La casa decía por fuera «boarding home», pero yo sabía que sería mi tumba. Era uno de esos refugios marginales a donde va la gente desahuciada por la vida. Locos en su mayoría. Aunque, a veces, hay también viejos dejados por sus familias para que mueran de soledad y no jodan la vida de los triunfadores.

—Aquí estarás bien —dice mi tía, sentada al volante de su Chevrolet último modelo—. Comprenderás que ya nada más se puede hacer.

Entiendo. Casi estoy por agradecerle que me haya encontrado este tugurio para seguir viviendo y no tener que dormir por ahí, en bancos y parques, lleno de costras de mugre y cargado de bultos de ropa.

—Ya nada más se puede hacer.

La entiendo. He estado ingresado en más de tres salas de locos desde que estoy aquí, en la ciudad de Miami, a donde llegué hace seis meses huyendo de la cultura, la música, la literatura, la televisión, los eventos deportivos, la historia y la filosofía de la isla de Cuba. No soy un exilado político. Soy un exilado total. A veces pienso que si hubiera nacido en Brasil, España, Venezuela o Escandinavia, hubiera salido huyendo también de sus calles, puertos y praderas.

—Aquí estarás bien —dice mi tía.

La miro. Me mira duro. No hay piedad en sus ojos secos. Bajamos. La casa decía «boarding home». Es una de esas casas que recogen la escoria de la vida. Seres de ojos vacíos, mejillas secas, bocas desdentadas, cuerpos sucios. Creo que sólo aquí, en los Estados Unidos, hay semejantes lugares. Se les conoce también con el nombre de homes, a secas. No son casas del gobierno. Son casas particulares que cualquiera puede abrir siempre que saque una licencia estatal y pase un curso de paramédico.

—...un negocio como otro cualquiera —me va explicando mi tía—. Un negocio como una funeraria, una óptica, una tienda de ropa. Aquí pagarás trescientos pesos.

Abrimos la puerta. Allí estaban todos. René y Pepe, los dos retardados mentales; Hilda, la vieja decrépita que se orina continuamente en sus vestidos; Pino, un hombre gris y silencioso que sólo hace que mira al horizonte con semblante duro; Reyes, un viejo tuerto, cuyo ojo de cristal supura continuamente un agua amarilla; Ida, la gran dama venida a menos; Louie, un yanki fuerte de piel cetrina, que aúlla constantemente como un lobo enloquecido; Pedro, un indio viejo, quizás peruano, testigo silencioso de la maldad del mundo; Tato, el homosexual; Napoleón, el enano; y Castaño, un viejo de noventa años que sólo sabe gritar: «¡Quiero morir! ¡Quiero morir! ¡Quiero morir!».

—Aquí estarás bien —dice mi tía—. Estarás entre latinos.

Avanzamos. El señor Curbelo, dueño de la Casa, nos está esperando en su buró. ¿Me dio asco desde el principio? No lo sé. Era gordo y fofo, y vestía con un ridículo atuendo deportivo rematado por una juvenil gorrita de pelotero.

—¿Éste es el hombre? —pregunta a mi tía con una sonrisa.

—Este es —responde ella.

—Aquí estará bien —dice Curbelo—, vivirá como en familia.

Mira el libro que llevo debajo del brazo y pregunta:

—¿Te gusta leer?

Mi tía responde:

—No sólo eso. Es un escritor.

—¡Ah! —dice Curbelo falsamente asombrado—. ¿Y qué escribes?

—Mierdas —digo suavemente.

—¿Trajo las medicinas? —pregunta entonces Curbelo.

Mi tía las busca en su cartera.

—Sí —dice—, Melleril. Cien miligramos. Debe tomar cuatro al día.

—Bien —dice el señor Curbelo con semblante satisfecho—. Ya lo puede dejar. Lo otro es asunto nuestro.

Mi tía vuelve a mirarme a los ojos. Creo ver, esta vez, un asomo de piedad.

—Aquí estarás bien —asegura—. Ya nada más se puede hacer.

Mi nombre es William Figueras, y a los quince años me había leído al gran Proust, a Hesse, a Joyce, a Miller, a Mann. Ellos fueron para mí como los santos para un devoto cristiano. Hace veinte años terminé una novela en Cuba que contaba la historia de un romance. Era la historia de amor entre un comunista y una burguesa, y acababa con el suicidio de ambos. La novela nunca se publicó y mi romance nunca fue conocido por el gran público. Los especialistas literarios del gobierno dijeron que mi novela era morbosa, pornográfica, y también irreverente, pues trataba al Partido Comunista con dureza. Luego me volví loco. Empecé a ver diablos en las paredes, comencé a oír voces que me insultaban, y dejé de escribir. Lo que me salía era espuma de perro rabioso. Un día, creyendo que un cambio de país me salvaría de la locura, salí de Cuba y llegué al gran país americano. Aquí me esperaban unos parientes que nada sabían de mi vida, y que después de veinte años de separación ya ni me conocían. Creyeron que llegaría un futuro triunfador, un futuro comerciante, un futuro playboy; un futuro padre de familia que tendría una futura casa llena de hijos, y que iría los fines de semana a la playa y correría buenos carros y vestiría ropas de marca Jean Marc y Pierre Cardin; y lo que apareció en el aeropuerto el día de mi llegada fue un tipo enloquecido, casi sin dientes, flaco y asustado, al que hubo que ingresar ese mismo día en una sala psiquiátrica porque miraba con recelo a toda la familia y en vez de abrazarlos y besarlos los insultó. Sé que fue un gran chasco para todos. Especialmente para mi tía que esperaba una gran cosa. Y lo que llegó fui yo. Una vergüenza. Una mancha terrible en esta buena familia de pequeños burgueses cubanos, de dientes sanos y uñas pulidas, piel rozagante, vestidos a la moda, ataviados con gruesas cadenas de oro, y poseedores de magníficos autos de último tipo y casas de amplios cuartos con aire acondicionado y calefacción, donde no falta nada en la despensa. Ese día (el de mi llegada), sé que se miraron todos con vergüenza, hicieron algún comentario mordaz, y salieron en sus autos del aeropuerto con la idea de no verme jamás. Y hasta el sol de hoy. La única que se mantuvo fiel a los lazos familiares fue esta tía Clotilde, que decidió hacerse cargo de mí, y me mantuvo durante tres meses en su casa. Hasta el día en que, aconsejada por otros familiares y amigos, decidió meterme en el boarding home; la casa de los escombros humanos.

—Porque comprenderás que nada más se puede hacer.

La entiendo.

Este boarding home fue, originalmente, una casa de seis cuartos. Quizás viviera en ella, al inicio, una de esas típicas familias americanas que salieron huyendo de Miami cuando empezaron a llegar los cubanos huidos del comunismo. Ahora el boarding home tiene doce cuartos pequeñísimos, y en cada cuarto hay dos camas. Cuenta, también, con un televisor viejísimo, que siempre está descompuesto, y una especie de salón de estar con veinte sillas duras y destartaladas. Hay tres baños, pero uno de ellos (el mejor) es del jefe, el señor Curbelo. Los otros dos tienen siempre los inodoros tupidos, pues algunos de los huéspedes meten en ellos camisas viejas, sábanas, cortinas y otros artículos de tela que usan para limpiarse el trasero. El señor Curbelo no da papel higiénico. Aunque por ley debía darlo. Hay un comedor, afuera de la casa, que atiende una mulata cubana, llena de collares y brazaletes religiosos, que se llama Caridad. Pero ella no cocina. Si ella cocinara, el señor Curbelo tendría que pagarle treinta dólares más a la semana. Y eso es algo que el señor Curbelo nunca hará. De modo que el mismo Curbelo, con su carota de burgués, es el que hace el potaje todos los días. Lo cocina de la manera más sencilla; cogiendo con la mano un puñado de chícharos o lentejas y metiéndolos (¡plaf!) en una olla a presión. Quizás le echa un poco de ¿yo en polvo. Lo otro, el arroz y el plato fuerte, viene de una cantina a domicilio llamada «Sazón», cuyos dueños, como saben que se trata de una casa de locos, escogen lo peor del repertorio y lo mandan de cualquier manera en dos grandes cazuelas grasientas. Debían enviar comida para veintitrés, pero sólo mandan comida para once. El señor Curbelo considera que es bastante. Y nadie protesta. Pero el día que alguien protesta, el señor Curbelo, sin mirarlo, le dice: «¿No te gusta? Pues si no te gusta ¡vete!». Pero... ¿quién se va a ir? La calle es dura. Aun para los locos que tienen los sesos en la luna. Y el señor Curbelo lo sabe y vuelve a decir: «¡Vete, rápido!». Pero nadie se va. El protestón baja los ojos, retoma la cuchara y vuelve a tragar en silencio sus lentejas crudas.

Porque en el boarding home nadie tiene a nadie. La vieja Ida tiene dos hijos en Massachusetts que no quieren saber de ella. El silencioso Pino está solo y sin conocidos en este enorme país. René y Pepe, los dos retrasados mentales, no podrían jamás vivir con sus hastiados familiares. Reyes, el viejo tuerto, tiene una hija en Newport que no lo ve hace quince años. Hilda, la vieja con cistitis, no sabe ni siquiera cuál es su apellido. Yo tengo una tía... pero «ya nada más se puede hacer». El señor Curbelo sabe todo esto. Lo sabe bien. Por eso está tan seguro de que nadie se irá del boarding home y de que él seguirá recibiendo los cheques de trescientos catorce dólares que el gobierno americano envía a cada uno de los locos de su hospicio. Son veintitrés locos; siete mil doscientos veintidós pesos. Más otros tres mil pesos que le llegan de no sé cuál ayuda suplementaria, son diez mil doscientos veintidós pesos al mes. Por eso el señor Curbelo tiene una casa en Coral Gables con todas las de la ley y una finca con caballos de raza. Y por eso se dedica los fines de semana al elegante deporte de la pesca submarina. Por eso sus hijos salen retratados el día de su cumpleaños en el periódico local, y él va a fiestas de sociedad vestido de frac y corbata de lazo. Ahora que mi tía se ha marchado, su mirada, antes cálida, me escruta con fría indiferencia.

—Ven —dice luego con sequedad. Y me lleva por un pasillo estrecho hasta un cuarto, el número cuatro, donde duerme otro loco cuyo ronquido recuerda el ruido de una sierra eléctrica.

—Esta es tu cama —dice, sin mirarme—. Esta es tu toalla —y señala una toalla raída y llena de manchas amarillas—. Éste es tu closet, y éste tu jabón —y saca la mitad de un jabón blanco del bolsillo y me lo entrega. No habla más. Mira su reloj, comprende que es tarde y sale del cuarto cerrando la puerta. Entonces pongo la maleta en el suelo, acomodo mi pequeño televisor sobre un armario, abro completamente la ventana y me siento en la cama que me han asignado con el libro de poetas ingleses entre mis manos. Lo abro al azar. Es un poema de Coleridge:

¡Ay!, de esos diablos que así te persiguen

Viejo Marino, te proteja Dios.

¿Por qué me miras así? Con mi ballesta.

Yo di muerte a Albatros...

La puerta del cuarto se abre de pronto y entra un sujeto robusto, de piel sucia como el agua de un charco. Trae una lata de cerveza en la mano y bebe de ella repetidas veces sin dejar de mirarme por el rabo del ojo.

—¿Tú eres el nuevo? —pregunta después.

—Sí.

—Yo soy Arsenio, el que cuida esto cuando Curbelo se va.

—Bien.

Mira mi maleta, mis libros, y su vista se detiene en mi pequeño televisor en blanco y negro.

—¿Funciona?

—Sí.

—¿Cuánto te costó?

—Sesenta pesos.

Bebe otra vez, sin dejar de mirar mi televisor con el rabo del ojo. Luego dice:

—¿Vas a comer?

—Sí.

—Pues anda. La comida ya está.

Da la vuelta y sale del cuarto, siempre bebiendo de su lata. No tengo hambre, pero debo comer. Peso solamente ciento quince libras, y mi cabeza suele darme vueltas de debilidad. La gente por la calle me grita a veces: «¡Lombriz!». Tiro el libro de poetas ingleses sobre la cama y me abotono la camisa. El pantalón me baila en la cadera. Debo comer.

Salgo hacia el comedor.

La señora Caridad, encargada de repartir la comida de los locos, me señala al llegar el único lugar disponible. Es un asiento al lado de Reyes, el viejo tuerto; Hilda, la anciana decrépita cuyas ropas hieden a orín, y Pepe, el más viejo de los dos retrasados mentales. Se le llama a esta mesa «la mesa de los intocables», pues nadie los quiere tener al lado a la hora de comer. Reyes come con las manos, y su enorme ojo de vidrio, grande como un ojo de tiburón, supura a todas horas un humor acuoso que le cae hasta el mentón como una gran lágrima amarilla. Hilda también come con las manos y lo hace reclinada en la silla, como una marquesa que comiera manjares, de modo que la mitad de la comida cae sobre sus ropas. Pepe, el retardado, come con una enorme cuchara que parece una pala de albañil; mastica lenta y ruidosamente con sus mandíbulas sin dientes, y toda su cara, hasta los ojos botados y enormes, está impregnada de chícharos y arroz. Me llevo la primera cucharada a la boca y la mastico con lentitud. Mastico una y tres veces, y luego comprendo que no puedo tragar. Escupo todo sobre el plato, y salgo de allí. Cuando llego a mi cuarto, veo que me falta el televisor. Lo busco en mi closet y debayo de la cama, pero no está. Salgo en busca del señor Curbelo, pero el que está sentado ahora en su buró es Arsenio, el segundo encargado. Bebe un trago de su lata de cerveza y me informa:

—Curbelo no está. ¿Qué pasó?

—Me han robado el televisor.

—Tsch, tsch, tsch —mueve la cabeza con desconsuelo—. Ese fue Louie —dice después—. El es el ladrón.

—¿Dónde está Louie?

—En el cuarto número tres.

Voy hasta el cuarto número tres, y encuentro allí al americano Louie que aúlla como un lobo cuando me ve entrar.

—¿T.V.? —digo.

—Go to hell! —exclama enfurecido. Aúlla de nuevo. Se abalanza sobre mí y me saca a empujones de su cuarto. Luego cierra la puerta de un tremendo tirón.

