REBAÑOS, PASTORES Y LOBOS

La Sierra por la mañana, temprano

Me despierto. No sé qué hora es, pero veo que entra un hi luz dorada por un resquicio del postigo cerrado. Escucho. Parece el mundo se hubiera fundido en torno al caserón: tan profunda es calma que lo rodea. Quisiera consultar mi reloj, que anoche dejé sobre la mesilla; pero estoy sepultado bajo las cuatro mantas, ahora tibias como un rescoldo, y me da miedo saltar de la cama. Como no me atrevo ni a moverme, vuelvo a adormecerme, y al cabo de un rato me desvela un sonar de esquilas y el ladrido de un perro. Salto de la cama y abro los postigos. Los cristales están empañados y no veo nada. Borro el hielo con la mano y, tras una transparencia húmeda y luminosa, entreveo el trocito de prado que está delante del caserón, con el regato que brilla y corre a la luz diáfana de la mañana, y a su lado los arbolillos desnudos, recortados en el cielo purísimo, azul, como finos pinceles empapados de sol matutino. Su resplandor amarillento resbala por las ramas, entre un leve bisbiseo de pájaros. ¡Maravilloso día! Son de las seis.

Me dispongo a afeitarme junto al lavabo de hierro, ante un espejito de feria, cuando oigo que llaman discretamente a la puerta. Es mi sirvienta, que ya está levantada y me trae un gran cacharro de arcilla lleno de agua hirviendo. ¡Cuán agradable resulta tocarlo y ver cómo humea! Me visto de prisa, bajo a la cocina, y allí encuentro a mi amigo, el juez, que está ya esperándome junto al fuego, no apagado en toda la noche. El perrillo de los ojos celestes también está aquí, y se apresura a darme sus buenos días. Tomamos unos cazos, que parecen baldes, repletos de leche mantecosa, acabada de ordeñar, en la que mojamos buenas tostadas para acompañar un plato de chicharrones. Y salimos poco después.

Tengo intención de subir a La Serrota antes de ir al pueblo, a cuya misa estamos invitados; por esto el juez ha venido a buscarme. Pero así que traspasamos el portal el frío es tan vivo que mi primera reacción, medio de espanto, es volver atrás. Si a 1.500 metros escasos, donde ahora estamos, el aire corta de este modo, ¿cómo será a 2.000 y pico? Mi compañero, provisto de un tapabocas que solamente deja ver sus ojillos vivos, con la boina calada hasta las orejas y las manos en el fondo de los bolsillos, me mira indeciso —dudando de lo que yo haré—, mientras a mí el frío me pone una leve humareda ante los ojos. Pero el cielo es tan fino y sereno, y la luz tan nueva, tan pura, que no lo pienso más: hago señal al perro que nos siga, y emprendo el camino.

Dejamos a mano izquierda el camino vecinal que lleva a Cepeda la Mora —el único que yo conozco de estos alrededores—, y seguimos monte arriba, por vericuetos de pastores y rebaños, senderos que poco a poco parecen borrarse también en las inmensidades desiertas. Ha helado toda la noche y la espalda rugosa de la montaña está cubierta de escarcha. Atravesamos sobre pasarelas de piedras un par de regatones bastante crecidos, que bajan de las cumbres: son las nieves fundidas que aún quedan, hasta bien avanzado junio. Uno de estos riachuelos es el que pasa lamiendo las hoscas paredes de la fonda, y todos juntos, con otros parecidos, forman más abajo, hacia el S.E., el Alberche y la presa o pantano que lleva su nombre, por la parte de San Martín de Valdeiglesias.

Pronto el rastro de cualquier vericueto se borra, y nos encontramos, siempre subiendo, en pleno desierto montaraz, sin ver, ni en la más dilatada lejanía, siquiera un pueblo, una casa, una barraca, un bosque o un árbol. Hasta donde la vista alcanza no divisamos más que las interminables oleadas de la sierra, amplias y petrificadas. La única cosa, en efecto, que podría dar una idea de este mundo inhóspito es el gran océano, si sus inmensas ondulaciones permaneciesen inmóviles. También parece, a ratos, como si caminásemos sobre los lomos de un rebaño innumerable de bestias antediluvianas, mamuts o elefantes, y nosotros fuésemos unos parásitos microscópicos, vagamente perdidos por las arrugas y los pliegues de sus setecientas espaldas. Aquel vello que cubre el cuero árido de los paquidermos, con pelos cortos y de color de algarroba, son aquí las miríadas de retamas que da la costra de la sierra y constituyen su único vegetal. Entonces pienso en el color que tendrán las matas cuando viene el momento de la floración, y en el perfume intenso que exhalarán, sin duda; y me siento imaginativamente deslumbrado por el vestido de oro que estas montañas abruptas se pondrán una sola vez al año, perfumadas como en un día de Corpus. Pero, ¡ay!, es un puro espejismo, que yo, hijo de las tierras mediterráneas, llevo siempre dentro, sin darme cuenta. Le pregunto a mi compañero en qué tiempo florece esta inmensa profusión de retama. Y él me responde vagamente:

