NO SABÍAMOS QUE al salir de la cárcel Lobo iba a asistir a una función de teatro en la Casa de la Paz, y que al ver una exposición allí, ni pretensioso ni humilde, iba a acercarse al encargado.
—Oye, por qué no vienes a ver lo que hago, digo, soy pintor ¿no? A ver si me puedes recomendar, digo, si es posible ¿verdad?
—Claro, manis, no faltaba más —y es que era amigo de Farfonflas y se había impresionado por el arranque de sinceridad ausente de contemplaciones—. ¿Cuándo te invitas unas copas para ver tus cuadros?
Harían una cita y Lobo invertiría su dinero en toda clase de alcoholes, porque llegaría a creer que ese joven iba a allanar su camino hacia la publicidad y la fama; iba a diseminar por la sala toda su colección de dibujos y el muchacho aquel, asombrado y servicial, vería los cuadros como si estuvieran muy lejos, como experimentándolos sobre la propia carne, como oyendo su luz y como si su definido primitivismo, transfigurara su estado de ánimo y lo potenciara, le diera una capacidad nueva, inédita, excepcional, revelándole no el sentido del ritmo, las veladuras y el tenue humor de cada dibujo, sino un curioso y sorprendente estado de ánimo. Así que prometería conseguir una cita con el jefe de exposiciones del Organismo de Promoción Internacional de Cultura del que dependía la Casa de la Paz, y bebería el ron a sorbos, como si estuviera hirviendo.
—Están padrísimos —repetiría—, padrísimos… —Y contaría que era escritor, que se debatía en el último acto de una comedia musical que planeaba estrenar simultáneamente en México y en Nueva York—. Fíjate, para la puesta en escena ya tengo a Jerome Robbins, y el papel principal me lo va a hacer George Chakiris ¿qué te parece? Lauren Bacall va a ser la madrina ¿no? Y aquí en México, pues quiero ver si Dolores del Río acepta ese papel. Tú ¿no la conoces? —y sorbía de su vaso, irreflexivo y prepotente, como si quisiera ser alguien más importante para merecer el espectáculo de esos cuadros.
—O este es muy pendejo —se decía Lobo—, o piensa que soy más… —Desconfiando por lo tanto de su entusiasmo y de su prometida recomendación.
Y sin embargo era sincero…
No sabíamos que iba a acompañarlo para que repitiera su exposición en una oficina de la Avenida Juárez, ni que su entusiasmo haría comparecer al licenciado Antonio Gómez Serrano.
—A ver, vamos a ver…
Los cuadros dirían más que sus palabras. Empezó a sacarlos de un enorme portafolios propiedad de Katuflin, y a disponerlos encima del escritorio, sobre sillones y alfombras. No había hecho ninguna selección, porque si el arte era azar como lo sospechaba, allí debía llevar verdaderas obras maestras.
—Ay, qué bonito, pero qué bonito… —dijo una muchacha de enormes ojos azules y cabello gris que irrumpió en la oficina—. Pero qué precioso…
—Sí, muy bien —subrayó el licenciado Antonio Gómez Serrano—, deveras que muy bien, de modo que ¿qué es lo que usted pretende?
—Bueno, pues él está viendo la posibilidad de conseguir una exposición en la Casa de la Paz ¿no? —intervino el escritor porque Lobo estaba fascinado con la muchacha.
—En el teatro —agregó Lobo.
—Claro, hombre hubieran empezado por allí, no hay ningún problema. O sí. Bueno, es que no tenemos fecha, vean ustedes… ¿No les gustaría más una galería?
—Es que prefiero el teatro —insistió Lobo—. Digo, porque va gente. Hay conciertos, hay cine club, hay espectáculos y el público que acude a todo eso pues de pasada se asoma a la exposición ¿verdad?
—Sí, está bien, si a usted le gusta ahí, pues ni hablar, aunque para mi gusto le iría mejor en una galería ¿verdad, linda? —La muchacha asintió—. Ahora bien, mire, le voy a pedir un favor… Véngase dentro de unos quince días para que ya dejemos todo listo. ¿Está bien?
—De acuerdo —dijo Lobo y empezó a recoger su material dedicando miradas lánguidas e intencionadas a la que suponía su nueva admiradora.
—Están bellísimos —dijo ella—, deveras…
—Te regalo éste —presumió Lobo y le extendió una mariposa estridente, asustado de pronunciar palabras feminoides, de no poder hablar sólo con el rostro, porque ella, por ejemplo, hablaba con los movimientos de su cuerpo, que no era sólo líneas, pesos y medidas, espíritu y animalidad, sino luz y música…
Durante quince días Lobo no pudo conciliar el sueño. Se repetía a sí mismo que había leído y pintado más que nunca en su vida. Y sin embargo tenía muy pocos cuadros, volvía una y otra vez sobre los mismos, febril, descabellado, tantas veces como acostumbraba bailar o hacer su gira por los centros nocturnos. Pero el mismo cuadro, planeado o vivido, no es el mismo cuadro: si se ha pensado solamente es una pintura sin representación; si se ha representado —sin planes previos— es una pintura que suena interiormente, incide y excava insatisfactoriamente. Lobo tenía muchos cuadros en la cabeza y necesitaba alcohol y mujeres para hacerlos salir del silencio de la conciencia. Cuadros comunes, triviales como lugares comunes; objetos de uso y cambio en el mercado del arte, donde todos vocean y gritan; donde nadie habla y nadie escucha. ¿Qué hacía falta?
Se cumplieron los quince días y Lobo caminó alrededor de la Alameda hasta que llegó la hora de la cita. Había hecho centenares de dibujos para disimular su esterilidad: no hablaban de ningún signo purificador, de ninguna forja ni del escándalo del dolor. Bastaría que la muchacha de ojos azules y cabellos grises dijera:
—Qué bonitos…
Para que los lanzara a puñados como confetis y serpentinas en una posada. Pero la muchacha no estaba y la secretaria lo recibió con disimulada frialdad.
—¿De parte de quién?
—Tengo una cita. Vine hace quince días y el licenciado Antonio Gómez Serrano me dijo que regresara ahora, precisamente a esta hora.
—Y ¿qué es lo que desea?
—Pues dígale que me tiene que dar una fecha para una exposición —buscando ansiosamente…
—Un momentito…
Sentado allí le dio por escuchar voces que lo llamaban: era Patricia, distante y desvelada; era Amparo Carmen Teresa Yolanda, como liberada de grutas subterráneas, ascendiendo hasta él consentidora y caprichosa; era Katuflin, ávido y distinguido: en su rostro todos los matices del rojo, del amarillo, del verdeamarillo, de la herrumbe, de la sangre, del hierro. Y la muchacha de cabellos grises se desvanecía y él se esforzaba por evocarla o peor aún, por convocarla lujuriosa y dispuesta.
