2 / LA LENGUA DEL MALÓN
Aquí están, anuncia el profesor. Los originales de La lengua del malón.
Por supuesto, vuelvo a preguntarme a quién puede interesarle esta historia de homosexuales y bombardeo a mediados del siglo pasado. Una y otra vez me lo pregunto. A quién. Qué sentido tiene revolver toda esa ropa interior del ayer. Los fluidos del amor y la sangre ya se secaron en la tela. Tienen la misma vida que una flor marchita entre las páginas de un libro de versos olvidado. Y después de esta metáfora más bien cursilona, cosas concretas:
En ciertas madrugadas de mi insomnio siento que los sonidos de la noche, aun los más tenues son detonaciones, silbidos de proyectiles, voces que gritan, claman, jadean, lloran en el silencio de la negrura.
Doy vueltas entre estos libros, cuadernos, biblioratos. Y acá, entre todo el papelerío, esta carpeta celeste. Esta carpeta celeste que está viva. Dirán que lo mío es el delirio de un poseído. Pero aun ahora, cuando el celeste ha desteñido, y las páginas amarilleado, la tipografía de máquina de escribir, los tachados con la x, las anotaciones caligrafiadas por Delia, siguen latiendo.
Pero no quiero adelantarme a la lectura de la historia.
Se dirá que La lengua del malón representa una postrera justicia poética en la historia de nuestra literatura. Pero así como el garche nunca es sólo coreografía corporal, intercambio de líquidos, La lengua del malón es bastante más que una novela erótica, aun cuando la primera lectura que ofrece pueda ser escabrosa y húmeda. En cuanto a la parodia, como clasificación, se me ocurre precaria. Si bien el texto, escrito en la segunda mitad del siglo veinte, emula folletines de siglos pasados, su intención reside a menudo más en la estampa que en lo novelesco. Como en toda narración erótica, predominan las escenas de garche. Pero el detalle, las páginas de garche, hacen al sentido de la trama. Y acá se impone otra digresión.
Garche, especifica el profesor, tiene una musicalidad libertina de la que carece coger. Y cuando digo coger, escúchenlo con j. La argentinización lunfa del verbo remite a la violencia de la posesión. Garche, en cambio, con su sonoridad francófona, nos propone una reminiscencia cortesana, una cachondez gozosa que excluye, en principio, la noción de toma, de apropiación.
En cuanto a la parodia, se detecta menos en la imitación burlesca y compasiva de la ñoñería del folletín que en la reproducción de técnicas narrativas que le garantizaron perduración tanto a Pietro Aretino como a John Cleland. A quienes duden de que Delia tuvo en cuenta estas obras, basta subrayarles las zonas de coincidencia entre la manipulación de un pene en una celda religiosa, pienso en Aretino, o la indagación de una vagina en una alcoba, pienso en Cleland, y comparar estos modelos con La lengua del malón. El cotejo apunta a resaltar la forma en que Delia adopta una poética y la utiliza para prismar el territorio devastado por el exterminio.
Admito que, al entrar en tema, dice el profesor, la tentación prologuista me domina. Es que son tantos los años de esta carpeta como los que llevo conservándola. Abomino, como ya dije, de toda variación del coleccionismo, especialmente de esa voluntad dictatorial de poseer la pieza única, pensando que el valor de la misma se trasladará a su propietario. Sin embargo, al revisar este original, no puedo evitar una mezcla de exaltación petulante y vanidad vergonzosa al afirmar que este texto, si esta noche está acá, virgen a su pesar, se debe a mi empeño en salvarlo.
Al divulgar esta historia se me formularán reproches, la polémica causará tal vez un revuelo transitorio, brisas flatulentas agitando la telaraña académica. No les temo. Pero sí me acobarda una pregunta que, inexorable, se me va a hacer. Y será, tarde o temprano, el dardo principal que se me arrojará: a qué se debió mi tenacidad en mantener oculto un texto que venía a soliviantar los ánimos del gallinero literario y no sólo. No le temo, insisto, a las segregaciones de ghetto literario ni al complot censor de los capitostes de aula magna. Pero esa pregunta, en cambio, sí me afecta. Por qué hice que La lengua del malón permaneciera medio siglo en su calidad de manuscrito secreto. Puedo decir justificaciones más o menos plausibles a esa pregunta que me lacera. Puedo decir que no era todavía el tiempo de su divulgación. Puedo decir que sospechaba, con razón, que el texto sería malinterpretado. Puedo decir con presunción doctoral que a veces una obra precisa del deshojamiento de varios almanaques para encontrar finalmente sus lectores. Habrá quienes se pregunten por qué, entonces, me animo a revelar la existencia del original después de medio siglo escondido entre mis papeles. El verbo revelar debe ser entendido también en el sentido fotográfico. Quizás esta noche no sea otra cosa que un sumirse en la oscuridad del laboratorio y descifrar el sentido de las estampas que Delia escribió impulsada por el motor de dos pasiones. La literaria y la otra, el estímulo que representó Lía en esos meses de escritura encendida.
Voy a referirme más tarde a la cobardía, mi cobardía, y soy consciente que asumirla no representa ningún coraje redentor. Asumir que se es un gallina no lo redime a uno.
Dejemos entonces para más adelante la motivación que me obligó a mantener en la clandestinidad estos originales. No soy yo el protagonista de esta historia. Es este original, son sus páginas, algunas manuscritas, otras mecanografiadas, con sus correcciones y enmiendas al margen, paréntesis, tachaduras, notas al pie, llaves y flechas que ordenan una lectura al dorso, donde una apostilla procura echar luz sobre un párrafo, la discusión de un adjetivo, como si en esto le fuera la vida a Delia. No es para menos, me digo desde esta perspectiva que concede la edad: Delia era consciente de la fugacidad de todo adjetivo, tanto en la prosa como en la existencia.
Hay que fijarse en cómo estructura Delia sus capítulos, dice el profesor. Cada uno con un título alusivo al universo campero, se organizan alrededor del mismo y, a la vez, este elemento resulta significante. “Yegua”, titula Delia, y alude al deseo copioso de su heroína. “Galope”, titula, y alude a una montada en cuatro patas. Después titula “Riendas”, y es el turno de explicar quién maneja la situación. En cada caso, Delia juega con la ambigüedad que otorga el elemento apostando al doble sentido. A diferencia de tanta novela erótica traducida en España, Delia no abusa de términos como grupa, néctar, garañón y ariete. Prefiere emplear una prosa que, con economía de recursos, dosifica los excesos deportivos de toda descripción amatoria. Mientras avanza en esas escenas, Delia semeja una colegiala aplicada con esmero a una composición. Cada uno de esos títulos responde a la nomenclatura de un territorio que es más subjetivo que geografía de lo pampeano. La inclusión del desierto, salta a la vista, expresa sin vacilaciones su deseo reprimido, la urgencia de vastedad.
Una característica del texto es su hibridez. Como los libros fundacionales de nuestra literatura, se define por la dificultad de ceñirse a un género. La lengua del malón es, como dije, una novela libertina construida por acumulación de estampas. Pero cada estampa funciona como un relato que puede leerse independiente, aunque referido siempre, como una tentación a la cual la autora no puede resistirse, a la misma parábola. La fantasía de Delia se desboca, se ramifica, pero el texto converge, caprichoso, hacia una ontología de lo reprimido atravesando esa frontera que es también la línea de fortines que separa la civilización de la barbarie. Al atravesar esa frontera, la zanja que mandó cavar la cristiandad para separarse de lo otro, La lengua del malón resignifica la zanja, y no se me escapa la polivalencia del término, al cargarla con un erotismo desaforado. En este aspecto, la obra de Delia también participa del ensayo.
El relato abre con la travesía de D y el Varoncito, junto con otras mujeres, camino a Fortín Carancho. Unos pocos carretones vigilados por unos jinetes escasos cruzan la pampa, ese océano. La marcha se hace lenta, sufriente. Aunque las pasajeras viajan balanceándose como en un barco desvencijado, están acostumbradas a durezas más terribles. Sin embargo, este destino no se parece en nada a lo que tienen sufrido. Hay una mulata uruguaya que supo atender una pulpería en los pagos de Merlo. También, dos hermanas andaluzas que dicen haber sido artistas del cuplé. Una paraguaya que carajea en guaraní contra sus huesos doloridos. Ni aun después de que le pasara por encima un centenar de reclutas, casi descoyuntándola, los huesos la tuvieron tan a maltraer. Hay también una mocita napolitana que viaja hundida en sus pensamientos. Más tarde las otras comprobarán que es muda. Tres o cuatro chinas, con sus crías adormiladas, también se han acomodado a los codazos en los carretones. Desgreñadas, hediondas, sirven de consuelo al orgullo de las otras, aunque ese vía crucis las iguale a todas como mujeres ya de frontera.
En un alto del camino, mientras se refrescan en una aguada, D se acerca a las chinas para ofrecerles ayuda con la prole. Como ella, las chinas se han enganchado en este viaje con terneros al pie. A las chinas les asombra el parecido entre D y el Varoncito, a quien toman por su hermano. Cuando ella explica que el Varoncito es su hijo, que viajan a encontrarse con su marido y padre, el Capitán, el asombro de las chinas se vuelve respeto.
D mira a su alrededor, respira, huele. El sudor de la caballada se alquimiza con el perfume tibio de los pastizales. Un viento caliente agita la lona de los carretones y despeina al Varoncito. Sin darse mucha cuenta, D se ha alejado de la caravana, ebria de inmensidad. El viento, ese viento caliente que ya es presagio, la atrae y la envuelve. Ella es el viento. Apartada de los carretones y la caballada, como olvidada de sí misma, murmura casi en un rezo:
“Las armonías del viento
dicen más al pensamiento
que todo cuanto a porfía
la vana filosofía
pretende altiva enseñar.
Qué pincel podrá pintarlas
sin deslucir su belleza.
Qué lengua humana alabarlas”.
Una voz la obliga a volver en sí. Es el Varoncito. La caravana se apresta a reanudar la marcha. Queda todavía una jornada por delante. El calor calcina durante el día y el frío congela por las noches.
No hay mujeres en Fortín Carancho. Ese contingente responde a una ocurrencia del Capitán para impedir que la soldadesca deserte. Ninguna se esperanza con la suerte que les aguarda. Aquellas que, como las cupleteras, fabularon con extraer alguna ganancia de esta aventura, pronto empiezan a desilusionarse. Más les habría valido probar suerte en otra parte. Viajan todas calladas. Pronto habrán de sacudirse la modorra.
Un jinete vigía que cabalga adelantado a la caravana divisa una gran polvareda en el horizonte. Tira de las riendas el soldado. Clava los talones. Y, con el aviso de malón, vuelve a todo galope, hacia los carretones.
Un teniente manda apearse y distribuir los carretones como defensa. Un sargento ordena a los hombres que presten su uniforme a las mujeres. De este modo, la indiada pensará que son más los efectivos que protegen la caravana. En menos de lo que canta un gallo, D se encuentra en paños menores, poniéndose una casaca. Sus encantos, aun frente al peligro, no se le escapan a esos hombres que cargan las carabinas. Un cabo le entrega un revólver. Las chinas son las que agarran las armas con más habilidad. Un alférez controla las posiciones de defensa. Que no malgasten munición hasta tener a tiro a la indiada, ordena.
Hay que ver la descripción que Delia compone con el avance de la indiada, un tornado que va creciendo desde el horizonte, observa el profesor. Y da vuelta una hoja de la carpeta.
Encogida tras la rueda de un carretón, D abraza al Varoncito y amartilla el revólver.
Los aullidos y el galope están cada vez más cerca. D mira paralizada esos salvajes fusionados con sus caballos. Y siente que su corazón también galopa con esa manada de centauros.
Pichimán, oye maldecir a un milico.
