V.R.T.

Pero no pienses que estoy interesado en ti.

Me has dado calor, y ahora saldré

de nuevo a escuchar las voces oscuras.

KAREL CAPEK

Era una caja marrón, una caja de correo, de corroído cuero marrón oscuro y cantoneras doradas. Cuando la caja era nueva, el metal había estado pintado de verde castaño; pero casi toda la pintura había desaparecido, y la agonizante luz de la ventana mostraba un empañado lustre verdoso alrededor de las brillantes marcas de boquetes recientes. El esclavo depositó la caja cuidadosamente, casi sin ruido, junto a la lámpara del oficial subalterno.

—Ábrela —dijo el oficial.

Hacía mucho que la cerradura se había roto; la caja estaba sujeta con sogas de trapo bien trenzado. El esclavo —una criatura alta de hombros y mentón afilado, con un tumulto de pelo oscuro— miró al oficial y este asintió con la cabeza de pelo corto, moviendo la barbilla un par de milímetros. El esclavo sacó la daga del oficial del cinturón que colgaba en el respaldo de la silla, cortó la soga, besó la hoja con reverencia y volvió a enfundarla. Una vez que el esclavo se fue, el oficial se frotó las palmas en los muslos del pantalón reglamentario —que le llegaba a las rodillas—, levantó la tapa y volcó el contenido en la mesa.

Libretas, carretes y cintas. Informes, impresos, cartas. Vio un cuaderno de redacción escolar de papel amarillo barato, con la cubierta medio arrancada, y lo sacó de la caja. Una mano inhábil lo había monogramado: V.R.T. Las adornadas iniciales eran muy grandes pero en cierto modo estaban mal hechas, como si un salvaje las hubiera imitado de la firma que le mostraban en una carta.

Pájaros he visto hoy. Hoy vi dos pájaros. Una era un alcaudón-cráneo, y el otro era un pájaro que el alcaudón había…

El oficial arrojó el cuaderno de redacción al otro lado de la mesa. Había identificado entre el montón la precisa escritura inclinada hacia atrás que propiciaba el Servicio de Funcionarios.

Señor: los materiales que le envío… es mi opinión personal… de Tierra.

El oficial alzó levemente las cejas, dejó la carta y tomó de nuevo el cuaderno de redacción. Al pie de la cubierta, en borrosas letras oscuras, leyó: Suministros Medallion, Playa del Francés, Sainte Anne. En la cara interna de la contracubierta:

RmE2S 14 Asiento 18

nombre

Escuela Armstrong

escuela

Playa del Francés

ciudad

Tomando una de las cintas buscó en vano alguna etiqueta. Las etiquetas estaban sueltas entre otros materiales, con el adhesivo estropeado por la humedad, aunque con título, fecha y firma todavía claros.

Segundo interrogatorio.

Quinto interrogatorio.

Séptimo interrogatorio - Tercer rollo.

El oficial las dejó caer entre los dedos; luego eligió una cinta al azar y la puso en el magnetófono.

R: ¿Está encendido?

P: Sí. Nombre, por favor.

R: Ya les he dado mi nombre; está en todos sus archivos.

P: Nos ha dado su nombre algunas veces.

R: Sí.

P: ¿Quién es usted?

R: Soy el preso de la celda 143.

P: Ah, es filósofo. Creíamos que era antropólogo, y no parece tener edad para las dos cosas.

R: …

P: Se me ha ordenado que me familiarice con el caso. Habría podido hacerlo sin sacarlo de la celda… ¿Se da cuenta? Por usted me estoy exponiendo al peligro del tifus y varias otras enfermedades. ¿Quiere volver al sótano? Hace un momento pareció que apreciaba el cigarrillo. ¿Querría alguna otra cosa?

R: (ansiosamente) Otra manta. ¡Más papel! Más papel, y algo para apoyarme. Una mesa.

El oficial sonrió entre dientes y paró la cinta. Había disfrutado con la ansiedad de la voz de A y ahora lo complacía especular sobre la posible respuesta. Hizo retroceder la cinta unos centímetros y volvió a ponerla en marcha.

P: ¿Quiere volver al sótano? Hace un momento pareció que apreciaba el cigarrillo. ¿Querría alguna otra cosa?

R: (ansiosamente) Otra manta. ¡Más papel! Más papel, y algo para apoyarme. Una mesa.

P: Le hemos dado papel, mucho. Y mire para qué lo ha usado: para llenarlo de garabatos. ¿Se da cuenta de que si alguna vez estos archivos se elevan a una instancia superior habrá que transcribirlos? Alguien tendrá semanas de trabajo.

R: Se podrían fotocopiar…

P: Ah, eso le gustaría, ¿no?

El oficial tocó el control de volumen, reduciendo las voces a murmullos, y hurgó en el revoltijo de la mesa. Una libreta inusual y excepcionalmente maciza le llamó la atención. La tomó.

Tenía unos treinta y cinco por treinta centímetros y tres de grosor, y estaba encuadernada en tela de un color pardo, que el tiempo y el sol habían aclarado en los bordes. Las hojas eran rígidas y pesadas, pautadas por tenues líneas azules, y la primera página empezaba en medio de una frase. Poniendo más atención, el oficial vio que del principio de la libreta habían quitado tres hojas, con una navaja o cuchillo muy afilado. Sacó la daga y probó el filo contra la cuarta. La daga era filosa —así la mantenía el esclavo— pero no cortaba con la misma limpieza que la hoja empleada por alguien antes que él. Leyó:

«… incluso a la luz del día una cualidad engañosa que alimenta la imaginación, de modo que a veces me pregunto cuánto de lo que veo aquí no existe solo en mi mente. Me da una sensación de desequilibrio, que los días demasiado largos y las noches estiradas no alivian. Me despierto —aun en Roncesvalles me pasaba— horas antes del amanecer.

»De todos modos, el clima es templado —eso me dice el termómetro—, pero no parece templado: el efecto general es el de los trópicos. El sol, este increíble sol rosa, arde, todo luz y nada de calor, con tan poca intensidad en el extremo azul del espectro que detrás el cielo queda casi negro, y esta misma negrura es —o me parece a mí— tropical como un sudoroso rostro africano, o las verdinegras sombras de mediodía en la jungla; y todo, las plantas, los animales e insectos, hasta esta disparatada ciudad, todo abona ese sentimiento. Me hace pensar en el langur de las nieves, el mono que vive en los valles helados del Himalaya; o en esos elefantes y rinocerontes peludos que durante las glaciaciones se mantuvieron en los bordes helados de Europa y Norteamérica. Del mismo modo, cuando el suelo se eleva y alcanza a librarse de la monótona sujeción de las saladas cañas de las marismas, hay aquí una profusión de aves coloridas y plantas de hojas anchas y flores amarillas, como si fuera Martinica o Tumaco.

»La humanidad colabora. Nuestra ciudad (como ves, pocos días en una de estas metrópolis recién construidas y desvencijadas te vuelven un viejo residente, y se me consideró Colono Temprano ya antes de transferir el contenido de mi bolso al astillado armario de la habitación) está construida en gran parte con leños de unos árboles similares a cipreses que motean las tierras bajas circundantes, y techada con láminas de plástico corrugado; así que solo nos falta un jadeo de tambores nativos a lo lejos. ¡Y vaya si oír unos cuantos no me facilitaría el trabajo! De hecho, se afirma que algunos de los primeros exploradores del lejano sur hablaron de anneses que lanzaban señales tamborileando troncos de árboles huecos; se dice que no usaban palillos, que golpeaban el tronco con la mano abierta como si fuese un tom-tom y que, como todos los primitivos, presumiblemente se habrían comunicado imitando, con el ruido de los golpes, su propia lengua: tambores parlantes».

El oficial volvió las hojas con el pulgar. Había páginas y páginas del mismo tipo de material, y arrojó la libreta de lado para tomar unos pocos papeles sueltos, sujetos originariamente —echó una mirada a la parte superior de la carta adjunta: Port-Mimizon— con una endeble grapa de estaño que ya se había desprendido. Esta vez la letra era nítida, de escribiente profesional; las páginas estaban numeradas, pero no se molestó en encontrar la primera.

«Ahora que vuelvo a tener papel se ha demostrado posible, tal como predije, descifrar los golpeteos de mis compañeros de prisión. Cómo, preguntarás. Muy bien, te lo diré. No porque deba hacerlo, sino para que puedas admirar mi inteligencia. Tendrías que admirarme, ¿sabes?, y a mí me hace falta.

»Escuchando los golpeteos no era difícil separar grupos codificados, y cada uno de ellos —me di cuenta— representaba una carta. Admito que me ayudó mucho saber que la intención del código era ser entendido, no despistar, y que a menudo los lectores eran hombres incultos. Llevando cuentas pude determinar la frecuencia de uso de cada grupo; hasta aquí era fácil y cualquiera habría podido hacerlo. Pero ¿cuáles eran las frecuencias de las cartas? Nadie lleva tal información en la cabeza salvo un criptógrafo, y es aquí donde se me ocurrió una solución a la cual —me adulo— tú nunca habrías llegado si hubieras tenido que estar en esta celda, como parece que tendré que estar yo, hasta que las paredes se desmoronen: analicé mi propia conversación. Siempre he tenido una memoria excelente para lo que he oído decir, y mejor aún para lo que he dicho yo mismo: todavía recuerdo, por ejemplo, ciertas conversaciones que tuve con mi madre a los cuatro años, y lo raro es que ahora comprendo cosas que ella dijo y en su momento me parecieron totalmente opacas, bien porque ni siquiera conocía las simples palabras que ella usaba, bien porque las ideas que transmitía, y sus emociones, escapaban a la aprehensión de un niño.

»Pero te estaba contando sobre las frecuencias. Sentado aquí en mi colchón, hablaba conmigo mismo, como ahora; pero, para impedir que mi inconsciente favoreciera ciertas letras, no escribía nada. Luego imprimía el alfabeto y, mentalmente, repasaba todo lo que había dicho, deletreando las palabras y poniendo cifras bajo las letras.

»Y ahora puedo aplicar la oreja al tubo de desagüe que pasa por mi celda y entender. Al principio fue muy difícil, claro. Tenía que garabatear los golpes, luego desentrañarlos, y a menudo el fragmento de mensaje que había logrado registrar no tenía significado alguno: OÍSTE LO QUE ELLOS…

»Muchas veces obtenía menos aún. Y me preguntaba por qué tanto de lo que se decía estaba en números: DOS DOCE A LAS MONTAÑAS… Después me di cuenta de que normalmente se llaman —nos llamamos— por el número de celda, que indica la localización y, al fin y al cabo, supongo que es lo más importante de un preso».

La página terminaba. En vez de mirar la siguiente, el oficial se levantó empujando la silla hacia atrás. Al cabo de un momento traspuso el umbral abierto; fuera había ahora una leve brisa, y Sainte Anne, alta sobre su cabeza, envolvía el mundo en una triste luz verde. A una milla o más, en el puerto, se divisaban los palos de los barcos. El aire traía el dulzor penetrante de las flores nocturnas que el comandante anterior había hecho plantar alrededor de la construcción. A cincuenta pies, en cuclillas bajo la sombra de un eucalipto, el esclavo apoyaba la espalda en el tronco, lo bastante escondido para sostener la ficción de que era invisible y no lo necesitaban, lo bastante cerca para oír si el oficial lo llamaba o batía las palmas. El oficial lo miró significativamente y el esclavo cruzó corriendo la reseca hierba calada de verdor e hizo una reverencia.

—Cassilla —dijo el oficial.

El esclavo inclinó la cabeza.

—Con el mayor respeto… Tal vez, Maitre, una chica de la ciudad…

Mecánicamente el oficial, que era más joven que él, abrió la mano izquierda y golpeó la mejilla derecha del esclavo. No menos mecánicamente, el esclavo cayó de rodillas y se puso a sollozar. El oficial lo empujó con el pie hasta dejarlo tendido en la hierba medio muerta y volvió al cuarto que le servía de oficina. Cuando se marchó, el esclavo se puso de pie, se sacudió la ropa raída y volvió a su puesto bajo el eucalipto. Pasarían dos horas o más hasta que el mayor terminara con Cassilla.

Hubo una raza nativa. Son historias demasiado conocidas, con demasiados pormenores, demasiado bien documentadas para que el asunto sea un mito infantil de nuevo planeta. Queda por averiguar el porqué de la ausencia de artefactos legítimos, pero tiene que haber alguna explicación.

Para este pueblo indígena, la humanidad y la cultura tecnológica fueron sin duda más tóxicas que para cualquier otro grupo aborigen de la historia. En un lapso de no mucho más de un siglo, de primitivos ubicuos aunque poco dispersos, han pasado a ser algo menos que un recuerdo; esto sin una catástrofe específica peor que la destrucción de las crónicas de las primeras partidas francesas, desembarcadas durante la guerra.

Mi problema, entonces, es enterarme de todo lo que haya por aprender sobre un pueblo muy primitivo que ha dejado muy pocos rastros físicos —hasta donde se sabe— y ciertas leyendas muy elaboradas. Estaría desalentado si no fuera porque el paralelo con esos pigmeos paleolíticos, caucasoides, que se dieron en llamar la Gente Buena —y sobrevivieron, como se mostró finalmente, en Escandinavia y Eire hasta los últimos años del siglo dieciocho— me parece casi exacto.

¿Hasta qué fecha, pues, aguantaron los anneses? Aunque he estado haciendo preguntas a todos los implicados, y escuchando todo lo que quisieran contarme —de tercera, de enésima mano; siempre pienso que de algo me enteraré, y es absurdo convertir en enemigo a quien quizá más tarde me conduzca a una información mejor—, he estado especialmente atento a los relatos de primera mano, con fecha. Los tengo todos en cintas, pero tal vez sea sensato transcribir aquí algunos de los más interesantes; al fin y al cabo las cintas pueden estropearse o perderse. Para evitar confusiones doy todas las fechas según el calendario local.

13 de marzo. Guiado por el señor Judson, conserje del hotel, que me presentó con un prolongado discurso, pude hablar con la señora Mary Blount, una octogenaria que vive con su nieta y el marido de esta en una granja a unas veinte millas de Playa del Francés. Antes de presentarme a la anciana, el marido me previno de que a veces los pensamientos se le confundían, y con el propósito de mostrármelo puso como ejemplo que unas veces afirmaba haber nacido en Tierra, mientras que otras insistía en que había sido en una nave colonizadora. Empecé la entrevista preguntándole por esto; la respuesta confirma, me temo, cuán poco se escucha a la gente de edad en nuestra cultura.

Sra. Blount: Dónde nací. En la nave. Sí. Fui la primera que nació en la nave y la última nacida en el viejo mundo… ¿Qué le parece, joven? No admitían a bordo mujeres embarazadas, ¿sabe?, pero lo cierto es que entraron a montones. Mi madre quería ir, y decidió no decir nada. Era una mujer robusta, ya se imaginará usted, y supongo que yo era un bebé pequeñito. Sí, para todo aquel montaje había exámenes físicos, pero eso había sido tres meses antes, porque el despegue se retrasó. Todas las mujeres debían ponerse ese cubretodo que llamaban traje espacial, igual que los hombres, y cuando mamá sintió que yo llegaba les dijo que quería aflojárselo, y armó una de mil diablos. O sea que no sabían. Ya había tenido dolores, decía, al subir a la torre de lanzamiento, pero la médica de la nave era una de ellas y no dijo nada a nadie, y nos puso a las dos a dormir como hacían con algunos, y cuando me desperté habían pasado veintiún años. La nave en que vinimos era la nueve-ocho-seis, que no era la número uno pero sí una de las primeras. He oído que antes les ponían nombres, y pienso que sería más bonito.

»Sí, cuando vinimos todavía quedaban aquí algunos franceses; a la mayoría salvo los niños más pequeños les faltaban las piernas o los brazos y tenían unas cicatrices terribles. Sabían que habían perdido y nosotros sabíamos que habíamos ganado, y nuestros hombres se apoderaron de tierras y animales, así de simple, lo que se les antojara, eso me contó después mamá. Yo era pequeña, ¿sabe?, y no me di cuenta de nada. En el tiempo en que yo me criaba también crecían las francesitas, y no vea lo graciosas que eran. Se conseguían los chicos más guapos, ¿sabe?, y los ricos. Ya podía una ir a un baile con su mejor vestido, que llegaba una gabacha, en harapos, ¿se da cuenta?, pero con una cinta y una flor en el pelo, y todo el mundo se volvía a mirarla.

»¿Anneses? ¿Qué son los anneses? Ah, ellos. Nosotros los llamábamos abos, o salvajes. No eran gente de verdad, ya entiende, solo animales con forma de gente. Claro que los he visto. Pues cuando yo era chica jugaba con los niños, los pequeños, ¿sabe? Mamá no quería, pero cuando yo salía a jugar sola me iba al fondo de nuestro prado y ellos venían a jugar conmigo. Mamá decía que me iban a comer (se ríe), pero yo no diría que alguna vez lo intentaron.

»¡Pero caray si robaban! Cualquier cosa de comer; tenían hambre todo el tiempo. Se acostumbraron a saquear nuestro ahumadero, y una noche papá mató a tres, con la escopeta. Con uno yo había jugado a veces, y lloré; los niños son así. No, no sé dónde los enterró, si es que lo hizo; supongo que los arrastró fuera del terreno, y se los dejó a las fieras.

Entró un oficial hermano. El oficial apartó la libreta y un soplo de viento revolvió las páginas.

—Ah, qué sensación —dijo el oficial hermano—. ¿Por qué no soplará de día, cuando nos hace falta?

El oficial se encogió de hombros.

—Te quedas despierto hasta tarde.

—No tanto como tú… Ya me voy a la cama.

—Fíjate lo que me han dado —los labios del oficial se curvaron en una sonrisa agria. Señaló la jungla de papeles y citas que tenía sobre la mesa.

—¿Político?

—Criminal.

—Diles que le sacudan el polvo al garrote y vete a dormir un poco.

—Antes tengo que descubrir de qué se trata. Ya conoces al comandante.

—Mañana estarás para el arrastre.

—Dormiré hasta tarde. De todos modos, estoy de franco.

—Siempre fuiste una lechuza, ¿no?

El oficial hermano salió bostezando. El oficial se sirvió una copa de vino, no más fresco ahora que el cuarto, y se puso de nuevo a leer donde el viento había dejado el libro.

Mr. D: No lo sé. Puede que haga unos quince años, puede que no. Aquí tenemos años más largos, ¿lo sabía?

Yo: Sí, no hace falta que lo explique.

Mr. D: Bien, esos franceses contaban toda clase de historias sobre ellos; la mayoría nunca me las creí.

Yo: ¿Qué clase de historias?

Mr. D: Uh, disparates. Los franceses son gente ignorante, vaya si lo son.

(Fin de la entrevista)

Me habían dicho que uno de los últimos sobrevivientes de los primeros colonos franceses había sido un tal Robert Culot, muerto hacía unos cuarenta años. Pregunté por él y me enteré de que a veces su nieto —llamado también Robert Culot— refería historias que le oyera a su abuelo en los primeros tiempos de Sainte Anne. Este Robert Culot, el joven, parece tener unos veinticinco años terráqueos. Administra una tienda de ropa, la mejor de Playa del Francés.

Mr. Culot: Sí, el viejo solía contar historias sobre los que usted llama anneses, doctor Marsch. Tenía muchas historias sobre ellos, de todas clases. Correcto, pensaba que eran de muchas razas. Quizá los demás, decía, pensaran que eran todos una misma cosa, pero los demás sabían menos que él. Habría dicho que para los ciegos todos los gatos son pardos. ¿Habla usted francés, doctor? Qué lástima.

Yo: ¿Puede decirme la fecha aproximada en que su abuelo vio por última vez un annés vivo, monsieur Culot?

Mr. C: Unos años antes de morir. A ver… Sí, tres años antes de morir, creo. Al año siguiente quedó postrado en cama, y dos años después se lo llevó la muerte.

Yo: ¿Hace unos cuarenta y tres años, entonces?

Mr. C: Vaya, no le cree a un viejo, ¿no? ¡Qué crueldad! En estos franceses no se puede confiar, piensa usted.

Yo: Al contrario, estoy intrigado.

Mr. C: Mi abuelo había asistido al entierro de un amigo y tenía el ánimo abatido, así que se fue a dar un paseo. De joven había caminado muchísimo, ¿comprende? Luego, unos años antes de la última enfermedad, dejó esa costumbre. Pero ahora, como tenía problemas de corazón, caminaba de nuevo. Estábamos con mi padre, el hijo de él jugando a las damas, cuando volvió.

Yo: ¿Qué aspecto dijo que tenía su indígena?

Mr. C: ¡Caray! (se ríe). Esperaba que no me lo preguntase. Mire, mi padre también se rio, y eso lo puso furioso. Por eso le echó en cara a mi padre su mal inglés, para hacerlo enfadar, y dijo que mi padre se pasaba el día sentado y en consecuencia no veía nada. Mi padre había perdido las dos piernas en la guerra… Qué suerte para mí, ¿no?, que no perdiera también otras cosas.

»Entonces le hice esa pregunta que usted me ha hecho a mí: qué aspecto tenían. Le diré qué fue lo que respondió, pero hará que desconfíe de él.

Yo: ¿No cree que quizá simplemente lo engañara, a usted o a su padre?

Mr. C: Era el viejo más honrado del mundo. No le contaba una mentira a nadie, ¿entiende? Pero podía… decir la verdad de tal manera, que sonara impertinente. Le pregunté qué aspecto tenía la criatura, y dijo que a veces parecía un hombre, pero a veces el poste de una cerca.

Yo: ¿El poste de una cerca?

Mr.C: O un árbol muerto… Algo por el estilo. Déjeme recordar. Es posible que haya dicho: «A veces un hombre, a veces madera vieja». No, realmente no puedo decirle qué quiso decir.

(Fin de la entrevista)

Monsieur Culot me dirigió a varios miembros más de la comunidad francesa de Playa del Francés que, según él, quizá desearan cooperar conmigo. También mencionó a un doctor Hagsmith, médico, que a su entender había hecho cierto esfuerzo por recopilar tradiciones respecto a los anneses. Pude acordar una entrevista con el doctor Hagsmith esa misma noche. Es angloparlante, y me dijo que se consideraba folklorólogo aficionado.

Dr. Hagsmith: Usted y yo, señor, tenemos enfoques diferentes. No es mi intención menospreciar lo que hace… pero yo hago otras cosas. Usted quiere encontrar lo verdadero, y me temo que encontrará endemoniadamente poco; yo quiero lo falso, y he encontrado mucho. ¿Comprende?

Yo: ¿Quiere decir que su recopilación incluye muchos relatos sobre los anneses?

Dr. H: Miles, señor. Llegué aquí siendo un joven médico, hace ya veinte años. En aquellos tiempos creíamos que a estas alturas tendríamos una gran ciudad; no me pregunte por qué lo creíamos, pero así era. Proyectábamos de todo: museos, parques, un estadio. Pensábamos que había todo lo necesario, y era cierto… excepto gente y dinero. Todavía hay de todo (se ríe). Empecé a transcribir las historias en el curso de mi práctica. Me daba cuenta, fíjese, que esos cuentos sobre los abos tenían efecto en las mentes, y las mentes tenían efecto en las enfermedades.

Yo: Pero… usted mismo, ¿no ha visto nunca un aborigen?

Dr. H: No, señor. Pero probablemente soy el mayor experto vivo que pueda encontrar. Pregúnteme lo que sea y le citaré capítulo y verso.

Yo: De acuerdo. ¿Existen todavía los anneses?

Dr. H: Tanto como siempre (se ríe).

Yo: Entonces ¿dónde viven?

Dr. H: ¿En qué localidad, quiere decir? Los que viven al fondo de más allá llevan una existencia errante. Los que viven en granjas por lo general tienen sus habitaciones en las partes más alejadas, pero de tanto en tanto alguno se instala en un establo, o bajo el alero de la casa.

Yo: ¿Y no los ven?

Dr. H: Ah, ver un annés trae muy mala suerte. Por lo general, sin embargo, cuando alguien los mira toman la forma de algún utensilio hogareño… Se transforman en una gavilla de paja, o lo que sea.

Yo: ¿De veras cree la gente que pueden hacer esas cosas?

Dr. H: ¿Y usted no? Si no pueden, ¿dónde andan todos? (se ríe).

Yo: ¿No dijo que la mayoría vive «al fondo de más allá»?

Dr. H: Los páramos, el yermo. Es un término que usamos aquí.

Yo: ¿Y cómo son ellos?

Dr. H: Como la gente; pero del color de las piedras, con grandes matas de pelo salvaje… Excepto los que no tienen pelo. Algunos son más altos que usted o yo, y muy fuertes; otros más bajos que niños. No me pregunte cómo son los niños de bajos.

Yo: Suponiendo por un momento que los anneses fueran reales y yo quisiera verlos, ¿dónde me aconsejaría que fuera a buscarlos?

