Yo nunca me embarqué para un viaje largo, de esos que nos gradúan de lobos de mar con galón honorífico, si no fue aquella vez, en el verano del sesenta y ocho, en que viajé desde Vigo a Nueva York con escalas en Lisboa, Norfolk y Baltimore.
Fue un viaje entretenido y rico en experiencias. No había demasiada gente a bordo: turistas de los que sacan pasaje de ida y vuelta para pasar tres días en Nueva York y algún que otro extranjero despistado y fortuito; por fortuna, había también media docena de chicas guapas de distintas nacionalidades. No se portó el conjunto de modo que pueda honradamente tachársele de molesto, sino sólo de escasamente atractivo. No tardé mucho tiempo en saber que al capitán, en los medios marineros, se le consideraba como un verdadero mito, próximo, en cierto modo, a un Neptuno con gorra de visera. Era un hombre de edad avanzada, aunque erguido y fortachón. Nadie, al parecer, en toda la profesión del mar, conocía como él los vericuetos ocultos del Atlántico, esos que sólo son transitados por el viento; como que, durante dos grandes guerras, había burlado la vigilancia de submarinos y había traído, desde América hasta Europa, contrabando de armas, colaborador así de dos victorias, sin haber sido torpedeado. Al lado de esas hazañas profesionales, también se le atribuía la de afortunado conquistador de pasajeras, donjuán proyecto de las entrecubiertas, en cuyos recuerdos el de cada viaje iba unido al de alguna mujer, vista y no vista, aunque sí amada. Los oficiales jóvenes le envidiaban, y él los aleccionaba en el deporte de la seducción, apto para entretener prolongadas singladuras; como que les llegaba a decir: «Oiga usted, don Alfredo, necesito que alguien me venga con el cuento de que esa señorita de cabello rojizo con la que usted acostumbra a bailar ha pasado una noche al menos en su camarote». Así era de franco, de comprensivo, aquel admirable navegante. Era también amable: a mí me dio carta blanca para recorrer el barco, fisgar y preguntar. Pero lo que a mí me interesaba no era tanto ampliar mi vocabulario de a bordo como sentir la mar donde sólo ella y el cielo sirven de referencia; la mar al levante y al poniente, a las albas y a las anochecidas; mirando al barco hendirla, o viendo cómo se abre la estela hasta abarcar el horizonte. Hubo de todo en aquella travesía: temporal de través y dos o tres tormentas de estrepitoso aparato, cuyos rayos hacían retemblar el barco y sonaban como latigazos gigantescos, dados por una mano que se escondía en las tinieblas. También nos llovió, además, un par de veces.
De mí pronto se supo que no sólo tenía vedada cualquier clase de aventura, acompañado como iba de mi mujer y seis hijos, sino que no pasaba de profesor más o menos modesto de una universidad americana. Acerca de esta situación profesional me vi interrogado, cierta mañana de bonanza y cielo gris, por uno de los viajeros, un sujeto rubio y escueto, más bien delgado, de piel de las llamadas blancas, o sea fuertemente encendida, y lengua no precisamente expedita, porque hablaba un español vacilante y estropajoso, que cuando no recaía en el anglicismo era porque antes había caído en el galicismo, y ni de una manera ni de la otra acertaba a expresar correctamente su pensamiento. Se empeñaba en hablar español, pero, ante sus dificultades, acordamos que lo haría en inglés, que yo no hablaba tampoco de manera ejemplar, pero que, al menos, entendía. Todo lo que saqué en limpio de la primera entrevista fue su adscripción, con gran categoría profesional, al grupo de profesores del M. I. T., y que la disciplina que enseñaba, así como el campo en que investigaba, era la Historia. Había pasado en España cierto tiempo veraniego, con la intención de averiguar los trámites, si no el quid, de nuestra guerra civil, y a este propósito, en dos o tres mañanas sucesivas, me interrogó insistentemente. Vamos a llamarle Mr. Morris, que no compromete a nada, que no involucra a nadie en esta narración. Me esperaba en el salón desde las diez en punto, con el vaso de whisky en la mano y señales de haberse bebido ya un par de ellos, no sé si por razones terapéuticas o hábito madrugador. ¡Era un buen catador Mr. Morris, aunque al modo heterodoxo de su tierra, whisky on the rocks! Fiel como parecía a las costumbres del establishment, lo primero de que me hablaba cada mañana era del tiempo: que si calmo, que si revuelto, que si la tormenta de anoche me había o no me había amedrentado. «¿No quiere tomarse un whisky?». «No, gracias, profesor; tan de mañana no bebo. Si acaso, un café negro». Entonces me endilgaba un sermón, siempre el mismo, acerca de los inconvenientes del café y de las superiores virtudes de los licores escoceses, sobre todo en orden al buen funcionamiento mental, que era lo que a dos docentes como nosotros nos debía preocupar. Mientras tanto, había agotado la tercera ración, y pedía la cuarta, medida escrupulosamente, no más de un dedo acostado, inmediatamente servida, porque Antonio, el barman, la tenía ya prevista. Lo que duraba este nuevo whisky solía dedicarlo al comentario de los sucesos de a bordo, que si el simulacro de salvamento había resultado bien, o si, por el contrario, llevado con aquel ritmo lento, nos hubiéramos ahogado todos. Lo tuve de momento, y lo corroboré más tarde, por un hombre indiferente al erotismo, acaso porque la relación con su mujer, para mí inimaginable, le hubiera incapacitado para la contemplación, a las horas de sol, y para la estimación sucesiva, de los cuerpos que las muchachas lucían en la piscina. O acaso fuera porque la superioridad de su mente le llevase al desdén por semejantes vulgaridades. El capitán solía ser objeto de su ironía y, alguna vez, de su ira, sin que yo haya podido averiguar las razones, o, acaso, el fundamento; lo más probable es que sólo se tratase de una incompatibilidad personal, fácilmente discernible si se les veía juntos (y se les solía ver cada vez que el profesor subía al puente o se le acercaba en la cámara a protestar por algo), pues nada más contrapuesto que sus aspectos, sobre todo en los rasgos que traducen mentalidades y actitudes ante la vida: fortachón, exultante, el moreno; larguirucho, espiritado, el rubio; uno calmoso, otro nervioso: «No puedo dormir pensando que ese lobo de mar octogenario abandona su puesto en el puente para pasar la noche con esa rubia, Pamela». Mr. Morris exageraba en lo de octogenario, pero sólo un pelín; y en lo que a Pamela se refiere, no se había dado cuenta del empeño de Henriette en suplantarla. Henriette también era rubia. Los observé muchas veces (todas las que pueden caber en un viaje de once días) al profesor y al capitán: fue para mí evidente que el nostramo desdeñaba al profesor, y que éste de buena gana le habría arrojado por la borda: en el caso de que sus brazos escuálidos hubieran dispuesto de la fuerza y de la habilidad indispensables para levantar por encima de la cabeza y empujar hacia la mar a aquel cuerpo formidable, revestido de uniforme, además.
