Capítulo dos

Fuera encontró de nuevo el sol, el olor de los primeros días primaverales, con un ligero sabor a polvo ya, y volvió a ver a los ángeles guardianes del Elíseo andando pausadamente. Como la otra vez, le dirigieron un ligero y discreto saludo para darle a entender que lo habían reconocido.

Una vieja, sentada en la esquina de Rond-Point, estaba vendiendo lilas que todavía conservaban el perfume de los jardines de los alrededores de la ciudad. Resistió al deseo de comprar un ramo. ¿Qué aspecto habría tenido entrando en el Quai des Orfèvres con un ramo de flores en la mano?

Se encontraba ligero, con una ligereza especial. Acababa de salir de un mundo nuevo, desconocido, donde se había encontrado menos desplazado de lo que en principio había creído. Mientras andaba por la acera en el codo a codo con los transeúntes recordaba aquel piso solemne en el que gravitaba la sombra del gran magistrado que quizá había dado allí años atrás grandes recepciones.

Desde el principio, como para ponerlo en guardia, Parendon le había dirigido un guiño que significaba:

—No se deje engañar. Todo esto es simple decoración. Incluso lo del Derecho Marítimo es una tontería…

Y como si sacara un juguete, había hablado del artículo 64, que era lo que más le interesaba en este mundo.

A no ser que Parendon fuera un astuto hipócrita… Desde luego, por el momento Maigret se sentía atraído por aquel enanito saltarín que le devoraba con los ojos como si jamás hubiera visto a un comisario de la P. J.

Aprovechó el buen tiempo para descender por los Campos Elíseos hasta la plaza de la Concordia y allí cogió un autobús. No encontró sitio en la plataforma y tuvo que sentarse en el interior y apagar la pipa.

Era la hora de la firma en la P. J. y tardó unos veinte minutos en acabar con el correo. Su mujer se quedó muy sorprendida al verle llegar a las seis tan satisfecho.

—¿Qué tenemos para cenar?

—Había pensado hacer…

—Nada, nada, cenaremos fuera… No importa dónde, pero fuera de casa.

Aquél no era un día como otro cualquiera, y quería que continuara siendo diferente hasta el final.

El día se había alargado ya. Encontraron en el Barrio Latino un restaurante con una terraza rodeada de una mampara de vidrio, y dentro un brasero ardía alegremente. La especialidad de la casa eran los mariscos. Maigret comió de casi todas las clases, incluidos unos erizos de mar llegados del Midi por avión aquel mismo día.

Su mujer le miraba sonriente.

—Se diría que has tenido un buen día.

—Sí, he conocido a un tipo extraordinario… y he estado en una casa extraordinaria en la que viven personas extraordinarias…

—¿Algún crimen?

—No lo sé… Todavía no lo han cometido, pero puede ser cometido de un momento a otro… Y, en este caso, me pondrían en una situación muy comprometida por cierto…

Le hablaba raramente de los casos que tenía entre manos, y, normalmente, se enteraba antes de ellos por la radio y los periódicos que por boca de su marido. Pero esta vez Maigret no resistió la tentación de enseñarle la carta.

—Lee…

Estaban en los postres. Habían bebido con los salmonetes a la parrilla un Pouilly ahumado cuyo perfume flotaba todavía a su alrededor. La señora Maigret lo miraba sorprendida al devolverle la carta.

—¿Se trata de un muchacho? —le preguntó.

—En efecto, hay un chico en la casa. Todavía no lo he visto. Pero hay chicos viejos a veces y también muchachitas de edad madura…

—¿Y qué opinas de todo eso?

—Que alguien ha querido que entrara en la casa. De lo contrario no habría usado un papel de cartas que sólo se encuentra en dos papelerías de París.

—¿Está proyectando cometer un crimen, pues?…

—No dice que esté proyectando cometer un crimen… Me anuncia uno, con aire de no saber demasiado quién será el asesino…

Por una vez la señora Maigret dejó de tomarlo en serio.

—Supongo que ya te habrás dado cuenta de que todo esto es una broma.

Pagó la cuenta. Hacía tan buen tiempo que volvieron a casa a pie, dando un rodeo para pasar por la isla de Saint-Louis.

Volvió a encontrar lilas, en la calle Saint-Antoine, y compró un ramo, de este modo consiguió ver colmado su deseo de ver flores en el piso aquel día.

Al día siguiente por la mañana, el sol era tan claro y tan transparente como el día anterior, pero nadie le prestaba atención ya. Vio a Lucas, a Janvier, y a Lapointe a la hora del pequeño informe. Inmediatamente empezó a buscar la carta entre el paquete que había dejado el cartero.