—Pues sí, que pase —era la secretaria que volvía con cara intransigente—, por allí, por favor…
La desconfianza del licenciado Antonio Gómez Serrano era aún mayor. Reía mecánicamente, ensayando gestos de fiera.
—Dígame ¿qué se le ofrece?
—Mire —empezó Lobo, paternal—, yo estuve con usted hace quince días y le mostré mis dibujos. Vine con un amigo que trabaja en la Casa de la Paz…
—Ah, sí, ya recordé, muy buenas sus cosas, deveras, muy buenas. ¿Y qué le dije?
—Pues que viniera hoy y que íbamos a tener una plática más formal y todo. Esto es, que me iba a dar fecha y a facilitar quién sabe qué ¿se acuerda?
—Ah, sí. Y qué bueno que vino porque le tengo una noticia sensacional. Imagínese, vamos a inaugurar unas nuevas galerías en Tlatelolco, en el edificio de Relaciones Exteriores. Allí vamos a tener unas galerías especiales y me gustaría mucho que las inaugurásemos con su exposición, deveras que sí. Si usted acepta le va a convenir, porque imagínese, irían todos los embajadores, en fin, contaría usted con nuestro respaldo absoluto. ¿Qué le parece?
—Pues de maravilla ¿no? Una muy buena noticia, deveras. Y ¿para cuándo cree usted que estaría listo?
—Ya estamos terminando, fíjese. ¿No se toma un cafecito?
—No, muchas gracias…
—Pues nada más nos faltaban el papel tapiz y un par de aplanados, así que será cosa de un par de semanas, no creo que menos. Entonces le ruego que se dé otra vueltecita por aquí dentro de quince días para echar a andar las cosas. Ah, y por favor no se le olvide traer una fotos para mandar hacer el catálogo ¿eh? Le prometo que tendremos todo listo para su próxima visita y que no se irá usted de aquí sin la fecha definitiva.
Lobo salió brincoteando y atravesó la Alameda para presumirles a Polo y al viejo librero.
—Fíjate buey —y empezó a tomar libros de los estantes y a distribuirlos por el suelo—, te invito a una papalina guapachosa porque aquí tu rey va a inaugurar la Galería de los Embajadores más chingones de por estos andurriales.
—Espérate, cabrón —reía Polo, tratando de recuperar los volúmenes que Lobo regalaba a los transeúntes.
No sabíamos que su amistad se estrecharía. Lobo rondaba todos los días el Hemiciclo a Juárez con la esperanza de ver a la muchacha de ojos azules y cabellos grises, después pasaba por una cerveza a El Golfo de México y se sumaba a la pandilla ociosa de Libros Escogidos…
—Oye —le preguntaron una vez—, ¿no quieres dar un cuadro tuyo? Fíjate que organizamos una subasta para ayudar a los estudiantes que están en huelga.
—Es que las subastas son pura tranza, compadre.
—Sí, pero ésta no, me cae. Fíjate que tenemos ya cosa de 200 cuadros ¿no? Mándanos uno, no seas chueco, es para ayudar a los cuates del Consejo Nacional de Huelga. Necesitamos un chingo de lana, me cae.
—Pues sí, pero no se las voy a dar yo.
—¿Y tu conciencia, buey? ¿Qué no sabes que se están llevando sus buenos chingadazos? Lo menos que podemos hacer es darles lana y por eso vamos a organizar la subasta. ¿Cómo la ves? Todos los cuates de San Carlos y La Esmeralda van a dar que tres, que cuatro óleos, así que tú ¿con cuántos te vas a caer?
—No, pues yo nada más con uno —aceptó Lobo tímidamente—, y eso, con desconfianza, porque en las subastas nunca se sabe a dónde va a parar el dinero, no me digas que sí, digo, está cabrón ¿verdad? Pasa de mano en mano hasta que se acaba ¿no? Y a los estudiantes no les llega ni madres, digo, nada más una carta ¿no?
—No exageres, compadre. Ya todos los cuates están cooperando y tú no te vas a apretar ¿verdad? Cuanto más que vas a rechazar mucho material ahora que pongas tu exposición ¿no?
—Pues sale, mano.
—Aquí no es el Monte de Piedad, buey, váyanse a hacer sus transacciones a otro lado —protestó Polo.
Entre todos lo despeinaron, le quitaron los pantalones y fingieron arrojarlos a un camión de pasajeros.
Bailotearon y se agredieron hasta la hora de cerrar. Entonces Lobo se apartó del grupo e invitó a Polo a tomar. Fueron al Java, y después al Caracol y al Gusano. Como muchas otras noches caminaron por todo Guerrero y pasaron al Rondalla, al Olímpico, al Jardín, al León Rojo y al Tres Equis.
—Quiero que sepas, Polo que no tengo nada contra ti.
—Comprendo.
—No sé por qué me embarré en esto de la pintura. No puedo pintar, no sé qué pintar, estoy jodidísimo, me cae —y dejaba su botella sobre la mesa mientras se secaba las palmas de las manos en sus pantalones.
—Pero si dibujas muy bien —vacilaba Polo.
—A veces creo que me estoy haciendo pendejo, verdad de Dios…
—A veces yo también me siento así…
—Nunca le he dicho esto a nadie —añadió Lobo—. Mis amigos se burlarían de mí. Jamás les diría tal cosa…
—Hay cosas que tienes que guardar para ti mismo. No hay nadie en quien puedas confiar en este mundo…
—Deberías poder confiar en algún pendejo, digo, debería haber alguien entre tantos millones de pinches mexicanos ¿verdad? —sorprendido de la vehemencia de sus palabras—. Carajo, no puedes decirle nada a nadie. No te comprenderían…
—Excepto a los cuadros —arriesgó Polo.
Porque la pintura es un nexo misterioso entre el silencio y nosotros. La pintura sale del silencio y vuelve a él para volver a salir del silencio como estimuladora de palabras. Si pintamos la pintura sale del silencio intraducibie y entra en el silencio de quien está mirando para fermentar palabras nuevas, distintas de las nuestras, y al igual que las nuestras, expresivas o significantes o representativas de un silencio inexpresable e irrepresentable y por lo mismo siempre termentador…
—Hasta el fondo, pinche buey —dijo Polo, y obligó a Lobo a terminar con su cerveza de un golpe. Un gritito agudo se escapó de su garganta y una mirada de incredulidad sobresaltó traicionando sus ojos—. De hoy en adelante yo te voy a decir lo que vas a pintar para que dejes de hacerte buey —sentenció Polo—. Y para terminar te me bebes esta otra…
Pero Lobo había puesto la cabeza sobre la mesa y estaba llorando…
No sabíamos que Polo iba a llevarlo a desarrollar temas bíblicos…
—¿Qué no has visto las películas, pinche buey? Taquillazos eternos… Y si Gustavo Doré y tantos otros cabrones de la antigüedad les sacaron provecho ¿tú por qué no?
