19
LOS BANDIDOS DEL MAR
Los grandes ojos de Alena se llenaron de puro terror al ver surgir del bosque a una horda de orcos y trolls. Llevaban yelmos de hueso y viejas ropas negras, ya desgastadas. Algunos de ellos, con sus grandes manos peludas golpeaban furiosamente negros tambores de piel, y ese sonido sobrecogedor resonaba hipnóticamente en la cabeza de la ninfa.
Con el látigo en una mano y en la otra Espejismo, que centelleaba con cegadores fulgores dorados, Alena le ordenó a la soñadora:
—¡No te muevas! ¡Quédate detrás de mí!
—¿Qué sucede? —A su espalda, Haires miraba aterrorizada—. ¿Quiénes son?
Alena no contestó. Los ojos de los orcos y de los trolls estaban fijos en ella y en la soñadora. Ojos crueles, cargados de odio. Estaban allí por ellas y por nadie más, comprendió instantáneamente la joven. Sentía que el corazón le palpitaba con fuerza en el pecho, mientras miraba la cara de sus enemigos por primera vez.
¿Cómo habían podido llegar hasta allí? ¿Habían venido en los veleros negros? Sus ropas parecían corroídas por la sal.
—¿Quiénes sois? —chilló.
Ninguno le contestó.
Los orcos la triplicaban en tamaño, tenían barrigas enormes y anchas bocas que dejaban al descubierto grandes dientes amarillentos. No parecían criaturas especialmente ágiles, pero seguro que tenían una fuerza sobrehumana en aquellos brazos gruesos como troncos.
Los trolls eran más pequeños y macizos, tenían cara de murciélago y brazos peludos con grandes manos y garras. Unos ojos pequeños y avispados, rojos como tizones ardiendo, la miraban amenazadores.
Alena respiró hondo; tenía que pensar cómo actuar. Cuando estaba en la isla de los Caballeros, nunca habría imaginado que un día tendría que enfrentarse sola a tantos enemigos. Pero ése era el riesgo que corría un caballero y ella lo había aceptado.
Apretó el puño del látigo y luego retrocedió un paso para pegarse más a Haires.
—Escúchame —le musitó—. Cuando te dé la señal, huye lo más rápido que puedas, ¿me has oído?
La soñadora abrió mucho los ojos.
—¡No voy a dejarte aquí sola!
—¡Tienes que hacerlo!
—¿Y tú?
—Yo haré lo que haría cualquier caballero de la Rosa de Plata —le respondió la ninfa con firmeza—. Defender y proteger.
Había tomado su decisión.
Se movió hacia el centro del claro. Nunca se había sentido una heroína, sólo una joven con un gran sueño que cumplir. Pero ahora, mientras avanzaba con mucha cautela, era cada vez más consciente de que si fallaba no sería la única en pagar las consecuencias.
Del grupo de enemigos se adelantó un troll que llevaba por casco una calavera de unicornio. Alena se estremeció ante la visión.
—No te buscamos a ti —masculló la criatura con gesto amenazador—. ¡La buscamos a ella! —Levantó un brazo y señaló a la soñadora.
—¡No os permitiré que la toquéis ni con un dedo!
—¿Y cómo piensas hacerlo, muchacha? —le preguntó el troll desdeñosamente.
Los otros se rieron a mandíbula batiente y desenvainaron largas espadas de hoja negra y dentada. Los orcos alzaron enormes martillos de extremos puntiagudos.
—Ríndete ahora mismo y salvarás la vida... ¡un rato! —siguió diciendo el troll. Luego se volvió hacia sus compañeros, riendo—. ¡Y que nadie se atreva a decir que Rajacorazones no es generoso con sus adversarios!
Alena no se dejó impresionar, incluso encontró fuerzas para sonreír.
—Gracias por el ofrecimiento, Rajacorazones, pero creo que no lo voy a aceptar. Si quieres a la soñadora, ¡tendrás que venir a buscarla!
El troll soltó un aullido rabioso y, desenvainando una gran espada, se lanzó contra ella.

Ante esa señal, toda la horda enemiga invadió el pequeño claro y avanzó implacable como una mancha de tinta negra.
—¡Ahora, Haires! —gritó Alena—. ¡Vete!