No estaba seguro de encontrarla porque el anuncio en Le Monde había aparecido por la tarde y Le Fígaro acababa de publicarlo hacía sólo unas horas.

—¡Está aquí! —dijo de pronto enarbolando el sobre en la mano.

El mismo tipo de sobre, la misma letra de imprenta de cuidado trazo y el mismo papel de cartas del que habían cortado igualmente el membrete.

Ya no le llamaba señor inspector jefe y el tono había cambiado:

Se equivocó usted, señor Maigret, al venir antes de haber recibido mi segunda carta. Todos están alarmados y corremos el riesgo de precipitar los acontecimientos. El crimen ahora puede ser cometido inmediatamente y en parte será por su culpa.

Creía que era un hombre más paciente y sereno. ¿Creía usted que iba a ser capaz de descubrir en una tarde los secretos de una casa?

Es usted más crédulo y tal vez más vanidoso de lo que yo suponía. No puedo ayudarle más. Lo único que puedo aconsejarle es que continúe su investigación sin creer a pies juntillas lo que puedan decirle.

Reciba mis saludos. A pesar de todo conservo mi admiración por usted.

Los tres hombres que estaban frente a él se dieron cuenta de que de repente se había puesto de mal humor. Muy a su pesar les tendió la hoja. Éstos todavía se pusieron de peor humor que su jefe al ver la desenvoltura con que aquella persona que se mantenía en el anonimato trataba a su jefe.

—¿No cree que puede tratarse de la broma de un chiquillo que se está divirtiendo de lo lindo?

—Eso fue lo que mi mujer me dijo ayer por la noche.

—¿Y usted qué cree?

—Que no se trata de ninguna broma.

No, Maigret no creía que fuese una broma de mal gusto. Consideraba muy en serio ese asunto. Y, sin embargo, no había nada dramático en el ambiente de la calle Marigny. Todo, en aquel piso, era claro y ordenado.

El mayordomo lo había acogido con serena parsimonia. La secretaria de curioso apellido era simpática y graciosa. En cuanto a Maître Parendon, a pesar de su extraño aspecto, se había mostrado un anfitrión verdaderamente alegre y acogedor.

La idea de que podía tratarse de una broma a Parendon tampoco parecía habérsele ocurrido. No había protestado de aquella intrusión en su vida privada. Había hablado de cosas completamente dispares como cuando se refería al artículo 64, pero, aun así, Maigret había notado una angustia latente durante todo el tiempo que había durado la conversación.

El comisario no habló de ello a la hora del informe. Se daba cuenta de que sus colegas se limitarían a encogerse de hombros ante el relato de una historia tan novelesca.

—¿Nada nuevo en su departamento, señor Maigret?

—Janvier está a punto de detener al asesino del empleado de correos… Estamos casi seguros, pero es preferible esperar aún un poco para saber si tuvo algún cómplice… Vive con una joven que está embarazada…

Todo era corriente, trivial, cosa sabida. Una hora más tarde entraba en la casa de la avenida Marigny y el portero uniformado le saludaba a través de la puerta de cristal.

El mayordomo Ferdinand le preguntó mientras le cogía el sombrero:

—¿Desea que le anuncie al señor?

—No. Lléveme al despacho de su secretaria…

—¡La señorita Vague!

De nuevo aquel apellido. La secretaria ocupaba una pequeña habitación rodeada de ficheros pintados de verde, y estaba escribiendo en una máquina eléctrica, último modelo.

—¿Era a mí a quien deseaba ver? —preguntó sin turbarse lo más mínimo.

Se levantó, miró a su alrededor y le indicó una silla cerca de la ventana que daba al patio.

—Lamento no poderle ofrecer ningún sillón. Si quiere, podemos ir a la biblioteca o al salón…

—No. Prefiero quedarme aquí…

Se oía un aspirador eléctrico. Y el ruido de otra máquina de escribir en uno de los despachos. Una voz de hombre que no era la de Parendon, estaba diciendo por teléfono:

—Claro que sí, claro que sí… Le comprendo perfectamente, querido amigo, pero la ley es la ley, aunque a veces parece que vaya contra el sentido común… Claro que le he hablado de ello, naturalmente… No, no puede recibirle hoy ni mañana, y además tampoco serviría de nada…

—¿M. Tortu? —preguntó Maigret.

La chica asintió con un movimiento de cabeza. Era el pasante el que hablaba en la habitación vecina. La señorita Vague fue a cerrar la puerta, cortando el ruido como si hubiera cerrado una radio. La ventana estaba entreabierta y permitía ver a un chófer de mono azul lavando un Rolls-Royce con una manguera.

—¿Pertenece al señor Parendon?

—No, a los inquilinos del segundo, unos peruanos.

