CAPÍTULO NOVENO

Más tarde —sobre todo Laurence— se reprocharon haber vivido mal aquellas semanas, haberlas vivido sin poner atención, esperando agitados, llenos de problemas y con mal humor. ¿Qué hacer cuando todo va en contra de uno?

Primero fue el tiempo. Charles, al que le gustaban los acontecimientos memorables, debía estar contento. Los periódicos dijeron que a mediados del pasado siglo, había ocurrido algo semejante. Durante cuatro días llovió a cántaros, sin parar, sin dar tiempo casi de ir a casa de madame Josse, por ejemplo. Luego, un buen día, el cielo amaneció pálido y la gente, en la calle, parecía estar ejecutando un ballet grotesco porque, simplemente, trataban de andar sobre el suelo helado.

Domingo llovió también y hubo un momento que el tamborileo de la lluvia les impidió oírse unos a otros. La mesa estaba preparada para la merienda, esta vez en el comedor, y en la cocina habían puesto la de los pequeños. Céline había traído los suyos y no pararon de subir y bajar la escalera, a pesar de que trataba de hacerles obedecer.

El novio se llamaba Hugon, Pierre Hugon, y permaneció sentado cerca de Camille. Quizás estuviese aturdido por encontrarse en medio de tanta gente. Camille le había explicado todos los pormenores de la familia, pero cada vez que sonaba el timbre se debía preguntar si faltaban muchos por llegar.

Arthur había venido en su camioneta y quería a toda costa que la fueran probando por turno, en medio de la lluvia y con un viento que hacía levantar la lona negra.

Paul parecía estar examinando, en nombre de la familia, al chico, pero Hugon no se mostraba impaciente. Contestaba tranquilamente a todas las preguntas, un poco molesto por el hecho de que fuera Paul el único que pareciese preocuparse de él y que nadie lo hiciera con Charles Dupeux.

Las cosas se agriaron casi cuando Hugon, al hablar de la ceremonia dijo:

—Mañana tengo que ir a ver al cura de la parroquia...

Todos habían presagiado la tormenta y nadie se atrevió a mirar a Paul, anticlerical rabioso, como su padre que se pavoneaba diciendo que ninguno de sus hijos estaba bautizado.

—Perdone... ¿Piensa usted casarse por la Iglesia?... ¿Es católico?...

—Personalmente no tengo creencias religiosas pero mi madre se sentiría muy desgraciada si su único hijo no se casara en la iglesia.

—Déjale, Paul —trató de cortar Laurence.

Paul se calló para volver a hablar de ello quince minutos más tarde. No se podía decir que las cosas no hubiesen transcurrido tranquilamente, pero algo las había estropeado.

Al otro día... sí, fue en la noche del lunes al martes. El tiempo había cambiado, estaba más claro pero casi no podían calentar la cocina por culpa de la cristalera, desespero de Laurence.

En medio de la noche habían oído un grito agudo. La puerta de su habitación se abrió dejando ver a Lulu, en pijama, descalza y con los cabellos alborotados. Parecía una loca o una sonámbula.

—¡Fuego!... ¡Fuego!

—¡Charles!

Camille vino, parecía tranquila.

—Es enfrente...

Se levantaron. Sólo Lulu no parecía despierta. Desde su habitación se veía el cielo rojo y, muy cerca, se oía a la gente correr, la sirena de los bomberos.

—Taparos, hijas —recomendaba Laurence—. Os vais a enfriar... ¡Camille!... Deberías dar algo de beber a tu hermana... Está blanca como un papel...

Fue la primera vez que se dieron cuenta de lo nerviosa que era Lulu. Seguramente, habría abierto los ojos y vio el reflejo de las llamas en el techo de su habitación. Estaba temblando. El suelo bajo sus pies, estaba helado. Mauricette iba envuelta en una manta.

Era en casa de los Martin, el ebanista cuyo taller caía justo detrás de las casas de enfrente. Los habitantes se agitaban, apresurándose por sacar lo más valioso de sus hogares y dejarlo en plena calle.

