1
—¿Peleaste con Bobby otra vez?
Elizabeth apretaba el teléfono contra su hombro, mientras con una mano sujetaba un bol de vidrio y con la otra batía la mezcla de los waffles; olía bastante bien incluso siendo no más que una mezcla homogénea de harina, huevos y azúcar cruda. «El secreto está en unas gotas de vainilla», decía siempre.
—¿Cómo hago entonces si me hace molestar? —La voz de Martha sonaba desesperada y distante a través del auricular.
—¿Por qué no lo dejas de una vez? —sugirió Elizabeth, mientras, sosteniendo aún más fuerte el teléfono contra su oreja, vertía el primer waffle sobre el sartén. Sabía que Bobby no era la mejor compañía para su amiga desde que empezaron a salir, pues ya para entonces peleaban y discutían bastante; la gente puede llegar a ser extremadamente masoquista en sus relaciones.
Dejó el waffle cocinándose para disponerse a caminar alrededor de la sala, ordenando inconscientemente cualquier cosa que se cruzara en su camino que le pareciera no estar en la posición correcta. Cosas tan simples como mover dos centímetros el florero, jalar con el pie un poco la alfombra o sacudir un atisbo de polvo en los muebles.
Se llevó por delante un par de zapatos que casi la hicieron caer.
—¡Thomas!, ¿hasta cuándo? —Recogió ambos zapatos con una mano y los depositó en un sitio donde no supusieran mayor molestia.
Su hijo, Thomas, se hallaba recostado de largo a largo sobre el mueble mientras veía su programa favorito de la mañana: una serie de dibujos animados de un perro que podía volar. Por su parte, este hizo caso omiso a las palabras de Elizabeth mientras se aseguraba de no perderse un segundo del programa.
—¿Todo bien? —inquirió Martha desde el otro lado del teléfono, interrumpiendo una de sus anécdotas.
—Sí, todo bien. Es solo Thomas y su desorden.
—Oh, está bien. —Detuvo la conversación un instante para luego seguir—: Entonces estábamos empezando a comer cuando de pronto el pendejo me dice que dejó la billetera en casa. ¿Quién crees que pagó la comida?
—Y aun así lo amas.
Elizabeth podía hacer mil cosas mientras hablaba por teléfono y era capaz de seguir el hilo de la conversación aun sin prestarle gran atención. Y más si se trataba de Martha, con quien hablaba todos los días. Ambas eran profesionales ya.
Las cortinas vinotinto que tapaban las ventanas junto a la puerta principal captaron su compulsiva atención. La sala se hallaba muy oscura a su parecer para ser tan temprano por la mañana, así que descorrió la cortina y el haz de luz que entró a través de los vidrios la dejó encandilada. Cuando sus ojos recobraron su potestad, vio algo que la hizo perderse de la conversación con Martha.
Al otro lado de la calle, había un camión de mediano tamaño parado en la casa de enfrente. En un costado se leía «VIAJES Y MUDANZAS: HERMANOS PEREZ» en grandes letras rojas con bordes blancos que las hacían resaltar sobre el fondo metálico. Las puertas del contenedor se hallaban abiertas, y de ellas salían un par de hombres vestidos en amplias ropas harapientas propias de trabajo pesado, cargando entre los dos un largo sofá a rayas.
Frente al garaje se hallaba aparcado un Aveo plateado muy bien cuidado que no solía estar allí. Al otro lado, sobre la acera, una mujer delgada de largo cabello negro se encontraba de brazos cruzados frunciendo el ceño mientras evaluaba el trabajo de los hombres. Cuando estos se dirigían hacia la casa con el mueble, la mujer les siguió al interior.
—Elizabeth, ¿me estás escuchando? —La voz de Martha por el auricular la sacó del trance en el que estaba inmersa y la hizo sobresaltarse. Había olvidado por completo que seguía al teléfono.
—Mamá, algo se quema —comentó Thomas desde el mueble mirándola extrañado. Sus palabras vinieron acompañadas por un fuerte olor a comida achicharrada; aquel olor característico que no se hace perceptible sino hasta el momento en el que alguien lo menciona. Es como una ley de vida.
—¡El desayuno! —Volvió la vista a la cocina donde empezaba a salir un ligero pero notable humo blanco—. Martha, te llamo luego.
Colgó y volvió corriendo a lo suyo, pensando en la nueva vecina.
2
Tras casi incendiar la casa, Thomas y Elizabeth se dedicaron a desayunar. Sobre la mesa habían cinco waffles —pudieron haber sido seis, contando el que terminó en la basura como un carbón—, apilados en una montaña de calorías; tres para él y el resto para su madre.
De no ser por el leve bullicio de la televisión en comerciales, aquello sería un desayuno triste y callado; como siempre.
—¿Viste que tenemos vecina nueva? —comentó su madre, rompiendo el silencio aparte de la apenas perceptible voz de la televisión.
—¿Ah, si? —preguntó, sin mostrar un asomo de sorpresa o sentimiento alguno.
—¿No te emociona?
—No, ¿por qué habría de hacerlo?
Picaba entonces un trozo de waffle con miel y queso mientras su madre lo veía con extrañeza.
—¡No seas así, Thomas! —exclamó, y cambiando su tono a un intento de voz de convencimiento, añadió—: Quizá se la lleven bien.
—Quizá te la lleves bien tú —corrigió, sin mirarla a la cara.
La conversación terminó allí. Se limitaron a acabar con la comida para luego seguir cada uno en lo suyo.
En los planes de Thomas aquel triste y largo verano no había mucho que hacer más que la misma monótona rutina: acostarse en el mueble, ver televisión, leer, comer, seguir viendo televisión, volver a comer y dormir tras un infructífero día. Pero ¿qué tanto podría hacer un chico de once años en plenas vacaciones?
Su madre siempre criticaba que no salía a jugar con sus amigos; la cuestión era que, en la calle donde vivían, todas las casas estaban habitadas por ancianos sin dentadura que solo se dedicaban a mantener bonito el jardín y recibir su pensión del seguro social.
Extrañaba la escuela. Allí estaban sus amigos, con quienes corría de un lado a otro en el patio durante el recreo; donde hablaba de todo tipo de cosas con personas que compartían sus gustos; donde aprendía a diario nuevas cosas; y lo más importante: donde podía distraerse tanto que los recuerdos de su padre eran solo algo lejano, que no venían a su mente en momentos de diversión.
Dicen que los psicólogos son los encargados de ayudar a las personas a superar sus problemas y dificultades mentales por las que todos en algún momento pasan, ya sea por hechos inexplicables o a consecuencia de algo. Es increíble el poder que tiene la mente sobre el cuerpo humano, pudiendo llegar a tumbarte si lo permites. Al parecer de Thomas, la mejor terapia de la mente era la distracción. Cuando corría por los extensos campos de la escuela profiriendo fuertes carcajadas, era capaz de olvidarlo todo, así fuera solo por unos segundos.