Terminó vendiéndole una de aquellas Biblias que años atrás le habíamos llevado nosotros. Y Lobo simuló empezar…
Dotaba a sus pinturas de un peso psicológico que no encontraba en ningún discurso. Cada cuadro suyo estaba cargado con todo lo que había vivido, con todo lo que estaba viviendo y con todo lo que viviría. En los límites de una tela imponía todo el peso del tiempo de su vida: había que cargarla con todos los recuerdos, con todas las presencias y ausencias, con todas las esperanzas y desilusiones. En cada cuadro tendría que recoger la vida entera. Se sumergía en ellos. No por nada huía del mundo: los cuadros lo situaban frente a su propia vida, recapitulándola en un instante, toda presente. Pero era una recapitulación obsesionante, opresiva; una especie de escenario al que concurrían juntos los personajes de su existencia.
—Un consejo, muchacho… —Creía oír la voz del viejo librero dirigiéndose a mí, y aplicaba sus palabras a su tarea—. No escribas nunca una novela. No hay nada en el mundo más inútil que una novela. No la llenas nunca. Una novela… ¡Qué tentación! Empiezas echando en ella la primer tontería y luego no sabes qué cosa vale la pena de ser conservada realmente…
Salía entonces a la calle, otra vez al Java y después al Caracol y al Gusano. Alguna de las mujeres lo invitaba a dormir y cargaba con ella hasta el día siguiente. El alcohol tenía la capacidad de materializar o espiritualizar, de trivializar o sublimar. Le ocurrió ver los senos de una mujer como trozos de carne. Las desnudaba impulsado bestialmente por su naturaleza y les pedía perdón con expresiones que intentaban traducir su sensualidad. No había noche que no terminara borracho, ni noche que no cargara con alguna mujer. Era el deseo sin poesía, la prosa del sexo…
No sabíamos que una mañana iba a levantar un mensaje de abajo de su puerta: que no se fuera a presentar en la subasta…
No sabíamos que el muchacho que lo había invitado a participar era gobiernista, ni que golpearían o detendrían a todos los que llegaron a dar cuadros…
—A un joven extranjero —contaba poco después—, no lo echaron del país, ni amenazaron con echarlo ni nada, pero le sacaron cinco mil pesos. Y carajo, digo, era un cuate que si hubiera tenido cinco mil pesos, pues se iba a su país ¿verdad? Entonces, digo, le sacaron cuadros. Y él tenía algunas cosas, unas litografías que le había dado Siqueiros porque habían trabajado juntos, y en esa época de su vida pues Siqueiros lo había querido ayudar ¿verdad? Y aparte de los cinco mil tuvo que dar las litografías. ¿Qué les parece?
No sabíamos que Lobo iba a volver a las oficinas de la OPIC en la Avenida Juárez, más encarnizado y crudo que nunca.
—¿Qué deseaba?
—Pues mire —espetó ante el licenciado Antonio Gómez Serrano—, yo vine hace dos semanas y usted me citó para hoy y me habló de una galería que se va a inaugurar en el edificio de Relaciones Exteriores, adonde supuestamente podré exhibir mis cosas… ¿Usted lo recuerda, verdad?
—Ah, claro, claro, por supuesto, ya recuerdo, sí. Hace usted unas cosas preciosas ¿verdad? Muy buenas, deveras. Y ¿sigue trabajando?
—Sí, estoy trabajando…
—Muy buenas cosas, deveras, ya recuerdo. ¿No quiere un cafecito?
—No, muchas gracias… —y eructó.
—No, si ya verá, vamos a hacer esa exposición. Ya está todo listo, nada más que se nos ha empezado a retrasar el acabado de la Galería porque ya sabe usted cómo son los albañiles y los carpinteros y los pintores, que san lunes y quien sabe qué. Bueno, no sé si le expliqué. Es que son tres galerías juntas y queremos poner pintura latinoamericana en una; pintura norteamericana en otra, y la exposición de usted en la de en medio. ¿Qué le parece? Espero que advierta la importancia de este evento, y que por lo mismo acepte disciplinarse y tener paciencia. Es que deveras, no sabe lo que son los carpinteros y los albañiles en este país. De plano no se puede contar con ellos. Yo hasta creo que debemos esperarnos hasta que termine este mes, en fin, para estar seguros qué tal si se viene usted los primeros días del mes siguiente y ya verá como tenemos todo listo…
No sabíamos que íbamos a intimar con el crítico más popular de la época. Alguien lo mencionó en la librería, porque desde las páginas del suplemento cultural de Excélsior, cada semana zarandeaba o destacaba con adjetivos esotéricos a un artista. La eficacia de sus notas se medía por el escándalo que provocaban.
—Uy —dijo Lobo—, ese cuate cómo me gustaría que viera mis cosas porque es un buen crítico…
—Ah, ¿entonces es un crítico?
—¿Pues que no es actor?
—Pues no, yo no lo conozco pero todos los domingos sale su nombre y crucifica a algún pendejo, digo, porque les dice cosas horribles…
—Ay, pues cuando quieras te lo presentamos, hacía teatro con nosotros y quién sabe qué.
—¿Pues qué no estudia medicina?
Polo destacaba sus críticas recortándolas y exhibiéndolas bajo el vidrio del mostrador.
—Bueno, pues si lo quieres conocer vamos a hacerle una trampa ¿no? Vamos a decir que es santo de fulano, que fue muy amigo de él, y lo invitamos el domingo a tomar una copa en casa de este buey.
Lobo llevó su montaña de cuadros y recibió al crítico que entregó un regalito para el festejado. Venía de los toros, acompañado por un amigo, y muy pronto se lanzó a una charla que parecía iba a alargarse para siempre, sin silencios para meditar ni para reflexionar, riendo y enhebrando chistes no para persuadir ni convencer, sino para pasar el rato, para ser escuchado sin condiciones ni homenajes, hasta que terminó borracho como todos y comenzó a puntuar su discurso.
—Pues a propósito —interrumpió Lobo—, yo soy pintor…
—Ah, hombre, pues me gustaría ver alguna vez lo que haces…
—Pues aquí lo tengo ¿no? —orgullosamente teatral y displicente.
Sacó los dibujos en óleo y pasteles sobre tela y cartón. Fue como un momento de distensión, un descanso para no decir nada y relajarse del haber dicho mucho.