En modo alguno volverían a acostarse. Llegaban más bomberos. Mejor valía vestirse. Mauricette fue la primera en hacerlo. Nadie pensó en mirar la hora y se sorprendieron al ver una pálida claridad iluminar el cielo.

Los vecinos ayudaban al pobre Martin a trasladar lo que podía salvarse. Se le reconocía. Era enorme, tenía los cabellos grises y una nariz larga. Se decía que no estaba asegurado. Hacía sólo dos años que trabajaba por su cuenta, después de haberlo hecho toda la vida en casa de otros.

Prepararon café. Lulu no fue a trabajar. Estaban cansados. Hacia las diez los bomberos recogieron las mangueras y la calle adquirió su aspecto normal, pero algo imprevisto había sucedido: no tenían agua. Quizás a causa del frío una de las conducciones se había roto y alguien pretendió que había que abrir la calle para repararlo. Un policía municipal fue anunciando casa por casa que los vecinos podían ir a buscar agua en la estación, a cincuenta metros del paso a nivel.

Las desgracias llegan así, tontamente. Laurence fue a la fuente a por dos cubos, pues era el día de la colada. Se puso unos chanclos pero resbaló con el hielo y se quedó asombrada al no poderse levantar.

Camille cosía. Se sorprendía al oír el timbre y al ver a su madre transportada por dos desconocidos ayudados por una vecina.

No era más que una torcedura pero la caída y, sin duda alguna, el frío la habían trastornado y pasó un buen rato antes de que recuperara el conocimiento.

* * *

Laurence estaba inmovilizada. ¡Y pensar que apenas quedaban tres semanas para preparar el ajuar de Camille y disponer todo para la boda! Cada una de las hijas necesitaba un vestido. Hicieron venir a una costurera, mademoiselle Chantraine, que olía mal y que no se molestaba por nada. Había que dárselo todo y servirla de la mañana a la noche.

Laurence estaba sentada en el sillón de mimbre con su pierna enferma encima de una silla.

Para acabarlo de arreglar era fin de año y la ciudad estaba febril. Los almacenes habían arreglado sus escaparates y por la tarde, hacia las cinco, casi no se podía andar por las aceras, demasiado estrechas. Había tanta gente los días de frío como los de lluvia.

En casa de Dionnet había ocurrido algo grave. Martine quería ir a esquiar con dos chicas y tres chicos, dos de los cuales eran ingleses. Iban a un chalet de alta montaña y Martine había comprado todo el material necesario.

—O tu hermano te acompaña o no vas —declaró Henri, el cual a veces daba toda clase de libertades a su hija y otras se mostraba severo.

Alberto no podía acompañarla.

—Otra vez será...

—Pues yo te digo que iré —contestó Martine tranquilamente—. Soy lo bastante mayor para saber lo que debo hacer... Aunque trates de encerrarme, como a mamá... saltaré por la ventana...

Dionnet había pensado que no se iría, pero Martine se fue. Todos se preguntaban con qué dinero.

Elise había aprovechado para hacer una novena y, además, era la época del año en que el trabajo del almacén era totalmente absorbente.

¿Cómo iban a tener tiempo de ocuparse unos de otros? Cada noche Hugon, que había ya dejado las clases de taquigrafía, aparecía con un aire de disculpa. Cada noche traía caramelos y los dejaba discretamente a un lado de la mesa. Después de saludarles se sentaba junto a Camille que seguía cosiendo.

Era demasiado dulce, demasiado bien educado. Nunca llevaba la contraria a nadie. Si Laurence necesitaba algo, se precipitaba a traérselo. Durante los días que duró la avería del agua, fue a llenar los cubos a la estación.

Mauricette salía o no. Nadie lo sabía. Pasó una semana sin que se dieran cuenta. Tuvieron que contratar a una mujer de hacer faenas para que viniera a limpiar los sábados por la mañana. Paul venía a sentarse en la cocina, pero no hablaba.

Charles, que normalmente no se preocupaba de la casa, ahora no se preocupaba en absoluto y seguía jugando a su juego preferido: espiar a su cuñado, con el que no había todavía hablado.

