruta ceremonial, un espacio húmedo y dorado del que fluían hacia ellos espigas de agua y miradas aprobatorias. Iban al frente de un cortejo, en el inicio ritual de la fiesta, y avanzaban, celebrados dulcemente, como flotando en la atmósfera fresca de la gruta, propicia a la tersura de la piel y a las ganas de viento del cabello. Atrás marchaban los otros, sus tías y sus abuelos, Ángel Romano y Alina Fontaine. Pero sobre todo sus padres, seguros y protectores, vigilando los flancos escarpados del sendero y sus pasos dichosos en la marcha triunfal.

Al doblar un recodo, sin embargo, Leonor se topaba también con sus padres entre el público. Miraban satisfechos la escena desde el más allá, tomados de la mano, conformes y lejanísimos, radiantes en el fulgor angélico e insoportable de su amor.

Despertó bajo aquella mirada, ahogándose en el terror de haber perdido algo esencial de su espalda, un ala o un pulmón, el cartílago invisible de aquel par de fantasmas que hasta entonces habían sido parte sedentaria de su vida y empezaban a ser una zona erizada de su memoria. A partir de aquel sueño, sus padres subieron desde el limbo en que vivían, a retazos, cada uno más irremediable y melancólico que el anterior, reclamando su sitio en el pasado, cantando la enormidad de su ausencia, la seriedad de su muerte.

En el recuerdo fracturado de sus padres acabaron imponiéndose tres o cuatro imágenes que al final parecieron cifrarlo todo. Una fue la mano callosa de su padre, la enorme mano de dedos gordos, palmas abultadas y uñas planas, como esmaltadas por el uso, que se acercaba a su oreja una y otra vez, infinitamente, para acariciarla y contenerla en una sola superficie ruda y tierna. Otra, fueron los ojos acuosos de su madre, como si lloraran o hubiesen llorado, más verdes y limpios por esas lágrimas, más diáfanos en la amorosa juventud de sentimientos esenciales que emitís el óvalo de su cara rechoncha y sonriente, bien dispuesta a la vida, al amor, ya la glotonería de los chocolates negros que nunca faltaban en la sobremesa. Una más: la puerta cerrada sobre el pasillo oscuro en el que aparecía su padre, envuelto en una túnica precipitada, para alzarla y consolarla de su llanto, y ponerla contra su pecho desnudo, cuyos pelos mojados entraban en su boca. De todos aquellos restos imperiosos fue quedando en primer plano el de su madre diciendo que no volverían a ver a sus abuelos. Tenía, al decirlo, una cinta en el confín de la frente amplia, los ojos bien abiertos en su cara encendida, recortada contra un horizonte verde de lluvias y casuarinas. Ese recuerdo no tenía fecha, pero debía ser de cuando sus padres resolvieron cambiar de vida, devolvieron la buena casa y el mejor trabajo que el papá de Leonor había recibido de Ramón Gonzalbo y se mudaron a un edificio que olía a caño, en una colonia de medio pelo donde se iban sin descanso el agua y la luz. Aquel edificio y aquella colonia estaban atados en la memoria de Leonor a la inmensidad vacía, protegida y dichosa de la infancia.

Era la inmensidad de un país duro, recalcitrante. No podían tener macetas en el balcón de la calle sin que las rompieran a pedradas los vagos del rumbo. Las macetas de helechos y flores, que eran la necesidad vegetal de la madre de Leonor, terminaron simulando dentro del departamento un modesto pero altivo jardín, refugio de sus ánimos de primavera contra la sequedad ambiental. No había sirvientas, ni otros lujos que los de la alegría contagiosa de su madre, siempre inventando mejoras, dispuesta al gozo infinito de los detalles, y siempre con su hija trotándole al lado, como una cría silvestre que gravitaba libremente en la órbita del amparo materno. Se recordaba en esa bolsa invisible, junto a su madre, todas las horas del día, del despertar a la noche, pasando por el colegio y el mercado, la comida y la tarea, la hora de planchar y la hora de dormir. La huella de aquellos años era un paquete de amor de mujeres en el que a veces entraba su padre, velludo y besuqueante, para cerrar un círculo de complicidades sin fisuras.

No recordaba, pero le habían contado de aquella época los empeños laborales poco exitosos de su padre, la insistencia del suegro en tentarlo con trabajos para suavizar el repudio de su hija, los vanos intentos de conciliación de Cordelia y el cable electrizado, tenso como una amarra de barco, que corría de su abuela a su madre en el duelo de voluntades que las separó por años, sin que cedieran al ensayo de un mensaje, un cariño, un parpadeo de tolerancia o perdón.

-Ahí empezó todo a ir mal o siguió yendo mal en esta familia -le dijo Natalia, una noche de pájaros particularmente bullangueros en su frente. -De ahí murió Mariana y de ahí se quedó seca tu abuela y castigado tu abuelo.

-Mariana se murió antes de eso, y mis abuelos son tus papás -la reprendió Leonor.

-Fueron mis papás por accidente, como todos -dijo Natalia. -No porque me los haya propuesto o me sienten bien. Pero tú ya los ves ahí como idos desde que se murió Mariana y se fue tu mamá y siguió cumpliéndose la maldición de la familia. Mariana muerta, tu mamá destripada en el coche, yo tarada y ahora tú idéntica a Mariana. Tienen que estar muy compungidos los ancianos: la ven venir clarito.

¿Qué ven venir? -dijo Leonor.

-La pelotera. La boruca. La mala suerte. La especialidad de la casa. ¿No ves que aquí puras locas y trágicas?

Una noche, aprovechando que su abuela estaba sola bordando en su costurero, concentrada y sin defensas, Leonor le preguntó:

-¿Por qué se pelearon?

¿Quiénes?-murmuró la abuela, sin levantar la vista del bordado.

-Mis papás y ustedes -dijo Leonor.

La abuela Filisola volteó a verla por sobre los lentes de faena como quien mira un ruido extraño. -No sé. No me acuerdo.

-¿Fue después de que murió mi tía Mariana?

-Después -aceptó la abuela.

-Estuvieron sin hablarse cinco años -dijo Leonor.

-Casi seis -dijo la abuela.

-¿Y no te acuerdas por qué fue el pleito? ¿Un pleito que duró seis años?

-No quiero acordarme -dijo la abuela.

-¿Tuvo que ver con mi tía Mariana?

-Supongo que sí -dijo la abuela. -Todo tuvo que ver en ese tiempo con la muerte de tu tía Mariana. ¿Por qué sigues escarbando eso?

-He estado pensando en mis papás -dijo Leonor.

-Ya lo sé -dijo la abuela.

-Me he estado acordando de mi mamá diciendo que no iba a volver a verlos a ustedes. Pero no sé el motivo.

-No hay motivo para lo que hizo tu madre -dijo la abuela. -Cortó las amarras y no volvió a buscamos.

-¿Por qué? -preguntó Leonor.

-En esta casa sólo hay qués, no porqués -dijo la abuela. -Y con los qués nos alcanza. No escarbes más.

Pero los enigmas de sus recuerdos habían empezado a escarbarla a ella y no sabía cómo parar. No sabía cómo apartarse de la noche en que su tía Cordelia vino a despertarla, bañada en lágrimas, y no atinó a decirle que sus padres habían muerto en un accidente absurdo, de modo que ella, Leonor, no lo supo sino hasta que tuvo los ataúdes enfrente varias horas después. Se había quedado a pasar una semana en casa de Cordelia para dar espacio a que sus padres celebraran su segunda luna de miel, la primera de la nueva pareja que eran, a gusto con sus días a la intemperie, sin paraguas protectores. En el loco desconcierto de sus pocos años, la noticia de la muerte de sus padres no fue una revelación, una raya con antes y después, sino una secuencia de actos incomprensibles y llantos mal explicados, hasta que su abuela Filisola la tomó de la cintura, la sentó frente a ella, los pómulos húmedos, las lágrimas corriendo sobre ellos, y le dijo, sin que le temblara la voz, como si el llanto y su garganta fueran por caminos distintos:

-Tus papás se fueron. Y no volverán.