Al oír este nombre, D cree haber sido la destinataria de una contraseña.
Pichimán es el joven capitanejo que, a la cabeza del malón, cabalga desafiando los tiros. Pichimán es invulnerable. Pichimán no se detiene aun cuando a sus costados caen derribados sus guerreros. D ve venir a Pichimán y sostiene el revólver con las dos manos. Apunta. Unos metros separan al indio y su tacuara de la mujer que se afirma para hacer puntería. La acción refleja no los cuerpos, la tensión de nervios y músculos, sino la mirada de D encontrándose con la mirada del indio.
Más tarde D habrá de preguntarse por qué en ese instante, teniéndolo a tiro, no gatilló, anticipa el profesor.
Pero, una vez más, aunque la tentación me invade, no quiero adelantarme a los hechos.
Al principio, con una obsesión por la acuarela que abandonará más tarde en función de las acciones, Delia se insinúa más preocupada por la pintura del ambiente, inquietud típica de ese género que llamamos novela histórica, como si toda novela no lo fuera. La indiada, se da cuenta D, no andaría robando ni carneando huincas si los pulperos no les compraran los cueros. Corresponde ahora una nota al pie, dice el profesor. Si la indiada se volvió hostil, se debe a que aprendió los manejos de los conquistadores. Los almaceneros le contagiaron sus argucias, las tretas del comercio y la especulación. Los militares, a su vez, le enseñaron la ferocidad, la tortura.
D se va enterando de las penurias de esta vida en el desierto. Un pastizal quemado. Un robo de reses. Una patrulla emboscada. Cenizas en el viento. Las descripciones de la vida en el fortín, se advierte, provienen de una bibliografía sobre la conquista del desierto que Delia consulta y emplea según la trama se lo pide. Delia se documenta en crónicas, testimonios, diarios de campaña, volúmenes diversos del Círculo de Oficiales. Al rato de entrar en su narración nos damos cuenta de que su interés narrativo se ha apoyado en lo documental simplemente como pivote para la imaginación. Pasadas las primeras páginas, abandona la fidelidad hacia el documento. Como a su heroína, al internarse en el desierto, la gana el atractivo de lo desconocido. Y al dejar atrás el documento, Delia experimenta el vértigo de la fantasía y su poder.
Es improbable que haya leído “El deseo de ser indio” de Kafka: “Ah, si se pudiera ser un indio, siempre alerta, cabalgando sobre un caballo veloz, a través del viento, constantemente sacudido sobre la tierra estremecida, hasta arrojar las espuelas, porque no hacen ya falta espuelas, hasta arrojar las riendas, porque no hacen falta ya las riendas, y no se ve más que el campo frente a sí, una pradera rasa, una extensión pelada, ya sin las crines ni la cabeza del caballo”.
Según Walter Benjamin, Kafka escribió ese deseo de ser indio hacia el año diez, en una época de gran tristeza. Kafka, sabemos, nombra a sus héroes, que son siempre el mismo, con una inicial, siempre la misma. Kafka se dirige a sí mismo con el susurro de esa inicial. Le basta una letra para conjugar toda la pena del mundo. Por qué no pensar entonces que, en otra geografía, en otro tiempo, Delia realiza un procedimiento similar.
Delia fija el fortín en una avanzada. Los recursos para la tropa hambrienta y mal entrazada tardan en arribar desde Buenos Aires, la ciudad puerto, hasta la frontera. Cuando, después de meses, un turco custodiado por unos pocos jinetes uniformados con harapos se arrima a Fortín Carancho con la paga, esos sueldos que de golpe parecen una fortuna apenas si le alcanzan al pobre milico para pagar lo que adeuda en la pulpería. Con unos patacones miserables deberá el milico aprovisionarse de un jabón, tabaco y aguardiente.
D se sabe extranjera y calcula que seguirá siéndolo por más que se esfuerce en acostumbrarse a las miserias cotidianas del fortín. Del mismo modo que Delia denomina al cónyuge de su heroína por su jerarquía militar, otorgándole una categoría emblemática, y al referirse al hijo lo llama siempre el Varoncito, voy ahora a detenerme un instante en el nombre del fortín.
El carancho es un ave de rapiña, de la familia de los falcónidos. Tiene el pico alargado y el torso alto. Se alimenta de insectos y pequeños roedores. Por otro lado, Caran D’Hache es el seudónimo de Emmanuel Poiré, un dibujante francés, precursor del comic, que murió a comienzos del siglo pasado. Sus ilustraciones circularon, muchas veces sin firma, en distintas revistas de nuestro país. Dos intenciones de Delia entonces: a) definir un espacio militar con el nombre de un pajarraco, y b) aludir a un género menor, periférico de la alta cultura.
No digo que Delia fuera consciente de su apuesta literaria. Digo, simple y llanamente que, si bien ella podía no tener en cuenta los elementos que empleaba en su creación literaria, éstos se distribuyen a lo largo y a lo ancho de estos originales expandiendo su polisemia.
Si de polisemia se trata, Delia tampoco pudo suponer que su escritura permanecería más de medio siglo cautiva. Y que, a su vez, sometería a alguien al cautiverio. Porque yo, que fui su guardián, también soy su cautivo.
La primera creación literaria de esta tierra, a comienzos del mil seiscientos, la historia de Lucía Miranda raptada por el cacique Siripo, es el relato de una cautiva escrito por un conquistador, Ruy Díaz de Guzmán. Un mito que lograría, siglos más tarde, su representación teatral convirtiendo a la heroína en una charlatana de feria con atributos románticos. Convengamos entonces, propone terminante el profesor, que nuestra historia literaria se inaugura con un secuestro. Y, a la vez, con un escamoteo de la verdad. El secuestro es, en realidad, la práctica de los conquistadores. Desde Hernán Cortes secuestrando a Moctezuma, esta práctica pareciera nuestra más pura y auténtica herencia cultural de la madre patria.
La Argentina manuscrita, así se llamó la crónica de Ruy Díaz de Guzmán. El texto deambula a través de copias y recién acredita valor para la imprenta dos siglos más tarde. El mito recobra vigor con el unitario Echeverría. Su cautiva es una mártir desgreñada que, empuñando un cuchillo, se mueve agazapada entre las cortaderas, queriendo salvar a su enamorado prisionero. Además de improbable, difícil de creer la aventura de esta cautiva huidiza, desafiando tanto el peligro como las fuerzas de esa naturaleza salvaje con tal de salvar a su partenaire rubio.
Escrita a contrapelo del tópico de la cautiva, lo que sugiere La lengua del malón es una lectura distinta del mito. Minga de rescate rubio. No cabe duda de que, para Delia, la belleza criolla, escribir esto era un alboroto de sus sentimientos. Y Lía, al estimularla, tenía plena conciencia de aquello que Delia estaba viviendo. Porque Delia vivía cada una de las palabras que escribía. Delia es esa letra que se esfuerza, contenida, en una caligrafía prolija, temerosa de lo que experimenta cada vez que empuña la lapicera. Y lo mismo le ocurre cada vez que martilla la máquina de escribir. La lapicera es un arma blanca. La máquina es un arma de fuego.
A quiénes estoy matando, le preguntó Delia a Lía.
Lía le contestó:
Por qué no te preguntás a quién estás pariendo.
Todos estos años, guardián y cautivo de esta escritura, ahora me impongo liberarla, liberarme. Pero entonces qué.
Qué me queda, qué quedará de mí.
Hacerme cargo de que estas palabras que fueron, en un sueño, mías, ya nunca volverán a serlo.
Comprobar que la letra, si una ventaja tiene sobre la sangre, es que no coagula. La letra no cicatriza.
Ay, Delia, se permite aflojar el profesor.
Ay, Delia.
Por qué yo.
Después de esta noche, cuando esta carpeta se divulgue, ya no seré el mismo.
Estoy dispuesto.
Se dice que para los suicidas no hay peor hora que la del atardecer, con esa melancolía que todo lo apaga, oscureciendo el cielo como para siempre. Sin embargo, el gauchaje no se inclina, por más que la melancolía oprima, a quitarse la vida. En parte porque el suicidio se reputa como una flaqueza indigna en quienes están acostumbrados a no retroceder frente al peligro. Y en parte también porque el gauchaje, supersticioso y creyente, califica el suicidio como un descarrío moral. En esa superstición criolla hay que considerar la luz mala. Al suicida le están vedados el responso de un cura y la tumba en el camposanto. Su destino es la vagancia en la soledad nocturna de la intemperie.
Para la milicada de los fortines, la angustia no viene con la caída de la tarde sino con el amanecer: la amenaza de malón. El cielo se ensangrenta y parece anunciar, en vez de un día nuevo, el último. Para D, en cambio, no hay infierno como la siesta, ese tiempo que se detiene y, amodorrándolo todo, se presta para los pensamientos inconfesables.
Si hubiera al menos un curita en Fortín Carancho, piensa D. Pero, de haber un curita cerca, quién sabe si D se animaría a contar las imágenes que se le cruzan por la cabeza, imágenes en las que ella se entrega a placeres que le avergonzaría nombrar, si es que tienen nombre.
En la siesta, apenas baja los párpados, D siente que esas imágenes estaban esperándola. El malón venciendo la resistencia de los soldados y alzándose con las mujeres. Todas ellas, después, desnudas, revolcándose en una tienda. Las cupleteras aplaudiendo a la mulata que se enreda lasciva con la mudita napolitana. La paraguaya, enredándola con sus caricias, no se queda atrás. Alguna de las chinas la empuja para integrarla en esa orgía.
En la civilización, D no se habría atrevido a sumarse a esta celebración del amor sáfico. Pero aquí se siente a gusto en este vértigo que le inaugura un goce animal. Cuanto más la incitan esos cuerpos femeninos sudorosos, más goza D el aquelarre, lanzando espuma caliente de las entrañas. Es en esta parte del sueño cuando entra en escena Pichimán, sonriendo lascivo, dispuesto a poseerla con el ímpetu de un fauno.
Cuando despierta, a su lado tiene al Varoncito, que duerme como un ángel.
Una buena esposa no debe soñar estas cosas, se persigna D.
Y menos una madre.
D quiere rezar, sus labios silabean el credo, pero sus pensamientos están desatados y no consigue alejarse de los remezones del sueño que parecen continuar en la atmósfera silenciosa de Fortín Carancho.
En qué lengua contar lo que imagino, se pregunta D. No en la lengua de los cristianos, se dice.
Uno y otro día, a la hora de la siesta, D intenta en vano un sueño vacío de esas imágenes. La carga del malón, los aullidos, el galope desaforado, las lanzas. Cuando D se acuerda del ataque de la indiada a los carretones, en su memoria no pesa tanto el temblor del Varoncito a su lado como esa energía fulminante que une, como una baba incandescente, sus pupilas con las del salvaje.
Por qué no le habré disparado, se pregunta D.
Y, en lugar del credo, suben a su boca estos versos:
“Dónde va. De dónde viene.
De qué gozo proviene.
Por qué grita, corre, vuela,
clavando al bruto la espuela,
sin mirar alrededor”.
D aparta al Varoncito de su lado. Tiene ganas de llorar, pero también de tocarse. Y con lágrimas, se toca murmurando:
Pichimán.
Siempre, al cerrar los ojos, vuelve el miedo. Por un instante, D se da cuenta de lo que ese miedo tiene de atroz. Sabe que, si cierra los ojos, las criaturas del sueño la vigilan. Para no sentirse vigilada debe permanecer despierta. Pero, después del placer, una flojera le gana el cuerpo y hace que sus párpados caigan pesados como telones. Después del éxtasis, se va hundiendo en un sueño que anega el deseo y su culpa. A su lado, el Varoncito duerme.
El Capitán le tiene prohibido subir al mangrullo.