Henri se recuperaba. No engordaba, pero tenía ya sus aires de jefe. Se había enfadado con mademoiselle Thérèse a causa de sus pañuelos en la estufa e incluso había amenazado con despedirla a pesar de que llevara veinte años trabajando.

Desde entonces no se sabía si se sonaba porque estaba resfriada o porque lloraba.

Henri entraba en el despacho diez o veinte veces al día y cada vez ocurría lo mismo. Charles no levantaba la cabeza. Dionnet tosía, encendía el puro, ya que no seguía los consejos del médico al pie de la letra y, cuando abría la boca, era para pedir un dato cualquiera.

¡No se atrevía! Sin embargo. Charles no tenía prestigio alguno, era más bien enclenque y gris, y vestía mal.

A veces sentía un escalofrío en la espalda y pensaba:

—¿Por qué no trata de matarme?

Porque únicamente él impedía a su cuñado gozar de su fortuna y de su situación. Mientras estuviese allí...

¿No resultaba más terrible aún que fuera tan humilde, tan gris, tan pequeño empleado, tan pariente pobre?

Bajaba los ojos a propósito, encogía sus hombros y hablaba respetuosamente ex profeso.

Después de la boda de Camille tomaría una decisión. Ahora decían «después de la boda de Camille», como si fuera un acontecimiento que tuviese que partir en dos sus vidas.

* * *

La carta llegó cuando Laurence comenzaba a caminar por la casa ya que no podía todavía ponerse zapatos. Fue Lulu quien la entregó a Camille. Después de unos momentos de duda, la abrió y exclamó:

—¡Es de Marie!

Fue por la mañana. Charles no se había ido y Camille tuvo que leerla en voz alta:

«Querida hermana:

»Me he enterado por la Gazette de Rouen de que te vas a casar, y quisiera ser una de las primeras en felicitarte y desearte mucha suerte. Se diría que fue un presentimiento. Cada vez que leo la Gazette de Rouen, lo cual es raro, miro con atención las notas de sociedad. Ayer leí tu nombre.

»Supongo que te sientes feliz y que toda la familia está contenta.

»También yo estoy bastante contenta. Hace diez meses me he instalado con mi amigo en el bosque de Orleans, donde hemos abierto una posada. Él estuvo de cocinero en el Ritz. Es un buen hombre. Me quiere y si no nos hemos casado todavía es porque su primera mujer hace lo imposible para no darle el divorcio. Tanto peor si nuestros padres leen esta carta. Se imaginarán cosas.

»Charles, se llama como papá, tenía unos ahorros. Hemos pedido prestados unos cincuenta mil francos para comprar la posada y tenemos ya buenos clientes, sobre todo en la época de caza. Ni más ni menos que banqueros y hombres de negocios.

»Tenemos mucho trabajo pero es agradable, me gusta, sobre todo vemos a mucha gente interesante.

»Si, a pesar de tu boda, tienes un momento libre, a pesar del lío que debe haber en casa, escríbeme dándome más detalles. ¿Qué hace Lulu? ¿Está tan delgada como siempre? Y Mauricette, ¿sigue tan orgullosa? Como que conozco a mamá sé que no habrá cambiado. Y papá, ¿sigue trabajando en casa de tío Henri?

»Pienso muy a menudo en vosotros, y esperando recibir tu carta te mando un fuerte abrazo, de todo corazón.

»Marie.»

Laurence rió:

—¡Ahora lleva un restaurante!

Toda la mañana se la pasó hablando sola. Cuando Paul llegó y se sentó cerca de la estufa, no pudo contenerse.

—¿Te acuerdas de lo que me contaste acerca de mamá?

—¿Qué quieres decir?

—Antes de su boda... de lo que hacía...

Miró a su hija que cosía a máquina y aprovechando el ruido que ésta hacía, bajó la voz para decir a su hermano:

—Marie hace lo mismo... pero por su cuenta... Lee su carta... ¡Camille!... ¿Dónde has puesto la carta de Marie?