— Años hay que en agosto, pero siempre poca.

Temo que no me haya entendido bien, e insisto en que la floración debe de ser muy hermosa y su perfume embalsamar la sierra entera. Pero él contesta lacónicamente, con una sinceridad escalofriante:

No, casi nada.

Miro en torno: matas, piedras, matas, piedras; por doquier matas y piedras. Esta relama será seguramente silvestre o estará también aterrada por el clima implacable, que se le lleva la flor y el perfume, y no le deja más virtud que la de servir de leña. Es como las mujeres de estos parajes: han perdido (o no los han tenido nunca) los encantos de la femineidad, reducidas exclusivamente a trabajar y a tener hijos.

Levanto la vista: esta luz sí que es admirable, única. Ahora debemos de estar a 1.800 ó 1.900 metros, y el sol, que nos alumbra aún de refilón, mientras nosotros seguimos subiendo en silencio, tiene un brillo radiante, sin la más pequeña niebla ni sombra de nube. Y cada vez que levanto los ojos hacia el Mediodía veo alzarse, tan diáfana que parece al alcance de la mano, toda la serranía de Gredos, morada de frío, con los dientes de sus picos recortarlos por la luz matinal. El esfuerzo de la caminata, poco a poco, nos reconforta. El cachorro va saltando alegra— mente delante de nosotros de aquí para allá, con el hocico bajo, como si rastreara alguna pieza. Pregunto a mi compañero si hay caza por aquí y me responde:

Demasiada, señor, que se lo come todo.

Los conejos, en efecto, deben de abundar mucho, con tanta mata y tanta piedra, y las liebres también. Pero el hombre me dice que no paga el tiro cazarlos, no habiendo manera de ir a venderlos al pueblo o a la ciudad: en el pueblo nadie compra nada de comer, todo el mundo vive de lo que él mismo cosecha; y la ciudad está demasiado lejos. Alguna vez los montañeses dan grandes batidas colectivas a los conejos, pero nada más en las pobres tierras de sembrado que rodean el pueblo, porque llegan a ser una plaga. Por estas alturas todo lo viviente está sometido al hambre, hombres y bestias, y lo poco que hay para comer se lo disputan.

De pronto, el cachorro lanza un alarido y se queda temblando de pies a cabeza, inmóvil, viendo —igual que nosotros— cómo una gorda perdiz, que ha brotado en sus propias narices, se aleja rápidamente, con un vuelo horizontal y pesado, batiendo con ruido sordo las alas. El cachorro se queda maravillado: debe de ser la primera vez que ve una (habiendo él nacido el pasado otoño), y la contempla con el gozo y el estupor de un chiquillo que viera volar un ángel. Yo también estoy maravillado, no de la perdiz (después de haber matado tantas en mis lejanos años de cazador), sino de ver a ésta tan diferente de las nuestras, gris y plateada, como una especie de paloma del Graal. Se lo digo a mi amigo y me contesta:

Así son todas por aquí. Ésta es la perdiz de las nieves.

La madre perdiz —ahora empieza el tiempo de la cría— se pierde en lontananza, detrás de unas peñas, y nosotros, con el perro, que después del milagro ya vuelve a triscar por delante, seguimos la monótona ascensión.

Al cabo de un rato, el cachorro vuelve a inquietarse. Lo señalo a mi compañero, esperando que sea otra perdiz o tal vez una liebre.

Nada —me dice—. Será el rastro de alguna vulpeja.

Pero no era tal cosa. Al llegar a una especie de cresta, del lado opuesto se levanta un gran vuelo de cuervos. Son incontables, negros, tristes, lentos, y huyen por el cielo lanzando su grito agrio y desafinado, como un vuelo de malos pensamientos. El perro se ha quedado mirándolos, con una pata levantada. Y el campesino ha dicho:

Son los grajos que anidan en el Laberinto. Mala ralea.