Dónde se ha visto que una mujer suba, la increpó.
El cielo, le contestó ella. Quiero verlo de más cerca.
El desierto es el silencio. Y el silencio es el viento. El viento de la frontera. En el silencio D cree escuchar el grito del salvaje, pero también el suyo, alarido de orgasmo, de herida y de placer, que ensordece todo recato, que intimida y libera.
Pero el Capitán no la deja subir de nuevo al mangrullo.
No, no es un grito. Es el viento.
Tiene razón el Capitán, piensa D. Si volviera a subirme, gritaría ese nombre.
Delia narra una sola cópula entre D y el Capitán. Es de madrugada, cuenta el profesor mientras busca en la carpeta. El fortín está sumido en la quietud que precede la aurora.
En la cama matrimonial, apretando los párpados, D murmura:
Pichimán, como en un conjuro. Pichimán.
Cálmese, mujer, la palmea el Capitán, tratándola como a un tagarna. Es una pesadilla, joder.
D abre los ojos, cuenta el profesor. Hasta ahora, en el lecho conyugal, ha sido siempre el hombre quien toma la iniciativa. Pero esta madrugada es D la que avanza con la boca, las caricias. El Capitán no está acostumbrado a semejante vehemencia, más propia de una ramera que de una mujer decente. Pero la carne es débil.
D pretende dilatar el coito, extraer el máximo de goce.
Tenés la fiebre, le dice el Capitán.
Y, frustrándola, abandona el lecho.
Enconado, se calza las botas, la casaca y un poncho. Prefiere hacer una ronda antes que satisfacer a su mujer:
Que no se diga, masculla.
D, avergonzada, junta los muslos, se cobija. Da vueltas en la cama sin conciliar el sueño.
Entonces, desde afuera, le llegan las voces de alarma. Órdenes, carreras, el sonido metálico de las armas, chillidos de mujeres. El Varoncito corre a refugiarse en sus brazos.
Lo sabemos, dice el profesor. La fiebre que padece D no es la fiebre que le supone el Capitán. Su fiebre no es esa dolencia inventada por el machismo positivista. Su fiebre es otra. De lo que se deduce que el rapto, como veremos a continuación, no sólo es el secuestro que llevará a cabo Pichimán en el capítulo siguiente, durante un nuevo ataque del malón. El rapto es también el de la inspiración que ataca a Delia al escribir su texto. Y este rapto, el de la inspiración, también se inscribe dentro de un cautiverio: el que Lía ejerce sobre Delia.
El cautiverio, como leitmotiv, nos permite enfocar, además de la obra, a los personajes vivientes que conocimos a Delia. Lía, cautiva del deseo que le despierta su amada, la induce a esa escritura: despierta su inspiración. Y, a su vez, deviene cautiva por la ficción de Delia.
Por lo general, Delia escribe con una pluma fuente. Sólo después de revisar el capítulo terminado emplea la máquina de escribir. A medida que avanza en su historia, Delia siente una compulsión cada vez mayor hacia la pluma fuente. Esta corriente que le exige escribir es la misma que el indio despierta en su heroína. Al respecto, Delia escribe todo un capítulo, titulado “La pluma del indio”. Como suele sucederle, una vez pasado a máquina, Delia vuelve sobre el texto y lo puebla de tachaduras, correcciones, notas laterales. El juego de palabras, acepta Delia, no es ningún juego.
A medida que esta fuerza ha ido ganándola, ya no respeta un horario fijo, las mañanas, para escribir. Cuando no puede contenerse, se sienta en una plaza, en una confitería, o busca el primer mostrador a su alcance, sea el de una lechería, de un correo o una sucursal de banco.
El lugar en que escribe también influye. Si Delia escribe en una plaza, el aire libre le inspira una ilusión de tierra adentro. Si el ambiente es el de una confitería, las cortinas y los manteles le sugieren un espejismo de alcoba. El mostrador de mármol de una lechería le irradia la frialdad para corregir, el de un correo le suministra la perspectiva para juzgar la distancia entre el paisaje civilizado y el destino remoto del último puesto de frontera. Cuando, un mediodía, entró a escribir en una sucursal del Banco Nación, después nos comentó:
Escribir es gratis.
Lía, queriendo atenuar el sarcasmo, le avisó:
Guarda, que todo contento se paga, querida mía. Y agregó: En especial, lo que más nos gusta.
Si cuando empezó a escribir su ficción, Delia pensaba que su escritura era una forma de consagrarse en silencio a su amor por Lía, cuando la escritura fue adquiriendo independencia, escribir ya no era escribirle a Lía. Ahora, escribir era escribirse.
Precisás un cuarto propio, le dije yo una vez. No podés andar por ahí como corresponsal de tu inspiración.
Mi cuarto propio soy yo, me contestó.
Los textos consagrados de nuestra historia, la política y la literaria, como si una y otra no fueran la misma, son textos machos. Textos milicos, digamos. Se me dirá: la nación se estaba forjando. Hacía falta cabalgar sable en mano y a degüello. Los grandes textos poronga. Lo que escribe Delia se opone a la tradición fundadora.
Se me dirá que el tono que adopto para referirme a la historia de estas pobrecitas tortis y de este texto es panfletario. Todo lo que tenía para perder, lo perdí o me fue arrancado. Lo que me queda y no resigno es este tono. Acaso hay otro tono posible para las víctimas.
Y ahora quiero referirme a la belleza de las víctimas. Que no se traduzca mi pensamiento como elogio del masoquismo. Lía y Delia son bellas en su modo de arrojarse en brazos de un amor prohibido, una pasión que violenta el sexo reglamentado para las mujeres de la gran aldea. No se trata acá del cruce entre Montescos y Capuletos locales, unitarios y federales. El frenesí que arrolla a estas dos mujeres supera las convenciones del bolero. No se trata tampoco de belleza física: la dama criolla y la joven judía, dos paradigmas estéticos. Lo que realza la hermosura de su pasión no es la vestimenta, la prestancia de un calce, la caída de un escote, un rouge corrido, sino aquello que no se dice, lo que se calla.
Más tarde, como se diría en una novela, tiempo después, una tardecita en el Tigre, después de una siesta tórrida, las dos boca arriba en el colchón, desnudas y empapadas, refiriéndose a aquel primer beso de lengua en la plaza, Delia habría de confesarle a su amada:
Yo temblaba como una bendita.
Como una maldita, la corrigió Lía matando un mosquito. Porque desde ese beso, le dijo, estás maldita. Para siempre.
Delia lo sugiere todo el tiempo: la pampa es un concepto íntimo que excede, en su vastedad, la noción chica del mundo que tienen sus habitantes. Es más: lo que Delia dice es que hay que ser de afuera para comprender esta idea de vastedad.
Como ya dije, cada título en La lengua del malón tiene una connotación erótica: “Boleadoras”, “Lanza”, “Grito”, “Carne”, “Polvo”, “Aguardiente”, “Viento”, “Horizonte”, “Cimarrón”, “Potro”. Delia no es ajena a lo que hay de provocación en su texto. Y lo explota. En “Boleadoras”, por ejemplo, describe con una obsesión de entomóloga los testículos del indio comparándolos con los de su esposo, el Capitán.
Veamos. Delia establece un parangón entre los testículos del indio, a la intemperie, acostumbrados al contacto con el caballo, al montar en pelo, con los testículos abrigados en calzón y pantalones del uniformado. Los testículos del indio, apunta Delia, tienen una rudeza superior. Hay fuego en esos testículos, observa.
Delia desconfiaba de otra lectura que no fuera la de su amiga. Si recurrimos a la genética textual, como se le dice ahora, comprobaremos que, hasta encontrarse con Lía, su concepción de la literatura era bastante ingenua. A decir verdad, de no haber sido por Lía, ella no habría pasado de la publicación de algún soneto vagamente melancólico en un rotograbado y de unos cuentos en un volumen para sus amistades. Fue la irrupción de Lía en su vida lo que cambió su weltanschauung. El hallazgo imprevisto del amor sáfico, toda una diferencia a lo que estaba acostumbrada, fue trueno y relámpago. Lía, como digo, la alentaba a escribir ahora ese libro que, en trance, daba a luz.
Quién si no Lía podía comprenderla en esa búsqueda que no era sólo literaria. Con seguridad, ninguno de los que integraban el séquito de Victoria. Y mucho menos, la mandamás de high class. Además, a Victoria, una salvajada como La lengua del malón le habría causado urticaria. Porque Delia, al investigar la atracción de lo salvaje, lo que plantea es la represión de la sexualidad civilizada, una barbarie encubierta.
Lía me contó por entonces lo que experimentaba Delia con la escritura. Le producía taquicardia y terror esa escritura fuera de sí. Muchas veces, me contó Lía, Delia pensó en consultar un psiquiatra.
Lo tuyo no se arregla ni con electroshocks ni con pastillas para dormir, le dijo Lía. No sos vos la enferma. Son los otros.
Pero le daba goce también, y lo explico ahora:
El goce de lo crudo. Porque Delia no elige las palabras. Son esas palabras crudas las que la eligen a ella. Esas palabras que, para los mandarines vernáculos, eran procaces, soeces, bastardas. Para comprobarlo alcanza una descripción, esa que Delia hace de su heroína, las ancas llagadas de montar en pelo, el disfrute enajenante de ese dolor.
Debe haber sido por esa época. Un atardecer, veníamos caminando con Lía por Avenida de Mayo cuando divisamos a Delia, a lo lejos, viniendo en nuestra dirección.
Se había cortado el pelo a la garçon, traía un tapado marroncito oscuro y unos zapatos de taco bajo. Bajo el brazo llevaba una carpeta celeste, esta misma, todavía incompleta. Quizás hacía unas semanas que no nos veíamos. Me llamó la atención su flacura atormentada. Mientras Delia se nos acercaba, Lía comentó:
Mirá vos, una sombra doliente.
Entonces me reí.
Hoy me arrepiento.
El origen de Delia se remonta a la Patagonia, a Cañadón Huelche. La estancia, que va a ocupar otra de mis digresiones, estaba lejos del fortín, a tantas leguas del fortín como de la mano de Dios.
Estoy hablando de fines de otro siglo, antes del Centenario. Por esa época los estancieros aún ofrecían recompensa por cada indio muerto. Era frecuente que los cazadores de indios se aparecieran por las estancias trayendo una bolsa con los testículos de sus presas. Un par de huevos, un infiel menos.
Pero aun así la indiada se aventuraba cada tanto hasta el casco de la estancia. Cuando los patrones y la peonada maliciaban la venida de los indios, se encerraban en el sótano. Bajo tierra se reproducía la construcción. Al bajar, daba la impresión de que ese subsuelo se prolongaba más allá del perímetro de los cimientos. Había túneles, pasadizos. Podía oírse el eco de los propios movimientos perdiéndose en los confines de una oscuridad que aterraba.
No hacía tantos años que había terminado la conquista del desierto. Sin embargo, indios sobrevivientes de distintas tribus se habían juntado para asolar las estancias. Al advertir la cercanía de la indiada, y antes de encerrarse en el sótano, hombres, mujeres y chicos disponían fuera del casco pan, galleta, tabaco y aguardiente. Después trababan puertas y ventanas, bajaban al subsuelo y esperaban, los hombres con rifles y revólveres cargados y listos para tirar, las mujeres abrazando sus crías, contando cada segundo. En la profundidad apenas iluminada por una vela, las siluetas alertas se confundían. Ya podía oírse el ruido de la indiada: galope, gritos y relinchos.