No habían vuelto en efecto, sino hasta ahora que la invadían poco a poco, ansiosos de recobrar el tiempo perdido, y apuntando, como todo en su cabeza desde un tiempo atrás, al enigma pendiente de Mariana. En el camino a ese enigma buscó y encontró a Carmen Ramos. Tardó semanas en hacerlo porque no lo intentó a través del teléfono que Ángel Romano le había dado sino hasta que pudo vencer el bosque de sus propios temores. Por primera vez desde que el retrato de Mariana la ocupó con su secreto, tenía miedo, algo en un lugar impreciso de su estómago le advertía contra la resistente opacidad de ese misterio, su vigor, incluso su elegancia, y el riesgo de que pudiera disolverse en una explicación trivial y sin embargo insoportable, atroz.

Exploró con cuidado aquel bosque de temores adultos, lo combatió con Rafael Liévano los fines de semana y por las noches, a menudo, con los cigarrillos de marihuana y los puros robados al abuelo que quemaban en el balcón de Natalia, de frente al flanco oscuro de pájaros y árboles que la misma Natalia había criado. Una de esas noches, Leonor regresó del balcón envuelta en su propia nube, paralela de la de Natalia, y marcó el número de Carmen Ramos que Romano le había dado.

-Te llama Mariana Gonzalbo -le dijo. -¿Te acuerdas de mí?

-Me acuerdo perfectamente -dijo Carmen Ramos, sin turbarse. -¿Pero quién eres tú?

Luego de las explicaciones, quedaron de verse una tarde, en el departamento de Carmen Ramos. Esta vez Leonor fue sola, sin el apoyo lateral de Rafael Liévano, ni otro testigo de su miedo que la frialdad nerviosa de sus manos. Carmen Ramos vivía en un edificio art deco de cuatro pisos frente al Parque México, en la colonia Condesa. Su fachada descubría un amplio arco de piedra pulida y una puerta de madera con vidrios biselados. No tenía elevador, la escalera era de granito negro y rosa, con un barandal de hierro forjado. Los pasillos eran oscuros, flanqueados por altos macetones que subrayaban la fijeza inquietante de la penumbra en la caída de la tarde.

En el piso tercero tocó una puerta, oyó los pasos al otro lado taconeando con prisa equivalente a los latidos de su corazón. Perdió el aliento con los tirones del picaporte y, cuando la puerta se abrió, recibió sobre el rostro el cuadrángulo de luz que se extendió sobre su figura, ansiosa de comerse el corredor en sombras. Vio la silueta recortada de Carmen Ramos en ese cuadrángulo, el brillo de una cadena y unos aretes, pero no sus rasgos bajo el casquete de pelo que se alzaba sobre su frente y se derramaba sobre sus hombros como la melena a la vez redonda y geométrica de Mariana.

Inmóvil y deslumbrada, como en un duelo al que debía responder y no sabía siquiera hacia qué rumbo, se mantuvo ahí, detenida en el aluvión de luz, disponible a la inspección de Carmen Ramos. Lo siguiente fue que se supo abrazada, atraída sin resistencia hacia la silueta de Carmen Ramos, y su olor de un perfume dulzón con una hebra de tabaco y otra, más discreta, de sudor, trabajo, y amores recientes. La tuvo unos momentos en ese abrazo, a la vez sorpresivo y familiar. Sintió los pechos grandes y duros de Carmen Ramos junto a los suyos, pequeños pero redondos y firmes, y la abrazó también para sentir su cintura y su espalda embarnecidas, pero aún esbeltas y flexibles.

Finalmente, Carmen Ramos la hizo pasar, esforzándose en decir las cordialidades de costumbre. En su voz inaudible, Leonor descubrió que la ahogaban la emoción y el llanto. Con un brazo sobre la espalda de Leonor y una mano limpiándose el estrago de las lágrimas sobre el rimel, Carmen Ramos la hizo caminar por el pasillo de su departamento hasta la sala, donde volvió a mirarla de frente, sorbió unos mocos, estalló una sonrisa y le dijo, moviendo el rostro incrédulo de lado a lado, mostrándole sus enormes ojos cafés, irritados y felices:

-No lo puedo creer. De verdad eres Mariana Gonzalbo.

Carmen Ramos vivía sola, rodeada de plantas y lámparas de cristal biselado. Había en su casa un aire de sobriedad deportiva, amor por los detalles y elegancia natural; su casa era como una extensión de su cuerpo y de su atuendo, de la facilidad de sus movimientos y la sencillez calculada de las prendas que cubrían sus brazos largos, sus delgadas piernas, los huesos finos y rectos del pecho, la fuerza del cuello delgado que soportaba sin esfuerzo la mata de pelo negro con estrías blancas que la coronaban. Viéndola, Leonor supo que había llegado por fin a la verdadera amiga de su tía Mariana, a su confidente y su compañera, su no competidora, su igual.

X

-En ese tiempo tu tía Mariana vivía un piso arriba de mí -le dijo Carmen Ramos. -Lucas iba y venía. Fue y vino por un tiempo. Los tiempos más felices de Mariana, diría yo. Nos topábamos a cada rato. Yo subía o ellos bajaban, y cenábamos o desayunábamos juntos. Había una excitación constante entre ellos. La excitación que da la felicidad, supongo, que se parece mucho a la de los que toman cuando empiezan a estar borrachos. Todo fluye, son elocuentes y divertidos, se desinhiben, el mundo sonríe a través de ellos o ellos sienten al menos que el mundo les sonríe. Pues algo así. Y las ganas de mostrarse ante los demás, de mostrarles su dicha, ¿me entiendes? Yo recuerdo a Lucas usando una sábana como bata y a Mariana recién bañada, con una toalla como turbante en la cabeza y otra anudada sobre el pecho, recibiéndome a desayunar un sábado a las diez de la mañana. Me recibieron en la cama, con el desayuno servido en la cama, y ellos dos a medio vestir, luego de llamarme varias veces insistiendo en que subiera. Para qué, me pregunté entonces: si están tan a gusto con su intimidad, ¿para qué necesitan terceros? Pues para eso, para mostrar su felicidad, para darle testigos y hacerla durar, supongo. Tenían razón. Ya ves: su felicidad se acabó hace tiempo, pero yo te la estoy contando ahora, de modo que todavía existe. Y va a existir mientras yo la recuerde, ¿sí me entiendes?

-Creo que sí dijo Leonor. -Pero si eran tan felices, ¿por qué terminaron?

-¡Ah!, eso sí fue por la loca de tu tía -respondió Carmen Ramos, como si alegara. Mejor dicho: como si su respuesta fuera parte de un viejo alegato de cuyos lugares comunes estaba cansada. -Y eso sí no me lo cuenta nadie, porque yo lo vi. Yo fui la que le dije a Mariana que era un error y a mí fue a la que me mandó a freír espárragos. No me lo cuenta nadie.

-¿Qué hizo? -preguntó Leonor.

-Lo cambió en una fiesta dijo Carmen Ramos.

-¿A quién cambió?

-A Lucas. Lo cambió en una fiesta, se le fue con otro en sus narices. Hay gente enojada con Lucas, que le echa a él la culpa de todo lo que pasó. Pero a mí me consta que Mariana tuvo su parte, y yo la vi ese día de la fiesta hacer su gracia.

- ¿De qué gente hablas? -preguntó Leonor.

-Gente, gente -murmuró Carmen Ramos.

-¿Como qué gente? -insistió Leonor.

-Como tu tía Cordelia -cedió Carmen Ramos. - Pero no vale la pena hablar de eso.

-Vale la pena -dijo Leonor. - Yo me peleé con mi tía Cordelia por eso mismo.

-Pues conmigo se peleó hace años. Llegué a quererla mucho, y no creas que no la extraño. Pero ella cree que Mariana fue una santa y que todo le pasó o se lo hicieron. Tú estás muy chiquita todavía para saber ciertas cosas, pero lo que sí te digo es que no fue como dice Cordelia. Mariana era una buena cabrona y, al final, no sé a quién le fue peor, si a ella o a Lucas. Y no sé quién quiso más a quién, porque ésa es la otra cosa que te voy a decir y que hizo explotar a Cordelia de coraje cuando se lo dije: Lucas Carrasco estaba muerto de amor por Mariana. Lo último que hubiera querido es hacerle daño.

-¿Qué pasó en esa fiesta? -preguntó Leonor.