—¿El señor Parendon tiene chófer?

—A la fuerza, su vista no le permite conducir.

—¿Qué coche tiene?

—Un Cadillac… La señora lo usa más que él, aunque dispone de un pequeño coche inglés… ¿El ruido no le molesta?… ¿Prefiere que cierre la ventana?

—No.

El agua formaba parte de la primavera, del ambiente de una casa como aquélla.

—¿Sabe por qué estoy aquí?

—Solamente sé que estamos todos a su disposición y que tenemos que contestar a sus preguntas, aunque puedan parecernos indiscretas…

Maigret sacó una vez más la primera carta de su bolsillo. Cuando volviera al Quai la haría fotografiar, si no aquel anónimo acabaría convirtiéndose en un miserable trozo de papel sucio y arrugado.

Mientras leía, Maigret examinaba la cara de aquella chica que las gafas con montura de concha no lograban afear. No era guapa en el sentido habitual de la palabra, pero resultaba agradable mirarla. Su boca sobre todo, carnosa, sonriente y bien dibujada, retenía la atención.

—¿Bueno? —le dijo devolviéndole la hoja.

—¿Qué opina usted de ella?

—¿Qué opina el señor Parendon?

—Lo mismo que usted.

—¿Qué quiere usted decir?

—Que no se ha sorprendido más que usted al leerla, señorita.

Trató de sonreír, pero Maigret notó que había dado en el blanco.

—¿Tendría que haber reaccionado de otra manera?

—Cuando uno lee que va a ser cometido un asesinato en una casa…

—Eso puede ocurrir en cualquier casa, ¿no es cierto? Supongo que toda persona antes de que se convierta en un criminal debe comportarse como cualquiera, si no…

—Si no arrestaríamos antes del crimen a los futuros criminales, cierto.

Resultaba curioso que aquella muchacha hubiera pensado en aquello. Pocas personas a lo largo de su larga carrera habían tenido ante Maigret un razonamiento tan simple y acertado.

—He hecho insertar el anuncio y esta mañana he recibido una segunda carta.

Maigret se la tendió y la leyó con la misma atención, pero esta vez con una cierta ansiedad.

—Empiezo a comprender —murmuró.

—¿Qué?

—Que esté usted intranquilo y que se encargue personalmente de la investigación…

—¿Me permite fumar?

—¿Cómo no? Incluso yo puedo fumar también, cosa que no suelen permitir en otros despachos…

Encendió un cigarrillo con gesto sencillo. Fumaba sin nada de afectación porque le gustaba y al hacerlo se echaba un poco hacia atrás en su silla giratoria. El despacho no se parecía nada a un despacho comercial. Aunque la máquina de escribir era de metal, tenía al lado una bonita mesa de estilo Luis XIII.

—¿Al pequeño Parendon le gusta gastar bromas?

—¿A Gus? Nada de eso. Es inteligente y reservado. Siempre es el primero de su clase, aunque estudia muy poco.

—¿Cuál es su mayor afición?

—La música y la electrónica… Ha instalado en su habitación un sistema muy perfeccionado de alta fidelidad y está suscrito a no sé cuántas revistas científicas… Mire, aquí mismo hay una que ha llegado en el correo de esta mañana… La Electrónica del Mañana. Soy yo quien se las dejo en su habitación…

—¿Sale mucho?

—No estoy aquí por las noches, pero creo que no.

—¿Tiene amigos?

—Conozco a uno que viene a escuchar discos y a hacer experimentos con él…

—¿En qué relaciones está con su padre?

Pareció sorprenderle la pregunta. Se quedó un momento reflexionando y después sonrió para excusarse.

—No sé qué contestarle. Hace cinco años que trabajo para el señor Parendon. Es el segundo empleo que tengo en París.

—¿Cuál fue el primero?

—Trabajé en una casa comercial de la calle Réaumur. No me gustaba aquel trabajo.

—¿Quién le presentó aquí?

—Fue René… Quiero decir el señor Tortu… quien me habló de este empleo…

—¿Le conoce usted mucho?

—Cenamos por la noche en el mismo restaurante de la calle Caulaincourt.

—¿Vive usted en Montmartre?

—En la plaza Constantin Pecqueur…

—¿Tortu es su amiguito?

—Mide un metro noventa, sirva de aclaración… Y excepto una vez no ocurrió nada más entre nosotros…

—¿Excepto una vez?

—He recibido instrucciones de ser completamente sincera con usted… Una noche, poco antes de que yo empezara a trabajar aquí, fuimos juntos al cine de la plaza Clichy y al salir de «Chez Maurice»… «Chez Maurice» es nuestro restaurante de la calle Caulaincourt…

—¿Cenan siempre allí?