Dr. H: Podría ir a los embarcaderos (se ríe). O a los lugares sagrados, supongo. ¡Ah, ahí lo pillé! No sabía que tienen lugares sagrados, ¿verdad? Pues tienen varios, señor, y una religión bien organizada y muy desconcertante. Cuando llegué también oía mucho sobre un alto sacerdote… un gran jefe, como quiera usted llamarlo. En todo caso, un abo más mágico que lo habitual. Por entonces acababan de construir el ferrocarril, y por supuesto, los animales de caza no estaban acostumbrados y el tren mató a muchos. A este sujeto se lo veía recorriendo los raíles por la noche, devolviéndolos a la vida, de modo que la gente lo llamaba Cenizante y otros nombres por el estilo. No, Cenicienta no, ya sé qué está pensando… Cenizante.

»Una vez el tren le cortó el brazo a la mujer de un arriero. Sospecho que estaba borracha, y tumbada en la vía, y el arriero corrió a traerla aquí, al ambulatorio. Bien, señor, sacaron del banco de órganos un brazo congelado y se lo injertaron; pero Cenizante encontró el brazo perdido e hizo crecer una mujer nueva, así que el arriero tuvo dos esposas. Naturalmente la segunda, la que había hecho Cenizante, era abo salvo por aquel brazo, de modo que a la parte abo le daba por robar, y luego la parte humana devolvía lo que había robado. Bien, al fin los dominicos de aquí la tomaron contra el pobre arriero por tener demasiadas esposas, y el hombre decidió que la hecha por Cenizante tendría que irse… Como le faltaba el brazo humano, no cortaba bien la leña, ¿comprende?

»¿Lo sorprendo, señor? No, al no ser realmente humanos, ¿comprende?, los abos no pueden manejar esa clase de herramientas. Las pueden tomar y transportar de un lado a otro, pero no pueden llevar nada a cabo. Son animales mágicos, si quiere, pero solo animales. En verdad (se ríe), para ser antropólogo, sabe usted menos que el diablo. Es la prueba que se supone aplicaban los franceses en el vado llamado Reguero de Sangre: paraban a todo el que pasaba y lo hacían cavar con una pala…»

Al astillado alféizar de la ventana del oficial saltó un gato. Era un gran macho negro con un solo ojo y garras dobles: el gato de cementerio de Viena. El oficial lo maldijo y, como no se iba, lenta y cuidadosamente —para no alterarlo— empezó a alargar la mano hacia la pistola; pero en el instante en que los dedos tocaron la culata, el gato siseó como hierro caliente en aceite y escapó de un salto.

«M. dT: ¿Lugares sagrados, monsieur? Sí, tenían muchos, así se decía al menos… Para ellos todo árbol que creciera en las montañas era sagrado; sobre todo si junto a las raíces había agua, como ocurría comúnmente. Donde el río de aquí, el Tempus, entra en el mar, era para ellos un sitio muy sagrado.

Yo: ¿Dónde había otros?

M. dT: Había una cueva, muy río arriba, en los riscos. Que yo sepa nadie nunca la ha visto. Y cerca de la boca del río un anillo de árboles grandes. Ahora han talado la mayoría, pero todavía están los tocones; Trenchard, el mendigo que dice que es uno de ellos, le mostrará el lugar por unos pocos sous; si no, haga que se lo muestre el hijo.

»¿No había oído hablar de él, monsieur? Oh, sí, cerca de los muelles. Lo conoce todo el mundo; es un farsante, ¿comprende?, un bufón. Como la artritis le ha tullido las manos (levanta las propias) no puede trabajar, y entonces dice que es abo y se hace el loco. Se considera que darle unas monedas trae suerte. No, es un hombre como usted y yo. Está casado con una pobre desdichada que la gente apenas ve, y tienen un hijo de unos quince años…»

El oficial hizo pasar veinte o treinta páginas y volvió a leer en un punto donde el nuevo formato de las entradas indicaba algún cambio en la índole del material.

Un rifle pesado (cal. 35) para defenderse contra animales grandes. Yo lo llevaré. 200 cartuchos.

Un rifle ligero (cal. 225) para garantizar caza menuda para la olla. Lo llevará el chico. 500 cartuchos.

Una escopeta (cal. 20) para caza menuda y aves. Cargada en la mula guía. 160 cartuchos.

Un cajón (en total 200 cajas) de cerillas.

40 lb. de harina.

Levadura.

2 lb. de té (local).

10 lb. de azúcar.

10 lb. de sal.

Batería de cocina.

Multivitaminas.

Botiquín.

Aleros de tienda, con equipo de reparación y estacas y cuerda de repuesto.

Dos sacos de dormir.

Lona impermeable para el suelo.

Par de botas de recambio (para mí).

Ropa extra, cosas de afeitar, etc.

Caja de libros. Algunos traídos de Tierra, la mayoría comprados en Roncesvalles.

Cinta de grabación, tres cámaras, película y esta libreta. Plumas.

Solo dos cantimploras, pero viajaremos siempre siguiendo el Tempus.

Y no se me ocurre nada más. Sin duda hay muchas cosas que después desearemos haber llevado, y la próxima vez tendré más experiencia; pero tiene que haber una primera vez. Cuando estudiaba en Columbia solía leer relatos de esas expediciones victorianas de polainas y salacot, que usaban cientos de portadores y zapadores y no sé cuánto más, e impulsado por el coraje de Gutenberg, soñaba con dirigir algo así. Así pues, heme aquí, durmiendo bajo techo por última vez, y mañana partimos: tres mulas, el chico (en harapos) y yo (de pantalones de lona azul y camisa deportiva de Culot). Al menos, salvo que me patee una mula o el chico me degüelle mientras duermo, no tengo que preocuparme porque los subordinados se amotinen…

***

6 de abril. Primera noche al aire libre. Estoy sentado frente a nuestro pequeño fuego, en el cual el chico cocinó la cena. Es un cocinero de campo de primer orden (¡delicioso descubrimiento!), aunque muy ahorrador con la leña, como deduzco de mis lecturas que son siempre los fronterizos. Me resultaría bastante simpático si no fuera por esos grandes ojos de mirada taimada.

Ahora ya duerme, pero yo pienso quedarme despierto anotando lo que ha ocurrido en esta primera jornada de viaje y mirando las estrellas. Él me ha estado indicando las constelaciones, y creo que tal vez ya conozco más el cielo nocturno de Sainte Anne de lo que conocí nunca el de Tierra, lo cual no es una hazaña. Como sea, el chico afirma conocer todos los nombres anneses, y aunque hay buenas posibilidades de que sean meros inventos del padre, los registraré aquí esperando encontrar más tarde confirmación independiente. Están Mil Tentáculos y el Pez (una nebulosa que parece esforzarse por atrapar a una sola estrella brillante), la Mujer de Pelo Ardiente, la Lagartija Guerrera (con Sol como una de las estrellas de la cola), los hijos de la Sombra. Ahora no consigo encontrar a los hijos de la Sombra, pero seguro que el chico me los señaló: dos pares de ojos fulgurantes. Había más, pero ya las he olvidado; tendré que empezar a grabar las conversaciones con el chico.

Pero empecemos por el principio. Esta mañana nos pusimos temprano en movimiento; el chico me ayudó a cargar las mulas, o mejor yo lo ayudé a él. Es muy listo con las cuerdas, y hace grandes nudos de aspecto complicado que parecen sujetar bien hasta que él quiere soltarlos; entonces se le deshacen en los dedos. El padre vino a despedirnos (lo que me sorprendió) y me sometió a una copiosa retórica de desocupado, destinada a hacerme soltar algún dinero y a que lo compensara por la ausencia del muchacho. Al final le di un poco, pensando que me traería suerte.

Las mulas marchan bien, y de momento parecen todas bestias robustas y no más tercas de lo que razonablemente cabría esperar. Son más grandes que caballos y mucho más fuertes, con cabezas más largas que mi brazo y grandes dientes cuadrados, amarillentos, que muestran cuando pliegan los labios para comer los cardos del borde del camino. Dos grises y una negra. Cuando paramos el chico las maneó, y ahora las oigo rondando el campamento; y de vez en cuando veo el humo del aliento de las bestias suspendido en el aire frío como un espíritu pálido.

***

7 de abril. Ayer pensé que habíamos empezado el viaje de veras, pero hoy comprendo que simplemente andábamos de excursión por las tierras colonizadas —o medio colonizadas, al menos— de los alrededores de Playa del Francés, y que, de haber subido anoche a una de las colinas cercanas al campamento, casi seguramente habríamos visto las luces de alguna granja. Esta mañana pasamos incluso por un minúsculo poblado que el chico llamó «Los gabachos», nombre que, supongo, no admitirían de buen grado los habitantes. Le pregunté si no lo avergonzaba usar semejante nombre cuando él desciende de franceses, y con gran seriedad me dijo que no, que él tiene a medias sangre del Pueblo Libre —nombre que da a los anneses— y que es leal a ese pueblo. En suma, cree en su padre; aunque quizá sea la única persona del mundo que cree en él. No obstante, es un chico brillante; tal es el poder de la educación paterna.

Una vez que dejamos atrás «Los gabachos», el camino simplemente desapareció. Habíamos llegado a la frontera de «el fondo de más allá» y las mulas lo percibieron en seguida: se volvieron más porfiadas y nerviosas… en otras palabras, menos gente y más animales. Vamos cortando hacia el oeste y el norte, debería explicar, buscando el río en una larga diagonal en vez de acercarnos directamente. De este modo pensamos evitar la mayor parte de las marismas (en manos del mendigo ya las he visto lo suficiente como para no querer intentar cruzarlas) y dar con los arroyuelos que lo alimentan hasta llegar a satisfacer nuestras necesidades de agua. En cualquier caso el Tempus, eso me han dicho, es demasiado salobre aun muy lejos de la costa.

Ayer debí mencionar (pero me olvidé) que al montar la tienda descubrimos que no hemos traído un hacha, ni implemento alguno con el que clavar las estacas. Regañé un poco al chico, pero él se limitó a reírse y arregló el asunto martillando con una piedra. Encuentra abundante madera muerta para el fuego, y la parte con la rodilla, con una fuerza asombrosa. Para encender el fuego hace una especie de casita o enramada de varillas, que llena con hojas y hierba secas, alzando la construcción entera en menos de lo que me ha llevado escribirlo. Siempre (es decir, anoche y hoy) me pide que la encienda yo, aparentemente porque lo considera una función superior que ha de ser desempeñada por el jefe de la expedición. Imagino que una hoguera tiene algo de sagrado, si es que el mandato de Dios rige tan lejos de Sol; pero, tal vez para no abrumarnos con el santo misterio del humo, piadosamente la mantiene tan reducida que me asombra que pueda cocinar. Aun así, muy a menudo se quema los dedos, he advertido, y cada vez se los mete infantilmente en la boca y empieza a dar saltos alrededor del fuego, farfullando.

***

8 de abril. El chico es el peor tirador que he visto en mi vida; hasta ahora, prácticamente es lo único que he descubierto que no hace bien. Hasta ahora lo hacía llevar el rifle ligero, pero después de tres días se lo he quitado; al parecer no se le ocurre otra cosa que apuntar vagamente el arma hacia el animal que yo le señalo, cerrar los ojos y apretar el gatillo. Sinceramente pienso que en el fondo del corazón (si el chico tiene tal cosa) cree que lo que mata es el ruido. Las piezas que hemos cazado hasta ahora las maté yo, bien arrebatándole el rifle después del primer disparo y disparando enseguida por segunda vez, antes de que el blanco se perdiera de vista, o bien usando el rifle pesado, lo que es un desperdicio tanto de munición cara como de carne.

Por otro lado el chico (realmente no sé por qué lo llamo así, salvo porque lo hacía su padre; es casi un hombre, y ahora que lo pienso, al menos fisiológicamente solo ocho o nueve años menor que yo) tiene el mejor ojo que he visto para las piezas heridas. Es mejor que un buen perro, ya sea para localizar como para cobrar —lo que ya es bastante— y ha viajado mucho por «el fondo de más allá», aunque nunca ha remontado el río tanto como para llegar a la cueva sagrada (espero que no mítica) que estamos buscando. En todo caso, parece haber vivido largas temporadas en el páramo con la madre. Tengo la impresión de que a ella no le entusiasmaba mucho el tipo de vida que su marido le daba en Playa del Francés, de lo cual no diré que la culpo. De cualquier manera, con el olfato del chico para la sangre y mi puntería, no creo que nos escasee la carne.

¿Qué más hoy? Ah, sí, la gata. Nos viene siguiendo una, al menos desde que pasamos por «Los gabachos». Hoy al mediodía la entreví, y por un instante (el reverbero del sol acentuaba la engañosa, fantástica extensión que tiene el paisaje verde bajo este cielo oscuro) pensé que era un tigre tedio. La bala se fue alta, naturalmente, y cuando vi la polvareda, en un tris todo cobró perspectiva: mis «matorrales» eran arbustos, y la distancia que me había parecido de unas doscientas cincuenta yardas era tres veces menor; con lo que mi tigre tedio se convirtió en una mera gata doméstica de raza terráquea, sin duda salida de alguna granja. Parece seguirnos con toda deliberación, manteniéndose ahora a un cuarto de milla. Esta tarde le disparé un par de tiros de largo alcance (doscientas a trescientas yardas), lo que contrarió tanto al chico que me arrepentí de mis intenciones felinicidas y le dije que si lograba atraer el animal al campamento lo podría tener de mascota. Supongo que nos sigue por los restos de comida que dejamos. Mañana habrá en cantidad: hoy cacé un venado chinche.

***

10 de abril. Dos días de caminata ininterrumpida durante los cuales vimos buena cantidad de caza, pero ni un rastro de anneses sobrevivientes. Hemos cruzado tres riachos que el chico llama Serpiente Amarilla, Niña que Corre y Fin de los Días, pero que según mi mapa son arroyo Milla Cincuenta, río Johnson y Rougette. Con ninguno hubo problemas; los primeros dos pudimos vadearlos por donde nos topamos con ellos, y unos pocos cientos de yardas más arriba pasamos el Rougette (que pintó mis botas, las piernas del chico y las patas de las mulas). Mañana espero ver el Tempus (que el chico llama simplemente «El Río»); me asegura que la cueva sagrada de los anneses ha de estar un buen trecho más adelante; dice, por cierto, que las orillas por las que ha pasado nuestra ruta no son de piedra sino de barro, y no pueden albergar una cueva.

Finalmente se me ocurrió que si el chico ha vivido (como dice) buena parte de su vida en tierras vírgenes, tal vez sea —pese a la influencia corruptora del padre y su propia, perseverante convicción de ser medio annés— una magnífica fuente de información. Tengo la entrevista grabada, pero —como hago siempre con el material más interesante— la transcribo aquí.

Yo: Me has dicho que a menudo, especialmente en primavera y verano, has vivido con tu madre en «el fondo de más allá»; en ocasiones durante meses. Me han informado que hace unos cincuenta años, en las granjas ganaderas más remotas, niños anneses solían venir a jugar con los humanos. ¿A ti te pasó algo así? ¿Hubo alguien aquí, además de tu madre y tú? Al fin y al cabo, en cuatro días nosotros no hemos visto a nadie.

V.R.T.: Casi cada día de estos cuatro días de viaje, como usted dice, vimos muchísima gente, muchos animales y pájaros, árboles que estaban vivos… Aunque esto todavía no es el fondo de más allá donde uno ve a los dioses bajar por el río flotando en troncos, y árboles que se van de viaje, y a los dioses de cabeza grande y pequeña y capullos de hidrangeas de agua en el pelo; o a los hombres alce que tenían la cabeza y el pelo y la barba y los brazos y el cuerpo como los de los hombres, y las patas de cuerpo de alce rojo, y que por eso necesitaban aparearse con mujeres vaca una vez como hacen las bestias y una vez como hacen los hombres, y toda la primavera luchaban gritando en las laderas, y luego cuando las gentes de la laguna volvieron del sur, huyendo, en seguida se reconciliaron y andaban de nuevo abrazados y robaban huevos de picapinos o pateaban piedras contra mí; y claro, los hijos de la Sombra también venían a robar cada noche montados en burbujas y en la espuma de los manantiales, y entonces después de que se ponía el sol mi madre me guardaba bajo sus cabellos y no me dejaba salir, porque en esa época yo era muy chico, pero cuando me hice más grande, ¡yo salía y gritaba y los hacía escapar!

»Es que ellos creen, siempre creen, que obtendrán lo que quieren, y entonces en seguida vienen corriendo a morder; pero si uno se vuelve deprisa y grita, no lo hacen nunca, y nunca son tantos como ellos piensan, porque algunos solo están en la mente de los otros, así que a la hora de pelear se disuelven unos en otros y no son más que uno solo.

Yo: ¿Por qué nosotros no hemos visto ninguna de estas cosas raras?

V.R.T.: Yo he visto.

Yo: ¿Qué? Estando conmigo, quiero decir.

V.R T.: Pájaros y animales y árboles vivos, y a los hijos de la Sombra.

Yo: Te refieres a las estrellas. Si ves algo extraordinario me lo dirás, ¿no?

V.R.T.: (Asiente).

Yo: Eres un muchacho fuera de lo común. Cuando estás con tu padre en Playa del Francés, ¿vas al colegio?

V.R.T.:A veces.

Yo: Ya eres casi un hombre. ¿Has pensado un poco en qué harás dentro de unos años?

V.R.T.: (Llora).

A la última pregunta no hubo respuesta. El chico rompió en lágrimas, incomodándome a tal extremo que, después de abrazarle los hombros un largo rato, tuve que alejarme del fuego y dejarlo sollozar más de media hora mientras yo daba tumbos entre las matas, donde unos gusanos enormes, luminosos pero de un color lívido de labios de muerto, se retorcían bajo mis pies en la noche. Confieso que fue una pregunta infeliz y estúpida. ¿Qué va a hacer este chico, hijo de un mendigo y a duras penas semieducado? Lee bien, sí; me ha pedido que le prestase los textos de antropología, e interrogándolo he obtenido respuestas mejores que las que habría esperado de un universitario medio; pero, según he visto en un viejo cuaderno de escuela (uno de sus escasos efectos personales), tiene una escritura lamentable.

***

11 de abril. Día lleno de incidentes. Veamos si puedo curarme el hábito de saltar atrás y adelante y ordenar todo lo interesante tal como ocurrió. Cuando anoche volví al campamento (veo que al cierre de la entrada de ayer me dejé trastabillando entre matas), el chico dormía en su saco. Eché más leña al fuego, rebobiné la cinta, transcribí el material en la última página y me acosté. Alrededor de una hora antes del amanecer nos despertó una conmoción de las mulas y fuimos a ver qué ocurría; yo con una linterna y el rifle pesado, el chico con dos varas encendidas. No se veía nada, pero apestaba a carne podrida y oímos huir un animal grande; realmente no creo que fuese una de las mulas. Cuando las encontramos, las mulas estaban cubiertas de sudor, y una había roto la manea —por suerte no se alejó mucho, y en cuanto hubo luz el chico pudo atraparla aunque le llevó casi una hora—, y las dos que se habían quedado parecían muy contentas de reclamar la protección que se debe a los animales domésticos.

Cuando al fin examinamos los alrededores y resolvimos que no había nada que encontrar, no tenía sentido seguir durmiendo. Bajamos la tienda, cargamos las mulas y yo insistí en que pasáramos la primera hora remontando nuestro rastro del día anterior a ver si encontrábamos pistas de algún depredador grande. Vimos a la gata (cada vez más atrevida ahora que ya no le disparo) y huellas de lo que el niño llama zorro fuego, y que, comparando su descripción con las de mi Guía de campo de los animales de Sainte Anne, he decidido que se trata probablemente de un fennec de Hutchenson o una criatura zorruna o coyote, con orejas enormes, aficionada a las aves y la carroña.

Tras este breve interludio avanzamos un buen trecho, y alrededor de una hora antes del mediodía hice el mejor disparo del viaje hasta el momento, abatiendo una bestia descomunal —no descrita en la Guía de campo— similar al carabú del Asia terráquea, con un solo tiro del rifle pesado a la cabeza. Conté los pasos hasta donde estaba el animal ¡y descubrí que había trescientas yardas!

Sentí un orgullo infernal, como es lógico, y examiné cuidadosamente el resultado de mi disparo, que le había dado al enorme individuo justo detrás de la oreja derecha. Incluso allí el cráneo era tan macizo que la bala no había logrado entrar del todo; de modo que, probablemente, mientras yo medía la distancia, el animal había seguido viviendo un buen rato; algo como una densa corriente de fluido lacrimal había dejado franjas de humedad en el polvo, debajo de cada ojo. Tras haber mirado la herida alcé un párpado con los dedos y noté que los ojos tenían dos pupilas, como los de ciertos peces terrestres; el segmento inferior de un ojo se movió levemente con el tacto, indicando quizá que aún entonces el animal seguía vivo. Puesto que las pupilas dobles no parecen características de la mayor parte de la vida de aquí, supongo que serán una adaptación inducida por los hábitos de la criatura, en buena medida acuáticos.

Ansié conservar esa cabeza como pieza de caza, pero ni pensarlo; el caso es que el chico estaba al borde de las lágrimas (tiene los ojos, que son grandes, de un verde pasmoso) imaginando que yo querría cargar en las mulas el cuerpo entero, que debía pesar mil quinientas libras, y me aseguró que no podía pedírseles tanto. Al fin pude convencerlo de que pensaba dejar las vísceras, la cabeza (¡pero qué pena esos cuernos!), el pellejo y las pezuñas, así como el costillar y en verdad todo menos la carne más selecta. Aun así las mulas no apreciaron ni el peso añadido ni el olor de la sangre, y tuvimos más dificultades de las que yo había esperado.

Más o menos una hora después de ponernos en marcha llegamos a la ribera del Tempus. Es un río muy diferente del que yo había visto cuando el padre del chico me mostró el «templo» annés. Tenía cerca de una milla de ancho, era salobre y apenas se veía la corriente, pues allí no desembocaba un único río sino una maraña tortuosa de arroyos anodinos que se arrastran por un sofocante delta de barro y cañas. Aquí todo es distinto: el agua casi no tiene tinte amarillo, y fluye lo bastante rápido como para quitar un leño de vista en pocos segundos.

Hemos dejado las marismas totalmente atrás y este nuevo Tempus, rápido y claro, corre entre ondulantes colinas de pasto esmeralda, moteadas de árboles y matorrales. Comprendo que mi plan original de remontar el río en bote era —como mis conocidos de Playa del Francés me previnieron— completamente impracticable, por muy cómodo que hubiera sido buscar cuevas ribereñas de ese modo. No solo es el agua ya aquí tan rápida que gastaríamos la mayor parte del combustible solo en pelear con la corriente, sino que el río da todos los signos de tener más arriba, en las montañas, saltos y cataratas. Quizá un aliscafo sería ideal, pero dada la exigua capacidad industrial de Sainte Anne no debe haber más de dos docenas en el planeta entero, y (seguramente) serán prerrogativa de los militares.

Pero no me quejaré. Quizá en un aliscafo ya habríamos encontrado la cueva, pero ¿con qué posibilidad de hacer contacto con los anneses que hubieran sobrevivido? Esperanzas de contacto puede tener nuestra partida, pequeña y espero que no inhibitoria, si es que todavía quedan anneses.

Además, permítanme confesarlo, disfruto. Después de topar con el río y remontar la corriente una milla, el chico se excitó mucho y dijo que habíamos llegado a un punto importante que él había visitado a menudo con su madre. A mí no me parecía en absoluto inusual —un leve declive con unos pocos árboles (muy grandes) sobre el vacío y una roca de forma algo extraña—, pero él insistió en que era un paraje hermoso y especial, mostrándome qué cómoda era la roca, donde uno podía sentarse o yacer en diversas posturas, y cómo los árboles ocultaban el sol; habrían protegido de la lluvia y aun en invierno, cubiertos de nieve, habrían formado una especie de choza. A lo largo de la orilla, al pie de la roca, en las pozas profundas siempre había peces, encontraríamos mejillones y caracoles comestibles —¡esa madre francesa!— y, en suma, el lugar era un auténtico vergel.

Tras escucharlo unos minutos hablar de ese modo comprendí que mira el paisaje —al menos ciertas zonas especiales, como esta— tal como mucha gente tiene la costumbre de mirar edificios o habitaciones, idea esta bien extraña. De todos modos hacía rato que yo quería estar unos minutos solo; decidí pues mimarle el inocuo entusiasmo, y le pedí que se adelantara con las mulas mientras yo me quedaba atrás contemplando la belleza del fabuloso lugar que él me había presentado. La propuesta le encantó, y en unos momentos estuve más completamente solo de lo que a la mayoría de los terráqueos nos es dado estar nunca, sin nada más frente a mí que el viento y el sol y los grandes árboles cuyas raíces ondeaban en el agua rumorosa.

Salvo por nuestro gata seguidora, que se acercó maullando y hubo que enviar tras las mulas a fuerza de pedradas.