—Hombre, muy bien, y ¿dónde vas a exponer?
—Pues creo que voy a exponer en una nueva galería de la Secretaría de Relaciones Exteriores…
—Ándale, me avisas y te saco una nota. No te ofrezco sacártela en Excélsior pues, este, porque es un suplemento muy serio ¿verdad? Ahí nada más escribo de gente grande ¿no? Pero te prometo hacer una notita en el Ovaciones, deveras…
—Bueno, pues donde sea está bien, muchas gracias…
Y empezó a recibirlo todos los días en su casa. Le llevaba libros y lo invitaba a desayunar.
—A mí se me hace que este cuate anda medio entradazo conmigo…
—¿Cómo crees? —decía Polo—. Lo que pasa es que no sabes valorar la amistad…
—¿No, buey? Lo que pasa es que me estoy haciendo pendejo ¿no?
—Entonces porque te regala uno un libro ya se quiere casar contigo, ¿no?
—No seas pendejo, buey, pero lee esta dedicatoria. Fíjate, pasó por mí en la mañana y me dió este libro. «Mi corazón en la mano es para ti, igual que mi sincera amistad». En la madre ¿no? Pero si me quiere pedir la mano te lo mando a ti ¿no?
Y Farfonflas:
—No te hagas pendejo, pues claro que anda detrás de ti.
No sabíamos que por él iba a conseguir sus primeras salas de exposiciones. No sabíamos que realmente escribiría la primera nota, misma que Lobo se aprendió de memoria porque no lo podía creer.
—Este suplemento va a muchas partes —decía—. Llega a toda la provincia y se va a Latinoamérica y a los Estados Unidos…
Lobo destacaba no sólo la sinceridad del crítico, sino también su seriedad. Consideraba su artículo responsable y respetuoso. Como era un crítico sabía lo que había querido decir, lo había meditado en silencio, durante días. Veía su nombre impreso y sentía un estremecimiento que no hacía más que incrementar su vanidad…
—Yo te voy a presentar con toda la gente que vale —prometió en otra noche de borrachera.
Y lo llevó con Antonio Rodríguez.
Lobo llevó todos los cuadros a su casa. Los extendió alrededor de la sala y el comedor, sin hablar, porque la presencia de ese hombre seco y vigoroso, le hacía temer que todo lo que pudiera decir revelaría su costumbre de no pensar, su vacío interior, su ligereza y su falta de responsabilidad. Don Antonio vio los cuadros con parsimonia, como inspirándose desde el silencio de sus reflexiones, de sus meditaciones, de su recogimiento, y dirigiéndose al silencio de los dibujos. Cuando habló sentía aún la necesidad de meditar y pausaba sus palabras. Saber callar en el momento oportuno hace que siempre sea oportuno hablar.
—Pues sí me gustan —dijo—. Están muy bien y hay cosas muy buenas, están muy bien, deveras, me gustan, es magnífico… —Volteaba los cuadros de cabeza y los llevaba hasta la luz de un patio—. ¿Cuántos años tienes? ¿Cuántas exposiciones? ¿Con quién estudiaste? Esta es una sorpresa para mí, muchacho, es una verdadera revelación y me intriga saber cómo es que nunca había visto pinturas tuyas, en fin, pero te voy a ser franco, te voy a ser sincero. Calculo que si hubiera dos o tres pintores iguales a ti, podría cambiar toda la fisonomía de la pintura mexicana en corto plazo. Y esto no es poca cosa ¿eh? Pero veo un peligro, y es que te puedes ir por un camino muy fácil. Tienes mucha facilidad y si los gringos te empiezan a comprar cosas entonces te vas a ir por allí, vas a ganar mucho dinero y te vas a perder como pintor. Piénsalo bien, deveras. Mira este pastel, aquí se ve el peligro que yo te digo, pero de este lado, en cambio, aquí hay buena pintura ¿ves? Aquí eres menos convencional, sin pretensiones de venderte…
Lobo fue a la oficina del licenciado Antonio Gómez Serrano con la noticia de que habían gustado sus cuadros.
—¿Cómo dice?
—Yo soy el de la exposición en una de las nuevas galerías que van a estrenar en el edificio de Relaciones Exteriores.
—¿Y en qué puedo servirle?
—Pues mire usted. He venido ya tres veces a ver lo de mi exposición, y dos críticos que han visto mis trabajos están de acuerdo en hacerme artículos…
—¿A qué exposición se refiere usted?
—La exposición en la galería de Relaciones Exteriores adonde vamos a invitar a todos los embajadores…
—Ah, ¿usted es chileno?
—No, yo soy mexicano. Ya hemos hablado antes y la última vez usted me dijo que regresara a principios de este mes…
—¿Y para qué? No entiendo cuál es su proyecto, qué pretende usted ni cuál es su juego. Además usted es crítico ¿verdad?
—No, yo soy pintor y usted me dijo que estaban haciendo tres galerías en el edificio de Relaciones Exteriores, allá en Tlatelolco, y que en una de esas galerías íbamos a montar mi exposición…
—Ah, sí, pero eso no se va a poder. Porque las galerías que estamos haciendo son para exhibir fotos. ¿Qué no le dije eso? Nunca se me hubiera ocurrido invitarlo a montar una exposición de pintura.
—Es que yo vine a pedir la Casa de la Paz.
—Ah, sí, la Casa de la Paz. ¿Y por qué allí?
—Es que allí hay espectáculos y va la gente de por sí, bueno, eso creo…
—No, no, no. ¿Sabe qué? Mejor vamos a hacerla aquí. Ya me acordé. Usted es el que hace las maripositas ¿verdad? ¿Qué le parece la sala de exposiciones de aquí? Tráigame unas fotos. ¿Tiene fotos?
—Sí, sí tengo…
—Bueno, y vamos a seleccionar la obra.
—Pues va a ser muy difícil seleccionarla porque apenas y me alcanza para llenar la galería.
—Bueno, entonces dejemos eso y le voy a dar un consejo. Consígase a alguien muy importante que le haga un texto de presentación. Pero búsquese algo entre lo más alto que pueda usted llegar…
—Pues eso es lo que venía a decir, que ya tengo quién me escriba el catálogo. Qué le parecen…
—No, más alto, mucho más alto…
Katuflin sonrió lleno de satisfacción cuando se enteró del problema…
—Mira, te voy a traer una gente el sábado pero no te vayas a asustar ¿eh? No te digo quién para que no te asustes…
—¿Y por qué me iba a asustar? —dijo Lobo al recibir a Francisco de la Maza, impresionado a la vez por la sensibilidad que emanaba de ese hombre.