Los pajarracos han desaparecido detrás de otra loma.

Al cabo de un par de horas de ir así, subiendo sin parar, nada más que entre peñas y matas, he preguntado a mi compañero si la cima de La Serrota estaba muy lejos. Me ha contestado:

Otro par de horas, al menos.

Le he dicho si la cumbre era alguna de esas, todas iguales y grises, que se van respaldando unas a otras, hacia arriba, hasta perderse en lontananza. Me ha contestado que no, que está mucho más allá y que «no tiene figura». Quiere decir que se llega a ella insensiblemente, sin verla hasta que se está encima. Entonces le pregunto qué se ve allá arriba.

Nada —me contesta—: muchas tierras. En días claros puede verse hasta Salamanca.

Le pregunto dónde está el famoso Laberinto, y me explica que está aún más lejos, del otro lado de la cumbre, y que desde la vertiente en donde nos hallamos la vista mejor está hacia el Norte, en un montículo que tenemos cerca. Agarra una piedra y, con increíble destreza, la lanza por debajo del brazo, a una buena altura; y veo que, describiendo una airosa parábola, va a caer a una distancia considerable, sesenta o setenta metros más allá, exactamente en medio de la curva que forma el montículo.

—Desde allí —concluye—, se ve muy bien todo el cerco de Ávila.

Nos llegamos a verlo, y en efecto: sobre la profundidad de tierras planas, muy por debajo y lejos de nosotros, destaca en tonos grises, ocres y de sarga oscura, como un fondo de ciertas pinturas de Zuloaga y de Solana, un cinto de murallas pétreas, con algunas torres y campanarios, como una lejana miniatura. Es la ciudad de Santa Teresa, de la que vinimos ayer. Contemplo un rato la desnuda grandiosidad del paisaje, recordando su fama legendaria: tierra de cantos y de santos...

Cuando me vuelvo veo que el buen hombre está descolgándose un zurroncito de piel de oveja, ya muy gastado, que por primera vez me doy cuenta llevaba al hombro. Le pregunto si llegaremos a la cima de La Serrota, y él me contesta que si queremos estar en Cepeda, donde todo el mundo nos espera a la hora de la misa, a buen seguro que no. Tan tediosa es esta montaña y tan esquilmada como una montaña lunar, que he ido perdiendo las ganas de seguir adelante. Son ya las ocho, hace un par de horas largas que triscamos sin parar; aquel tazón de leche hirviendo, los chicharrones y las tostadas que hemos tomado en la fonda, Dios sabe dónde paran. Y el gesto inesperado de mi amigo denota que tiene el acertado propósito de recobrar fuerzas.

Si le parece al señor —me dice, con una sonrisita bondadosa y picaresca a la vez—, podríamos tomar un bocadillo, que bien se ha ganado.

Y para redondear la oferta me señala el zurrón, que ahora lleva colgado de la mano:

Aquí lo traigo.

El perro lo ha entendido aún mejor que yo, porque da unos saltos alrededor del juez, como si éste acabara de pronunciar una sentencia memorable. Y, sin más debate, el cachorro y yo seguimos a nuestro compañero del zurrón, que empieza a descender sesgando hacia Levante.

Al doblar un repliegue de la montaña, detrás de nuestro guía, descubro una pequeña hondonada llena aún de costras de nieve. Y por debajo de ellas, que son su manantial, un riachuelo cristalino se escurre pendiente abajo, con un agua casi azul de tan clara y un susurro tan dulce que es el primer rumor delicioso, casi humano, que he oído en esta desolación del mundo, donde no se oye ni el canto de un pájaro, ni la sierra de un grillo, ni la carraca de una cigarra. El sol, que ya va estando alto y llena toda la parte del Mediodía, calienta las dispersas piedras enormes, encantadas e inmóviles. Y mientras mi compañero rebusca en el fondo del zurrón, me doy cuenta de que allá abajo, muy lejos, dentro de una especie de rellano cubierto de sol, hay como un grumo de vida humana, y unas humaredas verticales, apenas visibles, que suben hacia el cielo sereno. Es el pueblecito de Cepeda la Mora, con sus casas de nacimiento, en las que ahora deben estar preparando el desayuno. Allí nos esperan para ir a misa, porque hoy es San Isidro.