Esta escena se repetía un par de veces al año. Si los propietarios de la estancia no disparaban al acercarse la indiada, se debía a su inferioridad numérica. Una vez agotadas las municiones, cuando la lucha derivara en un cuerpo a cuerpo, no resistirían demasiado. La indiada tampoco se atrevía a malonear como antes, cargando con lanzas y boleadoras sobre los cristianos, arrasando cuanta vida humana encontrara bajo las patas de sus caballos. De atacar la estancia, los indios sabían que, tarde o temprano, el ejército cargaría otra vez sobre ellos en una expedición de exterminio. De modo que esta escena, la indiada acechante y el susto de los huincas, era para ambos la representación teatral de un pasado de épica recíproca.
La indiada sabía anunciar su llegada, dando tiempo a la estancia para dejar bajo la galería ese tributo tácito. Por lo general, la carga sobre la estancia tenía lugar antes del mediodía. Se marchaban como habían venido, en una nube de aullidos y corcoveos. Y después de cuatrerear algunas cabezas, se esfumaban por un tiempo largo.
Cuando el peligro había pasado, los cristianos subían con las armas amartilladas para acribillar a aquel indio que hubiera quedado, borracho y tambaleante, vagando por los alrededores. Las mujeres, todavía escondidas, sentían que el alma les titubeaba en volver al cuerpo.
Fue en una de estas excursiones de la indiada, la última, según le contó Delia a Lía, que en un rincón de la galería los cristianos encontraron, envuelta en un poncho, una criatura de meses. A las mujeres les llamó la atención que la criatura no llorase.
La llamaron Pichi, contaba Delia. Mientras estuvo a cargo de unos puesteros. Después, cuando los patrones la vieron crecer y decidieron adoptarla, fue Milagro.
Milagro mereció una institutriz inglesa, traída desde Southampton al fin del mundo. Aprendió perfectamente el francés, además de dominar el inglés. No le fueron ajenos ni el lujo ni los viajes. El patrón no tenía descendencia. Su mujer, una vasca enfermiza, se consumía entre fiebres y toses. Pudo haber un escándalo cuando el patrón, durante uno de sus viajes largos a París, embarazó a Milagro. Pero la moral y las buenas costumbres pudieron más. La parturienta murió después de dar a luz una nena.
Y ésa fue mi madre, dijo Delia.
Me parece oportuno aclararlo: Delia no provenía de un ambiente de intelectuales ricos donde ciertas transgresiones, si bien protegidas por el poder del dinero, son toleradas como divertimentos a la Bloombsbury. Provenía de una familia terrateniente, sí, pero las ovejas de la estancia ya no daban para institutrices británicas. Apenas cumplidos los veinte, había contraído enlace con un marino que conoció en un ágape naval en la base de Puerto Belgrano. Cuando Delia se embarazó, el matrimonio residía en Olivos. Y el vástago, como correspondía, fue inscripto en un colegio inglés hasta que tuviera edad para entrar en el Liceo Naval. Si el qué dirán preocupaba a Delia, no era por las consecuencias que pudiera proyectar sobre la carrera de su marido. Por quien temía era por su hijo, ese hijo que tenía reservado un destino de fragatas.
Si bien es cierto que, más tarde, Delia se decidiría a escapar con Lía a París, no lo es menos que tomar esa determinación les costó a las dos conversaciones largas, hirientes las más de las veces. Según Lía, si Delia quería que Martín fuera distinto del padre, esa huida a París le señalaría otras alternativas de existencia. Por amor al nene, ahora debía renunciar a él.
Pero falta todavía para que Delia adopte esta determinación. Estamos recién en los preliminares del conocimiento entre ambas.
Vos vieras lo que es el pibito, me comentó Lía unas semanas después de iniciado el romance. Que Delia le hubiera presentado a su hijo cuando Lía aún no me había presentado a la madre, a mí me daba pica. Casi tanta pica como que mi amiga del alma estuviera viviendo ese apasionado romance mientras yo continuaba mortificado por los devaneos de ese preceptor del colegio que vacilaba entre su novia y el amor que no se puede nombrar. El muchacho, como ya dije antes, me sometía a un desplante tras otro y yo procuraba anestesiar las heridas con el fisicoculturista cincuentón de San Fernando. Cuando sufrimos por amor la dicha de los otros, aun incompleta, lo vuelve a uno escéptico y rencoroso.
Delia le presentó el nene en Harrod’s. Las dos habían quedado en tomar el té. Lía nunca imaginó que Delia fuera capaz de semejante acto de arrojo, venirse con el hijo.
Te juro, Gómez, me contó después, que durante unos minutos tuve un estremecimiento. Me sentí impura. Me sentí impune. Delia se estaba jugando algo más que el honor de su marido capitán, algo más que su propia posición social.
Con una ternura inaudita, agregó:
Ese nene tan juicioso, tendiéndome la mano, un caballerito.
Le traje lo que estoy empezando a escribir, dijo Delia, con una sonrisa amable, apelando al usted para disimular frente al chico. Puso sobre la mesa una carpeta celeste. Espero que le agrade.
La presencia de ese chico era un mensaje, Gómez, me dijo Lía.
Delia le estaba demostrando que comprometía algo más que el mero deseo en esa historia. Pero yo me pregunté qué le pasaría al chico, cuando hombre, recordara que su madre lo llevaba como testigo al encuentro con su amante.
El chico vestía como un hombrecito, me contó Lía. Había en él un aire que remitía a su padre, el marino, y esta impresión no provenía únicamente de su uniforme verde y gris de colegio inglés. Rubio, pecoso, con unos modales educadísimos, el chico llamaba la atención por su compostura. Si en los rasgos se parecía al padre, en la firmeza interior era la madre.
Y vos, le preguntó Lía. Qué leés.
Sir Walter Scott, le contestó Martín con una seriedad que le quedaba grande.
Lía se preguntó cómo sería esa voz cuando adulta. Pudo imaginarla profiriendo órdenes marciales, impertérrita, pero también desaforada, puteando contra el destino que le había sido trazado. Prefirió no dejarse llevar por vaticinios. En cambio, le dijo al chico:
Tendrías que leer Hombrecitos.
Delia la miró con un reproche:
Después conversamos de las lecturas de Martín, le dijo. Ahora hablemos de lo nuestro.
Cuando Delia narra al malón, el griterío se impone al galope.
Algún músico de vanguardia, uno de esos de laboratorio, podría pensar en componer una partitura trágica para gargantas y percusión. Pero aun cuando lograra reproducir en mucho el efecto del malón, esa partitura y su ejecución no alcanzarían a transmitir el sonido exacto de esa música que intimida y paraliza. Delia se pregunta por qué en esa tierra delimitada por los fortines no se oye esa voz sin letra que es también la de la cópula. Y atisba una respuesta: la conquista española, lo católico. El silencio del desierto es también un silencio de iglesia, un silencio de rezo. Los blancos copulan como si rogaran. El indio, en tanto, puede lanzar contra el infinito y la eternidad esa expresión que es a la vez insulto y éxtasis.
Es el amanecer. Bajo un cielo rojo, el malón ataca. Y D advierte que toda su vida estuvo aguardando este instante. Ya conoce las detonaciones de las armas de fuego, las voces de mando de los militares, el cotorreo asustado de las mujeres y el llanto de los chicos. El olor acre de la pólvora, el retumbe de un portón, la estampida de unos caballos, el estruendo del combate. Algunas mujeres ayudan a cargar las armas. La indiada traspasa la defensa. Están los que atacan a los hombres y también los que, aprovechando su distracción, ensartan con sus lanzas a los chicos, levantándolos para que mueran en el aire. Las viejas y las feas también son sacrificadas. D camina sonámbula por ese patio en el que se entreveran, a tiros y sablazos, los militares y las tacuaras del enemigo.
D se pregunta si es esto, finalmente, lo que ha soñado como huida de un destino de conyugalidad beata, facsímil de la obediencia debida. Un brazo la levanta de la tierra. D apenas se resiste.
El indio la encarama con destreza contra el cogote del caballo. En el tironeo, que es rabioso y corto, a D se le desgarra el vestido. Delia describe los senos descubiertos, de un blanco lechoso, los pezones duros.
Pichimán aúlla. La cautiva no puede descifrar la lengua en que aúlla el indio. Se aferra a las crines del caballo. Siente contra sus brazos el cuello húmedo y lustroso del animal. Lo hace para no caer pero también aceptando ser ese grito que le surge de las entrañas, chorreándole entre las piernas. El caballo que montan indio y cautiva galopa contra el viento. Fortín Carancho y el pandemonium ensordecedor del combate quedan atrás.
Para siempre, escribe Delia.
La casita en el Tigre la alquilé en esos meses del verano del 54, se acuerda el profesor Gómez. Es cierto que el delta era una espesura propicia como tapadera de malandras, contrabandistas, trolos y perseguidos de variada índole. Al recluirme en el Tigre no me fugaba tanto de la metrópoli como de mí mismo. A menudo mi existencia era un dilapidar las horas y el pensamiento. Ya lo dije: me tenía a maltraer ese ingrato preceptor del colegio y los fines de semana terminaba refugiándome en la compañía del fisicoculturista de San Fernando. Un domingo a la noche, mientras hipaba de llanto mordiendo una almohada en compañía del cincuentón, me dije que no podía más. El cincuentón me hizo unas friegas, logró calmarme. Con más cansancio que hartazgo, masajeándome, me preguntó si no se me había ocurrido nunca afirmar mi carácter enfrentando algún obstáculo físico que exigiera todo mi ser.
Fue una temporada rústica, hundido en la naturaleza, valiéndome por mis propios recursos. Curtiría mi indolencia librando un combate privado contra la voluptuosidad. No digo que me las tirase de Quiroga, pensando que en la selva se me iba a descubrir una esencia mía que ignoraba. Pero había bastante de empacho naturista en mi búsqueda. Así que aproveché las vacaciones largas de la docencia para llevar a cabo mi plan.
La casita en el Tigre era una construcción de madera sobre unos pilotes a la orilla de un arroyo que se parecía a un zanjón. A unos cien metros el agua casi estancada desembocaba en el Carcarañá. La alquilé por unos pocos pesos. Si obtuve una rebaja se debió, por supuesto, a la precariedad de la vivienda. Tuve que darle una mano de pintura, poner alambre tejido en puertas y ventanas, arreglar el motor de la bomba de agua, asegurar las maderas del muelle, reparar un bote desfondado. Los arreglos me llevaban el día entero. Con las primeras sombras de la noche me derrumbaba sin fuerzas, las manos lastimadas. El silencio de la noche se iba fundiendo despacio con la respiración de la selva. Desde el zumbido de los insectos hasta el chistar de las lechuzas, la selva en que me había enterrado resucitaba con la oscuridad. Un golpe de brisa agitaba el ramaje y, si se avecinaba una tormenta, el murmullo de la vegetación iba aumentando hasta convertirse en un matracar ensordecedor de chicharras. Permanecía con los ojos abiertos, abombado. Había también, las más, noches de una quietud soporífera en que recordaba mi vida entera, desde mi nacimiento hasta este presente alucinado en que estaba arriesgando la cordura.
Durante unas semanas interminables me fijé también no probar una gota de alcohol. Se me había ocurrido que, si apartaba la botella, también podría dominar el deseo. Estaba dispuesto a frenar todo reclamo genital. Debí pensar que no resistiría demasiado con ese programa de mortificación de la carne.
Una mañana me desperté y el silencio era compacto. Apenas se oía un rumor de agua, leve, casi imperceptible. Me habían advertido sobre las crecidas. Cuando salí al alero, el agua era un espejo que rodeaba la casita. Durante la noche, la corriente había arrancado el bote del muelle. Aquella mañana, desnudo, solo, me pareció que por fin había alcanzado un estado original del cual no se regresaba. De modo que esto era lo que había buscado: desnudez y soledad. Entré en la casa, prendí el primus y, al rato, allí estaba, en pelotas y reducido a mi pequeñez, cebándome unos mates en la galería con la parsimonia de quien tuvo, a pesar de los mosquitos, un satori.