Las inquisiciones, en un principio cautelosas y después sistemáticas y enteramente francas, no duraron, sin embargo, más que unos cuantos días, apenas la mitad del viaje, pues por el medio del Atlántico nos cogió la noticia del levantamiento de la gente en Praga, y el profesor dejó de interesarse por la guerra de España, y como había adquirido el hábito de encontrarse conmigo y de estar juntos durante el tiempo que media entre las diez y el almuerzo, tuve ocasión de contemplarle en silencio, bebiendo y meditando, sin interrumpirse más que para preguntarle a Antonio, que se pasaba el día junto a la radio, si había alguna noticia nueva: solía ser a la hora en que Henriette comparecía en el salón, dispuesta para el baño y tentadora, para esperar al capitán cuando éste se acercaba a tomar su ginebra, o quién sabe si su ron; éste más bien. No puedo decir que me haya extrañado aquel interés de un historiador por un hecho tan histórico, pues ya se barruntaba que lo iba a ser, una especie de hito, lo mismo en el viaje que en el transcurso general de las cosas, ni tampoco que la meditación se nutriese de licor. Yo solía fumar mientras él excogitaba: con los ojos cerrados, que ni los abría para tomarse el sorbo, menos aún para fisgar los movimientos de Henriette, más inquieta cuanto más se retrasaba el capitán, verdaderamente inquieta: que era en lo que yo me entretenía, en la contemplación de su ir y venir, su sentarse y levantarse, de su dar vueltas por el salón o de quedarse quieta y triste, como una gata refugiada en sí misma, con la mirada indiferente. Pero cuando esta contemplación me absorbía, para escapar a sus efectos, pensaba también, no sobre los acontecimientos checoslovacos, sólo confusamente imaginables, sino más bien intentando conjeturar lo que el profesor imaginaba o pensaba en su inmovilidad; pero fue evidente que mis suposiciones no bastaban, sobre todo por carencia de datos como punto de partida o de referencia. Después de todo, lo que sabía de Mr. Morris no era nada; todo lo más casi nada, principalmente hipótesis y no certezas, así que volvía al ir y venir, no sé si juguetón o desesperado, de Henriette. O a su quietud final.
Una de aquellas mañanas llegué a adormilarme, porque ella aún no había llegado, y el salón estaba como un jardín sin mariposas. Un ventarrón del sur sacudiera el barco durante la noche, y yo la había pasado casi en vela. Mister Morris me despertó bruscamente:
—¿Cómo es posible que esté usted tan tranquilo tal y como van las cosas?
Es muy probable que, en mi casi modorra, le haya preguntado que a qué se refería, no lo recuerdo bien, pero sí que en aquel momento entró Henriette: vestida de mañana, no con su habitual albornoz, y un libro en la mano. Tardé unos minutos en espabilarme, los que él empleó en pedirle a Antonio que me trajese café. Realmente me hacía falta, y sólo cuando sentí sus efectos pude prestar al profesor y a la moza la atención que requerían. Lo que me dijo el profesor fue esto:
—He llegado a la conclusión de que los sucesos de Praga son un hecho fatal en una cadena fatal de cabo a rabo, la espectacular cadena de la Historia.
—¿Con una finalidad también fatal? —me atreví a preguntarle; y lo hice con cierta ironía, porque yo no creí jamás en las fatalidades, menos aún en las encadenadas. Por otra parte, hubiera preferido su habitual silencio, su acostumbrada meditación, porque Henriette, sentada cerca de mí, estaba especialmente atractiva.
—Sí. El dominio universal de los Estados Unidos.
Lo dijo con seriedad, aunque entiéndase bien, no con reverencia, menos aún con entusiasmo, aunque sí con convicción, la de quien se refiere a lo consabido y a lo inevitable. Y como si yo mismo participase en su seguridad. Acaso fuese el tono de alguien que reconoce la realidad de un suceso con el que no está teóricamente de acuerdo, pero que todo el mundo espera. Fue el momento, precisamente, en que el barco empezó a zarandearse como si hubiera pasado sin transición de una zona en calma a otra agitada. La señorita Henriette, que estaba con un vaso en la mano, mirando el horizonte, se tambaleó un poquito, y asentó los pies.
—Lo dice usted con la seguridad…
Me interrumpió:
—Sí, con la seguridad del que contempla un futuro que no puede ser de otra manera.
—¿A la vuelta de la esquina, como quien dice?