Del zurrón ha salido medio pan, todo un chorizo y un buen pedazo de queso marfileño, de oveja, además de un pellejo pequeño, pero bien relleno, para traguear. ¡Qué buena idea ha tenido este hombre! Yo hubiera dicho que con el tazón de la primera hora habría suficiente para llegar a cualquier lado, por lo menos hasta el mediodía. No contaba con este aire de cristal ni con el hambre que da triscar por la sierra: ahora comprendo a los lobos. El juez campesino ha dado una magnífica lección al ciudadano inexperto. Y él y yo, como buenos hermanos, nos hemos repartido todo lo que traía, sin más mengua que la parte justita, echada de vez en cuando, como quien siembra a voleo, al pobre can ilusionado. También él se ha sentado, ansioso, frente a nosotros, sobre sus patas traseras y meneando la cola en el aire, mientras sus ojos no perdían de vista uno sólo de nuestros movimientos. A veces, si la espera duraba demasiado, se le escapaba un ligero ladrido. Entonces el juez o yo lanzábamos al aire, distraídamente, un trozo de chorizo, un pellizco de queso, un mendrugo de pan; y el proyectil sustancioso describía una corta parábola, sin poder nunca terminarla: mucho antes de llegar al suelo, como manda la ley de la gravedad, otra ley mucho más profunda lo hacía desaparecer, con un ruido de mordisco sabroso, en el infalible gaznate del cachorro. Como yo creo en el instinto de las bestias y hasta en la maravillosa inteligencia de los perros, por lo menos de ciertos perros (superior, sin duda alguna, a la de muchos hombres), pienso que el inexplicable recibimiento que ayer me hizo este pobre cachorro desconocido, y su simpatía por mí, eran el presentimiento del memorable desayuno que él tenía que hacer, gracias a mi llegada, el día de San Isidro, patrón de todos los campesinos castellanos, que también debía querer como se merecen a los perros de su tierra.

Después el juez y yo hemos fumado un buen cigarrillo, y muy despacio, porque la bajada es larga y nos sobra tiempo, hemos ido descendiendo por el atajo hacia el pueblo.

Pastores, rebaños y rediles

Me imaginaba que todo el interés de mi excursión por La Serrota se había acabado y —como ocurre tan a menudo yendo por el mundo (por esto a mí me ha gustado siempre recorrerlo)— apenas empezaba. Porque, mientras íbamos cuesta abajo, entre peñas y matas, me pareció oír, de pronto, rumor de esquilas. Como el ruido se nos iba acercando, he interrogado a mi compañero, que se limitó a decir: «Ya vienen», mientras el cachorro se alejaba rápidamente, meneando la cola y hacia el lado donde las esquilas sonaban.

En seguida estallaron ladridos de otros perros, y hemos visto que el nuestro se volvía atrás, como asustado, mientras aparecían dos mastines, uno gris y otro amarillo, peludos como demonios, listos como relámpagos, con unos collares de medio palmo de ancho, erizados de pinchos. Y entonces, doblando el repliegue del terreno, ha ido apareciendo mansamente un rebaño de una cincuentena de ovejas —ahora tres, ahora cinco, desparramadas, paciendo, mientras agitaban las esquilas que les colgaban del cuello—, acompañadas de un macho barbudo y presumido, con unos cuernos mitológicos, y seguidas de un pastor de mediana edad y un zagal, los dos cargados con grandes hatos a cuestas.

Nos acercamos. El juez y el pastor se conocían de sobras y, por lo que se vio, los perros tampoco eran extraños unos de otros, porque los tres se han deshecho en fiestas y olfateos. Y como a mí el encuentro me encanta también, y el tiempo no nos falta, acompañamos un rato al rebaño y a sus pastores, que van siguiendo horizontalmente la ladera del monte.