-Te lo cuento -accedió Carmen Ramos. -Pero lo primero que hay que entender es esto, mira: a tu tía Mariana y a mí nos faltaron muchas cosas en la vida, pero nunca galanes que nos persiguieran en las fiestas, ¿sí me entiendes? Y había fiestas a cada rato, largas comidas que terminaban en largas bailadas de todo mundo con todo mundo. Al final, nacían y morían parejas como nacen y mueren conejos. Pero si andabas con alguien, y si ese alguien te gustaba y estabas feliz con él, como tu tía Mariana con Lucas Carrasco, entonces, dime, ¿por qué razón en una de esas fiestas, pasas de bailar con Lucas Carrasco a darte de besos en una esquina con un guapísimo baboso que acabas de conocer? ¿Por qué?

-Por guapísimo -sonrió Leonor.

-No, mi amor: por loca -dijo Carmen Ramos. -Por ociosa, por andar buscándole mangas a los chalecos. Yo la vi y me la fui a buscar al rincón donde estaba con su guapísimo y me la llevé al baño y le dije: "Tú estás loca. Eso no se le hace a un galán, mucho menos al galán que te encanta." "También me encanta el otro", me dijo. "Y Lucas es el mayor defensor de que cada quien haga lo que quiera." Estaba medio borrachita, pero nada que ameritara la barbaridad que estaba haciendo. Le dije: "No, no, no. Esas teorías sólo sirven cuando el otro no te importa. Si estás metida hasta el cuello con otro, como estás con Lucas y él contigo, no se puede hacer lo que quieras. Mucho menos enfrente del otro." "Tú no conoces a Lucas", me dijo Mariana. "Lucas es el rey de la pluralidad." "Te conozco a ti", le dije. "Y lo que estás haciendo es una pose". "¿Pero ya viste a ese galán?", me dijo Mariana. "Está de concurso, Ramos." "Tu galán es tercer mundo comparado con Lucas", le dije. "¡Ah!", me dijo. "Ya entendí qué te traes: te gusta Lucas." "Lucas no sólo me gusta, me encanta', le dije. "Pero me encanta contigo, idiota, y tú con él. No hagas estupideces." "Tú ya estás como mi hermana mayor", dijo Mariana. "Estoy como tu amiga, Gonzalbo", le dije. "Estás regando la mermelada." "Pues me gusta esa mermelada", me dijo. "Y la voy a seguir probando." Eso hizo. Salimos del baño y se fue otra vez con su mono de revista de modas, a reírse y abrazarse y dejarse arrimar a lo oscuro. Me fui en busca de Lucas para distraerlo, pero apenas me vio me preguntó por Mariana. Le dije que no la había visto y me dijo: "Las vi pasar juntas al baño. ¿Qué le estás alcahueteando?" Era como si supiera, como si ya la hubiera visto. "Se quedó por ahí con unas gentes", le dije con la vaguedad adecuada. "¿Unas o una?", me preguntó Lucas Carrasco. "Unas", le dije yo. "Eres buena amiga", me dijo

Lucas. "Pero ya la vi en ese rincón. ¿Tú puedes explicarme por qué?." "No", le dije. "No puedo explicarte por qué."

-La hermana mayor que regañaba a mi tía Mariana era mi mamá -acotó Leonor.

-No entiendo dijo Carmen Ramos, sorprendida por el comentario.

-La que la regañaba -explicó Leonor. -Dijiste que mi tía Mariana te comparó con su hermana mayor porque la estabas regañando.

-Ah, sí -dijo Carmen Ramos. -Se quejaba siempre de eso.

-Pues la hermana mayor de mi tía Mariana era mi mamá -dijo Leonor.

-Sí, mi amor. Ya lo sé dijo Carmen Ramos.

-Es que de pronto me perdí. Discúlpame. -¿Por qué la regañaba? -¿Cómo?

-Sí: ¿por qué mi mamá regañaba a mi tía Mariana? ¿Qué le molestaba de mi tía?

-El destrampe, el desorden -dijo Carmen Ramos. -Y las cabronerías de Mariana.

-¿Como cuáles?

-Bueno, como ésa que te acabo de contar. Luego, la colección de galanes. No que fueran muchos, aunque no eran pocos, sino que los levantaba como por hobby, no porque le gustaran, sino porque se cruzaban en su camino, a veces por puro esnobismo, para impresionar a sus hermanas. Por ejemplo, hubo un ejemplar que se consiguió un día recién bajado de la mata, un tarzán acapulqueño que te podías morir al verlo del brazo de Mariana. A veces por caridad, porque no sabía cómo decirle no a uno que le anduviera rogando. Pero la mayor parte de las veces para probarse a sí misma que era libre, que no tenía prejuicios, o algo así. Yo la entendía muy bien, porque padecimos del mismo mal en la misma época. No era una cosa nuestra. Estaba en el ambiente. Era como si confundiéramos el amor con la ropa. Te acostabas con alguien y luego con otro como si te quitaras una prenda y te pusieras otra. A tu mamá esa actitud la sacaba de quicio. Yo nunca hice migas con ella por eso. A tu tía Cordelia le importaba menos, y por eso nos hicimos amigas y lo seguimos siendo luego de que Mariana murió. Con el tiempo, me resulta obvio que tu mamá tenía razón. Nosotras éramos unas idiotas tratando de impresionarnos con nuestra libertad. ¡Las cosas que yo llevé a mi cama! ¡Y las que llevó tu tía Mariana! Al final, era difícil distinguir lo que te gustaba de lo que simplemente te hacía cosquillas, no sé si me explico. Mariana no supo cuánto le importaba Lucas, sino hasta que lo perdió. Ahí empezó el viacrucis.

-¿Tú sabes cómo murió mi tía? -avanzó Leonor, echándose sin más sobre el terreno sombrío.

-Murió de una embolia -dijo Carmen Ramos. -Un derrame cerebral.

-¿A los veintinueve años?

-Es lo que dice tu familia y no hay por qué dudar -dijo Carmen Ramos. -Ellos estuvieron cerca. Ahora, antes de eso, lo que padeció fue una anorexia nerviosa. Esto sí me consta, porque se parece a lo que yo vi. Pero en realidad no sé de qué murió Mariana. Sé lo que pasó antes, cómo se fue enfermando, pero no cómo acabó.

-Cuéntame entonces cómo se fue enfermando. ¿Qué pasó?

-Pasaron muchas cosas raras -musitó, lentamente, Carmen Ramos. -Todas vinculadas a Lucas Carrasco. Lucas fue el único hombre que le importó de veras a Mariana, pero no se dio cuenta de eso sino muy tarde, cuando ya lo había herido de más y él se había ido y lo de ellos se había roto por el centro. Entonces, a Mariana le dio por recuperar a Lucas, se le volvió una obsesión recuperarlo. Bajó la cortina de los galanes y se puso a trabajar en sus investigaciones como monja, casi un año. Pensaba que Lucas notaría eso y que iba a gustarle, porque siempre tuvo con Lucas una especie de complejo intelectual. Lo sentía muy por encima de ella intelectualmente. Decidió probarle que su vocación intelectual era también genuina y que ella podía ser su pareja también en ese campo. Trabajó como burra, con un amigo del instituto, en una bibliografía absurda e interminable sobre los indios de México. Y empezó una historia sobre ese tema.

-¿Con Ángel Romano? -preguntó Leonor.

-Creo que sí -dijo Carmen Ramos. -¿Lo conoces?

-Lo fui a ver a la universidad, porque me encontré el libro en la casa.

-Un buen tipo. Hace tiempo que no lo veo. -Me habló bien de ti -dijo Leonor. –Fue el que me dio tu teléfono.

-Vaya. Pensé que había sido Cordelia. -Con mi tía Cordelia estoy peleada. Pero sígueme contando. Mariana se puso a trabajar y qué pasó.

-Bueno, su estrategia dio resultado. No sé cómo, pero funcionó. Una noche, ya noche, bajó a tocarme la puerta. "Dame lo que tengas de beber", me dijo. "Hielos y todo. Rápido." "¿Qué pasa", le dije. "Vino Lucas y quiere un trago", me dijo.