Un sábado caluroso, Lía bajó de la lancha colectiva en el muelle. Traía un bolso y un entusiasmo de vacaciones. Inspeccionó la casa y después merodeó alrededor.
Lo tuyo es un disparate, dijo. Venirte a un escenario lujurioso para probarte que sos más fuerte que tu deseo. A vos, Gómez, lo que te hace falta es un amorcito.
Como les pasa a los enamorados, Lía me quería sacar conversación para hablar de sí misma. Y hablar de sí era hablar de Delia. No llevaba un mes instalado en la isla y, sin embargo, ese mundo urbano del que me hablaba Lía ya se me antojaba remoto.
Además, dijo ella, no sabés cómo escribe.
Además, dije escéptico.
Tenía derecho a dudar de las cualidades literarias de Delia. La literatura suele ser droga pesada en una historia de amor. Y deja secuelas, las peores. Ya bastante hay de fábula en toda historia de amor para, encima, sumarle más ficción. Empecé a discutirle a Lía su condición de crítica de aquello que escribía Delia.
Estábamos sentados bajo el alero. Fumábamos. Nuestra conversación era sosegada, íntima, en ese atardecer de calor agobiante y quietud. El río transcurría calmo. Y era esta atmósfera de tranquilidad lo que predisponía nuestro humor hacia una charla apacible.
Si no me creés, dijo Lía, pegale una leída a estas hojas.
Fue la primera vez que vi esta carpeta celeste. No le presté el interés que merecía. No la abrí siquiera. Me distrajo un bote que bajaba por el arroyo. Apenas oí el chapoteo de los remos en el agua levanté los ojos de la carpeta.
Estoy evocando la primera vez que tuve en mis manos este original y esa primera vez está unida al recuerdo de Cirilo, un muchachito isleño.
Lía siguió mi mirada hacia el botero. El torso lampiño y sudoroso del muchacho, sus músculos endurecidos en el remar, la reverberancia del último sol en las olas, el chapoteo del bote avanzando lento.
No era la primera vez que yo campaneaba a Cirilo. Sabía que el muchacho, un efebo rústico, habitaba río arriba. Lo había visto pasar remando algunas veces. Cambiábamos uno de esos saludos típicos de vecinos. Al pasar, Cirilo me decía: Buenas. Yo levantaba un brazo, contestándole también: Buenas. Si en todas esas veces me había empecinado en no fijarme mucho en él, se debió a la modelación del carácter que me había propuesto.
Pero ahora que Lía observaba a Cirilo, se sonreía volviéndose hacia mí. Callada, decía más que con cualquier agudeza suya.
Después de pensar bastante en los peligros de mi flojedad, otra tarde me animé a llamar a Cirilo y arrimarlo a mi muelle. Resultó más sencillo de lo previsto. Bastó otra seña. El corazón me retumbó de contento. Me dije que el muchacho también había estado esperando.
Del Tigre se contaban historias terribles. Había oído unas cuantas que debían servirme de precaución. Pasiones desaforadas que concluían atroces. Que un cadáver flotara en el río entre camalotes y víboras no asombraba a nadie. Si yo había elegido el delta como espacio de confinamiento, era porque me proponía apaciguar, como dije, mis exigencias del bajo vientre. Pero, estaba visto, tal como lo había notado Lía al divisar a Cirilo, que no me iba a salir así nomás.
Vuelvo a ver a Cirilo, parado en el muelle, el pecho al aire, descalzo, cubierto sólo por un pantalón rotoso y mugriento. Vuelvo a verme rozando con la yema de mis dedos su cuello transpirado. Mis dedos descienden hacia su tetilla. Lo pellizco apenas. Cirilo no se inmuta. Gira la cara a un lado. Después toma la delantera, cruza el muelle y camina hacia la casa. Antes de entrar en la sombra, con una sonrisa que no alcanza a completar, me pregunta si tengo cigarrillos. Cuando se lo enciendo, fuma disfrutando. Tarda en expulsar el humo. Después se desprende el pantalón.
Unos pesos, patroncito, me aclara.
A menudo me he preguntado qué utilidad puede tener un diario. Por entonces cavilaba al anotar cada día en un cuaderno el debe y el haber de una personalidad que aspira a una supuesta perfección. En mi caso había más debe que haber. Cuando me parecía que avanzaba en mi purificación, creyendo de modo prematuro que ya estaba cerca de transformarme en un yogui criollo, irrumpía, con una fuerza contenida, ese islerito.
Yo idealizaba la naturaleza. Y en Cirilo había creído entrever su símbolo.
Le pagué.
A veces uno quiere sacarse de encima los recuerdos, dice el profesor, pero no se puede. Si uno pudiera vaciarse de memoria, arriesga, y se calla.
Quizá debamos admitirlo de una vez: las marcas del cuerpo son más profundas que las mentales. Con su hondura esas marcas condicionan nuestros pensamientos, burilan nuestras ideas, imprimiendo su reflejo en cada una de nuestras acciones, hasta en las que creemos más insignificantes. Cirilo, por ejemplo.
Y no es para volver a la lejanía de aquella tarde en el Tigre, la revolcada en el cotín áspero y sudado de la casita. Si a veces incurro, a mi pesar, en la digresión, esto es involuntario. Me propongo, sin éxito, eludir anécdotas laterales a la historia que me propongo contar. Pero no consigo mantener el rumbo, seguir la cronología. Como los riachos del Tigre, mis desvíos son mi debilidad. Es también cierto que, a veces, al apartarse uno del curso principal del río, piensa que se aleja perdiendo el rumbo por un canal, pero no. El recodo vuelve a orientarnos. Y desde ahí apreciamos distinto lo que perseguíamos, ese misterio al que le íbamos detrás. Porque además de la historia que uno se fija como eje, hay otra, compuesta por infinidad de momentos fugaces que, al proyectarse de improviso en primer plano, revelan un sentido de la historia que no es aquel que nosotros suponíamos protagónico.
Delia no se queda en la descripción del rapto. Tampoco en las impresiones tumultuosas del galope. Si bien ha leído novelones románticos, se cuida de arrojar a D al infortunio de esa literatura que se supo cultivar en los salones unitarios. Delia se las ingenia para que su heroína no cumpla con los atributos de la cautiva gimiente. D se mantiene aferrada a las crines del caballo, se muerde los labios hasta la sangre. Siente en la nuca el aliento del indio. Siente en la espalda la presión de ese torso desnudo. Siente en la cadera su empuje. Siente que ese cuerpo que la dobla viene de uno de sus sueños prohibidos. Siente que todo esto, el rapto, el galope, ya lo vivió antes. Es uno de sus sueños. Uno realizado.
Hay imágenes que le van a quedar grabadas a D: el griterío infernal, los caídos boqueando, un indio clavando con su lanza un milico. Su hijo, el Varoncito, haciéndose encima, a resguardo en la oscuridad de una tapera. Su marido, el Capitán, enarbolando el sable para batirse. Hay milicos rodando en la polvareda, sangre y tierra una misma sustancia. Entre esos milicos rodará el Capitán.
D, podría pensarse, ha enloquecido. Después de todo, la locura es el fin de toda culpa. A D le cuesta pensarse, en el rapto, abandonando dichosa esos cuerpos a los que tan poco antes dedicaba sus cuidados.
Estas imágenes no son distintas a las de sus sueños, como se ha dicho. Tampoco ese pavor confundiéndose con el deseo es nuevo. El indio, al galope, encara el horizonte. El resto del malón sigue al jinete y su cautiva. Su jeque es el que manda. Atrás vienen los demás, cargando cautivas y críos, arrastrando un carretón con el botín.
Ese aliento animal contra ella, piensa D, la hace poca cosa. Y al sentirse poca cosa ya no le importa. Ahora ella también es animal. Sin rosario ni Biblia.
Están vadeando una aguada cuando D se arranca el crucifijo y lo tira a un costado.
Lo que me importa subrayar, acota el profesor, es que D está jugada. Al desprenderse del crucifijo no deja atrás solamente la fe. D siente que al fundirse con el viento es otra, más real. Si en la civilización era una víctima complaciente, paridora sumisa, su condición de cautiva no le inquieta. Ya no tiene nada que perder: la virtud, el buen nombre, una posición. Ahora se tiene sólo a sí misma. Y lo poca cosa que se siente, librada al capricho de la suerte y del indio, la transforma en una fuerza desafiante. Si D, esposa de militar conquistador del desierto, es una vagina civilizada, ahora cambiará de condición.
Es cierto: Delia adopta en estas páginas cierta grandilocuencia al escribir los pensamientos de su heroína. Es que, de pronto, parece descubrir, casi näif, que ese relato que está escribiendo es una épica de garche. Llamemos a las cosas por su nombre.
Hay que hacer un relevamiento de toda la bibliografía sobre las cautivas para convenir en la ruptura que significa La lengua del malón. Fijémonos cómo participan las cautivas en esos documentos. Si se hace una revisión del asunto, veremos que la cuestión de las cautivas se reduce, según los cronistas carapálidas, al rol de mártires o heroínas de la pureza. Las que se resisten al apareo con el indio, cuando no son vejadas, se las sacrifica con castigos horribles. Las que aceptan su papel y consienten integrar el harén, dan a luz sus hijos y después, cuando son rescatadas, se resisten a la civilización por amor a esa progenie que quedó en la toldería. Mártires y heroínas son dos caras de la misma moneda.
No le quito dramatismo a la situación de esas pobres desgraciadas. Pero me pregunto cuánta de la información que hoy tenemos sobre el calvario de aquellas mujeres no fue prismada por los vencedores. Ya lo sabemos: los vencedores escriben la historia. Y a los vencedores, en este caso, no les convenía poner en tela de juicio su legislación erótica sobre sus mujeres que, en el cautiverio, pudieron descubrir otro deseo.
Lo que Delia indaga con su escritura es la combustión de su propia problemática: señora de un capitán de la marina, porfía en quebrar una censura que no es sólo de clase. Tengamos en cuenta que Delia escribe bajo el peronismo. Y que la mujer peronista no es muy distinta, en escala, de la mujer de un gorila. A la mujer del régimen también le está asignado ese rol de parturienta del progreso justicialista. Colaboradora indispensable del desarrollo industrial, su vientre es una fábrica de obreritos.
Detengámonos un instante en el momento en que Delia escribe:
Soy quien monta y es montada, piensa D. Soy este viento que no tiene ni religión ni nombre.
Me llamo cuerpo.
Mi fe es el deseo.
Lía me había pedido permiso para traer a Delia a la isla.
Estaba visto que el intento de ascetismo que yo me había prometido cumplir, alejado del mundanal ruido, empezaba a resquebrajarse. Mi voluntad, puesta a prueba, exhibía una flojera notable.
No pude, no supe decir que no.
Un viernes por la mañana desembarcaron las dos de la lancha colectiva. Me gustó el estilo de Delia. Tenía, en efecto, esa belleza criolla, una hermosura que se expresaba en sus ojos ligeramente achinados, oscuros, brillantes, y en su modo, en el que una educación refinada no había logrado diluir el temple de lo indómito agazapado. El suyo era un atractivo como de muchachito, una combinación de fragilidad femenina y dureza viril. Además, estaba su forma de vestir, esa elegancia que compartía lo negligée con lo deportivo. Traía un vestido blanco de hilo, un sombrero de paja y unas sandalias de cuero claro. Los lentes ahumados contribuían a darle un aire de estrella cinematográfica de incógnito. Pensé que esos lentes no sólo protegían sus ojos de la resolana. Evitaban que los demás leyeran en su mirada.
En ese momento comprendí a Lía. Si yo hubiera sido mujer, con seguridad también habría sucumbido.
No quise preguntar dónde había dejado el nene para hacerse esta escapada al Tigre. Más me preocupaba su marido.