Miro a Arsenio. Sonríe. Pero lo oculta rápidamente tapándose la cara con una lata de cerveza.

—¿Un trago? —pregunta, tendiéndome la lata.

—Gracias; no bebo. ¿Cuándo vendrá el señor Curbelo?

—Mañana.

Bien. Nada más se puede hacer. Regreso a mi cuarto y me dejo caer sobre la cama con pesadez. La almohada apesta a sudor viejo. Sudor de otros locos que han pasado por aquí y se han deshidratado entre estas cuatro paredes. La tiro lejos de mí. Mañana pediré una sábana limpia, una almohada nueva, y un pestillo para ponerlo en la puerta y que nadie entre sin pedir permiso. Miro al techo. Es un techo azul, descascarado, recorrido por minúsculas cucarachas carmelitas. Bien. Este es mi final. El último punto a donde pude llegar. Después de este boarding home ya no hay más nada. La calle y nada más. La puerta se abre de nuevo. Es Hilda, la vieja decrépita que se orina en las ropas. Viene buscando un cigarro. Se lo doy. Me mira con ojos bondadosos. Advierto, detrás de ese rostro horripilante, una cierta belleza del ayer. Tiene una voz sumamente dulce. Con ella narra su historia. Nunca se ha casado; dice. Es virgen. Tiene, dice, dieciocho años. Está buscando un caballero formal para unirse a él. Pero ¡un caballero!, no cualquier cosa.

—Usted tiene los ojos bonitos —me dice con dulzura.

—Gracias.

—No hay de qué.

Dormí un poco. Soñé que estaba en un pueblo de provincias, allá en Cuba, y que en todo el pueblo no había un alma. Las puertas y las ventanas estaban abiertas de par en par, y a través de ellas se veían camas de hierro cubiertas con sábanas blancas muy limpias y bien tendidas. Las calles eran largas y silenciosas, y todas las casas eran de madera. Yo recorría angustiado aquel pueblo buscando alguna persona para conversar. Pero no había nadie. Sólo casas abiertas, camas blancas y un silencio total. No había una pizca de vida.

Desperté bañado en sudor. En la cama de al lado, el loco que roncaba como una sierra está ahora despierto y se pone un pantalón.

—Voy a trabajar —me dice—. Trabajo toda la noche en una pizzería y me pagan seis pesos. También me dan pizza y cocacola.

Se pone la camisa y se calza los zapatos.

—Yo soy un esclavo antiguo —dice—. Soy un hombre renacido. Yo, antes de esta vida, fui un judío que vivió en tiempo de los césares.

Sale dando un portazo. Miro a la calle a través de la ventana. Serán las doce de la noche. Me levanto de la cama y me dirijo a la sala, a tomar el fresco. Al pasar frente al cuarto de Arsenio, el encargado del hospicio, escucho un forcejeo de cuerpos y luego el ruido de una bofetada. Sigo mi camino y me siento en un butacón desvencijado que hiede a sudor viejo. Prendo un cigarro y echo la cabeza hacia atrás, recordando, todavía con miedo, el sueño que acabo de tener. Aquellas camas blancas y bien tendidas, aquellas casas solitarias abiertas de par en par, y yo, el único ser vivo en todo el pueblo. Entonces veo que alguien sale dando tumbos del cuarto de Arsenio, el encargado. Es Hilda, la vieja decrépita. Está desnuda. Detrás sale Arsenio, desnudo también. No me han visto.

—Ven —le dice a Hilda con voz de borracho.

—No —responde ésta—. Eso me duele.

—Ven; te voy a dar un cigarrito —dice Arsenio.

—No. ¡Me duele!

Doy una chupada a mi cigarro y Arsenio me descubre entre las sombras.

—¿Quién está ahí?

—Yo.

—¿Quién es yo?

—El nuevo.

Murmura algo, disgustado, y vuelve a meterse en su cuarto. Hilda viene hasta mí. Un rayo de luz, procedente de un poste eléctrico, baña su cuerpo desnudo. Es un cuerpo lleno de pellejos y huecos profundos.

—¿Tienes un cigarrito? —dice con voz dulce.

Se lo doy.

—A mí no me gusta que me la metan por detrás —dice—.

Y ése, ¡ese desgraciado! —y señala el cuarto de Arsenio—, nada más quiere hacerlo que por ahí.

Se va.

Vuelvo a recostar la cabeza en el respaldar del butacón. Pienso en Coleridge, el autor de Kubla Kan,, a quien el desencanto de la Revolución Francesa provocó la ruina y la esterilidad como poeta. Pero pronto mis pensamientos se cortan. El boarding home se estremece con un aullido largo y aterrador. Aparece en la sala Louie, el americano, con el rostro desfigurado por la cólera.

—Fuck your ass! —grita en dirección a la calle, donde no hay nadie a estas horas—. Fuck your ass! Fuck your ass!

Da un golpe con el puño sobre un espejo de la pared, y éste cae al suelo hecho pedazos. Arsenio, el encargado, dice con voz aburrida desde su cama:

—Louie.. you cama nao. You pastilla tomorrow. You no jodas más.

Y Louie desaparece entre las sombras.

Arsenio es el verdadero jefe del boarding home. El señor Curbelo, aunque viene todos los días (menos sábado y domingo), sólo está aquí tres horas y después se va. Hace el potaje, prepara las pastillas del día, escribe algo desconocido en una gruesa libreta, y luego se va. Arsenio está aquí las veinticuatro horas, sin salir, sin ir siquiera a la esquina por cigarros. Cuando necesita fumar, le pide a algún loco que vaya a la bodega. Cuando tiene hambre, manda a buscar comida a la fonda de la esquina a Pino, que es su loco mandadero. También manda por cerveza, mucha cerveza, pues Arsenio se pasa todo el día completamente borracho. Sus amigos le llaman Budweiser, que es la marca de cerveza que más toma. Cuando bebe, sus ojos se hacen más malignos, su voz se toma (¡aún!) más torpe, y sus ademanes más toscos e insolentes. Entonces le da patadas a Reyes, el tuerto; abre las gavetas de cualquiera en busca de dinero, y se pasea por todo el boarding home con un cuchillo afilado a la cintura. A veces, toma este cuchillo, se lo da a René, el retardado, y le dice señalando a Reyes, el tuerto: «¡Méteselo!». Y explica bien: «Méteselo por el cuello, que es la parte más blandita». René, el retardado, toma el cuchillo con la mano torpe y avanza sobre el viejo tuerto. Pero aunque da cuchilladas ciegas, nunca lo penetra, pues no tiene fuerzas para ello. Arsenio lo sienta entonces en la mesa; trae una lata de cerveza vacía, y hunde el cuchillo en esta lata. «¡Así se dan las puñaladas!»; le explica a René. «¡Así, así, así!» y da de puñaladas a la lata hasta que la llena de agujeros. Entonces se vuelve a poner el cuchillo en la cintura, da una salvaje patada en el trasero del viejo tuerto, y vuelve a sentarse en el buró del señor Curbelo a tomar nuevas cervezas. «¡Hilda!» —llama después—. Y viene Hilda, la vieja decrépita que apesta a orín. Arsenio le toca el sexo por encima de la ropa y le dice: «¡Lávatelo hoy!».

—¡Fuera, hombre! —protesta Hilda indignada. Y Arsenio se echa a reír. Su boca también está llena de dientes podridos, como todas las bocas del boarding home. Y su torso, cuadrado y sudoroso, está rajado por una cicatriz que le va del pecho hasta el ombligo. Es una puñalada que le dieron en la cárcel, cinco años atrás, cuando cumplía una condena por ladrón. El señor Curbelo le paga setenta pesos semanales. Pero Arsenio está contento. No tiene familia, no tiene oficio, no tiene aspiraciones en la vida, y aquí en el boarding home, es todo un jefe. Por primera vez en su vida Arsenio se siente completo en un lugar. Además, sabe que Curbelo nunca lo botará. «Yo soy todo para él», suele exclamar. «Nunca encontrará a otro como yo.» Y es verdad. Por setenta pesos a la semana Curbelo no encontrará en todos los Estados Unidos otro secretario como Arsenio. No lo encontrará.

Desperté. Me quedé dormido en el butacón desvencijado y me desperté a eso de las siete. Soñé que estaba amarrado a una roca y que mis uñas eran largas y amarillas como las de un faquir. En mi sueño, aunque estaba amarrado por el castigo de los hombres, yo tenía un enorme poder sobre los animales del mundo. «¡Pulpos! —gritaba yo—, tráiganme una concha marina en cuya superficie esté grabada la Estatua de la Libertad.» Y los pulpos, enormes y cartilaginosos, se afanaban con sus tentáculos en buscar esta concha entre millones y millones de conchas que hay en el mar. Luego la encontraban, la subían penosamente hacia esa roca donde yo estaba cautivo, y me la entregaban con gran respeto y humildad. Yo miraba la concha, soltaba una carcajada, y la botaba al vacío con inmenso desdén. Los pulpos lloraban gruesos lagrimones cristalinos por mi crueldad. Pero yo reía con el llanto de los pulpos, y gritaba con voz terrible: «Tráiganme otra igual».

Son las ocho de la mañana. Arsenio no se ha despertado para dar el desayuno. Los locos se apiñan hambrientos en la sala del televisor.

—¡Senio...! —grita Pepe, el retrasado—. ¡Tayuno! ¡Tayuno! ¿Cuándo va a dar tayuno?

Pero Arsenio, aún borracho, sigue en su cuarto roncando boca arriba. Uno de los locos pone el televisor. Sale un predicador hablando de Dios. Dice que estuvo en Jerusalén. Que vio la huerta de Getsemaní. Salen por la televisión fotos de estos lugares donde anduvo Dios. Sale el río Jordán, cuyas aguas limpias y mansas, dice el predicador que son imposibles de olvidar. «He estado allí», dice el predicador. «He respirado, dos mil años después, la presencia de Jesús.» Y el predicador llora. Su voz se hace dolorida. «¡Aleluya!», dice. El loco cambia de canal. Pone, esta vez, el canal latino. Se trata ahora de un comentarista cubano que habla de política internacional.

«Estados Unidos debe ponerse duro», dice. «El comunismo se ha infiltrado en esta sociedad. Está en las universidades, en los periódicos, en la intelectualidad. Debemos volver a los grandes años de Eisenhower.»

—¡Eso! —dice a mi lado un loco llamado Eddy—. Estados Unidos debe llenarse de cojones y arrasar. Lo primero que tiene que caer es México, que está lleno de comunistas. Después Panamá. Y luego Nicaragua. Y donde quiera que haya un comunista, hay que colgarlo de los cojones. A mí los comunistas me lo quitaron todo. ¡Todo!

—¿Qué te quitaron, Eddy? —pregunta Ida, la gran dama venida a menos.

Eddy responde:

—Me quitaron treinta caballerías de tierra sembrada de mangos, cañas, cocos... ¡Todo!

—A mi marido le quitaron un hotel y seis casas en La Habana —dice Ida—. ¡Ah!, y tres boticas y una fábrica de medias y un restorán.

—¡Son unos hijos de puta! —dice Eddy—. Por eso los Estados Unidos deben arrasar. Meter cinco o seis bombas atómicas. ¡Arrasar!

Eddy comienza a temblar.

—¡Arrasar! —dice—. ¡Arrasar!

Tiembla mucho. Tiembla tanto que se cae de la silla y sigue temblando en el piso.

—¡Arrasar! —dice, desde ahí.

Ida grita:

—¡Arsenio!, Eddy tiene un ataque.

Pero Arsenio no responde. Entonces Pino, el loco silencioso, va hasta el lavamanos y regresa con un vaso de agua que tira sobre la cabeza de Eddy.

—Ya está bien —dice Ida—. Ya está bien. Quiten ese televisor.

Lo quitan. Me levanto. Voy al baño a orinar. El inodoro está tupido por una sábana que han metido dentro. Orino sobre la sábana. Luego me lavo la cara con una pastilla de jabón que encuentro sobre el lavabo. Me voy a secar al cuarto. En el cuarto, el loco que trabaja en una pizzería por las noches está contando su dinero.

—Gané seis pesos —dice, guardando sus ganancias en una cartera—. También me dieron pizza y cocacola.

—Me alegro —digo, secándome con la toalla.

Entonces la puerta se abre bruscamente y aparece Arsenio. Se acaba de levantar. Su pelo de alambre está erizado y sus ojos están sucios y abultados.

—Oye —dice al loco—, dame tres pesos.

—¿Por qué?

—No te preocupes. Ya te pagaré.

—Tú nunca pagas —protesta el loco con voz infantil—. Tú sólo coges y coges y nunca pagas.

—Dame tres pesos —vuelve a decir Arsenio.

—No.

Arsenio va hasta él, lo coge por el cuello con una mano y con la mano libre le registra los bolsillos. Da con la cartera. Saca cuatro pesos y tira los otros dos sobre la cama. Luego se vuelve hacia mí y me dice:

—Todo lo que ves aquí, si tú quieres, díselo a Curbelo. Que yo apuesto diez a uno a que gano yo.

Sale del cuarto sin cerrar la puerta, y grita desde el pasillo:

—¡Desayuno!

Y los locos salen en tropel detrás de él, rumbo a las mesas del comedor.

Entonces el loco que trabaja en la pizzería coge los dos pesos que le han quedado. Sonríe y exclama alegremente:

—¡Desayuno! ¡Qué bueno! Con el hambre que tengo.

Sale también. Yo termino de secarme la cara. Me miro en el espejo lleno de nubes grises que hay en el cuarto. Quince años atrás era lindo. Tenía mujeres. Paseaba mi cara con arrogancia por el mundo. Hoy..., hoy...

Cojo el libro de poetas ingleses y salgo a desayunar.

Arsenio reparte el desayuno. Es leche fría. Los locos se quejan de que no hay corn flakes.

