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DÓNDE ESTABA JOSÉPHA
No había telefoneado a Pardon aquella noche como se había prometido en la plaza del Tertre. A decir verdad, no había vuelto a pensar en ello.
Debían ser alrededor de las cinco cuando su mujer y él doblaron la esquina del Faubourg-Montmartre y de los Grandes Bulevares. El sol daba de lleno en la acera, que, con menos gente que de costumbre, parecía más ancha. Entre el escaparate de una tienda de confecciones y una cuchillería, había descubierto la entrada casi oscura de una especie de túnel y el sonido de un timbre débil, como el de los cines antiguos.
Era, en efecto, la entrada de un pequeño cine, que no recordaba haber visto nunca. Daban los primeros Charlots, y Maigret se detuvo, vacilante.
—¿Entramos? —le propuso a su mujer.
Ella había lanzado una mirada desconfiada a la cortina de felpa oscura que había detrás de la taquilla, a las paredes grisáceas del corredor.
—¿Crees que estará limpio?
Entraron al fin y, al salir, el triunfante sol de agosto había desaparecido, reemplazado, a lo largo de los Bulevares, por una doble guirnalda de luces y por los letreros de neón. No se habían dado cuenta de que era el día de cambio de programa y que, por ello, habían asistido a dos sesiones.
Era demasiado tarde para volver a casa a cenar.
—Vamos a tomar un bocado por aquí cerca.
La señora Maigret observó:
—Si seguimos así, se me va a olvidar cocinar.
Fueron a la plaza de las Victorias, a un restaurante cuya terraza tranquila les gustaba. Después regresaron a pie y, al final, la señora Maigret vacilaba sobre sus tacones. Hacía años que no habían andado tanto juntos.
Durmieron con la ventana abierta y casi inmediatamente empezó una nueva jornada, con un sol más claro que el que habían dejado en el bulevar Montmartre, un aire más fresco, y los rumores familiares de la mañana.
No tenían ningún plan sobre lo que iban a hacer y, mientras desayunaban, la señora Maigret preguntó:
—¿Voy al mercado?
¿Para qué? Ir al mercado significaba preparar una comida. Y esto significaba que habría que volver a casa a una hora determinada.
—Tenemos todo el año para comer en casa.
—Salvo cuando tú no vuelves a tiempo.
Era cierto que, contando los días en que una investigación le obligaba a comer en cualquier sitio, no quedaban muchos en los que comían juntos en la casa.
Mayor razón para que resultara agradable comer o cenar fuera con ella.
¡Nada de mercado! ¡Nada de complicaciones! Una primera pipa, asomado a la ventana, para observar los gestos de muñeco del hombrecillo del Almacén Catoire y Potut. En la taberna de enfrente, el patrón, en mangas de camisa, leía un periódico desplegado sobre el cinc del mostrador.
Maigret habría podido hacer que la portera le subiera todas las mañanas los periódicos, pero esto le habría quitado el placer de ir a buscarlos él mismo.
Terminó de vestirse mientras su mujer arreglaba la casa.
—Vuelvo en seguida a buscarte. Todavía no sé a dónde iremos.
—De todas formas, hoy me pongo zapatos de tacón bajo.
Nuevas costumbres se creaban. Compraba sus periódicos en el mismo quiosco, esperaba a encontrarse sentado en la terraza de la plaza de la República antes de abrirlos, y el camarero sabía ya lo que tenía que servirle.
¿CRIMEN O ACCIDENTE?
El profesor de toxicología, tras proceder al examen de las vísceras, había entregado su informe. Por una u otra razón, el Quai des Orfèvres se mostraba menos avaro de informaciones que al comienzo del caso, y los periódicos daban un resumen del informe.
En el organismo de Eveline Jave se había descubierto una cantidad apreciable de digitalina.
Hemos preguntado a este respecto al profesor Loireau, que nos ha proporcionado interesantes informaciones.
La digitalina es un medicamento empleado con bastante frecuencia para hacer más lentos los movimientos del corazón. La dosis administrada a la señora Jave no es exagerada y, normalmente, no habría debido ser mortal.
Lo extraño es que este medicamento le haya sido administrado a ella, pues dado su estado de salud, le estaba rigurosamente contraindicado.