La ninfa se arrojó hacia delante, esperando que la soñadora ya se hubiera puesto a salvo. El valor, combinado con la desesperación, inflamaba sus venas. En un instante, Alena se encontró justo en medio de la pelea. Su látigo silbó en el aire, alcanzó a un orco en la cara y lo hizo caer a tierra mientras ella, ágil como un felino, se ponía detrás de un troll del desierto que ni siquiera se dio cuenta de que la tenía a su espalda, y con una rapidez increíble le rodeó el cuello con el látigo, apretándoselo tanto que le hizo perder el sentido.
Rajacorazones estaba rojo de rabia.
—¡Atrapadla! —gruñó.
Pero Alena ya se había escabullido lejos de la masa de orcos y trolls gritones. Entonces empuñó Espejismo, el espejo de Floridiana, y se reflejó en él.
—Muéstrame tu poder, espejo encantado —murmuró.
De repente, un débil resplandor plateado rodeó su reflejo y de la nada aparecieron cuatro dobles suyas, todas con látigo y espejo, perfectas hasta en el menor detalle.
Alena sonrió, todavía podía salir de aquélla. Saltó hacia atrás y sus copias la imitaron y se dispersaron por el claro. La ninfa podía leer el desconcierto en los ojos de los enemigos que la perseguían.
Rajacorazones las miró perplejo, luego hizo rechinar los dientes y, de un salto, se lanzó contra la Alena que tenía más cerca. Pensaba que la hoja negra de su espada la traspasaría, pero atravesó a la joven como si fuese aire.
—¡Magia de hada! —masculló el troll—. ¡Una arma curiosa la tuya, pero no te bastará!

Con un grito, arremetió contra las demás Alena sin saber cuál era la verdadera. La ninfa se manejaba con habilidad y, gracias a los espejismos, lograba golpear a trolls y orcos antes de que éstos se dieran cuenta de lo que estaba pasando.
Una gran arma silbó junto a su cara, pero Alena se hizo rápidamente a un lado y, girando el látigo, paró el golpe, como el general le había enseñado hacía tanto tiempo.
Sentía el corazón palpitante de energía. Estaba empapada de sudor y todos los músculos del cuerpo le dolían por el esfuerzo, pero siguió saltando como una guerrera experimentada que sabe resistir el cansancio. Abatió a otros dos trolls e iba a golpear al enésimo enemigo cuando un grito la paralizó.
—¡Haires! —gimió.
La soñadora tenía una hoja negra en el cuello. Rajacorazones la sujetaba por la cintura.
—¡Haires! ¡Ya voy! —gritó Alena desesperada.
Pero algo la golpeó en un hombro.
La ninfa perdió el equilibrio y cayó. Espejismo se le escurrió de la mano y sus dobles desaparecieron.
Aturdida, Alena levantó la vista y vio a Rajacorazones riéndose satisfecho.
—¡Cuidado! —gritó en ese momento la soñadora.
Algo pesado cayó sobre la joven ninfa, que se hundió en una repentina y fría oscuridad.
«He fallado», pensó Alena antes de perder el sentido.

El chiquillo era poco más que un niño.
—Me llamo Yoria —dijo, soltándose de Alcuín y Zordán—. Llevo unos días siguiéndoos, desde que os vi llegar a la isla Errante.
—¿Por qué nos espiabas? —preguntó el elfo viajero, envainando Radiosa.
Examinó al chico: tenía grandes ojos de iris dorados, la cara ovalada y una mirada vivaz. Una pequeña gota de cristal brillaba en medio de su frente, tapada a medias por una mata de pelo negro veteado de plata, que recordaba la melena de un león.
Estaba sentado con las piernas cruzadas y los miraba con algo de temor. Vestía ropas de tejido basto en las que había entrelazadas plumas y hojas, y parecía a sus anchas con aquel atuendo tan curioso. Tenía aspecto de estar en su elemento, es decir, la naturaleza más libre y salvaje.

El elfo viajero miró a Alcuín, que asintió. Habían llegado a la misma conclusión: estaban delante de un soñador.
Antes de responder a la pregunta de Zordán, Yoria miró a los dos caballeros a los ojos, se rascó la cabeza con aire dubitativo y al final, con un gran suspiro, se decidió a hablar:
—Desde hace algún tiempo, hay gente bastante extraña en esta isla y quería saber si también vosotros teníais malas intenciones.