Su recorrido por las pequeñas habitaciones viendo los cuadros, adquirió la solemnidad de un rito; y su asentamiento frente a algunos sugería algo litúrgico.
—La verdad es que he visto mucha pintura de jóvenes artistas, y estoy seguro de que usted va a ser un pintor verdaderamente grande ya que tiene mucha facilidad… —Se veía muy impresionado y eso lo llevaba a tonos dulcemente amables y joviales—. Yo le voy a escribir una presentación diciendo que es el mejor pintor de México…
—No, porque entonces es peor, nadie va a creer eso…
—Y a usted qué le importa ¿quién lo firma?
¿No lo estarían usando para una política de oscuros propósitos? La displicencia de Francisco de la Maza encarnaba cierta belleza espiritual. Allí estaban la cultura o cierta cultura, y una enorme sabiduría, transmutadas en un valor vivo, hecho carne.
—Que no le escriba nadie ni una palabra. Ya se lo dije: voy a escribir que es el mejor pintor de México…
No sabíamos que en realidad lo haría y que Lobo llevaría el texto a la OPIC.
—Aquí está lo que me pidieron.
—Y esto ¿qué es?
—Pues para el catálogo…
—¿Cuál catálogo?
—Pues el catálogo de la exposición que vamos a tener aquí abajo. Usted me dijo que expondríamos mis cuadros.
—Ah, sí. Usted es paraguayo ¿verdad?
—No precisamente…
Lobo le pidió un cigarro.
—O este tipo quiere que ya no vuelva, o quiere volverme loco, o le da un miedo del carajo negarme la exposición. ¿Quién diablos lo habrá puesto al frente de esta oficina? —susurraba.
—Y ¿para cuándo va a ser su exposición? —lo interrumpió el tipo.
—Pues yo no sé. Usted me dijo que trajera un texto para el catálogo, y que entonces ya me daría una fecha definitiva…
—Ah, sí, porque usted sabe cosas de tipografía ¿verdad?
—No, yo no sé ni qué es eso.
—Sí, sí, ya me acordé. Lo que usted dijo es que podría diseñar su catálogo ¿verdad?
—Bueno, pues no lo dije, pero yo creo que sí puedo…
—Entonces hágame una maqueta. Me la trae con las fotos y el texto así como usted lo quiera ¿verdad?, muy bien terminado, ya listo para negativar e imprimir ¿de acuerdo?
—Y ¿para cuándo lo necesita?
—Bueno, vea usted, vamos a tener un espectáculo de poesía que va a durar dos meses, así que tráigamelo dentro de dos meses. Sí, así es, véngase dentro de un par de meses…
No sabíamos que Lobo iba a acceder al afecto creciente de Katuflin y hasta a aceptar su masculinidad en la boca, de curioso sabor. Encontraba así lo que ni el alcohol ni la noche podían darle: cierta libertad, propósitos sólidos y fidelidades más seguras. Su sexualidad no tenía que pedirle permiso a nadie, y con su libido hacía tiempo que había dejado de hacer cálculos. ¿Quién supondría que Katuflin iba a sorprenderlo con los nervios distendidos? Su pecho velludo era la noche oscura de las palabras, pero en esa noche todas las palabras germinaban. Escuchaba atentamente su organismo y se inspiraba: lo escuchaba aún más intensamente y sentía bullir en su interior la necesidad de actuar. Quién supondría que esa piel dura actuaría como un tónico y que Lobo se dejaría acariciar por manos varoniles, apacible, tierno, tranquilo, abandonado, inmóvil, como después de un cataclismo. ¿Sería bisexual? Bisexual, es decir positivamente lo que la palabra heterosexual dice negativamente. Pero es que la vida se vive una sola vez y ¿quién puede decir que lo ha probado todo si no se arriesga a todo? De modo que su hombría iba a dejar de ser inmaculada…
No sabíamos que la muchacha de ojos azules y cabellos grises lo visitaría en su casa.
—Ay, es que son muy bonitos —chillaba. Le habían dado su dirección en la oficina donde se conocieron, era bailarina y quería comprar un dibujo, pero a Lobo le apenaba vender.
—Pero pues sí, a ti sí, te vendo lo que quieras.
—¿Cuánto vas a pedirme?
—Pues dame cien pesos —un poco asustado y mirándola analíticamente. Ese rostro podrá envejecer, pensaba, podrá deformarse, deshacerse, pero nunca será feo…
—¿Por cada uno? —y agarró más de diez—. Pues me parece muy barato, porque estos dibujos enmarcados y en una galería no los consigues por menos de mil pesos.
¿Cómo decirle que él quería cien por todos?
—No —replicó Lobo, atormentado por no saber cómo atraparla— pues dáme trescientos pesos y áhi muere… —Con la sospecha ya de que los cuadros se hacían carne, de que los sueños se hacían carne.
—Bueno, pues te voy a dar mil pesos por estos tres, y créeme que me voy sintiendo que te estoy estafando…
—Pero nos volveremos a ver ¿verdad? Me gustaría hacerte un retrato —sofocando la idea de que la estaba engañando o tranzando ya que había dicho cien pesos y no se atrevió a agregar que por todos. Cerró la puerta y se enfrentó a sí mismo—. Bueno ¿qué es lo que pasa? ¿O esta vieja es una pendeja o francamente no sé lo que estoy haciendo? ¿O será que la pintura es un accidente? Un cabrón accidente.
Farfonflas decía que era un aventurero.
—Ay, no, mi viejo, cómo te envidio, deveras, esa sangre fría que tienes. ¿Cómo te atreves a dejar que Franciso de la Maza venga a ver tus cosas? Yo no tendría valor para hacerlo venir, carajo.
El Gran Caruso lo apoyaba.
—No, compadre, tú estás muy bien, lo que pasa es que a nosotros no nos salen así, pero tú sí la haces, me cae de madre.
No sabíamos que vendería otros cuadros antes de exponer, que el crítico de Excélsior le llevaría a buenos compradores, orgulloso de conocerlo y relacionarlo. El primer óleo que colocó era un paisaje y se llamaba Vista general. Mezclaba ríos, mares, ciudades, campos de labranza, mesas de billar, cantinas, campos de futbol, mercados, todo desde diferentes niveles o puntos de vista.
—De casualidad, maestro —empezó el comprador—, ¿usted no está emparentado con el Doctor Lobo del cuerpo diplomático?
—No creo, porque casi todos los de mi familia son mariachis, taqueros o policías…
—Ay, este maestro es muy bromista —intervino el crítico visiblemente apenado—, por favor no le haga caso…
—Yo pensé que usted estaba relacionado…
—A menos que sea otra rama —seguía Lobo—, pero no creo porque yo conozco nada más a puros mariachis, taqueros, boxeadores y policías, y eso que a los policías ya como que me da pena mencionarlos porque son así como de avergonzarse ¿verdad?