Eveline Jave, desde su infancia, tenía pulso lento. En caso de crisis, el profesor Loireau nos lo ha confirmado, ella necesitaba un excitante del músculo cardíaco, como el alcanfor, el más corriente, o el Pressyl, más de moda hoy en día.
La digitalina, por el contrario, era para ella un producto casi seguramente mortal, puesto que en lugar de remediar los efectos del pulso lento se los aumentaba.
¿Tuvo la señora Jave una crisis, durante su estancia en su casa del bulevar Haussmann? ¿Fue causada la equimosis de la sien por una caída que hubiera sufrido en el curso de esta crisis?
El médico que estaba presente —ignoramos cuál sería—, ¿se equivocó en su confusión de ampolla y le inyectó digitalina en lugar de alcanfor o Pressyl?
¿O, proponiéndose matarla, empleó voluntariamente una sustancia cuyos efectos sobre la enferma preveía?
Maigret permaneció unos minutos contemplando a la gente que desfilaba ante la terraza, luego pidió una ficha y fue a encerrarse en la cabina telefónica.
—¿Pardon?
Había reconocido ya su voz.
—¿Le molesto?
—Iba a salir para hacer mis visitas, pero tengo aún unos minutos.
—¿Lo ha leído?
—Debemos ser varios centenares de médicos, en París, los que nos lanzamos sobre el periódico.
—¿Qué piensa usted?
—El artículo no es rigurosamente científico, pero es exacto en líneas generales.
—¿Podría ser un accidente?
—Sí. Acabo de comprobarlo yo mismo. Ciertas sustancias inyectables vienen en ampollas características y, con éstas, es casi imposible que un médico se equivoque.
—¿Características en qué?
—Hay ampollas de una sola punta aguda, otras cuyas dos puntas lo son. Las hay también que llevan el nombre del producto. Incluso existen algunas coloreadas.
—¿Y en el caso presente?
—El alcanfor, que lo venden varios laboratorios, existe en ampollas de formas diferentes, con una o dos puntas. El Pressyl es más reconocible. Acabo de buscar en mi estuche una ampolla de digitalina y la he comparado con otra de alcanfor.
—¿Se parecen?
—Lo suficiente para que un hombre apresurado, alterado, pueda confundirlas.
—¿Cuál es su opinión?
—No lo sé. Pero me he enterado de que Jave, ayer por la noche, llamó al doctor Mérou. Es un cardiólogo. Ignoro si Jave padece también del corazón o si quería consultar a Mérou a propósito de lo que le ha ocurrido a su mujer.
—¿Usted conoce a Mérou?
—Es amigo mío, pero en esta situación no dirá nada y sería inadecuado por mi parte preguntarle cualquier cosa.
—¿No ha sabido nada más sobre el doctor Jave?
Hubo un silencio al otro extremo del hilo. Los médicos, a pesar de todo, se cubren unos a otros.
—¿No estará ya en el Quai des Orfèvres?
—Gracias a Dios, no.
—No es más que un rumor que corre en los ambientes médicos. No necesito decirle que están todos en efervescencia y que cada cual intenta saber lo que ha pasado. Ayer me han asegurado que, a pesar de su brillante apariencia, Jave tiene deudas y que, desde hace varios meses, está sin un céntimo.
—Pero ¿y el dinero de su mujer?
—No sé más. No le dé esta información a la policía, que lo descubrirá ella sola. No quiero que le llegue por mí.
—Una última pregunta, a propósito de las ampollas. Usted que ha tenido las dos clases de ampollas en la mano y que posee los reflejos de su profesión, ¿se habría podido equivocar?
Percibió una vacilación en su interlocutor invisible. Al fin, pensando sus palabras, Pardon dijo:
—Si se hubiera tratado de mi mujer, acaso. Nos aturdimos fácilmente cuando se trata de los nuestros o de nosotros mismos.
—¿O de su querida?
Pardon soltó una risita.
—Yo no he tenido querida desde el internado.
Maigret volvió a la terraza y aspiró pensativamente por el tubo de su pipa. Ya era casi la hora de su primera cerveza y seguía con la mirada el movimiento lento de las agujas del reloj eléctrico.
—¡Otra ficha! —pidió al fin al camarero.
