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Amiga Muerte

El momento más trascendental en la historia del hombre es el descubrimiento de la muerte. No de la muerte individual, ni de la muerte de este o aquel ser orgánico. Sino de la muerte como algo universal, inescapable, predestinado y total: descubrir que toda existencia, todo lo que vive, es el prólogo a una muerte segura. El recién nacido tiene edad suficiente para morir. En su máxima expresión, el lapso de la vida biológica está limitado casi de una manera absurda.

Nada sabemos sobre la época o el lugar en que se desarrolló esta comprensión de que la conciencia humana admitió su ineludible mortalidad. El proceso ha de haber sido gradual y traumático. La restricción de daño generó una abundancia de haceres fantásticos y de estados intermedios. Los dioses son inmortales; los héroes y aquellos que poseen una virtud excepcional —Hércules, Enoc— pueden ser perdonados de morir. Los patriarcas alcanzan una longevidad que parece no terminar. Los campeones de una nación sufren una muerte provisional; en momentos de necesidad, Barbarroja emergerá de su tumba en la montaña. La Resurrección es posible; véanse Lázaro y los dioses de la fertilidad, Osiris o Cristo. La muerte terrenal es solo una transición a otros reinos, a la dicha o la condena perpetuas. Durante ciertos días del año, a medianoche, los difuntos regresan a visitarnos, demostrando que no se han extinguido, aterrorizándonos o consolándonos. Los psíquicos, los charlatanes que dan golpecitos en la mesa, nos prometen comunicación con nuestros queridos difuntos. ¿Cómo es que la maravilla de la presencia, manifiesta tanto a uno mismo como a los demás, puede extinguirse sin dejar rastro? Si uno busca con suficiente ahínco, como hicieron los conquistadores para encontrar el Nuevo Mundo o el alquimista en su alambique, encontrará la fuente de la juventud, el elixir de la vida duradera, el licor de la eternidad. A los ricos les inyectan glándulas de mono. «Muerte: ¿dónde está tu punzada?».

La conmoción, no importa cuán calibrada, cuán calificada por exenciones mitológicas o esperanzas talismánicas, indudablemente dejó una huella en la psique humana. ¿Por qué someterse a las pruebas de la vida cuando no hay escapatoria a la muerte? La máxima puede ser incluso anterior al siglo VII a. C.: «Lo mejor es no nacer; lo siguiente mejor es morir joven; lo peor es vivir mucho tiempo». La muerte, además, tiene su historia. En nuevas formas, el hombre del siglo XXI sigue luchando con el aterrador vacío de la extinción. La ingeniería genética, el trasplante de órganos, la renovación de células madre y de tejidos ofrecen promesas sin precedentes. Las manipulaciones moleculares y la gerontología plantean como inminente un promedio de vida de alrededor de ciento veinte años. La «conexión» de la corteza individual a los bancos electromagnéticos de memoria y de inteligencia artificial alterarán los contornos del yo, de la persona circunscrita por la senectud y la muerte. Como lo predijo Rimbaud: «Yo soy otro». Las colectividades vitales persistirán más allá de la defunción o, más bien, de la transmutación de lo singular.

Cierta simetría o dialéctica profunda parece indicar que estos avances neurofisiológicos, terapéuticos, han coincidido con pérdidas inmensas ocasionadas por la muerte. Millones han sido masacrados en dos guerras mundiales. Millones han muerto a causa de la «limpieza étnica», o la inanición masiva, en campos de concentración o en campos de la muerte. Las masacres se han industrializado. Solo las siluetas carbonizadas en la mampostería hecha añicos rinden testimonio de la incineración atómica. Como si se tratara de un contrapunto a esta apocalíptica trivialización de la extinción humana, las nuevas ciencias de la vida se aceleran de manera exponencial. En cierto sentido, aún difícil de comprender, las tecnologías de lo reparable, de lo reciclable, de los implantes y los bancos de esperma son una estocada a las devastaciones de lo inhumano. En la absolutamente verosímil confrontación con la aniquilación planetaria —nuclear, química, epidémica—, las ilusiones humanas recurren a idioteces tan arcaicas como la inmortalidad del hombre —Elvis Presley se ha levantado de entre los muertos, el rabino Schneerson es inmortal— y a ingenuidades materialistas tan novedosas como el congelamiento de células o el reemplazo quirúrgico del corazón.