Así me entero de un montón de cosas. Los rebaños de Cepeda la Mora —como los de toda la comarca— pasan el invierno abajo, en los prados cercanos al pueblo, o encerrados en el establo, cuando la nieve lo cubre todo, pero suben a pacer a la sierra desde primeros de mayo; allí están cuatro o cinco meses seguidos y no vuelven a casa hasta fines de septiembre, e incluso a primeros de octubre. La indumentaria de los pastores —me han dicho que poco más o menos todos van vestidos como el que nosotros hemos encontrado, llamado (cualquiera sabe por qué) el Pandero— es, por estas tierras, tan pobre como ellas. Llevan una chaqueta vieja, chaleco y calzones de tela gruesa y tosca, algunos de pana rayada. A veces el chaleco es de franela roja o verde o está sustituido por un jersey de lana, hecho a mano por la mujer, la madre, la hermana o la hija. Se cubren la cabeza con una pequeña boina que deja escapar un flequillo de cabellos por delante y unos mechones más por el cogote. Van calzados con abarcas —especie de zapatos rudimentarios, tan antiguos como el mundo, que en un tiempo estaban hechos de una pieza de cuero o de corteza de árbol, en forma de teja, donde ajustar la planta—, con tirantes de cordel o de fibra, para sujetarlos al tobillo, como las alpargatas. Las abarcas de hoy suelen hacerse con trozos aprovechables de neumáticos viejos, ya inservibles. Para abrigarse, los pastores cuentan con una manta y nada más. Cuando hace frío, se la ponen; si hace más, se la sujetan como pueden; y si llueve, se resguardan la cabeza como las beatas con sus mantos. No llevan los paraguas enormes de muchos pastores de otras sierras hispánicas, incluso los castellanos, y menos aún las capas amplias y pesadas, de paño, hasta los pies, que se ven por Soria y Segovia, y que dan a los campesinos y pastores un aspecto imponente, de personajes de leyenda.

El hato de los pastores de La Serrota consta de un zurrón, no muy grande, de tela o de piel de oveja, que llaman el morral, como el saco de la comida o morralito de los animales de tiro y de carga. Muchos de estos hombres —como el que tenemos delante, el Pandero— se envuelven las piernas, para protegerlas de la humedad y del frío, con unas medias calzas de cuero llamadas zajones, y que tan sólo les tapan por delante, hasta los pies, y por detrás van atados con cintas y tirantes. Andan siempre con un cayado en la mano, más grueso de la parte de abajo que del puño; le llaman «la cayada», y el gancho que forma en la parte alta es muy estrecho, de manera que se ajuste al brazo. Yo les he visto lanzar piedras a distancias increíbles y con una puntería de precisión, sin por eso sacarse previamente el cayado del brazo. Los muchachos o pastorcillos, cuando los hay, visten lo mismo, pero más escaso aún.

Si el zurrón de las provisiones es más bien raquítico, en cambio es grande lo que podríamos llamar la impedimenta del oficio. Ya he dicho que el pastor y el zagal del rebaño que nos ha salido al paso iban con las espaldas muy cargadas. El chiquillo llevaba un manojo de cuerdas viejas y el hombre unos palos atravesados sobre el hombro derecho, y en el izquierdo un gran bulto extraño, hecho de paja seca. He preguntado qué era todo aquello, y me han explicado que la hierba es aquí tan pobre y flaca, que los rebaños de ovejas no se detienen nunca en un solo paraje a pacer a su gusto, sino que caminan y se mueven todo el santo día de aquí para allá, cubriendo con su hambre, nunca aplacada del todo, considerables extensiones de la sierra. Por esto los rediles de estos rebaños nómadas no pueden ser tampoco permanentes, ni estar fijos en un lugar determinado, al menos una buena temporada, como pasa, por ejemplo, en el Pirineo catalán. Las bestezuelas van paciendo y caminando mientras hay luz, y al llegar el atardecer y el sueño, cuando es preciso recogerse para pasar la noche, el pastor ha de improvisar cada día el redil. A esta necesidad cotidiana responden el hato de cuerdas y el paquete de estacas que llevan de un lado para otro el pastor y el zagal (o el primero nada más, cuando va solo, porque el rebaño es pequeño). Antes de que anochezca, el pastor planta con extremada ligereza los palos, formando un cuadrado, y después los va atando con vueltas de cuerda. Dentro de este cercado, que semeja un rudimentario ring de boxeo, las ovejas, acostumbradas a obedecer y sintiéndose instintivamente protegidas, se duermen tranquilamente, sin que nunca a ninguna se le ocurra escaparse. Por si acaso, sin embargo, los perros del rebaño vigilan. Al día siguiente, apenas despunta el día, el rebaño se desvela, es desmontado el redil, y todo vuelve a ponerse en camino. A estas precarias instalaciones las llaman redes. Y ahora me explico la palabra castellana redil, que nunca había comprendido de dónde venía.