Ya en la cabina, llamó al periódico en que trabajaba Lassagne. Había muchas probabilidades de que a aquella hora el periodista pelirrojo estuviera escribiendo su artículo.
—El señor Lassagne, por favor, señorita.
—¿De parte de quién?
—Dígale que es para proporcionarle una información sobre el caso Jave.
El periódico debía de recibir decenas de llamadas del mismo tipo, la mayoría de locos o maniáticos, pero en la P. J. se les escuchaba también con paciencia, pues a veces se obtenían así informes interesantes.
—Diga… ¿Quién está al aparato?
Lassagne tenía una voz áspera.
—No importa, señor Lassagne. Realmente no poseo ninguna información, pero querría señalarle una laguna en sus artículos.
Disfrazaba su voz todo lo que podía.
—Sea breve. Tengo prisa. ¿Qué laguna?
—¿Dónde se encontraba Josépha el sábado por la tarde?
El reportero soltó secamente:
—En el apartamento.
Iba a colgar, pero el comisario le ganó en velocidad.
—¿En qué apartamento? Esto es lo que quiero decirle. Óigame un instante. Los Jave, aparte de la nurse, no tenían más que dos criadas. No es mucho para una casa tan importante como la suya, me refiero a su vivienda. Por otra parte, en el piso de enfrente, el del médico, no había nadie, una vez hecha la limpieza, más que para abrir la puerta a los clientes.
Lassagne no colgaba y Maigret podía oír su respiración.
—Creo que entiendo.
—¿Dónde estuvo Josépha durante las horas de consulta? ¿En el piso del médico? ¿En la antesala? ¿En la alcoba? ¿En el cuarto de baño? ¿Permaneció horas sin hacer nada habiendo trabajado en el piso de enfrente? Estoy seguro de que el timbre de la puerta del médico tiene una derivación en el otro piso.
—¿No quiere decirme quién está al aparato?
—Mi nombre no tiene ninguna importancia.
—Se lo agradezco. Lo comprobaré.
Maigret se sentía un poco ridículo de representar así el papel de los maniáticos que asaltan los periódicos, pero era el único medio que tenía para lograr una información que le interesaba.
Era probable que Janvier tuviera ya la respuesta. Sólo que él no podía llamar a Janvier. Por un instante había pensado dirigirse a Lapointe, pidiéndole que guardara el secreto de su presencia en París. ¿No lo había hecho acaso porque era demasiado fácil?
La cuestión era importante. Evidentemente, era posible que Josépha hubiera mentido en toda la línea, y que hubiera visto a la señora Jave y a su marido entrar o salir. Pero también era posible que se encontrara en el piso de enfrente y que no hubiera sabido nada de lo que pasaba al otro lado del rellano de la escalera.
Eveline Jave, desde luego, no tenía llave del piso. Pero ¿no la esperaba Négrel? ¿No había podido telefonearle desde Orly, incluso antes de su vuelo, desde Niza?
Quedaba la portera. ¿Había mentido? La sala de su casa estaba separada de la cocina y de la alcoba por una gruesa cortina, como suele ocurrir en muchas casas. ¿No estaría ocupada detrás de su cortina en el momento en que llegó Eveline Jave?
Pidió su cerveza, se la bebió sin prisas, y, aunque continuó pensando en el caso, lo hacía sin pasión, con una especie de distanciamiento. Se imaginaba la fiebre que debía reinar en el Quai des Orfèvres, las llamadas impacientes de Coméliau, a quien siempre le parecía que la policía no trabajaba suficientemente de prisa.
Janvier sabía, por el inspector de zona en el bulevar Haussmann, que Jave había llamado al doctor Mérou. Sabía también, por los agentes de la Brigada Móvil que habían interrogado a la nurse, en Cannes, en qué condiciones Eveline Jave, y luego su marido, habían abandonado la villa María Teresa.
No se anunciaba la llegada de la nurse a París, ni la de la niña, y era comprensible que se mantuviera a las dos alejadas.
Necesitaba caminar, y se dirigió hacia las márgenes del Sena, pasando todo lo lejos que podía de la Prefectura. En Saint-Germain-des-Prés avanzó con mucha prudencia, y en la esquina de la calle de los Saints-Pères tuvo que detenerse, pues el joven Lapointe fumaba un cigarro en el borde de la acera a un centenar de metros de él.
