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Cuenca del Amazonas, septiembre de 1987
A mediodía, las nubes que nimbaban la cumbre de Cerro Gordo se abrieron y dispersaron. En las capas superiores del dosel de hojas, Whittlesey distinguió franjas doradas de luz solar. Algunos animales, probablemente monos araña, se agitaban y ululaban sobre su cabeza, y un guacamayo voló bajo, graznando obscenamente.
Whittlesey se detuvo junto a un jacarandá caído y esperó a que Carlos, su sudoroso ayudante, lo alcanzara.
—Pararemos aquí. Baja la caja —dijo en español.
Whittlesey se sentó sobre el tronco derribado para quitarse la bota y el calcetín derechos. Encendió un cigarrillo y aplicó la punta al bosque de garrapatas que le cubrían el tobillo.
Carlos se descolgó una antigua mochila del ejército, sobre la cual iba sujeta una caja de madera.
—Ábrela, por favor —dijo Whittlesey.
Carlos desató las cuerdas, soltó una serie de pequeños cierres metálicos y alzó la tapa.
El contenido estaba protegido por fibras de una planta indígena que Whittlesey apartó para observar algunos objetos, una pequeña prensadora de plantas de madera y un diario de piel manchado. Tras vacilar un instante, extrajo del bolsillo de la camisa una estatuilla diminuta y tallada con gran exquisitez que representaba una bestia. Levantó la figura en su mano y admiró de nuevo la perfección de la talla, su peso anormal. A continuación la depositó de mala gana en la caja, cubrió todo con las fibras y encajó la tapa.
Sacó de su mochila una hoja de papel en blanco y la extendió sobre la rodilla. Extrajo una pluma de oro del bolsillo de la camisa y empezó a escribir:
Alto Xingú,
17 de sep. de 1987
Montague:
He decidido enviar de vuelta a Carlos con la caja y continuar solo en busca de Crocker. Carlos es de confianza, y no puedo correr el riesgo de perder la caja si algo me sucediera. Toma nota de la matraca de chamán y otros objetos rituales; parecen únicos en su género. La estatuilla que acompaño, encontrada en una cabaña desierta de este lugar, es la prueba que buscaba. Fíjate en las garras exageradas, en los atributos reptilianos, las señales de bipedalia. Los kothoga existen, y la leyenda de Mbwun no es una mera invención. Todas mis notas de campo están en este cuaderno. También contiene una descripción completa del fracaso de la expedición, del cual ya te habrás enterado cuando recibas esto.
Whittlesey meneó la cabeza al recordar la escena que se había desarrollado el día anterior. A aquel bastardo idiota, Maxwell, sólo le importaba que los especímenes que había conseguido llegaran indemnes al museo. Whittlesey rió para sus adentros. Huevos antiguos, había asegurado Maxwell, cuando en realidad no eran más que vainas de semillas sin valor. Maxwell tendría que haber sido paleontólogo en lugar de antropólogo. Resultaba irónico que se hubieran marchado cuando sólo se hallaban a mil metros de su descubrimiento. Así pues, Maxwell se había ido y con él todos los demás, excepto Carlos, Crocker y dos guías. De ellos, ya sólo quedaba Carlos. Whittlesey reanudó la nota.
Utiliza mi cuaderno y los objetos como juzgues conveniente con el fin de restablecer mi reputación en el museo. Y sobre todo cuida de la estatuilla. Estoy convencido de que posee un valor antropológico incalculable. La encontramos ayer por casualidad. Parece ser la pieza central del culto a Mbwun. Sin embargo, no hay más señales de vida humana por los alrededores, lo cual se me antoja extraño.
Hizo una pausa. No había descrito el descubrimiento de la estatuilla en sus notas de campo. Incluso en esos momentos, su mente se negaba a recordar aquel hecho.
Crocker se había desviado del camino para examinar de cerca un jacamar. De no haber sido así, jamás habría descubierto la senda oculta que descendía por una pendiente pronunciada entre muros de musgo. Después, en el húmedo valle donde la luz del sol apenas penetraba, se toparon con aquella tosca cabaña medio enterrada entre árboles antiquísimos. Los dos guías botocudos, que por lo general no paraban de hablar entre sí en tupí, enmudecieron de inmediato. Cuando Carlos los interrogó, uno de ellos murmuró algo acerca de un guardián de la cabaña, y la maldición que caería sobre aquel que violara sus secretos. Entonces, por primera vez, Whittlesey les había oído pronunciar la palabra «kothoga». Kothoga, el pueblo de las sombras.