En la última semana hubo otro problema. Laurence quería a toda costa que Henri asistiese a la ceremonia, pero para ello tenía que conseguir que Paul accediese a sentarse a la misma mesa que su cuñado.

—Si te decimos que no tienes necesidad de hablarle... Seremos lo bastante numerosos como para que no estéis uno delante del otro... ¿Qué puede importarte que venga?... No tienes más que ignorarle...

Paul meneaba la cabeza sin contestar, se hacía rogar y Laurence volvía a la carga diciéndole a Céline que insistiera también.

Luego fue una bomba. Era la última semana. Nada estaba a punto, se tenía que arreglar todo, y la arpía de la costurera estaba todo el día con ellos y les impedía hablar libremente porque era una lengua de víbora.

Sólo Bobinec podía entrar de esa manera, con un aire teatral, con una voz de trompeta, para anunciar sin tener en cuenta quién estaba oyendo:

—Adivinad dónde está Arthur...

No supieron si la noticia era mala o buena porque su aire trágico era cómico y el cómico, triste.

—¿Cómo quieres que lo sepa?

Haciendo un gesto teatral anunció:

—¡En la cárcel!

¡Era verdad! Arthur estaba en la cárcel desde el día anterior. Los gendarmes fueron a buscarle a su casa cuando estaba cenando. Él había comprendido en seguida pero su pobre mujer, que no estaba al corriente de nada, se puso furiosa.

—Paul ha ido a ver al juez. Tenemos que sacarle de allí.

Por la mañana había atropellado a un niño con su camioneta, la que Charles había pagado. Arthur se había puesto nervioso y en vez de pararse y socorrer a la víctima, había acelerado como un loco sin pensar que una mujer había tomado nota de la matrícula del coche.

En casa del juez, por la noche, le dijeron que el niño había muerto. No había dicho nada a nadie y había estado toda la tarde rodando de bar en bar.

—¿No crees que Henri puede hacer algo con tanta gente que conoce?

Laurence, ya curada, corrió a ver a Henri. Subió a ver a su hermana pero ésta la insultó a través de la puerta, diciéndole que su familia estaba compuesta por mendigos.

Bajó al despacho y vio a Charles inclinado ante el libro de cuentas.

—Arthur está en la cárcel.

—Vaya...

—Atropelló a un niño con la camioneta... ¿Henri no está?

Le vio cerca de los camiones, se puso a llorar y se acercó a él.

—Henri..., es preciso que hagas algo... Cuatro días antes de la boda de Camille... Arthur está en la cárcel... Ha...

Henri llamó a un juez conocido suyo, cuya hija era amiga de Martine, pero le respondió que no podía hacer nada.

Cuando se lo contó a Paul éste se mostró irónico.

—Si fuera tan rico como tu cuñado le hubieran dejado en libertad bajo fianza..., pero es un pobre hombre que debe ganar dinero para alimentar a su familia...

—Paul, ¡prométeme que vendrás!

No quiso hacerlo, pero no dijo ni sí ni no.

—¡Esta gente me repugna!

Hugon continuaba tranquilo, dulce y seguía viniendo cada noche. Se sentaba en el mismo sitio y era capaz de permanecer así, sin hablar, si nadie le decía nada.

—Después de la boda tendremos que ocuparnos de Lulu —dijo Laurence, dos días antes de la ceremonia—. Desde el día del incendio no parece la misma. No se recupera del shock.

Fue lo único que se dijo. Había demasiadas cosas en qué pensar.

Llegó el día señalado, la hora precisa, cuando todos creían que tenían todavía tiempo. Se vistieron con las puertas abiertas, llamándose unos a otros para ayudarse. Había que coser un corchete, arreglar una costura...

Cuando el coche se paró ante la puerta, Laurence, sin razón alguna, se echó a llorar. Camille lloró más y tuvieron que subir en el auto con los ojos hinchados y rojos.

Hacía frío. Los vestidos de satén o de seda eran ligeros. Habrían necesitado abrigos de piel. Sólo Mauricette lo llevaba puesto. Dijo que una amiga se lo había prestado.