—Casi cada noche… Formo parte del mobiliario casi…

—¿Y él?

—Viene menos desde que está prometido.

—Y después del cine…

—Me pidió que le permitiera beber una última copa en mi casa. Habíamos bebido ya algunas y yo estaba algo mareada… Al principio me negué porque me horroriza que un hombre entre en mi apartamento. Es algo casi físico… Preferí ir a su casa de la calle Saules…

—¿Por qué no volvió?

—Porque no fue bien nuestro primer encuentro íntimo, ambos nos dimos cuenta… Cuestión de temperamento… Pero seguimos siendo buenos compañeros…

—¿Se casa pronto él?

—No creo que tenga excesiva prisa…

—¿Su novia es secretaria también?

—Es la ayudante del doctor Parendon, el hermano del jefe…

Maigret fumaba su pipa lentamente, tratando de compenetrarse con aquel pequeño mundo que la víspera aún no conocía y que acababa de surgir ahora, de repente, en su vida.

—Ya que estamos hablando de esto, le voy a hacer otra pregunta indiscreta. ¿Se acuesta usted con el señor Parendon?

Era su modo de ser. Aquella chica primero escuchaba atentamente con cara seria, al cabo de unos momentos empezaba a sonreír con una sonrisa a la vez maliciosa y espontánea y empezaban a reírle los ojos tras los cristales de las gafas.

—En cierto sentido sí. A veces lo hacemos, pero siempre a salto de mata, de manera que la palabra acostarnos no es la adecuada, ya que nunca hemos estado acostados uno junto a otro…

—¿Tortu lo sabe?

—Nunca hemos hablado de eso, pero debe suponerlo.

—¿Por qué?

—Cuando haya visitado mejor el piso lo comprenderá. Mire, durante todo el día van y vienen por la casa muchas personas… El señor y la señora Parendon, los dos niños, o sea cuatro… Tres que estamos en el despacho, son siete… Ferdinand, la cocinera, la doncella, y la mujer de faenas, once… Eso sin hablar del masajista de la señora, que viene cuatro veces por semana, ni de sus hermanas, ni de las amigas de la señorita… Sí, aunque el piso tiene muchas habitaciones, acabamos siempre por encontrarnos unos a otros… Sobre todo aquí…

—¿Por qué aquí?

—Porque es en este despacho donde todos vienen a buscar el papel, los sellos… Si Gus necesita un trozo de cordel, lo viene a buscar a mis cajones… Bambi siempre necesita sellos… En cuanto a la señora…

Maigret la miraba con curiosidad.

—Está en todas partes… Sale mucho, desde luego, pero nunca se sabe si está fuera o en casa… Ya habrá usted visto que todos los corredores y la mayor parte de las habitaciones están revestidas de moqueta… No se oye andar… De repente la puerta se abre y se ve entrar a alguien a quien uno no esperaba… A veces empuja esta puerta y murmura como si se hubiera equivocado: perdón…

—¿Es curiosa?

—O aturdida… A no ser que le haya cogido una manía…

—¿No le ha sorprendido nunca con su marido?

—No podría asegurarlo… Una vez, poco antes de Navidad, cuando todos creíamos que estaba en la peluquería, entró en un momento muy delicado… Tuvimos tiempo de disimular, supongo, pero no es seguro… Entró con gran naturalidad y empezó a hablar con su marido del regalo que acababa de comprarle a Gus…

—¿No cambió de actitud hacia usted?

—No. Es amable con todo el mundo, de una amabilidad muy particular. Siempre parece que esté por encima de todo y de todos. Yo la llamo el ángel protector…

—¿No le gusta?

—No me gustaría que fuera amiga mía, si es a eso a lo que se refiere.

Se oyó un timbre y la muchacha se levantó en seguida.

—Perdone, el jefe me llama…

Estaba ya en la puerta; al pasar cogió un cuaderno de notas y un lápiz.

Maigret se quedó mirando; en el patio, donde aún no daba el sol, el chófer estaba secando ahora el Rolls con una gamuza mientras silbaba una tonadilla.

La señorita Vague no volvía, Maigret permanecía sentado en su sitio, cerca de la ventana, sin impacientarse, él que siempre detestaba tener que esperar. Habría podido ir a dar un paseo por el corredor o ir al despacho de Tortu o de Julien Baud, pero se sentía abotargado. Con los ojos semicerrados miraba distraídamente ora un objeto ora otro. La mesa que servía de escritorio tenía pesados pies de roble ornados con sobrias esculturas, antes debía de haber estado en otra habitación. Los pies estaban algo desgastados por el uso del tiempo. Sobre la mesa había una carpeta beige con esquinas de cuero. El plumero era muy ordinario, de plástico, y contenía estilográficas, lápices, una goma y portapapeles. Cerca de la mesa de la máquina de escribir había un diccionario.