Esto le hizo sonreír, aunque sintió como un pellizco en el corazón. Desde lejos echó un vistazo al edificio, que respondía a la descripción del periódico.
—¡Taxi!
Regresó a su casa. Todo aquello no le concernía. Estaba de vacaciones y Pardon había insistido en que fueran unas verdaderas vacaciones.
—¿Has decidido lo que vamos a hacer?
Todavía no.
—¿Y tú? ¿Tienes alguna idea?
Ella tampoco lo sabía y se miraron, gravemente primero, luego sonriendo, y al fin estallaron a reír al mismo tiempo.
Tras cinco días de vacaciones, tras haberse prometido tantas alegrías inéditas, se encontraban con que ya no sabían qué hacer con sus jornadas.
—¿Adónde podríamos ir a comer? Tú no has querido que haga la compra. Puedo comprar fiambres.
Vaciló, y sacudió la cabeza. Jamás le hubiera parecido tan tranquila la casa. Con sus muebles rústicos, hacía pensar en una casa de una pequeña ciudad de provincias, y, detrás de los postigos, que estaban medio cerrados por el sol, reinaba una suave penumbra.
—Vete.
Cuando ya estaba en el rellano de la escalera, la volvió a llamar.
—Cómprame una concha de langosta.
Su plato preferido cuando eran pobres y solían pararse ante los escaparates de las tiendas de alimentación.
Se sirvió un vaso de aperitivo, se instaló en un sillón, con la corbata floja, y fumó su pipa divagando. El calor le entorpecía, le producía picores en los párpados. Creía oír la voz de la chica de la plaza del Tertre que estaba empeñada a toda costa en ver en el caso del bulevar Haussmann una historia de amor.
Él no estaba ya tan seguro. Jave tenía deudas. ¿Cómo las había contraído? ¿Era jugador? ¿Especulaba en la bolsa? Pues el tren de vida del matrimonio no era desproporcionado con la clientela del médico y las rentas de su mujer.
¿Un segundo hogar?
Gilbert Négrel, por su parte, tenía una novia que probablemente era ya su querida, puesto que iba a verle a su casa de soltero. ¿Cuál era el papel de Eveline entre los dos hombres?
¿Por qué tenía Maigret la impresión de que, tanto de un lado como de otro, ella se había visto frustrada?
No era más que una intuición. Volvía a ver la fotografía, los muslos delgados, la mirada, que carecía de seguridad, y parecía pedir indulgencia o simpatía.
De niño, en Paray-le-Frésil, sentía lástima de los conejos porque pensaba que la naturaleza los había creado sólo para servir de alimento a animales más fuertes. Eveline le recordaba a los conejos. Estaba sin defensas. Cuando de joven vagaba por la playa de Beuzec, ¿no podía habérsela llevado el primer hombre que hubiera venido, con tal de que le hubiese mostrado un poco de interés y de ternura?
Jave se había casado con ella. Había tenido un hijo.
Y Négrel, como pretendía la novia del día anterior, ¿no habría entrado en su vida?
Acabó su vaso otra vez, se puso la pipa entre los dientes y cuando, un poco más tarde, regresó su mujer, la pipa le colgaba sobre la barbilla, pues Maigret se había dormido.
Fue una comida ligera, como cuando eran un matrimonio joven y vivían en un hotelito amueblado donde no les dejaban cocinar. La señora Maigret, sin embargo, le observaba con una mirada preocupada.
—Pienso si no sería mejor que llamaras a Janvier.
—¿Para qué?
—No para encargarte del caso, sino para que te mantenga al corriente. Hay momentos en que tengo la impresión de que te estás atormentando. Tú no estás acostumbrado a no saber, a tener que esperar a los periódicos.
Tuvo la tentación de hacerlo. Era fácil. Pero Janvier no dejaría de pedirle consejos. Y, sin darse cuenta, pronto se encontraría sentado en su despacho del Quai des Orfèvres, dirigiendo toda la máquina policíaca.
—No —decidió.
—¿Por qué?
—No le puedo hacer eso a Janvier.
Esto era también verdad. Janvier tenía la ocasión de resolver, él solo, un asunto sensacional. Debía estar temblando, pero, al mismo tiempo, estaba viviendo los días más bonitos de su carrera.