Pero ya bajaban presurosos por la escalera perseguidos por el cacareo de su risa. No lo escuchaban y en el fondo, a él no le importaba ser escuchado.
No sabíamos que vendrían doctores, ingenieros, ejecutivos, licenciados, en fin, representantes de ese otro mundo competitivo y ruidoso que nos esforzábamos por alcanzar. No sabíamos que se interesarían por los cuadros y pedirían facilidades de pago. ¡Trescientos pesos en seis quincenas de a cincuenta pesos cada vez! Lobo se recogía concentrándose en pintar; prestando atención sólo a sí mismo y tendido hacia el Arte, o hacia eso que él creía que era el Arte. Su nueva tarea brindaba quietud y tranquilidad a la altura de sus exigencias, así como sus nuevas prácticas sexuales unidas al cotidiano alcoholismo le conferían calma y distendían, haciéndolo diligente y amoroso, armonizado con todo y en todo. Las telas no hacían más que señalarle su propio cuerpo, fijando sus contornos, de modo que él buscaba en sí mismo los puntos de equilibrio y atracción. Sentía que no cabía en el cuerpo y que necesitaba cumplir obligaciones misteriosas. Pintar, por ejemplo.
No sabíamos que uno de esos clientes ocasionales que el crítico le llevaba a casa, iba a recomendarlo con la mejor galería de la época y de muchas épocas.
—Pues ¿dónde exhibes?
Lobo contó la historia de las visitas repetidas al OPIC.
—No, pues fíjate que soy pariente de Inés Amor y ella me debe muchos favores, así que te voy a recomendar y no creo que vayas a tener ningún problema…
Y le dio una carta que era casi una orden.
—Cómo no, encantada —dijo ella—, ¿por qué no me invita usted a su estudio?
—Pues fíjese que me da mucha pena, pero si usted quiere le traigo mis cosas… —porque ya no vivía con Farfonflas, sino solo. Y en su cuarto de Puente de Alvarado no había más que una colchoneta y un restirador, sin sillas ni cortinas ni cubiertos ni vajilla.
—Bueno, si usted quiere, le mando mi camioneta…
—No se moleste, yo tengo un amigo que también tiene una camioneta y se la puedo pedir prestada… —casi quejándose, como sufriendo el interés honesto de esa mujer, como avergonzado de haberse presentado ante ella y sin conseguir verse allí, a su lado, solicitando atención y estímulos…
No sabíamos que cierta música resonaría bajo el pincel cuando lograba determinadas transparencias. La canción iniciada recorría su cuerpo hasta el corazón y su tristeza se desvanecía, su soledad se olvidaba y sus dolores encontraban consuelo. La música guiaba su mano y lo limpiaba de culpas y disponía, con un impulso sin condiciones y una capacidad absoluta de entrega personal, a asumir el papel de pintor, a hacer suyos todos sus problemas y toda su condición humana, concentrándose hasta el punto de aniquilar en sí mismo su nostalgia por Patricia, por los bares de la colonia Guerrero, por los conflictos que representaban su querida Amparo Carmen Teresa Yolanda y las querellas con sus más borrachos amigos…
No sabíamos que imbuido de una segunda inocencia, Lobo iba a caer de nuevo en la oficina del licenciado Antonio Gómez Serrano.
—¿En qué puedo servirle?
—Pues le vengo a enseñar la maqueta para el catálogo…
—Ah, sí ¿usted es el pintor chileno, verdad?
—No, no soy chileno. Soy mexicano.
—Sí, ya recuerdo —y espulgando el material—: esta foto es muy mala y aquí en la OPIC tenemos un departamento de fotografía magnífico. Vamos a ver si le pueden hacer unas fotos ahora mismo ¿quiere usted? Y estas fotos de los cuadros, no hombre, usted debió venir con nosotros primero. Esto no sirve. A ver, llévenlo con el fotógrafo. ¡Señorita!
Lo llevaron y le tomaron unas fotos horribles. El hombre aquel eligió la peor, rompió la maqueta, mandó hacer otra y dos días antes de que se inaugurara la exposición, ya colgados todos los cuadros (veinticinco óleos de metro y medio por metro y medio, veinticinco pasteles considerablemente más pequeños y diez acuarelas), acompañó a Lobo y al licenciado Álvarez Acosta, titular de la dependencia, a recorrer todo el salón…
—Es bastante buen material —dijo el director—. Nada más que le voy a dar un consejo. Usted es muy joven y los jóvenes no saben muchas veces lo que debe ponerse en una exposición. ¿Por qué no quita usted ese cuadro y aquel otro y ese otro? —Los señalaba sin detenerse—. Quite usted esos seis óleos y la exposición va a quedar muy bien, deveras que ya la quisiera un pintor consagrado. Lo felicito…
—Muchas gracias, señor. Y tiene usted razón, mañana vengo por los cuadros que me ha señalado…
Pero esa noche, en el Java, sus amigos alborotaron.
—No, pues no los quites —alegaba Farfonflas—. ¿Por qué los vas a quitar? Pues total ¿no? Es tu exposición, así que tú eres el que se arriesga, ellos qué.
—Pues sí es cierto, compadre. No quites nada.
Sentía náuseas. No asimilaba las posibilidades que le brindaba su nueva actividad: pintor. Recibiría críticas y no iba a rechazarlas. Simplemente haría que se deslizasen en su fondo sin fondo. Estaba a unas horas de que el mundo supiera qué había hecho durante su aislamiento, y bebía para sentirse sereno.
—Pues tienen razón —dijo—. ¡No quito nada!
No sabíamos que la noche de la inauguración el licenciado Álvarez Acosta repararía en los cuadros que no le gustaban.
—¿No le dije a usted que quitara esos óleos? ¿Por qué no los quitó?
—Pues perdóneme, sí —en susurros—, tiene usted razón, pero es que pensé que la exposición era mía, y que si esos cuadros no le gustaban a la gente, a final de cuentas el perjudicado era yo ¿verdad? Y entonces pues decidí correr con el paquete…
—No, pues hizo usted mal. Ya verá que la crítica le va a ser adversa.
—Bueno, pues ni modo —rubricó Lobo y se precipitó a recibir a otros invitados.
Llegaron El Ganso y el Ratón Vaquero acompañados de sus esposas, ambas embarazadas. Llegó don Antonio Rodríguez seguido por el crítico de Excélsior. Lobo y el licenciado Antonio Gómez Serrano se interesaban por todos desviviéndose por atenderlos. Los orillaban a los extremos de la galería despejando el centro.