De repente, Maigret frunció las cejas, se levantó sin ganas y se acercó a la mesa para verla mejor. No se había equivocado. Podía distinguirse perfectamente un pequeño corte todavía reciente en la madera; al parecer, había sido hecho con la punta de un cortapapeles al cortar una hoja de papel.

Cerca del plumero había una regla llana de metal.

—¿También usted se ha dado cuenta?

Maigret se sobresaltó. Era la señorita Vague quien había dicho aquello. Acababa de entrar llevando su bloc de notas en la mano como siempre.

—¿A qué se refiere?

—Al pequeño corte… Es una pena estropear de esta forma una mesa tan bonita, ¿no cree?

—¿Sabe usted quién lo ha hecho?

—Puede haberlo hecho cualquiera que tenga acceso a esta habitación. Ya le he dicho que aquí todo el mundo entra cuando quiere…

Ya no tenía nada más que buscar allí. El día anterior se había prometido examinar las mesas de aquella casa y se había dado cuenta de que el papel había sido cortado de un modo casi perfecto, como a máquina.

—Me ha dicho el señor Parendon que si no le molesta desearía verle…

Maigret se dio cuenta de que no había nada escrito en el cuaderno de notas.

—¿Le ha contado usted nuestra conversación?

La chica contestó tranquilamente:

—Sí.

—¿Incluso lo referente a sus relaciones con él?

—Claro.

—¿La ha llamado precisamente para eso?

—No, necesitaba preguntarme algo sobre el expediente que tiene ahora entre manos…

—Volveré dentro de unos momentos. Supongo que no será necesario que anuncie mi visita…

La chica sonrió.

—El señor Parendon le ha dicho que podía andar por la casa con toda libertad, ¿no?

Maigret llamó a la puerta de roble por simple rutina y entró. Inmediatamente se encontró ante aquel hombrecillo que estaba sentado tras un enorme escritorio que aquella mañana estaba cubierto de documentos de aspecto oficial.

—Entre, señor Maigret… Perdone por haberle hecho venir… No sabía que estaba hablando con mi secretaria… Qué, ¿ya empieza a conocer mejor esta casa, señor comisario?

»¿Resultaría demasiado indiscreto pedirle que me dejara echar una ojeada a la segunda carta?

Maigret se la alargó de buena gana y tuvo la impresión de que la cara casi incolora del abogado adquiría un tono de cera todavía más acentuado. Los ojos azules ni siquiera pestañeaban tras los gruesos cristales de las gafas, pero miraban a Maigret angustiadamente.

—¿Cree que el crimen puede ser cometido de un momento a otro?

Maigret, que se lo había quedado mirando con igual fijeza, se limitó a contestar.

—¿Y usted qué opina?

—No lo sé. De verdad que no lo sé. Ayer tomé la cosa muy a la ligera. Más que en una broma de mal gusto, me inclinaba a pensar que podía tratarse de una venganza pérfida e ingenua a la vez…

—¿Contra quién?

—Contra mí, contra mi mujer o contra cualquiera de los miembros de esta casa… Una manera como otra cualquiera de hacer que la policía entrara aquí a hacernos preguntas…

—¿Ha comentado el caso con su mujer?

—A la fuerza, recuerde que lo vio en mi despacho.

—Habría podido decirle que estaba allí por una simple cuestión profesional.

La cara de Parendon expresó una gran sorpresa.

—¿La señora Maigret se contentaría con una explicación de este tipo?

—Mi mujer no me pide nunca explicaciones.

—La mía sí. Continuamente hace preguntas y más preguntas, como usted en sus interrogatorios, si hay que creer lo que dicen los periódicos. Mi mujer no para hasta que ha llegado al fondo de las cosas. Si no puede obtener la explicación de un modo directo, lo hace a través de pequeñas conversaciones que sostiene con Ferdinand, con la cocinera, con mi secretaria, con los chicos…

No parecía estarse lamentando de ello. No había acritud en su voz. Más bien admiración. Parecía estar hablando de un fenómeno cuyos méritos había que alabar.

—¿Cómo reaccionó?

—Opinó que se trataba de la venganza de algún criado…

—¿Tienen motivos para quejarse?

—Siempre encuentran alguno. Mire, la señora Vauquin, la cocinera, por ejemplo, cuando tenemos alguna cena tiene que trabajar hasta muy tarde, mientras que la mujer de la limpieza, ocurra lo que ocurra, se va siempre a las seis. Pero también es verdad que gana doscientos francos menos. ¿Comprende?