—Díganselo a Curbelo —dice Arsenio con indiferencia. Luego toma con desgano el botellón de leche y va llenando los vasos con desidia. La mitad de la leche cae al suelo. Cojo mi vaso, y allí mismo, de pie, apuro la leche de un tirón. Salgo del comedor. Entro de nuevo en la casa grande y vuelvo a sentarme en el butacón destartalado. Pero antes enciendo el televisor. Sale un cantante famoso, a quien llaman El Puma, adorado por las mujeres de Miami. El Puma mueve la cintura. Canta: «Viva, viva, viva la liberación». Las mujeres del público deliran. Comienzan a tirarle flores. El Puma mueve más las caderas: «Viva, viva, viva la liberación». Es El Puma, uno de los hombres que hacen temblar a las mujeres de Miami. Esas mismas que, cuando yo paso, ni se dignan a mirarme, y si lo hacen, es para aguantar más fuerte sus carteras y apretar el paso con temor. Helo aquí: El Puma. No sabe quién es Joyce ni le interesa. Jamás leerá a Coleridge ni lo necesita. Nunca estudiará El 18 Brumario de Carlos Marx. Jamás abrazará desesperadamente una ideología y luego se sentirá traicionado por ella. Nunca su corazón hará crack ante una idea en la que se creyó firme, desesperadamente. Ni sabrá quiénes fueron Lunacharsky, Bulganin, Trotsky, Kameneev o Zinoviev. Nunca experimentará el júbilo de ser miembro de una revolución, y luego la angustia de ser devorado por ella. Nunca sabrá lo que es La Maquinaria. Nunca lo sabrá.

De repente, hay una gran algarabía en el portal. Las mesas caen, las sillas crujen, las paredes de tela metálica se estremecen como si un elefante enloquecido chocara contra ellas. Corro allá. Son Pepe y René, los dos retrasados mentales, que pelean por un pedazo de pan untado con mantequilla de maní. Es un duelo prehistórico. Es la pelea de un dinosaurio contra un mamut. Los brazos de Pepe, enormes y torpes como los tentáculos de un pulpo, descargan golpes ciegos sobre el cuerpo de René. Este usa sus uñas, grandes como garras de cernícalo, y las hunde en la cara de su adversario. Caen al suelo abrazados por el cuello, soltando espumarajos por la boca y flemas de sangre por la nariz. Nadie interviene. Pino, el silencioso, sigue mirando al horizonte sin pestañear. Hilda, la vieja decrépita, busca en el suelo colillas de cigarros. Reyes, el tuerto, sorbe lentamente un vaso de agua, paladeando cada trago como si se tratara de un jaibol. Louie, el americano, hojea una revista de los testigos de Jehová donde se habla del paraíso que vendrá cuando llegue la hora. Arsenio, desde la cocina, observa la pelea y fuma con tranquilidad. Vuelvo a mi asiento. Abro el libro de poetas ingleses. Es un poema de Lord Byron:

Mi vida es una fronda amarillenta

Donde no existen ya los frutos del amor.

Solamente el dolor, ese gusano que roe,

permanece a mi lado.

No leo más. Reclino la cabeza en el butacón y cierro los ojos.

El señor Curbelo llegó a las diez de la mañana en su pequeño automóvil gris. Venía contento. La mulata Caridad, que reparte la comida a los locos, para congraciarse con él, le celebra lo joven y airoso que se ve hoy.

—Es que he ganado un buen cuarto lugar —dice el señor Curbelo.

Y explica después:

—En pesca submarina. He ganado un cuarto lugar. Cogí dos cazones de cuarenta libras cada uno.

—¡Ah! —sonríe la mulata Caridad.

El señor Curbelo entra en el boarding home. Inmediatamente todos los locos van hacia él para pedirle cigarros. El señor Curbelo saca una cajetilla de Pall Mall y reparte cigarrillos a los locos. No mira a ninguno. Reparte cigarros rápido, con impaciencia, con la misma irritación con que Arsenio reparte la leche por las mañanas. Los locos fuman por primera vez en el día. El señor Curbelo compra una caja de cigarros diaria y la reparte todas las mañanas al llegar. ¿Por bueno? Nada de eso. Según una ley del gobierno americano, el señor Curbelo debe dar todos los meses a cada loco treinta y ocho pesos para cigarros y otras menudencias. Pero no los da. En lugar de eso, compra diariamente una caja. de cigarros para todos, cosa de que los locos no lleguen al último extremo de desesperación. El señor Curbelo roba de este modo a los locos más de setecientos pesos mensuales. Pero los locos, aunque lo saben, son incapaces de reclamar su dinero. La calle es dura...

—Señor Curbelo —digo, acercándome a él.

—Ahora no te puedo atender —dice, abriendo el armario de las medicinas.

—Es que me han robado un televisor —digo.

Me ignora. Abre una gaveta del armario y saca docenas de pomos de pastillas que pone sobre el buró. Busca las mías. Melleril, cien miligramos. Coge una.

—Abre la boca —dice.

La abro. Tira la pastilla dentro de ella.

—Traga —dice.

Arsenio me mira tragar. Sonríe. Pero cuando lo miro fijamente esconde la sonrisa llevándose un cigarrillo a la boca. No hace falta averiguar más. Sé perfectamente que fue el mismo Arsenio quien robó mi televisor. Comprendo que de nada valdrá quejarme ante Curbelo. El culpable nunca aparecerá. Doy media vuelta y salgo hacia el portal. Llego en el momento en que Reyes, el viejo tuerto, saca su pene pequeño y arrugado y comienza a orinar en el suelo. Eddy, el locó versado en política internacional, se levanta de su asiento, va hasta él, y le propina un piñazo brutal en las costillas.

—¡Asqueroso! —dice Eddy—. Un día te voy a matar.

El viejo tuerto retrocede. Tiembla, pero no deja de orinar. Luego, sin guardarse el pene, se deja caer en una silla y coge del suelo un vaso de agua. Bebe, paladeando el agua como si se tratara de un martini.

—¡Ah! —exclama satisfecho.

Salgo del portal. Voy a la calle, donde están los triunfadores. La calle, llena de autos grandes y veloces, con las ventanas cerradas por gruesos cristales ahumados para que los vagabundos como yo no puedan fisgonear. Al pasar junto a un café, oigo que me gritan:

—¡Loco!

Me vuelvo con rapidez. Pero nadie me está mirando. Los clientes beben en silencio sus refrescos, compran cigarros, hojean el periódico. Comprendo que es la voz que oigo desde hace quince años. La perra voz que me insulta sin cesar. La voz que viene de un lugar desconocido, pero muy cercano. La voz. Avanzo. ¿Hacia el norte? ¿El sur? ¡Qué más da! Avanzo. Y al avanzar veo mi cuerpo reflejado en las vidrieras de los comercios. Mi cuerpo enteco. Mi boca estropeada. Mi ropa sucia y elemental. Avanzo. En una esquina hay dos mujeres testigos de Jehová que venden la revista Despertar. Abordan a todo el mundo, pero a mí me dejan pasar sin dirigirme la palabra. El Reino no se hizo para los desarrapados como yo. Avanzo. Alguien se ríe a mis espaldas y vuelvo la cabeza enfurecido. No es conmigo. Es una vieja celebrando a un recién nacido. ¡Oh, Dios! Vuelvo a caminar. Llego a un puente larguísimo debajo del cual corre un río de aguas turbias. Me recuesto en la baranda a descansar. Pasan raudos los carros de los triunfadores. Algunos tienen la radio puesta a todo volumen y se escuchan trepidantes canciones de rock.

—¡Hablarme de rock a mí! —grito a los carros—. Yo, que llegué a este país con una foto de Chuck Berry en el bolsillo de la camisa.

Avanzo. Llego a un lugar al que llaman el Down Town, lleno de edificios grises y apiñados. Hay negros y blancos americanos elegantemente vestidos que salen de sus trabajos a comerse un hot dog y a tomar cocacolas. Avanzo, entre ellos, avergonzado de mi frágil camisa de cuadros y de los viejos pantalones que me bailan en las caderas. Entro finalmente en una casa donde venden revistas pornográficas. Voy hasta el estanquillo y saco una de ellas. La hojeo. Siento que mi pene se endurece un poco y me agacho en el suelo para disimular la erección. ¡Oh, Dios! Mujeres. Mujeres desnudas en todas las posiciones imaginables. Hermosas mujeres de millonarios. Cierro la revista y espero un momento a que la excitación se me pase. Cuando ésta pasa, me incorporo, pongo la revista en su lugar, y salgo de allí. Avanzo. Avanzo hacia el corazón del Down Town. Hasta que me detengo, cansado, y comprendo que es hora de volver al boarding home.

Llego al boarding home y trato de entrar por la puerta principal. Está cerrada. Una sirvienta, llamada Josefina, limpia la casa por dentro y por eso los locos han sido expulsados hacia el portal.

—¡Fuera, locos! —dice Josefina, empujándolos a todos con la escoba hacia fuera. Y los locos salen sin protestar y toman asiento en las sillas del portal. Es un portal oscuro, rodeado de telas metálicas negras, en cuyo centro hay siempre un gran charco de orín, producto de Reyes, el viejo tuerto, que ha perdido totalmente la vergüenza y orina donde quiera sin cesar, aunque le den trompadas en su pecho escuálido y en su cabeza gris y despeinada. Doy la vuelta y me siento en una silla del portal respirando el fuerte olor a orín. Saco del bolsillo el libro de poetas románticos ingleses. Pero no leo nada. Simplemente lo miro por fuera. Es un bello libro. Grueso. Bien encuadernado. Me lo regaló el Negro cuando vino de New York. Le costó doce pesos. Miro algunos dibujos del libro. Vuelvo a ver la cara de Samuel Coleridge. Veo la figura de John Keats, aquel que se preguntaba en 1817:

¡Ay! ¿Por qué aterras tú a un alma débil?

A una pobre cosa ya al borde de la tumba,

endeble y paralítica,

cuya hora final puede sonar antes de medianoche.

Entonces Ida, la gran dama venida a menos, se levanta de su silla y se sienta junto a mí.

—¿Usted lee? —me pregunta.

—Ocasionalmente —respondo.

—¡Ah! —dice ella—. Yo leía mucho antes, allá en Cuba. Novelas de amor.

—¡Ah!

La miro. Viste relativamente bien en comparación como viste la gente del boarding home. Su cuerpo, aunque viejo, está limpio y huele remotamente a agua de colonia. Ella es una de las que han sabido exigir sus derechos, y reclama al señor Curbelo todos los meses los treinta y ocho pesos que le corresponden.

Fue una burguesa, allá en Cuba, en los años en que yo era un joven comunista. Ahora el comunista y la burguesa están en el mismo lugar. El mismo puesto que les asignó la historia: el boarding home.

Abro el libro de poetas románticos ingleses y leo un poema de William Blake:

¿Quién te creó corderito?

¿Sabes tú quién te creó?

¿Quién te dio vida y nutrió?

En el arroyo y el prado...

Cierro el libro. El señor Curbelo se asoma a la puerta del portal y me hace señales con las manos. Voy. En su buró está esperándonos un hombre bien vestido, bien peinado, con una gruesa cadena de oro al cuello y un gran reloj en su muñeca. Lleva hermosas gafas ahumadas.

—Éste es el psiquiatra —dice el señor Curbelo—. Cuéntale a él todo lo que tienes.

Tomo asiento en una silla que Curbelo me trae. El psiquiatra saca un papel de su carpeta y comienza a llenarlo con una estilográfica. Mientras escribe, me pregunta:

—A ver, William. ¿Qué tienes?

No respondo.

—¿Qué tienes? —vuelve a preguntar.

Respiro profundo. Es la misma estupidez de siempre.

—Oigo voces —digo.

—¿Y qué más?

—Veo diablos en las paredes.

—¡Hum! —dice—. ¿Hablas con esos diablos?

—No.

—¿Qué más tienes?

—Cansancio.

—¡Hum!

Escribe largo rato. Escribe, escribe, escribe. Se quita las gafas ahumadas y me mira. En sus ojos no hay ni una pizca de interés por mí.

—¿Qué edad tienes, William?

—Treinta y ocho.

—¡Hum!

Me mira la ropa, los zapatos.

—¿Sabes qué día es hoy?

—¿Hoy? —digo turbado—. Viernes.

—¿Viernes, qué?

—Viernes... catorce.

—¿De qué mes?

—Agosto.

Vuelve a escribir. Mientras lo hace, revela con voz impersonal.

—Hoy es lunes veintitrés de septiembre.

Escribe un poco más.

—Okey, William. Eso es todo.

Me paro y salgo de nuevo hacia el portal. Allí tengo una sorpresa. Es el Negro que ha venido a verme desde la lejana Miami Beach. Tiene un libro en la mano y me lo tiende, a manera de saludo. Es El tiempo de los asesinos, de Henry Miller.

—Tengo miedo de que te haga daño —dice.

—¡No jodas! —respondo.

Le tomo por el brazo y le llevo hasta un auto destruido que hay en el garaje del boarding home. Es un carro del año cincuenta, que pertenece al señor Curbelo. Un día se paró para siempre, y el señor Curbelo lo dejó allí, en el boarding home, para que acabara de destruirse, lentamente, junto a los locos. Entramos en el carro y nos sentamos en el asiento trasero, entre muelles oxidados y trozos de guata sucia.

—¿Qué hay de nuevo? —pregunto ansiosamente al Negro. Él es mi contacto con la sociedad. Él va a reuniones de cubanos intelectuales, conversa de política, lee los periódicos, mira la televisión, y luego, cada una o dos semanas, viene a verme para transmitirme la esencia de sus correrías por el mundo.

—Todo igual —dice el Negro—. Todo igual... ¡bueno! —dice de pronto—. Truman Capote murió.

—Lo sé.

—Pues nada más —dice el Negro. Saca un periódico del bolsillo y me lo da. Es el periódico Mariel, editado por jóvenes cubanos en el exilio.

—Ahí hay un poema mío —dice el Negro—. En la página seis.

Busco en la página seis. Es un poema que se llama Siempre hay luz en los ojos del diablo. Me recuerda a Saint-John Perse. Se lo digo. Le halaga.

—Me recuerda a Lluvias —digo.

—A mí también —dice el Negro.

Luego me mira. Estudia mi ropa, mis zapatos, mi pelo sucio y revuelto. Mueve la cabeza desaprobando.

—Tú, Willy —dice entonces—, deberías cuidarte más.

—¿Estoy muy destruido, tú?