El delta era en esa época también un refugio de conspiradores. No pocos contreras adoptaban el río como vía de fuga hacia el exilio uruguayo. Cada tanto pasaba frente al muelle una lancha de prefectura. Y el marido de Delia era marino. Si se le daba por sospechar de su esposa, contaría con influencia suficiente para abordar una lancha y seguirla. Me tranquilicé pensando, tal como Lía me había contado, que el capitán subestimaba las relaciones y salidas culturales de su esposa. Calificaba esas inquietudes literarias de poco menos que labores. Muchas veces Delia justificaba sus tardanzas o ausencias con una conferencia o cóctel de homenaje a algún figurón de la literatura. Cualquiera fuera el boleto que le había vendido al capitán para venirse a la isla, a mí no me tranquilizaba.
Qué le dijo a su marido, le pregunté a Lía.
La verdad, contestó Delia. Que me habían invitado a una isla unos amigos literatos. Un invertido y una lesbiana.
Imposible que esto lo ponga celoso, completó Lía.
Mientras ellas preparaban unas ensaladas y yo asaba un surubí, me di cuenta del motivo de mi intranquilidad: contemplar a Lía y Delia entregadas una a la otra, escuchar sus risas desde la parrillita del fondo, me devolvía la conciencia de mi soledad.
Durante el almuerzo con vino blanco, bajo la galería, brindamos una y otra vez. Brindamos por los amores prohibidos, por los encuentros secretos y también por el libro que Delia había empezado a escribir alentada por Lía.
El río centelleaba con el sol. La sombra apenas nos libraba del calor sofocante. Los pájaros susurraban en las copas de los sauces. Había tonos impresionistas en ese paisaje que nos envolvía sumiéndonos en la modorra de la siesta. Tal vez todos estos detalles son resultado de la frustración del tiempo, la historia. Si nuestro destino hubiera sido otro, me pregunto. La pregunta no tiene sentido. Me reprocho no haber vivido aquel momento en toda su intensidad. Atormentado por lo que me faltaba, no fui capaz de celebrar la plenitud que tenía ahí, a mi alcance, dejándome envolver en la alegría que irradiaban esas dos.
La felicidad consiste en las ganas de ser feliz. Ellas transmitían esas ganas. Yo las contemplaba con un sentimiento entre distante y pesimista, que no era más que esa coraza que me había armado para endurecer mi carácter aislándome en la espesura selvática de ese delta.
Me levanté. Yo estaba de más ahí. Mientras abandonaba la mesa, bajaba por la escalera de la galería y me perdía entre los árboles y el cañaveral, oí el susurro de sus voces, el eco de un suspiro que no llegaba a ser jadeo. Me di vuelta apenas. Lía estaba lamiendo un pecho de Delia. Seguí mi camino.
Sí, ésa fue la primera vez que oí mencionar La lengua del malón.
D fue virgen al casarse y, en cierto modo, perpetuó la castidad después de la boda, al entregarse sólo en ciertas ocasiones en que el Capitán se había libado con ginebra. El suyo fue un matrimonio utilitario. Abrirse de piernas, ser penetrada, albergar la esperma fecundadora. Apenas si consumó alguna vez el coito bajo la luz mortecina de un candil. El Capitán no le solicitaba ciertos goces por considerarlos impropios de una madre. Una buena esposa no se comporta como una francesa, opinaba.
A ella no se le pasaba que, en algunas noches, con motivo de una ronda por el fortín, el Capitán entraba en una tapera penumbrosa donde desfogaba sus instintos más bajos. Para practicar otros deleites tenía una china solícita.
Pero ahora, en la toldería, D ya no es la esclava procreadora. Ahora es la protagonista de esos sueños inquietos que la removían en la cama matrimonial junto a los ronquidos del Capitán. La toldería, los fuegos en la noche, el carneo de una yegua, las risas de los indios que blanden sus cuchillos al discutir por una botella de aguardiente. Las indias permanecen recelosas, considerando con ojos de rabia y envidia a las recién llegadas. Las cautivas antiguas no interceden por la suerte de las nuevas. Los indios que no se alzaron con ninguna blanca andan sin rumbo, borrachos y pendencieros. Hay dos que se trenzan, facón en mano. Unos perros se suman a la riña. Los cuerpos ruedan. La hoguera emite un resplandor en la lucha. Hay un facón salpicando sangre en el aire. El vencedor se levanta tambaleante y enarbola, con un grito agudo, la cabeza del vencido. Después la arroja al fuego. Al contemplar la cabeza de ese salvaje ardiendo en la hoguera, D tiene una intuición: así arde su cabeza en esta noche de la toldería. Sus pensamientos crepitan, como esa cabeza cortada, en una hoguera de sensaciones turbulentas que buscan la forma de una idea.
Quién es yo, se pregunta D.
Siente que su cabeza se incendia. Y no sólo. Pichimán la arrastra de un brazo hacia su tienda. D experimenta un temblor. No se resiste. Le parece ver una sonrisa en el rostro del indio. El otro le habla, le dice unas pocas frases que todavía ella no puede traducir. Sin embargo, no hace falta conocer ese idioma para comprender qué significa esa mano del indio en sus nalgas. En la tienda hay una profusión sorprendente de telas coloridas y adornos. Sobre la tierra, unas matras acolchonan la caída.
Hay un instante en que a D se le cruza el recuerdo del Varoncito. Estará vivo, se pregunta. De estarlo, se dice, con seguridad seguirá la carrera de su padre: de Varoncito a Capitán. Acordarse en este instante del Varoncito, advierte D, es un vestigio de los pensamientos de esa otra que fue hasta hace unas horas. Esa otra que era una impostora. Con sus escrúpulos y remilgos, una farsante.
Pichimán levanta un porrón de aguardiente, bebe unos tragos largos y después le ofrece. D lo mira a los ojos. Pichimán tiene una edad indefinida entre los veinte y los treinta. A ella la estremece ese olor del otro, pasto, tierra, cuero, una ácida pestilencia equina. Además están las emanaciones del aguardiente. Se pregunta si la falta de prisa de Pichimán se debe a que ya da por descontado que ella es de su propiedad. Si bien D se siente sacudida por el deseo, experimenta también una curiosidad morbosa: probar hasta dónde se anima a extraviarse en su nueva condición.
Las dos siluetas apenas contorneadas por unos rescoldos se proyectan sobre el cuero de la tienda. Pichimán se recuesta. Estirando un brazo, atrapa a D del pelo, obligándola a bajar la cabeza. No es mucha la presión de esos dedos masculinos en su cuello, encerrándole la nuca, pero es suficiente para que D entienda lo que se espera de ella. Dócil, empieza a arrimar sus labios al vientre del indio. Pichimán sigue bebiendo del porrón. D precisa entonarse. Hace unos buches con el aguardiente y babea unas gotas entre los muslos del indio. Hay placeres que ningún hombre de bien se atreve a pedirle a su legítima esposa. Menos que menos, los placeres que provienen de los labios con que, al día siguiente, besará a sus hijos. No es de madre lamer como una perra.
D aprecia la verga enhiesta del indio.
No te voy a dar el gusto así nomás, maula, susurra.
Me alejé de la casa. Caminé por la espesura. El silencio de la selva es un silencio falso. Su quietud, engañosa. Oía el chasquido del cañaveral que se abría a mi paso, el chirriar de una cotorra y un golpe de viento en el ramaje. El sudor me goteaba por la cara. Al rato había perdido la orientación. Busqué el sol en lo alto. Hilos de resplandor se colaban entre lo alto de los sauces. Perdido en el follaje, oí no muy lejos el motor de una lancha y fui en esa dirección. Si llegaba al río, me dije, podía volver por la orilla.
Acá estaba la naturaleza reduciéndome a mi auténtica dimensión, mi carnadura real, un cuerpo electrizado por el temor, en cuanto se encontraba perdido en la selva. La naturaleza parecía haberme dado una lección sobre los peligros ilusorios y los reales. Solté una carcajada y me eché a correr hacia el río. Me saqué la camisa, el pantalón, las zapatillas. Más que desnudarme, me despojé. Me zambullí, riendo.
Cuando volví a la orilla, al aproximarme a la ropa que había dejado tirada, vi la yarará. Paralizado, ahogué un grito. La víbora se deslizó sobre el pantalón. Toda mi desnudez, que poco antes era una fiesta de los sentidos, ahora era una indefensión vergonzosa. Respondiendo al instinto, me llevé las manos a los genitales. El terror me dominaba. Si abría la garganta, el grito sería como uno de esos gritos mudos del sueño. Temblando, humillado, sentí que me era tan imposible gritar como huir. En cambio, lloraba. Así como gritaba sin voz, estaba llorando sin lágrimas.
La aparición de la yarará tenía un significado. Era una señal bíblica. Cuando creía que mi ánimo se había fortalecido, la naturaleza me revelaba lo ilusorio de toda tentativa de vencer lo animal. Tener cerca a esas locas de amor arrancaba a mi instinto de su modorra. Había sido ingenuo al sobreestimar ingenuamente mi voluntad. El deseo volvía ahora con su ímpetu errático. Un deseo que me desbordaba más allá del recuerdo particular de un cuerpo, de todos los cuerpos, conocidos e imaginados. Ya no me conformaba con la satisfacción solitaria. Aun sabiendo que la culpa me perseguiría, la Biblia me amonestaba: lo punible no consistía en satisfacer la tentación, su mordedura. Ya desde el segundo en que la tentación lo había inficionado a uno, se era culpable.
Extraviado en estos pensamientos, me pregunté cuál sería el destino de las enamoradas. No era poco de lo que ambas renegaban. Y bastaba verlas para advertir que eran la belleza. Olvidándome de mis propias tribulaciones, rogué al cielo, si es que existía una justicia divina, para que se les concediera la gracia y no el castigo.
Toda una paradoja: el castigo provino del cielo. Pero no quiero anticiparme nuevamente a los hechos.
Detengámonos ahora en esta parte que da título a la obra de Delia: “Lengua”. Pichimán recostado, anhelante, espera una felación. D toma entre sus dedos esa verga, la mide. Su tamaño es menor al que le adjudicaba su imaginación, aunque el grueso es importante. D vuelve a enjuagarse la boca con aguardiente. Cuando D parece dispuesta a lamer, sin embargo, se echa a ladrar y, aprovechando el asombro del indio, se apodera de un facón olvidado sobre la matra.
A Pichimán se le endurece el estómago. D está a horcajadas sobre él. Con una mano le agarra fuerte la verga y con la otra esgrime el facón. El indio jadea aterrorizado. El filo del facón roza con sutileza el glande. Inmovilizado, la respiración entrecortada, el indio balbucea una súplica.
Me pide clemencia, traduce D para su adentro.
Sin perder la sonrisa, D le apoya el facón en el cuello. Pichimán la mira entre azorado y rencoroso. La cautiva lo ha disminuido, y ahora, tirándole de la pelambre, lo obliga a bajar hasta los muslos.
D cierra los ojos y abre las piernas. La lengua del indio, que había sospechado áspera y tosca, tiene una sorprendente tersura.
Soy la cautiva de mis ganas.
Dame tu lengua, Pichimán.
Tal como referí anteriormente, Lía me contó una y otra vez que Delia sentía lo vivido por su heroína en todo el cuerpo. Los estremecimientos que se apoderaban de ella al escribir eran intensos.
Una noche, en la Richmond, Delia nos abrumaba con los interrogantes que se le formulaban después de estos trances de la escritura.
Qué van a pensar de mí, se preguntaba, como si nosotros pudiéramos ofrecerle un antídoto, más que una respuesta.
Qué se va a pensar de mí.
Con su mano en la mano de Lía, se contestó:
Tengo la sensación de estar escribiendo en otra lengua. Que me es dictada.