Existen culturas saturadas de muerte, como la España del Barroco o el México católico-totémico, que luchan por domesticar sus terrores mediante el mimetismo ceremonial. Otras sociedades, como el islam, se apresuran a deshacerse de sus muertos. El espectro poético-filosófico de las reuniones con la muerte —en Homero, en los escritores trágicos, en Heródoto y Tucídides, en el Sócrates platónico— sigue siendo canónico en toda la civilización occidental. Sus narraciones de la muerte en la batalla, el suicido, el asesinato, pero también la variedad de muertes naturales y el lamento o meditación que ellos inspiran, todavía no tienen igual. El inframundo está cerca y es accesible a Orfeo, a Odiseo. Hércules fija la muerte al suelo. Los grillos cantan con la voz de los poetas difuntos. Las oraciones fúnebres, las palabras de despedida de Píndaro, permiten a los muertos un orgulloso lugar en las ciudades de los vivos. Es dentro de esta prodigalidad de respuestas, de mortandades públicas y privadas, que hallamos la soberbia, seria y lírica, de la amistad con la muerte. En cierta estela sobre la muerte (que obsesionaban a Rilke), se la representa como un joven mensajero o un guía cuya gentil apariencia y ademán invita a los vivos a seguirlo hacia el más allá. Lo inevitable se hace cortés, la orden se suaviza en forma de petición. Estas fatídicas cordialidades rodean al tema de Alceste. ¿Qué muerte resulta tan misteriosamente amigable como la de Edipo en Colono? En el repertorio griego hay aquellos para quienes la muerte —quizá Odiseo entre ellos— llegará como un silencioso viento del mar en el ocaso. El Palinuro de Virgilio va de un sueño a otro. ¿Son estos los parangones que Epicarno invoca en esta frase, contraída pero íntegra?

Con urgencia disparan una alarma. En las privilegiadas economías de Occidente la longevidad va en aumento. Las miserias de la vejez se disfrazan; pero siguen siendo repugnantes. La vista y el oído se debilitan. La orina chorrea. Las extremidades se vuelven rígidas y duelen. Las dentaduras se tambalean en bocas malolientes y salivantes. Incluso con la lamentable seguridad de un bastón o de un andador, las escaleras se convierten en el enemigo. Las noches se vuelven huecas por la incontinencia y por las vejigas estériles. Pero las debilidades del cuerpo no son nada comparadas con la devastación de la mente. No solo bajo la lenta abrasión de la demencia o el alzhéimer; también en la normalidad la mente se tambalea. La fecha precisa, el nombre o la referencia se desliza del exasperado alcance. La palabra o el número preciso se desvanece en la neblina. El lapso, el foco de atención, el vigor de la concentración se vuelve débil, enfermizo, ineficaz. Los viejos se repiten sin darse cuenta. Sus horas se vuelven cada vez más rancias. Es como si el olor a orines, a excremento, a sudor bajo el sobaco, a las encías que se pudren, infectara la conciencia misma. Los animales parecen percibir ese olor rancio.

En consecuencia, miles, decenas de miles de mujeres y hombres soportan sus últimos años mirando a la nada, en salas decoradas con mal gusto y habitaciones que con frecuencia no cuentan con calefacción; en hogares para ancianos tapizados con chintz, pacificados por telenovelas y tranquilizantes, o aguardando ansiosamente para que los cuidadores limpien su contraído y empapado trasero. Vidas vegetales prolongadas sin ningún propósito social. Incluso la masturbación se seca y en vano intenta resucitar recuerdos con una sonrisa de superioridad. La carga económica es inmensa. ¿Cómo ha de financiar uno las incontenibles necesidades de los impotentes? Aunque refrenados por la obligación o la compasión menguante, los jóvenes pronto se constriñen ante la visita a los ancianos; ante el aire con olor a muerte que los rodea. Los aborrecimientos silenciosos se acumulan. Observando a los moribundos, escuchando su balbuceo, los jóvenes atisban la probable desdicha de su propio futuro. Bendecidos están aquellos que se van más o menos intactos, en posesión de sus recursos mentales, entre objetos que atesoran y mediante la vía del sueño. ¿Cuántos son?

Pero el remedio está al alcance. El suicido encarna, respalda la libertad. No elegimos nuestro nacimiento. Pero podemos reclamar la autonomía de nuestro ser, de nuestra «autoposesión» —un término definitivo— al elegir la manera y el momento de nuestra muerte. La geriatría, remanente de teologías obsoletas, busca privarnos de esta libertad fundamental. ¿Hay algo más cruel, más éticamente reprobable que el dictado que mantiene vivo a quien está mentalmente extinguido, al paralítico, a quienes son alimentados mediante tubos? ¿Qué tiranía hay más obscena que la que prohíbe liberar al que se encuentra en coma, a quienes están encarcelados por la inmovilidad, a los muertos vivientes conectados a un respirador artificial, vaciando sus intestinos bajo licencia química? Está en juego mucho más que la dignidad. Es nuestra humanidad esencial. A la larga, comprender esto significa ganar terreno. Los derechos estoicos, epicúreos, a la libertad de la muerte elegida están volviendo. El acceso a la muerte asistida ahora oscila de la representación real a una multitud de disertaciones clínicas encubiertas. La institución médica muestra signos de un incómodo sentido común. Sin embargo, aún está por venir una revolución social y legal más radical. La eutanasia, asumidas las precauciones indispensables, debe volverse una opción básica. Solo entonces nuestra conciencia, nuestro espíritu, podrá «liberarse a los elementos».

Solo entonces, para usar los términos de Epicarno, la muerte en verdad se volverá una amiga, una invitada de honor incluso al rayar el alba.