—¿Y Ferdinand?

—Ferdinand, este tipo tan correcto y aparentemente impasible, es un ex legionario que participó en varias operaciones de comandos. Por la noche vaya usted a saber a quién recibe o dónde va; en sus habitaciones de encima del garaje hace lo que quiere, nadie le vigila…

—¿Sospecha por ese lado, señor Parendon?

El abogado vaciló unos momentos, después optó por la sinceridad.

—No.

—¿Por qué?

—Ninguno de ellos habría escrito estas frases que hay en esa carta ni empleado ciertas palabras…

—¿Hay armas en la casa?

—Sí. Mi mujer tiene dos fusiles de caza; a menudo la invitan a cazar. Yo no tiro.

—¿Se lo impide la vista?

—No, simplemente me molesta matar a los animales.

—¿Tiene usted un revólver?

—Un viejo browning, lo tengo en un cajón de mi mesita de noche. Siempre puede haber algún ladrón y…

Rió por lo bajo.

—Con eso lo único que podría hacer es meterle un poco de miedo. Tome…

Abrió el cajón de su despacho y sacó una caja de cartuchos.

—Tengo el automático en mi habitación, que está en la parte opuesta de la casa, y ya ve, tengo los cartuchos aquí; es una costumbre que adquirí cuando los chicos eran más pequeños, no quería correr el riesgo de accidentes…

»Cosa que me hace pensar que ahora ya tienen suficiente edad como para que pueda tener cargado mi viejo browning…

Continuó hurgando en el cajón y sacó una porra.

—¿Sabe qué es esto? Hace tres años me sorprendió recibir una citación del comisario de policía del distrito. Fui a verle y me preguntó si yo tenía un hijo llamado Jacques. El chico tenía doce años entonces.

»Hubo una reyerta entre chiquillos a la salida del instituto y el sargento encontró a Gus en posesión de ese instrumento… Al volver le hice un serio interrogatorio y me dijo que se lo había dado un compañero a cambio de seis paquetes de chicle.

Sonrió divertido por aquel recuerdo.

—¿Es de temperamento violento su hijo?

—Pasó un período difícil, entre los doce y los trece años. A menudo se encolerizaba fuerte, pero le duraba muy poco, sobre todo se enfurecía mucho con las observaciones de su hermana. Después le pasó. Ahora casi lo encuentro demasiado pacífico, excesivamente solitario para mi gusto…

—¿No tiene amigos?

—Sólo sé que a menudo viene aquí a escuchar música, un tal Génuvier. Su padre tiene una pastelería en la calle Saint-Honoré… Ya debe conocerla usted… Tiene fama, mucha gente va allí expresamente a comprar los pasteles…

—Si me lo permite iré a reunirme con su secretaria de nuevo…

—¿Qué le parece?

—Una chica inteligente, espontánea y reflexiva a un tiempo…

Aquello pareció gustarle a Parendon, que murmuró:

—La necesito mucho…

Mientras Parendon se volvía a sumir en el estudio de sus expedientes, Maigret se reunió de nuevo con la señorita Vague en su despacho. No fingía trabajar, lo estaba esperando sin tratar de disimularlo lo más mínimo.

—Perdone, señorita, si le hago una pregunta que puede parecerle ridícula… El chico Parendon…

—Todos le llaman Gus.

—¡Está bien! ¿Le ha hecho la corte Gus?

—Tiene quince años.

—Ya lo sé. La edad más apropiada para ciertas curiosidades o para ciertas exaltaciones sentimentales…

Reflexionó un momento. Como Parendon, también ella permanecía pensativa unos instantes antes de hablar, como si hubiera aprendido aquel sistema de su jefe.

—No —dijo por fin—. Cuando le conocí, era un chiquillo que venía a pedirme sellos para su colección y que me cogía a hurtadillas una enorme cantidad de lápices y bolígrafos. A veces reclamaba mi ayuda para hacer sus deberes también. Se sentaba donde está usted ahora y me miraba muy serio.

—¿Y ahora?

—Me pasa a mí media cabeza y hace un año que se afeita. Si se me lleva algo a hurtadillas son los cigarrillos cuando se ha olvidado de comprar.

De repente la muchacha encendió uno, mientras Maigret llenaba lentamente la pipa.

—¿Sus visitas ahora no son más frecuentes?

—Al contrario. Ya creo haberle dicho que ahora él tiene ya su vida propia, fuera de la familia, a no ser a las horas de las comidas. Y aun así cuando hay invitados siempre prefiere comer solo en la cocina.

—¿Se entiende bien con los criados?