"¿Así nada más?", le dije. "¿Vino y quiere un trago?" "Sí, así nada más. Apúrate, antes de que se arrepienta." Había venido Lucas a buscarla con el pretexto de que le dedicara el libro. Estaba un poco borracho, pero en realidad vencido otra vez por Mariana. Se quedó toda la noche, hasta bien entrado el día siguiente. Como a las doce bajó tu tía, despeinada, ojerosa y radiante. "Quiero tener un hijo de ese cabrón", gritó. "Un hijo igualito a él, que lo reproduzca exactamente. Y es lo único que quiero en la vida: reproducirlo, ¿me entiendes? Reproducirlo tal cual, carajo." Si te digo que me dio envidia, te diría poco. Era como si Mariana hubiera pasado a otro nivel, como si se hubiera instalado en otro mundo, un mundo al que yo no tenía acceso, ni podría tenerlo.

-¿Se arreglaron? -preguntó Leonor.

-Se arreglaron -asintió Carmen Ramos.

-¿Y volvieron a verse como antes?

-Como antes, no. Lucas estuvo probando, no regresó de inmediato. Andaba arisco, lastimado, calculando sus terrenos. Y también, pienso yo, castigando un poco a Mariana, haciéndola pagar por su falta previa. Pasaron dos días de su reencuentro, y no regresó. Cuatro días, y tampoco. Mariana estaba como loca, te imaginarás, conteniéndose pero como loca, haciéndose cábalas sobre qué pasaría y por qué la hacían pasar del paraíso al limbo sin siquiera un mensaje intermedio. De pronto, al quinto día, Lucas se apareció de nuevo y se quedó todo el fin de semana con Mariana, en su departamento. Luego se fue otra vez, y ahora anduvo ausente quince días. Mariana aguantó el nuevo estilo sin entrar en explicaciones. Finalmente, como a los seis reencuentros, empezaron por fin a verse con cierta normalidad, cada tercer día, a veces diario, y pasaban juntos los fines de semana. Todo parecía más que normal, una normalidad casi conyugal, que duró bastante tiempo. Para Mariana y Lucas, bastante tiempo quiere decir dos o tres meses, al cabo de los cuales, sin aviso previo, así nomás, de pronto, Lucas desapareció.

-Pero por qué -dijo Leonor.

-Por cabrón, mi hijita. Porque así son los hombres: unos mentecatos. Más proclives al amor propio que al amor. No entienden cuando los amas ni cuando los engañas. En el fondo, no entienden nada. Mariana se hizo a la idea el primer mes, pero para el segundo empezó a penar. Un día vino y me dijo: "No puedo tragar." "¿Por qué, qué te pasa?". "No puedo tragar, te digo. Llevo dos días con la garganta cerrada y sólo puedo pasar líquidos." "Estás histérica", le dije. "Vamos a echamos un trago y a olvidamos del tal Lucas." Me dijo que no. Pero dos o tres días después pasó y me dejó una nota tras la puerta diciendo que sí. Subí por ella y le dije: "Nos damos un baño largo, nos secamos el pelo con pistola y nos vamos con el pelo suelto a donde sea. ¿De acuerdo?" Eso quería decir entre tu tía y yo que íbamos por la calle con las dos melenas al aire, la suya castaña y la mía negra, desafiando al mundo. Las solas melenas eran el llamado de la manada, ¿me entiendes? Era como ir encueradas, en nuestros tacones altos, marcando el golpe del pelo a la vista de todos. Nos arreglamos con los pelos así de sueltos y nos fuimos al bar donde cantaba Cordelia, allá por Coyoacán. Apenas nos sentamos con nuestros daiquiris, que nos parecía el trago más pirujo y ligador posible, se aparecieron dos galanes como mandados a hacer, altos, guapos y dispuestos a la fiesta hasta que terminara. Fuimos de bar en bar, bailando y bebiendo hasta muy noche y luego a nuestros departamentos. Fue una noche memorable porque Federico, con quien yo me emparejé, resultó después mi marido por cinco años. El galán de Mariana, cuyo nombre no recuerdo, fue también inolvidable, pero por razones muy distintas. No bien se habían acomodado en la recámara de Mariana, cuando ¿quién crees que toca la puerta?

-Ay, no -dijo Leonor.

-Toca la puerta nada menos que el desaparecido Lucas Carrasco, nada menos que él, precisamente ese día: el primero, y el único, en que tu tía Mariana se había permitido, durante el último año, el más leve asomo de amores que no fueran Lucas. La mensa le había dado a Lucas una llave del portón del edificio, y ahí estaba Lucas a las tres de la mañana, tocándole la puerta del departamento, y oyendo la música que había al otro lado, los restos de la fiesta. De modo que no era practicable ni siquiera la coartada de no abrirle, haciendo como que no había nadie. Mariana metió a su galán al baño y abrió. Trató de hacerse la ofendida y le dijo a Lucas que no podía pasar, que ella no era su sirvienta para atenderlo cuando quisiera, y mucho menos en la madrugada. Que si quería verla viniera mañana, con la luz del día, etcétera. Todas las excusas que se le ocurrieron desde el punto de vista del orgullo y la dignidad. Pero Lucas la conocía muy bien y no se chupaba el dedo. Le dijo: "Estás con otro." Y Mariana no pudo sino echarse a llorar.

-No es justo -dijo Leonor. -Él no tenía por qué exigirle de ese modo. Se había ido dos meses sin avisar, ¿qué esperaba?

-Todo -dijo Carmen Ramos. -Esperaba y quería todo. No quería ni un resquicio fuera de control. Lo cierto, creo yo, es que en realidad no había perdonado lo anterior. Volvía porque no podía evitarlo. Porque su atracción por Mariana era mayor que su orgullo. Pero nunca pudo reponerse de la primera herida, ésa de la que Mariana apenas se dio cuenta. El hecho es que, después de aquella noche estúpida en que otra vez sorprendió a Mariana con otro, entonces sí ya no volvió. Mariana lo sabía perfectamente. Empezó a llorar, con Lucas en la puerta, esa madrugada y terminó de llorar tres días después, flaca y amarilla, con el rostro de la máscara griega de la tragedia, chupada y como con surcos. No puedes creer lo que era. Tampoco podrías creer lo que lloró. Cuando acabó de llorar tenía la garganta más cerrada que antes, cerrada en serio. No podía tragar nada, a veces ni siquiera agua. La garganta se le cerraba y no podía respirar. Por las mañanas, al despertar, la sola idea de comer le provocaba la asfixia.

-¿Qué tenía? -dijo Leonor.

-Tensión, miedo, no sé. Desamor -resumió Carmen Ramos.

-¿No fue al médico?

-A todos los médicos. No había nada en su garganta. Ni tumores, ni atrofias, ni nada.

¿Por qué no podía tragar entonces?

-Porque no podía.

-Pero tiene que haber una explicación.

-No la hubo. Ni la hay todavía. Era desesperante, como si otra persona dentro de ella la estuviera estrangulando, matándola de hambre sin ninguna razón, así nada más. Lloraba y me decía: "Me aterra pensar que me estoy suicidando, que estoy tan loca que me estoy suicidando sin darme cuenta, que me quiero morir."

-¿Quería morirse? -preguntó Leonor.

-No -dijo Carmen Ramos. -Te digo que lloraba mientras me decía esas cosas.

-¿Pero, al final, crees que mi tía Mariana se suicidó?