—¿Te echas la siesta?
Dijo que no otra vez, pues los periódicos de la tarde estaban a punto de aparecer y tenía prisa por saber si Lassagne había encontrado la respuesta a su pregunta.
—Vamos a dar una vuelta —decidió.
Esperó pacientemente a que ella hubiera fregado la vajilla y hasta estuvo a punto de ayudarla.
—¿Vamos lejos?
—Todavía no lo sé.
—¿No crees que va a haber tormenta?
—Si llueve, nos metemos en un café.
Caminaron tranquilamente hasta el canal Saint-Marain, donde tantas veces había tenido que hacer investigaciones, y donde jamás había ido con su mujer. Varios nubarrones blancos habían invadido el cielo y, al Este, había uno más denso que los otros, con un centro más gris, que hacía pensar en un tumor a punto de reventar. El aire estaba caliente, inmóvil.
Apenas vio a un vendedor de periódicos alzó el brazo y, como la víspera, compró los dos periódicos rivales de la tarde.
—Nos sentamos en algún sitio para echarles un vistazo.
La señora Maigret miraba con inquietud las tabernas del Quai, las cuales, a sus ojos, no tenían nada de acogedor.
—No tengas miedo. Son buena gente.
—¿Todos?
Se encogió de hombros. Desde luego, casi no pasaba semana sin que se encontrara un cuerpo en el canal. Aparte de esto…
—¿Tú crees que los vasos están limpios?
—Claro que no.
—¿Y aun así bebes?
No había más que tres veladores en la terraza que eligieron, enfrente de una pinaza que descargaba ladrillos. En el interior, un hombre joven con un chaleco negro y en alpargatas estaba inclinado sobre el cinc, y hablaba en voz baja con el patrón.
Maigret pidió un orujo para él y un café para su mujer, que no se lo bebería.
IMPRESIONANTE INFORME DE LOS TOXICÓLOGOS
Esto ya lo había leído en los periódicos de la mañana, pero Lassagne había tenido tiempo de trabajar y de entrevistar a varios médicos conocidos. Su opinión era más o menos la misma que la de Pardon: era posible un error, pero no probable.
Lassagne había encontrado un precedente en los archivos del periódico. Se trataba de un médico del Mediodía en cuya casa se había descubierto, también en un armario, el cadáver de uno de sus clientes.
El doctor en cuestión, ante el Tribunal, alegó que había sido un error, pretendiendo que se había confundido de ampolla, pero luego, ante el cadáver, perdió la cabeza.
—Tuve miedo de que la criada entrara en mi gabinete y descubriera al muerto. Cometí un acto estúpido. Para darme tiempo a reflexionar, lo metí en un armario.
Estaba agobiado de deudas. No se logró encontrar la cartera del cliente, que contenía una suma importante, y el médico fue condenado a prisión.
¿Sabía también Lassagne que Jave tenía deudas? Si era así, no lo decía. Por el contrario, como subtítulo, escribía:
¿DÓNDE ESTABA JOSÉPHA?
Y Maigret tenía así la pregunta que había hecho por la mañana. Sin ser vanidoso, no pudo reprimir una mueca satisfecha, pues no se había engañado, aun no teniendo a su disposición más que los elementos conocidos del gran público.
Lassagne exponía la cuestión de los dos apartamentos, de las dos puertas una enfrente de otra. Terminada la limpieza de los locales profesionales, por la mañana, Josépha, en efecto, pasaba al otro lado del rellano de la escalera, y era en la vivienda donde permanecía también por la tarde. El timbre la advertía cuando algún cliente llamaba enfrente.
El sábado del drama se encontraba en las habitaciones de vivienda, donde, como todos los días, había abierto las ventanas y quitaba el polvo.
Lassagne había ido más lejos, pues la llamada de Maigret le había puesto la mosca en la oreja. Por tres veces había intentado entrar en el edificio sin ser visto por la portera. Dos de ellas, ésta le había parado al pasar. La tercera consiguió llegar al ascensor sin ser visto.
No era, pues, imposible que Eveline Jave hubiera subido a su casa sin que se diera cuenta la portera.