—Aún no —dice—. Pero trata de no caer más.

—Me cuidaré —digo.

El Negro me da una palmada en la rodilla. Comprendo que ya se va. Saca una cajetilla de Marlboro a medio consumir y me la entrega. Luego saca un dólar y también me lo da.

—Es todo lo que tengo —dice.

—Lo sé.

Salimos del auto. Un loco viene a pedirnos un cigarro. El Negro se lo da.

—Adiós, doctor Zhivago —me dice sonriendo. Vuelve la espalda y se va.

Regreso nuevamente al portal. Cuando voy a entrar en él, me llaman al comedor. Es Arsenio, el segundo jefe del boarding home. Está sin camisa, y oculta bajo la mesa una lata de cerveza; pues no está bien que el psiquiatra que hoy visita el albergue lo vea beber.

—Ven acá —me dice, y me señala una silla.

Entro. Aparte de él y yo, en el comedor no hay nadie más. Mira los libros que traigo y se echa a reír.

—Oye... —dice, bebiendo de la lata—. Yo ya te he observado bien.

—¿Sí? ¿Y a qué conclusión llegaste?

—Que tú no estás loco —dice, sin dejar de sonreír.

—¿Y en qué escuela de psiquiatría estudiaste tú? —pregunto, irritado.

—En ninguna —responde—. Yo lo que tengo es sicología de la calle. Y te repito que tú, ¡tú!, no estás loco. A ver —dice después—, coge este cigarro y quémate la lengua.

Me da asco su idiotez. Su cuerpo color aguachirle, su enorme cicatriz que le va del pecho hasta el ombligo.

—¿Tú ves? —dice, dándose un trago de cerveza—. ¿Ves cómo tú no estás loco?

Y sonríe después con su boca llena de dientes podridos. Salgo de allí. Ha terminado la limpieza y ya se puede pasar al interior. Los locos ven la televisión. Atravieso la sala y entro finalmente en mi cuarto. Cierro la puerta de un tirón. Estoy indignado y no sé por qué. El loco que trabaja en la pizzería ronca en su cama como una sierra cortando un tablón. Me indigno más. Voy hasta él y le doy una patada en el trasero. Se despierta asustado y se hace un ovillo en un rincón.

—Oye, hijo de perra —le digo—. ¡No ronques más!

Al ver su miedo, mi cólera se alivia. Me vuelvo a sentar en la cama. Huelo mal. De modo que cojo la toalla y el jabón y salgo en dirección al baño. En el camino veo a Reyes, el viejo tuerto, que orina a hurtadillas en un rincón. Miro a todos los lados. No veo a nadie. Voy hasta Reyes y lo cojo fuertemente por el cuello. Le doy una patada en los testículos. Estallo su cabeza contra la pared.

—Perdón... perdón... —dice Reyes.

Lo miro con asco. Sangra por la frente. Siento, al verlo, un extraño placer. Cojo la toalla, la tuerzo, y doy un latigazo con ella en su pecho esquelético.

—Por piedad... —implora Reyes.

—¡No te mees más! —digo, con furor.

Al volver la cara hacia el pasillo, veo que Arsenio está allí, recostado en la pared. Lo ha visto todo. Se sonríe. Deja la lata de cerveza en un rincón y me pide prestada la toalla. Se la doy. La tuerce bien. Hace con ella un látigo perfecto, y con todas sus fuerzas lo deja caer también sobre la espalda de Reyes. Una, dos, tres veces, hasta que el viejo cae en el rincón, ensopado en orín, sangre y sudor. Arsenio me devuelve la toalla. Me sonríe otra vez. Coge su lata de cerveza y vuelve a sentarse en el buró. El señor Curbelo se ha ido. Arsenio vuelve a ser ahora el jefe del boarding home.

Sigo hacia el baño. Entro en él. Cierro la puerta con pestillo y empiezo a desnudarme. Mi ropa apesta. Pero mis calcetines hieden más. Los cojo, huelo su profunda peste a lodo, y los boto en un cubo de basura. Eran los únicos calcetines que tenía. Ahora caminaré sin calcetines por la ciudad.

Entro en la ducha, la abro, y me meto bajo el agua caliente. Mientras el agua me corre por la cabeza y el cuerpo, sonrío pensando en el viejo Reyes. Me divierten la cara que puso al ser golpeado, los estremecimientos de su cuerpo esquelético, sus súplicas de perdón. Luego cayó sobre su propio orín y, desde allí, pidió piedad. «¡Piedad!» Al recordarlo otra vez mi cuerpo se estremece de placer. Me enjabono bien, usando como toallín mi propio calzoncillo. Luego, me enjuago y cierro la ducha. Me seco. Me pongo la misma ropa. Salgo afuera. En la sala, los locos siguen viendo el televisor. El aparato está descompuesto y sólo se ven luces de colores, pero ellos siguen allí, mirando la pantalla, sin importarles que no haya imagen. Voy a mi cuarto y dejo la toalla y el jabón. Salgo, peinándome, en dirección a la sala. Los locos siguen allí, mirando estáticos el televisor roto. Me arrodillo ante el aparato y lo arreglo. Aparece el noticiero de las seis de la tarde. Me siento en el butacón desvencijado y extiendo mis pies sobre una silla vacía. El locutor dice algo sobre diez guerrilleros muertos en el Salvador. Entonces Eddy, el loco versado en política internacional, toma contacto con la realidad.

—¡Eso! —grita—. ¡Diez comunistas muertos! ¡Cien es lo que hace falta! ¡Mil! ¡Un millón de comunistas muertos! Lo que hay que hacer es llenarse de cojones y arrasar. Primero México. Luego Panamá. Luego Venezuela y Nicaragua. Y luego limpiar a los Estados Unidos que están infestados de comunistas. ¡A mí me lo quitaron todo! ¡Todo!

—A mí también —dice Ida, la gran dama venida a menos—. Seis casas, una botica y un edificio de apartamentos.

Entonces, Ida se vuelve a Pino, el loco silencioso, y pregunta:

—Y a ti, Pino, ¿qué te quitaron a ti?

Pero Pino no responde. Mira hacia la calle y permanece quieto, sin pestañear.

Entonces, aparece en la sala Castaño, el viejo centenario que camina apoyándose en las paredes. Sus ropas, como las de Reyes, el tuerto, e Hilda, la vieja decrépita, están impregnadas de orines.

—¡Quiero morir! —grita Castaño—. ¡Quiero morir!

René, el más joven de los dos retardados mentales, lo coge por el cuello, lo zarandea fuerte, y se lo lleva nuevamente a su cuarto dándole patadas en el trasero.

—¡Quiero morir! —se escucha otra vez la voz del viejo Castaño.

Hasta que René, cerrando la puerta de su cuarto de un tirón, sepulta sus gritos. Entonces llega hasta mí Napoleón, un enano de cuatro pies, gordo y macizo como una pera de box. Sobre ese cuerpo de enano, la curiosa naturaleza ha puesto una cara de caballero medieval. Su rostro es de una belleza trágica y sus ojos, enormes y botados, miran siempre con expresión de profunda sumisión. Es colombiano, y su forma de hablar es también sumisa, como el habla de quien nació para obedecer.

—Señor, señor... —me dice—. ¡Ése! —y señala a un loco llamado Tato, cuya cara parece la de un viejo boxeador—. ¡Ese me la tocó!

—No hables mierdas —dice Tato.

—Me la tocó —sostiene Napoleón—. Ayer, en mi cuarto, entró por la noche ¡y me la tocó!

Miro a Tato. No tiene tipo de homosexual. Sin embargo, las palabras del enano lo hacen sudar de vergüenza. Suda. Suda. Suda. Suda tanto que en tres minutos su pulóver blanco se toma transparente.

—No hagas caso de los locos aquí —me dice— o acabarás loco tú también.

—¡Me la tocó! —sigue diciendo Napoleón.

Entonces Tato se levanta de su asiento, se ríe, de pronto, de una manera incomprensible, y me dice con desenfado:

—Eso mismo dijeron a Rocky Marciano en el octavo round y se levantó y noqueó a Joe Wolcox. Así que... ¡la vida es mierda! —y se va.

Ida, la gran dama venida a menos, me mira con indignación:

—¡Lo que hay que ver! —dice—. ¡Lo que hay que oír!

Termina el noticiero de la Televisión. Me levanto. Llaman a comer.

La mulata Caridad reparte la comida. Ella también cumplió condena, allá en Cuba, por herir de un navajazo a su marido. Vive frente al boarding home, con un nuevo marido y dos enormes perros de raza. Alimenta los perros con comida del boarding home. No sobras, sino comida caliente que quita a los locos de su rancho diario. Los locos lo saben y no protestan. Y si protestan, la mulata Caridad los manda al carajo con toda naturalidad. Y no pasa nada. El señor Curbelo nunca se entera. Y si se entera, dice, como siempre: «esos empleados gozan de mi absoluta confianza. Así que nada de eso es verdad». Y los locos pierden otra vez, y comprenden que aquí lo mejor es callar. La mulata Caridad quisiera hacer el potaje todos los días para que el señor Curbelo le pagara esos buenos treinta dólares más. Por eso dice a los locos a todas horas: «¡Quéjense! ¡Protesten! ¡Los chícharos de hoy no se pueden comer! ¡Es verdad que son ustedes pendejos!».

Pero ningún loco protesta, y Curbelo, para ahorrarse sus dólares, sigue haciendo el potaje todos los días con su carota de viejo burgués.

—¿Quieres cambiar de mesa? —me pregunta Caridad a la hora de comer.

—Sí.

—¿No te gustan esos locos asquerosos?

—No.

—Ven —dice—, siéntate aquí —y saca de un manotazo a Napoleón, el enano, de su silla, y me sienta a mí. Así dejé de sentarme en la mesa de los intocables, donde están Hilda, Reyes, Pepe y René. Estoy ahora en una mesa con Eddy, Tato, Pino, Pedro, Ida y Louie. Esa tarde hubo arroz, lentejas crudas, tres briznas de lechuga y salpicón. Comí tres cucharadas y escupí la cuarta sobre el plato. Salí. Al pasar junto al buró del señor Curbelo, veo a Arsenio comiendo en él. Come en una bandeja de plástico, traída de una fonda cercana. Come con cuchillo y tenedor, y su comida es arroz amarillo, carne de puerco, yuca y tomates rojos. Y cerveza también.

—Oye —me dice, cuando paso junto a él—. Siéntate ahí.

Me siento. Me dice con la mano que espere a que termine de comer. Espero. Termina de comer. Coge toda la sobra y la tira, junto con la bandeja, en un cesto de basura. La lata de cerveza vacía, también. Eructa. Me mira con ojos extraviados. Saca una caja de cigarros y me brinda uno. Fumamos. Me dice entonces:

—Bien... al directo... ¿Quieres ser mi ayudante aquí?

—No —digo—. No me interesa.

—Vas a estar bien —advierte.

—No me interesa.

—Bien —dice—. ¿Amigos?

—Amigos —digo.

Me tiende la mano.

—Yo soy como soy —dice—. Fumo maní, bebo cerveza, huelo perico, ¡hago de todo! Pero soy hombre.

—Te entiendo —digo.

—Yo te veo a ti que le das un estrallón al viejo tuerto y me importa un carajo. Ahora, espero de ti lo mismo. Todo lo que tú veas que hago yo aquí, queda entre hombres. ¿Entendido?

—Entendido —digo.

—¿Mafia?

—Mafia —respondo.

—Bien —sonríe.

Me levanto de allí. Voy hasta el cuarto. Me tiro en la cama. No me gusta lo que acaba de pasar. Lamento haber golpeado al viejo tuerto. Pero ya es tarde. He dejado de ser un testigo y comienzo a ser un cómplice de las cosas que pasan en el boarding home.

Me dormí. Soñé que corría desnudo por una gran avenida y que entraba en una casa rodeada por un bello jardín. Era la casa del señor Curbelo. Toqué a la puerta y me abrió su mujer. Era una mujer apetecible. Se dejó abrazar y besar por mí. Me dijo: «te doy lo que tú quieras. Mi nombre es Necesidad».

—Yo te llamaré Necesa —dije. Y grité fuerte—: ¡Necesa!

Entonces llegó Curbelo en su automóvil gris. Traté de escapar por el jardín, pero me aguantó por el brazo. Mi cuerpo estaba lleno de escamas blancas.

—¡Aquí! —gritó Curbelo. Y apareció en el jardín un carro de policía. Ahí desperté.

Serían las doce de la noche. El loco que trabaja en la pizzería ronca como un cerdo. Salgo, sin camisa, en dirección a la sala. Allí encuentro a Arsenio e Ida, la gran dama venida a menos. Arsenio tiene la mano puesta en su rodilla. Le mete la lengua en el oído. Ida se resiste. Al verme, se resiste más. Paso junto a ellos y me siento en el butacón desvencijado.

—Arsenio... —dice Ida con voz indignada— mañana se lo diré todo al señor Curbelo.

Arsenio se echa a reír. Le toca un seno fláccido. La aprieta contra sí.

—Pero, ¡hombre de Dios! —dice Ida—. ¿No te das cuenta que yo soy una vieja?

—Eso es como el bacalao —dice Arsenio—. Mientras más viejo, mejor.

Entonces me mira. Advierte que lo estoy mirando y me dice, ya con familiaridad:

—¡Mafia!

—Mafia —digo. Prendo un cigarro y me recuesto en el respaldar del butacón.

—Déjame ir, Arsenio —suplica Ida. Pero Arsenio ríe. Trata de meter su mano bajo el vestido de la vieja. La besa en la boca—. Por favor... —dice Ida.

—Déjala ir —digo entonces—. Déjala ya.

—¿Mafia? —pregunta Arsenio.

—Sí, soy de tu mafia, pero deja ya a la pobre vieja.

Arsenio ríe. Inesperadamente la deja ir. Ida se va rápidamente y se encierra en su cuarto. Oigo que pasa el pestillo por dentro.

—Yo soy una bestia, como tú —digo entonces mirando al techo—. Yo soy una bestia como tú...

Arsenio se levanta. Va hacia su cuarto. Se tira en la cama.

—¡Mafia! —dice desde allí—. ¡Toda la vida es una gran mafia! Nada más.