-No -dijo Carmen Ramos. -Mariana no era el tipo. No le daba por ahí, ni por echarse al suelo, ni por deprimirse. Menos por pensar en arrancarse la vida. Mariana se extenuó trabajando y dándole vueltas a la pérdida de Lucas Carrasco, obsesionada con eso, con la idea de recuperarlo, como lo había recuperado ya una vez. Se le cerró la garganta un tiempo y luego que se curó, aunque en parte como consecuencia de eso, simplemente perdió el apetito. Mejor dicho: el lío de la garganta la hizo entrar en un total desorden con sus comidas. Tomaba café como loca y no se sentaba a comer a sus horas porque se sentía gorda. Comía papas fritas o un pan con queso y en la noche, muy noche, a veces la oía trajinando en su cocina, guisando hierbas. Porque le dio por la cuerda vegetariana y decidió dejar de comer carne. Un desorden. Un día entró aquí como zombi preguntando dónde había dejado sus zapatos, y me dio una larga explicación de lo que había hecho el día anterior para tratar de recordar dónde había puesto sus zapatos. En ese momento caí en la cuenta de que estaba realmente mal. Llamé a tu tía Cordelia y le dije que viniera a verla, le dije que en mi opinión no podía vivir sola en esas condiciones y que no quería vivir conmigo, como le había propuesto desde el principio de sus problemas de la garganta. Entonces Cordelia vino con tu mamá, estuvieron tocando un rato largo en la puerta de Mariana, oyendo la, música que no faltaba en el tocadiscos, pero sin que les abriera. Bajaron a decirme y subí yo. Cuando Mariana oyó mi voz, abrió. El departamento era un desastre, había notas pegadas con tachuelas en las paredes recordándose las cosas más absurdas, y los muebles puestos todos a contrapelo. Haz de cuenta que la mesita con la lámpara de una esquina estaba en el centro de la sala, y libros por donde quiera, en el piso, en el fregadero, sobre su cama. Cuando entramos, me habló todo el tiempo a mí, como si sus hermanas no estuvieran o no las viera. Le dije: "Aquí están tus hermanas, vinieron a verte". Pero ella, como si no existieran. Le insistí "Vinieron a verte". Siguió hablándome de los pendientes que tenía, las cosas más absurdas: la presentación de un libro en donde iba a estar Lucas y al que debía ir al día siguiente, aunque la presentación había sido el día anterior. Insistí en que estaban sus hermanas a visitarla. Entonces tu mamá me dijo: "Te pido por favor que nos dejes a solas con ella." Me sentí muy mal, como puedes imaginarte, excluida después de que yo les había abierto la puerta de Mariana. Era más hermana mía que de ellas, si a esas vamos. Yo sabía quién era Mariana, ellas no. Pero finalmente sus hermanas eran ellas, y no yo. Bajé como me pidieron. Al rato bajó también Cordelia a llamar por teléfono, porque yo tenía teléfono y Mariana no. Me dijo que la veían muy mal, que iban a llamar a sus papás y a llevársela a que la atendieran en un hospital. Me pareció correcto, apenas lo adecuado. Como a la hora oí voces y gran ajetreo en el pasillo. Me asomé y vi pasar un equipo de enfermeros con una camilla. Subí a ver. Ya estaban poniendo a Mariana, dormida, en una camilla. Había un médico que daba instrucciones, y los camilleros. Junto al médico, estaban tus abuelos, perfectamente vestidos, como para un cóctel, atestiguando el movimiento. Fue la primera vez que vi a tu abuelo. Qué hombre tan guapo. Y a tu abuela. Carajo, qué pareja. Juntos eran más guapos que Mariana. Una pareja de colección. Tu mamá me vio asomándome y me fue a buscar. "La sedaron y la vamos a internar para que la estabilicen y la alimenten", me dijo. "Fue la decisión del doctor. Ven. Te voy a presentar a mis papás." Me sentí en bata yendo a recibir un premio en la fiesta de final de cursos de la escuela. Tu abuelo me miró con sus ojos verdes, todo él tostado y atlético y me dijo, como si me envolviera: "Le pido su comprensión. Ésta es una cosa que debe decidir la familia." Tu abuela, en cambio, me miró con sus ojos redondos color, no sé qué color.. .

-Avellana -dijo Leonor.

-Y me dice tu abuela, antes de saludarme: "Así nos entregas a mi hija." ¡Como si yo me la hubiera llevado! Tu abuelo hizo un gesto de molestia y la arrastró a la puerta, por donde ya sacaban a Mariana los camilleros. Luego supe, por Cordelia, que los dos me echaban la culpa de la mitad de los males de Mariana. En su cabeza, yo era culpable de que se hubiera salido de su casa, para empezar. Y de la vida disipada que según ellos, llevaba su hija Mariana, a quien ellos habían educado tan bien. Hubiera sido inútil explicarles que Mariana y yo nos salimos de nuestras casas al mismo tiempo y que quien llevó la iniciativa fue Mariana. Mi padre tenía también la idea de que Mariana era la amiga que me había corrompido a mí, aprovechándose de su condición de viudo, que nunca tuvo tiempo para atender a su hija. No le faltaba tiempo para sus novias, pero cuando su hija, es decir yo, engatusada por Mariana, decidió salirse de su casa y poner un departamento con su amiga del alma, ¡ah!, entonces sí, ¡qué terrible amiga que se llevó a su hija a vivir de puta en un departamento de solteras! Porque Mariana y yo al principio vivimos juntas. Luego se desocupó un departamento arriba, lo rentamos y ella se fue a vivir arriba, porque nos estorbábamos mucho con esa pirotecnia que te digo que teníamos con la circulación de galanes, caridades y loterías. En parte, mi padre tenía razón. Pusimos nuestro departamento de solteras para hacer todas las cosas que no podíamos hacer como hijas de familia. ¡Pero no cobrábamos, como pensaba él! Simplemente queríamos vivir. Y tratando de vivir se nos fue la vida. A Mariana literalmente, a mí casi, porque también estuve a punto de manicomio con mi esposo Federico.

Hubo un silencio largo, el silencio propicio a la evocación de las pérdidas.

-No volví a ver a tu tía Mariana -reanudó con voz baja Carmen Ramos. -Cuatro meses después, supe por una esquela del periódico que había muerto. Fui al entierro. Tus abuelos me evitaron al pasar junto a mí, lo mismo que tu mamá. Cordelia me dijo que había sido una embolia. Y quedamos de vemos para que me contara. No vino a verme, yo la busqué en el lugar donde estaba cantando y hablamos, empezamos a hacemos amigas de verdad. ¿Sabes a partir de qué? De que no sabíamos un carajo lo que había pasado. No sabíamos y no sabemos, es la verdad. Aunque ella ya se construyó su versión y no la bajas del caballo.

¿Qué hizo Lucas? -preguntó Leonor.

-Qué hizo de qué.

-Cuando la muerte de Mariana.

-La penó como un perro -dijo Carmen Ramos. -Vino a verme y le conté lo que sabía. No me creyó del todo, porque escribió una versión distinta a la que yo le di. Escribió una novela, ¿ya sabías?

-Eso me habían dicho -dijo Leonor. -Ángel Romano me dijo.

-Sí -Dijo Carmen Ramos. - Una novela.

Por ahí la tengo. ¿Quieres verla?

-Sí -dijo Leonor, ansiosamente.

-Pero es una novela -advirtió Carmen Ramos. -No es la historia de tu tía Mariana. Digo, al final no tiene nada que ver, son historias muy distintas.

-Déjamela ver -pidió Leonor.

Carmen Ramos fue a su recámara y trajo un libro pequeño, con pastas de cartoncillo blanco, sobadas y ennegrecidas por el uso.

-Es el retrato de Lucas Carrasco. No de Mariana Gonzalbo -le dijo, poniendo el pequeño objeto, precioso y sucio en sus manos. ¿Lo quieres? Te lo presto.

-Lo quiero -dijo Leonor y lo sobó un rato, como un chal. -Tengo una última pregunta.

-La que quieras -dijo Carmen Ramos.

-Todo esto que me cuentas, ¿dónde pasó? ¿Dónde vivían ustedes entonces?

-¿Cómo dónde, mi vida? Aquí mismo. Aquí. En este departamento vivimos al principio tu tía Mariana y yo. Y en el de arriba pasó todo lo que te estoy diciendo.

- ¿Por aquí anduvo mi tía Mariana? -.lijo Leonor.

-Por aquí no: aquí -subrayó Carmen Ramos. -Estuvo sentada ahí donde tú estás. Durmió un año en el cuarto que está al fondo. Por la puerta por donde tú entraste hoy, ella entró feliz un día, hace años, diciendo que quería reproducir a Lucas Carrasco, y otro día preguntando dónde había dejado sus zapatos. Éste es el lugar, mi amor. Y arriba es el lugar.

Leonor se sintió avasallada por el sitio. Una oleada de miedo y extrañeza la hizo temblar por la coincidencia inesperada, como si hubiera venido aquí para jugar un juego que no comprendía y cuyas reglas, sin embargo, iban cercándola y agitándola como se agita el mar bajo el influjo de la luna.

XI

Se llevó el libro de casa de Carmen Ramos y lo metió a la suya escondido bajo la ropa, como el bastimento clandestino que era. Lo abrió del mismo modo, en su cuarto, de noche y sin testigos, junto a la única complicidad de su lámpara velatoria, ansiando que subieran hasta ella, desde las páginas prohibidas, las dobles llamaradas de la trasgresión y el secreto. Leyó rápido, saltando por el libro como por las piedras de un arroyo, al paso de su pecho ávido de saber lo que ignoraba y de recordar lo que no había vivido.