No sabíamos que Amparo Carmen Teresa Yolanda iba a aparecer responsable, hermosa, sabia y madura, ni que Lobo tendría paladar sólo para ella.
—Chíngale ¿no? —gruñendo a su lado, mientras la acompañaba a ver los cuadros—. Ya me dijeron que va a ser mi primera y última exposición —y adelgazando la voz—, porque la crítica me va a ser adversa…
—Como que es mucho catálogo —alcanzaron a oír—, para tan puta exposición ¿verdad?
—Pues mira —dijo ella con sincera admiración—, yo no te voy a decir que todos tus cuadros son sensacionales. Es peor, no te voy a decir nada aparte de que en todos se ve que vas a dar más, que tienes mucho más que dar, pero mucho más —y lo abrazó y besó con entusiasmo.
—Te amo —resopló Lobo.
—No confundas los jazmines con los cojines —y le apretó el sexo con un gesto travieso.
—¡Viva México! —susurró Katuflin cruzando frente a ellos.
No sabíamos que Lobo recordaría sus largas caminatas en la celda: andaba hacia adelante, alrededor de un vacío que de algún modo era y no era él mismo, siempre pensando en un más allá de los barrotes, subrayando su aislamiento y su insignificancia. ¿O era que no había salido nunca de la cárcel? Hablaba con el silencio y no pensaba porque nadie pensaba, y sólo podía optar por fraternizar con la noche, ser noche en la noche, acometer con las tinieblas del cuerpo las tinieblas de la noche. No podía ver sino lo que era negro y sólo le quedaba velar el vacío que le nacía en mitad del pecho…
No sabíamos que la noche de su primera exposición iba a detenerse allí, en un rincón de la sala. Quien se detiene, camina. No tenía ya necesidad de tiempo para llegar. Había llegado. No requería espacio para moverse: estaba en su sitio. ¿O no estaba en su sitio? Alrededor le sonreían sus excompañeros del Museo de Antropología, el crítico de Excélsior, rubio y corpulento, y El Gran Caruso, siempre elegante. El licenciado Álvarez Acosta vacilaba antes de salir ya que afuera llovía; se veía intranquilo y permanecía de pie con cierta hosquedad.
¿Y si el lugar se desvaneciera?
No sabíamos que El Ganso y los amigos de antaño harían un círculo sentándose en el suelo, ni que Covarrubias llegaría con sus zapatones chasqueando sobre el piso encerado.
—Bienvenido, maestro —se precipitó Lobo.
—No me digas maestro…
—Pásenle y vayan pasando —invitaba el licenciado Antonio Gómez Serrano dirigiendo el escenario social—, no se mojen y acepten nuestras bebidas…
—Pues yo sí creo que la vas a hacer como pintor —afirmaba Covarrubias mirando en torno—. Aquí tienes cosas excelentes, deveras. Les vas a dar un susto a los grandes, caray, no sabes qué gusto me da…
—Muchas gracias, maestro.
—No me digas maestro.
—Cabrón —susurró Katuflin tambaleándose de borracho y con todo el veneno que podía reunir—, fíjate, yo me pasé quince años tragando mierda, cargando mis cuadros por todos lados para que alguien los viera, y quince años más para que alguien me hiciera una nota en el periódico o me escribiera la entrada en un pinche catálogo… Y llegas tú y luego luego. ¡Infeliz!
No sabíamos que allí, detenido en el centro de la galería, Lobo sentía que caminaba maravillosamente. Allí detenido se movía, marchando a plenitud, dueño del tiempo y dueño de la historia. Todo su pasado tendía a disolverse… Sentía muy lejos las clases de pintura en La Esmeralda, con el maestro jorobado y apestoso inclinado sobre su hombro:
—¿Cómo así, compadre? ¿Por qué aquí tan grandote? ¿Y esa nariz por qué tan chueca?
—Bueno —retaba Lobo—, ¿qué no puede haber alguien que tenga la nariz así?
—Pues sí, claro, una gente que esté muy enferma de la nariz puede tenerla así…
Y luego con Farflonflas en un café de chinos…
—Mira —escuchaba—, te voy a enseñar un truquito para darle vida a los ojos, mira, sombreas así, aquí pones una lucecita así. Y ahora te voy a enseñar otra movida para las venas y para los vellos. Agarras el lápiz así ¿te das cuenta?
El minucioso aprendizaje…
No sabíamos que llegarían los fotógrafos de los periódicos y que Lobo se apoyaría en el brazo y la risa de Amparo Carmen Teresa Yolanda.
—Para el chantaje ¿no? —Y después de los fogonazos—. ¿Sabes? Creo que ya no voy a volver a la escuela…
—No vuelvas, no…
La muchacha de ojos azules y cabellos grises se acercó a felicitarlo.
—Déjame tomar una foto contigo ¿sí?
—Claro que sí —como embriagado de santidad y antes de reconocer que no estaba pasando nada, que todo era o podía ser un espejismo, que todo estaba a punto de disolverse. No era que fuera a devorarlo el tiempo o a absorberlo el espacio: lo engulliría la noche, lo engulliría un abismo de silencio y oscuridad.
—A ese pinche güerito —oyó detrás suyo y le dejó la copa a su admiradora—, le voy a poner una madriza que no veas…
—Pues sí, estaría bien que se la pusieras —aflojándose la corbata y viendo al Ganso ajeno a la situación—. Nada más que ¿sabes qué, hijo de la chingada? Que para que le pongas una madriza al Ganso primero me la vas a tener que poner a mí ¿comprendes?
Pero interrumpieron los meseros de casacas blancas y charreteras doradas y se llevaron al rijoso.
—Porque el Ganso es amigo mío —lo seguía Lobo vociferando y acaparando la atención—, y cuando le quieras poner en la madre al Ganso primero me tienes que poner en la madre a mí…
—Y no, cálmate… —Eran Polo y el viejo librero, tenaces y esperanzados—. Estás haciendo el oso, cálmate. Ven y cálmate, mira…
Llegaba su padrino, el que tocaba el violín y guardaba la esperanza de que alguna vez se incorporara al mariachi. Le hablaba con respeto, de usted, con voz fuerte y llena de toses.
—Pues ya sabes, si no la haces de pintamonos, todavía tengo el requinto de tu tío.
Lobo le besaba la mano como si se tratara de un obispo.
—Dios te haga santo, ahijado.
Y detrás de él toda una estirpe de taqueros entraba con absoluta libertad. Traían botellas descorchadas y Lobo bebió dos o tres tragos abundantes de rabiosa bebida…
—Compra mañana el periódico —le dijo el crítico de Excélsior, despidiéndose y sonriendo malicioso.