La señora Hugon era inválida y no había podido asistir a la boda. Vivía en los suburbios de París. Hugon había escogido como testigo a uno de los profesores de contabilidad que había venido en smoking, y que se había cortado al afeitarse. Paul había rehusado vestirse de otro modo.

Era sábado. La gente iba hacia la estación, vestidos de sport, con esquíes sobre los hombros. Elise se había levantado en el último minuto. Andaba perdiendo el equilibrio y tenía la boca pastosa y la mirada perdida. Las sirvientas la habían ayudado a prepararse.

Berthe, la hija de Paul, iba de dama de honor con Lulu, vestidas de azul pálido, pero Berthe, como por casualidad, tenía un grano sobre la nariz.

Charles pasó inadvertido. No se le veía y, no obstante, estaba ahí. Nadie se ocupaba de él. Hubo un momento en que se vio en medio de otro cortejo y le costó trabajo encontrar el suyo.

La sala estaba helada y tuvieron que esperar mucho rato. Había una boda de gente rica, con una larga hilera de coches. Henri y Paul simulaban ignorarse, pero una casualidad maliciosa pareció ponerles constantemente uno al lado del otro.

Clémence no pensaba más que en su marido, en la cárcel, y hablaba de ello con todos los invitados.

Ya en la iglesia, Paul se las ingenió para demostrar claramente que quería permanecer ajeno a estos melindres, y al firmar en el registro, puso debajo de su firma los tres puntos masónicos.

Fueron al restaurante Cardinal. Había tres bodas en tres salones diferentes. El color rojo de la langosta resaltaba sobre la blancura de los manteles.

A las cuatro los recién casados debían tomar el tren que les conduciría hacia París, y después de haber ido a despedirse de la madre de Hugon, irían hacia Marsella para embarcarse.

Camille miraba a su madre, a sus hermanas y a sus tías como si quisiera no separarse de ellas. Bobinec, a escondidas, leía y releía las palabras que había compuesto para la circunstancia y que pensaba recitar a los postres.

Charles también había preparado algo. Era una idea que había tenido la víspera estando ya acostado. Había deslizado cien billetes de mil francos en un sobre que había lacrado. Luego, cuando la pareja se dispusiera a irse, daría el sobre a Hugon diciéndole:

—Lo abrirá sólo cuando esté en El Cairo...

Le divertía pensarlo mirando a Henri. Gozaba con la idea de volver a ocupar su sitio el lunes, en la jaula acristalada, y con la de ver a su cuñado dar vueltas en torno a él.

Los de la otra boda habrían empezado antes que ellos porque se les oía cantar y recitar monólogos. Bobinec estaba impaciente. Los hijos de Céline, vestidos con trajes nuevos, comían en una pequeña mesita y alguien había colocado entre dos sillas la cuna del pequeñín, al que Céline iba a amamantar.

Tenían un poco de miedo a Paul porque sabían que era capaz de atacar a Dionnet o a los ricos en general, o a los curas. Laurence le miraba de vez en cuando, como suplicándole.

El fotógrafo fue divertido. Había venido para las tres bodas. Colocó a todos, los niños sentados en el suelo, la novia y Hugon en unas sillas y los demás detrás en semicírculo.

—¿Dónde está Lulu? —preguntó Berthe sorprendida porque tenía que estar con la otra dama de honor.

Creyeron que estaba en el lavabo. Berthe fue a mirar y el fotógrafo se impacientó.

¡Lulu no estaba!

—Estará cansada —apuntó Laurence—. Desde el incendio, no es la misma...

—¿No habrá regresado sola?

El fotógrafo trabajó sin ella. Bobinec hizo su discurso en medio de un ruido infernal. Elise, que había bebido a pesar de las miradas imperiosas de su marido, sollozaba explicando que era la mejor de las mujeres. Había llegado la hora. Los novios tenían que irse. Se besaron y abrazaron. El salón que había estado muy caldeado se volvió helado, glacial, porque alguien había dejado una puerta abierta.