La novela de Carrasco se llamaba Lucrecia contra la luna. Era un libro pequeño de hojas gruesas y pastas de cartoncillo amartillado. Bajo la afectación en letras góticas del título, venía impresa la viñeta de un desnudo que ofrendaba a la luna un perfil de mujer con ojos de buey, senos altivos y pubis erizado. No tenía dedicatoria, colofón, ni página legal, pero abría cada capítulo con una capitular renacentista en cuyas trabes y tildes se enredaban los cabellos y las facciones helénicas de distintas mujeres.

Leonor devoró la novela, atragantándose con ella. Bajo el nombre de Lucrecia, vio cruzar a Mariana por una fiesta nocturna, y encontrarse con Lucas en un sendero de eucaliptos mejorados por la luna. Los oyó hablar y besarse bajo la transparencia de la noche y largarse por el bosque fantasmal hacia ellos mismos. Luego de varias páginas de amores realizados, acudió a su primer pleito sin motivo y a su primera reconciliación en una playa, presidida nuevamente por la luna. Los vio separarse otra vez y a Mariana, bajo el nombre de Lucrecia, enfilarse a una hilera de noches solitarias, surcadas por hombres a los que nada la unían, salvo la necesidad de propinárselos, como quien se golpea una pierna para amortiguar el dolor de la otra. Los vio necesitarse, disculparse mutuamente y volver a un remanso de planes y caricias, pero a Lucas quedarse, sin desearlo, en la frecuentación de otras mujeres y a Mariana vengarse, sin odiarlo, optando frente a él por otros amores.

Malentendió el litigio de sus orgullos. Odió los caprichos del acordeón que los separaba al expandirse y al contraerse los reunía, hasta que Lucrecia fue casi un fantasma y Lucas un loco sin ruta o sin otra ruta que la búsqueda exasperante de Lucrecia. Acudió a su último encuentro en una terraza nocturna, bañada como siempre por la luna, la luna que los reunía y los sacrificaba cada vez, hasta que los separó del todo, después de esa terraza, para perderlos en un limbo inaceptable, que Leonor se negó a confundir con sus destinos. En las últimas páginas, escasas y veloces, vio a Lucrecia extraviarse en una ronda de hospitales y fatigas no explicadas, mientras Lucas flotaba, chapoteando, en un charco de acedia, húmedo de éxitos profesionales, triunfos sin lucha y amores sin estallidos amorosos.

Cuando Leonor llegó al final de aquel remolino de lunas vengativas y propicias, estaba insultando, diciendo que no, y no tenía enfrente sino. el pequeño libro de hojas descuadradas bajo el amarillo cómplice de su lámpara velatoria, la lámpara insomne que alumbraba su vacío como la luna el sendero inicial de eucaliptos que había reunido en el libro a Lucas y a Lucrecia.

Volvió instintivamente a ese sendero y leyó otra vez, despacio ahora, sin ilusiones, en una segunda búsqueda, decepcionada e insabora, del misterio. Se irguió frente al texto como una autoridad ante un posible apócrifo, galopada por la esperanza de estar al fin frente al texto sagrado y sus revelaciones originarias, manoseadas sin genio por generaciones de torpes escribas. Reparó entonces, para empezar, en que Lucas escribía el libro como si las cosas no le hubieran sucedido a él, sino a una querida pareja de amigos, cuyo fracaso inexplicable era el enigma y el motivo de la novela. Reparó después en que Mariana llevaba el nombre de Lucrecia, pero no era exactamente como ella, porque Lucrecia tenía el pelo negro, no castaño como Mariana, y los ojos oscuros en la sombra y verdes coralinos en la luz, no cafés con estrías aceitunadas, como los de Mariana. Sobre todo, la pareja impenitente de Lucrecia no era Lucas, porque no tenía la edad de Lucas, ni su nombre, sino la misma edad de Mariana y Lucrecia, y era siempre mencionado por Lucas, el narrador, como "mi amigo".

Sin embargo ahí estaba, al principio del libro, la escena sugerida por Ángel Romano del encuentro de su tía Mariana con Lucas Carrasco, su inmediata y mutua rendición amorosa, y el simple gesto de Lucas de ponerla a su lado, como si ese lugar hubiera estado ahí para ella desde siempre, esperando que Mariana lo llenara.

Lucas había escrito:

Se vieron por encima de las parejas que bailaban y mi amigo asintió, sólo eso, como si hubieran convenido algo o compartieran un secreto, ellos, que se miraban por primera vez en esa fiesta y no sabían ni el nombre uno del otro. Lucrecia asintió también, ratificando la existencia del secreto. Lo demás fue literatura, es decir, la materia de este libro, que cuenta sus amores bajo la luna, lo que la luna les dio, lo que la luna les quitó, lo que ellos no supieron tomar ni defender de la luna.

No faltaba una alusión a la luna casi en ningún pasaje del libro. Sus rayos helados presidían las escenas culminantes de la novela: la escena del encuentro y las de los amores felices que le siguieron; la escena del primer pleito, en una ciudad de México sin cielo ni estrellas, afantasmada por el esmog, y la de la primera reconciliación junto a la playa, frente al mar hinchado por el plenilunio y por la marea dichosa de sus cuerpos.

Lucrecia no era exactamente Mariana, ni Lucas su amigo, pero ahí estaban en el pequeño libro, casi literalmente, escenas que Leonor había colectado de Alina Fontaine y Carmen Ramos. Ahí estaban Lucrecia y el amigo besándose una noche, en medio de un atestado restorán, separados del mundo, unidos por el cordón umbilical de sus labios y sus lenguas, tratando de meterse uno en el otro para dejar de ser y hacerse el otro. Ahí estaban las escenas de las fiestas misteriosas y orgiásticas en la casona de la que le había hablado Ángel Romano. Y ahí estaba el amigo de Lucrecia diciéndole, como Lucas le había dicho, quizás, a Mariana:

-Vamos a queremos, no a poseernos. El ejercicio de tu libertad es lo que garantiza la mía:

Lucrecia no tenía hermanas en el libro, pero sí una amiga fraterna que cantaba en un bar de Coyoacán, como Cordelia, y que vivía en el mismo edificio que Lucrecia, como Carmen Ramos abajo de Mariana. Lucrecia no moría en la novela, como había muerto Mariana en la vida real, y el libro escurría el bulto, por tanto, a cualquier mirada de frente sobre el tema. Pero, al igual que Mariana, Lucrecia se extraviaba en un laberinto de hospitales y cuerdas interiores a punto de estallar, extenuada por la soledad y la anorexia. Por último, la novela repetía sin maquillajes la horrenda coincidencia de la noche de luna en que, luego de un año de resistir la tentación insoportable de ver a Lucrecia, su amigo había acudido a buscarla, en rendición incondicional, y la había sorprendido con otro, como Lucas a Mariana.

Había dos escenas cruciales, sin embargo, de las que nadie le había hablado hasta entonces a Leonor y que brillaron con luz propia en su nueva lectura. La primera narraba el momento en que Lucrecia, loca de amor y celos, se había entregado a Lucas pidiéndole que la hiciera su mujer, que fuera su pareja monógama, vivieran en la misma casa y la llenara de él y se reprodujera en ella, haciéndola parir su descendencia. Su amigo le había respondido con la cita de un escritor que abominaba de los espejos y de la paternidad, porque repetían la deformidad de los hombres. Esa noche, en una fiesta de la casona, Lucrecia había sorprendido a su amigo en el lecho con otra, y había bebido hasta la embriaguez y salido semidesnuda a ofrecerse a quien pasara por las calles desiertas del rumbo. Días después, su amigo le había repetido la estúpida frase que presidió sus amores y que Mariana probablemente había escuchado de Lucas: "Vamos a queremos, no a poseemos. El ejercicio de mi libertad es lo que garantiza la tuya." Poco después, la novela refería el momento que Carmen Ramos le había contado a Leonor: Mariana yéndose con otro, frente a Lucas, en una nueva fiesta de la facultad.