Su madre había cambiado mucho desde la muerte de su padre. Su comportamiento no era el mismo; vivía en una constante y compulsiva tristeza que disfrazaba usando el teléfono celular, que se había convertido en su mejor compañía. Thomas no tenía problema con que su madre se la pasara la mayor parte del tiempo al teléfono si aquello la hacía sentir mejor, el problema radicaba en cómo empezaba a darle menor importancia a él por estar casi adherida a aquella pantalla.
Tras desayunar, Thomas se había quedado dormido en el sofá, cuando el olor de algo dulce llegó a su nariz. Mientras dormía había percibido en la lejanía del sueño diversos ruidos en la cocina, pero no le había dado mayor importancia.
Al despertar, no podría haber sabido decir cuánto tiempo durmió. Se incorporó apoyando un brazo sobre el cojín mientras se restregaba los ojos con la otra mano. La televisión seguía encendida en el mismo canal de dibujos animados. Se había quedado dormido con el control remoto sobre su pecho, y al levantarse, este cayó de lleno en el suelo emitiendo un ruido seco. Conforme iba despertando, el olor se intensificaba.
Caminó a la cocina —no sin antes recoger el control remoto—, donde su madre se hallaba de cuclillas mirando a través del vidrio refractario del horno. La cocina era un desastre: envases sucios por doquier, el fregadero rebosado de platos y cubiertos, y un par de manchas marrón claro en el suelo posible resultado del trabajo de la batidora.
—¿Qué haces? —preguntó Thomas, aunque ya se hacía una idea de lo que ocurría.
Elizabeth se volvió hacia él tras su llegada. A Thomas le sorprendía tanto desastre. Su madre estaba muy obsesionada con el orden y la limpieza como para permitir todo aquello.
—Una tarta de vainilla. —Abrió el horno con sus manos protegidas en guantes para soportar el calor y sacó un molde de silicón con una pequeña tarta asomando por los bordes, desprendiendo un olor espectacular que hacía agua a la boca—. ¡Ya está lista!
—¡Quiero un pedazo! —reclamó Thomas. No sabía si realmente tendría hambre o no, pero el solo hecho de ver aquella tarta le abrió un espacio en su estómago.
—Lo siento, Thomas —respondió su madre, mirándole apenada—. Es para la nueva vecina. Más tarde te puedo preparar una, luego de que limpie un poco todo esto.
Thomas no respondió. Se limitó a tragarse su furia apretando los labios y frunciendo la frente, acción que su madre no percibió. Volvió a la sala y subió las escaleras en dirección a su habitación, donde buscaría un libro en el cual sumergirse.
3
Tras poco más de una ardua hora de limpieza, la cocina quedó impecable. Cansada como estaba, Elizabeth aprovechó que la sala estaba sola para recostarse a ver la televisión un rato. En quince minutos pasando de canal en canal una y otra vez, no consiguió dar con nada que le interesara.
Sentía un gran peso sobre ella. Le sorprendía lo mucho que puede empezar a afectarte la edad incluso hasta para hacer una tarta; pero aparte de todo, se veía a sí misma bastante bien para sus cuarenta años. La espalda, el cuello y los brazos le dolían, pero lo que más le dolía era pensar que en un par de horas debía empezar a preparar el almuerzo.
Estar tirada en el mueble adolorida la hacía sentir vieja. Apagó la televisión y se asomó a la ventana por la que horas antes había visto un camión de mudanza que ahora no era más que un recuerdo. Supuso que habrían terminado de bajarlo todo.
El sol del mediodía caía de lleno sobre Valle Cristal llenando de colores la Calle 19, en las afueras de la ciudad. Los tejados rojos de las casas parecían arder, el pavimento brillaba y las flores en los patios relucían impregnando el aroma propio del dulce verano. A pesar de que no había muchas nubes que taparan el sol, el clima era fresco; Elizabeth lo percibió, mientras salía de su casa con la tarta de vainilla —a la cual le había hecho una decoración sencilla cubriéndola en merengue— en la palma de su mano, como propia mesonera.
A pesar de la viveza de los colores que el sol proporcionaba al ambiente, el entorno seguía siendo tétrico. No se divisaba persona alguna. Adonde miraba no había más que soledad.
Acompañada por el sonido de la brisa en contra de sus odios al caminar, cruzó la calle y el patio al otro lado hasta posicionarse en la puerta de la casa de enfrente. Primero sintió un ligero temor que la hizo pensar en no tocar la puerta y devolverse a su casa. ¿Por qué estaba haciendo todo aquello? No habría sabido decirlo. A veces las personas hacen cosas de las que no pueden explicar sus razones, pues simplemente se sienten bien haciéndolas.
Tocó el timbre con la mano libre y esperó.
No escuchaba movimiento alguno dentro. La casa parecía tan sola como había estado los últimos cinco años, luego de que los dueños se mudaran dejándola en venta, sin nadie dispuesto a reclamarla hasta el día de hoy.
Miró a un lado. El auto plateado había desaparecido. «Seguro lo guardó en la cochera. O quizá haya salido», se dijo Elizabeth, sintiéndose medio decepcionada y medio torpe.
Estaba pensando en tocar otra vez para asegurarse de que no había nadie, cuando el sonido de la cerradura avisó la llegada de alguien por el otro lado. La puerta se abrió, y la mujer que había visto por la ventana junto al camión se erguía ahora frente a ella vistiendo los mismos jeans y camiseta de antes. Un fuerte olor parecido al de algo que pasa muchos años en una despensa llegó desde dentro de la casa.
La mujer pareció sobresaltarse por la presencia de Elizabeth. Miró fugazmente la tarta que llevaba en la mano para posar nuevamente su mirada sobre ella con ojos de extraña sorpresa.
—¿Hola? —saludó la mujer, dubitativa.
—Hola, soy Elizabeth Salazar, su vecina de enfrente. —Alzó la mano que llevaba la tarta en señal de que formaba parte de un regalo para ella—. Le he traído esto, es una tarta de vainilla. ¡Espero le guste!
—Lo siento, no me gusta la vainilla —dijo seriamente la mujer con mirada de rechazo. Aquello paralizó a Elizabeth.
—Oh. Está bien… no pensé que…
Sus palabras se cortaron por la súbita carcajada de la mujer.
—Solo bromeaba. ¡Se ve divina! —Arrebató la tarta de la mano de Elizabeth con sumo cuidado. La miró por distintos ángulos, para luego depositarla sobre una caja que tenía junto a ella donde se leía «frágil» —. Hanna Penkins, un placer.
Ambas se tendieron la mano, sonriendo. Ya Elizabeth preveía que se la llevarían bien, y una buena amiga nunca está de más. Martha vino a su mente, pero sabía que Martha era su confidente telefónica. En cambio había cierta suspicacia en aquella mujer que le agradaba.
—¿Eres de aquí de Valle Cristal? —inquirió Elizabeth.
—No. Vengo del norte, de Billyns. Pasando las montañas.