Tuve tiempo para pensar en el animal parecido a un caribú que cobré esta mañana (y que, si solo hubiera podido llevar el cráneo a la civilización, habría sido sin duda una especie de trofeo récord) y en todo este viaje. No es que importe tanto como antes mostrar que los anneses no se han extinguido todavía, y dejar registrado, antes de que desaparezcan del saber de la humanidad, todo cuanto pueda de sus costumbres y forma de pensar. Sí me importa, pero por razones nuevas. Cuando llegué a Sainte Anne, lo único que me interesaba de veras era adquirir, mediante trabajo de campo, la reputación necesaria para obtener en Tierra un cargo universitario decente. Ahora sé que el trabajo de campo puede y debe ser un fin en sí mismo; que esos viejos profesores altamente distinguidos, cuya reputación yo solía envidiar, no buscaban (como creía yo) regresar al campo —ni siquiera a trabajar una vez más la pobre y manida Melanesia— para acrecentar su dignidad académica; y que, antes bien, su posición era una herramienta que usaban para garantizar apoyo al trabajo de campo. ¡Y bien que hacían! Cada uno de nosotros encuentra su camino, su lugar; traqueteamos por el universo hasta que todo encaja; esto es la vida; esto es la ciencia, o algo mejor que la ciencia.

Cuando le di alcance, el chico ya había acampado —temprano—, y creo que estaba algo afligido por mí. Esta noche ha intentado secar al fuego una porción de carne de caribú, para conservarla, aunque le he dicho que lo que se nos estropee antes de poder comerlo simplemente lo tiraremos.

Olvidé mencionar que mientras iba tras el chico maté dos venados…

El oficial dejó de lado la libreta encuadernada en tela, y al cabo de un momento se levantó a estirarse. Un pájaro había entrado brincando en la habitación, y ahora lo descubría, silencioso y perplejo, posado en el marco de un cuadro que había en lo alto de la pared opuesta a la puerta. Le gritó, y como no se movía, intentó pegarle con una escoba que el esclavo había dejado en un rincón. Echó a volar, pero en vez de salir por la puerta abierta dio contra el dintel, cayó medio aturdido al suelo y luego revoloteó ante él y volvió a posarse en el marco, rozándole al pasar la mejilla con las oscuras plumas de un ala. El oficial soltó una maldición, se sentó y tomó una pila de páginas sueltas, estas al menos transcritas con buena letra de funcionario.

Tendría que recurrir a un abogado; esto al menos parece evidente. Uno, quiero decir, además del que me asignará el tribunal. Estoy seguro de que la universidad me ayudará a pagar un abogado, y le he pedido al de oficio que se ponga en contacto con la universidad y me lo arregle. Es decir, se lo pediré.

Me parece que mi caso involucra varias cuestiones; las pondré por escrito y discutiré las interpretaciones posibles, lo cual me preparará para el juicio. Ante todo, la cuestión del concepto de culpa, que es central para cualquier proceso penal. ¿Es un concepto de validez amplia?

Si no lo es, existirán ciertas clases de personas que en ninguna circunstancia pueden ser castigadas por razones de culpa, y una breve reflexión me convence de que tales clases realmente existen; por ejemplo: los niños, los débiles de intelecto, los muy ricos, los perturbados mentales, los animales, los parientes cercanos de personas de altos cargos, estas personas mismas, y así de seguido.

La cuestión siguiente, Su Señoría, es si yo, el preso acusado, no pertenezco de hecho a una (o más) de las clases eximidas. Para mí está claro que en realidad pertenezco a todas las que he designado más arriba, pero aquí —a fin de no derrochar el valioso tiempo del tribunal— me concentraré en dos: estoy eximido en razón de ser niño y en razón de ser animal; es decir, en razón de pertenecer a la primera y quinta de las clases que usted acaba de admitir.

Esto nos lleva a una tercera cuestión: qué quiere decirse (en términos de las clases eximidas que ya esbocé) mediante la designación «niño». De entrada, claramente debemos dejar de lado toda cuestión de mera edad. Nada sería más absurdo que suponer a un acusado inocente aunque haya cometido un acto abominable un martes, y culpable si lo ha cometido un miércoles. No, no, Su Señoría: aunque yo mismo tengo poco más de veinte años, confieso que pensar de ese modo es propiciar un carnaval de muerte poco antes de que cada joven, hombre o mujer, cumplan la edad que ustedes establezcan como decisiva. Tampoco puede basarse la niñez en pruebas subjetivas, internas, ya que sería impracticable discernir si tal disposición interior existe o no. No, el hecho de la niñez debe establecerse por el modo en que la propia sociedad ha tratado al individuo. En mi caso personal:

No poseo bienes reales, y nunca los he poseído.

Nunca he tomado parte, ni siquiera como testigo, en contrato legal alguno.

Nunca se me ha convocado a rendir testimonio ante un tribunal.

Nunca he contraído matrimonio ni adoptado a otro niño.

Nunca he detentado cargo con remuneración sobre la base del trabajo realizado.

¿Objeta, Su Señoría? ¿Cita Usted contra mí el testimonio que yo mismo he dado sobre mi relación con Columbia? ¿Lo cita la acusación? No, Su Señoría, es un sofisma inteligente pero inválido; mi puesto de tutor en Columbia era una manifiesta sinecura que me ayudaba a completar mi graduación, y para la expedición a Sainte Anne solo he recibido el dinero de mis gastos. ¿Ve Usted? ¿Y quién lo sabría mejor que yo?

Así pues, Su Señoría, de estos puntos —y podría ofrecer otros mil— se deduce claramente que en el momento del delito, si en realidad soy reo de algún delito, de lo cual dudo, yo era un niño; y por estas pruebas lo sigo siendo, pues todavía no he hecho ninguna de las cosas mencionadas.

En cuanto a mi condición de animal —me refiero al animal como lo opuesto al ser humano, como mera bestia—, la prueba es tan simple que acaso le cause risa que me moleste en presentarla. En nuestra sociedad, ¿son los animales quienes tienen permiso de circular libremente? ¿O son los seres humanos? ¿A quiénes se confina en establos, casillas y conejeras? ¿Cuál de las dos grandes divisiones duerme en mantas sobre el suelo? ¿Cuál en camas bien separadas del suelo? ¿A cuál se le dan baños cómodos y lugares de dormir caldeados, y de cuál se espera que se caliente con su propio aliento y se limpie lamiéndose?

Perdón, Su Señoría; no es mi intención ofender al tribunal.

***

Cuarenta y siete ha estado golpeando el caño… ¿Te cuento qué dijo? De acuerdo.

Uno cuarenta y tres, uno cuarenta y tres, ¿eres tú? ¿Me escuchas? ¿Quién es el nuevo de tu planta?

La puntuación la he provisto yo. Cuarenta y siete no puntúa, y si le he tergiversado la intención, espero que me perdone.

Yo envié: ¿Qué nuevo? Sería de lo más útil tener una piedra —o un objeto metálico, como tiene Cuarenta y siete (él dice que utiliza el armazón de las gafas)— para golpetear el caño. Me duelen los nudillos.

Cuarenta y siete: Esta mañana lo vi a través de mi puerta. Viejo, pelo blanco largo. Debajo de ti. ¿Qué celda?

Yo: No sé.

Si tuviera una piedra podría golpear con fuerza las paredes de mi celda para que me oyeran a los dos costados. El caso es que el preso de la izquierda golpetea el caño —ignoro con qué, aunque hace todo tipo de ruidos raros— pero no sabe el código. La pared de la derecha está callada; posiblemente no haya nadie, o bien alguien que, como yo, no tiene con qué hablar. ¿Te cuento cómo me detuvieron? Me sentía muy cansado. Había estado en el Cave Canem, y en consecuencia me acosté tarde: casi a las cuatro. Tenía una cita con el presidente, y estaba bastante seguro de que me pondrían oficialmente a la cabeza del Departamento, y en términos muy favorables. Pensaba acostarme, y le dejé una nota a Madame Duclose, la mujer en cuya casa me alojaba, para que me despertara a las diez.

Cuarenta y siete envía: Uno cuarenta y tres, ¿eres criminal o político?

Yo: Político (quiero oír qué dice).

Cuarenta y siete: ¿De qué bando?

Yo: ¿Y tú?

Cuarenta y siete: Político.

Yo: ¿De qué bando?

Cuarenta y siete: Uno cuarenta y tres, es ridículo. ¿Te da miedo responderme? ¿Qué más te pueden hacer? Ya estás aquí.

Yo: ¿Por qué voy a confiar en ti si tú no confías en mí? Empieza tú (lastimándome los nudillos).

Del cinco de setiembre.

Cuando consiga piedra. Me duele mano.

¡Cobarde! (esto envía Cuarenta y siete, muy fuerte. Se romperá las gafas).

¿Por dónde iba? Ah, sí, mi detención. La casa entera estaba en silencio; pensé que por la hora avanzada, pero ahora comprendo que casi todos debían estar despiertos, pues sabían que me aguardaban en mi habitación, en la cama, y atreviéndose apenas a respirar mientras esperaban los disparos y los gritos. Madame Duclose quizá estaba allí, afligida por el gran espejo de marco dorado sobre el cual me había prevenido repetidas veces. He descubierto que en Port-Mimizon los espejos son muy caros; hablo de los buenos, los de cristal azogado, no los hechos de trozos de metal pulido. De modo pues que no había ronquidos, nadie tropezaba pasillo abajo rumbo a los retretes, ningún ahogado suspiro de pasión llegaba del cuarto de una Mademoiselle Etienne entretenida con los frutos de su imaginación y una vela de sebo.

No me anuncié. Garabateé mi nota (otros creen que tengo muy mala mano, pero yo no pienso lo mismo; cuando reciba el nombramiento haré —si tengo que dar alguna clase— que mis alumnos escriban por mí en la pizarra, o distribuiré apuntes ya impresos en tinta púrpura sobre papel amarillo) dirigida a Mme. Duclose y subí, como pensaba, a la cama.

Eran muy confiados. Tenían una luz ardiendo en mi habitación, y vi la banda de fulgor al pie de la puerta. Por cierto, si realmente hubiera cometido algún delito, al ver la luz habría dado media vuelta y huido de puntillas. El caso es que pensé que me había llegado una carta o un mensaje, acaso del presidente de la universidad, o posiblemente del administrador del burdel Cave Canem, que esa noche me había pedido ayuda para tratar con su «hijo». Decidí que si era él, no contestaría hasta la noche siguiente; estaba muy cansado. Además había bebido suficiente brandy para sentirme agotado, y buscando la llave tomé consciencia de la ineficacia de mis movimientos; entonces descubrí que la puerta no estaba cerrada.

Los que me esperaban, todos sentados, eran tres. Dos vestían uniforme; el tercero un traje oscuro que había sido bueno pero ahora estaba raído y tenía manchas de comida y de aceite de lámpara, y además le quedaba algo pequeño, de modo que parecía el valet de un avaro. Estaba sentado en mi mejor silla, la del asiento bordado, con un brazo colgando negligentemente por detrás del respaldo y junto a la lámpara de globo con rosas pintadas y pantalla de flecos, como si hubiera estado leyendo. Detrás tenía el espejo de Mme. Duclose, y vi que llevaba el pelo corto y cicatrices en la cabeza, como si lo hubieran torturado u operado del cerebro o hubiera luchado contra alguien provisto de un arma cortante. Por encima de su hombro me vi a mí mismo, con el sombrero alto que había comprado aquí en Port-Mimizon después de mi llegada, mi segunda mejor capa y una estúpida cara de sorpresa.

Uno de los uniformados se levantó a cerrar la puerta detrás de mí, echando el cerrojo. Llevaba chaqueta y pantalón de color gris y gorra con visera, y a la cintura una ancha correa marrón con un revólver enfundado, muy grande y que parecía antiguo. Cuando volvió a sentarse noté que los zapatos eran corrientes, de obrero, no de gran calidad y ya muy gastados. El segundo uniformado dijo:

—Puede colgar el sombrero y el abrigo, si quiere.

Yo dije:

—Claro —y, como solía, los colgué de los ganchos que había detrás de la puerta.

—Nos será preciso registrarlo —este era también el segundo uniformado, que vestía una chaqueta verde de manga corta, con muchos bolsillos, y amplios pantalones verdes con tiras en los tobillos, como si parte de sus deberes fuera montar en bicicleta—. Lo haremos de una de dos maneras, de acuerdo con las preferencias de usted. Puede, si quiere, desvestirse; luego registraremos la ropa y le permitiremos vestirse de nuevo; no obstante, debe desvestirse ante nosotros para no tener oportunidad de esconder algo que pueda llevar encima. O podemos registrarlo aquí y ahora, tal como está. ¿Cuál de las dos prefiere?

Pregunté si era la policía quien me había detenido. El que estaba en la silla bordada contestó:

—No, profesor, tenga la seguridad de que no.

—No soy profesor, al menos no hasta ahora, que yo sepa. Si no estoy detenido, ¿por qué me registran? ¿Qué se supone que he hecho?

El que había cerrado la puerta dijo:

—Lo registraremos para ver si hay motivos para detenerlo —y miró al de traje negro buscando confirmación.

El otro uniformado dijo:

—Tiene que elegir. ¿Cómo lo registraremos?

—¿Y si no me someto a que me registren?

El de traje negro dijo:

—Entonces lo tendremos que llevar a la ciudadela. Lo registrarán allí.

—¿Quiere decir que me detendrán?

—Monsieur…

—No soy francés. Soy de Norteamérica, Tierra.

—Profesor, se lo digo como amigo: no nos obligue a que lo detengamos. Aquí un arresto es asunto serio; pero es posible ser registrado, interrogado, y hasta incluso, podría ocurrir, demorado por un tiempo…

—Y hasta quizá juzgado y ejecutado —lo relevó el de chaqueta verde.

—… sin haber sido detenido. No nos obligue a detenerlo, se lo ruego.

—Pero tendrán que registrarme.

—Sí —dijeron los dos uniformados.

—Entonces prefiero que me registren como estoy, sin desvestirme.

Los uniformados se miraron entre sí como si eso fuera significativo. Con aire aburrido, el de negro tomó el libro que había estado leyendo, que vi era uno de los míos: la Guía de campo de los animales de Sainte Anne.

El de la pistola en el cinturón, a medias disculpándose, se acercó a registrarme, y por primera vez advertí que el uniforme era de la Dirección de Tránsito Urbano.

—Usted es cochero de tranvía, ¿no? ¿Por qué lleva ese revólver?

El de negro dijo:

—Porque llevarlo es su deber. Yo podría preguntarle por qué está armado usted.

—Yo no estoy armado.

—Al contrario, acabo de examinar este libro de usted… En la solapa de atrás hay escritas con lápiz unas tablas de cifras. ¿Puede decirme qué son?

—Las dejó algún propietario anterior —le dije— y no tengo idea de qué son. ¿Me está acusando de ser algo así como un espía? Si se fija verá que son viejas como el libro y muy borrosas.

—Son cifras interesantes; pares de números de los cuales el primero significa metros y el segundo centímetros.

—Las he visto.

El del uniforme de Tránsito Urbano me estaba palmeando los bolsillos; cada cosa que encontraba, el reloj, dinero, la libretita, se las iba entregando al de negro con un breve gesto obsequioso.

—No tengo cabeza para las matemáticas —dijo.

—Qué afortunado.

—He analizado estas cifras… se aproximan mucho a la sección cónica llamada parábola.

—Eso no significa nada para mí. Como antropólogo trato más a menudo con la curva de distribución normal.

—Qué afortunado —dijo el hombre de negro, devolviéndome el sarcasmo de un momento antes.

Hizo una seña a los uniformados, que se acercaron a él. Estuvieron un momento susurrando, y noté lo similares que eran las caras: las tres de mentón puntiagudo, cejas negras y ojos pequeños, tanto que podrían haber sido hermanos. El de negro el mayor y quizá también el más inteligente, el de Tránsito Urbano el menos imaginativo, pero los tres de la misma familia.

—¿De qué hablan? —dije.

—Hablamos del caso de usted —dijo el de negro.

El de Tránsito Urbano salió del cuarto y cerró la puerta.

—¿Y qué están diciendo?

—Que usted ignora las leyes de aquí. Que debería tener un abogado.

—Probablemente sea cierto, pero no creo que estuvieran diciendo eso.

—¿Se da cuenta? Un abogado le aconsejaría que no nos contradijera en ese tono.

—Escuche, ¿son ustedes de la policía? ¿O de la oficina del fiscal?

El de negro rio.

—No, en absoluto. Yo soy ingeniero civil del Departamento de Obras Públicas. Mi amigo —indicó al hombre de verde— es encargado de señales en el ejército. Mi otro amigo, como usted adivinó, es cochero de tranvías.

—Entonces ¿por qué han venido a detenerme como si fueran policías?

—Ya ve cuánto ignora nuestras leyes. Tengo entendido que en Tierra es diferente; pero aquí todos los empleados públicos son de la misma cofradía, no sé si me sigue. Tal vez mañana mi amigo el tranviario esté recogiendo basura…

El de verde interrumpió para mofarse.

—Puedes decir que lo está haciendo hoy.

—… tal vez mi otro amigo sea tripulante en una lancha de patrullaje y yo sea inspector de gatos. Esta noche nos han enviado a prenderlo.

—¿Con una orden de detención?

—Debo explicarle de nuevo que le conviene no ser detenido. Le digo francamente que si lo detienen es muy improbable que alguna vez lo pongan en libertad.

Mientras completaba la frase, a mis espaldas se abrió la puerta y vi en el espejo a Mme. Duclose y Mlle. Etienne; detrás de ellas asomaba la figura del cochero.

—Pasen, señoras —dijo el de negro.

El cochero las arreó al cuarto, donde se pararon una junto a otra con aire asustado y confundido. Mme. Duclose, una anciana canosa de vientre abultado, llevaba un gastado vestido de algodón de larga falda; no sé si porque el cochero le había permitido ponérselo antes de traerla, o porque lo tenía puesto ya como camisón. Mlle. Etienne —una muchacha muy alta de veintisiete o veintiocho años— habría podido ser, no hermana, pero posiblemente sí hermanastra o prima de los tres hombres. Tenía la cara afilada y las cejas negras bien depiladas, como arcos sobre los ojos, que felizmente no eran los pequeños ojos negros de los hombres sino grandes y de un azul púrpura, como pecas de pintura de una cara de muñeca. Su pelo era una mata de rizos castaños y la joven tenía, como ya he dicho, una altura excesiva; las piernas, largas como zancos, se alzaban con finos huesos rectos sobre caderas inesperadamente anchas, después de lo cual el cuerpo se volvía a contraer en una cintura breve, en pechos pequeños y hombros angostos. Esa noche llevaba un tenue negligeé, pero arreglado en tantas capas y pliegues y vueltas que era del todo opaco.

—¿Usted es Mme. Duclose, la dueña de la casa? —le preguntó a dicha dama el hombre de negro—. ¿Le alquila usted al caballero la habitación que en este momento ocupamos?

Ella asintió.

—Al caballero le será necesario acompañarnos a la ciudadela, donde ha de conversar con varios oficiales. Cuando nos vayamos, usted cerrará el cuarto con llave, ¿comprende? No alterará nada.

Mme. Duclose asintió con un leve balanceo de mechones grises.

—En caso de que dentro de una semana el caballero no haya vuelto, se presentará usted al Departamento de Parques, que despachará a este domicilio un hombre de confianza. En compañía de él se le permitirá entrar en este cuarto para inspeccionar posibles daños por parte de roedores y abrir las ventanas por el lapso de una hora, al cabo de la cual se le exigirá que vuelva a echar llave y el enviado se irá. ¿Comprende lo que acabo de decir?

Mme. Duclose asintió una vez más.

—En caso de que el caballero no haya vuelto para Navidad, lo mismo que en el caso anterior se despachará a un hombre de confianza. En su compañía podrá usted cambiar las sábanas y, si lo desea, ventilar el colchón.

—¿El día siguiente de Navidad? —preguntó Mme. Duclose azorada.

—Y si Navidad cayera en sábado, el lunes siguiente. En caso de que el caballero no haya vuelto al cumplirse un año después de esta fecha, que para mayor comodidad de usted puede computar como primero del mes corriente, si así lo prefiere, se presentará de nuevo al Departamento de Parques. A esas alturas está autorizada —si lo desea— a almacenar las pertenencias del caballero en un depósito, por cuenta propia, o en algún lugar de la casa. En el momento adecuado el Departamento de Parques hará el inventario. Entonces podrá usar el cuarto para otros fines. En caso de que el caballero no haya vuelto aún en una fecha cincuenta años posterior a la fecha cuyo cálculo acabo de explicarle, puede usted, o sus herederos o asignatarios, presentarse de nuevo al Departamento de Parques. En ese momento el gobierno reclamará todo artículo que entre en alguna de las categorías siguientes: artículos hechos total o parcialmente de oro, plata o cualquier otro metal de valor; monedas de curso legal en Sainte Croix, Sainte Anne o Tierra, u otros mundos; antigüedades; aparatos científicos; proyectos, planos y documentos de todo tipo; prendas interiores; ropa. Todo artículo que no entre en estas categorías pasará a ser propiedad de usted, sus herederos o asignatarios. Si mañana advierte usted que no recuerda claramente cuanto acabo de decirle, preséntese a mí en el Departamento de Obras Públicas, Subdepartamento de Alcantarillas y Cloacas. ¿Entendido?

Mme Duclose asintió.

—Y ahora usted, Mademoiselle —continuó el de negro, volviéndose a Mlle. Etienne—. Observe: le entrego al caballero un pase de visita —del bolsillo del pecho de la grasienta chaqueta sacó una tarjeta rígida, de unas seis pulgadas de largo por dos de ancho, y me la dio—. Aquí él escribirá el nombre de usted y se la dará, y con esto, previa identificación, usted será admitida en la ciudadela los jueves segundo y cuarto de cada mes entre las horas nueve y once de la noche.

—Un momento —dije—. A esta joven yo ni siquiera la conozco.

—Pero usted no está casado.

—No.

—Eso dice el dossier. En los casos en que el preso no está casado la norma es dar la tarjeta a la mujer soltera de edad adecuada más cercana a él. Comprenderá que se basa en probabilidades estadísticas. La joven puede transferir la tarjeta a quien ella quiera. Esta cuestión la tendrán que discutir… —calló un momento—… dentro de diez días. Ahora no. Escriba el nombre de ella.

Me vi obligado a preguntarle a Mlle. Etienne el nombre de pila, que resultó ser Celestine.

—Dele la tarjeta —dijo el de negro.

Se la di, y él, poniéndome una pesada mano en el hombro, dijo:

—Queda usted detenido.

***

Me han trasladado. Continúo esta crónica de mis pensamientos —si así se la puede llamar— en otra celda. Ya no soy lo que era, uno cuarenta y tres, sino cierto nuevo y desconocido 143; esto porque en la puerta de la nueva celda estaba escrito con tiza ese viejo número. La transición puede parecerte muy abrupta; pero en realidad no me interrumpieron en la tarea de escribir. La verdad es que me cansé de contar las minucias de mi detención. Rasguñé. Dormí. Comí algo de pan y sopa que me trajo el guardia y en la sopa encontré un hueso pequeño, una costilla, sospecho, de cordero, que me ayudó a mantener largas conversaciones con mi vecino de arriba, cuarenta y siete. Escuché al loco de mi izquierda hasta que me pareció que entre los rasguños y raspados sin sentido distinguía mi propio nombre.

Después hubo a mi puerta un tintineo de llaves, y pensé que acaso permitieran al fin que Mlle. Etienne me visitara. Dentro de lo posible intenté asearme, alisándome el pelo y la barba con los dedos. Lamentablemente solo era el guardia, y con él un hombre de complexión poderosa y rostro oculto por una capucha negra. Como es natural, pensé que iban a matarme, y aunque procuré ser valiente y no me sentí particularmente asustado, me descubrí con las rodillas tan débiles que solo con gran dificultad lograba mantenerme en pie. Pensé en huir (como siempre que me llevan a interrogarme; es la única oportunidad, porque de estas celdas no hay modo de escapar), pero no había otro recorrido que el del angosto pasillo, el de siempre, sin ventanas y con un guardia apostado en cada escalera.

El de la capucha me tomó por el brazo y en silencio me condujo a lo largo de pasajes y escaleras que subían y bajaban hasta que me desorienté totalmente; debemos de haber caminado horas. Vi un sinfín de infelices caras sucias como la mía mirándome por los atisbaderos de las puertas de las celdas. Varias veces atravesamos patios, y en cada uno pensé que iban a fusilarme; era cerca de mediodía, y el brillo del sol me hacía parpadear y lagrimear. Entonces, en un pasillo muy parecido a los otros, paramos frente a una puerta con el número 143 y el encapuchado levantó del centro del suelo una losa de cemento, y me mostró un agujero angosto por el cual bajaba una empinada escalerilla de hierro. Me metí y él me siguió; eran algo más de quince metros, y cuando llegamos al pie hizo falta una linterna para que pudiéramos avanzar a tientas por un pasaje hediondo de orina rancia. Al fin llegamos a la puerta de esta celda en la cual, de un empujón, me dejó despatarrado.