¿Había que deducir que Jave lo había podido hacer también y luego abandonar la casa en las mismas condiciones?
Alguien, además, había salido con un paquete debajo el brazo, puesto que las ropas de la joven habían desaparecido. ¿Le habían preguntado a la portera si el doctor Négrel, al salir a las cinco y media, llevaba un paquete?
—¿Crees que será un accidente?
La señora Maigret empezaba a apasionarse por el caso, fingiendo un aire desinteresado.
—Todo es posible.
—¿Has leído lo que dicen de la novia?
—Todavía no.
En su periódico esto venía en la tercera página. Una fotografía de una muchacha simpática, de cara abierta, con un vestido claro. Miraba con franqueza al aparato. Como título:
NOS VAMOS A CASAR EN EL OTOÑO
No decía:
—Nos íbamos…
Era optimista, se sentía segura de ella y de su novio:
—Nos vamos…
Lassagne no debía dormir mucho desde hacía cuatro días, a juzgar por el trabajo que se daba.
Ayer por la tarde hemos podido encontrar en su casa, o mejor, en casa de sus padres, pues es con ellos con los que aún vive, a la novia del doctor Négrel.
Se trata de la señorita Martine Chapuis, hija única de Noël Chapuis, el conocido ahogado.
Ni el señor Chapuis, ni su hija, han puesto dificultades para recibirnos en su piso de la calle del Bac, a dos pasos de la calle de los Saints-Pères.
Más aún, el abogado, muy elegantemente, nos ha dejado a solas con su hija, dando así a ésta toda la libertad para contestarnos.
Digamos para empezar que Martine Chapuis, de veinticuatro años, es lo que se llama una joven moderna, en el mejor sentido de la palabra. Después de haber obtenido su licenciatura en Derecho, ha hecho un curso de filosofía en la Sorbona, para orientarse al fin hacia la medicina, en cuya carrera está ya en el tercer curso.
Inteligente, curiosa de todo, es además una cumplida deportista, practica el esquí todos los inviernos y posee un diploma de monitora de cultura física.
Lejos de encontrarla abatida, hemos tenido ante nosotros a una joven llena de confianza y casi sonriente.
—Es exacto que Gilbert y yo somos novios desde hace seis meses. Hace un año que nos conocemos. He esperado unos meses antes de presentarle a mis padres y éstos tienen tanta confianza en él como yo misma.
—¿Dónde se conocieron?
—En las clases del profesor Lebier, cuyos cursos sigo y del que él es ayudante.
—¿Tiene usted intención de continuar con la medicina y trabajar con su marido?
—Ésa es nuestra intención. Espero ayudarle al menos hasta el momento en que tengamos hijos. Después, ya veremos.
—¿Conocía a la señora Jave?
—Nunca la he visto.
—¿Le ha hablado su novio de ella?
—Incidentalmente.
—¿Le hablaba de ella como de una amiga?
—Puede usted hablar más francamente conmigo. Me doy perfecta cuenta de a lo que quiere llegar. Lo que usted desea saber es si la señora Jave ha sido amante de Gilbert.
—No me atrevía a hacerle la pregunta tan crudamente.
—¿Por qué, si todo el mundo se la hace? Es comprensible. Es evidente que Gilbert ha tenido amantes antes de conocerme y no estoy segura de que no las haya tenido después. Yo no soy celosa de este tipo de aventuras. En cuanto a la señora Jave, me sorprendería que hubiera habido algo entre ella y él.
—¿Por qué razón?
—Por el carácter de Gilbert. Su trabajo es lo que más le interesa en el mundo.
—¿Más que usted?
—Probablemente. Hace ya años que habría podido establecerse, pero ha preferido las investigaciones que está realizando con el profesor Lebier. El dinero no cuenta para él. Tiene pocas necesidades. Ya ha visto usted su casa.
—Sé que usted ha estado también allí.
—No lo oculto. No se lo he ocultado tampoco a mi padre. Nos queremos. Nos casaremos en el otoño. No veo por qué, cuando deseo verle, no voy a ir a su casa. No estamos ya en los tiempos de Maricastaña. Gilbert ha tenido amantes, ya se lo he dicho, pero siempre ha evitado las relaciones que traen complicaciones y pérdidas de tiempo.