La segunda escena inédita era la del último encuentro de Lucrecia con el amigo, una noche de luna, después de que la había sorprendido con otro al buscarla. Sin explicar cómo se habían reunido de nuevo sus personajes, Lucas escribió:

Hubo una última vez. Era fresca la noche, pero a la vez tierna y cálida, y estaba la luna propicia en lo alto de enero. Sacaron una colcha al balcón y se tendieron en ella, sobre la cama resplandeciente de sus recuerdos. Bajo la luz de la luna, el cuerpo de Lucrecia era doblemente blanco y liso, y su mirada hipnótica venía de lejos, como en un sueño de títeres sin habla. Le pidió perdón y quiso amarla como la había amado alguna vez, sin reservas ni silencios interiores. Pero había un velo entre ellos. Lucrecia estaba en otra parte, como tomada por la luna, y dentro de él crecía una pandilla de recuerdos negándose, previniéndolo contra el día de mañana.

-No fuiste tú ni fui yo -dijo Lucrecia al final, en su oído. -Fue la luna, que no nos dejó solos.

Y se durmió junto a él con los ojos de títere abiertos, bajo el fulgor redondo y vigilante del círculo que mandaba sobre ellos desde el cielo.

Seguían las páginas veloces del final, que volvieron a filtrarse por las expectativas de Leonor como puños de arena entre los dedos. Terminó la segunda lectura con una sensación menor de vacío que la primera, pero seguía faltándole lo esencial:

¿dónde estaba ahí Lucas Carrasco, dónde Mariana con su muerte, y dónde estaba ella, con su propio desorden, frente a ese laberinto de amores perdidos y lunas propicias, por igual, a la felicidad y la desgracia?

La noche en que Leonor lo leyó, el pequeño libro de Carrasco era ya una reliquia. Había sido escrito siete años antes y dejado de circular poco después. Su autor había corrido mejor suerte. Sin retirarse del claustro académico, había emprendido una carrera como articulista político y era el celebrado editor de un boletín al que se accedía sólo por suscripción privada. Para alimentar su pasión académica, de cuerda antropológica e histórica, Carrasco había explorado en opúsculos imprevisibles, también de circulación restringida, lo que llamó en un ensayo las zonas frágiles de México, aquellos lugares por donde la historia del país se había roto, cediendo el paso a "la fecundidad de lo inesperado", expresión que resumía para Proudhomme el genio del tiempo, el espíritu mismo de la historia.

Siguiendo esos senderos, Carrasco había escrito una serie de pequeños libros sobre los temas más dispares, cuyo eje secreto era, sin embargo, el mismo: la exploración de las vetas por donde se había roto la normalidad del pasado y había hecho su primera aparición el inexperto futuro. Había dedicado un libro a las etnias en extinción de las zonas de refugio, no como una denuncia antropológica, sino como un testimonio a la vez trágico y augural del doble proceso de desindianización del país y mexicanización de las etnias indígenas. Había hecho un provocativo trazo histórico de las zonas mineras relativamente prósperas, como focos detonadores de las grandes rebeliones mexicanas, para contraponerlas a la idea común de las zonas campesinas o pobres, como origen de esos movimientos. Había escrito también un largo y exitoso ensayo sobre el cambio más significativo que a su juicio había tenido la sociedad mexicana del siglo XX: el aumento de las mujeres entre la población económicamente activa, que casi se había triplicado en los años setentas quebrando por primera vez la estable inexistencia laboral femenina y anticipando la aparición de un nuevo mundo amoroso. Había escrito, por último, una colección de crónicas históricas sobre los años frágiles de México, años que habían condensado cambios decisivos del país, y en cuya exploración podían leerse, como en un mapa cristalizado, los virajes esenciales de su historia.

Entre el trabajo periodístico y sus heterodoxias académicas, Carrasco gozaba de una firme fama pública y oficiaba a la vez, sin proponérselo, como el capellán de una cofradía informal que extendía su prestigio al ámbito de los círculos de iniciados, proclives a los corpus herméticos y la exclusividad de los secretos. En este último carril, Carrasco había desarrollado su propia dosis de esnobismo: se rehusaba a toda forma de aparición pública y a que su efigie se reprodujera en medios impresos o electrónicos, para no confundir a los lectores con su facha, decía él, y para evitar que su alma fuera secuestrada por los aparatos que reproducían su efigie, según era la convicción animista de una de las etnias en extinción que había estudiado. No contestaba el teléfono personalmente en la oficina donde editaba su boletín, ni respondía a las cartas que le enviaran sus lectores. Había construido así la subfama paralela de una neurosis misántropa, y su inaccesibilidad se había vuelto parte complementaria de su leyenda.

Leonor aprendió todo esto de Carrasco, durante las semanas que dedicó a buscarlo después de leer Lucrecia contra la luna. En una cocción lenta, su lectura no había dejado en ella, al final, sino la necesidad compulsiva de buscar a Carrasco, para decirle lo mucho que se había equivocado en la evocación de Mariana, lo distinta que Mariana había sido, lo distinta que era en el surco de su ausencia. Y explicarle todo lo que ella, Leonor, estaba decidida a no aceptar como historia de Mariana, y de ella misma, sin que las fichas del dominó fueran repartidas otra vez, y la historia reconstruida y contada de nuevo.

Supo algunas cosas de la vida de Carrasco a través de Carmen Ramos y la mayor parte de las otras por medio de Ángel Romano, a quien pidió que le consiguiera una entrevista con Carrasco. Ángel Romano hizo dos llamadas que Lucas no respondió y se declaró mal conducto para la encomienda. Por su parte, Carmen Ramos le contó a Leonor lo que sabía de Carrasco, pero dudó de la conveniencia del encuentro y le pidió un tiempo para pensarlo.

-No sé si quiero revivir esas cosas -le dijo. -Son heridas que no duelen, pero no quiero averiguar si están cerradas.

¿Entiendes lo que quiero decir?

-Sí -saltó Leonor. -Tú también quieres ocultar lo que pasó.

-No -dijo Carmen Ramos. -Lo que no sé es si quiero desenterrarlo. Y no he dicho que no. Sólo te estoy pidiendo un poco de tiempo para pensarlo.

-De acuerdo dijo Leonor.

Pero no estaba de acuerdo. Latiendo de impaciencia e impotencia en su búsqueda de Lucas Carrasco, tuvo un desencuentro con Rafael Liévano. Al final de una noche de amores y amigos, Rafael Liévano le dijo, en la puerta de su casa:

Estás conmigo pero no estás aquí, Gonzalbo.

-Mi apellido no es Gonzalbo -reviró Leonor.

-También te apellidas Gonzalbo, Gonzalbo -dijo Rafael Liévano.

-También -subrayó, minimizando, Leonor.

-¿Cómo quieres que te llame, entonces? -No quiero que me llames -dijo Leonor,

abriendo la puerta y bajando del coche. –No entiendes nada. Eres un escuincle baboso. Rafael Liévano bajó a alcanzarla: -¿Qué pasa? ¿Ahora, qué hice? -Nada, baboso.

-¿Nada?

- Precisamente: no has hecho nada. -Nada de qué. ¿De qué estás hablando? -De todo -dijo Leonor. -De todo lo que no entiendes ni vas a entender nunca, porque eres un escuincle baboso.

-¿Qué te pasa, Gonzalbo?

-Ya te dije que no me llamo Gonzalbo, idiota -repitió Leonor apretando los dientes, y se metió a su casa sin mirar hacia atrás, estampándole la puerta en las narices.

Al día siguiente, un sábado, se rehusó a dos telefonazos de Rafael Liévano. Por la tarde, ansiosa y vacía como la tarde misma, llamó al periódico donde Carrasco publicaba cada semana su columna y obtuvo el número de su oficina. Durante el mes siguiente, con las palmas sudando y la garganta seca cada vez, llamó siete veces a la oficina de Carrasco y siete veces la secretaria le hizo dejar su teléfono, prometiéndole que Carrasco le devolvería la llamada. En la llamada octava, la secretaria le confió: Lucas sólo se comunicaba con gente a la que ya conocía o que le encaminaban terceros.

-Pero yo lo conozco a él -dijo Leonor. -No puede negarse a hablar conmigo sabiendo quién soy.

Apenas dijo esto entendió: era imposible para Carrasco saber quién era. Los mensajes que le había dejado incluían su nombre y su apellido, pero nada había en ese nombre que llevara hasta Carrasco los ecos de Mariana. Su nombre estaba un escalón fuera de la genealogía de los Gonzalbo, porque ella llevaba el apellido de su padre, no el de su abuelo ni el de Mariana, aunque hubiera empezado a cabalgar por él, aceptándolo y negándolo, en su propio galope sin rienda, bajo las estrellas impasibles que todo lo sabían sin recordarlo, como ella.