A esas alturas despatarrarme me dio gran alegría, pues, como he dicho, yo pensaba que iban a ejecutarme. Todavía no sé si no será así; sin duda el hombre vestía de verdugo, aunque quizá solo para darme miedo, y a lo mejor tiene otros deberes.

El oficial tanteó los materiales del escritorio en busca de la página siguiente, pero no la había localizado aún cuando el oficial hermano entró por segunda vez.

—Hola —dijo el oficial—. Pensé que ibas a acostarte.

—Lo hice —dijo el oficial hermano—. Me acosté, sí. Dormí un rato; después me desperté y no pude dormirme más. Es el calor.

El oficial se encogió de hombros.

—¿Cómo te va con tu caso? —dijo el oficial hermano.

—Sigo tratando de catalogar los hechos.

—¿No mandaron un sumario? Es la costumbre.

—Probablemente, pero en este lío aún no lo he encontrado. Hay una carta, y es posible que en una de estas cintas haya un sumario más completo.

—¿Qué es esto? —había levantado la libreta encuadernada en tela.

—Una libreta.

—¿Del acusado?

—Creo que sí.

El oficial hermano alzó las cejas.

—¿No sabes?

—No estoy seguro. A veces se me ocurre que esa libreta…

El oficial hermano esperó un rato a que el otro continuase; al fin dijo:

—Bien, te veo ocupado. Creo que despertaré al médico; le pediré algo que me haga dormir.

—Prueba con una botella —dijo el oficial cuando el oficial hermano salía.

Al cabo de un momento volvió a tomar la libreta encuadernada en tela y la abrió al azar.

No, es un hombre como usted y yo. Está casado con una pobre desdichada que la gente apenas ve, y tienen un hijo de unos quince años.

Yo: Pero ¿afirma que es annés?

M. d’F: Es un farsante, ¿entiende? Mucho de lo que dice de los abos le viene de la cabeza… Oh, le contará unos cuentos maravillosos, Monsieur.

(Fin de la entrevista)

El doctor Hagsmith también ha mencionado a ese mendigo, y yo he decidido encontrarlo. Aunque sea falso que es annés —lo que no dudo—, quizá en el curso de sus personificaciones haya recogido algo de información verdadera. Además, aun la idea de encontrar un annés falso me resulta atractiva.

21 de marzo. He hablado con el mendigo, que se llama Docepasos y afirma ser descendiente directo del último chamán annés, y por lo tanto rey por derecho propio, o la distinción que se le ocurra codiciar en el momento. En mi opinión desciende en realidad de irlandeses, muy probablemente a través de alguno de esos aventureros que en el tiempo de las guerras napoleónicas marcharon a Francia. En cualquier caso, la cultura del hombre parece claramente francesa y la cara es sin duda de irlandés: el pelo rojo, los ojos azules y el largo labio superior son inconfundibles.

Se ve que hasta los anneses falsos son gente esquiva, y dar con él fue más difícil de lo que yo había previsto. Todo el mundo parecía conocerlo y me decía que iba a encontrarlo en tal o cual taberna, pero nadie sabía cuál era su casa, y por supuesto no pude encontrarlo en ninguna de las tabernas donde estaba «siempre». Cuando por fin descubrí la choza (imposible llamarla casa), comprendí que yo había pasado por allí varias veces sin darme cuenta de que era una vivienda humana.

Acaso deba mencionar aquí que Playa del Francés se alza a orillas del Tempus, unas diez millas antes del mar. La ribera, pues, es la fangosa costa del río, y por encima de la corriente amarillenta y salina enfrenta el puñado de construcciones aún menos aceptables —La Fange— de la margen opuesta. Sainte Croix, el mundo gemelo de Sainte Anne, provoca en todo el planeta mareas de quince pies, y estas mareas afectan al río mucho más arriba de Playa del Francés. Con la marea alta el agua se hace salobre y —me dicen— en los espigones se pescan piezas de mar. En ese momento los muelles quedan a solo unos pocos pies sobre el agua, el aire es fresco y puro y las marismas —que rodean los terrenos algo más altos sobre los que se levanta la ciudad— parecen un inacabable encaje de lagunas claras, festoneadas con el verde brillante de las cañas de sal. Pero en unas horas la marea baja, y es como si el río y la ciudad que lo flanquea se quedaran sin vida. Los muelles desnudan doce pies de pilotes podridos, el río muestra un millar de islas de cieno y las marismas son desoladas, salinas, llanos de barro hediondo sobre el cual, por la noche, penachos de gas luminoso flotan como fantasmas de anneses muertos.

La ribera en sí no es muy diferente, supongo, de la de cualquier ciudad fluvial de Tierra, salvo quizá por la ausencia de grúas robot y el aspecto de las construcciones, hechas con materiales nativos en vez de los omnipresentes muros terráqueos de aglomerados. Entiendo que hace doce años había anticuados barcos termonucleares en los muelles, pero ahora que contamos con una adecuada red de satélites climáticos, se emplean, como en Tierra, embarcaciones modernas.

Resultó que la choza del mendigo, cuando por fin la localicé, era un bote dado vuelta apoyado sobre toda clase de desechos. Dudando aún de que alguien pudiera vivir allí realmente, di unos golpecitos en el casco con mi navaja, y casi en el acto sacó la cabeza un chico de quince o dieciséis años. Al verme pasó por debajo de la regala, pero en vez de levantarse permaneció de rodillas, con las manos extendidas, y soltó una especie de gimoteo mendicante del cual solo logré distinguir algunas palabras. Supuse que era retrasado mental, y aun posiblemente que no caminase, pues cuando empecé a retroceder me siguió, siempre de rodillas, en una suerte de deslizamiento ágil que sugería, al parecer, que ese era su paso normal. Al medio minuto de esto le di unas monedas, esperando calmarlo y poder hacerle ciertas preguntas, pero apenas yo había empezado a hablar cuando por debajo del bote —desde donde, estoy seguro, estaba observando la técnica de su hijo— asomó la cabeza de un viejo, que resultó ser el mendigo pelirrojo.

—¡Bendito sea, Monsieur! —dijo—. No soy cristiano, comprenda usted, pero que Jesús, María y José, o en el caso de que sea protestante, Monsieur, Jesús solo, y Dios Padre y el Espíritu Santo, bendigan la generosidad de usted para con mi pobre muchacho. Como diría mi gente diez veces diezmada, que lo bendigan las Montañas, el Río, los Árboles, el Mar Océano y todas las estrellas del Firmamento y los dioses. Hablo en mi condición de jefe religioso.

Le agradecí, y por algún motivo que no me explico del todo le di una de mis tarjetas, y por un momento me pareció que la aceptaba como si a partir de entonces tuviera el deber de secundarme en algún duelo o ayudarme en asuntos amorosos. Tras echarle un vistazo exclamó:

—¡Vaya, es usted doctor! Mira, Víctor, nuestro visitante es doctor en filosofía —y por un instante puso la tarjeta ante los ojos del chico, que eran tan grandes y verdes como los de él diminutos y azules.

—Doctor, doctor Marsch: no soy un hombre educado, ya lo ve, pero nadie me supera en respeto por la educación, por la sabiduría. Esta —con un ademán indicó el bote invertido como si fuera un palacio y estuviera a un cuarto de milla— es la casa de usted. Por el resto del día, o del mes, si lo desea, mi hijo y yo estamos enteramente a su servicio. Y si estuviera usted dispuesto a brindarnos un pequeño emolumento por la tarea, permítame adelantarle que del templo del conocimiento no esperamos la dorada munificencia del comercio triunfante; y somos bien conscientes de la bendita ley natural según la cual el bono del togado compra más… más, acabo de decir —dándole un empujón al chico— que el oro del mercader. ¿En qué podemos servirle?

Expliqué que, según entendía, alguna vez él había conducido visitantes a parajes cercanos de supuesta importancia para los anneses del predescubrimiento; y de inmediato me invitó a su casa.

Bajo el bote invertido no había sillas, pues la distancia al techo era insuficiente; pero viejos flotadores y plegados retazos de trapo de vela hacían de asientos, y había una mesita (como la que habría usado una familia de japoneses pobres) cuyo tablero apenas se alzaba dos palmos sobre el alquitrán que cubría el suelo. El viejo encendió una lámpara —mero pabilo flotando en un plato playo de aceite— y ceremoniosamente me llenó un vasito de lo que resultó ser ron de cincuenta grados, y por último dijo:

—¡Quiere usted ver los lugares sagrados de mis padres, los señores de este planeta! Yo puedo mostrárselos, doctor; la verdad, nadie más que yo puede mostrárselos con tanta propiedad, ni explicarle el significado, ni introducirlo en el espíritu mismo de esa época ida. Pero hoy ya es tarde, doctor; la marea ya ha desbordado el cauce. Si pudiera venir mañana a media mañana, no muy tarde, nos deslizaremos por las marismas más alegres que en una góndola. Sin el menor esfuerzo de su parte, doctor; pues con remo y pértiga mi hijo y yo lo llevaremos adonde quiera y le mostraremos cuanto merece la pena. Podrá usted tomar fotos, o hacer lo que le plazca; a mi hijo y a mí nos encantará posar.

Le pregunté cuál sería el precio y dijo una suma harto razonable, añadiendo rápidamente:

—Recuerde, doctor, que tendrá dos hombres trabajando cinco horas… y el uso del bote. ¡Para una experiencia única! Nadie más que yo le mostrará con propiedad lo que desea ver.

Acepté el precio, y él dijo:

—Hay otra cosa… el almuerzo. Necesitamos comida para tres. Si quiere dejarme fondos, yo conseguiré algo… —como yo fruncía el ceño, se apresuró a agregar—. Puede traerla usted… pero recuerde que debe ser un almuerzo para tres. Tal vez una botella de vino y un ave… Pero ahora, doctor, tengo algunas cosas muy escogidas para enseñarle. Un momento.

Extendiendo el brazo hasta una caja de embalar que tenía al lado, sacó una bandeja de latón con la superficie cubierta de una pañoleta roja. En ella había una docena de puntas de proyectiles, molidas o astilladas, de toda clase de piedras, y varias, estoy bastante seguro, de vidrio coloreado común, probablemente de botellas de whisky. Eran nuevas, a juzgar por los filos como de navaja (los instrumentos de pedernal genuinamente antiguo o cristal volcánico siempre están romos a fuerza de rozar con el pedregullo); y, considerando las fantásticas formas —extremadamente anchas, con doble o triple vértice— y la tosquedad general, casi con certeza habían sido hechas más para exhibirlas que para usarlas.

—Armas de los abos, doctor —dijo el mendigo—. Cuando no hay nadie que nos contrate ni alquile el bote, mi hijo y yo salimos a buscar estas piezas. Irreemplazables, y auténticos souvenirs de la tierra de Playa del Francés, donde como usted sabe hubo una más tupida población de abos que en ningún otro lugar de este mundo, ya que era el lugar sagrado de mis ancestros como el de usted será Roma o Boston, y un paraíso de peces, animales y toda suerte de comestibles, del cual me oirá hablar mañana cuando vayamos a las marismas, y si tenemos suerte, quizá el chico le haga una demostración de pesca o caza a la manera abo, sin usar siquiera instrumentos tan delicados y hoy valiosos como estos que aquí le ofrezco a la venta.

Le dije que no estaba interesado en esas cosas y él replicó:

—Realmente no debería perder una ocasión semejante, doctor, visto que el museo de Roncesvalles ha comprado muchos de estos objetos y ha hecho copias para enviarlas a todo el mundo, y aun a Sainte Croix, con lo que cabe decir que se los respeta universalmente, al menos en este sistema. ¡Mire! —levantó la pieza más grande, un fragmento interno de pedernal que hubiera servido para matar a un animal a martillazos—. Podría pegarle detrás un alfiler, y sería un buen broche para una dama. Muy bueno como tema de conversación.

Yo había visto las puntas en Roncesvalles.

—No, gracias —dije—. Pero debo admitir que admiro su industria… ya que evidentemente las hace usted mismo.

—¡Caray, no! —me mostró las manos—. Los abos no podemos hacer estos trabajos, doctor. Véame las manos.

—Ha dicho, me pareció, que las hicieron los abos.

El chico, que nos había estado escuchando en silencio, dijo a media voz:

—Con los dientes —primeras palabras que yo le oía, aparte de la ininteligible súplica de antes.

—Tengo incluso peor mano que los demás —protestó el padre—. Usted se burla de mí… de un hombre que apenas sabe cómo atarse los zapatos. Lo único que sé hacer, doctor, es manejar la pértiga del bote.

—Pues entonces las hará el hijo de usted —dije, pero en el acto comprendí que había cometido un error. En el rostro del chico apareció ese dolor tan fácil de suscitar en un adolescente sensible, y el viejo cacareó de alegría.

—¡Ja! Doctor, él es peor que yo, y no sirve para nada como no sea pelear con otros chicos, que siempre le pegan, y leer libros de la biblioteca. No se acuerda ni de cómo sacarle la tapa a un frasco.

—Entonces dije bien antes: las hace usted. Quebrar pedernal exige cierta destreza, pero no del mismo tipo que tocar el violín. Una mano agarra el buril, la otra la maza, y es cuestión de dónde se coloca la punta o de la fuerza del mazazo.

—Por lo que parece usted lo ha hecho, doctor.

—Sí, y me han salido mejores puntas que estas.

Inesperadamente el chico dijo:

—La Gente Libre no usaba estas cosas. Hacían redes anudando tallos y hierbas, pero si querían cortar algo usaban los dientes.

—Tiene razón, ¿sabe? —dijo el viejo, con otra voz—. Pero no me denunciará, ¿no, doctor?

Le dije que si el museo de Roncesvalles me pedía mi opinión se la daría, pero que aparte de eso no me parecía un fraude tan importante como para perder tiempo denunciándolo.

—Algo tenemos que tener, ¿sabe? —dijo, y por primera vez tuve la impresión de que no hablaba para engatusarme—. Algo que vender, algo que ellos puedan llevarse en la mano. La verdad no se vende… Eso solía decirle a mi mujer. Y eso le digo a mi hijo.

Minutos más tarde me excusé, prometiendo encontrarlos al día siguiente. La impresión que me dejaron —aun reconociéndolos como auténticos impostores— era algo mejor de lo que yo había esperado. Sin duda el viejo no es un alcohólico, como me habían inclinado a esperar; ningún alcohólico estaría sobrio como él teniendo a mano una botella de ron. Sin duda pide en las tabernas porque allí consigue dinero más fácil, y si le ofrecen bebe. El chico pareció inteligente cuando dejó de fingirse imbécil por conveniencia, y con esos ojos verdes, la tez pálida y el pelo oscuro, era casi de una delicada belleza.

***

22 de marzo. Un poco antes de las diez me encontré con los mendigos, padre e hijo, esta vez recordando llevar el grabador, que en la visita previa había olvidado. El relato que di de la conversación de ayer es cierto y correcto dentro de los límites de mi memoria, y fue escrito inmediatamente después de los hechos, pero no puedo prometer más. También llevé una escopeta, comprada aquí ayer, para el caso de que en los pantanos haya aves acuáticas comestibles; el arma es de calibre veinte; quizá demasiado pequeña, pero es la única que se conseguía salvo alguna de un solo cañón hecha para granjeros. El patrón me aconsejó llevarla y a cambio de la mitad de la carne prometió cocinar lo que trajera.

Para adelantarme un poco: tuve suerte y maté tres ejemplares de buen tamaño de un animal llamado gallina junco, que según el mendigo es de buen sabor. Apenas más pequeño que un ganso, tiene el hermoso verde de un loro o un periquito; dice él que era un favorito de la dieta annesa, y la cena de esta noche me ha hecho creerle, aunque estoy seguro de que no sabe al respecto más que yo.

Cuando llegué no había ni rastro de la choza-bote, y el lugar donde había estado era suelo baldío. Descalzo y con el pecho al aire, el chico se había apoyado en una construcción cercana y explicó que el padre se estaba ocupando de la embarcación; en seguida me alivió de la cesta de comida que yo cargaba —y que había preparado mi patrón—, y si lo hubiera dejado, también me habría transportado el grabador y la escopeta.

Nos llevó un rato ir por la orilla hasta un pequeño embarcadero flotante —que él llamaba tablado—, donde vi a su padre, con camisa azul y vieja bufanda roja, esperando en el bote que el día anterior nos había servido de techo. El viejo demandó en seguida el pago acordado, pero tras una breve discusión aceptó la mitad, quedando el resto a entregarse después del viaje. Trepé entonces al bote —con cierta precaución, lo admito—, detrás de mí saltó el chico y partimos, padre e hijo uno a cada remo.

Durante unos cinco minutos nos abrimos paso entre los barcos del puerto, siguiendo la curva casi imperceptible del río; después, entre los cascos de dos grandes corbetas vi, como si mirase por una roca hendida, un valle de verdor increíble: las anchas marismas salvajes de Sainte Anne, que habían sido el paraíso de los anneses antes de que llegasen los cruceros de las estrellas terráqueos, como bien había dicho el viejo. Padre e hijo se afanaron más con los remos; desde uno de los grandes barcos un marinero nos maldijo desganadamente, y salimos a las anchas aguas del Tempus, crecidas ahora por la marea alta.

—A cinco kilómetros en dirección al Marocéano —explicó el mendigo—, y si el doctor está de acuerdo…

Lo interrumpió, me di cuenta, algo que había visto a mis espaldas. En mi asiento de la popa me volví a mirar, pero al principio no vi nada.

—En dirección al juanete mayor del barco de la izquierda —me dijo el chico en voz baja.

Entonces lo vi: un objeto plateado en el cielo, al parecer no más grande que una hoja al viento. En tres minutos lo oímos pasar: era un atiburonado aparato militar que quizá volara a dos mil metros. En realidad no era plateado, sino del color de un cuchillo, y alcancé a ver en los flancos unos puntitos alineados que podían ser portillas de observación, bocas de láser o ambas cosas.

El mendigo dijo:

—No saludéis con la mano… —luego le murmuró al chico algo de lo cual solo capté el principio y el fin—. Faites attention… français!

Creo que el significado debía ser «Recuerda que tú eres francés». El chico contestó algo que no oí y negó con la cabeza.

Primero, saliendo por una de las serpentinas gargantas del Tempus, visitamos el océano, que según el mendigo era en sí mismo objeto sagrado de la religión annesa. En el espumoso oleaje, el bote se comportó mejor de lo que yo esperaba, y desembarcamos en una playa de arena, alrededor de una milla al norte de la boca más septentrional.

—Este —dijo el viejo— es el lugar verdadero.

Me mostró un pequeño mojón de piedra; una leyenda en francés testimoniaba que la primera expedición humana en llegar a Sainte Anne había navegado veinticinco kilómetros mar afuera y había desembarcado en botes allí donde estábamos. Creo que en ese trecho de playa tuve mayor conciencia que nunca de estar en un mundo extranjero: por toda la arena se esparcían unas caracolas que siempre me parecieron extrañas, tanto que, de haber encontrado una en una playa terrestre, habría sabido, creo, que nunca la había mojado ningún océano de Tierra.

—Aquí —dijo el viejo— desembarcaron los primeros franceses. Usted dice, doctor, que muchos no creen que los abos hayan existido; pero yo le digo que cuando los botes llegaron a la costa encontraron un hombre…

—Uno del pueblo de los pantanos —intervino el hijo.

—Lo encontraron flotando cara al Marocéano. Lo habían matado a golpes, con látigos de caracolas anudadas… Tenían esa costumbre, la de sacrificar hombres. Los encontraron aquí, y ese gran ancestro mío a quien a veces llaman Viento del Este bajó a hacer la paz con ellos. Usted no lo sabe, y el cuaderno de bitácora de esa primera nave se quemó en la explosión de Saint-Dizier, pero yo he hablado con un hombre, un viejo, que hace sesenta años conoció bien a uno de los que vinieron en el primer bote lleno de aire, y yo sí que sé.

Caminamos tierra adentro y visitamos el gran hoyo que hay en la arena, que ahora se llama Clepsidra y donde, me contó el viejo, a veces los anneses encerraban a la gente. El chico se deslizó adentro para mostrarme que era imposible escapar sin ayuda, pero yo, pensando que exageraba la dificultad, me dejé caer también; con lo que el padre tuvo que rescatarnos a los dos echándonos el cabo de una soga que con ese fin había traído en el bote. Las paredes no son nada abruptas, pero la arena es tan floja que sin ayuda es imposible treparlas.

Después de ver la Clepsidra regresamos al bote, y entrando de nuevo en el río por otra boca, nos adentramos en las marismas propiamente dichas, mis guías manejando la pértiga por lagunas de marea entre ondulantes matas de juncos salinos. Allí cacé las tres gallinas junco, que el chico fue a recoger a nado. Por poco escribo «tan bien como un sabueso», pero lo cierto es que nadaba mejor, casi como una foca; así que pude creerle al padre cuando me dijo que a veces cazaba patos nadando bajo el agua y agarrándolos por las patas. El chico me dijo que con la marea baja había buena pesca allí, y el padre añadió:

—Pero en la ciudad no pagan nada, doctor… esos ya tienen pescado de sobra.

—No hablo de pescado para vender, sino para comer —dijo el chico.

La necesidad de madera que tenían los colonos ha dejado el templo —u observatorio— annés en ruinas: salvo unos pocos medio podridos, todos los árboles están cortados. A partir de los tocones, sin embargo, es fácil reconstruir el aspecto que pudo tener en los tiempos del predescubrimiento. Había 402 árboles (el número de días del año de Sainte Anne) a intervalos de unos treinta metros, de modo que formaban un círculo de unas tres millas de diámetro. Si, como indican las cepas, los troncos tenían un grosor de unos doce pies, la copa de cada árbol tocaba sin duda las de los siguientes; desde lejos, daban la impresión de un muro continuo salvo en la porción que el observador tenía justo delante. Parece que en el interior de este anillo no había plantas ni objetos. Yo conjeturaría que los anneses usaban los árboles para contar los días, tal vez pasando una especie de marcador de un árbol a otro, colgándolo de las ramas; pero es dudoso que se desarrollase aquí una astronomía más sofisticada. Decir, no obstante, como algunos estudiosos de Tierra, que posiblemente el templo annés sea una formación natural, es absurdo. Ciertamente fue planeado por alguien inteligente, y sin duda antecede en más de un siglo el amerizaje de la primera nave francesa. Contando los anillos de cuatro tocones, calculé que la edad media es de ciento veintisiete años anneses.

Hice un plano indicando la situación de los tocones y el tamaño aproximado de cada uno; se están corrompiendo rápido y dentro de una década será imposible encontrar algún rastro.

Aunque cuando acabé el plano había empezado a bajar la marea, remontamos el río unas pocas millas más y paramos a mirar un afloramiento rocoso —uno de los pocos que hay en las marismas— que según el mendigo tenía en un principio la forma de un hombre sentado. Entre los habitantes de Playa del Francés y La Fange, me dijo, corre la superstición de que los actos indecentes o perversos cometidos en el regazo de esa estatua natural son invisibles a Dios. Se supone que la creencia es de origen annés, aunque el chico lo negó. Hoy la «estatua» está totalmente desgastada.

Mientras volvíamos a la ciudad pensé en los rumores que hablan de una cueva sagrada a unas cien millas río arriba. Una de las frustraciones de la ciencia de aquí —al menos hasta la fecha— es que si bien seguramente existió —y acaso todavía exista— una raza annesa, nunca se ha descrito cráneo o hueso alguno positivamente identificable. Para alguien como yo, criado entre relatos sobre la cueva de Windmill Hill y el refugio rocoso de Les Eyzies, las grutas del Perigord y las pinturas rupestres de Altamira y Lascaux, la idea de una cueva annesa es irresistible. Salvo quizá en un caso entre diez mil, ciénagas como las de estas marismas destruirían totalmente el esqueleto de cualquier criatura muerta; pero, también en un caso entre diez mil, una cueva lo conservaría. Y ¿por qué los anneses no habrían podido sepultar cuerpos en cavidades subterráneas, como hicieron los primitivos de toda Tierra? Hasta es posible que haya pinturas, aunque al parecer los anneses no llegaron al estadio de fabricar utensilios.

Esta noche, mientras escribo esto, me descubro haciendo planes para buscar la cueva, que se supone tiene su entrada en las paredes rocosas que se alzan sobre el Tempus. Nos hará falta una lancha —y acaso más de una— lo bastante ligera para transportarla a pie cuando haya que evitar rápidos o cataratas, y con suficiente potencia para navegar contra la corriente. Tendríamos que ser varios, para que uno pueda quedarse en la lancha (o las lanchas) mientras tres (por seguridad) entran en la cueva. Aparte de mí, uno debería ser un hombre culto, capaz de apreciar lo que encontremos; y en lo posible, uno o dos deberían conocer esa región montañosa. Ignoro dónde habrá gente así y si podré pagarles, pero mientras llevo a cabo las entrevistas no olvidaré esa posibilidad.

Casi olvido mencionar una conversación que tuve con el mendigo y su hijo mientras me llevaban de vuelta a Playa del Francés. Dado que el hombre se identifica con los anneses (espuriamente, no hay duda), toda información de esa fuente ha de considerarse dudosa, pero el asunto me pareció interesante y me alegra haberlo grabado.