Sonriendo, Alcuín trató de tranquilizarlo:
—No tenemos malas intenciones, al contrario, estamos aquí por orden de Floridiana, la reina de las hadas, para ayudar a los soñadores.
Al oír eso, el rostro del chiquillo se iluminó de repente.
—No me mientes, ¿verdad? —preguntó.
—¿Por qué iba a hacerlo?
Pero el pequeño soñador volvía a desconfiar.
—No lo sé... pero no estoy seguro de que te pueda creer.
—No debes tener miedo. Somos caballeros de la Orden de la Rosa de Plata. Si tuviésemos malas intenciones, ahora no estaríamos aquí charlando contigo, ¿no?
—Puede —reconoció él, aún poco convencido.
—Hemos venido para averiguar lo que ocurre en esta isla —intervino Zordán— y por qué hace un tiempo que Anémona, el hada guardiana, desapareció sin dejar rastro.
Yoria se mostró de pronto más interesado.
El elfo viajero lo notó en seguida.
—¿Tú sabes algo? —le preguntó.
Yoria parecía inseguro acerca de si hablar o no.
—Confía en nosotros, podemos ayudarte —lo convenció Alcuín.
El niño bajó la vista y empezó a explicar:
—Conocía al hada. Nunca le hablé, pero a menudo la observaba, escondido entre los arbustos. Me gustaba soñar para ella cosas distintas, para que las encontrara por la mañana, al despertarse. Una vez, no muy lejos del Laberinto de los Sueños, hice aparecer una miríada de mariposas de cristal que revoloteaban a la luz del amanecer. Y al día siguiente un prado de rosas doradas. Me divertía ver su expresión de sorpresa. Sin embargo, esos regalos míos atrajeron la atención de los bandidos del mar...
—¿De quiénes? —lo interrumpió Zordán.
—¿Por casualidad llegaron a bordo de tres enormes veleros negros? —preguntó Alcuín.
Ahora, en los ojos de Yoria se podía leer el terror.
—Sí, son un ejército de trolls, orcos y cíclopes. Fueron ellos los que me despertaron de mi largo sueño sin sueños. Un día persiguieron a una mariposa de cristal hasta el Gran Roble y allí encontraron el refugio del hada. ¡Qué miedo pasé! —Suspiró—. ¡Chillaban, reían, lo rompían todo! Pusieron su casa patas arriba, pero del hada ya no había ni rastro...
—Pero ¿cómo hicieron esos bandidos del mar para despertarte?
Yoria meneó la cabeza.
—Es todo muy confuso, pero recuerdo bien que sucedió una noche... Sentía que iba a ocurrir algo. Mejor dicho, ¡estaba seguro! Advertía una extraña presencia en la isla Errante. Y que mi amado reino estaba en peligro. Eso fue lo que me hizo abrir los ojos.
—¿Una sensación? ¿Solamente eso? —preguntaron los dos caballeros.
El joven soñador entornó sus luminosos ojos, rebuscando en sus recuerdos. No, ahora que lo pensaba, hubo algo más. Algo que había olvidado y que trataba de resurgir en su memoria. Pero no era una imagen, sino algo distinto y más sutil, casi impalpable. Algo como un... sonido.
Yoria alzó la cabeza de pronto.
—Fue aquel sonido...
Y como si lo hubieran convocado con sus palabras, el Laberinto se llenó con el eco lejano de mil tambores.
El soñador se puso en pie, alterado.
—¡Tambores! —gritó.
Agarró por una mano a Alcuín y lo obligó a seguirlo. Condujo a los dos caballeros por una escalera secreta que llevaba a lo alto de las murallas, donde abrió una trampilla de madera que daba paso a una torreta de vigilancia. Desde allí había una vista espectacular de toda la isla Errante.
—¡Son ellos! —dijo el pequeño soñador, señalando con el dedo Playa Dorada.
La arena brillaba a lo lejos y el sol, alto en el cielo, iluminaba el golfo de los Espejismos, de un azul intenso. Allí, entre grandes olas espumosas, tres chalupas negras surcaban rápidamente el agua; en la primera de las embarcaciones los dos jóvenes reconocieron a Alena, prisionera.
Junto a ella iba sentada una joven de cabello claro.
—¡Haires! —gritó Yoria—. ¡Es mi hermana!