Lía y yo procuramos tranquilizarla. No lo conseguimos.
Esa noche, cuando salí de la confitería, me dije que el sosiego que precisaba Delia no lo encontraría siquiera en los brazos de mi amiga. Ese amor, como cualquier clase de amor, podía ofrecerle a Delia un recreo transitorio. Pero nunca la paz que vanamente perseguía. Yo también precisaba algún consuelo esa noche. Me fui caminando hacia el Bajo. A lo lejos las luces del Parque Japonés, titilantes en la bruma del puerto, sugerían jóvenes cabecitas negras y pecado.
El profesor abre la carpeta, lee callado y, después, mirando hacia la ventana abierta a la noche, murmura:
El castigo provino del cielo. Y el instrumento del destino fue Victoria. Victoria, con su odio a los grasitas.
Déjenme contar cómo era ese odio.
Hay una anécdota poco difundida que la pinta íntegra en su desprecio. Cuando Victoria viajó por primera vez a Nueva York se deslumbró con los spirituals en una iglesia de Harlem. Al volver a Buenos Aires dio una conferencia y puso grabaciones de esa música. La muy tilinga podía encantarse con los negros norteamericanos, pero no con nuestros cabecitas negras: el aluvión zoológico que le empañaba la vista cuando soñaba que Buenos Aires era la París del Nuevo Mundo. Claro, a los negros norteamericanos podía aplaudirlos porque estaban lejos. Pero de haber sido norteamericana, habría sido una dama confederada.
Había que verla con sus ínfulas de señora de la cultura: el saco sobre los hombros, los sempiternos anteojos oscuros con marco blanco, la insolencia pituca en sus gestos, la brusquedad que indicaba un humor arrogante, el enjambre de pusilánimes que necesitaba para destacarse, como toda personalidad mediocre. Se ha dicho que se comportaba así sabiéndose no sólo una belleza de su tiempo sino una mujer independiente, evolucionada, por encima de sus contemporáneas. En verdad era una consentida y una maleducada. Le gustaba alternar palabras en inglés y francés con alguna criollada guaranga. Con estos tics, lo que hacía era demostrar a la vez el poder terrateniente, la vacuidad de su cosmopolitismo, el país que quería.
En la memoria, en las escenas de dulce juventud, somos siempre excelsos e inmortales. En cambio, al recordar a quienes nos castraron la alegría de vivir, aquel dolor vuelve a la carga.
Hay quienes sostienen, con hipocresía: Yo perdono, pero no olvido.
Yo no olvido ni perdono. Yo soy la rabia.
Pero me resisto a este sentimiento. Para no ser como ellos, es necesario superar la rabia y convertirla en justicia. Pero, si no hay justicia, se pregunta el profesor. Y deja colgando la pregunta.
Si no hay justicia.
Entonces qué.
Mientras en el delta, en la isla, Lía y Delia se embriagan con su pasión secreta, no muy lejos Victoria abre las puertas de su mansión sobre el río a los militares golpistas que más tarde bombardearán al pueblo en la Plaza de Mayo.
Que conste: no es lo mismo hacer literatura de la historia que hacer historia de la literatura. A menudo puede comprobarse que en la historia de la literatura hay más aproximaciones a los hechos reales, concretos, que en la literatura de la historia. Y mientras Victoria le abre las puertas de su mansión a los conspiradores, se abren las puertas de un hangar en la base de la marina de Río Santiago. Como tantas otras veces, el capitán Ulrich comanda un avión, un cazabombardero, en una de sus habituales prácticas de vuelo, anticipándose con la imaginación a ese jueves lluvioso, al mediodía, cuando deje caer la primera bomba del gloster meteor sobre la Plaza de Mayo, esa que destruirá un troley cargado de civiles.
De ninguna manera puede encajar La lengua del malón en los clichés literarios de la época. En el rotograbado del diario de los Gainza, expropiado y en manos de los sindicalistas, conviven como en un cambalache talentos heterogéneos de origen diverso: Kordon, Manzi, Portogalo, Wernicke, Marechal, Rega Molina, Juanele, Discépolo, De Lellis, Soiza Reilly. Entre los extranjeros colaboran Neruda, Cela y Pratolini.
En la vereda de enfrente, no sólo el séquito de Victoria conforma la intelectualidad opositora al régimen justicialista. También los acérrimos militantes de una cultura de izquierda desprecian a los nuevos proletarios por su raíz indígena. De leer La lengua del malón, estos comunistas de salón habrían de despreciar su planteo. Lía, lectora de Propósitos, no puede menos que renegar contra el realismo socialista, además de ver a los intelectuales del pecé como aliados de la oligarquía, de esos metafísicos trajeados que publica Victoria. Los gacetilleros soviéticos no son menos xenófobos que sus tilingos compañeros de ruta.
A su vez, la cultura oficial es chauvinista, cristianucha y deudora de un platonismo entalcado. Fijémonos en la banda sumisa de los intelectuales peronistas, los ortivas genuflexos de una estética de ombú, que precisan del poder para difundir sus cuartetas. Por un lado, respaldando al régimen desde la universidad, está la derecha nacionalista y chupacirios. Por el otro, hay tangueros populistas, con los timbos sucios de fango arrabalero, disputándole espacio a los monaguillos de gomina entronizados en los pasillos del poder.
Hace más de diez años que murió Arlt. Hay una foto de su velorio en el Círculo de la Prensa, el ataúd sostenido por cuerdas y roldanas bajando a la calle lluviosa. Las cenizas, siguiendo la voluntad del escritor, fueron arrojadas en el Tigre. Para muchos, más importante que la muerte de Arlt es que a Georgie, en esos días, se le entregue un premio nacional de literatura. La obra de Arlt entra en un túnel de olvido. Su escritura, en los años siguientes, sigue la suerte de las cenizas. Oficialistas y opositores al régimen la ignoran por igual. El sexo frustrante y desesperado de Arlt, su bronca contra los ideales de almaceneros cagatintas, las turraditas de clase media, el resentimiento como motor de la historia, deberán todavía permanecer silenciados un rato largo. Y si Arlt permanece olvidado más de diez años, quién entonces podrá comprender eso que Delia, traicionando su clase, está inventando en su escritura.
Estamos ante una obra maldita, Gómez, afirmaba con razón Lía. La lengua del malón no responde al ideario de la costurerita tísica que da el mal paso, ni al de la niña platónica, ni al de la saludable compañera justicialista.
Convengamos, hay una escritura que falta en la producción literaria de la época: de un lado, en el bando opositor, el realismo zdhanovista y el afrancesamiento oligarcón; del otro, el oficialista, la estética clerical y los tangueros. Hay una escritura que falta, y esa ausencia es lo que denuncia La lengua del malón, el texto que viene a decir eso que nadie quiere escuchar.
Otra interpretación del texto de Delia alude a Evita. Porque, subyacente, en esa cautiva llamada D respira la abanderada de los humildes. Y acá se pone guasa la interpretación. En los tiempos de D, la administración porteña precisa el exterminio de los indios, en nombre del progreso. Las motivaciones literarias de Delia pueden no ser transparentes, pero su personaje es, como Evita, cautiva de un militar. Y pone en discusión la virilidad del ejército. Y luego, en la toldería, se recorta tanto de las demás cautivas como de las indias. Al doblegar la voluntad del capitanejo, D se apropia de su destino y revierte su rol de víctima.
La parodia, digo citando uno de nuestros vates mayores, es nuestra gran tragedia. Evita, la provincianita teñida, se junta con un descendiente de indios: ya por entonces circulaba ese chisme, más tarde comprobado, sobre el origen indio del General. Evita, al juntarse con un descendiente de los malones, se libera de los designios pasivos que le imprime una sociedad blanca y machista. Belleza andrógina, seduce por su osadía en la que se articulan el maniquí rubio y el resentimiento de arrabal. En ella lo rubio es tintura. Y se nota. Porque en ese gesto del teñido, prevalece la guarangada como deschave del simulacro huinca. Se vuelve caricatura del modelo estético de la aristocracia.
Ahora leamos de nuevo la escena en que D, en esa primera noche de bacanal en la toldería, convierte el sexo oral en lingüístico duelo criollo. En los días en que Delia escribe su relato, circulaba entre los contreras un rumor que aludía a la escasa dimensión del pene presidencial y su dificultad para una erección. Todos los que vivimos aquel período recordamos esos chismes que, a fuerza de repetición, adquirían categoría de reales. Con Evita, se decía, el líder recibía goce manual. Después del fallecimiento de su cautiva, le fue difícil obtenerlo. Se decía, por entonces, que el General visitaba centros de educación física, que se guardaba un billete en un bolsillo y jugaba con alguna púber a que lo encontrara. Al rebajar la potencia masculina del líder, esos chismes contribuían involuntariamente a exaltar el erotismo de la difunta, su endiosamiento.
Las mujeres de la toldería no tardan en tenerle rencor a D: lo ha engualichado a Pichimán. A D no le inquieta que las machis murmuren y escupan pestes a su espalda. Porque, en su rencor, profesan una envidia sorda a la malona, como han empezado a llamarla.
Es muy jugosa esa parte donde Delia refiere su poder sobre el capitanejo. Frente a su enojo o su aburrimiento, ese tedio en que el indio se abisma en la inmensidad pampeana, D le dirige una especie de mohín. Basta un mohín para que el indio se alce. Y, cómplice, le responda mostrando la punta de la lengua, listo para satisfacerla.
Lo que nos divertimos con Lía aquella tarde en la Richmond, cuando Delia nos leyó esa parte. Lía le pidió a Delia que nos mostrase ese mohín de su protagonista. Tuvimos que insistirle. Finalmente, como una nena traviesa, Delia se animó. El público y los mozos nos clavaron miradas reprobatorias. A la esposa de un capitán y a una poeta judía les convenía disimular lo que eran. Y a mí también me convenía, en ese Buenos Aires, ocultar mi inclinación. Sin embargo, a pesar de las miradas, no nos sentíamos tan débiles. Teníamos la literatura.
Ya conté que a la gran dama de las letras argentinas la encanaron. Pero no conté que numerosos escritores extranjeros mandaron telegramas al gobierno pidiendo su libertad. La noticia de su detención aparece en el New York Times. Camus, Huxley, Callois, la Mistral, no son pocas las firmas que le caen al gobierno en defensa de esa mujer.
Ya dije que, en la cárcel del Buen Pastor, extraña los libros. Que, con la colaboración de un capellán, consigue San Agustín y Santa Teresa. Las presas son su público. Las presas le demuestran una solidaridad que Victoria nunca manifestó hacia ellas. Como suele ocurrir, el pobrerío, siempre víctima, es solidario hasta con quienes se jactan de alcurnia y fortuna. Lo dice otro biógrafo: la cautiva respira, entre siervas y mecheras, militantes y yirantas, una solidaridad y un apoyo mutuo que hasta entonces no había experimentado con nadie.
Cuando es liberada, debido a la presión internacional, con ella sale el rencor que, pretextando la libertad y la democracia como absolutos, la llevará a prestar su residencia en las barrancas de San Isidro al complot de los asesinos de la Plaza de Mayo.
Trabajás vos, me confesó Delia una de esas tardes que tomábamos unos copetines en la Richmond. Me inspiro en vos para escribirlo al indio. Pichimán es como vos, pero más joven, más zafio, más muchas cosas.
Más cabecita, le dije con sarcasmo. Y más macho.
Vos fijate el nombre con que lo bauticé, dijo ella. Pichimán. Lo saqué de un diccionario mapuche. Quiere decir cachorro, pero en nuestro idioma suena como una picardía. Cuando escribo a Pichimán, pienso en vos.
Me acordé de la descripción que Delia había hecho de la verga del indio. Me iba a ser difícil leer su relato sin sentirme desnudo, le dije.