—Oh. Mi esposo trabajaba allí, era ingeniero —dijo Elizabeth con aire de tristeza.
—¿Era?
—Sí. —Agachó la cabeza, como si tuviera miedo de enfrentarse a la mujer frente a ella—. Murió hace dos años en un accidente en su último trabajo.
Presionó sus labios hacia dentro intentando contener las lágrimas que siempre salían a flote cuando tocaba el tema.
—Lo siento mucho —se disculpó Hanna, posando una mano compasiva sobre su hombro—. No tenía la menor idea.
—No te preocupes, estoy bien. Gracias. —Consiguió sonreír nuevamente.
Unos segundos de silencio.
—Bueno —continuó Elizabeth—, ¡bienvenida a la Calle 19!
—Gracias.
—Cualquier cosa que necesites sabes dónde encontrarme, solo debes tocar la puerta —explicó Elizabeth, volviéndose y señalando con el dedo su casa al otro lado de la calle.
—Nuevamente, muchas gracias, Elizabeth.
Hanna hizo un ademán de querer cerrar la puerta cuando Elizabeth interrumpió el proceso.
—¡Espera! —exclamó.
—¿Sí?
—¿Te gustaría cenar esta noche con nosotros? —propuso Elizabeth, mirando a través de la puerta las cajas y muebles apilados dentro de la casa—. Mudarse no es fácil, lo sé. Son muchas cosas para ordenar y poco tiempo libre como para dedicarse a cocinar.
—¿Nosotros? —preguntó extrañada—. ¿Tienes hijos?
—Sí, tengo un niño de once años. Se la ha pasado bastante aburrido estas vacaciones, seguro algo de compañía le hará bien.
—Oh, ¡qué buena propuesta! —exclamó Hanna—. Claro, allí estaré. Prometo no perderme en el camino.
Ambas soltaron una estridente carcajada al unísono que hizo eco a lo largo de la calle.
—Te veo a las siete entonces. —Elizabeth ya empezaba a darse la vuelta para encaminarse a su casa—. Que tengas un buen día.
—¡Gracias, igualmente! —dijo Hanna al final, justo antes de cerrar la puerta.
4
Había leído un par de capítulos de Cementerio de Animales cuando se empezó a aburrir. Dejó el libro a un lado. Leer cuando se tiene en mente otras cosas es bastante difícil, hay que releer a cada momento los párrafos porque aquello que te distrae no te permite entender una sola palabra mientras los ojos se mueven de lado a lado por pura inercia anatómica.
Amaba leer tanto como ver la televisión, pero a veces esta última ganaba la pelea y simplemente no podía despegar la vista de la pantalla rectangular de la sala. Pero aparte de eso, amaba los libros, especialmente los de terror, los cuales la mayoría de las veces aseguraba no le daban el suficiente miedo que deberían.
Cerró el libro alrededor de la mitad, marcando la página en la que había quedado para dedicarse a mirar al infinito en actitud pensativa. Miraba las paredes de su habitación, que se hallaban cubiertas de estantes y bibliotecas llenas de libros; eran tantos que daba la impresión que las repisas fueran a caer en cualquier momento por el peso de todo tipo de ediciones: grandes, pequeñas, en tapa dura, rústicas… Y ni hablar de los autores, pues seguro haría falta una lista inmensa donde meterlos a todos.
Los libros habían sido de su padre, quien otrora lo había inducido al mundo de la lectura. Recordaba de cuando era muy pequeño a su padre junto a él, leyéndole partes de sus libros cada noche. Independientemente de que estos no fueran lecturas para niños, Thomas los disfrutaba al máximo hasta caer dormido por el cansancio del día, añadiendo además la tranquilidad y paz que le proveía la voz de su padre.
«Cuánto te extraño», se dijo, mientras pasaba la mirada entristecida por cada lomo. Tener aquella colección en su habitación le hacía sentir que su padre siempre estaba allí con él.
Escuchó de pronto un ruido que lo sacó de sus nostálgicos pensamientos. Lo reconoció al instante: la puerta de la casa.
Saltó de la cama para dirigirse a la ventana que daba a la calle. Abrió la persiana con los dedos, creando una franja de luz suficiente para que sus ojos miraran a través del vidrio. Vio a su madre allá abajo, caminando por la vía de concreto del jardín hacia la calle, para luego atravesar esta en dirección a la casa de enfrente. Divisó la tarta que había hecho sostenida en su mano.
Recordó la cólera que le había hecho sentir su madre por aquella tonta tarta, y más aún, la que empezaba a sentir por quien fuera que se hubiera mudado a aquella casa.
Salió de su habitación en busca de algo que consiguiera amainar aquella ira que llevaba dentro —cosa que no había conseguido en su vago intento de ponerse a leer—. Bajó las escaleras y llegó a la sala pensando qué podría hacer. Miraba de un lado a otro hasta que dio con el blanco.
Sobre la mesa, divisó el teléfono de su madre, tan vulnerable y silencioso como solo un teléfono lo puede ser (a veces). Desde la muerte de su padre aquel aparato se había ganado toda la atención que su madre muy bien podría dedicarle a Thomas, consiguiendo que sintiera muchas veces mayor interés por parte de su madre hacia otras cosas que hacia él mismo, siendo incluso su hijo.
Lo tomó con la mano mirándolo con detenimiento, como quien descubre lo desconocido. Muchas ideas pasaban por su mente de lo que podría hacer con el teléfono. Podría bastarle con esconderlo, pero ¿sería suficiente para calmar su furor? Quizá podría intentar ir algo más allá. Y lo intentaría, de eso estaba seguro.
Fue hasta la cocina, no sin antes percatarse a través de la ventana que su madre seguía al otro lado de la calle. La vio hablando con una mujer que no podía distinguir muy bien desde aquel ángulo, y más aún con su madre de pie frente a ella. Rezaba por que aquella conversación durara lo suficiente.
Le sorprendió lo limpia que había quedado la cocina en comparación a como la había visto por última vez. Se acercó a las gavetas de madera junto al horno y abrió la primera, pero solo encontró tenedores y cucharas. No sería suficiente. Abrió la que le seguía; esta estaba llena de todo tipo de utensilios, desde abrelatas hasta paletas. Tomó un mazo para ablandar carne que no era más que un mango de madera que atravesaba un bloque de hierro dentado. Era bastante pesado, así que titubeó un instante al levantarlo hasta conseguir estabilizar el peso. Supuso que un golpe con aquello podría matar a alguien.
Ya que estaba a mitad del proceso debía actuar rápido, su madre llegaría en cualquier momento. No podía ponerse con rodeos en aquel punto.
Sacó de un gabinete de la alacena una tabla de madera rectangular. Depositó todo en el piso para luego sentarse de rodillas cruzadas frente a su mesa de trabajo improvisada. Colocó el teléfono celular sobre la tabla y tomó el pesado mazo con ambas manos lo más firme posible.
Aquí voy… no hay vuelta atrás.