—Eso no puede predecirse. Los ritmos de la Historia son variables e imprevisibles. Hay acontecimientos que los frenan y personajes que los aceleran, o que cambian momentáneamente un rumbo que parecía decidido y que más tarde alguien se encarga de recobrar. Los hay también que dan sorpresas, como la conducta actual de Kruschev. ¡Y el asunto mismo…! Por muy fatal que sea el curso de la Historia en su conjunto, por muy inexorables que sean las leyes que la conducen, siempre queda un margen a lo mínimo imprevisto, que nos lleva a la ilusión de creernos libres. Casi me atrevería a decir que hay hombres que, sin desearlo, sin saberlo acaso, actúan como instrumentos de vaya usted a saber qué entidad abstracta, y otros, los más, que sólo sufren sus efectos. Pero la transformación profunda no está en las manos de nadie.
—¿Ni de Dios?
Se echó a reír.
—Dios, amigo mío, es una metáfora que pocas veces se entiende, aunque se le menciona mucho, y me atrevo a pronosticarle que esa falta de entendimiento, que se origina en un desinterés bastante prolongado, augura su desaparición, o, al menos, su olvido. Se sustituirá por otra, porque los hombres necesitan de esos asideros irracionales cuando no entienden lo que pasa, y no es imposible que a la nueva metáfora se la llame también Dios. Eso no quiere decir que necesariamente vayan a suprimirse de golpe las iglesias, que son realidades, y que no surja de vez en cuando un sujeto que, en una esquina de la Quinta Avenida, al cobijo de la bandera que garantiza la libertad de expresión, anuncie un religión nueva…
Echó al coleto un largo sorbo. En su vaso sólo quedaban ya unos pedazos de hielo. Lo alzó y lo agitó. Se escuchó claramente el tintineo. Desde la barra del bar respondió Antonio:
—Sí, profesor.
—Y usted, ¿no quiere otro café? Puesto que le agrada y lo espabila, me gustaría verle con otra taza…
Quedó un momento en silencio, y repitió:
—Sí, con otra taza…
Se la pedí a Antonio, mostrándole la mía. Él entendió.
Cuando empezaba a manipular la cafetera, la señorita Henriette se aproximó a la barra y pidió algo, quizá tabaco, porque el vaso de su bebida permanecía en su mano. Empezó a hablar en voz baja con Antonio, en un momento en que las inclinaciones del barco eran mayores. Un sillón se escurrió y fue a chocar con un sofá. «¡Parece que vamos a correr bolina!», dijo Antonio con la voz tranquila de una mera información; y mientras la máquina colmaba la taza de mi café, él empezó a servir el whisky del profesor, pero sin dejar de musitar con Henriette. El profesor esperaba otra vez con los ojos cerrados; los abrió de repente y se me encaró:
—¿Usted es aficionado a la ciencia ficción? A las novelas, quiero decir.
—Las leo.
—¿Tropezó alguna vez con una de esas que cuentan viajes al pasado? Expediciones exploratorias o venatorias, da lo mismo.
—Sí, claro. Y también un yanqui en la corte del rey Artús.
Antonio se acercaba con la bandeja… Henriette había quedado acodada al mostrador, no sé si pensativa o triste: nos ofrecía la atractiva silueta de sus espaldas, de sus caderas, de sus piernas, y la cabeza inclinada, casi caída.
—¿Y se le ocurre algo acerca de esas narraciones?
—Pienso que los prodigios de la técnica han abierto puertas a la imaginación que antes ningún escritor se hubiera atrevido a traspasar.
—¿Cree que si pudiéramos actuar sobre el pasado llegaríamos a cambiar el futuro?
—Como entretenimiento mental lo encuentro divertido, aunque sólo en cuanto a hipótesis poética. El futuro no puede cambiarse; menos aún el pasado.
—Hay una de esas novelas, quizá lo recuerde usted, en que un accidente fortuito en una supuesta cacería de dinosaurios ofrecida a un cazador contemporáneo nuestro influye nada menos que en la elección del Presidente de los Estados Unidos. Una elección desastrosa.
—La recuerdo. Es una narración eficaz, le convence a uno de que hay cosas con las que se no se puede jugar, aunque sólo como convence un buen sofisma.
Había cogido el vaso con la mano derecha y lo meneaba para licuar el hielo, para enfriar y debilitar un poco la fuerza del licor (eso pensaba yo). Bebió, de repente, un largo trago, un trago casi total, que me hizo contemplarlo asustado. Cuando dejó el vaso en la mesa, cuando volvió a mirarme, me di cuenta de que estaba completamente borracho. Algo vi en sus ojos que me causó miedo, un miedo momentáneo, el de quien comprende que todo en él está ebrio, excepto la mirada.
—Querido amigo, voy a proponer otra cuestión, quizá la última. ¿No se ha preguntado nunca por qué, de pronto, dos o tres escritores populares inciden en el mismo tema, en el de la posibilidad de viajar al pasado?
—No me lo pregunté jamás.
—Hizo usted bien. (Aquí una pausa. Adelantó la mano hacia el vaso, pero la retiró, me pareció que con temblor. Veíamos ahora a Henriette de perfil). Hizo usted bien —repitió—, porque no iba a sacar nada en limpio. La verdadera razón no es la de una moda literaria, ni el desarrollo de un tema del que varios autores se apoderan a ver lo que da de sí. No. No es nada de eso.
La voz del capitán se oyó en este momento. Había aparecido en la puerta del bar. Henriette se volvió bruscamente, dejó el vaso en el mostrador, gritó: «¡Capitán!», y corrió hacia él. Se detuvo justo en el momento en que iba a abrazarle. «¿Cómo ha tardado tanto?». Y le cogió del brazo. El capitán no pareció sentirse especialmente entusiasmado, pero no se desligó de ella. Mientras se acercaba a la barra del bar, gritó: «¡Mi ron, Antonio! ¡Calentito!». El profesor había vuelto la cabeza y contemplaba los movimientos de Henriette. «¿Ve usted cómo se repite la historia eterna?», me susurró. «En este caso no deja de ser cómica, salvo que usted se empeñe en tomarla por dramática. Él es por lo menos un septuagenario; ella, poco más tendrá que veinte años. Cuando una pasión así surge en estas condiciones, algo hay que no funciona…». El Capitán y Henriette quedaban agrupados en el mostrador. La espalda del capitán no mostraba sus años. Henriette lo había enlazado por la cintura y él se empeñaba en soltarse. El profesor me dijo:
—Me encuentro mal, querido amigo. Necesito tomar un poco el aire. Espéreme aquí o váyase: la conversación podemos continuarla en cualquier momento.