Hay otra razón, además, para formar el redil diariamente. Y es la gran acumulación de fiemo que la digestión, con el reposo de la noche, acumula en el interior del cercado. Es un abono precioso para el campesino, que de este modo lo recoge más fácilmente. Del pueblo suben a menudo los interesados, que son los amos del rebaño o sus mozos.

¿Y los pastores?, me he preguntado. En esta triste vida de nómadas, ¿dónde duermen y qué comen? Duermen fuera del establo improvisado, pero muy cerca de él, y lo hacen dentro de unos trastos portátiles, extraordinariamente raquíticos, que son esos bultos extraños, desconocidos por mí, que el pastor lleva atravesados a la espalda. Forman como una especie de techo plegable, de paja seca, muy apretada y bien trabajada, que llaman mampara. La abren y la plantan cada noche al lado del redil, y se meten dentro, casi como la sabandija en su agujero. Y allí, a cubierto y envueltos en la manta, duermen toda la santa noche con un sueño profundo (el sueño de los humildes), confiados en que el perro les despertará a la más pequeña alarma.

La comida de los solitarios guardianes de la montaña es también algo que me llena de interés y de piedad. (Hace rato ya que esta larga conversación con el pastor no la cambiaría por muchas cosas, porque hay pocas que me parezcan tan humanas.) Les he preguntado cómo se hacían la comida, y me han dicho que propiamente comida no la hay. Nunca, mientras están en la sierra, comen caliente. Me hago cruces de que ignoren el rústico fogón hecho con tres piedras, el buen rescoldo de pino o de brindillas, y los pucheros de sopa espesa, con lonjas de tocino bien tostadas, o el riñón de cordero a la parrilla, que son, con buenos trozos de queso y rodajas de longaniza, un tomate, una guindilla y unas tostadas con aceite, sal y ajo, la comida sustanciosa de nuestros pastores pirenaicos, siempre regada con vino tinto. Nada de eso; aquí no hay leña, la mata viva es siempre tierna y húmeda, y hace más humo que rescoldo; piedras les sobran, pero el tocino, los riñones de cordero y los cuencos de caldo, son cosas de ensueño, puramente fabulosas. Estos pastores, mientras dura su estadía por las cumbres, comen seco, enjuto y frío: chorizo, queso de oveja y pan. Su morral no contiene otra cosa. Y muy a menudo la única bebida es el agua, esta misma agua helada que baja de las nieves próximas. La vida, tanto para los hombres como para las bestias, es aquí un tormento, un misterio.

Los lobos

He preguntado cuáles eran, generalmente, los peligros más temibles que acechaban a pastores y rebaños. Y el pastor, mi compañero y hasta el zagal, que aún no había abierto la boca, han contestado a un tiempo:

Los lobos.

Los lobos son los demonios de estas soledades abruptas. He dicho, ingenuamente, que para los rebaños el peligro debe manifestarse nada más que en invierno, cuando aquellas fieras hambrientas, aguijoneadas por el frío y la nieve, salen a jugárselo todo y bajan hasta las casas de los pueblos. Los dos montañeses se han sonreído, al oírme. El lobo, me aseguran, vive hambriento todo el año, se hace más temible precisamente ahora, en el buen tiempo, cuando la sierra está llena, sobre todo, de ovejas que, confiadamente, van de un lado para otro. Apenas el pastor y el perro se distraen, sale de donde menos se le espera el lobo, y arrebata una oveja o un cordero. No hay tiempo de verlo siquiera: el balido quejumbroso de la oveja madre o el alboroto del rebaño, son el único rastro que deja. Me cuesta creer lo que estoy oyendo: pensaba que los lobos sólo atacaban en pleno mal tiempo, cuando a veces los diarios de las capitales lo comentan. Pero el caso es, por lo menos aquí, que aquel pintoresco personaje de fábula y de conseja al amor de la lumbre, durante todo el año hace de las suyas, como un bandolero en campaña. Esta buena gente no miente. No obstante, ¿es posible —insisto— que haya lobos por aquí, bajo un cielo tan claro y en medio de esta bonanza? Y el pastor —que tiene un rostro como el de un zorro, y unos ojos de perdiz, rojizos— señala con el afilado cayado todo el espacio que nos rodea, lleno de peñas y matas, y dice sencillamente:

—Abuen seguro que alguno nos está acechando.