Alzó el mazo sobre su cabeza y lo dejó caer de lleno sobre el táctil de cuatro pulgadas que se quebró al instante. La pantalla ahora no era más que un embrollo de telarañas propias de vidrio roto. Volvió a alzar el mazo, esta vez parecía mucho menos pesado. Sentía cómo la furia corría por sus venas a lo largo de sus brazos hasta llegar a las manos, profiriéndole una fuerza que no conocía. El mazo cayó por segunda vez, luego una tercera, una cuarta… hasta que perdió la cuenta.
Cuando se detuvo, pensando que sería suficiente, se percató que había cerrado sus ojos inconscientemente. Al abrirlos, vio que lo que unos segundos antes había sido el compañero perfecto de su madre, ahora era casi irreconocible e inútil.
Sobre la tabla de madera no había más que una protuberancia tecnológica cubierta de pequeños pedazos de lo que quedó de la mica del táctil. Ya no existía pantalla, cámara, o botón alguno; solo un reguero de trozos de plástico de carcasa, vidrios y chips.
Se puso en pie y se detuvo debajo del marco que conectaba la sala con la cocina, desde donde se había asomado hacía unos minutos para mirar a lo lejos por la ventana. Divisó a su madre, quien ya venía de regreso.
Volvió a la escena del crimen. Juntó todos los pedazos sobre la tabla, asegurándose de recoger también las partes que habían saltado fuera, para luego tirarlo todo dentro del cubo de basura de la cocina. Guardó precipitadamente el mazo y la tabla donde las había conseguido, no sin antes limpiar las pequeñas partes que quedaban del teléfono a manotazos. Abrió nuevamente el cubo de basura para tirar un par de servilletas que taparan lo que había hecho.
Lanzó una carrera hacia su habitación, y para cuando pisaba el último peldaño, escuchó a su madre llegar. Thomas se abrió paso silenciosamente a través del pasillo como espía en una misión secreta, caminando de puntas. Abrió la puerta lo más suave posible, sin que esta emitiera ruido alguno. La cerró del mismo modo.
Se tiró de bruces sobre su cama. Dio media vuelta sobre la colcha hasta quedar ahora de espaldas mirando el techo. No pudo evitar soltar una risa maquiavélica. Se sentía relajado, tranquilo y satisfecho. No había culpabilidad alguna, pues había hecho lo que su cuerpo y su mente pedían.
Ya conocería las consecuencias, pero mientras tanto, era mejor reír.
5
La casa estaba tan silenciosa como la había dejado cuando salió.
«Tan limpia y tan solitaria», pensó Elizabeth. Sabía que la comodidad que se sentía en casa antes de que su esposo muriera, quizá no iba a volver nunca más. Pero se hacía lo mejor posible por intentar seguir adelante, como deben hacerlo todas las personas al pasar por acontecimientos trágicos. A diario mueren personas, en todas partes del mundo, y aun así las sociedades se mantienen en constante crecimiento, ¿no?
El gruñido de la bestia del hambre en su estómago la sacó de sus pensamientos para recordarle que debía alimentarse. Percibió la risa de Thomas en la lejanía de su habitación, pero no le prestó mayor atención.
Comenzó a pensar en su hijo, tan jovial y sonriente la mayor parte del tiempo. Ya no era un niño, y quizá lo fuera mucho menos en los próximos años. En un parpadeo —y sin darse cuenta apenas—, ya estaría cruzando aquella puerta para despedirse de su vida de dependiente y emprender un camino propio. La idea la entristeció.
Su estómago nuevamente le recordó que había vida a su alrededor y que no podía pasar todo el tiempo vagando en sus pensamientos. ¿Qué necesidad tenía de pensar todo aquello en ese momento? Seguramente estaría delirando del hambre. Sí, eso era.
No se preocupó por preparar gran cosa de almuerzo: carne asada con puré de papas. Mientras cocinaba, percibía algo extraño en su alrededor, como si alguien hubiera entrado a mover las cosas. Pero todo estaba en orden.
—Estas delirando, mujer —le comentó a la papa que pelaba en ese momento.
Media hora después llamaba a Thomas, apoyada sobre la barandilla de la escalera en dirección al segundo piso donde se encontraba su habitación y la de Thomas.
La comida estaba servida sobre la mesa. Mientras Thomas se decidía bajar a comer, Elizabeth se dedicó a buscar su teléfono para comentarle a Martha sobre la nueva vecina. Ambas hablaban por teléfono alrededor de cinco veces por día; su solterona amiga en constante búsqueda de chance con algún hombre siempre tenía algo que contarle.
Hasta donde recordaba, había dejado el teléfono sobre la mesita que sostenía el florero que había movido aquella mañana mientras hablaba con Martha, instantes antes de divisar el camión de mudanzas a través de la ventana.
Allí no había más que el escuálido florero con una cala de plástico dentro, como esperando compañía de otras flores plásticas. Aquello la extrañó, pero llegó hasta ahí. Seguro lo habría dejado en otro lado y simplemente no recordaba.
Miró de un lado a otro, rastreando con sus ojos como dos policías buscando un ladrón en la oscuridad.
Nada.
De pronto se sobresaltó por el ruido de Thomas al bajar las escaleras a trompicones.
—¿Por qué tienes que bajar como un elefante? —regañó Elizabeth.
—Lo siento —replicó Thomas con un hilillo de voz que a poco percibió.
Elizabeth echó una última ojeada a su alrededor mientras se sentaban en la mesa. Ya buscaría luego con mayor detenimiento.
Así como en el desayuno, lo único que los acompañaba era el sonido de los cubiertos al chocar con los platos de cerámica —esta vez, el televisor se hallaba apagado—. Aquel silencio enfermaba a Elizabeth, pero en cambio a Thomas parecía no importarle. Como siempre, se limitaba a mirar su plato hasta terminar con todo. Eran contadas las veces que su hijo comentaba algo en la mesa durante alguna comida.
Sabía que no era un niño callado, ni mucho menos tímido, pues siempre que lo iba a buscar a la escuela se hallaba rodeado de gente. Veía cómo reían y jugaban hasta el cansancio. Supuso que sería el efecto de las vacaciones, o quizá simplemente no le gustaba hablar en la mesa. Es casi imposible a veces descifrar las acciones que aplican los jóvenes a su forma de ser.
—Escuché que reías en tu habitación mientras cocinaba. —Fue lo primero que se le ocurrió decir para romper aquel silencio sepulcral—. ¿Qué era tan gracioso?
Elizabeth soltó una pequeña risa acompañada a esto último para mostrarse graciosa ante su hijo. Thomas alzó la mirada del plato, dejando de darle vueltas en círculos sin sentido al puré de papas.
—Oh. Fue algo que leí en un libro, sí —respondió. No parecía muy seguro de lo que decía. Elizabeth supuso que quizás el cansancio que proporcionaba aquella hora habría dado aquel tono confundido a su voz.
—Thomas, ¿de casualidad has visto mi teléfono?
—N-no —titubeó—. ¿Por qué?