Se levantó tambaleándose. Hizo ruido. Lo mismo el capitán que Henriette se volvieron. Él no los miró: se llegó hasta la puerta y salió al exterior. «Echale un vistazo a ése», le dijo el capitán a Antonio; pero yo me levanté. «No se preocupe, capitán. Yo iré». ¿Por qué razón Henriette me envió una sonrisa? El profesor se había agarrado a la borda y ofrecía la cabeza desnuda al frescor del viento. La mar se había levantado, olas de cuatro o cinco metros, oscuras, estrepitosas; el barco las subía y las bajaba con un normal bamboleo, que no era cosa de preocuparse aún. No le dije nada al profesor, al verlo tan seguro y decidido. Y él tampoco dijo nada durante un espacio no sé si largo o corto, porque la mar ennegrecida, los salseros amarillentos que nos salpicaban, y la lluvia que empezaba a pegar fuerte, me entretuvieron. Hasta que me di cuenta de que el profesor empezaba a mojarse.
—Vamos adentro, profesor. Esto se pone húmedo.
Él se apartó de la borda y se arrimó al mamparo donde yo me había apoyado. Casi a mi lado, casi rozándome.
—No crea que estoy demasiado borracho. Un poco incómodo, nada más. El licor tiene la desventaja de que se ensaña en el cuerpo y lo hace enflaquecer, y, a veces, caerse, pero el espíritu, o, si usted lo prefiere, la inteligencia, no llega a obnubilarse. ¿Tiene a mano un cigarrillo?
Se lo di. Comentó que los que yo usaba eran demasiado fuertes y, en cierto modo, pestilentes, pero lo aceptó. Le ayudé a encenderlo: la fuerza del viento apagaba mis cerillas y la llama de su mechero. Por fin conseguimos que prendiera el tabaco, y el humillo que salió se lo llevó el viento. Por el cristal de la puerta yo había visto cómo Henriette apartaba al capitán de la barra del bar y se lo llevaba a un sofá arrinconado. Antonio no miraba. No quise comentarlo.
—¿Sabe usted que estuve a punto de confiarle un secreto? De repente se me ocurrió que no debía desvelárselo, pero ahora me pregunto: ¿por qué no? Es tan absurdo que no me lo va a creer. O no, no es absurdo, sino que sobrepasa la razón; Quizá lo tome por delirio de un loco que además está bebido. Bueno, me da igual. O, mejor, no: en otras condiciones no se lo constaría. Lo que iba a decirle es que esas novelas de ciencia ficción de que antes hablábamos no surgieron espontáneamente, como cualquier moda literaria, sino que fueron provocadas por alguien muy alto que necesitaba sembrar en el público la idea de que ya nos es posible ir al pasado. Imagínese usted que un amigo le declara un día: «Acabo de regresar de un viaje al paleolítico superior. Traigo conmigo algunos souvenirs de piedra golpeada»: Si usted escuchase de mis labios semejante frase se echaría a reír y me tomaría por loco, además de por borracho. Y, sin embargo, no sería ningún disparate.
—¿Pretende usted insinuar que ha estado ya en alguna cacería de dinosaurios vivos, como el personaje de aquella novelita?
—No, amigo mío, yo no soy cazador, como no sea de testimonios históricos.
Soltó un suspiro largo, seguido de un eructo cuyos efectos desorientó llevándose una mano a la boca, precisamente la izquierda, que lucía una sortija con símbolos masónicos.
—Perdone —como entre paréntesis, porque continuó—: O, más exactamente, lo era. Ahora me dedico a averiguar el carácter, la mentalidad, no sólo la biografía, de ese general de ustedes.
—¿Piensa escribir sobre él, o, al menos, sobre la guerra?
—No precisamente sobre eso, ni tampoco escribir.
Me dio la impresión de que empezaba a resbalar. El viento le golpeaba las guedejas, se las meneaba. Quizás él también se diera cuenta.
—Vamos adentro. Necesito sentarme.
Y se agarró a mí al traspasar la puerta, en la cual, sin embargo, tropezó. La cerré cuando hubimos entrado, y el ruido del mar y del viento quedaron como dormidos. El capitán y Henriette seguían su coloquio, o, más bien, el capitán escuchaba a Henriette, al parecer complacido, acaso halagado. El profesor no se dignó mirarles. Había dos o tres personas más en el salón, pero lejos de nuestra mesa, aquella en que el vaso del profesor conservaba la mitad del licor. Asediaban a Antonio con preguntas sobre las novedades de Praga. Pedí que me llevase otro café, y, como el profesor no hablase, me puse a fumar. Mr. Morris se había dejado caer en el diván en postura no demasiado correcta, la bragueta generosamente abierta. Aspiraba con dificultad, y de nuevo había cerrado los ojos. Cuando Antonio me trajo el café, me preguntó en voz baja si no sería mejor que lo llevase a su camarote, al profesor. Le respondí que, de momento, lo dejase. La respiración de Mr. Morris seguía siendo fuerte y orquestada, como con disnea: la postura no le favorecía, pero no me atreví a enderezarlo, no fuese que en el camino se me desmoronase. Por otra parte, el barco cabeceaba, con segura, inquietante parsimonia, y en el bar algo de vidrio se escachizó en el suelo. Entró un oficial, se acercó al capitán y le dijo algo en voz baja. El capitán se levantó. «¿Me deja ir con usted?», clamó Henriette: y, sin esperar respuesta, se levantó también y salieron los tres juntos. Los otros pasajeros se preguntaban si pasaría algo; parecían asustados. Antonio, vuelto hacia la cafetera, les tranquilizó: «¡Esto no es nada, señores, no se asusten!». A mí se me acababa el cigarrillo y se me enfriaba el café, del que me había olvidado. Lo bebí de una vez. «¿Quiere otro?», me preguntó Antonio; «es bueno para el mareo». «No, gracias, ya he tomado bastante». «Pues ahí, al curda, no le vendría mal así como media pinta».