Se repartieron puros. Los hijos de Céline corrían por toda la casa y se divertían deslizándose, como sobre el hielo, por el parquet de los salones, incluyendo el de las otras bodas.

El desorden no duraba desde hacía unas horas, sino desde hacía semanas. Nadie sabía dónde estaba, se buscaban unos a otros.

—Ojalá que Paul y Henri...

Se les vio discutir apaciblemente, fumando un puro cada uno, sentados cerca de una ventana.

¿Se habría ido ya Camille? La buscaron y también a Hugon. Laurence estaba abajo, cerca del coche lleno de flores blancas que tenía que llevarse a su hija.

Todavía quedaba algo de beber. Bobinec se aprovechaba y su mujer, preocupada por los niños, no podía vigilarle debidamente. Si se emborrachaba, nadie podría impedir que cantara canciones groseras.

Charles observó que Mauricette sonreía desdeñosamente al observar con desprecio la reunión familiar.

No se podía verles a todos a la vez. Clémence, la mujer de Arthur, fue de las primeras en marcharse, porque tenía una cita con el abogado. Luego Henri se llevó a Elise antes de que fuera demasiado tarde.

Habían encendido las guirnaldas. Tenían que irse, pero la cosa se iba alargando ante el desespero de los camareros. No quedaban más que dulces y un poco de champán en las botellas. Se bebía en cualquier vaso. La atmósfera era tan lánguida como la de los domingos en casa de Laurence y habían olvidado que estaban vestidos de ceremonia.

—¿Qué te ha dicho, Paul?

—Fue él quien me habló primero... Me ha dicho que si había que pagar la fianza de Arthur, estaba dispuesto a hacerlo... Dice que es malo para su negocio tener un cuñado en la cárcel... Entonces yo le he contestado...

Su anciana madre estaba sola en su sitio, esperando que todo acabara y mirando la agitación de su familia.

—¿No tiene frío, mamá? —preguntó Céline—. Tenía que haber traído un chal...

—No te preocupes, hija... Ya tenéis bastante con ocuparos de todo...

El hijo de Céline estaba llorando. Intentó recoger a su familia, pero sólo consiguió llevarse a Bobinec, que cantaba sus canciones en la boda de al lado y al que estaban aplaudiendo en medio de grandes risas.

—Mamá —suplicaba Mauricette, tirando de la manga a su madre.

Tenían que irse.

—¿Está listo tu padre?

—Está esperando...

—Yo también...

Se sorprendieron porque solamente eran tres en el coche que habían alquilado. No dijeron nada. No estaban tranquilos, Laurence tenía ganas de llorar, sin duda porque era una tradición hacerlo en todas las bodas.

Les pareció raro llegar a casa en automóvil, esperar en el paso a nivel cuando sólo había unos pasos para llegar a ella. Madame Josse miraba por el escaparate. Mauricette bajó primero y buscó la llave en su bolso. La casa estaba helada y las voces resonaban de forma extraña.

Antes de cambiarse Laurence quiso encender la estufa, pero sus gestos eran tan torpes, debido al vestido, y el fuego tardaba tanto en prender que cogió el bidón de petróleo y regó el carbón.

El olor del petróleo invadió la casa.

—Lulu... —gritó Mauricette en la escalera.

Las puertas se abrieron y se cerraron, y Mauricette continuó gritando:

—¡Lulu!

Charles acababa de colgar el abrigo en la percha y empezó a subir la escalera. ¿Para qué iba hasta el segundo piso?

Abrió la puerta del granero y un largo silencio se extendió por la casa.

—¡Mauricette! —acabó por decir, inclinándose sobre la barandilla—. Sube un momento...

—¿Qué es?

Se calló al ver a su padre, pálido, que le indicaba guardara silencio con un dedo sobre los labios.

Entonces lo vio... Una larga silueta azul pálido, sin pechos, sin caderas, colgaba del tragaluz... una masa de satén azul y dos pies torcidos...

—Avisa a tu madre, con cuidado..., que no suba en seguida...

Estaba tranquilo como siempre, vacío, y las pupilas de su ojos parecían transparentes.