—Lo estuve buscando, recuerdo haberlo dejado sobre la mesita del florero antes de salir. —Mientras decía esto, miraba de un lado a otro nuevamente con la vaga esperanza de divisarlo. Intento fallido.
—No he salido de mi habitación, qué voy a saber —respondió con tono obstinado.
Qué extraño. ¿Cómo podría desaparecer así por así un teléfono? Hasta donde sabía no le salían piernas y decidían irse de casa. Ya buscaría con mejor calma.
—Esta noche viene Hanna —comentó.
—¿Quién? —replicó Thomas arrugando la cara.
—Hanna, la nueva vecina —explicó Elizabeth—. La invité a cenar.
—Hum… hoy no ceno entonces.
—¿Por qué? —inquirió—. ¿Por qué no habrías de cenar?
—Porque seguro preparas toda la comida para ella —completó seriamente, mirándola a la cara con ojos penetrantes—. Tal como ocurrió con la tarta.
—¡Thomas!
—Pero está bien, no tengo problema en quedarme en mi habitación.
Aquello le dolió y le molestó a la vez. Las palabras habían llegado a sus oídos y corrían a través de su cuerpo como una corriente eléctrica que la hizo estremecerse.
—Te dije que te prepararía una, ¿desconfías de las palabras de tu madre?
—¡Pues resulta que ya ni quiero! —concluyó Thomas, parándose a regañadientes de la mesa mientras llevaba el plato con restos de carne al fregadero.
Elizabeth abrió la boca para responder, pero terminó mordiéndose el labio tragándose sus palabras. «Son solo niñerías», se dijo a sí misma en un intento por calmarse. Lo mejor sería no seguir discutiendo.
Terminó de comer sola, acompañada no más que por el silencio con el que habían empezado; solo que ahora el aire estaba impregnado por una tensión madre-hijo que solo una discusión puede conseguir. Elizabeth no se sentía muy bien. Sabía que la comida quizá tampoco le sentaría bien, por lo que dejó el plato a un lado para detenerse a pensar. Pero por otro lado, amortiguaba su malestar a sabiendas de que tendría un evento esa noche que variaría su día. Seguro Thomas lograba entablar una buena relación con Hanna, así como le había parecido a ella.
Siguió a Thomas con la mirada mientras cruzaba la estancia. Le sorprendió que este se detuviera al inicio de la escalera para volverse hacia ella con una sonrisa pícara entre sus labios.
—Por cierto, vi tu teléfono en la papelera de la cocina. No se veía muy bien —comentó Thomas antes de seguir su camino hacia su habitación.
Elizabeth abrió los ojos como platos, emocionada. ¡Su teléfono! ¿Cómo había llegado a la papelera? No importaba, mientras estuviera allí todo estaría bien. Corrió desde la mesa casi tumbando de un puntapié la silla en la que estaba sentada. Esta se tambaleó, pero consiguió equilibrarse al final. A mitad de camino estuvo cerca de caerse de bruces tras enredarse con sus propios pies.
Sacó la papelera de su base para poder manipularla mejor. Emanaba un olor fétido a comida descompuesta propia de una papelera a medio rebosar. A primera vista no lo encontró. Metió sus manos allí sin importarle el olor, escarbando entre los desechos que había lanzado mientras preparaba el almuerzo y el desayuno. ¿Cómo podría haber ido a parar su teléfono allí? No tenía la menor idea. Lo único seguro era que estaba haciendo el papel de estúpida, como una niña malcriada que juega con la basura. ¿Tan bajo había caído? O, más importante aún, ¿realmente estaba ahí su teléfono? Aquello no tenía lógica, pero escarbando un poco más, encontró algo.
Sí, allí estaba. Sostuvo entre sus manos la protuberancia que aquella mañana había usado con plena normalidad, sin imaginar siquiera que pudiera ser posible lo que estaba viendo; no solo viendo, tocando.
Por cierto, vi tu teléfono en la papelera de la cocina. No se veía muy bien.
La voz de Thomas vino a su cabeza acompañado de un torbellino de emociones y confusión. Lástima que ahora entendía con claridad aquellas palabras.
¿Por qué haría tal cosa?
6
—¡THOMAS! —gritó su madre desde el otro lado de la puerta, lanzando fuertes golpes a la madera—. ¡ABRE LA PUERTA!
Thomas se hallaba hecho un ovillo en la esquina de su cama, temblando y sudando. Se preguntaba qué sería de él si no hubiera pasado el seguro de la puerta, dejándolo aislado en la seguridad de su habitación.
—¡THOMAAAS! —volvió a gritar, esta vez con más fuerza.
No respondía a los llamados de su madre. Si abría la puerta seguro lo levantaría por el cuello hasta matarlo o algo parecido, no podía permitirse aquello.
Calculaba que habían pasado alrededor de media hora de gritos y golpes a la puerta cuando estos empezaron a amainar hasta ser un simple llamado de misericordia. Thomas ya se imaginaba viviendo en su habitación el resto de sus días. No estaría tan mal, pero ¿qué iba a comer? Bueno, ya resolvería eso.
De pronto se hizo el silencio al otro lado. Thomas deshizo el ovillo de sábanas en el que se hallaba envuelto para caminar a pasos lentos hasta posicionarse frente a la puerta. Pegó la oreja a la madera hueca, que le trasmitía el ligero sonido de algo parecido a una bomba de aire, que se inflaba y desinflaba una y otra vez. Era la respiración de su madre, que al principio constante, empezaba a entrecortarse por un llanto mudo.
Aquello le hizo sentir que su corazón se encogía hasta conseguir el tamaño de una habichuela; suficiente para mantenerlo con vida, pero no para sentirse bien. ¿Había actuado correctamente con lo del teléfono? No, estaba seguro que no. De una forma o de otra debía pagar las consecuencias.
En la vida existen dos tipos de consecuencias a nuestros actos: las físicas y las morales. Unas dolían más que las otras, y Thomas estaba seguro que en aquel momento hubiera preferido una tunda de nalgadas a escuchar a su madre llorar.
—Thomas… —un leve susurro, entrecortado y triste desde el otro lado. Apenas lo percibió.
Su madre sabía que él estaba allí de pie.
—¿Si abro prometes no matarme? —aventuró Thomas.
Escuchó una risa ahogada al otro lado. Aunque más llegó a sus oídos como un esbozo de sonrisa sonoro que le hizo sentir una calidez indescriptible.
Quitó el seguro de la puerta y la abrió con cuidado para encontrarse con su madre sentada en el piso con la cabeza entre las rodillas.
Elizabeth se puso de pie en silencio y cruzó la habitación hasta llegar a la cama, donde se sentó golpeando suavemente la colcha dos veces mientras miraba a Thomas junto a la puerta. Él captó la seña y se sentó junto a ella.
—¿Estás molesta? —preguntó Thomas. Fue lo primero que salió de su boca. ¿Qué clase de pregunta era aquella? ¡Por supuesto que estaba molesta!