Lía me señaló entonces una veta del relato que se me había escapado. Habló de la importancia de esa puesta en escena de la verga del indio como alegoría reinvindicatoria. Y me recordó lo que Delia ya nos había contado: que en el sur los estancieros pagaban a los cazadores de indios por par de testículos. Por qué no pensar, argumentaba, que ésa puede ser también una clave simbólica de la historia capada.
Sin duda, Lía estaba dispuesta a dar lata esa tarde. Pensé que su fervor estaba filtrado por su pasión hacia la autora. Si me callé esta percepción fue porque en ese fervor cabía la posibilidad de alguna lucidez. Pero se me antojó también que los claritos se nos habían subido a la cabeza.
Todavía falta que alguien se atreva a escribir el gran texto fundacional de nuestra literatura, cargó de nuevo Lía. Necesitamos un texto inspirado en esa historia negada: la dimensión real de un pene autóctono y los testículos amputados. Quien escriba eso se ganará la proscripción en vida. Pero su venganza, temible, se la cobrarán las generaciones venideras.
Exagerás, Lía, la interrumpió Delia.
Además vos no me la viste, comenté yo.
Lía no se la iba a perder:
Acompañala al baño y se la mostrás, Gómez.
Delia se sonrojó.
Acompañalo, amorcito. No seas beata, se encendió Lía.
Fuimos hacia los baños. Dudamos entre el de damas y el de caballeros. Entramos en el de damas. El corazón me daba tumbos. Sonreímos como chicos al ocupar un retrete. Me desabroché la bragueta y le mostré a Delia.
Te la puedo tocar, me preguntó.
Me dije que el juego estaba yendo lejos. Sin embargo, asentí.
Todavía me acuerdo de la mano caliente y húmeda de Delia.
Nunca me la agarró una mujer, le confesé.
No te aflijas, me contestó Delia. Yo nunca toqué otra que la de mi marido.
Si a Lía le preocupaba que el capitán pudiera enterarse del amor sáfico de su mujer, no era tanto por el riesgo que corría ella sino por las influencias que el marino podía mover, por la ejecución de una venganza que repercutiría, tarde o temprano, sobre Martín. Cada vez que surgía el tema, Delia cambiaba rápido de conversación.
Una tarde en que las dos se encontraron para ir al cine, Delia volvió a llevar a su hijo. Martín, según Delia, era toda una coartada: disipaba toda presunción sobre sus idas cada vez más frecuentes al centro. En la penumbra de la sala, el chico, sentado entre ambas, hacía ruido al abrir un paquete de caramelos. El celofán brillaba sonoro en la oscuridad. El brazo de Delia se estiró por sobre el respaldo de la butaca y, con la yema de los dedos, alcanzó la nuca de Lía.
A vos te gusta jugar con fuego, le dijo Lía más tarde.
Y la espeluznó la frialdad con que Delia le habló de su hijo:
No se me parece en nada. Es igual al padre, dijo.
Ese trato entre madre e hijo que hasta entonces Lía había creído distintivo de clase alta era, en realidad, cortesía gélida, disgusto contenido, pura obligación. Lía le preguntó si había querido tenerlo al chico.
Me tomó por sorpresa, confesó Delia. Cuando supe que estaba embarazada me dije que era un trámite más que debía cumplir como mujer y esposa. Al capitán, en cambio, lo llenó de orgullo el embarazo. Para él era la continuación del apellido. A medida que pasaban los meses, yo pensaba: Ojalá sea una nena. Pero fue varón. Y el capitán tuvo así lo que más quería: la prolongación de la estirpe.
Aquella tarde, a la salida del cine, un viento fresco, que presagiaba tormenta, barría las calles del centro. La gente que salía de sus trabajos se apuraba por alcanzar las bocas del subte y tomar sus colectivos. El cielo se había oscurecido. Lía tuvo la certeza de que esa presencia de Martín y esa tormenta inminente conformaban una misma señal.
No soy supersticiosa, me dijo después Lía. Pero tengo miedo, Gómez.
Por qué no se rajan, le pregunté.
Y Martín.
Están ustedes antes. El nene tiene toda la vida por delante.
Delia no va a querer, me contestó Lía.
El profesor se detiene y chasquea los labios. Después, saliendo de la penumbra, se acerca a la lámpara y levanta su vaso de té.
Yo les di la idea, dice. Si no las hubiera alentado a irse, esa mañana no se habrían reunido en el City Hotel.
Creo haberlo dicho: Delia contaba los minutos que le faltaban para el próximo encuentro como si fueran horas. Y en el encuentro, contaba cuánto faltaba para el adiós. Para reducir la ansiedad, escribía. Sin confiar mucho en el valor de su literatura, escribía. Si al siguiente encuentro no llevaba unas páginas escritas, el reproche de Lía se le anticipaba mentalmente. Además, si no escribía, la asaltaban temores, pensamientos tenebrosos de todo tipo, sensaciones de catástrofe.
Desde la entrada de Lía en su vida apenas toleraba las cuestiones hogareñas que, hasta entonces, sobrellevaba con displicencia. Ocuparse de la casa, impartir órdenes a la mucama, atender las tareas escolares de Martín habían sido siempre rutinas que Delia entendía como cláusulas inevitables del contrato matrimonial, en el que practicidad y cópula se complementaban.
Delia había previsto que, en algún momento, el capitán le buscaría el cuerpo. Cuando se presentara ese momento, accedería al requerimiento como una forma de ocultar lo que le estaba sucediendo. Y cuando ese momento temido llegó, una madrugada en que el capitán regresaba de la base, como siempre, al amanecer, Delia comprobó que su cuerpo se rehusaba a la costumbre de la entrega. Fue castigo y respiro a la vez. Castigo porque, cuando el capitán empezó a tocarla, Delia sintió repulsión. Respiro porque el momento había por fin llegado y faltaba menos para que acabara, como faltaba también menos para el próximo encuentro con Lía y, de ese modo, en brazos de su amante, iba a exorcizar la cópula mecánica del capitán.
El capitán ni se percataba de lo que podía estar sintiendo su mujer.
Me vino, se disculpó Delia.
Me hubieras dicho, che, dijo él dándole la espalda en la cama.
Te odio, sintió Delia. Pero se calló.
Porque se recriminaba que esos sentimientos de repulsa hacia el capitán abarcaran también la vida surgida de sus entrañas.
Al menos es varón: no va a sufrir tanto, le dijo una vez a Lía, cuando hablaban de París.
Quién te dijo, retrucó Lía. Hay hombres que sienten como mujeres.
Te referís a Gómez.
No necesariamente, dijo Lía. Todo hombre que sufre, en su dolor se feminiza. El dolor amaricona, querida. Y hay que ser muy macho para aguantarlo.
De qué me hablás.
Tu marido, por ejemplo, es menos hombre que nuestro querido Gómez.
A las mujeres, como a los chicos, había que tenerlas ocupadas para que no zumbonearan, pensaba el capitán. Que su esposa participara de actividades culturales le permitía disponer de tiempo para sus propias distracciones sin que perturbaran la rutina conyugal. Cuanto más entretenida estuviera Delia, mejor.
El capitán llamaba entusiasmos a sus aventuras. Apuros que le pedía el cuerpo, se justificaba a sí mismo. Descargas que después, cuando ya se había vaciado, los nervios aletargados en un remanso de whisky y cigarrillo, le permitían apreciar su matrimonio desde una perspectiva reposada.
Por lo general eran muchachas de la diplomacia. O esposas insatisfechas. Las casadas, se decía, eran las más viciosas. Por supuesto, las casadas podían ser un trastorno pero, al fin de cuentas, el riesgo era la pimienta de estas relaciones secretas.
El capitán tenía una garçonnière en Ayacucho y Cangallo. Barrio respetable, como su esposa. Además, el capitán debía admitir que Delia era todo un anzuelo. Más de una de sus trampas se le arrimaba por rivalidad con Delia. Y el capitán usufructuaba esta contienda. Además le gustaba pensar que había otro factor que atraía a sus amantes: en este país, un uniforme siempre sería un valor. Y más, un marino. Ser marino, pensaba el capitán, hacía fabular a las mujeres un temperamento viril que conservaba la calma en medio de una tormenta. Las mujeres, reflexionaba el capitán, eran como las tormentas. Pero si se sabía timonearlas, eran tan pasajeras como esas tormentas.
Fue por entonces que Lía le propuso a Delia un desafío:
Animate a mostrarle algo de tu novela. Sería interesante ver cómo reacciona el Casanova fluvial.
Ésta era también una forma de chucear a Delia para averiguar hasta dónde era capaz de jugarse. Aunque a mí me pareció una locura, comenta el profesor.
Contra lo que yo esperaba, Delia, si bien seleccionó partes del libro, preparando una versión suavizada, se animó nomás.
Absorto en la conspiración como estaba en esos días, el capitán no le prestó atención al pedido de Delia, que quería una opinión masculina sobre lo que estaba escribiendo.
Es sobre un indio y una cautiva, le dijo. Una historia de amor.
Prometo leerla a fondo, apenas me saque de encima unos asuntos, dijo el capitán, y dejó la carpeta sobre una mesa ratona.
En el fondo, se dijo, siempre son las mismas románticas: El sheik, la prisionera del árabe. Acá no hay árabes: hay bárbaros. Hay que tener pajaritos en la cabeza para escribir estas pamplinas, pensó, sin abrir siquiera la carpeta que Delia le había entregado.
Los días pasaban y el capitán postergaba la lectura de la carpeta haciéndole sentir que, mientras él se concentraba en el destino de la patria, ella se dedicaba a escribir novelines.
Vos ya sabés en qué estamos, le dijo por teléfono una madrugada, justificando su ausencia.
En las ausencias del capitán Delia aprovechaba para escribir y encontrarse con Lía. Si el capitán, en vez de estar conspirando, tenía algunas aventuras por ahí, Delia prefería no enterarse.
Un amanecer, con la primera claridad, el capitán volvió taciturno. Se dejó caer en un sillón y, descubriendo la carpeta, se dispuso a leer junto al ventanal que daba al jardín. Solícita, Delia le preparó un café amargo y fuerte, como a él le gustaba. El capitán leía con rapidez, pasando las hojas sin pausa. Cada tanto, chasqueaba los labios. Mientras lo contemplaba leer, Delia se preguntaba qué podía estar sintiendo.
Parecés un chico esperando el boletín, le dijo el capitán cuando alzó los ojos.
Qué tiene de malo que parezca un chico.
No te hagás la rarita, querés, contestó él. Así que estás escribiendo sobre una ninfómana. Porque no me vas a negar que tu heroína tiene la fiebre.
El capitán le hizo un gesto para que se acercara:
A lo mejor le das cuerda a la fantasía porque no estás a gusto con lo que te doy.
Como otras veces, Delia accedió.
Despacio, meticuloso, el capitán le desabrochó el vestido, le quitó la enagua, el soutien, le bajó la bombacha y, una vez que la acomodó abriéndola en el sillón, se arrodilló y empezó a besarla entre los muslos. Esa lengua torpe y ese sonido de aletazos húmedos eran los de un perro. Delia cerró los ojos. No quería pensar en Lía, pero las instantáneas que acudían a su mente eran poderosas.
Si lo miraba al capitán, pensó, iba a distraerse. Pero cuando entreabrió los ojos vio que él tenía una marca violácea en la base del cuello y apretó de nuevo los párpados. Lo mejor que podía hacer era dejarse llevar por esa temperatura que subía por su estómago. Entonces se le ocurrió que una buena escena para su historia sería la comparación entre la lamida ruda del milico y la mineta deleitante del indio. Porque el indio, se dijo, la chupaba tan bien como Lía.
Quizá necesitás esto más seguido, le dijo el capitán.