—No hace distinciones entre las personas. Ni siquiera cuando llega tarde al instituto quiere que el chófer lo lleve, no quiere que sus compañeros lo vean llegar en un Cadillac.

—En resumen, que le da vergüenza vivir en una casa como ésta.

—Sí, posiblemente sea eso.

—¿Sus relaciones con su hermana han mejorado?

—No olvide que yo no estoy a las horas de las comidas y que raramente los veo juntos a los dos. En mi opinión, Gus la mira como a un ser curioso cuyo mecanismo trata de comprender, un poco como si mirara a un insecto…

—¿Y su madre?

—Demasiado ruidosa para el chico… Quiero decir que está en continuo movimiento, siempre habla de un montón de personas a la vez…

—Ya comprendo… ¿Y la muchacha?… Paulette, si mal no recuerdo…

—Aquí todos la llamamos Bambi… No olvide que cada chiquillo tiene su apodo… Gus y Bambi… No sé cómo deben de llamarme a mí, sería divertido saberlo.

—¿Qué relaciones mantiene Bambi con su madre?

—Muy malas.

—¿Discuten?

—No. Apenas se hablan.

—¿De qué lado procede la animosidad?

—De Bambi… Ya lo verá… Aunque es muy joven, se le nota que juzga a la gente que tiene a su alrededor, y la juzga cruelmente…

—¿Injustamente?

—No siempre.

—¿Se lleva bien con usted?

—Me acepta.

—¿Viene a verla a veces a su despacho?

—Sólo cuando necesita que le pase a máquina unos apuntes o que le fotocopie un documento.

—¿No le habla nunca de sus amigas o tal vez de sus amigos?

—Nunca.

—¿Tiene usted la impresión de que está al corriente de las relaciones que mantienen usted y su padre?

—Me lo he preguntado varias veces. No lo sé. Cualquiera puede habernos sorprendido, sin darnos cuenta, desde luego…

—¿Quiere a su padre?

—Lo ha tomado bajo su protección… Debe de considerarlo como la víctima de su madre; en su interior acusa a ésta de no dejar sitio para nadie más en la casa.

—En resumen, que Parendon en la familia no representa ningún papel importante.

—No a la vista al menos…

—¿No ha tratado nunca de imponerse?

—Tal vez antes, cuando yo no estaba aún aquí, pero debió de darse cuenta de que la batalla estaba perdida por adelantado y…

—… Y se encerró en su cascarón.

La señorita Vague se rió.

—No tanto como cree. También está al corriente de todo lo que pasa… No hace preguntas como la señora Parendon… Se contenta con escuchar, observar y deducir… Es un hombre extraordinariamente inteligente…

—Esa misma impresión me ha producido a mí…

Maigret notó que la secretaria se había alegrado de oírle decir aquello. De pronto había comenzado a mirarle amistosamente como si acabara de conquistarla. Maigret comprendió que si se acostaba con Parendon, no era porque éste fuera su patrón, sino porque sentía por él verdadero cariño.

—Apostaría algo a que usted no tiene ningún amante…

—Es verdad. Ni lo deseo…

—¿No sufre viviendo sola?

—Al contrario. Lo que me resultaría insoportable sería tener a alguien a mi lado… Y mucho más en la cama…

—¿No tiene aventuras tampoco?

Siempre aquel ligero titubeo entre la verdad y la mentira.

—Algunas veces, pero pocas.

Y con cómico orgullo añadió como si hiciera una profesión de fe:

—Pero nunca en mi casa…

—¿Qué tal van las relaciones entre Gus y su padre? Ya he preguntado esto antes, pero hemos cambiado de conversación…

—Gus lo admira. Pero desde lejos, sin demostrárselo, con cierta humildad… Para comprenderlo sería preciso que conociera usted a toda la familia y aun así no sé si podría dar por terminada su investigación…

»El piso, como ya sabe, era del señor Gassin de Beaulieu y cotinúa estando lleno de recuerdos… Hace tres años que el ex presidente está inválido y no sale de su casa de la Vendée… Pero antes, de vez en cuando, venía a pasar una semana o dos aquí; siempre tiene reservada su habitación y tan pronto como llegaba se convertía automáticamente de nuevo en el dueño de la casa…

—¿Lo ha conocido usted?

—Perfectamente. Me dictaba toda su correspondencia.

—¿Qué tipo de hombre es? Según el retrato…

—¿Se refiere al que está en el despacho del señor Parendon? Si ha visto usted el retrato es como si lo hubiera visto a él… Es lo que podríamos llamar un magistrado íntegro y cultivado… ¿Comprende usted lo que quiero decir?… Un personaje que paseaba por la vida como si a cada momento acabara de bajar de su pedestal…

»Mientras él estaba en la casa no se oía ni un ruido. Todo el mundo andaba de puntillas y hablaba en voz baja. Los chicos, que entonces eran aún niños, estaban aterrorizados aquellos días…

»En cambio, el padre del señor Parendon, el cirujano…

—¿Viene aún?