Fue en ese momento cuando Mr. Morris abrió los ojos. Los tenía vidriosos, apagados; los tenía tristes, como vencidos. «A mí no me tumba el whisky», dijo, y tendió la mano hacia el vaso, una mano temblorosa y torpe, que no acertó. «Quizá no le viniera mal un poco de café», me atreví a aconsejarle, y él, sin mirarme, respondió: «Pues quizá tenga razón». «¡Un café para el profesor, Antonio!», grité: «¡Que sea doble!». Cuando Antonio trajo la taza, se llevó, a una indicación disimulada mía, el vaso de whisky.
El profesor cogió el café con ambas manos y empezó a beber a sorbos. «¿Sabe usted —me dijo— que me falta la clave del carácter de su general? Tengo la impresión de andar vueltas alrededor de un agujero profundo. ¿Usted no tendría, a este respecto, nada nuevo que decirme?».
—Le gustaba vestirse de marino de guerra.
Se me quedó mirando. Dejó la taza en la mesa y se volvió un poco hacia mí: «¿Me lo podría explicar?».
—Bueno, yo tengo al respecto cierto punto de vista.
—Sea más explícito y, si puede, más detallado.
—Sí.
Monologué un rato y él me escuchó con atención. Me interrumpió en cierto momento. «Espere. Tengo que tomar algunas notas». Sacó del bolsillo un cuadernito y, conforme yo hablaba, él escribía. Cuando terminé, me dijo: «Esto puede ser interesante. Permítame que me ausente durante cierto tiempo. Tengo que incorporar estos datos a mi informe. En cierto modo, podrían servir de clave». «Tenga en cuenta, profesor, que cuanto acabo de decirle son hipótesis, no certezas». Guardó el cuaderno en el bolsillo y apuró el café. Por un momento creí que buscaba los restos del whisky. «No importa. Basta un momento para que los elementos dispersos de una personalidad se organicen con mediana coherencia. Me refiero a un personaje histórico que va a ser descrito, o quizá reconstruido, pero vale también para los personajes literarios. La realidad es incoherente y los hombres también lo somos mientras no se nos somete a un proceso de figuración por la palabra, histórica o poética. Usted me dirá que César o Napoleón son coherentes, pero no olvide que lo que sabemos de ellos ya nos viene dado y configurado. Además…». Se interrumpió y me miró con mirada rara, bastante difícil de definir. «… además, acerca de estos personajes quizá sepa usted pronto a qué atenerse. Sí, pronto, quizá». Se levantó y se fue: dejó, por vez primera, un cierto olor alcohólico en el aire. Y yo me quedé pensando: intentaba relacionar lo que le había contado, acaso revelado, con el resto de la conversación, los viajes al pasado y el curioso zig-zag de la charla, desde el paleolítico al General. Nunca he creído en esos juegos temporales, porque el reloj es el reloj, objeto eminentemente respetable, y razonable por definición, lo más fiel a sí mismo que existe, y aunque sus manecillas giren, el tiempo vuela hacia delante, en línea recta y sin límite. La borrachera del profesor me servía de explicación o de justificación racional de lo que yo tomaba por disparate más o menos fantástico, traído a cuento por un hombre que aseguraba emborracharse todo, menos la mente. Reconozco, sin embargo, que hay algo en el interior que se revela ante las explicaciones científicas del tiempo e intenta agarrarse, a veces, a la mera experiencia, hoy no es ayer, mañana no será hoy, y nadie vuelve atrás. ¡Millones de años-luz, el tiempo reversible! ¿Qué será eso? A nadie le cabe en la cabeza.
Como si el profesor hubiera asistido a mis excogitaciones, que, por lo demás, no pasaron de un modo de gastar el tiempo que me quedaba hasta la hora del almuerzo, aquella tarde, a la hora de la sobremesa, acostado a mi lado como un barco viejo, sin mediar palabra, inició un curioso monólogo en que la explicación del tiempo como realidad circular (o, más exactamente, en espiral) se mezcló al recuerdo de que, en cierto momento de los años inmediatamente pasados, las necesidades estratégicas de los Estados Unidos habían aconsejado un cambio de política en relación a España y a su dictadura, o, con más exactitud, a su dictador. «Tal y como iban las cosas, ese general de ustedes no nos servía, y se hizo indispensable sustituirlo». «Pero, que yo sepa, todos los intentos a este respecto fracasaron». «Sí, en efecto; todos los intentos usuales, el golpe de Estado, la revolución, el asesinato, y esa curiosa manera que tienen ustedes de actuar en la Historia a la que llaman guerrillas. Llegamos a comprender que ese general de ustedes no era fácilmente suplantable por otro más propicio, de modo que sólo nos quedó la solución de cambiarlo por él mismo. Es en lo que estamos», Me quedé como quien asiste al comienzo de una broma de cierta envergadura imaginativa, aunque apoyada principalmente en la palabra, de modo que decidí seguir la corriente al profesor. «¿Y qué? ¿Llevan camino de conseguirlo?». «Todavía no», me respondió el profesor sombríamente. «Nos faltaban algunos detalles, pero, de todas maneras, el cambio no podrá hacerse mucho después de 1950». Reí. «Pero profesor, ¡si estamos en 1968!». «Eso no importa».