—¿Por qué lo hiciste? —espetó Elizabeth haciendo caso omiso a la pregunta de su hijo.
Thomas tenía la cabeza gacha, mirando con perdida curiosidad el linóleo que cubría el suelo de su habitación. ¿Qué se supone que podría responder a aquello? Simplemente no podía excusarse y decir que cayó allí por arte de magia.
—Porque… estaba molesto —dijo en voz baja, en un intento por justificarse.
Esto no cambió la cara de su madre, que lo miraba con unos ojos tan severos que le hacían sentir que cargaba un gran peso encima. El peso de la culpa.
—¿Sabes lo mucho que cuesta un teléfono?
—¿Mucho? —Otra pregunta tonta, no podía evitarlas.
Elizabeth cerró los ojos y respiró profundamente en ademán reflexivo para luego posar una vez más la pesada mirada sobre él.
—No entiendo por qué lo hiciste, Thomas. —El labio de Elizabeth se estiró hacia un lado con expresión decepcionada—. No sueles comportarte así. ¿Qué ocurre?
Thomas no respondió. Se limitó a seguir con la cabeza agachada. ¿Qué podía responder? Ya no le quedaban preguntas tontas ni forma alguna de excusarse. Su respuesta a la pregunta de su madre fue llorar. Las lágrimas empezaron a correr por sus mejillas mientras su respiración se entrecortaba y se hacía forzosa en su congestionada nariz.
Elizabeth no pudo hacer otra cosa que posar una compasiva mano sobre su cabello, donde con una leve presión, consiguió apoyar la cabeza de Thomas sobre su regazo. Ignoraba cuándo había sido la última vez que había recibido tal muestra de amor por parte de su madre. Aquel gesto le hizo llorar aún más; intentaba hacerse el fuerte, pero las lágrimas eran inexorables. No eran lágrimas de tristeza, eran de pura felicidad; la felicidad que le generaba el sentir el calor de su madre.
—¿Qué tal si dejamos todo hasta aquí, Thomas? —preguntó su madre mientras le acariciaba el cabello. Sintió una gota caliente que cayó sobre su mejilla. Ella también lloraba.
Thomas no respondió, se limitó a asentir con la cabeza.
—Mañana me acompañas a comprar un teléfono nuevo, ¿sí?
—Lo siento —susurró Thomas.
—Tranquilo, hijo. A veces hacemos cosas sin pensar. —Una pequeña pausa para añadir severamente—: Es cuestión de ser conscientes de nuestros actos.
—Entiendo. —Su voz ya no se cortaba, empezaba a calmarse.
Desde pequeño, Thomas había sentido siempre más apego hacia su padre; ambos compartían los mismos gustos, lo que creaba una empatía especial entre los dos que con su madre —a pesar de que la quería mucho igualmente—, nunca había sentido. Pero aquellos segundos sobre su regazo parecían la excepción. La muerte de su padre los había destrozado. Incluso aunque hubieran pasado ya dos años del accidente, la tristeza siempre salía a flote en la casa. Su madre en su tristeza, se escondía tras una constante llamada telefónica, alejándola de él incluso viviendo en el mismo hogar. En ese momento, Thomas entendió el valor de la familia: cuando un miembro es arrebatado por el destino —o quien sabe qué razón—, los restantes, fuera de buscar cada uno sumergirse por un camino de distracción, deben enfrentar los hechos y darse fuerza unos a otros; demostrando que muchas veces, lo único que necesitamos, es un abrazo y una charla sincera en la habitación.
Les había tomado dos años para comprender aquello. «Debí haber roto aquel trasto hace mucho tiempo», pensó Thomas. Y estaba dispuesto a romper todos los que fueran necesarios.
7
—¿Me ayudas a preparar la cena? —preguntó Elizabeth.
Thomas se incorporó junto a ella, enjugándose la cara.
—¡Claro! —respondió con una sonrisa.
Aquella fue una tarde especial. Empezaron por limpiar la sala —más de lo que ya estaba—, trapeando todo el linóleo de madera pulida. Movieron los muebles de posición para limpiar las cavernas de polvo que se formaban debajo de estos. El baño de visitas (al norte de la sala, junto a la cocina), recibió también su merecida lavada.
Hacían un buen equipo. Elizabeth realizaba la mayor parte del trabajo, pero se veía apoyada por su hijo, quien le facilitaba todo lo que le pedía y la ayudaba pasando el cepillo de aquí para allá. Percibía que aquello no lograba mucho, pero dejó a Thomas tranquilo y feliz haciendo su trabajo.
La planta baja de la casa se hallaba ahora impregnada por el aroma propio de la limpieza.
Pasaron luego a la cocina, donde juntos hicieron un desastre jugueteando como dos niños, mientras cocinaban un pollo al horno que despedía un olor que haría babear a cualquiera.
Ya era de noche para cuando terminaron. La mesa, cubierta con un mantel blanco de bordes dorados, cargaba con toda la comida que habían preparado en una presentación propia de restaurante de lujo.
—Podríamos montar un puesto de comida, ¿eh? —le comentó a su hijo, admirando cansina y orgullosamente todo lo que habían hecho.
—Ya lo creo.
8
Thomas se había arreglado por pura decencia. Decidió que al final, luego de haber visto lo buena que había quedado la comida, no podía permitirse perdérsela. Había hecho todo lo que hizo solo por compartir buenos momentos con su madre; momentos que estaban muy escasos últimamente. Y estaría equivocada si creía que estaba emocionado por conocer a la vecina. Simplemente no. Tenía un presentimiento sobre quién pudiera ser, que aun sin conocerla, no le convencía en nada.
No pasó mucho tiempo antes de que tocaran a la puerta. Su madre abrió, encontrándose con la tal Hanna erguida frente a ella al otro lado de la puerta en una clara noche estrellada. Thomas admiraba la escena desde los barrotes de la escalera, como un espía en una misión secreta, sin decidirse aún a bajar por completo. Una corriente de aire frío se escabulló por entre la puerta, alcanzando el punto de vigilancia de Thomas y provocándole un escalofrío.
—¡Hola! —saludó Elizabeth—. Pasa, estás en tu casa.
La mujer entró. Vestía una ropa que la hacía ver muy elegante a pesar de la sencillez de la misma. Cargaba algo en la mano: una tarta. Thomas pudo evidenciar al instante que se trataba de la misma que había preparado su madre aquella tarde.
—¡Oh! —exclamó su madre al ver la tarta—. Creo haber visto esto antes.
—Sí. No tuve tiempo de preparar algo, así que me decidí a traer la tarta para compartirla con ustedes.
Aquello le provocó una rabia interna a Thomas, quien fruncía ahora el ceño sin darse cuenta. Le regalan una tarta y la devuelve. ¡Es una malagradecida!
—Excelente, puedes sentarte donde gustes. —Elizabeth hablaba de espaldas mientras cerraba la puerta.
—Por cierto —inició la mujer, que ahora se había acomodado en uno de los sofás; el favorito de Thomas—, ¿dónde está tu hijo?