—¡Ve!...

* * *

En un garaje, en algún sitio, un chico de diecinueve años llamado George, vestido también de azul, estaba echado debajo de un coche. Sacó la cabeza para ver la hora, puesto que la hija del doctor le estaba esperando en una esquina, mirando las grandes agujas de un reloj eléctrico.

Era un fin de semana y también el final de aquel año. Las tiendas permanecerían abiertas el domingo a causa de las fiestas. Las gentes regresarían a sus casas escondiendo paquetes y deslizándolos en los armarios o bajo las camas para dar sorpresas.

Los trenes silbaban y el guardagujas tenía un brasero.

Laurence se había torcido un pie. Arthur estaba en la cárcel. Henri y Paul habían hecho las paces. Camille se había ido.

Se habían dado cuenta de que Lulu estaba pálida. Fue Laurence. Habían decidido ocuparse de ella tan pronto terminara la fiesta.

Pero, ahora, Lulu estaba muerta.

Era demasiado tarde para llamar a Camille y a su marido. Era verdad, ¡tenía un marido!

Marie estaría en su posada y no habría tenido ocasión de leer la Gazette de Rouen. Olvidaron decírselo.

Cuatro días después de la boda, la familia se reunía para el entierro. Luego estuvieron otra vez reunidos en la cocina con Paul y sus aires de personaje principal y Charles pasando inadvertido.

Diluviaba. En el cementerio, de arcilla pegajosa, donde el ataúd de Lulu había desaparecido, no habían podido acercarse a la parte nueva, donde había unas pocas tumbas de piedra. No había sacerdote a causa del suicidio y Paul no tenía nada que decir.

Cuando todos se fueron sólo quedó Mauricette.

O había cambiado de idea o las cosas no andaban bien con el conde. Había escrito a Marie y ésta le había contestado:

—Si quieres...

Mauricette les anunció:

—Voy a trabajar con Marie...

Era capaz de robarle su amigo. Así era su carácter. No se interesaba más que por los hombres ajenos.

Charles estaba tan apagado que aparentaba su edad, cuarenta y ocho años, y ya no era rubio sino gris.

Laurence se quejaba de reumatismo y decía que era por culpa de esa asquerosa cocina acristalada en donde hacía demasiado calor en verano y demasiado frío en invierno.

«Queridos papas...», escribía Camille.

¡Desde El Cairo!

Arthur tenía que cumplir seis meses de prisión. La camioneta había sido requisada. Bobinec, al haber actuado en la boda de al lado, había encontrado la ocasión de exhibirse en otras fiestas en donde se le pagaba y cada día se ocupaba menos de pintar.

Martine volvió con un futuro marido y fijó la cantidad a que debía ascender su dote.

Charles continuaba yendo todas las mañanas a su trabajo, sentándose en el mismo sitio con su chaqueta vieja y su visera verde.

Elise murió y Martine reclamó la parte que le correspondía de la herencia. Vivía en el sur de Inglaterra y hablaba con acento inglés.

La casa de la plazoleta del Mercado, para la que habían derribado tres casitas apretadas, estaba vacía.

La casa de los Dupeux, aparte Laurence y Charles, también estaba vacía.

Laurence continuaba remoloneando en la cocina, ante la taza de café con leche, y leyendo el periódico. Seguía yendo a hacer sus compras por el barrio en zapatillas, y seguía comprando la charcutería en casa de Josse.

—¿Y su hija?..., la que está en Egipto.

—Espera un hijo..., desgraciadamente está muy lejos.

Tan lejos que no era capaz de imaginar cómo era aquello. Las fotografías que le mandaban no le decían nada. Iban vestidos de blanco en pleno invierno.

Charles envejecía, pero no por ello había cambiado. Por las tardes escribía cartas a Camille y a Marie.

«Abraza a Mauricette...»

Su verdadera vida estaba en el despacho, en la jaula acristalada, donde seguía esperando a Henri en silencio, obstinado en su mutismo, con objeto de cocer a su cuñado a fuego lento.

Nieul, octubre de 1939.