El aspecto de Mr. Morris había cambiado desde aquella mañana. Él, habitualmente desgalichado, todo lo más con un suéter ligero de insoportable color azul divino, se había puesto corbata y una chaqueta liviana; y no es que el tiempo hubiera enfriado, pues, aunque el barco atravesase todavía la tormenta, nos hallábamos en zonas cálidas, probablemente en el punto más meridional de la derrota. Recuerdo que en el bolsillo llevaba un horrendo pañuelo carmesí, muy bien doblado, con el ángulo de la punta algo torcido. En el bolsillo guardaba unas estilográficas visibles, o varios bolígrafos. Le pregunté si había estado trabajando.
—Sí. Esta mañana, quizá sin darse cuenta, me dio usted una apreciable pista por la que le estoy muy agradecido. No digo que sea la clave de la personalidad del general, pero se le aproxima. Cuando se construye un edificio, es necesaria al menos una pared maestra, pero ésta no tiene por qué ser de piedra. Lo que usted me explicó esta mañana me sirve como pared maestra de una personalidad de la que tenía los materiales, pero me faltaba un meollo. Creo habérselo dado a entender.
—¿Se refiere usted a la personalidad del general?
—Sí. A ella me refiero precisamente.
—Repetiré una pregunta que ya creo haberle hecho. ¿Va usted a escribir su biografía?
—No. ¿Para qué?
Debió de expresar mi rostro una perplejidad demasiado llamativa, porque se me quedó mirando y se echó a reír.
—Veo que no lo entiende, y, sin embargo, si ha escuchado bien lo que le llevo dicho, lo que le dije esta mañana, que lo recuerdo perfectamente; se halla usted en posesión de algunas de las pistas principales, de las que conducen al centro del secreto.
—Sigo sin entenderle.
Echó un vistazo alrededor.
—¿Le importa que nos vayamos a otra parte? Aquí hay demasiada gente. Vamos a uno de esos rincones de cubierta que quedan al socaire. Arriba, si le parece. A un lugar donde no nos salpiquen las olas.
Caminaba renqueante, pero más dueño de sí. No me explico cómo se había liberado de los efectos del whisky. Durante el almuerzo lo había visto en una mesa alejada de la mía, con su mujer y su espantoso hijo. Se corría la voz de que solían comerse todos los platos del menú. Ya no mostraba señales de ebriedad. El niño solía darles unas tabarras monumentales: lo había dominado como cada mañana, con seriedad y compostura, con un imperio que acoquinaba al niño, aunque por poco tiempo.
Se instaló en un ángulo bien protegido del viento. Había sacado una pipa y procuraba encenderla. Lo hizo sin mi ayuda. Yo me apoyé en un saliente de la obra muerta, al socaire también; un lugar que tendrá seguramente su nombre, un nombre que yo ignoro como tantos otros de las embarcaciones. Y fumé. «Recuerde», dijo de pronto, «que alguien ha propuesto hace ya unos cuantos años que el espacio es curvo. ¿No fue Einstein? Creo que sí. Lógicamente, el tiempo tiene que serlo también, pues a partir de algún momento, o quizá de algún lugar, el tiempo y el espacio se confunden. Si el tiempo fuera lineal, sería imposible volver atrás, organizar safaris en el paleolítico superior. Pero ya le dije antes que el tiempo es curvo, en espiral. Ahí radica el secreto. Esta configuración es la que permite perforarlo y alcanzar lejanías del pasado. En un principio, un poco a ciegas y con riesgos. No sé si la primera o la segunda de las expediciones que se enviaron a explorar nuestro pretérito no regresó jamás. Pero hoy se puede viajar como en un avión, con precisión matemática. Caer, por ejemplo, en Inglaterra durante la revolución de Cromwell, o un poco antes».
Me miró de reojo, aunque a través del humo de la pipa. Mi dignidad no me permitía mostrarme asombrado, ni siquiera curioso. Había adoptado la actitud del que escucha a un novelista de los de ciencia ficción exponer el proyecto de su próximo relato.