Miro alrededor y no veo rastro de vida, aparte de las confiadas ovejas. Pero el pastor me cuenta que estas peñas inmóviles están llenas de escondrijos de lobos, que aquí llaman muy gráficamente viveros, y que él mismo está cansado de ganarse buenas pesetas robándoles las crías. Cuando un hombre, en efecto, encuentra una guarida de ésas y consigue llevarse los lobeznos, tres o cuatro, mientras los padres han salido a merodear, los baja al pueblo, y solamente mostrándolos a los vecinos recoge más limosnas que si pasara la bandeja para las almas del purgatorio.

Voy aprendiendo así cosas sencillas y terribles, igual que cuando iba a la escuela. Los lobos no atacan nunca al viandante o al pastor: temen al hombre y, por más hambre que tengan, cuando lo ven huyen. Un atardecer en que el Pandero volvía del pueblo, adonde había ido a pasar el día de fiesta (era un frío atardecer de octubre y ya hacía rato que iba subiendo por la nieve), le salieron de pronto dos lobos, uno por la derecha y otro por la izquierda. Uno era muy grande, el otro más pequeño, pero a los dos parecía brotarles fuego por los ojos; no hay en el mundo otra fiera de mirada tan fuerte y brillante. Se veía que estaban en ayunas y los encrespaba la fiebre del hambre. El pastor sintió un golpe en el corazón; los lobos estaban a doce o quince pasos, y él no llevaba más arma que el cayado al brazo, pero siguió caminando, como si nada, sin dar señales de miedo, ni apresurar el paso, ni levantar tan siquiera el garrote, pero atento a la defensa. Los lobos no le perdían de vista ni un momento, uno a la derecha, el otro a la izquierda, y caminaban un poco medio de lado, retrocediendo, mientras el pastor apretaba el paso. Cuanto más tiempo transcurría, más inquietos se mostraban los lobos, mientras el hombre iba pisando acompasadamente, sintiendo que las gotas de sudor le caían por las sienes. Hasta que los perros del redil —los mismos que hemos visto, y que tienen un olfato y un oído sin comparación en el mundo— apercibieron de muy lejos que el pastor se acercaba, y probablemente que no venía solo ni bien acompañado. El caso es que echaron a correr como balas y con grandes ladridos hacia el lugar por donde el pastor subía, y los lobos, al oírlos, desaparecieron como por ensalmo.

Los cercados de vacas

Nos despedimos del pastor y del zagalillo —que se alejan aprisa, porque su rebaño ha seguido andando y ya está lejos, conducido sólo por los perros—, y continuamos bajando hacia el pueblo. Pero pasada media hora, cuando debemos de estar entre los 1.600 y los 1.700 metros, el terreno aparece cortado de pronto, y abajo, en una especie de rellano, descubro un gran cercado, no de estacas y cuerdas, como los rediles, sino de buena piedra seca, que tendrá alrededor de un centenar de metros de lado, por uno y medio de alto, con dos puertas o entradas de madera, una a cada lado. Dentro del cercado hay media docena de vacas y algún caballo, y afuera, paciendo por la hondonada, 25 ó 30 vacas más y algunas yeguas.

— Es una de nuestras dehesas —me explica mi acompañante.

Y mientras nos descolgamos hacia el rellano me cuenta otro puñado de cosas.

La dehesa, a diferencia de la red o majada de ovejas o cabras, es fija, y está sólidamente establecida. Suelen situarse a menos altura que aquéllas, más cerca del pueblo, a dos o trescientos metros nada más por encima de él, una vez pasadas las tierras de labranza que lo rodean. Las dehesas son establos o guarderías de los animales mayores, vacas y terneros sobre todo, caballos, yeguas, pollinos y mulos, que pasan también en pleno aire sus buenos cinco o seis meses, más tiempo que los rebaños. Nos aproximamos a la pared de la cerca, que es de granito gris, tallado de las mismas peñas que llenan la sierra, puestas unas sobre otras, bien ensambladas, sin cemento ni mortero. La mayoría de los animales de estos pagos son vacas; los otros apenas cuentan. Las vacas son de dos clases, que el más lego, yo, por ejemplo, puede distinguir en seguida. Unas, las más, son muy grandes, de raza fuerte y más bien ósea; tienen la piel muy negra, con las ubres pequeñas para un cuerpo tan grande, y unos cuernos impresionantes, largos, amplios y afilados. Las otras vacas son más pequeñas, rechonchas y bonitas; salpicadas de manchas blancas, amarillentas, negras y rubias, tienen más bien chica la cabeza, graciosa, de cuernos cortos y gruesos, poco salientes y muy embotados, una cola elegante, y gigantescas, redondas y rosadas ubres. Las vacas negras y feroces son las del país, las indígenas; las otras son importadas de Suiza. Éstas llegan a dar el doble de leche que las primeras.