—Habría podido enamorarse de Eveline Jave. Sobre el amor no se manda.
—En ese caso me habría dado cuenta.
—¿No ha tratado de verle después de que ha sido interrogado por la policía?
—Le he telefoneado varias veces. De hecho, nos pasamos buena parte del día al teléfono. Si no he ido a la calle de los Saints-Pères es porque él prefiere mantenerme todo lo apartada que se pueda de este asunto y porque en la casa hay fotógrafos permanentemente.
—¿Cuál ha sido la reacción de su padre?
Un instante de vacilación.
—Al principio le ha contrariado, pues nunca es agradable, sobre todo para un abogado, verse mezclado más o menos directamente en un drama de esta clase. Hemos hablado los dos. Mi padre y yo somos grandes amigos. Fue él quien telefoneó a Gilbert para ofrecerle sus servicios en caso de necesidad.
—¿Le ha aconsejado?
—No escuché su conversación. Lo que sé es que, si Gilbert es interrogado de nuevo por el juez de instrucción, como es probable, papá le acompañará como abogado.
—¿Vio usted a su novio el sábado por la tarde? Pues supongo que tendrán la costumbre de pasar los domingos juntos.
—No le vi el sábado por la tarde, porque mis padres y yo dejamos París el sábado a mediodía para ir al campo. Tenemos una casita en Seineport, donde pasamos los week-ends. Gilbert se unió a nosotros el domingo por la mañana con el primer tren. Él no tiene coche.
—¿No parecía preocupado?
—Estaba como siempre. Pasamos una parte de la jornada en canoa, y papá, que tenía trabajo el lunes por la mañana a primera hora, le llevó por la noche a París en su coche.
—¿Ha ido alguna vez a ver a su novio a la casa del bulevar Haussmann?
—Una vez. Pasaba por el barrio. Tenía ganas de conocer el lugar donde trabajaba. Me gusta conocer todos los ambientes en los que vive, para poderle seguir con el pensamiento.
—¿Fue usted introducida por Josépha?
—Por la criada, sí. Todavía no sabía que se llamaba Josépha.
—¿Esperó en la antesala?
—Como un cliente. Había dos personas delante de mí.
—¿Entró en otras habitaciones, aparte del primer despacho de consulta?
—Visité todas las habitaciones.
—¿Incluidas las del piso?
—No. Hablo de los locales profesionales, los de la izquierda.
No se turba, no vacila. Nos permitimos insistir:
—¿Incluida la alcoba?
Y sin ruborizarse, nos contesta mirándonos a los ojos:
—Incluidos la alcoba y el cuarto de baño lleno de maletas.
Maigret le pasó el artículo a su mujer y, mientras ella leía, no cesó de observarla por el rabillo del ojo, pues sabía anticipadamente qué pasajes le iban a molestar. Y así ocurrió. Dos o tres veces lanzó un suspiro. Al final, en lugar de volverse hacia él, contempló fijamente la pinaza que estaban descargando.
—Extraña chica —murmuró.
Para hacerla rabiar, fingió no oírla. Al cabo de un tiempo, preguntó:
—¿No lo apruebas?
—¿El qué?
—¿No has leído? Las visitas a la casa de los Saints-Pères. La alcoba… En mis tiempos…
Vaciló. No quería hacerle daño, pero, no obstante, se arriesgó:
—¿No te acuerdas? El bosquecillo, en el valle de Chevreuse…
Si Martine Chapuis no se había ruborizado, la señora Maigret se puso como un tomate.
—¿No pretenderás que es lo mismo?
—¿Por qué?
—Fue una semana antes de nuestra boda.
—Ellos, dos meses.
—¡Si se casan!
—Si no se casan, no será por culpa suya.
Estuvo enfadada casi durante un cuarto de hora. Llegaron al final del canal, caminando por la orilla del agua y parándose detrás de cada pescador ron caña, y al fin ella sonrió, incapaz de guardarle rencor mucho tiempo.
—¿Por qué has dicho eso?
—Porque es cierto.
—¿Y tú lo habrías contado a los periodistas, con aire de presumir de ello?
No encontrando respuesta, prefirió llenar su pipa. En el momento en que se detenía para encenderla, empezaron a aplastarse contra el suelo y contra su sombrero goterones de agua.