—Sí. Un poco antes. Justamente cuando empezamos los de aquí a sentirnos molestos por los impuestos a que querían someternos los de allá. Fue un momento preciso, de los llamados cruciales, en la historia del mundo. Desde nuestro laboratorio, nos pareció pintiparado para una gran experiencia: escogimos un ciudadano de Filadelfia, un hombre de vieja sangre americana, descendiente directo de un pasajero del May flower, puritano fanático, aunque ateo, pero esto era lo de menos. Fue sometido a una información histórica detallada y completa y aprendió el lenguaje de Milton y su hipotético acento, y, con esto, las maneras usuales de la gente de aquel tiempo, sus relaciones, por ejemplo, con la capa, el sombrero y la espada. El uso de esos instrumentos establece diferencias muy notables en la manera de mover el cuerpo, sobre todo para un hombre habituado al automóvil. ¡Dos buenos años de trabajo riguroso! Cuando nos pareció debidamente aleccionado, aquel Mister Sidney, se llamaba así, Mister Sidney, lo enviamos a Londres. Llevaba una misión concreta, una misión de la que podrían deducirse incalculables consecuencias para la historia del Mundo. Llevaba asimismo, convenientemente disimulado, un equipo de radio de gran alcance y precisión, tan pequeño como sofisticado. Nuestro enviado llegó a Londres, como emisario de las colonias, a bordo de un tres mástiles veloz y con buen piloto. Le habíamos provisto de cartas credenciales y de toda clase de documentación complementaria. Tenía que ver al rey, que era, como recordará, Carlos I Stuart, un sujeto bastante sucio, pero no mala persona, aunque sí testarudo y poco inteligente. Los hombres están limitados, en su pensamiento y en su conducta, por la mentalidad de su tiempo. Hay cosas que no se pueden mentar ahora, pero sí dentro de un siglo. Nuestro enviado llevaba la misión de proponer al rey otro sistema de impuestos. Razonable, pero que a la gente de entonces no le cabía en la cabeza. Se trataba de saber si el rey lo comprendería, pero el rey lo escuchó estupefacto y se creyó burlado por la propuesta de semejante innovación, que tachó de herejía, y casi de conspiración. Tampoco sus consejeros lo aceptaron. Y se irritó bastante contra nuestro emisario, que no estaba acostumbrado a dirigirse a los reyes e incluso les profesaba cierta inquina, lo normal en un republicano como él era. Trató al rey de usted, no de Majestad; le hizo frente con palabras orgullosas: la inmunidad diplomática no estaba entonces muy clara, o no lo estaba que un súbdito pudiera ser embajador ante su propio rey. Mister Sidney acabó en la cárcel. Pero antes se había hecho amigo de los secuaces de Cromwell. Incluso figuraba entre ellos. Cuando el rey huyó a Escocia, Mr. Sidney fue puesto en libertad por los parlamentarios. Ingresó en el ejército, donde hizo un buen papel. El rey ya prisionero, se mostró partidario de su muerte, y cuando nadie se atrevía a ejecutar a Carlos, él, convenientemente enmascarado, fue el que pronunció el famoso «Remember», que no es una leyenda. Después encontró una mujer con la que se casó: quizá la hubiera encontrado antes. Regresó a las colonias, pero no en nuestro tiempo, sino en el de entonces: se hallaba mejor en él, nos dijo para explicarse y despedirse. Yo creo que lo hizo por razones de orgullo histórico. Se estableció en Filadelfia y mire usted por dónde resultó ser tatarabuelo de sí mismo.
—No deja de ser curioso, aunque bastante incomprensible —le respondí afectando indiferencia.
—Sí. Es una anomalía genealógica, aunque en el fondo racional. Al principio resulta abrupta, lo reconozco, pero aceptable y, por supuesto, real. Sin embargo, ese detalle para nosotros carece de importancia. Afecta a una vida privada, no a la Historia, y sugiere una figura circular que no deja de ser atractiva. Lo verdaderamente asombroso, lo verdaderamente útil, fue la posibilidad, ya realizada, de enviar a un hombre al pasado, a hacer lo que ya estaba hecho. Es muy posible que a mucha gente no americana esto le parezca una paradoja rayana en lo innecesario, porque lo que a esa gente le gustaría era cambiar los hechos; pero los hechos son inamovibles y, además, están bien. Lo que importa de la Historia es el hombre; lo que importa del hecho es el protagonista. No la heroicidad, sino el héroe. Nos dimos cuenta de que todo lo verdaderamente trascendental de la Historia del Mundo podía tener como autores a ciudadanos americanos, de que la Historia Universal podía convertirse en la historia de Norteamérica. Dicho de otra manera, de que podíamos apoderarnos del pasado. ¿Se da usted cuenta? Si usted, Dios no lo quiera, fuese nacido a este lado del Atlántico, habría sentido alguna vez la humillación de que nos hubiera descubierto un europeo. Pues lo primero que se nos ocurrió fue redimir a América de esa mancha de origen. Buscamos un genovés nacido en el West Side, un genovés imaginativo y lunático; lo aleccionamos de un modo convincente y lo dejamos un buen atardecer, con su hijo de la mano, a la puerta del monasterio de La Rábida, allá en la tierra de usted. No sabía de la existencia de América por conjeturas, sino porque venía de ella. La operación tenía que ser un éxito y lo fue; pero hubo quien creyó que se debía a la incertidumbre de la personalidad de Colón, y que con una persona de biografía más conocida no podría llevarse a buen término. El personaje inmediatamente escogido fue Nefertiti, y la actriz de Hollywood elegida llevó a cabo su misión con escrupuloso rigor, como que el famoso retrato en piedra caliza policromada que todo el mundo admira es el suyo, ¡tenía el cuello delicado y largo como el de una sirena, aquella actriz! Y la revolución monoteísta en que le cupo tan gran papel se debió a que era judía. Después de estos ensayos nos dimos cuenta de que era de verdad posible sustituir a todos los grandes personajes de la Historia y hacerlos norteamericanos. ¡Fue la operación más ambiciosa que se le ha ocurrido a los hombres y que nadie podrá cambiar, porque ya está en marcha y casi hecha! Todo consistió en hallar la persona adecuada a cada caso y en informarle. Claro que, cuando tienen que aprender un idioma muerto, la preparación dura un poco más, pero procuramos escoger personas inteligentes. Así, el Julio César que pasó el Rubicón era ya americano; había aprendido de memoria la tragedia de Shakespeare, si bien traducida al latín. ¡César murió con palabras de Shakespeare, y Shakespeare fue más tarde un joven profesor de Harvard! ¿Y Napoleón? No sabe usted con qué dolor enviamos a morir en Santa Elena a un oficial de West Point que se le parecía y que lo había estudiado; uno de esos hombres que se enamoran de una personalidad ajena y llegan a ser como ella misma. Por otra parte, un verdadero genio de la estrategia que nos hubiera servido en la historia actual; pero comprendimos con idéntico pesar que sólo él era capaz de plantear y ganar la batalla de Austerlitz. Cuando se introdujo en el conducto que le llevaba al futuro, aquel militar había aceptado la suerte de Napoleón con un elevado sentido del deber; y que conste que lo que más le dolía no era morir en Santa Elena, porque también él padecía de un cáncer de estómago, sino perder la batalla de Waterloo. La había estudiado mil veces, la sabía de memoria. «¡Ah, si esa tarde cambiase el viento, yo hubiera cambiado la Historia!». Pero, como usted sabe, amigo mío, los vientos tienen sus leyes que los hombres todavía no gobernamos.