R.T.: Ya que hablaba de los abos, doctor, espero que si algún amigo suyo desea venir le diga usted que lo complacimos mostrándole los lugares sagrados.

Yo: Desde luego. ¿Para ustedes es una buena fuente de ingresos?

R.T.: No tanto como quisiéramos, esté seguro. Para serle franco, antes era mejor. Quedaban más árboles en pie, y la estatua era más presentable. Mi familia… Nosotros no siempre hemos vivido como vio ayer, ¿comprende? No, no en invierno, cuando sopla el nievelobo de las montañas. No podríamos.

V.R.T.: Cuando estaba mi madre teníamos casa, a veces.

Yo: ¿La mujer de usted falleció, Trenchard?

V.R.T.: No está muerta.

R.T.: ¿Tú qué sabes, imbécil? Si no la has visto.

V.R.T.: En verano, cuando yo era pequeño, mi madre y yo íbamos a las colinas, monsieur. Allí vivíamos como vivía el Pueblo Libre, y no volvíamos hasta que para mí empezaba a hacer demasiado frío. Mi madre decía que cada invierno morían muchos niños del Pueblo Libre, y como no quería que yo muriera, nos volvíamos.

R.T.: Esa mujer era una inútil, ¿comprende, doctor? ¡Ja! No sabía ni cocinar. Era una…

El hombre escupió por la borda. Ante esto el chico se sonrojó, y por unos minutos todos callamos. Luego yo le pregunté si había aprendido a nadar tan bien cuando vivía con su madre en las colinas.

V.R.T.: Sí, en el fondo de más allá. Nadaba en el río, y mi madre también.

R.T.: Los abos nadamos bien, doctor. Yo también podía nadar antes de hacerme viejo.

Me reí del viejo farsante y le dije que si bien entendía que era abo, no dejaría de buscar hasta que encontrara otro. Como desde que hablamos de las piedras puntiagudas él ya sabe que en realidad no me engaña, me respondió con una simple sonrisa —en la que faltaba una buena cantidad de dientes— y dijo que en ese caso solo necesitábamos la mitad, porque su hijo era medio abo.

V.R.T.: Usted no cree nada, doctor, pero es cierto. Y no es cierto lo que dice de mi madre, que fue su mujer. Era actriz, y muy buena.

Yo: ¿Te enseñó ella a hacer de annés, a sacarle dinero a la gente? Tendré que admitir que la primera vez que te vi pensé que eras retrasado.

R.T.: Yo a veces lo sigo pensando (ríe).

V.R.T.: Me enseñó muchas cosas. Sí, a hacer lo que hacen esos que ustedes llaman abos.

R.T.: Hace un momento la maldije, comprenda, doctor, porque me dejó, aunque cierto es que yo la empujé. Pero lo que dice mi hijo es verdad: era una actriz estupenda, íbamos por ahí representando, ella y yo. ¡No me creería lo que era capaz de hacer! Podía hablar con un hombre y que la tomara por una chica, una virgen recién salida de la escuela. Pero si el tipo no le gustaba se volvía vieja… Cuestión de voz, ¿comprende?, y de los músculos de la cara, y de la forma de andar y mover las manos…

V.R.T.: ¡De todo!

R.T.: Cuando me casé con ella, doctor, era una mujer estupenda. ¡Y olvide lo que haya oído! Mi hijo es legítimo; nos casó el cura de St. Madeleine. Entonces era guapa de verdad, esplendorosa… (se besa los dedos, despegando una mano del remo). Ahí no había nada de actuación. Pero después, cuando dormía, no pudo esconderlo; todas las mujeres muestran la edad cuando duermen. ¿Usted no está casado? No lo olvide.

Yo: (al chico) Pero si te enseñó a hacer como los anneses, tuvo que haber visto alguno.

V.R.T.: Claro, sí.

R.T.: Comprenda que los abos tienen que esconderse.

Yo: Entonces usted cree seriamente, Trenchard, que hay anneses vivos.

R.T.: ¿Y por qué no, doctor? En el fondo de más allá todavía hay tierras donde nunca va nadie, miles de hectáreas. Y hay animales que comer, y pesca, como antes. Cierto que los abos ya no pueden venir a los lugares sagrados de los pantanos, pero hay otros lugares sagrados.

V.R.T.: La gente de los bañados nunca fue el Pueblo Libre de las montañas. Para el Pueblo Libre estos lugares no eran sagrados.

R.T.: Eso también es posible. Nosotros, doctor, decimos «los abos». Pero lo cierto es que eran muchos. Ahora usted dice: «¿Dónde están?». Pero pregunto yo: ¿les conviene mostrarse? Hubo un tiempo en que toda Sainte Anne era de ellos. El granjero piensa: ¿Y si al fin y al cabo son hombres como yo? Ese Dupont es un abogado muy listo. ¿Y si lo contratan a él? ¿Y si él va y le habla al juez, el juez que no sabe francés y nos odia, y le dice: «Este hombre que usted llama abo no tiene nada, pero la granja de Augier era de su familia; pídale a Augier que le muestre la escritura de compra»?. ¿Usted qué cree que hace el granjero cuando ve un abo en su tierra, doctor? ¿Se lo cuenta a alguien, o dispara?

Así que de eso se trata. Los anneses, si es que queda alguno, se esconden porque tienen miedo, sin duda con razón. Y es improbable que los que los hayan visto lleguen a admitirlo, ni siquiera en un interrogatorio.

En cuanto a eso de que «eran muchos», me recuerda al hombre que dijo que lo que había visto parecía a veces un hombre y a veces un madero viejo. Lo cierto es que los relatos son muy contradictorios. Incluso en las entrevistas a menudo cuesta creer que dos sujetos estén hablando de lo mismo, y menos acuerdo aún muestran las crónicas de los primeros exploradores, de los que sobrevivieron. Algunas de las más fantásticas tienen que ser puro mito, sin duda, pero hay muchos relatos de una raza nativa tan parecida a los humanos que bien habrían podido descender de una ola colonizadora anterior. Tan parecidos, de hecho, que Trenchard puede embaucar a los crédulos afirmando que es annés; y en un planeta donde encontramos plantas, aves y mamíferos tan semejantes a los tipos terrestres, sin duda no es imposible que se dé una forma asombrosamente similar al hombre. Tal vez para este tipo de biosfera la forma humana sea óptima.

El oficial dejó una vez más la libreta en la mesa y se frotó los ojos con las puntas de los dedos. Se estaba desperezando cuando, desde el umbral, el esclavo dijo en voz baja:

—Maitre…

—Sí, ¿qué pasa?

—Cassilla. ¿Todavía desea el Maitre…?

A la mirada del oficial se apresuró a irse, y pocos segundos después volvió con una muchacha que empujó a la habitación. Era alta y delgada y de una gracia peculiar, con largo cuello y cabeza redonda; llevaba un gastado traje de trabajo a cuadros que le quedaba pequeño, sin nada debajo —como sabía el oficial—, y parecía cansada.

—Entra —dijo él—. Siéntate. Si quieres hay vino.

—Maitre…

—Sí, ¿qué pasa?

—Ya es muy tarde, Maitre. Tengo que levantarme una hora antes de la diana para ayudar con el desayuno de los soldados…

El oficial no la escuchaba. Había tomado un rollo de cinta y lo estaba poniendo en el aparato.

—Exigencias del deber —dijo—. Escucharemos mientras nos divertimos. Apaga la lámpara, Cassilla.

P: ¿Entiende por qué se lo ha traído aquí?

R: ¿A esta cárcel?

P: Usted sabe muy bien qué ha hecho. A este interrogatorio.

R: Ni siquiera sé de qué me acusan.

P: No crea que con ese tipo de cosas va a desorientarnos. ¿Por qué vino a Sainte Croix?

R: Soy antropólogo. Quería discutir con otros de mi profesión ciertos hallazgos que hice en Sainte Anne.

P: ¿Intenta decirme que en Sainte Anne no hay antropólogos?

R: Buenos no.

P: Piensa que sabe qué queremos, ¿no? Se cree muy inteligente. Usted opina que la situación política vis-á-vis el mundo de la esfera hermana es tal, que la hostilidad de usted le ayudará a comprar su libertad, ¿correcto?

R: He estado en estas prisiones el tiempo suficiente como para saber que nada de lo que diga comprará mi libertad.

P: ¿De veras?

R: ¿Qué escribe?

P: No le concierne. Si es eso lo que cree, ¿por qué contesta mis preguntas?

R: Igualmente válido sería preguntar por qué usted las hace, si no piensa liberarme nunca.

P: Olvida que podría responderle: «Quizá tenga usted cómplices». ¿Le apetece un cigarrillo?

R: Pensaba que ya no lo ofrecían.

P: No es una trampa… Mire, aquí tengo la cigarrera. Se lo ofrezco de buena fe.

R: Gracias.

P: Y fuego de mi mechero. Le aconsejaría que no inhale muy hondo… Hace un tiempo que no fuma.

R: Gracias. Tendré cuidado.

P: Usted siempre es cuidadoso, ¿no?

R: No sé qué quiere decir.

P: Tenía entendido que es un rasgo de la mentalidad científica.

R: Sí, examino los datos con cuidado.

P: Pero respecto a nuestras relaciones con el gobierno de Sainte Anne, usted sacó una conclusión.

R: No.

P: Vino de Sainte Anne hace apenas un año, más o menos, y ahora cree que la guerra está a punto de estallar.

R: No.

P: ¿También cree que la victoria de Sainte Anne lo sacará de la cárcel?

R: Usted cree que soy un espía…

P: Es un hombre de ciencia… Lo supondré, al menos de momento. ¿Es agradable?

R: Estoy acostumbrado a esa suposición.

P: He examinado sus papeles, y las cartas a su nombre. Lo llamaré: Conde polaco, caballero de la Gran Cruz R. y Q.E.P.D.; Gran Maestro de la Daga Sangrienta y B.R.I.B.O.N. Me parece usted muy joven.

R: Se pensó que no tenía sentido enviar desde Tierra un hombre de edad.

P: Propongo a la mente de usted, joven y flexible, pero también científica, una hipótesis de ciencia política: que el asesino será un espía excelente y que al espía no le faltará ocasión de cometer algún asesinato. ¿Le cuesta contradecirme?

R: Soy antropólogo, no especialista en ciencias políticas.

P: Es lo que nunca se cansa de decirnos; pero un antropólogo se ocupa de la cultura de las sociedades menos complejas. ¿Esas sociedades nunca se espían unas a otras?

R: La mayoría de los pueblos primitivos solo guerrean para mostrar coraje.

P: Me está haciendo perder el tiempo.

R: ¿Me permite otro cigarrillo?

P: ¿Ya lo terminó? Claro. Y el encendedor.

R: Gracias.

P: ¿A quién planeaba asesinar aquí? No al hombre que mató; eso tiene el aspecto de una necesidad del momento. Alguien a quien no podía acercarse; una persona bien protegida…

R: ¿A quién se supone que maté?

P: Ya le he dicho que no estoy aquí para responder a sus preguntas. Responderle implicaría que atribuimos a sus alegaciones de inocencia una ligera verosimilitud, y no es así. La verdad viene de nosotros, no de usted. Nuestro gobierno es el más notable de la historia de la humanidad, porque nosotros, y solo nosotros, hemos aceptado como principio de funcionamiento lo que han enseñado todos los sabios y todos los gobiernos han fingido aceptar: el poder de la verdad. Y por eso gobernamos como no ha gobernado nadie. Usted me ha preguntado muchas veces qué delito cometió, y por qué lo tenemos detenido. Es porque sabemos que está mintiendo… ¿Entiende lo que le digo?

R: Cuando me arrestaron, le dieron a cierta muchacha, mademoiselle Etienne, una tarjeta con la cual se le permitiría verme en determinados días. Ustedes dicen que cumplen sus promesas, pero la muchacha no ha sido admitida.

P: Porque ella no lo solicitó.

R: ¿Usted lo sabe?

P: Sí. ¿No entiende? Ese es nuestro secreto, eso es la verdad. Me cuenta que le dieron la tarjeta, que en cualquier caso siempre se le dan a alguien. Por lo tanto yo sé que si usted no la ha visto es porque ella no ha presentado la solicitud. Usted comprenderá que acaso más tarde, tras haber entendido esta obstinación suya y la plena gravedad del caso, la habríamos prevenido sobre las desagradables consecuencias que podría traerle la visita, pero si se hubiera presentado la habríamos admitido. Somos el único gobierno en cuya palabra todos pueden confiar absolutamente, y por eso ganamos infinito crédito, infinita obediencia e infinito respeto. Si le decimos a alguien: «Haz esto y tu recompensa será tal y tal», ese alguien nunca duda de que será recompensado. Si decimos que los poblados que infrinjan cierta ordenanza serán reducidos a cenizas, no cabe la menor duda. Hablamos poco, pero cada palabra cae como una plomada.

La muchacha, Cassilla, preguntó:

—¿Qué pasa?

—Se rompió la cinta —dijo el oficial—. No importa. Pondré otra… Recuerda lo que te dije que quiero que hagas.

—Sí, Maitre.

P: Siéntese. ¿El doctor Marsch?

R: Sí.

P: Me llamo Constant. Usted llegó hace poco del mundo madre vía Sainte Anne; ¿correcto?

R: De Sainte Anne, hace cosa de un año y algunos meses.

P: Precisamente.

R: Bien, ¿puedo preguntarle por qué me han detenido?

P: Aún no ha llegado el momento de discutir ese tema. Solo hemos establecido, hasta ahora, el nombre de usted, la identidad con la que ha viajado. ¿Dónde nació, doctor?

R: En la ciudad de Nueva York, en Tierra.

P: ¿Lo puede probar?

R: Ustedes me han quitado los documentos.

P: Me está diciendo que no lo puede probar.

R: Lo prueban mis documentos. La universidad local responderá por mí.

P: Ya hemos hablado; lo lamento, pero no se nos permite revelar los resultados de nuestras investigaciones. Lo único que puedo decir, doctor, es que no debería esperar de allí más ayuda de la que ya ha recibido. Hemos contactado con ellos, y usted está aquí. ¿Cuánto hace que salió de Tierra?

R: ¿En tiempo newtoniano?

P: Haré la pregunta de otro modo. ¿Cuánto hace que, según afirma, llegó a Sainte Anne?

R: Unos cinco años.

P: ¿Años de Sainte Croix?

R: Años de Sainte Anne.

P: A efectos prácticos son lo mismo. En nuestras futuras discusiones usted se referirá siempre a años de Sainte Croix. Dígame lo que hizo después de haber llegado a Sainte Anne.

R: Americé en Roncesvalles, es decir… mar adentro, a unos cincuenta kilómetros de Roncesvalles. Fuimos remolcados hasta el puerto como de costumbre, y pasé por la aduana.

P: Continúe.

R: Después de la aduana fui interrogado por la policía militar. Fue estrictamente una formalidad; según recuerdo, duró unos diez minutos. Se me emitieron documentos de visitante. Me registré en un hotel.

P: Nombre del hotel.

R:A ver… el Splendide.

P: Prosiga.

R: Luego visité la universidad y el museo anexo. La universidad no tiene Departamento de Antropología. El de Historia Natural trata de cubrir el área, y en líneas generales no se luce. Las muestras de antropología que hay en el museo, de las cuales están muy orgullosos, son una mezcla de información de segunda mano, fraude e imaginación pura. Yo necesitaba apoyo, claro, así que fui tan educado como me lo permitió la honradez. Disculpe, ¿me diría por qué ese hombre salió de la habitación?

P: Porque es un tonto. Luego, ¿se fue de Roncesvalles?

R:Sí.

P:¿Cómo?

R: En tren. Tomé el tren a Playa del Francés, que siguiendo la costa está unos quinientos kilómetros al noroeste de Roncesvalles. Con igual facilidad, o más, podría haber ido en barco, pero quería ver la campiña, y además soy algo propenso a marearme. Elegí empezar mi trabajo en Playa del Francés porque lo poco que se sabe de los aborígenes de Sainte Anne indica que era en las marismas donde más se agrupaban.

P: Me han dicho que es una ciudad fundada en un pantano.

R: Ciudad a duras penas. Veinte kilómetros hacia el sur el terreno es más elevado, y allí ha prosperado la agricultura… Playa del Francés existe porque es necesaria como puerto para agricultores y ganaderos.

P: ¿Pasó mucho tiempo en esa región?

R: ¿En la región de las granjas? No. Fui río arriba. Allí también el terreno se eleva, pero no hay muchos colonos.

P: Tendría que haberlos, me parece; lo que producen podría llegar por agua a los mercados.

R: En las marismas el río es poco profundo, y abundan los bancos de barro y arena. Entre el mar y Playa del Francés hay un canal dragado, pero no llega más lejos. Además, en cuanto empiezan las colinas la corriente posee rápidos.

P: Tiene buen ojo para la geografía, doctor, que es lo que yo quería confirmar con estas preguntas. Sin duda también podría contarme muchas cosas sobre Port-Mimizon.

R: Para la antropología es básico saber cómo una población se mantiene a sí misma. Las culturas de la pesca, por ejemplo, son muy diferentes de las de la caza, y ambas son diferentes de las culturas agrícolas. Tener en cuenta esas cuestiones se vuelve una segunda naturaleza.

P: Ha de ser una segunda naturaleza muy útil; cualquier general astuto lo enviaría al frente del ejército. Dígame…

O: Aquí tiene, señor.

P: ¡Vaya! ¿Sabe qué me ha traído este colega mío, doctor?

R: ¿Cómo voy a saberlo?

P: Un archivo del Hotel Splendide. Desean que le pregunte acerca del hotel, sin pensar que cinco años de ausencia excusarían cualquier fallo de la memoria, y que tan fácil le habría sido albergarse allí a un espía como a un científico. Pero nos esforzaremos por contentarlo. ¿Recuerda, por ejemplo, el nombre del botones?

R: No, pero recuerdo una cosa de él.

P: ¿Ah, sí?

R: Recuerdo que era libre. La mayoría de los sirvientes que he visto aquí son esclavos.

P: Ajá. No solo es usted espía, sino un espía con motivación ideológica. ¿Es así, doctor?

R: Desde luego que no soy espía. Yo soy de Tierra; si alguna ideología me mueve, es la de allí.

P: Doctor, a Sainte Croix y Sainte Anne se los llama planetas gemelos; la frase alude a algo más que la rotación sobre un centro común. Estos mundos eran aún desconocidos cuando hacía décadas que Tierra había colonizado planetas más distantes, y ambos fueron descubiertos y colonizados por los franceses.

R: Que perdieron la guerra.

P: Precisamente. Pero aquí se acaban las semejanzas; ahora vamos a tratar las diferencias. ¿Sabe, doctor, por qué en Sainte Croix hay esclavos pero no en Sainte Anne?

R: No.

P: Por fortuna, cuando terminaron los combates, nuestro comandante militar tomó una decisión que tendría grandes consecuencias. Quizá debiera decir que tomó dos. Primero, decretó que todo francés o francesa sería sujeto de trabajo compulsivo para reconstruir las instalaciones destruidas por la guerra; pero a los que reunieran el dinero les permitió comprar exenciones, y fijó un precio suficientemente bajo, al alcance de la mayoría.

R: Muy generoso de su parte.

P: En absoluto; el precio estaba calculado para producir los máximos beneficios. Al fin y al cabo, un banquero y su mujer pueden apilar bolsas de cemento, y bajo el látigo lo harán, pero ¿cuánto vale ese trabajo? No gran cosa. Y, en segundo lugar, ordenó que hubiera continuidad en toda administración civil subordinada al gobierno planetario central. Eso significó que después de la guerra muchas provincias, ciudades y pueblos mantuvieran durante años sus gobernadores, alcaldes y consejos.

R: Lo sé. El verano pasado vi una obra que trataba ese problema.

P: ¿En el parque? Sí, yo también. Unos chicos ingenuos, cierto, pero encantadores. No obstante, la cuestión central de esa obra, doctor, aunque usted no se haya dado cuenta y quizá tampoco los jóvenes actores, era que, tras haber perdido la guerra, los mejores elementos franceses aún pudieron conservar algún poder. Nunca fueron totalmente despojados de autoridad, y ahora vuelven a tener influencia en nuestro mundo. Al mismo tiempo, mientras ellos reconquistaban el terreno perdido, fue aumentando poco a poco el número de trabajadores no remunerados de otras fuentes, sobre todo delincuentes y niños huérfanos, de modo que la casta de los esclavos dejó de ser exclusivamente francesa. En Sainte Anne todo descendiente de franceses es enemigo acérrimo del gobierno, con el resultado de que Sainte Anne se ha convertido en un campamento armado contra sí mismo, donde un colosal estrato dirigente de naturaleza militar amenaza a los ciudadanos de toda clase. Aquí en Sainte Croix la comunidad francesa no es hostil: sus dirigentes son parte del gobierno.

R: Es posible que en mi enfoque influya el hecho de que el gobierno me tiene preso.

P: Qué dilema, ¿verdad? Se muestra hostil con nosotros porque está preso. Pero si dejase de ser hostil, si se aviniera a brindar cooperación plena, ya no lo estaría.

R: ¡Pide mi cooperación plena! He contestado a todas sus preguntas.

P: ¿Está dispuesto a confesar? ¿A dar los nombres de sus contactos locales?

R: No he hecho nada malo.

P: Pues quizá sea mejor que hablemos un poco más. Perdone, doctor, pero me he perdido. ¿Qué estábamos discutiendo?

R: Usted me decía, creo, que es mejor ser esclavo en Sainte Croix que hombre libre en Sainte Anne.

P: Ah, no. Yo nunca le diría eso, doctor; no es cierto. No, debía estar diciéndole que en Sainte Croix algunos hombres son libres; de hecho la mayoría. Mientras que en Sainte Anne, y por cierto que en Tierra, la mayoría son esclavos. No se los llama así posiblemente porque están muy por debajo de esa condición. El dueño tiene una suma invertida en el esclavo, y está obligado a cuidarlo; si se enferma, por ejemplo, a ocuparse de que reciba tratamiento médico. En Sainte Anne y en Tierra, si a un esclavo no le alcanza el dinero para pagarse el tratamiento, se deja que se recupere solo o muera.

R: Creo que la mayoría de las naciones de Tierra tienen programas de asistencia sanitaria.

P: Ya ve entonces quiénes son los dueños. Pero ¿no está usted seguro, doctor? Pensamos que venía de Tierra.

R: Allí nunca estuve enfermo.

P: Así se entiende, claro. Pero nos hemos alejado del tema. Viajó a Playa del Francés en tren. ¿Se quedó mucho allí?

R: Dos o tres meses. Entrevisté a algunas personas en relación con los aborígenes, los anneses.

P: Grabó esas conversaciones.

R: Sí. Lamentablemente perdí las cintas estando en el campo.

P: Pero las entrevistas más interesantes las transcribió en su libreta.

R: Sí.

P: Continúe.

R: Durante mi estancia en Playa del Francés visité emplazamientos real o supuestamente asociados con los anneses. Después, con un hombre local que empleé como ayudante, fui al campo; específicamente, a las colinas que están por encima de las marismas y las montañas de donde surge el río Tempus. Encontré…

P: No creo que sus supuestos descubrimientos en Sainte Anne nos interesen mucho, doctor. En cualquier caso tengo informes completos de las conferencias que dio en la universidad. ¿Cuánto tiempo pasó, como usted dice, «en el campo»?

R: Tres años. En las conferencias lo dije.

P: Sí, pero quería que usted me lo confirmase. ¿Nos está diciendo que vivió tres años en las Montañas Temporales, invierno y verano?

R: No, en invierno bajábamos… bajaba yo, después de que muriera mi ayudante, al pie de las colinas. Gran parte del Pueblo Libre hacía lo mismo.

P: Pero… ¿estuvo tres años aislado de la civilización? Me resulta difícil creerlo. Y a su regreso no fue a Playa del Francés, de donde había partido. En cambio apareció… creo que apareció es la palabra correcta, en Laon, una larga distancia costa abajo.

R: Yendo al sur cubrí una buena cantidad de terreno que me era desconocido. Volviendo a Playa del Francés habría cruzado la misma región que había visto a la ida.

P: Detengámonos en el lapso entre su aparición en Laon y el presente; pero haré una última digresión para señalar que si hubiera vuelto a Playa del Francés, habría podido notificar personalmente a la familia de su difunto ayudante que este había muerto. El caso es que se limitó a enviar un radiograma.

R: Ocurre que es cierto, pero me gustaría saber cómo lo sabe.

P: Tenemos en Laon un… ¿lo llamaré corresponsal? No ha comentado mi digresión.

R: La familia de mi ayudante, por la cual siente usted tan tierna preocupación, consistía exclusivamente en el padre, un mendigo sucio y borracho. La madre había logrado librarse de él muchos años antes.

P: No hace falta que se enfade, doctor. A nadie le gusta ser portador de malas noticias. Además de enviar el radiograma, ¿qué hizo en Laon?