Whittlesey se había mostrado escéptico. Había oído hablar de maldiciones antes, normalmente como prólogo a peticiones de aumento de honorarios. Sin embargo, cuando salió del chamizo, los guías habían desaparecido.
De pronto aquella anciana surgió de la maleza como por ensalmo. No era una kothoga, sino tal vez una yanomano. Pero los conocía, los había visto. Las maldiciones que había mencionado… la forma en que había desaparecido en la selva, más como una cría de jaguar que como una septuagenaria.
Luego inspeccionaron la cabaña.
La cabaña… Whittlesey se permitió recordar. Estaba flanqueada por dos lápidas de piedra con idénticas tallas de un animal que, sentado sobre sus cuartos traseros, sostenía en la garra algo marchito e inidentificable. Tras la construcción se extendía un jardín invadido por malas hierbas, un curioso oasis de brillantes colores entre la verde espesura.
El piso del chamizo estaba hundido casi un metro, y Crocker estuvo a punto de romperse el cuello al entrar. Whittlesey lo siguió con cautela, mientras Carlos se limitaba a arrodillarse en el umbral. El interior, oscuro y frío, olía a tierra húmeda. Whittlesey encendió la linterna y vio la estatuilla posada sobre un alto montículo de tierra en el centro de la cabaña. La base estaba rodeada por varios discos de extraña talla. Entonces, la luz de la linterna iluminó las paredes, que estaban adornadas con cráneos humanos. Whittlesey examinó los más cercanos y detectó profundos arañazos cuyo origen no logró identificar al principio. Agujeros dentados bostezaban en la parte superior de los cráneos. En muchos casos, el hueso occipital estaba aplastado y roto, y las suturas escamosas habían desaparecido.
Le tembló la mano y la linterna cayó. Antes de encenderla de nuevo, observó que una tenue luz se filtraba por miles de cuencas oculares; motas de polvo danzaban en el aire.
Crocker comentó a Whittlesey que necesitaba dar un corto paseo, para estar solo un rato… y no había regresado.
La vegetación de esta zona es muy extraña. Predominan las cicadales y los helechos. Lástima que no disponga de tiempo para dedicarlo a su estudio. Hemos utilizado una variedad particularmente resistente como material de embalaje para las cajas. Deja que Jorgensen eche un vistazo, si le interesa.
Espero estar contigo dentro de un mes en el Club de los Exploradores, celebrando nuestro éxito con unas rondas de dry martinis y un buen Macanudo. Hasta entonces, sé que puedo confiarte este material y mi reputación.
Tu colega,
WHITTLESEY
Introdujo la carta bajo la tapa de la caja.
—Carlos, quiero que lleves esta caja a Porto de Mós y me esperes allí. Si no me he reunido contigo dentro de dos semanas, habla con el coronel Soto. Pídele que la envíe al museo por avión con el resto de las cajas, tal como habíamos acordado. Él pagará tus honorarios.
Carlos lo miró.
—No lo entiendo —dijo—. ¿Va a quedarse aquí solo?
Whittlesey sonrió, encendió otro cigarrillo y siguió matando garrapatas.
—Alguien ha de llevarse la caja. Tal vez puedas alcanzar a Maxwell antes de llegar al río. Necesito un par de días para buscar a Crocker.
Carlos se dio una palmada en la rodilla.
—¡Está loco! No puedo dejarle solo. Si le abandono, morirá aquí, en la selva, señor, y sus huesos serán pasto de los monos aulladores. Hemos de regresar juntos; es lo mejor.
Whittlesey negó con la cabeza, impaciente.
—Saca el mercurocromo, la quinina y la cecina de tu mochila —dijo, mientras se ponía de nuevo el calcetín sucio y se anudaba la bota.
Protestando, Carlos empezó a quitarse la mochila. Whittlesey se rascó las picaduras de insectos de la nuca y miró hacia la cumbre de Cerro Gordo.
—Me harán preguntas, señor. Pensarán que le abandoné. Será muy malo para mí —decía atropelladamente Carlos, al tiempo que colocaba los objetos solicitados en la mochila de Whittlesey—. Las moscas cabouri le comerán vivo —añadió. Se acercó a la caja y la cerró—. Volverá a enfermar de malaria, y esta vez morirá. Me quedaré con usted.
Whittlesey contempló los mechones blancos como la nieve pegados a la frente sudorosa de Carlos; su cabello era negro como el azabache el día anterior, antes de que entrara en la cabaña. Carlos le sostuvo la mirada un momento y luego bajó la vista.
—Adiós —dijo, y desapareció entre la maleza.