Me quedo solo. Fumo mi cigarro. Aparece Tato, el boxeador homosexual. Se sienta ante mí en una silla. Un rayo de luz baña su cara llena de baches.

—Oye esto —me dice—. Oye esta historia. Que es mi historia. La historia de un vengador de la tragedia dolorosa. La tragedia del melodrama final que no tiene perspectivas. La coincidencia fatal de la tragedia sin fin. Oye esto, que es mi historia. La historia del imperfecto que se creyó perfecto. Y el trágico final de la muerte, que es la vida. ¿Qué te parece?

—Bien —digo.

—¡Me basta! —dice, y se va.

Me quedo dormido.

Soñé con Fidel Castro. Estaba refugiado en una casa blanca. Yo le tiraba a la casa con un cañón. Fidel estaba en calzoncillos y camiseta. Le faltaban algunos dientes. Me insultaba desde las ventanas. Me decía: «¡Cabrón! ¡Nunca me sacarás de aquí!». Yo desesperaba. La casa ya estaba en ruinas pero Fidel seguía adentro, moviéndose con la agilidad de un gato montés. «¡No me sacarás de aquí!», gritaba, con voz afónica. «¡No me sacarás!» Era el último reducto de Fidel. Y aunque pasé todo el sueño tirándole proyectiles, no lo pude sacar de aquellas ruinas. Desperté. Ya es de mañana. Voy al baño. Orino. Luego me lavo la cara con agua fría. Salgo así, chorreando agua, a desayunar. Hay leche fría, corn flakes y azúcar. Bebo leche nada más. Regreso al televisor y lo enciendo. Me acomodo de nuevo en el butacón desvencijado. Aparece en la pantalla el predicador americano que habla de Jesús.

—Tú, que estás frente al televisor —dice el predicador—. ¡Ven ahora a los brazos del Señor!

Trago en seco. Cierro los ojos. Trato de imaginar que sí, que todo lo que dice es verdad.

—¡Oh, Dios! —digo—. ¡Oh, Dios, sálvame!

Durante diez o doce segundos permanezco así, con los ojos cerrados, esperando el milagro de la salvación. Entonces Hilda, la vieja decrépita, me toca el hombro.

—¿Tiene un cigarrito?

Se lo doy.

—Usted tiene los ojos muy, ¡muy! lindos —me dice con voz dulce.

—Gracias.

—No hay de qué.

Me levanto. No sé qué hacer. ¿Salir a la calle? ¿Encerrarme en mi cuarto? ¿Sentarme en el portal? Salgo a la calle otra vez. ¿Al norte? ¿Al sur? ¡Qué más da! Avanzo hasta Flagler Street y luego tuerzo a la izquierda, en dirección al west, donde viven los cubanos. Avanzo, avanzo, avanzo. Paso junto a decenas de bodegas, cafés, restaurantes, barberías, tiendas de ropa, tiendas de artículos religiosos, casas de liar tabaco, farmacias, casas de empeño. Todo en manos de cubanos pequeñoburgueses que llegaron quince o veinte años atrás, huyendo del régimen comunista. Me detengo ante el espejo de una tienda y me peino el pelo pajizo y desordenado con los dedos. Entonces, me parece que alguien me grita: «Hijo de puta».

Vuelvo el rostro enfurecido. En la acera sólo hay un viejo ciego que camina con un bastón. Avanzo un poco más por Flagler Street. La última moneda que tenía se me va en un trago de café. Veo un cigarro en el suelo. Lo recojo y me lo llevo a los labios. Tres mujeres que trabajan en una cafetería se echan a reír. Pienso que me han visto recoger el cigarro y me enfurezco. Me parece que una de ellas dice: «¡Ahí va! ¡Es el judío errante!». Salgo de allí. El sol calienta duramente mi cabeza. Gruesas gotas de sudor me corren como lagartijas por el pecho y las axilas. Avanzo. Avanzo. Avanzo. Sin mirar hacia ningún punto preciso. Sin buscar nada. Sin dirigirme a ningún lugar. Entro en una iglesia llamada San Juan Bosco. Hay silencio y aire acondicionado. Miro en derredor. Tres fieles oran al pie del altar. Una vieja se detiene ante una imagen de Jesús y toca sus pies. Luego saca un dólar y lo mete en una alcancía. Prende una vela. Ora en voz baya. Camino por un pasillo y me siento en un banco, al fondo de la iglesia. Saco el libro de los poetas románticos ingleses y lo abro al azar. Es un poema de John Clare, nacido en 1793 y muerto en 1864, en el manicomio de Northampton.

Yo soy, pero qué soy. ¿A quién le importa o sabe?

Mis amigos me dejan, se pierden al igual que la memoria.

Yo soy el propio consumidor de mis pesares

que llegan y se van —hueste desmemoriada—,

sombras de vida que han quedado sin alma.

Me levanto. Salgo de la iglesia por la parte posterior. Camino por Flagler Street otra vez. Paso junto a nuevas barberías, a nuevos restaurantes, a nuevas tiendas de ropa, a farmacias y droguerías. Avanzo, avanzo, avanzo. Mis huesos me duelen, pero avanzo más. Hasta que me detengo en la Avenida 23. Abro los brazos. Miro al sol. Es hora de volver al boarding home.

Desperté. Ha pasado un mes desde que estoy aquí, en el boarding home. Mi sábana sigue siendo la misma, mi funda también. La toalla que el señor Curbelo me diera el primer día, está ahora emporcada y húmeda y huele fuertemente a sudor. La tomo y me la echo al cuello. Voy al baño a asearme y a orinar. Llego al baño. Orino sobre una camisa a cuadros que algún loco ha metido en la taza. Luego me vuelvo al lavamanos y abro una de las llaves. Me froto la cara con agua fría. Me seco con la toalla emporcada. Vuelvo a mi cuarto y me siento sobre la cama. El loco que vive a mi lado duerme aún. Duerme desnudo y su sexo enorme tiene una erección. La puerta se abre y entra Josefina, la sirvienta. Se echa a reír mirando el sexo del loco. «Parece una lanza», dice. Y llama a Caridad, que está en la cocina. Llega Caridad y también se asoma a la puerta. Las dos mujeres miran en silencio el sexo del loco. Entonces, Caridad coge mi toalla mugrosa y hace con ella un rebenque. Lo levanta y lo deja caer con fuerza sobre el sexo del loco. Este da un brinco sobre la cama y grita:

—¡Me quieren matar!

Las dos mujeres se echan a reír.

—Esconde esa tripa, sinvergüenza —dice Caridad—. ¡Te la voy a cortar!

Las dos mujeres se van hablando del sexo del loco.

—Es una lanza —dice Josefina con admiración.

Salgo detrás de ellas en dirección al comedor, donde Arsenio reparte el desayuno. Tomo un vaso de leche fría con rapidez y vuelvo a la sala del televisor para ver a mi predicador favorito.

Hay una loca nueva sentada frente al aparato. Debe tener mi edad. Su cuerpo, aunque se ve ultrajado por la vida, conserva aún algunas redondeces. Me siento a su lado. Miro alrededor. No hay nadie. Todos están en el desayuno. Extiendo la mano hacia la loca y se la pongo en una rodilla.

—Sí, mi cielo —dice ella, sin mirarme.

Subo la mano y llego hasta sus muslos. Ella se deja hacer sin protestar. Creo que el predicador de la televisión está hablando ahora de Corintios, de Pablo, de Tesalonicenses.

Subo la mano un poco más y llego al sexo de la loca. Se lo aprieto.

—Sí, mi cielo —dice ella sin dejar de mirar el televisor.

—¿Cómo te llamas? —pregunto.

—Francis, mi cielo.

—¿Cuándo llegaste?

—Ayer.

Comienzo a acariciarle el sexo con las uñas.

—Sí, mi cielo —dice—. Lo que tú quieras, mi cielo.

Me doy cuenta de que está temblando de miedo. Desisto de tocarla. Me da lástima. Le cojo una mano y se la beso.

—Gracias, mi cielo —dice con una vocecita apagada.

Entra Arsenio. Ha terminado de repartir el desayuno y viene hasta el televisor con su habitual lata de cerveza. Bebe. Mira a la loca nueva con aire divertido.

—Mafia —me dice entonces—. ¿Qué te parece la nueva adquisición?

Pone un pie descalzo sobre una rodilla de Francis. Luego introduce la punta de ese pie entre los muslos de la mujer tratando de horadarle el sexo.

—Sí, mi cielo —dice Francis, sin dejar de mirar al televisor—, Lo que ustedes quieran, mis cielos.

Tiembla. Tiembla tanto que parece que los huesos de los hombros se le van a zafar. El predicador está hablando en esos momentos de una mujer que tuvo una visión del paraíso.

—Allí había caballos... —dice—. Mansos caballos que pastaban en un césped siempre fino, siempre verde...

—¡Mafia! —grita Arsenio al predicador de la televisión—. ¡Hasta tú estás en la mafia!

Se da un nuevo trago de cerveza, y se va.

Francis cierra los ojos, temblando aún. Recuesta la cabeza al respaldar del sofá. Miro alrededor, no hay nadie. Me levanto de mi silla y me echo encima de ella suavemente. Pongo mis manos alrededor de su cuello, y comienzo a apretar.

—Sí, mi cielo —dice con los ojos cerrados.

Aprieto más.

—Sigue, mi cielo.

Aprieto más. La cara se le tiñe de un rojo intenso. Los ojos se le llenan de lágrimas. Pero permanece así, mansa, sin protestar.

—Mi cielo... mi cielo —dice con un hilo de voz.

Entonces dejo de apretar. Respiro hondo. La miro. Me da lástima otra vez. Le cojo una mano escuálida y se la cubro de besos. Al verla así, tan indefensa, siento deseos de abrazarla y de echarme a llorar. Ella se queda inmóvil, con la cabeza reclinada en el respaldar del asiento. Con los ojos cerrados. Su boca tiembla. Sus mejillas también. Salgo de allí.

El señor Curbelo ha llegado y habla con un amigo por teléfono.

Cuando habla por teléfono, el señor Curbelo echa hacia atrás su silla y pone los pies sobre el buró. Parece un sultán.

—Ayer fue la competencia —dice el señor Curbelo a su amigo a través del aparato—. Quedé en segundo lugar. Esta vez disparé con una escopeta de seis ligas. ¡Pesqué una guasa de cincuenta libras!

En ese momento, Reyes, el viejo tuerto, llega hasta Curbelo y le pide un cigarrito.

—¡Shú, shú! —lo espanta el señor Curbelo con la mano—. ¿No ves que estoy trabajando?

Reyes recula hacia el pasillo. Se esconde detrás de una puerta. Mira a todos los lados con su único ojo, y, seguro de que nadie lo ve, saca su pene y empieza a orinar en el suelo. Es la venganza de Reyes. Orinar. Y le pueden llover los golpes más brutales, que él siempre se orinará en el cuarto, la sala y el portal. La gente se queja al señor Curbelo, pero éste no lo bota del boarding home. Reyes, según él, es un buen cliente. No Come; no pide sus treinta y ocho pesos; no exige toalla ni sábanas limpias. Sólo sabe beber agua, pedir cigarros y orinar. Voy hasta mi cuarto y me tiro en la cama. Pienso en Francis, la loquita nueva que por poco ahorco hace unos minutos. Me indigno conmigo al recordar su rostro indefenso, su cuerpo tembloroso, su voz apagada que nunca pidió perdón.

—Sigue, mi cielo, sigue...

Mis sentimientos hacia ella son una mezcla confusa de piedad, odio, ternura y crueldad.

Entra Arsenio en el cuarto y se deja caer en una silla junto a mi cama. Saca una lata de cerveza del bolsillo y comienza a beber.

—Mafia... —me dice, mirando por encima de mi cabeza en dirección a la calle—. ¿Qué es la vida, mafia?

No respondo. Me incorporo en la cama, miro también a través de la ventana. Pasa un homosexual vestido de mujer. Pasa luego un carro negro, deportivo, con el radio puesto a toda voz. El escandaloso rock invade la calle por unos segundos. Luego se va apagando, a medida que el auto se aleja. Arsenio va hasta el gavetero del loco que trabaja en la pizzería, y comienza a registrar sus pertenencias. Saca una camisa y unos pantalones sucios y los tira al suelo. Encuentra una gaveta cerrada con candado, pero saca un destornillador del bolsillo, y lo introduce entre el candado y la madera. Tira fuerte. Los tomillos ceden. Arsenio abre la gaveta y registra ansiosamente entre papeles, jabones y cepillos del loco. Al final saca una cartera de cuero. La abre y coge un billete de veinte pesos. Es lo que el loco ha ganado en seis días de trabajo. Me lo enseña. Se sonríe. Lo besa.

—Esta noche vamos a comer bien —dice—. Pizza, cerveza, cigarros y café.

Lo miro sin hablar.

—¡Mafia! —me grita con una sonrisa. Da un trago de cerveza y sale del cuarto.

Me quedo solo. No sé qué hacer. Me pongo a mirar por la ventana. Pasa un grupo de diez o doce religiosos vestidos impolutamente de blanco. Pasa un cojo con muletas echando maldiciones a un borracho. Pasa de nuevo el homosexual vestido de mujer, del brazo, esta vez, de un negro enorme. Y pasan autos, autos, autos, con los radios puestos a toda voz. Salgo de mi cuarto sin dirección definida. El señor Curbelo sigue hablando con su amigo sobre la competencia de ayer.

—Me dieron una placa —dice—. La colgué con las demás en la pared de la sala.

La casa huele a orín. Voy y me siento ante el televisor, otra vez al lado de Francis. Le tomo una mano. La beso. Me mira con una sonrisa temblorosa.

—Tú te pareces a él —dice.

—¿Quién es él?

—El papá de mi hijito —dice.

Me levanto. Le doy un beso en la frente. Aprieto su cabeza fuertemente entre mis brazos, y permanezco así varios minutos. Luego, cuando mi ternura se ha agotado, la vuelvo a mirar con irritación. Otra vez siento deseos de hacerle daño. Miro alrededor. No hay nadie. Pongo las manos en su cuello y comienzo a apretar lentamente.

—Sí, mi cielo, sí —dice, con una sonrisa temblorosa.