R: Vendí la única mula de carga que había sobrevivido, y la parte de mi equipo que seguía siendo utilizable. Compré ropa nueva.

P: ¿Y marchó a Roncesvalles, esta vez en barco?

R: Exacto.

P: ¿Y en Roncesvalles?

R: Dicté varios cursos en la escuela de graduados y traté de interesar a la facultad en los resultados de mis tres años de trabajo. Como sé que lo va a preguntar, le diré que tuve escaso éxito; en Roncesvalles están convencidos de que el Pueblo Libre se ha extinguido, y por lo tanto no les interesa conservar a los miembros que quedan, y no hablemos ya de garantizarles mínimos derechos humanos. No me ayudó el hecho de que los consideren una cultura paleolítica, lo cual también es incorrecto: la cultura aborigen era, y es, dendrítica, la fase anterior a la paleolítica. Diría casi que predendrítica. También empecé a fumar, aumenté ocho kilos, la mayor parte en grasa, y me hice recortar la barba por el único hombre que encontré capaz de hacerlo correctamente.

P: ¿Cuánto tiempo se quedó en Roncesvalles?

R: Alrededor de un año; un poco menos.

P: Luego vino aquí.

R: Sí. En Roncesvalles había tenido oportunidad de ponerme al día con la literatura de mi profesión. Ansiaba hablar con cualquiera que se interesase por los enigmas antropológicos de esta gente. Como allí la situación era desoladora, embarqué en el crucero de estrellas. Amerizamos más allá de los Dedos.

P: Y desde entonces ha estado en Port-Mimizon. Me sorprende que no siguiera hasta la capital.

R: Aquí he encontrado mucho de interesante.

P: ¿Parte de eso en Saltimbanque 666?

R: Sí, parte allí. Como les gusta señalar a ustedes, soy joven, y los científicos tienen los mismos deseos que los demás hombres.

P: ¿Le pareció notable el propietario?

R: Sí, es un hombre inusual. La mayoría de los médicos parecen dedicarse a prolongar la vida de las mujeres feas, pero él ha encontrado ocupaciones mejores.

P: Estoy al corriente.

R: Entonces quizá también esté al corriente de que la hermana es antropóloga aficionada. En un principio, fue eso lo que me atrajo.

P: ¿De veras?

R: Sí, de veras. ¿Para qué me pregunta si no cree nada de lo que le digo?

P: Porque la experiencia me ha enseñado que de vez en cuando deslizará usted algún fragmento de verdad. Tenga, ¿reconoce esto?

R: Parece un libro mío.

P: Es un libro suyo: Guía de campo de los animales de Sainte Anne. Lo traía encima al venir de Sainte Anne, aunque las tarifas por equipaje superior a diez libras son muy altas.

R: Mucho más altas son desde Tierra.

P: No estoy seguro de que eso lo sepa por experiencia. Sugiero que la razón de que llevara este libro encima nada tiene que ver con el libro mismo, es decir con la materia impresa y las ilustraciones. Sugiero que lo trajo por los números escritos en la solapa posterior.

R: Supongo que va a decirme que han descifrado el código.

P: No se haga el bromista. Sí, en cierto sentido hemos descifrado el código. Estos números describen la trayectoria de una bala de rifle: el número de pulgadas en que la bala dará por arriba o debajo del blanco disparando a trescientas yardas. La tabla cubre las distancias desde quinientas a seiscientas yardas, una distancia impresionante. ¿Le enseño? Vea, a seiscientas yardas la bala dará ocho pulgadas por debajo del lugar apuntado. Parece muchísimo, pero con esta tabla a mano, disparando a seiscientas yardas podría usted confiar en darle a un hombre en la cabeza.

R: Podría, posiblemente, si fuera buen tirador. No lo soy.

P: Con solo examinar la tabla, nuestros peritos en balística pueden incluso calcular para qué tipo de rifle estaba pensada. Usted planeaba usar un calibre 35 de alta velocidad, un tipo de arma que suelen usar los cazadores de jabalíes. Aquí, a ninguna persona de buen nombre interesada en la caza le sería difícil conseguir un permiso para un rifle así.

R: Yo tuve un rifle de esos en Sainte Anne. Lo perdí en una poza profunda del Tempus.

P: Sumamente lamentable… pero de todos modos usted planeaba venir aquí, y embarcarlo habría sido imposible. No importa, pudo haberlo reemplazado después de llegar.

R: No he solicitado permiso.

P: Lo prendimos demasiado pronto… ¿Pretende contraponer su eficacia a la nuestra? Se ha referido usted a su libreta, a la supuesta profesión de antropólogo.

R: Sí.

P: Yo he leído esa libreta.

R: Lee usted muy rápido.

P: Sí. Es una sarta de invenciones. Habla de un tendero llamado Culot; ¿cree que no sabemos que culotte en francés significa calzones? Es una obsesión suya eso de que los médicos solo sirven para prolongar la vida de las mujeres feas… Lo dijo hace apenas un momento. Y en la libreta nos da el nombre de un doctor Hagsmith. Apareció usted hace dos años en Laon, donde lo vio nuestro agente. Llevaba una barba espesa, como ahora, que le serviría para ocultar su verdadera identidad ante algún encuentro azaroso con cualquier conocido. Dice que ha vivido tres años en las montañas; y sin embargo el equipo que vendió estaba sospechosamente nuevo, incluido un par de botas que nunca usó. Nunca en tres años.

»Y aquí lo tengo, contándome mentiras de Tierra, donde es obvio que no ha estado nunca, y fingiendo no comprender que un hombre solo puede ser realmente libre si tiene esclavos. Todo esto, el cautiverio, los engaños, las preguntas, para usted son nuevos; pero para mí son cosa vieja. ¿Sabe qué le va a pasar? Será devuelto a la celda, y después lo traerán de nuevo aquí, y yo hablaré con usted como ahora, y cuando termine me iré a casa y cenaré con mi mujer, y usted volverá a la celda. De este modo pasarán los meses y los años. El próximo junio mi mujer, mis hijos y yo iremos a las islas, pero cuando volvamos usted seguirá aquí, más pálido, sucio y flaco que nunca. Y con el tiempo, cuando haya pasado la mejor parte de su vida y se le haya arruinado la salud, tendremos la verdad y no más mentiras. Lléveselo. Traiga al siguiente».

En la cinta no había nada más. Giraba en silencio mientras el oficial se lavaba. Siempre se lavaba cuando había tenido una mujer, no solo los genitales sino también las axilas y las piernas. Usaba un jabón perfumado que reservaba para ese fin, pero la misma jofaina esmaltada que contendría el agua del afeitado matinal. Lavarse no era solamente una precaución profiláctica, sino una experiencia sensual auténtica. La saliva de Cassilla le había veteado el cuerpo; ahora se complacía en limpiársela.

Me acaban de traer más papel, un grueso fajo de papel barato y un atado de velas. La primera vez que me dieron papel, y la segunda, tuve la certeza de que leerían todo lo que yo escribiese, así que puse cuidado en escribir únicamente lo que me parecía de ayuda para mi caso. Ahora dudo. He incluido, en el pasado, pequeñas señales, pequeñas pruebas. Pero en los interrogatorios no se han mencionado nunca. Mi letra es abominable, lo sé, y cuanto escribo. Puede ser simplemente que a alguien le dé pereza descifrarla.

¿Por qué tengo tan mala mano? Para mis maestras, aquellas viejas feas de mentes avinagradas, la explicación era muy simple: tomaba —y tomo— incorrectamente la pluma. Explicación esta, claro, que no explica nada. Me acuerdo muy bien del primer día de escuela en que nos enseñaron a escribir. La maestra nos mostró lo que era un lápiz, nada más, y luego pasó por los bancos poniendo los dedos de cada uno sobre su propio lápiz. Sosteniendo mi lápiz como ella me decía, yo no podía sino dibujar, arrastrando el brazo entero a través de la página unas líneas débiles y movedizas. Eso, por supuesto, me valía repetidos varillazos. Cuando llegaba a casa mi madre llevaba los pantalones al río, remontando la orilla durante horas para alejarse de las cloacas, y les lavaba la sangre, dejándome avergonzado y temeroso, envuelto en una manta vieja o un retazo de lona. Finalmente, por experiencia, aprendí a tomar el lápiz como tomo ahora esta pluma, aferrada entre el índice y el medio y con el pulgar libre de hacer lo que se le antoje. Ya no fui el chico incapaz de escribir, sino meramente el que peor dominaba la pluma, y como en cada clase ha de haber un chico así (nunca es una chica) dejaron de pegarme.

La respuesta, pues, a por qué tomo mal la pluma, es que si la tomo bien no puedo escribir. Acabo de probar aquel sistema de antes, por primera vez en años, y todavía me descubro incapaz.

¿Conoces la ley de Dolió? Después de estudiar los caparazones de las tortugas fósiles, el gran belga formuló la ley de la Irreversibilidad de la Evolución: Todo órgano que en el curso de la evolución degenera, no recobra nunca su tamaño original, y todo órgano que desaparece, no reaparece nunca. Si el vástago retorna a un modo de vida en donde el órgano desaparecido cumplía una función importante, en vez de que el órgano retorne al estado original, el organismo desarrolla un sustituto.

***

He estado pensando en la situación de esta celda subterránea. He pasado a menudo por la ciudadela, tanto a pie como en coche, y aunque es bastante grande, no podría dar cabida a un pasaje subterráneo recto como el que atravesamos. Técnicamente, por lo tanto, mi celda está en extramuros. ¿Dónde, entonces? La ciudadela está frente a la llamada Plaza Vieja. A la derecha hay un canal; no puedo estar allí, pues aunque fría, la celda es seca. Detrás hay una aglomeración de tiendas y edificios de viviendas. Una vez compré en una de esas tiendas un utensilio de bronce, porque me fascinaba; una cosa con abrazaderas y mandíbulas dentadas y ganchos crueles. Aún soy incapaz de imaginar para qué servía, a menos que se empleara en la práctica de la medicina veterinaria; me la imagino en el vientre abierto de un gran caballo de tiro, apartando el hígado, tirando hacia abajo el intestino delgado y juntando el bazo a la columna mientras roe el páncreas enfermo.

Parece muy improbable que construyeran celdas debajo de esos edificios, porque para los amigos del preso —suponiendo que el preso tuviera amigos— sería mucho más fácil liberarlo. A la izquierda, no obstante, hay un complejo de oficinas gubernamentales; un túnel que las conectara con la ciudadela sería una construcción muy conveniente, y en caso de disturbios civiles permitiría a empleados y burócratas tomar refugio sin exponerse a ataques en la calle. Una vez construido dicho túnel, sin duda parecería lógico —si se necesitaran para los presos más dependencias, o dependencias más secretas— excavar celdas en los muros laterales. Casi seguramente, pues, estoy debajo de uno de esos edificios gubernamentales de ladrillo; posiblemente el Ministerio de Archivos.

***

He estado durmiendo… Tuve toda clase de sueños, y dejé que se consumiera la vela. Debo cuidarme más; que esta vez me hayan dado velas y cerillas no garantiza que me renueven la provisión cuando esta se acabe. Inventario: once velas, treinta y dos cerillas, ciento cuatro hojas de papel en blanco y esta pluma, que manufactura su tinta succionando humedad del aire y con la cual un hombre paciente y dado a esas cosas podría pintar las cuatro paredes de la celda. Por suerte yo nunca he sido paciente.

¿Con qué soñé? Con aullidos de bestias, con timbres que sonaban, con mujeres —cuando recuerdo qué he soñado casi siempre he soñado con mujeres, lo que me hace, se me ocurre, insólitamente dichoso—, con ruido de pies arrastrados y con mi ejecución, que en el sueño tenía lugar en un vasto patio desierto rodeado de soportales. Mis verdugos eran cinco de esos robots rastreadores usados en los campos de prisioneros que hay en lo alto de la ciudad, y que a veces supervisan piquetes de trabajo en los caminos. Una cortante orden de labios invisibles, la cegadora luz blancoazulada de los láseres, y yo cayendo, el pelo y la barba en llamas.

Pero el sueño con mujeres —en realidad una mujer, una muchacha— me ha vuelto a recordar una teoría que formulé cuando vivía en las montañas. Es tan simple, tan evidentemente cierta, tan obvia que entonces me pareció que debía haberla pensado todo el mundo; pero en la universidad de Roncesvalles se la mencioné varias veces a distintas personas y la mayoría me miró como si estuviera loco. Es simplemente esto: que todas las cosas que consideramos bellas en una mujer son meros signos que ayudan a que ella sobreviva y por ende la supervivencia de los niños que engendraremos en ella. En lo fundamental (¡ah, Darwin!), los mundos los poblaron aquellos que en sus emboscadas a la hembra —pues en realidad no las perseguimos, ¿no? Nos falta rapidez. Saltamos sobre ellas desde escondites, después de haberles adormecido la desconfianza— tuvieron en cuenta esos signos: de ellos descendemos; mientras que quienes los desacataron, vieron, en la larga prehistoria del hombre, a sus hijos despedazados por los osos y los lobos.

Y así buscamos muchachas de piernas largas, porque la de piernas largas es rápida para huir del peligro; y por la misma razón a las altas, aunque no demasiado; la muchacha más rápida será la de alrededor de un metro ochenta, o un poco más. Por eso los hombres se apiñan alrededor de la muchacha tan alta como un hombre alto común (y las hermanas más bajas se alargan los tacones y engrosan las suelas para semejársele). Pero la muchacha demasiado alta será de carrera torpe, y la de, digamos, dos metros veinte casi nunca encontrará marido.

Del mismo modo la pelvis femenina tiene que ser ancha, para permitir que pasen bebés vivos —aunque no demasiado ancha, pues en tal caso la mujer será lenta—, y cuando el hombre ve pasar una muchacha calibra la amplitud de esos huesos. Si no hay pechos, nuestros pequeños se morirán de hambre; así nos sigue hablando el instinto, y aunque la delgada corra bien, la muy delgada no tendrá leche cuando no haya comida.

Y la cara. Ha inquietado a los artistas desde que la muerte de la superstición permitió el retrato humano; y ellos decidían qué era lo hermoso, y luego se casaban con mujeres de dientes torcidos en bocas grandes. Cuando miramos las pinturas que hicieron de las grandes bellezas de la historia, los ídolos del populacho, las amantes de los reyes, las grandes cortesanas, ¿qué vemos? Que una tenía los ojos desiguales y otra la nariz larga. La verdad es que a los hombres les importaban un comino esas cosas, y lo que querían era vivacidad y una sonrisa. ¿Verá el peligro, matará en un ataque de furia a los hijos de mis entrañas?

La muchacha de mi sueño, preguntarás, ¿cómo era? Vaga, pero tal como he descrito. Desnuda. No hay mujer con una hebra de ropa que me estimule; y una vez que en Roncesvalles intenté aplacar la pasión con una chica que no se desprendía de una especie de dogal, fui un triste fracaso. Yo quería decirle cuál era el problema, pero tenía miedo de que se riese; al fin se lo dije y se rio, pero no como yo temía, y me contó de un hombre que la había hecho ponerse una sortija —que llevaba en el bolsillo y le quitó del dedo lo antes posible, ya que era una sortija valiosa— sin la cual no podía hacer nada; y desde que estoy aquí en Sainte Croix he oído hablar de un hombre que, incapaz de trasponer los muros del convento, viste a una chica con hábitos de monja y luego la desnuda. Una vez que ambos nos burlamos de aquello, hizo lo que le pedía y descubrí que llevaba el dogal para esconder una cicatriz, que yo besé.

En cuanto a la muchacha del sueño, solo escribiré que nada hicimos que, referido aquí, vaya a excitar la menor pasión; en sueños basta con una mirada o con la visión de un pensamiento.

***

Bien. Ya tengo velas, cerillas, pluma y papel. ¿Implica esto que la actitud oficial hacia mí se ha relajado? No indica eso esta celda: es peor que la 143 donde estaba antes, y yo sé que aquella no era una buena celda. De hecho, por lo que me contó Cuarenta y siete (que cuando estaba allí solía golpetearme mensajes), su celda era mejor que la mía: más grande, y con una tapa en el cubo sanitario; y dijo que había otras celdas con vidrio en las ventanas delante de los barrotes, para evitar el frío, y unas pocas incluso con cortinas y sillas. Cuando una vez encontré en la sopa un trozo de hueso, empecé a conversar con Cuarenta y siete mucho mejor. Una vez me preguntó por mis creencias políticas —porque yo le había dicho que era preso político— y le dije que pertenecía al Partido Laissez-Faire.

Cuarenta y siete: ¿O sea que crees que habría que permitir operar a las empresas sin interferencia? Veo que eres industrialista.

Yo: En absoluto. Creo que habría que dejar al gobierno en paz. Los del laissez-faire tratamos a los oficiales como a reptiles peligrosos: es decir, los respetamos mucho pero, como no podemos matarlos, no tenemos nada que ver con ellos. Nunca intentamos conseguir puestos de funcionarios, ni le contamos nada a la policía como no estemos seguros de que ya se lo han contado los vecinos.

Cuarenta y siete: Entonces vuestro destino es ser tiranizados.

Yo piqué: Si vivimos en el mismo mundo, ¿puede haber tiranía sobre ti y no sobre mí?

Cuarenta y siete: Pero yo resisto.

Yo: Es una energía que reservamos para otros fines.

Cuarenta y siete: Y fíjate dónde…

Pobre Cuarenta y siete.

Esta celda. Dejadme describirla, plena ahora de amarilla luz de vela. Tiene poco más de un metro de altura; digamos que un metro diez centímetros. Tendido en el suelo arenoso (posición que como imaginaréis adopto con frecuencia), puedo casi tocar el techo con los pies sin levantar las caderas. Este techo, como habría tenido que decir antes, es de cemento, y también los muros y el suelo. Aquí nada de golpecitos, ni siquiera los rasguños y crujidos que cuando yo no estaba bajo tierra me enviaba el pobre loco de al lado; tal vez las celdas de mis flancos estén vacías; o posiblemente los constructores dejaran un relleno de tierra entre los muros para ahogar el ruido. La puerta es de hierro.

Pero es una celda más amplia de lo que acaso penséis. Más ancha que mis brazos extendidos, y más larga que cuando me acuesto con los brazos estirados detrás de la cabeza; de modo que no es una caja de tortura, aunque sería bueno poder estar de pie. Hay cubo sanitario (sin tapa), pero no mantas; por supuesto, no hay ventanas… un momento, me retracto: la puerta tiene un atisbadero, aunque, como el pasillo está siempre oscuro, no sirve de nada, y es posible que me hayan dado las velas para poder observarme, y el papel únicamente para que haya una pulsión para mantenerlas encendidas. En la parte inferior de la puerta hay una abertura como una ranura grande de buzón, por la cual me pasan el tazón de la comida. Tengo cerillas y velas, papel y pluma; la llama de la vela está dejando una mancha negra en el techo.

¿Cómo avanza mi caso? He ahí la pregunta. Que me hayan puesto en esta celda sugiere que va mal; pero que me hayan dado velas e instrumentos de escritura me induce a la esperanza. Puede ser que en el nivel donde las opiniones importan (cualquiera que sea) haya dos opiniones sobre mí: una me considera inocente, quiere que esté bien, manda las velas; la otra, considerándome culpable, ordena que me confinen aquí. O posiblemente la que me considera culpable quiere que esté bien. O quizá las velas y el papel (y esto me temo) sean solo un error; quizá pronto venga el guardia a llevárselos.

***

¡He descubierto una cosa! Una cosa de veras. Sé dónde estoy. Después de escribir lo anterior, apagué la vela, me acosté y procuré dormirme de nuevo, y con la oreja contra el suelo oí un sonido de campanas. Si apartaba la oreja del suelo dejaba de oírlas, pero si volvía a apretarla allí las tenía mientras siguieran tañendo. El pasillo al cual da mi puerta, concluí, corre bajo la Plaza Vieja en dirección a la catedral; y debo estar cerca de los cimientos de esta, si es cierto que los sonidos me los transmiten las piedras del campanario. Ahora cada pocos minutos aprieto la oreja contra el suelo y vuelvo a escuchar. Aunque viví en la ciudad mucho tiempo, no recuerdo con qué frecuencia sonaban las campanas de la catedral; solo sé que no daban las horas como los relojes.

Donde me crie no había catedral, sino varias iglesias, y por un tiempo vivimos cerca de la de Santa Magdalena. Me acuerdo de campanas que sonaban a oscuras —supongo que para una misa de medianoche—, pero el sonido no me asustaba como otros. A menudo ni me despertaba, pero si ocurría me sentaba en la cama a mirar a mi madre, que también solía sentarse, los hermosos ojos brillando en la oscuridad como astillas de cristal verde. A ella la despertaba cualquier ruido, pero cuando mi padre llegaba a casa tambaleándose ella fingía dormir y se volvía lo menos atractiva posible, cosa que, sin que uno se diese cuenta —incluso si la estaba observando— conseguía con los músculos de la cara. Yo tengo la misma habilidad, aunque no en el mismo grado; pero preferí taparlo todo con esta barba, porque temía a mi padre —me temía a mí mismo— y lo único que necesité fue tener una voz como la de él y parecer mayor. Pero ser listo de nada sirve, y supongo que con todo el tiempo que llevo aquí hoy tendría barba, aunque cuando me detuvieron hubiese acabado de afeitarme.

Supongo también que me dejé la barba por mi madre, para que viese —si alguna vez la reencontraba, y en Roncesvalles tuve razones para pensar que había venido— que ahora soy un hombre. Ella no me lo dijo nunca, pero ahora sé que para el Pueblo Libre un niño sigue siendo niño hasta que le brota la barba. Cuando llega a tener suficiente para protegerse la garganta de los dientes de otros hombres, se ha vuelto hombre.

Qué tonto era yo. Cuando ella se fue, y durante muchos años, creí que se había ido porque se avergonzaba de mí, por haberme descubierto con esa niña; ahora sé que solo había estado esperando a que terminara el trabajo de la leche. En aquel momento me pregunté por qué me miraba sonriendo.

***

Pensando que se había ido a las colinas, allí me largué cuando tuve la oportunidad; pero ella no estaba. Tendría que haber estado, y yo, una vez allí, tendría que haberme quedado. Pero es terriblemente duro; la mitad de los niños mueren y ninguno llega a viejo. Así que cuando se acerca el invierno, nosotros —mi madre y yo— bajamos a la ciudad, juntos o separados. Ved, pues, dónde estoy, yo que me reía del pobre Cuarenta y siete.

***

Mucho más tarde. Una comida, té y sopa, la sopa en el magullado cuenco de lata que me dieron aquí. Sobre el suelo dejan los utensilios —vienen con la comida y después hay que devolverlos— y el té, negro y con azúcar, en el mismo cuenco una vez que lo vacío, con la fina grasa de la sopa flotando en la superficie. Al darme la sopa el guardia dijo:

—Hay té. Dame la taza.

Le dije que no tenía y se limitó a rezongar y seguir de largo, pero cuando volvió de alimentar a las celdas de más allá me preguntó si había terminado la sopa, y como le respondí que sí, me dijo que sacara de nuevo el cuenco y me dio el té.

¿Es el guardia quien por iniciativa propia me dio las velas y el papel? Si es el caso, quizá solo sea que le doy pena, y eso debe ser porque van a ejecutarme.

***

Desde la última vez que escribí, las campanas sonaron tres veces. ¿Vísperas? ¿Nonas? ¿El ángelus? No lo sé. He vuelto a dormir, y soñé. Era muy pequeño y mi madre —al menos creo que la muchacha era mi madre— me tenía en el regazo. Mi padre nos llevaba a remo por el río, como tantas veces mientras le gustó pescar; yo veía las cañas doblándose al viento por todas partes, y alrededor del bote flotaban flores amarillas, pero lo raro del sueño era que yo ya sabía lo que iba descubrir más tarde, y miraba a mi padre, que parecía un gigante de barba roja, y sabía que con lo que iba a pasarle en las manos no podría continuar su oficio. Él había abotonado a mi madre el vestido amarillo —sí, seguro que era ella, aunque jamás he entendido cómo alguien del Pueblo Libre pudo darle un hijo a mi padre—, y ella tenía la mirada feliz y alborotada de la mujer que ha sido vestida por un hombre: sonreía al hablar, y yo me reía; todos sonreíamos. Supongo que solo es un recuerdo vuelto en sueños, y que en esa época él debía parecer un hombre como tantos, posiblemente un poco más dado a hablar que lo común, que se alimentaba de pan, carne, café y vino; fue solo cuando ya no tuvo nada de eso, ni para él ni para nosotros, que descubrimos que vivía de palabras.

***

No, no he dormido. Me he pasado las horas tendido a oscuras, escuchando las campanas de la catedral, y lustrando el cuenco —también a oscuras— con mi pobre pantalón rotoso.