—¿Y no han tenido ustedes ningún fracaso?
Había rolado el viento y casi amainado; soplaba un sudoeste de través y se llevaba el humo de la pipa de Morris: sus palabras resbalaban por las láminas de aquella brisa, y cobraron en ellas énfasis y solemnidad: como las de un profeta. Me miró con cierta tristeza.
—Ningún fracaso concreto, si bien conviene no perder de vista que la Historia en sí es un fracaso formidable, un disparate con el que no estoy conforme, y que los estamos convirtiendo en un fracaso americano, ¡aquí donde el fracaso es pecado! Pero dificultades las hemos tenido, las tenemos aún. Los jefes de las religiones cristianas y los grandes rabinos no se ponen de acuerdo sobre si hemos de enviar a morir en la cruz a un bautizado o a un judío; están tan empecinados, y, sobre todo, han metido por el medio cuestiones teológicas tan enrevesadas, que me temo que no habrá solución. Cuestiones, por otra parte, irreales. ¿Cómo vamos a encontrar entre los americanos alguien que tenga conciencia de ser la segunda persona de la Santísima Trinidad? Habrá muchos que se crean Dios, pero de una pieza, dioses compactos y sin intríngulis. También lo de Mozart nos trae a mal traer, porque el único americano conocido hasta ahora que tenga su mismo talento musical es un negro de Nueva Orleáns que, además, quiere seguir siendo el que es.
Sentimos en ese mismo instante el ruido de una puerta que se abre y que el viento cierra con fuerza. ¡De nuevo el viento! Vimos al capitán y a la señorita Henriette agarrarse a la borda. Estuvieron un rato silenciosos. De repente, ella se aupó sobre las puntas de los pies y besó al capitán. Mister Morris no se dio por enterado.
—Si le he interrogado sobre su general fue porque necesitamos que ocupe su lugar alguno de los nuestros, y hemos hallado ciertas dificultades para entender su carácter. El hombre ya lo tenemos, exactamente igual de figura y de voz, un gallego de Nueva York. Es muy posible que, con lo que usted me dijo, podamos arreglarnos. Es cierto que el tratado de amistad y cooperación ya está firmado y en marcha hace ya varios años; eso quiere decir que, a este importante respecto, vamos a tener suerte con el hombre que, dentro de unos días, enviaremos a Madrid.
—Pero, si aún no lo han enviado, ¿cómo puede estar allí?
—Es lo que tiene de aparentemente incomprensible esta compleja operación histórica. Pero no olvide que usted piensa con la noción usual del tiempo, el tiempo lineal. Busque, busque y procure ver las cosas de otra manera; y, sobre todo, sentirlas, sentir el tiempo como una angustiosa espiral, según le di a entender. Es un buen modo de llegar a la desoladora realidad, que es el tiempo absoluto, es decir, el vacío.
El capitán y su dama seguían con las bocas unidas, o al menos, lo parecía, y las manos curtidas del marino hurgaban en la anatomía de la señorita Henriette, a quien una racha de viento había deshecho el peinado: el cabello crespo y rubio, con reflejos rojizos, envolvía las cabezas unidas en una maraña agitada.
El profesor Morris dijo:
—Este aire salobre me seca la garganta. Le invito a un trago.
Entramos. En el salón, la gente cuchicheaba y algunos miraban hacia la puerta, pero el capitán y Henriette se besaban lejos de sus miradas. Mister Morris no volvió a referirse a aquel magno proyecto de modificación secreta de la Historia. Me hubiera gustado oírle hablar de Luis XIV y del papa Borgia, pero, a lo mejor, a estos dos personajes no los consideraba dignos de ser asumidos por el gran magma americano. Cuando tomó la palabra, el whisky casi acabado, se refirió largamente a la cuestión de Praga, de la que Antonio cada cuarto de hora más o menos daba noticias en voz alta. Cuando Antonio cambió de tema y se refirió al viaje del papa Pablo Sexto por tierras del Perú, el profesor hizo un paréntesis en su monólogo:
—Habrá que pensar si ese Papa es lo suficientemente importante como para hacerlo americano.
No insistió. Bebió dos o tres whiskys más. En el ínterin la señorita Henriette y su galán habían regresado de cubierta con el aire más natural del mundo; un aire, además, feliz, aunque ella continuase con la melena despeinada. El profesor nos miró:
—Me siento incompatible con ese tipo.
Se levantó.
—Voy a tomar un poco el aire. Le ruego que no me siga.
Se tambaleaba, lo cual, por otra parte, no era ninguna novedad. Salió a cubierta, me quedé meditando en las fantasías con que su borrachera me había divertido. No sé cuánto tiempo pasó. De repente, se oyeron en cubierta pasos y gritos, y los avisos siniestros repetidos:
—¡Hombre al agua!
Todo el mundo salió. Desde la borda miraban a la mar, se interrogaban. Vi al capitán subir al puente y dirigir la maniobra. El barco cambió de rumbo, giró en torno al lugar hipotético donde el hombre había caído: la curva de la estela era elegante y hermosa, de un gris más luminoso que el resto de la mar, porque un sol velado pugnaba por asomarse.
Se pasó un tiempo; echaron botes al agua, el barco dando vueltas cada vez más cerradas, con estruendo de órdenes, cadenas, con aullidos de la sirena.
La señorita Henriette rumiaba, en un rincón, acaso indiferente, su felicidad interior, el cabello tapándole la cara, inmóvil, quizá transida. Había cesado el sudoeste, y el barco apenas se movía. La campana congregó, por fin, a la gente; se hizo el recuento de la tripulación y del pasaje. Nadie respondió al nombre del profesor Morris, sino un sollozo.