—Raramente. Es lo que quería decirle. Ya conocerá usted su leyenda, supongo. Hijo de unos campesinos de Berry, se ha comportado siempre como un campesino, incluso en sus clases de la Universidad gustaba de utilizar un lenguaje rudo y campestre.

»Hace pocos años era todavía un hombre muy fuerte. Como vive muy cerca, en la calle de Miromesnil, a menudo venía a hacernos una visita al pasar, los niños lo adoraban…

»Pero eso no complacía a todos los de la casa.

—A la señora Parendon sobre todo.

—Efectivamente, no simpatizaban lo más mínimo… No sé nada en concreto, pero los criados hablan de que entre ambos hubo una escena violenta y que a partir de entonces no volvió más; es su hijo quien va a verlo cada dos o tres días…

—¡Vaya! Que en definitiva los Gassin obtuvieron la victoria contra los Parendon.

—Mucho más de lo que usted puede llegar a imaginar…

La atmósfera estaba cargada con el humo de la pipa de Maigret y el de los cigarrillos de la señorita Vague. La muchacha se dirigió hacia la ventana y la abrió un poco más para renovar el aire.

—Además, hay una serie de tías, tíos, primos y primas… El señor Gassin de Beaulieu tiene cuatro hijas y todas viven en París… Tienen hijos cuyas edades oscilan entre los diez y los veintidós años… Una de las chicas se casó esta primavera con un oficial que tiene su despacho en el Ministerio de la Marina…

»Éste, poco más o menos, es el clan Gassin de Beaulieu… Si lo desea, puedo darle una lista con el nombre de los maridos también…

—No creo que sea necesario de momento. ¿Vienen a menudo por aquí?

—Sí… Aunque están bien casadas, como suele decirse, continúan considerando esta casa como el hogar familiar…

—Y en cambio…

—Veo que lo ha comprendido todo antes incluso de que se lo dijera. El hermano del señor Parendon, Germain, es especialista en neurología infantil. Está casado con una ex actriz que continúa siendo hermosa y simpática…

—Se parece a…

A Maigret le costaba hacer aquella pregunta. La señorita Vague se dio perfecta cuenta y dijo:

—No. Es fuerte como su padre y bastante más alto; es un hombre muy guapo y sorprende comprobar que es muy dulce de carácter. No tiene hijos. Salen poco y sólo reciben a algunos amigos íntimos…

—Pero no vienen por aquí —suspiró Maigret, que empezaba a tener una idea exacta de la familia.

—El señor Parendon suele ir a visitarles las noches en que su mujer tiene partida de bridge, pues odia las cartas. Algunas veces también el señor Germain viene a verle aquí a su despacho. Yo noto perfectamente cuando ha venido por el olor a tabaco: Siempre fuma puros…

Se habría dicho que Maigret de repente había cambiado de tono. No resultaba amenazador ni severo, pero no había en su voz ni el más ligero rastro de diversión ni ligereza; su mirada tampoco era alegre.

—Escuche, señorita Vague, me ha contestado usted, estoy seguro, con entera franqueza, e incluso se me ha adelantado en las preguntas algunas veces. Sólo me falta hacerle una, y le ruego que me responda con igual sinceridad. ¿Cree usted que estas cartas pueden ser una broma?

La señorita Vague contestó sin dudarlo ni un momento:

—No.

—¿Antes de que hubieran sido escritas había presentido usted que estaba a punto de ocurrir un drama en esta casa?

Esta vez la muchacha tardó más en contestar, encendió otro cigarrillo y dijo:

—Tal vez…

—¿Cuándo?

—No lo sé… Quizás empecé a pensarlo después de las vacaciones… En esta época…

—¿Qué notó usted?

—Nada en particular… pero algo flotaba en el aire… Cierta opresión, me atrevería a decir…

—Según usted, ¿quién cree que es la persona que está amenazada?

La señorita Vague enrojeció de repente y permaneció callada.

—¿Por qué no contesta?

—Porque sabe usted perfectamente que creo que es el señor Parendon.

Maigret se levantó lanzando un suspiro.

—Gracias. Creo que ya la he torturado bastante por hoy. Es probable que muy pronto venga a verla otra vez.

—¿Quiere interrogar a alguien más?

—De momento no, es casi la hora de comer ya. Después…

La muchacha se lo quedó mirando mientras salía. Después, de repente, cuando la puerta de la entrada de la casa se hubo cerrado, se echó a llorar.