Thomas se estremeció tanto sobre su puesto de vigilancia al escuchar aquella mención, que pensó que caería rodando por las escaleras.
—¡Thomas! —llamó Elizabeth—. ¡Ven aquí!
Por un momento dudó en qué hacer. Podría volver y encerrarse en su habitación tal como había prometido a su madre aquella tarde cuando estaba molesto, pero al final se decidió en bajar.
Bajó lentamente cada escalón, pisando con firmeza, muy pendiente de que sus pies no se tropezaran lanzándolo de cabeza a una posible muerte. Sentía cómo aquella mujer, sentada en el mueble con las piernas cruzadas, le seguía con su mirada malévola. Thomas intentaba no hacer contacto visual, y se limitó a mirar al infinito mientras se acercaba.
—Mucho gusto. —La mujer estiró la mano hacia Thomas mientras hacía un esfuerzo por levantarse del sofá—. Soy Hanna, un placer conocerte…
—Thomas —consiguió responder, cortante como guillotina a papel. Estiró la mano por puro gesto de decencia y educación, para luego sentir un desagradable apretón por parte de la mujer.
Elizabeth miraba la escena sonriente. No parecía notar la tensión que ya empezaba a sentirse en el ambiente.
—¿Tienen hambre? —preguntó Elizabeth mientras colocaba la tarta que había traído Hanna sobre la mesa junto a todo lo demás.
Thomas y Hanna miraron al unísono la mesa repleta de comida. La imagen hizo babear a Thomas. En cambio, Hanna se limitó a sonreír.
—¡Yo sí que tengo hambre! —comentó Thomas con aire malcriado. Se posicionó en su puesto habitual de la mesa para mirar con ojos resplandecientes el pollo que aún humeaba.
—Bueno, a comer entonces. —Elizabeth lanzó una mirada disimulada de reproche sobre su hijo, quien ya empezaba a picar.
Al principio se dedicaron a comer nada más. Sin hablar.
Thomas veía su plato, lanzando cada tanto miradas fugaces a Hanna. Miradas que esta parecía captar haciendo caso omiso.
En una que Hanna se detuvo a beber algo de agua, la mujer aprovechó para romper el silencio.
—Thomas, ¿qué estudias? —inquirió.
Levantó levemente la mirada del plato para poder ver a la mujer a la cara, pero se detuvo a mitad del proceso, mirando a la nada como cuando se intenta escuchar algo en la lejanía. Volvió los ojos al plato.
El gesto de indiferencia le ganó un puntapié por parte de su madre por debajo de la mesa.
—Thomas, te hicieron una pregunta —reconvino Elizabeth con voz gruesa.
—Empiezo la secundaria este otoño —respondió Thomas sin mover la cabeza del plato.
—Me alegro. —Su respuesta mostraba una alegría hipócrita que Thomas estaba seguro su madre no había notado.
El silencio volvió a inundar la estancia. Esta vez no era por el simple hecho de que estuvieran muy ocupados masticando, sino que ahora aparecía una tensión que hacía un tanto incómoda la cena, como inyectada en el aire que respiraban.
Habían devorado ya la mitad del pollo. Thomas comía lo más rápido posible pero sin mostrarse como un animal frente a su madre. Sabía que mientras más pronto acabaran con la comida, más rápido se iría Hanna.
—Cuéntame, Hanna, ¿qué te trae a Valle Cristal? —indagó Elizabeth.
Hanna levantó la mirada del plato apenas oír la pregunta, soltó los cubiertos para limpiarse los labios con la servilleta y se decidió ahora a responder con tranquilidad:
—Hace un tiempo que no conseguía trabajo en Billyns. La ciudad se está sumando a una mala racha de desempleo que tiene a muchos en la calle. —Parecía decepcionada al hablar—. Al final logré dar con una compañía automotriz donde me ofrecieron trabajo en uno de sus concesionarios, aquí en Valle Cristal.
—No tenía ni idea de lo del desempleo en Billyns —comentó Elizabeth con cara de sorpresa.
—Sí, es bastante difícil. Por eso tuve que buscar otras opciones, y Valle Cristal me ofreció la oportunidad.
Elizabeth lanzó una mirada a la bandeja de pollo. Ya casi no quedaba.
—¿Qué tal la comida? —preguntó.
—¡Muy buena! Te felicito —exclamó Hanna. Aquello no sonó hipócrita a oídos de Thomas, pues de verdad que estaba deliciosa—.Yo como que mejor vengo a comer para esta casa más seguido.
Ambas mujeres rieron a carcajadas por el comentario. Aquello a Thomas no le generó nada más que pena; quizá llegara el día de su muerte y seguiría sin entender el sarcasmo absurdo e hipócrita de los adultos. No veía la hora de retirarse y encerrarse en su habitación hasta el día siguiente.
Terminaron de comer por fin. Elizabeth se paró para recoger los platos, regresando de la cocina con una botella de vino en una mano y dos copas de cristal en la otra. Destapó la botella, llenó las copas a la mitad, para acto seguido dedicarse a cortar la tarta de vainilla. «Seguro la envenenó», pensó Thomas, lanzado una mirada de reojo a Hanna.
—Un brindis por todas las cosas buenas que vendrán a tu vida en esta nueva etapa: trabajo, amigos y quién sabe qué más —discursó Elizabeth, alzando la copa a lo alto mientras hablaba.
—¡Que así sea! —exclamó Hanna, chocando copas para luego beberse un largo trago.
Toda la escena le generó a Thomas una incomodidad enfermiza. Creyó que vomitaría si seguía allí mucho más.
Elizabeth puso un buen trozo de tarta frente a cada uno. Thomas lo examinó con cuidado en busca de algo extraño, y no lo tocó hasta que Hanna le dio un mordisco a su pedazo. Esto le dio la tranquilidad de que quizá, no estaba envenenado.
—Está exquisita —alagó Hanna.
—¡Gracias! Aprendí a hacerla en un curso de dulces que hice hace algún tiempo. —Se detuvo un momento para añadir—: Poco antes de que muriera mi esposo.
Esto último generó incomodidad en todos los presentes. Thomas se mordía el labio con la mirada perdida en el postre. Su respiración se tornó forzada de pronto.
—¿Qué le sucedió a tu esposo?
Thomas soltó el pedazo de tarta que se llevaba a la boca. ¿Qué carajos le importaba a ella lo que le hubiera ocurrido a su padre?
—Hace alrededor de… —empezó Elizabeth.
—No te importa —sentenció Thomas, cortando las palabras de su madre.
Hanna frunció la nariz, extrañada y sorprendida, apoyando sobre la mesa la copa de vino.
—¿Disculpa? —preguntó Hanna, no porque no había escuchado, sino para asegurarse de lo que había oído.
—¡Thomas!
—¡LO QUE OÍSTE! —estalló Thomas—. ¡LO QUE LE PASÓ A MI PADRE NO TE IMPORTA!, ¡LOCA!