En un tiempo fue un buen pantalón. Lo compré la primavera pasada, ya que de Sainte Anne no había traído ropa de verano… ni ninguna otra, salvo la que llevaba puesta. Es que no resulta económico, y lo más sensato sería que todo el mundo viajara desnudo y se comprara cosas nuevas en Sainte Croix. El caso es que la ropa que se usa a bordo no cuenta como peso, y para viajar, todos (al menos en invierno, cuando viajé yo) se compran el traje de abrigo más grueso posible. También hay una pequeña franquicia para exceso de equipaje, pero yo la usé para los libros que he tenido conmigo en el fondo de más allá.

Pero este era un buen pantalón de verano, parte de un buen traje de verano, mezcla de lino con seda del continente meridional. Esa seda es un producto nativo, al contrario que el lino, que crece de una semilla traída de Tierra y en Sainte Anne no la tenemos. La produce la cría de una especie de ácaro, la cual (una vez roto el cascarón del huevo) espera en las hojas de hierba hasta que, sintiendo una corriente ascendente, devana un hilo fino, invisible y tenso como cuerda de faquir, que acaba por alzarlo en el aire. Los individuos que aterrizan en pastizales quedan a salvo y empiezan nuevas vidas, pero todos los años una buena cantidad es aventada al mar, donde los enredados hilos, como memorias flotantes del pasado, forman grandes alfombras de hasta cinco kilómetros de largo y cientos de hectáreas de superficie. Hay barcos que recogen estas alfombras y las llevan a factorías de la costa, donde se las fumiga, escarda e hila para uso industrial. Como los ácaros resisten enormemente el fumigado —me han dicho que pueden sobrevivir hasta cinco días sin oxígeno— y se alojan como parásitos en sistemas cardiovasculares de sangre caliente, los esclavos que hacen ese trabajo no viven mucho tiempo. Una vez en la universidad de aquí me mostraron películas de una zona de viviendas para esclavos, construidas sobre los restos de un cementerio de la época francesa; y las paredes encaladas eran de tierra y huesos comprimidos.

Si lustré el cuenco no fue por limpieza, sino en la esperanza de verme reflejado. He dicho que era de lata, pero en realidad creo que es de peltre, y aunque no hay nadie más inútil que yo con las herramientas, soy capaz de rascar algo con un trapo; de modo que eso he estado haciendo, hasta hace un momento, tendido en la oscuridad, temblando y escuchando las campanas. Claro que no podía ver cuánto brillo cobraba, si es que cobraba algún brillo, y tampoco quería desperdiciar la vela mirando; además tengo tiempo de sobra. En un momento el guardia trajo cebada hervida y me la comí deprisa, tanto porque esperaba que después hubiera té (no hubo) como porque quería volver a la tarea de lustrar el cuenco. Al final me cansé y tuve ganas de escribir otra vez, así que dejé el cuenco y raspé una cerilla para encender la vela. Entonces se me ocurrió que en cierto modo mi madre estaba en la celda, porque en la oscuridad le veía los ojos. Solté la cerilla y me quedé sentado, abrazándome las rodillas, llorando mientras sonaban todas las campanas, hasta que vino el guardia a patear la puerta y preguntar qué pasaba.

Cuando se fue encendí la vela. Los ojos, claro, eran el reflejo de los míos en el cuenco lustrado, que ahora brilla como plata opaca. No debería haber llorado, pero realmente pienso que en cierto sentido todavía soy un niño. Es terrible, y desde que escribí la última frase me pasé un largo rato pensándolo.

¿Cómo habría podido mi madre enseñarme a ser hombre? Ella no sabía nada, nada. A lo mejor mi padre nunca le permitió aprender. Me acuerdo de que no le parecía mal robar; pero creo que pocas veces tomaba algo a menos que él se lo dijera; alimento, de vez en cuando. Si había comido no necesitaba nada más, y si alguien quería irse con ella mi padre tenía que obligarla. Trató de enseñarme todo lo que necesitaría para vivir donde yo no vivía ni estoy viviendo ahora. ¿Cómo voy a saber lo que no aprendí de aquel lugar y de este? Ni siquiera sé qué es la madurez, salvo que yo no la tengo, y que en cambio la tienen los hombres entre quienes me encuentro (más bajos, muchos de ellos, que yo).

Por lo menos la mitad de mí es animal. El Pueblo Libre es maravilloso, maravilloso como los ciervos o los pájaros o como la tigresa tedio tal como yo la he visto, la cabeza en alto, trotando como una sombra lila tras el rastro de la presa; pero son animales. Me he estado mirando la cara en el cuenco, tirando la barba hacia atrás con las manos todo lo posible, mojándola en el cubo sanitario para poder ver mi estructura, y lo que veo es una máscara de animal, con hocico y llameantes ojos de animal. No puedo hablar; siempre he sabido que en realidad no hablo como los demás, que solo hago ciertos ruidos con la boca: ruidos lo bastante parecidos al habla humana como para trasponer los oídos de Chorro de Sangre; a veces ni siquiera sé qué he dicho; sé únicamente que he cavado mi agujero y que luego corrí cantando entre las colinas. Ahora no puedo hablar en absoluto; solo gruñir y tener arcadas.

***

Más tarde. Hace frío, y oigo las campanas aun cuando me tapo los oídos. Si aprieto la oreja contra la piedra oigo un rasguño de palas y un susurro de pies que se arrastran; y así sé dónde me encuentro. La celda está bajo el suelo mismo de la catedral, y puesto que en ese suelo entierran a los muertos, con las lápidas como pavimento de corredores y bancos, tengo encima las tumbas, y es posible que estén cavando la mía; allí, una vez yo esté muerto, dirán misas por mí, distinguido científico del mundo madre. Es un honor que a uno lo entierren en la catedral, pero yo desearía en cambio cierta cueva seca en uno de los acantilados que miran al río. Que enfrente de la cueva aniden las aves; yo yaceré de espaldas en mi propio nido hasta que el sol rosado sea siempre rojo, con oscuras cicatrices en la cara como la brasa de un cigarrillo apagándose.

***

12 de abril. Ha pasado algo muy perturbador, y uno de los elementos más perturbadores…

No importa. Describamos la jornada. Como se había planeado, la mayor parte del día marchamos a lo largo de la ribera, aunque estaba claro que era improbable que entre los bancos de arena de la orilla encontráramos alguna clase de cueva, y el chico insiste en que todavía estamos muy abajo en el curso. Mediada la tarde el tiempo empezó a descomponerse; es el primer mal tiempo que hemos tenido en el viaje. Sin interrumpir la marcha aceité las armas y les abroché las fundas; adelante se acumulaban negros nubarrones tronantes, y era obvio que la tormenta se movería hacia el sudeste; es decir, derecho hacia nosotros por el valle del Tempus.

A sugerencia del chico dejamos el río y anduvimos algo más de una milla alejándonos del cauce, pues le pareció que podía haber una inundación relámpago. Al llegar a lo alto de una loma, y como no me atraía la idea de trabajar después bajo la lluvia, paramos a montar la tienda. Apenas habíamos instalado todo cuando llegó el primer aullido de viento; luego un aguacero y granizo. Le dije al chico que podíamos cocinar cuando pasara la tormenta; me metí en el saco y sabe Dios cuánto tiempo estuve echado preguntándome si la tienda aguantaría. Nunca en mi vida he oído un viento aullar como ese; pero al fin se fue acallando, hasta que solo hubo un redoble de lluvia en la tela de la tienda, y me dormí.

Cuando me desperté había escampado; parecía todo muy en calma y el aire tenía ese olor fresco y lavado que sigue a la tormenta. Me levanté y descubrí que el chico no estaba.

Lo llamé una o dos veces, pero no hubo respuesta. Después de rastrear un poco por ahí se me ocurrió que la explicación más probable era que al ponerse a preparar la cena le había faltado un utensilio y había decidido retroceder unas pocas millas esperando encontrarlo. Por consiguiente tomé una linterna y (no me pregunten por qué, si no fue por la prisa) el rifle ligero, y salí a buscarlo. El sol estaba bajo, pero no se había puesto.

Diez minutos de paso trajinado me llevaron al río, y allí vi al chico, con el agua un poco por encima de la cintura, frotándose con arena. Lo llamé y él me devolvió el saludo, inocente en apariencia, pero con una confusión subyacente que percibí con claridad. Le pregunté por qué se había ido sin avisarme y simplemente dijo que se sentía sucio y necesitaba un baño, y que además, para cocinar le hacía falta más agua que la que había en las cantimploras, y que no había querido despertarme. Sonaba todo harto razonable, y aún no puedo demostrar que no fue exactamente eso lo que pasó, y de hecho todo cuanto pasó; pero en el fondo estoy seguro de que miente, y de que mientras yo dormía hubo alguien en el campamento, alguien aparte de nosotros dos; parece obvio que el chico ha estado con una mujer. Es visible en todo lo que dice y hace. Creo que de la carne ahumada faltan unas veinte libras, y si bien no me parece mal que se la haya dado a su amada —al fin y al cabo tenemos de sobra—, en realidad es mía y no suya. Me propongo llegar al fondo de este asunto.

En cualquier caso, después de haberlo interrogado cinco minutos sin obtener nada más satisfactorio que las respuestas esbozadas más arriba, emprendimos el regreso al campamento, el chico con una cacerola llena de agua. Ahora el sol se había puesto, aunque aún había algo de luz.

Íbamos ya a avistar la tienda cuando oí que una mula relinchaba: un ruido horrible, como de hombretón poderoso deshollado vivo y totalmente quebrado por el dolor. Corrí hacia el grito mientras el chico (muy sensatamente) iba a la tienda por el otro rifle. Por lo que pude discernir, la mula estaba en el extremo de un matorral, próximo a la base de la loma. En vez de bordear las matas —como sin duda habría debido hacer— las atravesé estrepitosamente, y me encontré cara a cara con el animal más espantoso que he visto nunca, una criatura mezcla de hiena, oso, mono y hombre, con mandíbulas cortas, poderoso de aspecto, y ojos humanos que me miraban fijo con, ni más ni menos, la expresión violenta, estúpida, asesina y rastrera de un vagabundo demente que provoca a alguien balanceando una botella rota. Tenía enormes hombros corcovados, patas delanteras gruesas como troncos de hombre y terminadas en dedos regordetes con garras como uñas de disfraz, y todo él apestaba a suciedad y carne podrida.

Disparé tres veces con el rifle ligero sin molestarme en apoyarlo en el hombro, y el bruto dio media vuelta y se largó por el matorral a grandes saltos de mono. Cuando el chico llegó corriendo con el rifle pesado, ya había desaparecido. Tengo la certeza de que le di, y más de una vez, pero no imagino cuánto daño le habrán hecho a semejante bestia las pequeñas balas de repetición; me temo que no mucho.

Mi Guía de campo de los animales de Sainte Anne no deja dudas sobre el merodeador: un oso demonio (es interesante que el chico lo conozca por el mismo nombre). La Guía de campo lo caracteriza como carroñero, pero un párrafo de la descripción indica que, si se le presenta la ocasión, de muy buen grado atacará animales vivos:

… así llamado por su hábito de expoliar toda sepultura reciente no protegida por casquete de metal. Es un cavador poderoso, y para alcanzar un cadáver desplazará piedras muy grandes. Enfrentado con audacia por lo general escapa, a menudo llevando el cadáver desenterrado bajo una pata delantera. Suele merodear las granjas donde haya habido una reciente matanza de animales, oportunidad en la cual probablemente atacará reses u ovejas.

Tuve que matar a la mula (una de las pardas), demasiado vapuleada para sobrevivir. Su carga la hemos distribuido entre las otras dos, que el chico y yo cuidaremos con el rifle pesado, alternando las guardias.

***

15 de abril. Estamos ya muy arriba en las colinas. Desde la última vez que escribí no ha habido más desastres, pero tampoco hallazgos. Además del oso demonio (que luego de que le disparé hemos visto dos veces), ahora nos sigue un tigre tedio. Lo oímos rugir, habitualmente un par de horas después de medianoche, y el chico lo identifica sin ninguna duda. Al día siguiente de haber matado a la mula, remonté dos horas nuestro rastro con la esperanza de pillar al oso demonio junto al cadáver. Llegué tarde: la mula muerta había sido despedazada, y salvo los cascos y los huesos mayores, consumida del todo, lo mismo que algo de carne de caribú que habíamos abandonado para aligerar la carga. En el lugar donde había estado el cadáver vi cientos de pisadas de diferentes especies. Ciertas huellas muy pequeñas podrían haber sido de niños humanos, pero no puedo saberlo. Ni un rastro más de la muchacha que (aún estoy seguro) visitó al chico, y él se niega a hablar de ella.

***

16 de abril. Hemos perdido al menos una seguidora, pero convirtiéndola en miembro de la expedición. El chico ha conseguido atraer la gata al campamento, y hasta cierto punto la ha domesticado sirviéndole restos de comida y pequeños peces, que atrapa diestramente con las manos. La gata todavía es demasiado huraña para dejar que me acerque, pero ojalá pudiera lidiar así de fácil con el tigre tedio.

Una entrevista con el chico:

Yo: Dices que cuando te quedabas con tu madre en el fondo de más allá, encontraste muchas veces anneses vivos, aparte de ti. ¿Crees que si los encontráramos ahora se nos mostrarían? ¿O saldrían corriendo?

V.R.T.: Tienen miedo.

Yo: ¿De nosotros?

V.R.T.: (calla).

Yo: ¿Es porque los colonos mataron a tantos?

V.R.T.: (muy rápido) El Pueblo Libre es buena gente… No roban a menos que otros tengan de sobra… Trabajan… Saben criar ganado… Encuentran caballos… Ahuyentan al zorro fuego…

Yo: Tú sabes que yo no le dispararía a nadie del Pueblo Libre, ¿no? Lo único que quiero es hacerles preguntas, estudiarlos. Has leído la Introducción a la antropología cultural de Miller. ¿No advertiste que los antropólogos nunca hacen daño a los pueblos que estudian?

V.R.T.: (me escudriña).

Yo: ¿Crees que el Pueblo Libre nos tiene miedo solo porque maté un animal para comer? Eso no significa que vaya a matar a uno de ellos.

V.R.T.: Usted deja la carne en el suelo; podría colgarla de los árboles para que los del Pueblo Libre y los hijos de la Sombra treparan a tomarla. En cambio la deja en el suelo, cuando nos están siguiendo el oso demonio y el tigre tedio.

Yo: Ah, ¿es eso lo que te inquieta? Si hay más carne y yo te doy cuerda, ¿quieres colgarla tú? ¿Para ellos?

V.R.T.: Sí. Doctor Marsch…

Yo: Sí, ¿qué pasa?

V.R.T.: ¿Usted cree que alguna vez podré hacerme antropólogo?

Yo: Hombre, sí, eres un joven inteligente; pero te hará falta estudiar mucho, y tendrías que ir a la universidad. ¿Cuántos años tienes?

V.R T.: Ahora dieciséis. Lo de la universidad lo sé.

Yo: Pareces mayor… Diría que al menos diecisiete. ¿Cuentas en años terrestres?

V.R.T.: No, en años de Sainte Anne. Aquí son más largos, y encima los del Pueblo Libre crecemos muy deprisa. Si quisiera podría parecer todavía mayor, pero no quería cambiar tanto desde que usted me conoció y alquiló el bote. Usted no cree de veras que yo podría ir a la universidad, ¿no?

Yo: Sí que creo. No dije que pudieras ir directamente; es posible que aún te falte trabajo preparatorio, así que antes tendrías que estudiar varios años y aprender al menos rudimentos de un idioma extranjero… Pero olvido que ya sabes algo de francés.

V.R.T.: Sí, ya sé francés. ¿Se tratará sobre todo de leer?

Yo: (asintiendo) Sobre todo de leer.

V.R.T.: Usted cree que soy inculto porque hablo raro, pero es lo que me enseñó mi padre, para sacarle dinero a la gente. Pero yo puedo hablar de la forma que quiera. No me cree, ¿no?

Yo: Ahora estás hablando muy bien.

V.RT.: Sí, he aprendido a hablar como usted. Y ahora escuche, ¿conoce al doctor Hagsmith? Le mostraré al doctor Hagsmith… (habla en una imitación excelente de la voz del doctor) «Es pura falsedad; todo falso, doctor Marsch. Aguarde, déjeme contarle una historia. Una vez, en los largos días de sueño en que Paso en el Rastro era chamán de los abos, hubo una muchacha llamada Tres Caras. Una muchacha abo, téngalo en cuenta, y usaba la arcilla de colores que los abos recogían junto al río para pintarse una cara en cada pecho. Una cara, señor, diciendo por siempre ¡No!, en el pecho izquierdo, y la otra, la del derecho, pintada con un ¡Sí! En el fondo de más allá la chica conoció un arriero que se enamoró mucho de ella, ¡y ella le dio el pecho derecho! Bueno, señor, yacieron toda la noche juntos en esa oscuridad de brea que uno encuentra en el fondo de más allá, y él le pidió que fuera a vivir con él y ella dijo que sí, y que aprendería a guisar y ordenar la casa y hacer todo lo que hacen las mujeres humanas. Pero cuando salió el sol él seguía durmiendo, y cuando se levantó, ella había ido a lavarse en el río. Eso en los cuentos significa olvido, ¿sabe usted?, y ella solo tenía una cara, la natural; y cuando él le recordó las cosas que había prometido en la oscuridad, ella se quedó mirándolo sin decir una palabra, y cuando él intentó tomarla escapó».

Yo: Interesante pieza folklórica, «doctor Hagsmith». ¿Así termina la historia?

V.R.T.: «No. Cuando el arriero se fue a vestir, después de que la muchacha se marchara, descubrió las imágenes de las dos caras pintadas en su propio cuerpo, la cara del ¡Sí! en el pecho izquierdo y la del ¡No! en el derecho. Se puso encima la camisa y cabalgó hasta Playa del Francés, donde había un hombre que hacía tatuajes, y le dijo que repasase los dibujos con la aguja. Cuenta la gente que cuando el arriero murió, el enterrador le desholló el pecho bajo la chaqueta, y que ahora conserva las dos caras de Tres Caras, enrolladas con cardamomo en un cajón de su escritorio en la morgue, y atadas con una cinta negra; pero a mí no me pregunte si es cierto: yo no las he visto».

***

21 de abril. La tensión de estar media noche en vela para proteger los animales se ha vuelto insoportable. Esta noche, ahora, mataré al menos a uno de los depredadores que nos vienen siguiendo desde hace diez días. Le he disparado a un pony brinco; no para matarlo, solo para quebrarle una pata. Ahora está atado en el claro que tengo debajo. Escribo esto sentado en la horqueta de un árbol, a unos treinta pies del suelo, con el rifle pesado y la compañía de esta libreta. Es una noche muy clara; Sainte Croix cuelga del cielo como una gran bombilla azul.

Unas dos horas después. Nada, salvo el vislumbre de un fennec. Lo que me fastidia es saber, estar absolutamente seguro —llámese telepatía o lo que se quiera— de que, mientras yo estoy aquí, el chico está con la mujer que ya lo visitó una vez. Se supone que está cuidando las mulas. La muchacha es annesa; lo sospeché antes y ahora estoy seguro: me contó esa historia para restregármela por las narices, y de todos modos en estas colinas dejadas de Dios no viviría nadie más. Bastaría con que la convenciese de que no le haré daño; la expedición sería un éxito y yo me haría famoso. Podría bajar y pillarlos juntos (sé que está con ella; casi los oigo), si no fuese porque huelo que el oso demonio está cerca. Se han de quedar amarrados, esos dos: cuando el chico se lavaba vi que no está circuncidado. Si estuvieran así cuando yo apareciera, creo que los mataría a los dos.

***

Más tarde. Hay un preso nuevo, creo que a cinco celdas de la mía. Ver que lo traían, pienso, me ha salvado de perder el juicio. No le agradezco eso; a fin de cuentas la cordura no es sino la razón aplicada a los asuntos humanos, y cuando la razón, aplicada durante años, se ha resuelto en desastre, destrucción, desesperanza, miseria, hambre y podredumbre, la mente hace bien en abandonarla. La decisión de abandonar la razón, ahora lo entiendo, no es el último acto razonable sino el primero; y esa demencia que nos enseñan a temer no consiste en nada más que responder natural e instintivamente antes que con esa cosa culturalmente adquirida y educada llamada razón; el demente dice disparates porque, como el pájaro o el gato, es demasiado sensato para decir sensateces.

El nuevo preso es un hombre gordo y maduro, muy probablemente uno de esos hombres de negocios que trabajan para otros. A mí se me había consumido la vela, y estaba con la cabeza en las rodillas, cuando oí que por el atisbadero —aquí abajo no tenemos las mirillas de vidrio blindado que había en todas las puertas de arriba, sino rejillas de alambre— me llegaban tenues ruidos. Pensé que era el guardia con comida, y me arrodillé junto la puerta para verlo venir. Esta vez había dos: el de siempre con su linterna y otro desconocido de uniforme que quizá fuera soldado, andando a lo cangrejo por el pasillo angosto y llevando entre los dos a nuestro hombre grueso, asustado, y tan pálido que me reí (lo cual me dio más miedo); como el atisbadero es muy pequeño, solo puedo acercar los ojos o los labios, no todo junto; pero los acerqué alternativamente, algo por encima de la cintura de él mientras pasaba frente a mi puerta, y le grité: «¿Qué has hecho? ¿Qué has hecho?»; y él sollozó «¡Nada, nada!», lo que hizo que me riera más, no solo de él sino de mí mismo porque podía hablar de nuevo, y sobre todo porque sabía que ese hombre no tenía nada que ver conmigo, no era parte de mí de ninguna manera, ni de Sainte Anne, ni de la universidad, la pensión, el Cave Canem ni la sucia tienda donde compré el objeto de bronce, sino un simple hombre gordo y asustado que no significaba nada, y ahora sería vecino mío pero nada más.

***

Me han interrogado de nuevo. No lo de costumbre. En el aire había algo distinto y no sé qué. Él empezó con la intimidación habitual, luego se puso amistoso, me ofreció un cigarrillo —algo que no había hecho en varias semanas— y llegó al punto de recitarme un poemita satírico ridiculizando los títulos académicos, lo que en él ha de entenderse como una fiesta. Yo decidí aprovechar esa jovialidad y pedí otro cigarrillo; para mi asombro lo obtuve, y después de eso, en lugar de más preguntas, una larga conferencia sobre las maravillas del gobierno de Sainte Croix, como si yo hubiera solicitado la ciudadanía. Luego una conferencia breve señalando que no me habían torturado ni drogado, afirmaciones ambas totalmente ciertas. Lo atribuyó a la nobleza y humanidad connaturales a todos los prognáticos y corcovados croix-codrilos, pero yo opino que se debió a una especie de arrogancia, la sensación de que no precisan de esas cosas para quebrarme, a mí o a quien fuera.

A este respecto dijo algo que me interesó: que cierto médico que conocían y cooperaba con ellos cuando lo necesitaban habría podido obtener en pocos minutos todo lo que querían de mí. Al parecer, esperaba que a ese comentario yo reaccionase de alguna forma. Quizá significase que mi caso ya no les interesaba —pero no es probable, ya que a lo largo de la entrevista se habían sembrado ciertas preguntas indirectas— o bien que ya han obtenido la información de otra fuente, pero también esto es improbable, pues no hay nada que obtener. La mejor interpretación, me parece, es que ya no tienen el médico a mano, y como pensé, o al menos sospeché (no sé si en un relámpago de perspicacia o por algo dicho antes, ahora no estoy seguro) que yo sabía quién era él. Lamenté que no me hubiesen interrogado bajo el efecto de las drogas, mientras habían podido, porque así se habría probado mi inocencia; sin embargo también estaba seguro de que pronto encontrarían a algún otro tan bueno como él.

—No. Este era único… Un artista. Seguro que podríamos encontrar otro; pero para que fuera la mitad de hábil tendríamos que ir a buscarlo a la capital.

—Conozco a alguien que tal vez pueda ayudarlos —le dije—. El hombre que maneja un lugar llamado Maison du Chien. En verdad no parece muy remilgado con lo que hace, si le pagan bien, y tiene una gran reputación.

La mirada que me echó fue suficiente respuesta. El rufián estaba muerto.

Podría haberle dicho —aunque no me habría creído— que si en su lugar empleaba al hijo estaría tratando con el mismo hombre; pero sin duda a estas alturas el joven ya ha sido encarcelado, y quizá incluso esté en otro lugar de este mismo edificio. La tía —biológicamente su hermana, pero para evitar confusiones usaré la misma designación que la familia— ya ha de estar tratando de sacarlo de aquí.

Acaso (es la primera vez que se me ocurre) ella está intentando también conseguir que me liberen; era una mujer muy inteligente, de mente fascinante, y llegamos a tener largas conversaciones, a menudo con una o más de las «chicas», como decía ella, haciendo de público. ¿Dónde está ahora, tante Jeannine? ¿Sabe siquiera que me tienen aquí?