La aprieto más. Aprieto duro, con todas mis fuerzas.

—Sigue... sigue... —dice, con un hilo de voz.

Entonces la suelto. Ha perdido el sentido y se va de lado en el asiento. Le tomo la cara entre mis manos y comienzo a besarla en la frente con frenesí. Poco a poco recobra el sentido. Me mira. Sonríe débilmente. Me basta.

Salgo de allí. Paso junto al buró del señor Curbelo. Este ha dejado ya de hablar por teléfono.

—¡William! —me llama. Voy hasta él. Saca un pomo de pastillas de una gaveta y coge dos.

—Abre la boca —dice.

La abro. Tira dos pastillas dentro de ella: plac, plac.

—Traga —dice.

Trago.

—¿Ya me puedo ir?

—Sí. Búscame a Reyes y tráemelo para que tome sus pastillas también.

Voy hasta el cuarto de Reyes. Está acostado sobre una sábana empapada de orines. Su cuarto apesta a letrina.

—Oye, cerdo —digo, dándole un piñazo en el esternón—. Curbelo te quiere ver.

—¿A mí? ¿A mí?

—Sí, a ti, cosa inmunda.

—Está bien.

Salgo del cuarto tapándome la nariz. Voy hasta mi habitación y me tiro en la cama. Miro al techo azul, descascarado, cubierto de diminutas cucarachas. Este es mi fin. Yo, William Figueras, que leí a Proust completo cuando tenía quince años, a Joyce, a Miller, a Sartre, a Hemingway, a Scott Fitzgerald, a Albee, a Ionesco, a Beckett. Que viví veinte años dentro de una revolución siendo victimario, testigo, víctima. Bien.

Entonces alguien se asoma a la ventana de mi cuarto. Es el Negro.

—¿Estás dormido?

—No. Salgo ahora mismo.

Me abotono la camisa, me aliso el pelo con los dedos, y salgo al jardín.

—Oye —dice el Negro al verme—. Si estabas dormido, ¡sigue durmiendo!

—No —digo—. Está bien.

Nos sentamos sobre unos escalones, al pie de una puerta clausurada. Allí nos estrechamos la mano con efusividad.

—¿Cómo va esa vida por Miami? —pregunto.

—Todo igual —dice el Negro—. Todo igual. ¡Bueno! —recuerda de pronto—. Carlos Alfonso, el poeta, fue a Cuba. Estuvo dos semanas allí.

—¿Y qué dice? ¿Qué dice de Cuba?

—Dice que todo igual. La gente anda en jeans por la calle. ¡Todo el mundo en jeans!

Me echo a reír.

—¿Y qué más?

—¿Más? Nada —dice el Negro—. Todo igual. Todo como lo dejamos hace cinco años. Salvo, quizás, La Habana más destruida. Pero todo igual.

Entonces el Negro me mira con fijeza y me da un golpe con la mano en la rodilla.

—Willy —me dice—. ¡Vámonos de aquí!

—¿A dónde? —digo.

—A Madrid. A España. Vámonos a ver el barrio Gótico de Barcelona. ¡Vamos a ver al Greco en la catedral de Toledo!

Me echo a reír.

—Algún día iremos, sí —digo riéndome.

—Con cinco mil pesos nada más —dice el Negro—. ¡Cinco mil pesos! Vamos a recorrer toooda la ruta que hizo Hemingway en The sun also rises.

—Algún día iremos —digo.

Quedamos unos segundos en silencio. Un loco viene y nos pide un cigarro. El Negro se lo da.

—Quiero ver donde Brett... ¿Te acuerdas de Brett Ashley?, ¿no? El personaje femenino de Fiesta.

—Sí —digo—. Me acuerdo.

—Quiero ver donde Brett comió; donde Brett bailó; donde Brett templó con el torero —dice el Negro mirando al horizonte con una sonrisa.

—Lo verás —digo—. ¡Algún día lo verás!

—Vamos a ponernos como meta dos años —dice el Negro—. En dos años nos vamos para Madrid.

—Está bien —digo—. Dos años. Está bien.

El Negro vuelve a mirarme con fijeza. Me da un golpe afectuoso en la rodilla. Comprendo que se va. Se incorpora, saca del bolsillo una caja de Marlboro casi llena, y me la da. Luego saca dos quoras y me las da también.

—Escribe algo, Willy —dice.

—Trataré —digo.

Se echa a reír. Me da la espalda. Comienza a alejarse. Al llegar a la esquina se vuelve y me grita algo. Parece ser el fragmento de un poema, pero yo sólo oigo las palabras «polvo», «siluetas», «simetría». Nada más.

Regreso al interior del boarding home.

Al llegar a mi cuarto me tiro otra vez sobre el camastro y vuelvo a quedarme dormido. Soñé esta vez que la Revolución había concluido, y que yo volvía a Cuba con un grupo de ancianos octogenarios. Nos guiaba un viejo de barba blanca y larga, provisto de un largo cayado. Cada tres pasos nos deteníamos y el viejo señalaba con el cayado un montón de escombros.

—Este era el cabaret Sans Soucí —decía entonces el viejo.

Avanzábamos un poco más y volvía a decir:

—Este era el Capitolio Nacional —señalando ahora un campo de hierbajos lleno de sillones rotos.

—Este era el Hotel Hilton y el viejo señalaba un montón de ladrillos rojos.

—Este era el Paseo del Prado —y era ahora la estatua de un león medio hundida en la tierra.

Y así, avanzamos por toda La Habana. La vegetación lo cubría todo, como en la ciudad hechizada del cuento de la Bella Durmiente. Todo estaba envuelto en la atmósfera de silencio y misterio que debió encontrar Colón al desembarcar por primera vez en tierra cubana.

Desperté.

Sería la una de la mañana. Me siento al borde de la cama con un gran vacío en el pecho. Miro a través de la ventana. En la esquina hay tres homosexuales vestidos de mujer que esperan a hombres solitarios. Autos conducidos por estos hombres sin mujer merodean la esquina, despacio. Me levanto de la cama abatido. No sé qué hacer. El loco que trabaja en la pizzería duerme tapado con una gruesa colcha, aunque el calor es insoportable. Ronca. Me dan deseos de saltarle encima y golpearlo. Sin embargo, decido salir en dirección a la sala y sentarme en el viejo butacón destartalado. Salgo. Al pasar ante el cuarto de Arsenio oigo la voz de Hilda, la vieja decrépita, que protesta porque Arsenio la está trasteando por el trasero.

—¡Quieta! —dice Arsenio. Los oigo forcejear. Llego al butacón y me dejo caer pesadamente. Louie, el americano, está sentado en un oscuro rincón de la sala.

—Let me alone! —dice a la pared, con su voz cargada de odio—. I’m going to destroy you! Let me alone!

Desde el cuarto de Arsenio vuelve a llegarme la voz desesperada de la vieja Hilda.

—Por ahí no —dice—. Por ahí no.

Entre las sombras aparece Tato, el ex boxeador, vestido únicamente con un pequeño calzoncillo. Se sienta frente a mí, en una silla, y me pide un cigarro. Se lo doy. Lo enciende con una fosforera barata.

—Oye esta historia, Willy —me dice, soltando una bocanada de humo—. Oye esta historia, que te va a gustar. Allá, en La Habana, en los tiempos de Jack Dempsey, había un hombre que quería ser el vengador de la humanidad. Le llamaban «El solitario del firmamento estrellado», «El rey del Hampa», «El hombre terrible».

Calla unos segundos y revela:

—Ese hombre fui yo.

Suelta una risita incoherente y vuelve a decir:

—¿Te gusta mi historia, Willy?

—Sí.

—Es la historia de la venganza total. De la Humanidad completa. Del dolor de un hombre. ¿Te das cuenta?

—Sí.

—Bien —dice incorporándose—. Mañana te cuento el segundo capítulo.

Da una larga chupada a su cigarro y se pierde nuevamente en la oscuridad.

Hace calor. Me quito la camisa y pongo los pies sobre una silla destartalada. Cierro los ojos, hundo el mentón en mi pecho, y permanezco varios segundos así, sumergido en el enorme vacío de mi existencia.

Cojo una pistola imaginaria y me la llevo a la sien. Disparo.

—Fuck your ass! —grita Louie a sus fantasmas—. Fuck your ass!

Me incorporo. Regreso lentamente hacia mi cuarto. En la penumbra veo que dos cucarachas, grandes como dátiles, fornican sobre mi almohada. Cojo la toalla, la tuerzo, y la dejo caer con fuerza sobre ellas. Escapan. Me dejo caer en la cama con las piernas abiertas. Me toco el sexo. Hace un año largo que no entro en una mujer. La última fue una colombiana loca que conocí en un hospital. Pienso en la colombiana. Recuerdo la forma inesperada como se bajó el sujetador delante de mí, en su cuarto, y me enseñó sus tetas. Luego recuerdo la forma descarada como corrió la sábana que la cubría y me enseñó su sexo. Después abrió sus piernas lentamente, y me dijo: «Ven».

Yo tenía miedo, pues las enfermeras del hospital entraban y salían de los cuartos constantemente. Pero el sexo pudo más. Caí sobre ella. La entré suave, dulcemente. Tenía una hermosa boca de puta.

Desperté. Ya es de día. Hace un calor asfixiante, pero el loco que trabaja en la pizzería duerme cubierto por una gruesa colcha que apesta a animal muerto. Lo miro con odio. Me recreo unos segundos imaginando que descargo un hacha filosa sobre su cabeza cuadrada. Luego, cuando mi odio comienza a roerme, me pongo de pie, busco mi toalla mugrosa y una astilla de jabón y me encamino al baño. El baño está inundado. Alguien ha metido en la taza un jacket de cuero. El suelo está lleno de heces, papeles y otras inmundicias. Salgo en dirección al segundo baño, en el otro pasillo del boarding home. Allí están todos esperando: René, Pepe, Hilda, Ida, Pedro y Eddy. Louie, el americano, está dentro del baño hace una hora y no quiere salir. Eddy golpea la puerta fuertemente. Pero Louie no abre.

—Fuck! Go to fuck! —grita desde dentro.

Entonces Pepe, el más viejo de los dos retardados mentales, lanza un grito atroz, se baja el pantalón, y defeca allí mismo, en el pasillo, a la vista de todos.

Eddy, el loco experto en política internacional, vuelve a patear la puerta del baño.

—Let me alone, chicken! —grita Louie desde dentro.

Salgo de allí. Voy hasta el jardín y orino detrás de una areca. Luego me lavo las manos y la cara en una pila de agua que sale de la pared. Entro otra vez en el boarding home. Oigo que la algarabía del baño continúa. Voy hasta allí, y llego en el momento en que Eddy, el loco experto en política, se lanza con todo su cuerpo sobre la puerta del baño y la abre, haciendo saltar la cerradura. Louie, el americano, está sentado en la taza, limpiándose el trasero con una capa de agua.

—¡Es él! —grita Eddy—. ¡Es él quien mete ropas y cartones en los inodoros!

Louie aúlla como un animal acorralado. Se pone el pantalón rápidamente, y se lanza sobre Eddy propinándole una tremenda trompada en la boca. Eddy cae al suelo con la boca ensangrentada. Louie se abre paso a empellones entre los locos y sale del tumulto en dirección a la sala. Aúlla como un lobo enloquecido.

—Go for corn, chickens! —dice desde la sala. Abre violentamente la puerta, suelta otra maldición, y sale a la calle dando un portazo tan fuerte, que tres o cuatro persianas de cristal caen al suelo hechas añicos.

—¡Hijo de perra! —grita Eddy, con la boca ensangrentada—. Ahora sí te botarán de aquí.

Ida, la gran dama venida a menos, se me acerca con expresión indignada y me dice con aire confidencial:

—Curbelo no lo bota. ¿No ves que Louie recibe todos los meses un cheque de seiscientos pesos? Es el mejor cliente de aquí. Y aunque sea un loco asesino, no lo botarán jamás.

Arsenio llega al baño. Los gritos de los locos lo han despertado. Tiene los ojos vidriosos, y su pelo de alambre largo y erizado semeja un enorme casco de hierro. Mira con indiferencia la sangre en el piso, la enorme porquería de Pepe, la boca rota de Eddy, la capa de agua metida en el inodoro. Nada es nuevo. Todo es parte de la vida cotidiana del boarding home. Se rasca el pecho robusto. Escupe en el suelo. Eructa. Se encoge de hombros y exclama:

—¡Verdad es que ustedes son animales!

Da la espalda a todo el mundo y sale lentamente hacia la sala.

—¡Desayuno! —grita desde allí, a todo pulmón. Y los locos, empujándose unos a otros, van detrás de él hacia el comedor. No tengo deseos de tomar leche fría. Necesito café. Me registro los bolsillos. Tengo sólo un dime. Voy hasta mi cuarto y me detengo ante la cama del loco que trabaja en la pizzería. Cojo su camisa de encima del armario y registro sus bolsillos. Luego tomo el pantalón y hago lo mismo. Encuentro una quora y una caja de cigarros por la mitad. Me lo guardo todo en el bolsillo y salgo en dirección a la cafetería de la esquina. En el camino encuentro a Louie, el americano, que registra ávidamente un tambuche de basura. Un poco más allá, en plena calle, Hilda, la vieja decrépita, se alza el vestido y orina junto a una parada de ómnibus. En el banco de esa parada, dormita un joven vagabundo que recuesta su cabeza en una mochila mugrosa. Dos enormes perros cruzan la calle en dirección a Flagler Street. Los carros pasan raudos en dirección al Down Town. Llego a la cafetería y pido café. Me lo dan frío, pues saben que vivo en el boarding home y que no me quejaré. Puedo protestar, pero no lo hago. Tomo el café de un trago. Pago y regreso. Es la hora de oír a mi predicador. De modo que enciendo el televisor y me dejo caer en el butacón destartalado. Sale el predicador en la pantalla. Habla sobre un astro de rock and roll que, en medio de un concierto, tiró su guitarra al suelo y exclamó: «¡Sálvame Señor!».