Ya avanzada la tarde, Whittlesey reparó en que espesas nubes bajas volvían a cubrir Cerro Gordo. Durante los últimos kilómetros había seguido un antiguo camino de origen desconocido, apenas un pasadizo estrecho entre la maleza. El sendero se abría paso entre los pantanos de aguas negras que rodeaban la base del tepui, la meseta selvática que se extendía ante él. Poseía la lógica de una senda humana, pensó; avanzaba con un propósito determinado, a diferencia de las trazadas por animales, que solían ser erráticas; conducía a una cañada profunda horadada en la cima del tepui cercano. Crocker habría tomado esa ruta.
Se detuvo para reflexionar e inconscientemente acarició el talismán (un aro de oro rodeado por otro de plata) que colgaba de su cuello desde que era niño. Aparte de la cabaña y una aldea desierta de recolectores de raíces, no habían encontrado signos de vida humana en los últimos días. Sólo los kothoga podían haber abierto aquel camino.
Mientras se acercaba a la meseta, vio regueros de agua que rodaban por sus pronunciadas laderas. Aquella noche acamparía en la falda y emprendería la ascensión de mil metros por la mañana. Sería empinada, resbaladiza y tal vez peligrosa. Si se topaba con los kothoga…, bien, quedaría atrapado.
En realidad, no tenía motivos para sospechar que se tratara de una tribu salvaje. Al fin y al cabo, los mitos locales atribuían las matanzas y las brutalidades a Mbwun, un ser desconocido, controlado en teoría por un pueblo que nadie había visto; resultaba muy extraño. ¿Existiría Mbwun?, se preguntó. Cabía la posibilidad de que todavía quedara algún vestigio de aquel ser en la extensa selva tropical, una zona prácticamente inexplorada por los biólogos. No por primera vez, deseó que Crocker no se hubiera llevado su Mannlicher 30.06 cuando se marchó del campamento.
Debía encontrar a Crocker, pensó, y luego podría iniciar la búsqueda de los kothoga para demostrar que no se habían extinguido siglos antes. Sería famoso; el descubridor de un pueblo antiquísimo, que vivía en una especie de Edad de Piedra en las profundidades del Amazonas, en una meseta que flotaba sobre la selva, como en El mundo perdido de Arthur Conan Doyle. No había razones para temer a los kothoga. Salvo aquella cabaña…
Se detuvo de pronto al percibir un intenso olor nauseabundo. No cabía duda; un animal muerto, y grande. A medida que avanzaba, el hedor se intensificaba. El corazón se le aceleró de impaciencia. Tal vez los kothoga habían matado a un animal no muy lejos. Habría objetos en el lugar: herramientas, armas, quizá alguno ritual.
Continuó caminando con cautela. El olor, dulzón y fétido, se tornó aún más fuerte. Distinguió luz solar en un punto de la bóveda que se alzaba sobre su cabeza, señal inequívoca de un claro cercano. Se detuvo y sujetó bien la mochila para que no le estorbara si tenía que apresurarse.
La estrecha senda, flanqueada por arbustos, descendió y giró bruscamente hacia un pequeño calvero. En el lado opuesto, había un cuerpo recostado contra la base de un árbol que había sido tallada ritualmente con una espiral.
Al acercarse más, observó que el cadáver llevaba una camisa caqui. Una nube de moscardones revoloteaba alrededor de la caja torácica, abierta y cubierta de plumas verdes de loro. Whittlesey observó que el brazo izquierdo había sido cortado y atado al tronco del árbol con una cuerda fibrosa y que había diversos cartuchos en torno del cuerpo. Entonces vio la cabeza, bajo la axila del cadáver, con la parte posterior del cráneo destrozada, los ojos vidriosos fijos en el cielo, las mejillas hinchadas.
Había encontrado a Crocker.
Retrocedió instintivamente. El cuerpo, rígido ya, había sido desgarrado con fuerza obscena e inhumana. Tal vez, si Dios era misericordioso, los kothoga ya se habrían marchado.
Suponiendo que hubieran sido los kothoga.
Entonces reparó en que la selva tropical, por lo general rebosante de sonidos, estaba en silencio. Sobresaltado, escudriñó la vegetación; algo se movía entre los altísimos matorrales que crecían al borde del claro, y dos ojos como ranuras del color del fuego líquido cobraron forma entre las hojas. Whittlesey lanzó un sollozo entrecortado y una maldición, se pasó una marga por la cara y volvió a mirar. Los ojos habían desaparecido.
No había tiempo que perder; debía escapar de aquel lugar, correr hacia el camino que se internaba en la selva.
De pronto distinguió algo en el suelo que no había visto antes y oyó un movimiento horriblemente sigiloso entre los arbustos que se alzaban ante él.