Thomas tomó lo primero que encontró. Su mano se cruzó con la copa de vino a medio beber de su madre. La lanzó con todas sus fuerzas en dirección a Hanna quién, por unos centímetros, consiguió esquivarla de milagro, para posteriormente explotar en mil pedazos al chocar contra la pared detrás de la mujer, dejando una amplia mancha morada sobre la pared y parte de la alfombra.
Consciente de lo que había hecho y en los problemas en los que estaba (recordó también el incidente del teléfono celular. Ya iban dos en un día, llevaba buena racha), consiguió levantarse de la mesa casi tropezándose, e inició su carrera por las escaleras. No le importó subir como un elefante los escalones, tampoco lo hizo haber lanzado la puerta de su habitación lo más fuerte posible, retumbando al chocar contra el marco. Y por último, mucho menos le importaron las lágrimas que dificultaban su visión, corriendo por sus mejillas y saltando al piso.
9
La lista de cosas que sentía era larga. Estaba sorprendida, anonadada, impactada, mareada y sobre todo, confundida, muy confundida. «¿Por qué?», era lo único que pasaba por su mente. Estaba enmudecida. Sentía que le habían cortado la lengua y no podría hablar el resto de su vida. ¿Era cierto lo que había sucedido? Quizá todo había sido un sueño y se despertaría pronto. Solo necesitaba un pellizco que la sacara de allí, pero sus brazos no tenían la fuerza suficiente siquiera para alzarse.
Tenía la mirada perdida en las escaleras por donde segundos antes había subido Thomas. Pero el problema no estaba en las escaleras, estaba detrás de ella. Consiguió girar sobre sí. Hanna seguía en su puesto con los ojos abiertos como platos. Casi parecía que fueran a salir de sus cuencas. Tenía la boca ligeramente abierta como quien ha presenciado la muerte de su personaje favorito en una película. Miró la mancha de vino sobre la pared. No le costaría mucho quitarla, lo que realmente le dolía era lo que había caído sobre la alfombra ocre que protegía el suelo bajo la mesa con su suave poliéster; sabía que no podría hacer nada para recuperarla.
¿Qué le podría decir a Hanna? ¿Qué explicación podría darle? Debía empezar por algo, pero primero debía recordar cómo hablar. Abrió la boca, pero de ella solo consiguió proferir un sonido ahogado ininteligible.
—C-casi m-me mata… —La voz de Hanna era un hilillo de voz que se perdía en el aire. No parpadeaba, no se movía. Su rostro había perdido cualquier matiz.
—Lo siento mucho —consiguió decir Elizabeth.
—¿Hice algo malo?
Elizabeth se detuvo entre sus enredados pensamientos en busca de una explicación; nada tenía sentido, la mujer solo había hecho una pregunta para cuando Thomas estalló.
—¡No! —exclamó apenada—, para nada. No entiendo por qué lo hizo, Thomas nunca se comporta así. Él…
Recordó el incidente del teléfono, justo ese mismo día. ¿Le estaría pasando algo a Thomas? Quizá debería considerar llevarlo a un psicólogo. Este pensamiento la hizo estremecerse al instantáneamente asociar el trabajo de estos profesionales con la locura de la gente. ¿Estaría loco su hijo? No… no podía ser cierto, se lo negaba a sí misma, pero lo ponía en duda al mismo tiempo.
—Yo creo que es hora de que me vaya a casa —comentó Hanna, poniéndose de pie—. ¡Oh, Dios, qué desastre! Déjame ayudarte a limpiar primero.
—No te preocupes. Ve a descansar, has tenido un largo día. —Mientras hablaba, Elizabeth buscaba una pala plástica y un cepillo—. ¡Qué pena! En serio, estas cosas nunca pasan. Yo…
Dejó las palabras allí, no podía añadir nada más.
Era la primera vez que veía a Thomas actuar de ese modo. Nunca se había mostrado así con nadie más, ni siquiera cuando estaba con Martha, a quien siempre había recibido con gran indiferencia.
Tras su insistencia, Elizabeth terminó aceptando la ayuda de Hanna. La copa había estallado en mil pedazos, así que fue una tarea más o menos tediosa. Pero juntas recogieron cuanto vidrio divisaron, y limpiaron la pared sin mayor problema. Al final se quedaron de pie, admirando la alfombra.
—No creo que salga —señaló Hanna.
—Qué lástima, me encantaba como se veía —comentó entristecida. Ayudada por Hanna, movieron la mesa de madera para retirar la alfombra a un lado hasta dejarla enrollada contra la pared. Elizabeth la miraba con angustia.
Era bastante tarde para cuando dejaron todo como estaba (o en parte). Elizabeth acompañó a la mujer hasta la puerta. La noche se mostraba solitaria, salpicada de estrellas seguidas por una fría brisa que podría helar a cualquiera tras mucho tiempo de exposición.
—Nuevamente, lo siento mucho —dijo Elizabeth con la cabeza gacha—. Espero perdones a mi hijo, prometo que recibirá su debido castigo.
—No te preocupes —respondió Hanna, casi cortando sus palabras. Consiguió esbozar una sonrisa cansina—. Todo está bien.
Un segundo de silencio se interpuso entre ambas.
—Por cierto, mañana necesito comprar un par de cosas. —La alfombra estaba metida en ese paquete de cosas por comprar—. Puesto que eres nueva en la ciudad, quisiera preguntarte si te gustaría acompañarme al Parque Azul. Es un centro comercial, de los mejores en la ciudad.
—No sé, Elizabeth. Tendría que pensarlo.
—Te invito a un almuerzo allá, como forma de disculpa.
—Oh —sonrió Hanna. A pesar de que se le notaba a leguas el cansancio que cargaba encima, la mujer se mostró interesada al escuchar la propuesta de Elizabeth—. Sí, claro. Yo te acompaño.
—Bien, ¡nos vemos entonces!
—¡Seguro! Que pasen buenas noches —se despidió Hanna, encaminándose de vuelta a su nuevo hogar.
—Buenas noches —concluyó Elizabeth cerrando la puerta con llave.
Ya acostada sobre su cama, sentía la fuerza de la gravedad como un gran saco de cemento que aplastaba cada uno de sus cansados músculos. Quería dormir, que la noche pasara lo más rápido posible. Decían que al amanecer los remordimientos del día se olvidaban; si así era, pues quería sumergirse en un profundo sueño que no lograba conciliar. Su mente, que era un revoltillo de pensamientos, no se lo permitía.
Extendió sus extremidades a lo largo y ancho de la cama. Sus huesos crujieron, proporcionándole una sensación de alivio pasajero.
Qué grande le parecía aquel colchón que sostenía su cuerpo. El frío espacio junto a ella, que en otro momento suponía una fuente de calor especial, se había esfumado de su vida para siempre.
«Qué difícil es todo», pensó Elizabeth, quien entre lágrimas, se perdió en las garras del sueño. Pero lo que no sabía, es que lo realmente difícil solo estaba por empezar.