—Es un astro conocido —dice el predicador—. No hay necesidad de decir nombres. Pero aquel hombre... joven aún, harto de comedias, hastiado de la mentira de la vida, tiró su guitarra al piso y exclamó: «¡Sálvame!». Y yo dije: Satanás, inmundicia de las tinieblas... a éste que clamó por El ¡no lo engañarás más! ¡Aleluya!

El predicador llora. Su auditorio llora también.

—Es tiempo aún... —dice el predicador—. Es tiempo aún de venir al Señor.

Entonces un fuerte olor a agua de colonia llega hasta mí. Vuelvo la cabeza y veo a Francis, la loquita nueva, sentada en una silla a mis espaldas. Se ha pintado el rostro cuidadosamente y lleva puesto un ligero vestido azul que le da un aire juvenil. Está muy bien peinada. Y su piel luce limpia y fresca. Le miro las piernas. Aún las tiene bonitas. Me levanto de mi asiento y voy hasta ella. Le tomo las manos y se las reviso con cuidado. Las tiene finas y limpias, aunque sus uñas están demasiado largas y descuidadas. Entonces, le abro la boca con los dedos. Sólo le faltan algunos molares. Miro a todos los lados y no veo a nadie. Los locos están todavía en el desayuno. Me arrodillo en el suelo y le alzo la falda. Hundo mi cabeza entre sus piernas. Huele bien. La siento de nuevo en la silla. Le quito los zapatos y le reviso los pies. Son pequeños y rosados y huelen también a limpio. Entonces me incorporo. La abrazo. La beso en el cuello, las orejas, la boca.

—Francis —digo—. ¡Oh, Francis!

—Sí, mi cielo —dice ella.

—¡Oh, Francis!

—Sí, mi cielo, sí...

La tomo de una mano y la llevo hasta su cuarto. Es el cuarto de las mujeres y tiene pestillo por dentro. Entramos. Paso el pestillo. La llevo suavemente a la cama y le quito los zapatos.

—¡Oh, Francis! —digo, besándole los pies.

—Sí, mi cielo.

Precipitadamente le quito su pantaloncillo. Abro sus piernas. Tiene una linda pelusilla castaña. Se la beso ansiosamente. Mientras la beso, extraigo mi sexo palpitante. Sé que sólo ponerlo en el suyo, eyacularé. Pero no me importa.

—Francis... —digo—. Francis...

Comienzo a penetrarla lentamente. Mientras lo hago, la beso desesperadamente en la boca. Entonces mi cuerpo se estremece hasta la raíz de sus huesos, y una ola de lava sale de mis entrañas y la inunda por dentro.

—Sí, mi cielo... —dice Francis.

Y quedo allí, como muerto, con el oído pegado a su pecho. Sintiendo que su mano frágil da golpecitos en mi espalda, como si yo fuera una criatura de meses que me hubiera atorado al mamar.

—Sí, mi cielo, sí...

Salgo de ella. Me siento al borde de la cama. Llevo mi mano hasta su cuello finísimo y aprieto lentamente.

—Sí, mi cielo, sí...

Cierro los ojos. Respiro fuerte. Aprieto un poco más.

—Sí..., sí...

Aprieto más. Hasta que su cara se tiñe de rojo y los ojos vuelven a llenársele de lágrimas. Entonces dejo de apretar.

—¡Oh, Francis! —digo, besándola dulcemente en la boca.

Me levanto de la cama y me arreglo el pantalón. Ella se arregla su ropa y salta también de la cama, buscando sus zapatos con los pies. Salgo del cuarto y voy nuevamente hasta el butacón destartalado a mirar de nuevo a mi predicador. Es el final del programa. El predicador, sentado a un piano, canta un blue con una espléndida voz de negro.

Sólo hay un camino.

Y no es fácil llegar.

¡Oh, señor!

Yo sé.

Yo sé.

Yo sé que no es fácil llegar hasta ti.

El señor Curbelo llegó a las diez. Va directamente a la cocina donde lo están esperando Caridad, Josefina, y otra empleada llamada la Tía, que, ocasionalmente, se encarga de bañar a los anormales Pepe y René. Conferencian. Desde el portal, veo a Curbelo hablar con energía a sus empleados. Luego da una palmada, y todos se disgregan. De pronto todo es un gran corre-corre. Arsenio va por los cuartos colocando grandes rollos de papel higiénico al pie de las camas. La mulata Caridad manda a Pino, el loco mandadero, a que traiga, urgentemente, de la bodega un pedazo de jamón para el potaje. Josefina, provista de un escobillón, corre por los cuartos quitando las telas de araña del techo y los rincones. La Tía, cargada de sábanas y toallas limpias, va con urgencia por los pasillos cambiando la ropa de cama sucia y orinada. El mismo Curbelo, moviéndose con habilidad por la sala, pone sobre el piso sucio y descascarado alfombras nuevas, traídas con premura desde su casa.

—¡Inspección! —dice la Tía al pasar junto a mí—. ¡Hoy viene una inspección del gobierno!

Y se ponen manteles en las mesas, se instala un bebedero de agua fría, se reparte ropa limpia a los casos espeluznantes, como Reyes, Castaño e Hilda. Se echa perfume sobre los muebles viejos y resudados; y se ponen, sobre la mesa del comedor, cubiertos nuevos envueltos en finas servilletas de tela frente a cada silla.

—¡Viejo zorro! —dice a mi lado Ida, la gran dama venida a menos, mirando con odio cómo Curbelo ordena, arregla, limpia, disfraza—. El es lo más repulsivo que hay aquí.

Lo creo. Yo también miro con odio a este viejo fofo, con cara y voz de gran burgués, que se alimenta de la poca sangre que corre por nuestras venas. Yo también pienso que para ser dueño de este boarding home hay que estar hecho de la pasta de las hienas o las auras.

Me pongo de pie. No sé lo que hacer. Lentamente me dirijo hacia mi cuarto en busca del libro de poetas ingleses. Voy a leer otra vez los poemas de John Clare, el poeta loco de Northampton. Al entrar en el pasillo de mi cuarto, encuentro a Reyes, el viejo tuerto, que orina como un perro asustado en un rincón. Al pasar junto a él, levanto mi mano y la dejo caer fuertemente sobre su hombro esquelético. Se estremece de pavor.

—Piedad... —dice—. Por piedad...

Lo miro con asco. Su ojo artificial está impregnado de una légaña amarilla. Todo su cuerpo apesta a orín.

—¿Qué edad tienes? —pregunto.

—Sesenta y cinco años —dice.

—¿Qué hacías antes en Cuba?

—Era vendedor de ropa, en una tienda.

—¿Vivías bien?

—Sí.

—¿De qué modo?

—Tenía mi casa, mi mujer, un auto...

—¿Qué más?

—Los domingos jugaba al tenis en el Habana Yatch Club. Bailaba. Iba a fiestas.

—¿Crees en Dios?

—Sí. Creo en nuestro Señor Jesucristo.

—¿Irás al cielo?

—Creo que sí.

—¿Te orinarás también allí?

Calla. Luego me mira con una sonrisa dolorida.

—No lo podría evitar —dice.

Elevo nuevamente el puño y lo dejo caer con fuerza sobre su cabeza sucia y despeinada. Quisiera matarlo.

—Ten piedad, chico —me dice, exagerando su angustia—. Ten piedad de mí.

—¿Qué canción te gustaba más cuando eras joven?

Blue Moon —responde sin vacilar.

No hablo más. Le doy la espalda y sigo hacia mi cuarto. Llego a mi cama y busco bajo la almohada el libro de poetas románticos ingleses. Me lo echo en el bolsillo. Salgo de nuevo en dirección al portal. Al pasar frente al cuarto de las mujeres, veo a Francis sentada en su cama, dibujando algo en un papel. Me acerco. Deja de dibujar y me mira con una sonrisa triste.

—Porquerías —dice, mostrándome el trabajo.

Lo cojo entre mis manos. Es un retrato del señor Curbelo. Está dibujado en el estilo de los pintores primitivos. Es muy bueno. Y refleja admirablemente la mezquindad y la pequeñez espiritual del personaje. No ha olvidado dibujar el buró, el teléfono y la caja de Pall Mall que Curbelo siempre tiene sobre la mesa. Todo es exacto. Y todo tiene vida. Esa vida infantil, cautivadora, que sólo un primitivo puede transmitir en sus dibujos.

—Tengo más —dice, abriendo una carpeta. Los tomo todos. Los hojeo.

—¡Es admirable! —digo.

Allí están (estamos) todos los habitantes del boarding home. Está Caridad, la mulata cuyo rostro endurecido conserva aún un remoto brillo de bondad. Está Reyes, el tuerto, con su ojo de vidrio y su sonrisa de zorro. Está Eddy, el loco versado en política internacional, con su eterna expresión de impotencia y rabia contenida. Está Tato, con su cara de boxeador grogui y su mirada extraviada. Y está Arsenio, con sus ojos diabólicos. Y estoy yo con un rostro duro y triste al mismo tiempo. ¡Es admirable! El alma de todos nosotros ha sido captada.

—¿Sabes que eres una buena pintora?

—No —dice Francis—. Me falta técnica.

—No —le digo—. Tú ya eres una pintora. Tu técnica es primitiva, pero es muy buena.

Toma sus dibujos de mis manos, y los vuelve a meter en la carpeta.

—Son porquerías —dice, con una sonrisa triste.

—Oye... —digo, sentándome a su lado—. Te juro que..., escucha bien: déjame decirte esto y créeme, por favor. Eres. Eres una pintora tremenda. Te lo digo yo. Estoy aquí, en este home asqueroso, y soy casi un espectro. Pero te digo que yo conozco de pintura. Eres magnífica. ¿Sabes quién fue Rousseau?

—No —dice.

—Pues no te hace falta saberlo —digo—. Tienes una técnica similar. ¿Has pintado al óleo alguna vez?

—No.

—Aprende con óleo —digo—. Dale color a esos dibujos. ¡Oye! —digo, tomándola fuertemente por el cuello—. Tú eres una buena pintora. Bueeeena.

Sonríe. Aprieto un poco más mi mano y los ojos se le llenan de lágrimas. Pero no deja de sonreír. Siento que una ola de deseo me invade de nuevo. La suelto. Voy hasta la puerta del cuarto y la vuelvo a cerrar con pestillo. Llego hasta ella suavemente y comienzo a besarla en los brazos, las axilas, la nuca. Sonríe. La beso largamente en la boca. Otra vez, la tiro a lo largo de la cama y saco mi pene. La penetro lentamente, apartando su diminuto pantaloncillo con los dedos.

—Mátame —dice.

—¿De verdad quieres que te mate? —pregunto, hundiéndome en ella totalmente.

—Sí, mátame —dice.

Llevo una mano hasta su cuello y vuelvo a apretarlo con fuerza.

—¡Hija de puta! —digo, ahorcándola y penetrándola a la vez—. Eres una buena pintora. Dibujas bien. Pero tienes que aprender a dar color. A dar colooor.

—¡Ay! —dice.

—¡Muérete! —digo, sintiendo otra vez que me diluyo suavemente entre sus piernas.

Quedamos así un rato, desmadejados. Yo besando su mano fría. Ella jugando con mi pelo. Me pongo de pie. Me arreglo la camisa. Ella se baja el vestido y se sienta al borde de la cama.

—Oye —le digo—. ¿Quieres dar una vuelta conmigo?

—¿A dónde, mi cielo?

—¡Por ahí!

—Bueno.

Salimos. Cuando llegamos a la calle, Francis se me encima y me toma por el brazo.

—¿A dónde vamos? —dice.

—No sé.

Miro a un lado y a otro. Luego señalo vagamente hacia un lugar que llaman La Pequeña Habana. Empezamos a caminar. Esta es, quizás, la zona más pobre del guetto cubano. Aquí vive gran parte de aquellos ciento cincuenta mil que llegaron a las costas de Miami en el último y espectacular éxodo de 1980. No han podido levantar cabeza aún, y puede vérseles a cualquier hora, sentados en las puertas de sus casas, vestidos con shorts, camisetas de colores y gorras de peloteros. Llevan gruesas cadenas de oro al cuello con esfinges de santos, indios y estrellas. Beben cerveza de lata. Arreglan sus autos semiderruidos y escuchan, durante horas, en sus radios portátiles, estruendosos rocks o exasperantes solos de tambores.

Caminamos. Al llegar a la calle 8, torcemos a la derecha y avanzamos hacia el corazón del guetto. Bodegas, tiendas de ropa, ópticas, barberías, restauranes, cafés, casas de empeño, mueblerías. Todo pequeño, cuadrado, simple, hecho sin artificios arquitectónicos ni grandes preocupaciones estéticas. Hecho para ganar centavos y poder vivir a duras penas esa vidita pequeño burguesa a la que el cubano promedio aspira.

Avanzamos. Avanzamos. Al llegar ante el portal de una iglesia bautista, grande y gris, nos sentamos al pie de una columna. Por la calle pasa una manifestación de ancianos en dirección al Down Town. Protestan por algo que ignoro. Elevan pancartas que dicen: «Basta ya»; y hacen tremolar banderas cubanas y americanas. Alguien viene hasta nosotros y nos da sendos papeles mecanografiados. Leo: «Ha llegado la hora. El grupo “Cubanos Vengadores” se ha formado en Miami. Desde hoy, prepárense los indiferentes, los cortos de espíritu, los comunistas solapados; esos que disfrutan la vida en esta ciudad bucólica y hedonista, mientras la Cuba infeliz gime en cadenas. “Cubanos Vengadores” enseñará a los cubanos el camino a seguir. “Cubanos Vengadores”...».

Estrujo el papel y lo boto. Me echo a reír. Me recuesto en una columna y miro a Francis. Ella se acerca más a mí, y hunde su hombro en mis costillas. Me toma un brazo y se lo pasa por encima del hombro. La aprieto un poco más y le doy un beso en la cabeza.

—Mi cielo —dice—. ¿Fuiste comunista alguna vez?

—Sí.

—Yo también.

Callamos. Luego dice:

—Al principio.

Recuesto la cabeza en la columna y canto en voz baya un viejo himno de los primeros años de la revolución:

Somos las brigadas Conrado Benítez

Somos la vanguardia de la revolución

Ella lo completa:

Con el libro en alto, cumplimos una meta

Llevar a toda Cuba la alfabetización...

Nos echamos a reír.