Aunque fingiese que no, ella creía que los anneses habían devorado y reemplazado al Homo sapiens: la hipótesis de Veil, y Veil es ella; durante años se la ha utilizado para desacreditar otras teorías heterodoxas sobre la población original de Sainte Anne. Pero entonces, tante Jeannine, ¿quiénes son el Pueblo Libre? ¿Conservadores que se niegan a abandonar las viejas costumbres? La cuestión no es, como creía yo en un tiempo, cuánto influyen en la realidad los pensamientos de los hijos de la Sombra; sino cuánto influyen los nuestros. He leído la entrevista con la señora Blount —en las colinas la leí cien veces— y sé quiénes creo que son el Pueblo Libre: lo llamo Postpostulado de Liev. Liev soy yo, y me he ido.

***

El preso nuevo ha estado hablando. Preguntó si en las otras celdas había más presos y cómo se llamaban y cuándo nos darían de comer y si era posible conseguir alguna manta y un centenar de cosas más. Por supuesto, no le contestó nadie; castigan a quienes sorprenden hablando. Al cabo de un rato, cuando entendí que el guardia se había ido, lo llamé. Estuvo mucho tiempo callado, y luego, en una voz que le parecía muy baja y secreta, me preguntó:

—¿Quién es el loco que se reía de mí cuando me trajeron?

Pero entonces el guardia ya había vuelto, y cuando lo sacaron de la celda para azotarlo, aquel hombre alto y gordo chilló como una liebre rosa que ha caído en una trampa. Pobre mal nacido.

***

¡Increíble! ¡No podríais adivinar dónde estoy! Adelante, tienes todas las oportunidades que quieras. Es una locura, claro, pero como he enloquecido, ¿por qué no seguir? Estoy de vuelta en la otra 143, mi vieja celda subterránea, con colchón y manta y luz entrando por la ventana… Por más que no tenga cristal y por la noche también entre el frío, parece un palacio.

Alrededor de una hora después de que llegué, Cuarenta y siete se puso a golpear el caño; había oído no sé qué chismes sobre mi regreso y me envió saludos. Dice que durante mi ausencia la celda estuvo vacía. He perdido el hueso que yo usaba antes, pero contesté lo mejor posible con los nudillos. El preso de al lado también estaba enterado, y se puso a golpear y arañar como en la otra ocasión la pared que nos separa; pero todavía no ha aprendido el código o usa otro que no sé descifrar. Los ruidos son tan variados que a veces pienso que intenta hablarme con ellos.

***

Día siguiente. ¿Quiere decir que me dejarán en libertad? La mejor comida desde la noche que me arrestaron: sopa de alubias, espesa, con verdaderos trozos de cerdo. Té con limón y azúcar. Me lo dieron en un jarrito de latón, y con el pan de esta mañana hubo leche. Luego me sacaron de la celda para que me bañara en la ducha con otros cinco, y me echaron insecticida en el pelo, la barba y la entrepierna. Tengo una manta diferente, bastante nueva y casi limpia, mejor que la de antes. Me he cubierto los hombros para escribir. No porque tenga frío: simplemente para sentirla.

***

Otro interrogatorio, este no de Constant sino de un hombre que no he visto nunca y se presentó como el señor Jabez. Bastante joven, ropa civil de calidad. Me dio un cigarrillo y me dijo que hablando conmigo corría el riesgo de enfermar de tifus; pienso que me había visto antes de que me dejaran bañarme. Cuando le pedí otra manta y más papel me mostró que el expediente incluía algunas de las páginas que escribí antes, y se quejó de lo arduo que sería transcribirlas. Como yo sabía que no contenían nada dañino, le sugerí que se las mandara a alguien de rango superior (como dio a entender que acaso hiciera) y las fotocopiara; pero creo que no puedo permitir que se lleven lo que tengo ahora. Dejo libre mi imaginación cuando se trata de la vida en Tierra con mi familia —a decir verdad, estuve pensando en hacer una novela: muchísimos libros se escribieron en la cárcel—, y solo serviría para enturbiar mi caso. En la primera ocasión destruiré las hojas.

***

Medianoche o más. Por suerte me dejan quedarme con las velas y las cerillas; de lo contrario no podría escribir. Me había acostado cuando entró un guardia, me agarró por el hombro y me dijo que me «requerían». Lo primero que pensé fue que iba a morir; pero por la sonrisa de él me pareció improbable, y entonces se me ocurrió que sería alguna humillación irritante pero a medias graciosa, como afeitarme la cabeza.

Me llevó a una sala justo al borde de la zona de celdas y me hizo entrar, y esperándome allí estaba Celestine Etienne, la muchacha de la pensión de Mme. Duclose. Tenía que ser pleno verano, porque se había arreglado como para una misa estival de domingo: vestido rosa sin mangas, guantes blancos y sombrero. Sé que yo la consideraba alta como una cigüeña, pero la verdad es que se la veía muy bonita, con esos ojos azul-violeta grandes y asustados. Cuando entré, se levantó y dijo:

—¡Ay, doctor, qué delgado está!

Había una silla, una luz que no se podía apagar, un espejo de pared (destinado, estoy seguro, a observarnos desde la habitación vecina) y una vieja cama destartalada con sábanas limpias sobre un colchón que quizá más valiera no ver.

Y, sorprendentemente, un cerrojo del lado interior de la puerta. Hablamos un rato, y ella me dijo que un día después de mi detención había ido a verla un hombre del Tesoro Municipal y le había dicho que el jueves de la semana siguiente —el día que le tocaba verme— a las ocho en punto de la noche debía presentarse en la Secretaría de Permisos. Ella había ido, y allí la habían hecho esperar hasta las once, hora en que un oficial le dijo que no podía verla en ese momento, pues ya iban a cerrar la oficina, pero que volviera en dos semanas. Ella sabía muy bien, dijo, qué estaban haciendo, pero le había dado miedo no volver cada dos semanas como le indicaban. Esta noche, en cuanto se hubo sentado en la sala de espera, el mismo oficial que siempre la había despedido a las once apareció para sugerirle que mejor viniese a verme, añadiendo que en el futuro previsible la Secretaría de Permisos no volvería a requerir su presencia. Ella pasó por la casa de Mme. Duclose para ponerse perfume y cambiarse el vestido, y luego vino.

***

Y basta ya. Escribir todo esto, ver a mi pluma dejar semanas de negro rastro de araña, ha sido un placer, pero la imagen de mis primeros escritos en la carpeta del nuevo interrogador me resultó algo perturbadora. Estoy bastante seguro de que en el pasillo el guardia está dormido, y pienso quemarlo todo, página a página, en la llama de la vela.

La transcripción terminaba a mitad de una página con una nota que daba lugar, hora y fecha de la confiscación de los originales.

«Habrá que perdonar la letra de esta entrada, y supongo que de algunas de las subsiguientes. Ha ocurrido un incidente absurdo, que explicaré cuando llegue el momento. He matado al tigre tedio y al oso demonio, este sobre el cadáver del tigre tedio la noche siguiente. El tigre me saltó encima cuando bajaba del árbol donde lo había esperado toda la noche. Me figuro que podría haber salido hecho pedazos, pero solo tengo unos rasguños que me hice con unos espinos cuando el animal me derribó».

El oficial dejó el diario encuadernado en tela y revolvió las cosas buscando el maltratado cuaderno de redacción escolar con la nota sobre el alcaudón. Cuando lo hubo encontrado echó un vistazo a las primeras páginas, asintió en silencio y retomó el diario.

23 de abril. Después de matar al tigre tedio como he descrito arriba, volví al campamento y no encontré a nadie con el chico salvo la gata que nos venía siguiendo. El chico estaba sentado —como solía hacer cuando no cocinaba— de espaldas al fuego con la gata en las rodillas. A mí lo del tigre tedio me tenía muy excitado, claro, y me puse a hablar y fui y agarré al gato para mostrarle dónde habían dado las balas. El gato torció la cabeza y me clavó los dientes en la mano. Ayer, cuando maté al oso demonio, no me dolía, pero hoy está muy inflamada. La he vendado y le he puesto antibiótico en polvo.

***

24 de abril. Como se ve por la escritura, la mano sigue mal. No sé qué haría sin el chico. Se ha encargado de todo, de la mayor parte del trabajo, para el viaje entero. Hoy discutimos si levantábamos campamento y seguíamos río arriba, y al fin decidimos quedarnos por hoy y partir mañana, a menos que mi mano empeore. Es un buen lugar. Hay un árbol, que siempre da suerte, y una larga cuesta de hierba que baja hacia el río; aquí el río corre rápido, con agua dulce y fría. Hay carne en cantidad; estamos comiendo un pony brinco y a dos kilómetros hemos colgado de otro árbol una pata para los que tengan hambre. Más adelante el río se hunde en una garganta; eso se ve desde aquí.

***

25 de abril. Hoy levantamos campamento; como de costumbre casi todo el trabajo lo hizo el chico. Ha estado leyendo mis libros y me hace preguntas, algunas de las cuales no puedo responder con certeza.

***

26 de abril. Ha muerto el chico. Lo he enterrado donde no lo encuentren nunca porque descubrí, mirando el rostro muerto, que no me agradan los extraños que hurgan en las tumbas.

Sucedió así. Hoy a eso del mediodía llevábamos las mulas por un sendero que seguía la ribera sur. Allí la garganta tiene doscientos metros de altura y es angosta, y el agua corre por un canal profundo bordeado de arena roja y piedras rotas. Le recordé que según él había dicho todavía estábamos demasiado abajo para encontrar la cueva sagrada del Pueblo Libre, pero como respondió que quizá hubiera otras cuevas parecidas continuamos trepando por las rocas. Lo vi caer. Trató de agarrarse a una roca, luego lanzó un grito y se despeñó. Yo maneé las mulas y volví atrás, esperando que en el agua más tranquila hubiera podido salir a nado. Un largo trecho corriente abajo, aferrado a la roca, con el agua a sus pies, se alzaba un gran árbol que había extendido una raíz para atrapar a mi amigo.

Ahora permitidme confesar que mentí. Las fechas de esta página y de la anterior no son correctas. Hoy es primero de junio. Por mucho tiempo no escribí nada en esta libreta, hasta que esta noche pensé llevarla de nuevo y volcar en ella lo que había ocurrido. Como veis, todavía tengo mal la mano. No creo que se arregle nunca, aunque parece sana y no hay cicatriz. Me cuesta sostener las cosas.

Escondí el cadáver del chico en la cueva de un acantilado que cae a pique hasta el río. Creo que a él le habría gustado, y allí no llegarán los osos demonio; son capaces de mover grandes piedras, pero no de trepar como el hombre. Tardé tres días en encontrar la cueva, con el chico atado a una mula. Maté a la gata y la dejé a sus pies.

Descubro que no estoy acostumbrado a escribir así; no es solo la mano, sino volcar los pensamientos. Transcribí las entrevistas, desde luego, y conté que había visto los lugares sagrados, pero no lo que pensaba; y ahora no hay nadie con quien hablar. De todos modos nadie leerá esto.

Avanzamos —las mulas y yo— mucho más despacio que cuando el chico vivía. Solo marchamos tres o cuatro horas por la mañana, y en estas colinas siempre hay algo que invita a detenerse, un paraje hermoso con árboles umbríos y helechos, un lugar donde buscar la cueva o una poza profunda con peces. Desde que el chico murió no he matado ningún animal grande, solo peces comestibles y pequeñas criaturas que he apresado con lazos de crin, sacada de las colas de las mulas. Varias veces me han robado la trampa, pero no tengo hambre; creo que conozco a quien me roba.

Aquí hay muchas cosas que comer además de peces y animales, aunque es demasiado temprano para frutos o cualquier otra cosa parecida excepto bayas. Creo que las Gentes de los Pantanos, mejor dicho los anneses de las marismas, comían las raíces de las cañas de sal; las he probado (primero hay que quitar la corteza interior negra, que es amarga, y que molida entre dos piedras mata a los peces) y saben bien, aunque creo que no son muy alimenticias; más vale comerlas junto a Océano para poder mojar lo blanco en agua salada.

Allí, en las marismas, si uno quiere comer raíces solo tiene que arrancarlas; pero además de pescado y mejillones, o caracoles en primavera, hay poco que comer, a menos que uno cace un pájaro. Aquí es muy diferente y hay mucha comida, pero toda difícil de encontrar. Son buenos los brotes de ciertas plantas, y los gusanos que se encuentran en la madera podrida. Hay un hongo que solo crece donde no llega la luz y es muy sabroso.

Como dije, no he matado ningún animal grande, aunque una vez estuve muy tentado. Pero el rifle hace tanto ruido —y la escopeta más todavía— que estoy seguro que ahuyentaría a los que busco.

***

3de junio. (Es la fecha real) Más alto en las colinas, las dos mulas y yo. Más piedras y menos hierba. Aquí los ciervos no parecen ganado.

***

4 de junio. Hoy no hay fuego. Desde que él murió, hace más de un mes, he hecho fogatas todas las noches. Hoy, cuando empezaba a juntar varillas como siempre, me pregunté por qué. El chico muerto lo hacía porque había que cocer la carne y hacer el té; el té me gusta, pero se ha acabado, y ya he comido, y no tenía nada que tuviera que cocerse. Pronto, sin embargo, se pondrá el sol; y luego no podré escribir hasta que la esfera hermana esté sobre las colinas. A veces me pregunto quién leerá esto y creo que nadie, y decido incluir mis pensamientos más íntimos. Después recuerdo que, se supone, estoy llevando un diario científico; y aunque nadie lo lea será una buena práctica.

Pero ¿qué hay para contar? He dejado de afeitarme. Me siento con la libreta en las rodillas e intento pensar en la vida del Pueblo Libre antes de que llegaran los hombres de Tierra. Estas colinas son duras y áridas, nadie viviría aquí si hubiera mejores tierras. Tal vez las montañas —las Temporales, como las llaman— sean mejores, pero en este momento no tengo modo de saberlo; sin duda son mejores las colinas bajas por las cuales hemos venido, e incluso las marismas. ¿Por qué entonces el Pueblo Libre vivía en las montañas, como era seguramente el caso si confiamos en las viejas historias? ¿Venían aquí alguna vez?

¿Vienen ahora? Yo creo que sí, pero ese es otro tema.

Si venían, no era muy a menudo, porque las historias siempre hablan de las gentes de las montañas (el Pueblo Libre) y las de las tierras húmedas, el Pueblo de los prados lacustres. Es cierto que cuando las historias los hacen hablar, los de las tierras húmedas llaman al Pueblo Libre «de las colinas», pero solo ellos los llaman así, y al contrario que las marismas, estas colinas están desiertas; aquí no hay muertos, o hay pocos.

¿Y los hombres del pantano? ¿Por qué no venían?

Empecemos por ellos; de ellos sabemos más. Sabemos que eran ávidos de carne, pues las historias cuentan que aullaban pidiendo la carne del sacrificio, aun los que no creían. Viviendo en los prados lacustres tenían que comer raíces de juncos de sal, como he dicho, y peces y aves acuáticas. Seguramente a veces, cuando querían carne, iban a cazar a las colinas bajas próximas a los pantanos; pero un pueblo de pescadores y tramperos no puede haber cazado bien. Entonces venían (¿cuántos? ¿diez? ¿veinte, treinta?) a estas colinas a buscar víctimas para el río. Los veo andando, uno tras otro: hombres robustos, de piernas pesadas y pies planos, de piel blanca. Diez, doce, trece, catorce, quince. Los del Pueblo Libre cazan mejor, sin duda luchan mejor, largos de piernas y estrechos de pies, pero nunca hay tantos juntos porque se morirían de hambre: la caza no alcanza. Posiblemente andan en grupos de no más de diez, contando a mujeres y niños. ¿A cuántos se habrán llevado por estas colinas desiertas, rocosas, hasta la Clepsidra y el Observatorio y el Río? ¿A cuántos? ¿Cuánto duró la prehistoria en Madre Tierra? ¿Un millón de años? Algunos dirían que diez millones. (Huesos de mis padres)

Más tarde. Ahora la esfera hermana es reina del cielo nocturno, y su luz azul cubre esta página salvo donde cae la sombra de mi mano que escribe. Mitad sombra y mitad luz es ahora, y en la región intermedia veo la Mano extenderse por el mar, y lo que parece ser Port-Mimizon, chispa tenue, donde el pulgar se une a la palma; he oído decir que es la peor ciudad de ambos mundos.

Más tarde. Por un momento pensé que veía a mi gata volar en la oscuridad como una sombra, y aunque le partí el cuello, me pregunté si estaba de veras muerta. El día antes de que encontrara la cueva para sepultar al chico, ella me trajo un animalito y me lo dejó a los pies. Le dije que era una buena gata y podía comérselo, pero solo respondió: «Mi amo, el marqués de Carabas, le envía saludos». Y desapareció otra vez. El animalito tenía un hocico puntiagudo y orejas redondas, pero los dientes eran regulares y mordían como los de un ser humano, y en su tormento sonreía.

Más tarde. A la luz de la esfera hermana he buscado utensilios entre las rocas, eolitos. No encontré ninguno.

***

6 de junio. Hoy nos hemos comportado como exploradores; todo el día en marcha. A nuestra derecha el río brama entre paredes de piedra; al frente las montañas alzan un muro azul. Entraré en ellas siguiendo el río. Sé que se interna en el corazón de las montañas.

***

7 de junio. Hoy, delante de nosotros, un pedrusco cayó a los tumbos. Desplazado por algún animal, me pareció, pero no conseguí verlo. No he estado cazando con munición; ya casi no me roban las trampas, y cuando sucede hay a menudo huellas del zorro fuego. Qué extraño tengo que parecerles, con las mulas. No llevo ropa salvo los zapatos, que necesito para las piedras; pero han de ser las mulas las que los asustan.

Mucho más tarde. No sé qué hora es. Muy pasada la medianoche, creo; al oeste la esfera hermana ha bajado la mitad del cielo, pero su brillo aumenta y yo veo más lejos, valle abajo, y los grandes acantilados relucen bajo la luz azul.

No diré «Más tarde» porque solo he dejado esta libreta unos segundos para juntar matas y pasto seco y hacer un fuego. Es la primera fogata que hago en varios días, pero como no estoy en el saco tengo frío, y no quiero volverme a dormir. Soñé que gentes desnudas se aglomeraban a mi alrededor mientras dormía. Niños, torcidos hijos de la Sombra que no son niños ni hombres, y una muchacha alta de largo pelo lacio que casi me cuelga sobre la cara cuando ella se inclina hacia mí.

Era la última entrada de la libreta con tapas de tela. El oficial la cerró, la arrojó a un lado y por un momento repicó con los dedos sobre la rígida cubierta. Mientras leía, había llegado el alba; apagó la débil llama de la lámpara, echó la silla atrás y se desperezó. El aire de la mañana ya daba aquella sensación de humedad y calor. Fuera, por lo que veía por la puerta abierta, el esclavo había dejado su puesto bajo el eucalipto y seguramente dormía en algún rincón. Por un momento el oficial pensó en ir a buscarlo y despertarlo a puntapiés; luego volvió al escritorio y leyó por segunda vez la carta que encabezaba el expediente. Estaba fechada casi un año antes.

Señor:

Los materiales que le envío se refieren al prisionero #143, actualmente detenido en este establecimiento y que alega ser ciudadano de Tierra. El preso, cuyo pasaporte (que puede haber sido alterado) lo identifica como John V. Marsch, doctor en Filosofía, llegó aquí el 2 de abril del año pasado y fue detenido el 5 de junio del año actual en vinculación con el asesinato de un Corresponsal Espión SGPB Clase AA de esta ciudad. Entretanto el hijo del referido ha sido condenado, pero, como advertirá por el material que adjunto, hay considerables pruebas de que #143 podría ser agente de la junta que actualmente detenta el poder en la esfera hermana; de hecho, esto es lo que yo opino.

Llamo su atención sobre la circunstancia de que en este momento la ejecución del agente de Sainte Anne tendría un excelente efecto en la opinión pública local. Por otro lado, si estamos dispuestos a aceptar la afirmación del preso de que en verdad procede del mundo madre, liberarlo podría tener un efecto igualmente favorable, al menos hasta que ulteriormente se incrimine a sí mismo. Nuestra gente, en particular la clase intelectual, le dispensó una calurosa bienvenida cuando llegó como científico terráqueo…

—Maitre…

El oficial alzó la cabeza. Bostezando, Cassilla estaba a su lado con una bandeja y el esclavo detrás.

—Café, Maitre —dijo.

En la clara luz diurna él le vio las finas arrugas alrededor de los ojos; la muchacha envejecía. Una lástima. Tomó la taza que le estaba ofreciendo, y mientras ella vertía el café, le preguntó cuántos años tenía.

—Veintiuno, Maitre.

La cafetera era una de esas de plata con divisas, lo cual significaba que en la cocina el esclavo había insistido en utilizarla; si no le habrían dado una común de las mesas de suboficiales.

—Tendrías que cuidarte más.

El café estaba caliente, y apenas aromatizado con vainilla. Agregó una cucharada de nata espesa.

—Sí, Maitre. ¿Algo más?

—Puedes irte. Tú —le hizo una seña al esclavo—, ¿cuál es el próximo barco para Port-Mimizon?

—El Lucero de la Tarde, Maitre. Hoy, con la marea alta. Pero antes de llegar a la Mano tocará Bocafría, y a lo mejor comercia un poco con los isleños. El Desmond de la Ciénaga no zarpa hasta la semana que viene, pero debería estar en Port-Mimizon alrededor de un mes antes.

El oficial asintió, sorbió el café y regresó a la carta.

Aunque una cantidad de ítems de los documentos privados del preso dan la impresión de ser significativos, hasta el momento él no ha admitido nada. Seguimos la política habitual de tratamiento alternativamente indulgente y severo con el propósito de producir un colapso. Poco después de que lo alojáramos en la benigna celda, el preso #47, de la planta superior, empezó a comunicarse con el otro preso mediante golpes codificados en un caño que pasa por ambas celdas. En cuanto el preso respondió, persuadimos a #47 (que es político, y blando como todos nuestros políticos autóctonos) de que llevara un registro de los intercambios. Lo ha hecho (archivo #181) y los exámenes han demostrado que es fiel, pero la materia temática no parece importante. Al parecer el preso de la celda adyacente, una mujer analfabeta dada al robo menor, también intenta comunicarse con el preso mediante golpes, pero la pauta es ininteligible y él no contesta.

Dado que la universidad ejerce cierta presión para que #143 sea liberado, apreciaríamos una decisión pronta sobre el caso.

El oficial abrió la cartera y dejó caer la carta, seguida de fajos de hojas sueltas con escritura oficial, los rollos de cinta, el diario encuadernado en tela y el cuaderno de redacción escolar. Luego, sacando de un cajón del escritorio unas hojas de papel sellado y una pluma, se puso a escribir.

Director del SGPB

Ciudadela,

Port-Mimizon

Departament de la Maine

Señor:

Hemos examinado largamente el caso adjunto. Aunque el preso carece de importancia, las dos opciones propuestas nos parecen totalmente insostenibles. De ser el preso públicamente ejecutado, muchos considerarían que en efecto era ciudadano del mundo madre, como afirmaba, y que se lo habría quemado como chivo emisario. Por otra parte, si fuera puesto en libertad y luego vuelto a detener, la credibilidad del gobierno estaría gravemente dañada.

El estado de la opinión pública en Port-Mimizon no nos concierne, pero, ya que es la única importancia que tiene el caso, le ordenamos continuar esforzándose por asegurar una cooperación total; de paso le advertiríamos que no ponga una confianza prematura en el incipiente afecto por la muchacha CE. En tanto no se consiga esa cooperación total le ordenamos que mantenga al preso detenido.

Tras haber firmado al pie, el oficial dejó caer también este papel en la cartera, y llamando al esclavo, lo instruyó para que la atara como antes. Cuando hubo acabado, el oficial dijo:

—Embarcarás esto en el Lucero de la Tarde. Para Port-Mimizon.

—Sí, Maitre.

—¿Hoy servirás al comandante?

—Sí, Maitre. Desde las doce. Durante la comida para el general, ¿sabe, Maitre?

—Quizá tengas alguna ocasión, una digna ocasión, de hablar con él. Muy probablemente cuando te pida que me transmitas su agradecimiento por haberle prestado tus servicios.

—Sí, Maitre.

—En ese momento podrías ingeniártelas para informarle de que me pasé toda la noche en vela con este caso, y que lo despaché esta mañana por el primer barco con destino a Port-Mimizon. ¿Entiendes?

—Sí, Maitre. Entiendo, Maitre.

Por un instante el esclavo se permitió deponer el aire habitual de deferencia y sonrió; y el oficial, viendo esa sonrisa, comprendió que si le era posible cumpliría las instrucciones, que cierto secreto amor suyo por la intriga y la duplicidad se deleitaba con todo aquello. Y el esclavo, viendo la expresión del oficial, supo que nunca tendría que volver a los telares y los talleres de cardado, habiendo comprendido que el oficial sabía que él haría todo lo posible por el mero placer de hacerlo.

Cargó la cartera al hombro para llevarla al muelle y al barco Lucero de la Tarde, y se separaron muy contentos los dos.

Cuando el esclavo se marchó, el oficial encontró una cinta más que había rodado hasta quedar detrás de la lámpara; fue hasta la ventana y la dejó caer en uno de los descuidados parterres, entre las prominentes trompetas de los ángeles.