Lobo creyó ver a Emiliano con una muchacha conocida: la cajera de un supermercado de la colonia Cuauhtémoc…
Recibió golpes cariñosos de su nuevo peluquero.
—¿Qué pasó, mi artista? ¿Cuándo va a ir a descabellarse?
Entró también un perro callejero, escurriendo agua y jadeando nerviosamente.
No sabíamos que realmente el crítico de Excélsior iba a cumplir lo prometido.
—Oye, maestro —le dijo Lobo la semana siguiente—. Pues yo te quiero corresponder en alguna forma, digo, este, pues te quiero hacer un regalo, ya tú me dirás ¿verdad? Ya me dirás cómo puedo ¿no?
—Pues invítame a los toros el domingo que entra.
—Ah, pues qué buen plan, me cae…
—Pero me regalas también esa fotografía…
—Pues sí, te la regalo…
Era una de las pocas fotografías que existen coloreadas por Manuel Álvarez Bravo. Ignorábamos que años después iba a exhibirse en el Instituto Nacional de Bellas Artes con gran crédito para el crítico… De modo que el primer comentario, una nota de media cuartilla plena de lugares comunes, había costado más de veinte mil pesos…
No sabíamos que Lobo terminaría acostándose con la muchacha de los ojos azules y los cabellos grises (casi sin hablar, el corazón latiéndole en la boca). Llegaría a llamarla «el sol de sus sentidos», dado que Patricia había sido «el vino de su vida», y Amparo Carmen Teresa Yolanda era «una llama permanente». Muchas otras mujeres vibrarían acompañando y originando sus cantos de amor. Su relación con Katuflin quedaría sepultada bajo un montón de piernas cuaternarias, y la admiración de los críticos que se decían sus amigos caería en un corazón inmenso, insípido y marchito que desgraciadamente era cada vez más el suyo. Todas las mujeres que habían pasado por su vida, en cambio, arderían en su interior: todas sus desnudeces las cubriría con su alma, hecha de sed…
No sabíamos que simultáneamente a nuestro alboroto en la galería, miles de personas afuera, por la Avenida Juárez, desfilaban bajo la lluvia rumbo al Zócalo en manifestación silenciosa. No eran sólo estudiantes, pues destacaban de inmediato mujeres de clase humilde vestidas de negro o con un brazalete luctuoso en el brazo, obreros espectrales que enarbolaban belicosas antorchas y policías disimulados…
No sabíamos que en la profunda inocencia de la noche nuestra carne virgen palpitaba desnuda…
No sabíamos que su silencio era el padre de su ira; que de su silencio podía manar otro orden moral; que marchando así, en silencio, evocaban lo sagrado, lo misterioso, lo que está más allá del mundo…
No sabíamos que palpitaba sobre la marcha, tácita, la afirmación de un reto: un sacrificio. Se ahogaban en las gargantas todas las palabras para conseguir la atención cósmica. La verdad que surgía de esa muchedumbre fantasmal sabía ya que la esperaban crímenes, azotes, espinas y clavos. Y sin embargo la multitud marchaba pérfida e inexorable, no por resignado martirio, sino por rabia. Las peores palabras eran dichas por el silencio electrizante o suscitadas por él.
Era un desfile en llamas. Las llamas de las antorchas improvisadas pero igualmente feroces no tenían a la muerte por compañera: agitaban la vida de las palabras de siempre. Era un desfile atávico y reflexivo: precedía al holocausto. Era el momento del amasado y la maceración, del esfuerzo inútil por formularse en palabras.
No sabíamos que sin esa manifestación silenciosa no habría comunicación de ninguna clase, ni poética, ni pictórica, ni musical, ni política, ni económica, ni generacional, ni amorosa: cesarían el pensamiento y la palabra. El silencio de esa multitud era el momento más alto de nuestra vida espiritual ¿o de nuestro fracaso? En el silencio resonaban los tañidos de todos los remordimientos, pasaban las sombras del mal hecho, llegaban de todas partes las llamadas de lo necesario y no hecho. El silencio era decididamente incómodo e inquietante; pero implicaba una toma de posición agitada y definida…
No sabíamos que nuestros ojos eran ojos sólo porque veían…
Excavaríamos en la memoria para beber el eco conmovido de nuestros silencios y vencer la soledad…
Sorberíamos la vida de los residuos y nos alimentaríamos de lo que parecería muerto por cansancio del tiempo…
No sabíamos que al salir de la galería, la noche de la inauguración, íbamos a topar con esa muchedumbre, representación de lo irrepresentable, visión de lo invisible, sensación de lo no sensible. ¿De qué servía una pinche exposición? ¿De qué servía la cintura extraordinaria de Amparo Carmen Teresa Yolanda? El malestar, cierto malestar, se hacía visible y audible: el misterio encarnaba. El silencio testimoniaba la necesidad de rebelión que latía en cada uno de nosotros, encauzándonos lejos del alcohol y la noche devoradora…
En el silencio nos encontrábamos porque todo estaba dentro del silencio…
Cada persona se desvanecía porque dejaba de ser persona y pasaba a ser parte del silencio…
No sabíamos que nos fundiríamos con la noche dejando nuestra celebración para más tarde…
No sabíamos que escribir era una forma de delación. Afirma Eugenio Trías que escribir es una forma suburbial, sustitutiva de copular; que el alma del escritor es claramente vampírica, ya que se alimenta de la vida corporal, aún a costa de resecarla. «Concibe y monta espectaculares museos de los horrores que llega a animar para que sus espectros cobren un aliento postrero y comiencen, tímidamente, a encarnarse. De este modo logra una copulación in extremis… Por eso escribimos, no en razón de que queramos comunicarnos con ningún tú ni con ningún ustedes. Se escribe para alcanzar por los pelos esa unidad sustancial de alma y cuerpo que, por razones oscuras, ha sido retirada de partida. Por eso escribir es un acto de amor».
No sabíamos que escribir era un acto de amor, ni tampoco que el amor podía ser ese punto que llega a vivirse como instantánea fugaz, y en el cual carne y espíritu son absorbidos por un acto que los trasciende…
No sabíamos que escribir sería nuestra oportunidad de pensar carnalmente. Después de haber escrito sentíamos aún la vibración orgiástica. Después de este después empezaba siempre una resaca peligrosa: la noche revoloteaba a través del alma del escritor. Llegaba la hora del cansancio, del hastío, del silencio sobre el hastío, del aburrimiento y del final del aburrimiento. Porque llegaría también la hora en que nos aburríamos de nuestro mismo aburrimiento…
No sabíamos que el silencio iba a tomarnos de la mano…
No sabíamos.