Vagando por el prado, inactivo y arrogante, como un rey de tribu, hay un toro —el toro—, porque en cada dehesa puede haber sólo uno, a fin de evitar peleas. Cuando una vaca necesita del toro dicen que «sale al toro», y esto significa que la llevan a la dehesa, para que el toro se ocupe de ella. La cosa requiere unos cuantos ensayos, tres, cuatro, cinco, espaciados, a veces en otros tantos días; y cuando la vaca está servida dicen que «está tapada». Entonces, automáticamente, como quien dice (admirable economía de la naturaleza), ni la vaca quiere nada más del toro ni el toro de la vaca, aunque sigan conviviendo en la misma dehesa. Las hembras que ya han sido servidas, así como los otros animales del cercado, permanecen del todo indiferentes a los episodios del idilio, que acostumbran a ser movidos, y lo que hagan o dejen de hacer el toro y la vaca de turno lo miran como quien ve llover.

Las dehesas suelen pertenecer a diversos propietarios, dos, tres, cuatro y más. Es raro que alguien tenga una para su ganado. El común, o sea el ayuntamiento de Cepeda la Mora, también posee las suyas. Puede decirse que toda la montaña está llena de ellas. Los toros, animales magníficos, ejemplares que da gusto ver, por la belleza y la vitalidad que respiran, valen mucho dinero. Por esto —y también porque su capacidad erótica es prodigiosa— los que tienen alguno, además de ponerlo al servicio de sus vacas, lo alquilan por un tanto alzado, es decir, que lo ofrecen también a las vacas de los demás. El trato es que el toro ha de servir hasta que la vaca o las vacas que le ponen a tiro queden «tapadas». El ayuntamiento del pueblo tiene dos toros muy buenos, y hace también de contratista de sus servicios de urgencia.

En las dehesas no suele haber barracas para los guardias, ni pastores, ni tan sólo mamparas, como en las redes. Las dehesas se guardan solas, pasan muchas horas abandonadas a sí mismas, y solamente van a darles alguna ojeada o a cerrarlas de noche. Se me ha ocurrido preguntar si a las dehesas también las atacan los lobos. Me han dicho que sí, muy a menudo. Pero es rarísimo el caso de que lleguen a dañar a un ternerito o un pollino recién nacidos. Parece que la defensa de las dehesas contra los lobos es uno de los más admirables espectáculos que el instinto animal nos ofrece. Con los caballos, yeguas y muías, los lobos nada pueden, y ni tan sólo se acercan a ellos, porque la furia de las coces los pone fuera de combate, con los colmillos al aire. Pero sí atacan a las vacas y a los terneros, saltando la cerca, a veces en grupos de cinco o seis. Entonces las vacas, las madres, cuando presienten la proximidad de las fieras, forman todas juntas un círculo, con las colas hacia adentro y los cuerpos hacia afuera, dentro del cual encierran a los terneritos y otras crías, con un instinto y una técnica de la defensa en cuadrilla que es un verdadero modelo de estrategia militar, como la que desde hace mil años aconseja en ocasiones parecidas «formar el cuadro». Las vacas, pues, forman el círculo, que tal vez sea una perfección mayor, y cuando los lobos, una vez dentro de la dehesa, tratan de embestir, hambrientos, para llevarse un cachorro o destriparlo, las madres, con unos bramidos que se oyen de media hora lejos porque todas braman a un tiempo, las emprenden a cornadas contra los atacantes, y si éstos no escapan pronto, acaban destripados y volando por los aires, como los perros de las más feroces tauromaquias de Goya. Las más valientes y temibles son, generalmente, las vacas indígenas, todas negras, con su cuerpo flaco y atlético, y los cuernos afilados y enormes. Las suizas también se defienden bien, sin dejarse dominar, aunque no tengan tanta fuerza y sus armas sean mucho más cortas y menos punzantes. Dicen que las vacas españolas en estas refriegas con los lobos están perfectamente a la altura de los famosos tercios de Flandes.