Una de sus noches, en el balcón, le confió sus dilemas a Natalia. Y Natalia le dijo:

-Con el dueño del perro.

¿Qué es eso tía? Estoy hablando en serio.

-Te digo que hables con el dueño del perro -dijo Natalia, agitando las manos. -Es lo que dice el abuelo: si un perro te muerde, ¿a quién hay que demandar? ¿Al perro o al dueño del perro? Si quieres ver a Lucas, ¿ a quién hay que dirigirse? Pues al dueño del perro, es lo que quiero decir.

Unos días después, poco antes del aniversario de la muerte de Mariana, Leonor mandó a la oficina de Lucas la carta que decía:

Leí Lucrecia contra la luna y no me gustó, porque no trae lo principal, no está dicho ahí lo principal, y nadie se atreve a decirlo. Pienso si tú estarías dispuesto a ayudarme en eso. Yo me llamo Leonor. .Mariana fue mi tía. Quiero que me hables de ella, creo que nos debes a las dos una respuesta.

Y eligiendo su nombre, firmó:

Leonor Gonzalbo

XII

Inesperadamente, la respuesta de Lucas llegó a través de Carmen Ramos: quería ver a Leonor, dijo, pero quería que Carmen la llevara.

-No lo he visto en años -le confió Carmen Ramos. -¿Qué le diste?

Le contó luego los detalles de su reencuentro telefónico con Lucas y las condiciones que había puesto para la entrevista. Leonor estuvo de acuerdo en el día y en la hora, y en las instrucciones complementarias, que se resumían en una sola: debía ir con Carmen Ramos. El día señalado, un jueves de mayo, metió ropas, afeites y la novela de Lucas en un maletín, dijo que iba al cine con Rafael Liévano y salió de su casa cargando su trenza infantil rumbo a Lucas Carrasco.

Hizo una escala. En el baño de un centro comercial se despojó de sus jeans y de su edad, se montó en el traje sastre y los tacones sustraídos del ropero juvenil de Natalia, y se agregó después los años que faltaban con una rápida anexión de rimel y sombras, bilé y maquillaje. Un rayón antes del exceso, aunque muchos años antes de la edad buscada, depuso los afeites y se miró en el espejo acabada de nacer. Deshizo luego la trenza, abriéndola con los dedos y cepilló el pelo suelto de la frente a la espalda y de la nuca a la frente, como alguna vez se lo había cepillado su abuela, dejando que se expandiera hasta su límite y se derramara sobre ella, igual que sobre los hombros de Mariana. No pasó a buscar a Carmen Ramos. Fue directamente al lugar de la reunión con Carrasco, el lugar donde la esperaba el tiempo detenido en ella y que era el momento de airear.

Las oficinas de Lucas Carrasco estaban en una casona remodelada de San Ángel. El frontis de dos pisos era ancho, con portones de madera y aldabas de hierro ennegrecido por el tiempo; su recién adquirida modernidad incluía un portero automático y paredes incendiadas por un fanático color canela, pero respetaba dos balcones con herrerías coloniales y macetas de talavera. La puerta de la calle, regulada electrónicamente, abría a un recibidor oblongo donde una mujer de edad repartía bienvenidas como una tía solterona sorprendida en falta.

-Las está esperando -le dijo a Leonor. -En cuanto llegue tu amiga, las paso.

-Mi amiga no pudo venir -dijo Leonor. -Se le cruzó un amigo.

Ah, pues entonces te paso de una vez. Déjame avisarle a Lucas -apretó un botón del interfono. -¿Lucas? ¿Me escuchas? Aquí están ya tus visitas, ¿me escuchas? Esta cosa no sirve. Y a ti, pensándolo bien, no puedo pasarte sola. Estás demasiado joven para Lucas. Ya no está para esas danzas. No me hagas caso, estoy bromeando. A ver, vente conmigo.

Rodeó su escritorio y caminó adelante, para mostrarle el camino. Por un pasillo largo fueron cruzando cuartos donde trabajaban en computadoras tríos y parejas de jóvenes concentrados. Al final, a mano izquierda, había una sala de muebles de cuero con dos lámparas de luz halógena que echaban una claridad apacible sobre tres paredes de libreros umbríos.

-Pásalas a la sala, Chabe -se oyó una voz en la oficina del otro lado del pasillo. -Estoy con ellas en un momento.

Leonor vio salir de la puerta de enfrente a un hombre flaco y largo, con el pelo blanco y alborotado en lo alto de la cabeza redonda. Traía un chaleco color zanahoria sobre una camisa azul tenue y dos lentes colgando de una cadena, como un collar, sobre su pecho. Leía unos papeles que llevaba en la mano y caminaba hacia el pasillo por donde ellas habían llegado, como para terminar un trámite pendiente de oficina, pero al pasar por la puerta de la sala alzó la vista y se topó con Leonor. Leonor vio esos ojos distraídos, usados, exhaustos, y sin embargo extraordinariamente alertas y vivos, detenerse en ella y quedarse ahí, sin pestañear, como fijados por un rayo, un instante de luz e inmovilidad en la molienda incesante y oscura del mundo.

Chabe, la recepcionista, se disculpó, jugueteando:

-Ya estábamos aquí. Mejor dicho, aquí estamos. Son la señorita Leonor y su amiga que no vino. Éste es mi jefe y problema, el tal Lucas Carrasco. -Y luego a ambos: -Están en su casa.

-Gracias, Chabe -dijo Lucas, sin quitar los ojos de Leonor.

Tenía la frente llena de arrugas bronceadas y un rostro enjuto, de huesos marcados y piel estricta, sin grasa, hija del ascetismo o el deporte.

Llena como nunca de sí, consciente de sus brazos y sus piernas, del correr de su pulso, de su sonrojo y sus pechos y del tacto de la falda, de la altura de sus tacones y el calor de las medias en sus piernas, Leonor sintió brincar por su cara la intención de una sonrisa. Lucas vino hasta ella, sin dejar de mirarla, los papeles todavía tiritando en su mano. Leonor vio sus ojos crecer y nublarse, mirar y descreer, reconocer y recordar, llenarse de amor y de memoria, de años perdidos y escenas recobradas, y se escuchó diciendo, con una voz que tampoco fue suya, alterada por el miedo y la incredulidad del momento:

-Tenía que hablar contigo.

-Sí -contestó Lucas, luchando todavía contra el astigmatismo y el testimonio de sus ojos. -Teníamos que hablar.

Apenas se habían sentado, sonó el teléfono histérico. -No, Chabe, -dijo Lucas después de oír.

. -Dile que no estoy. Y no me pases llamadas. Era Carmen Ramos -le explicó a Leonor. -Pero creo que podemos conversar sin ella. ¿Quieres tomar algo?

-No -dijo Leonor.

-¿Te importa si tomo algo?

-No.

-Entonces voy a tomar algo.

En las maneras lentas de ir hasta el bar simulado en el librero y servirse coñac, le recordó a su abuelo Gonzalbo. Mientras estaba de espaldas, comparó la amplitud de sus hombros huesudos con los de su propio abuelo y con los de Rafael Liévano. Pensó que estaba viejo, levemente encorvado, y sin embargo duro, a un tiempo laxo y listo para saltar, como un leopardo.

-¿Cómo está Carmen? dijo Lucas, mientras servía. -Hace ocho años que no la veo.

-Telefoneando Lijo Leonor.

-Sí dijo Lucas, y regresó sonriendo. -Pensé que sería más cómodo para todos si ella venía. Me olvidé que eres una Gonzalbo.

-La mitad nada más -dijo Leonor.

-No hace falta más -dijo Lucas. –Eres idéntica. No acabo de reponerme del impacto. Me pusiste una tarjeta enigmática pidiéndome una respuesta. No sé si la tengo. Qué quieres saber. -Todo -dijo Leonor.

-Todo acaba siempre siendo poco –dijo Lucas. -¿Cuántos años tienes? -¿Cuántos crees?

-Veinte, más el rímel dijo Lucas.

-Diecinueve -dijo Leonor.

-Diecinueve preguntas entonces -dijo Lucas.