—Yo enseñé a leer a cinco campesinos —confiesa.

—¿Sí? ¿Dónde?

—En la Sierra Maestra —dice—. En un lugar que llamaban El Roble.

—Yo estaba cerca —digo—. Yo estaba enseñando a otros campesinos en La Plata. Tres montañas después.

—¿Cuánto hace de eso, mi cielo?

Cierro los ojos.

—Veintidós... veintitrés años —digo.

—Nadie entiende esta historia —dice ella—. Yo se la cuento al psiquiatra y sólo me da pastillas de etrafón forte. ¿Veintitrés años, mi cielo?

Me mira con ojos cansados.

—Yo creo que estoy vacía —dice.

—Yo también.

La tomo de las manos y nos ponemos de pie. Un auto negro, convertible, pasa frente a nosotros. Un adolescente miamense saca su cabeza por la ventanilla y nos grita:

—¡Escoria!

Le enseño el dedo más largo de mi mano. Luego aprieto la mano de Francis y empezamos a caminar de nuevo en dirección al boarding home. Tengo hambre. Quisiera comerme, al menos, una empanada de carne. Pero no hay un centavo.

—Yo tengo dos dimes —dice Francis, desatando un pañuelo.

—De nada sirven —digo—. Todo en este país cuesta más de veinticinco centavos.

No obstante, nos detenemos ante una cafetería llamada La Libertaria.

—¿Cuánto vale esa empanada? —pregunta Francis a un dependiente viejo que parece aburrirse detrás del mostrador.

—Cincuenta centavos.

—¡Ah!

Volvemos las espaldas. Cuando avanzamos unos pasos, el hombre nos llama.

—¿Tienen hambre?

—Sí —respondo.

—¿Son cubanos?

—Sí.

—¿Marido y mujer?

—Sí.

—Entren, les voy a dar de comer.

Entramos.

—Mi nombre es Montoya —dice el hombre mientras corta dos grandes pedazos de pan y empieza a llenarlos con lascas de queso y jamón—. Yo me las he visto malas también en este país. No se lo digan a nadie, pero éste es un país de vo ra dor. Yo le estoy muy agradecido, pero reconozco que es de vo ra dor. ¡Yo soy Montoya! —dice de nuevo poniendo ahora dos grandes lascas de pepino entre los panes—. Soy revolucionario viejo. Yo estuve preso en todas las tiranías que Cuba ha padecido. En el año treinta y tres, en el año cincuenta y cinco y ahora, la última, bajo la hoz y el martillo.

—¿Anarquista? —pregunto.

—Anarquista —confiesa—. Toda mi vida. Combatiendo a los yankis y a los rusos. Ahora estoy muy tranquilo.

Pone los dos panes, ya preparados, en el mostrador y nos invita a comerlos. Luego saca dos cocacolas y las pone ante nosotros.

—En el año sesenta y uno —dice, hincándose de codos en el mostrador— yo, Rafael Porto Penas, el Cojo Estrada, y el difunto Manolito Ruvalcaba, estuvimos juntos en el mismo automóvil con Fidel Castro. Yo estaba al timón. Fidel estaba sin custodios. El Cojo Estrada lo miró a los ojos con firmeza y le preguntó: «Fidel..., ¿tú eres comunista?».

Y Fidel respondió: «Caballeros, yo les juro a ustedes por mi madre que yo no soy comunista ni lo seré nunca». ¡Fíjense qué clase de tipo!

Nos echamos a reír.

—La historia de Cuba no se ha escrito todavía —dice Montoya—. ¡El día que yo la escriba se acaba el mundo!

Sale en dirección a dos clientes que acaban de llegar, y Francis y yo aprovechamos para comernos nuestros sándwiches. Durante varios minutos comemos y bebemos en silencio. Cuando acabamos, Montoya está de nuevo ante nosotros.

—Gracias —digo.

Me tiende la mano. Luego se la da a Francis.

—¡Váyanse a Homestead! —dice después—. Allí necesitan gente para recoger tomates y aguacates.

—Gracias —digo de nuevo—. Quizás lo hagamos.

Salimos. Caminamos en dirección a la calle Primera. Mientras caminamos, una gran idea circunvala mi cerebro.

—Francis —digo, deteniéndome a la altura de la Avenida Seis.

—Dime, mi cielo.

—Francis..., Francis... —digo, recostándome a una pared y acercándola a mí suavemente—. Se me ha ocurrido una idea magnífica.

—¿Qué es?

—¡Vámonos del boarding home! —digo, estrechándola contra mi pecho—. Con lo que recibimos los dos del Seguro Social podemos vivir en una casa pequeña, y hasta podríamos ganar un poco más si hacemos trabajos sencillos.

Me mira, asombrada de mi idea. El mentón y la boca comienzan a temblarle levemente.

—¡Mi cielo! —dice emocionada—. ¿Y puedo traer a mi hijito de New Jersey?

—¡Claro!

—¿Y tú me ayudarás a criarlo?

—¡Sí!

Me aprieta las manos con fuerza. Me mira con una sonrisa temblorosa. Su emoción es tanta que durante unos segundos no sabe qué decir. Entonces pierde el color del rostro. Pone los ojos en blanco, y se desvanece entre mis brazos.

—¡Francis... Francis! —digo, levantándola del suelo—. ¿Qué te pasa?

Le doy algunas palmadas en la cara. Lentamente vuelve en sí.

—Es la ilusión, mi cielo... ¡La ilusión! —dice.

Me abraza fuerte. La miro. Sus labios, sus mejillas, su rostro, todo tiembla de una manera intensa. Comienza a llorar.

—No resultará —dice—. No resultará.

—¿Por qué?

—Porque estoy loca. Necesito tomarme todos los días cuatro pastillas de etrafón forte.

—Yo te las daré.

—Oigo voces —dice—. Me parece que todo el mundo habla de mí.

—Yo también —digo—. ¡Al carajo las voces!

La. engarzo por la cintura. Lentamente comenzamos a caminar hacia el boarding home. Un auto moderno pasa junto a nosotros. Un sujeto de barbita rala y gafas ahumadas saca la cabeza por la ventanilla y me grita:

—¡Bótala, chico!

Avanzamos. Mientras lo hacemos, voy planeando los pasos que daré. Mañana, día primero, llegan nuestros cheques del Seguro Social. Hablaré con Curbelo y le pediré el mío y el de Francis. Luego recogeremos las maletas, llamaré a un taxi, y nos iremos a buscar casa. Por primera vez en muchos años, un pequeño rayo de esperanza irrumpe en el enorme hueco de mi pecho vacío. Sin darme cuenta, estoy sonriendo.

Entramos en el boarding home por el portal trasero, rodeado de oscuras telas metálicas. Los locos han acabado de comer y hacen la digestión allí, sentados en las sillas de madera. Al entrar en la casa, Francis y yo nos separamos. Ella va a su cuarto, yo sigo al mío. Voy cantando una vieja canción de los Beatles llamada Nowhere man.

He’s a real nowhere man

Sitting in his nowhere land

Hilda, la vieja decrépita, se cruza en mi camino y me pide un cigarrito. Se lo doy. Luego le tomo la cabeza y le doy un beso en la mejilla.

—¡Gracias! —dice sorprendida—. Es el primer beso que me dan en muuuuchos años.

—¿Quieres otro?

—Bueno.

La beso de nuevo, en la otra mejilla.

—Gracias, hombre —me dice.

Sigo mi camino, cantando Nowhere man. Llego a mi cuarto. El loco que trabaja en la pizzería está en su cama, contando un dinero.

—Oye —le digo—. Me hace falta que me des un dólar.

—¿Un dólar, señor William? ¡Usted está loco!

Le arrebato la cartera de las manos. Busco un dólar. Lo tomo.

—Dame mi cartera —gime el loco.

Se la doy, y le paso el brazo por encima, con afecto.

—Un dólar, chico. Un miserable dólar —le digo.

Me mira. Le sonrío. Le doy un beso en la cara. Termina por echarse a reír él también.

—Okay, señor William —dice.

—Mañana te pagaré —digo.

Salgo afuera, en dirección a la esquina. Voy a comprar un periódico del día para buscar en sus páginas de anuncios un buen apartamento para Francis y para mí. Un apartamento sencillo, de no más de doscientos pesos. Estoy alegre. ¡Oh, puñeta! Creo que estoy alegre. Déjame decir «creo». Déjame no tentar al demonio y atraer sobre mí a la Furia y a la Fatalidad. Llego a la bodega de la esquina. Tomo un periódico del estanquillo. Pago con el dólar.

—Usted tiene una deuda pendiente —dice la dueña de la bodega—. Cincuenta centavos.

—¿Yo? ¿Cuándo?

—Hace un mes. ¿No se acuerda? Una cocacola.

—¡Oh, por favor!, que una mujer tan linda como usted me diga eso. Seguro que es una equivocación.

Cuando le digo que es linda, sonríe.

—Debo estar confundida —dice entonces.

—Seguro.

La miro con una sonrisa. Todavía puedo embaucar a una mujer. Es fácil. Sólo hay que dedicarle tiempo.

—¿Por qué no se tiñe el pelo de rubio? —digo, continuando la broma—. Si usted se tiñera de rubio luciría mil veces mejor.

—¿Usted cree? —dice, pasándose la mano por el cabello.

—Seguro.

Abre la caja contadora. Mete el dólar. Me devuelve setenta y cinco centavos.

—Gracias —digo.

—Gracias a ti —dice—. Lo de la cocacola debe ser una confusión.

—Seguro.

Salgo de allí con el periódico bajo el brazo, cantando en voz baja Nowhere man. Al pasar frente a un negro que me mira desde la puerta de su casa con ojos siniestros, le digo:

—¡Hola, paisano!

Sonríe.

—Coño, flaco. ¿Cómo estás? ¿Quién eres tú?

—El flaco —respondo—. Nadie más que el flaco.

—Coño, pues me agrada tener un socio más. Yo soy Masa limpia. Llegué en un barco hace cinco años. Aquí me tienes. Esta es tu casa.

—Gracias —digo—. Gracias Masa limpia.

—¡Ya sabes! —dice Masa limpia, levantando su puño a guisa de saludo.

Sigo en dirección al boarding home. Al pasar junto a una casa rodeada de una alta cerca, un perro negro, enorme, se abalanza sobre mí y comienza a ladrarme enfurecido. Me detengo. Cuidadosamente extiendo mi mano por encima de la cerca y le acaricio la cabeza. El perro ladra una vez más, confundido. Luego, se sienta sobre sus patas traseras y comienza a lamerme la mano. Dueño de la situación, me inclino sobre la cerca y le doy un beso en el hocico. Sigo mi camino. Al llegar al boarding home veo a Pedro, un indio silencioso que nunca habla con nadie. Está sentado en la puerta de la casa.

—Pedro —le digo—. ¿Quieres tomarte un café?

—Sí —dice.

Le doy una quora.

—Gracias —dice, con una sonrisa. Es la primera vez que veo a Pedro sonreír.

—Soy peruano —dice—. Del país del cóndor.

Entro. Voy hacia el cuarto de las mujeres y empujo suavemente la puerta. Francis está en su cama, dibujando. Me siento junto a ella y le doy un beso en la cara. Deja su dibujo y me toma del brazo.

—Vamos a buscar casa —digo.

Hojeo la página primera del diario.

PEKÍN DESECHA LAS IDEAS

DE MARX POR ANTICUADAS.

AEROPIRATAS VAN A MATAR MÁS REHENES.

EXONERADA MUJER QUE MATÓ A SU MARIDO.

Me basta. Busco rápidamente la página de anuncios clasificados, y leo: «Apartamento amueblado. Dos dormitorios. Terraza. Alfombra. Piscina. Agua caliente gratis. Cuatrocientos pesos».

—¡Ese, mi cielo! —dice Francis.

—No. Es muy caro.

Sigo buscando. Leo toda la columna de alquileres, y al final, señalo con el dedo.

—Éste.

Es en Flagler y la 16.ª Avenida. Vale doscientos cincuenta pesos. Hay que ir y hablar personalmente con la dueña. Una señora llamada Haidee que recibe visitas de nueve a seis. Son las tres de la tarde.

—Voy allá ahora mismo —digo a Francis.

—¡Ay, Dios mío! —dice ella, apretándose contra mí.

—¿Me veo bien? —le pregunto, alisándome el pelo con las manos.

—Yo te veo bien —dice ella.

—Pues voy a hablar con esa mujer —digo.

Me pongo de pie.

—Mi cielo —dice Francis, rebuscando algo en su gaveta—. Coge esto y póntelo debajo de la lengua cuando vayas a hablar con esa señora. Esto no falla.

—¿Qué es?

—Canela en rama —dice— Esto da suerte.

La tomo y me la guardo en el bolsillo.

—Lo haré —digo. Le tomo una mano y la beso. Salgo en dirección a la calle. Al pasar junto a Pepe, el más viejo de los dos retrasados, le cojo la cabeza calva entre las manos y le doy un beso en ella. Me toma de la mano.

—¿Tú me quieres, niñito? —dice.

—¡Claro que sí!

Me coge una mano y me la besa.

—Gracias, niñito —dice, emocionado.

—¿Y a mí? ¿Y a mí? —dice desde su silla René, el otro retardado.

—A ti también —digo.

Se pone de pie y se me acerca arrastrando los pies. Me abraza fuerte. Luego ríe escandalosamente.

—¿Y a mí, William? —dice Napoleón, el enano colombiano—. ¿Me quieres a mí? ¿Soy digno de tu aprecio?

—Sí —digo—, tú también.

Entonces viene hacia mí y me abraza por la cintura.

—Gracias, William —dice, con voz emocionada—. Gracias por quererme a mí también; un pecador.

Me echo a reír. Me deshago de su abrazo. Salgo en dirección a Flagler Street.

Al llegar a Flagler y la 8.ª Avenida, un yanki viejo, sentado en una silla de ruedas, me pide un cigarrillo. Tiene una barba rubia y desaseada, y viste harapos. Le falta una pierna.

Le doy el cigarro.

—Sit down here, just a minute —dice, tomándome de la mano.

Me siento en un banco, a su lado.

—Have a drink —dice, sacándose del vientre una botella de vino de ciruelas.

—No —digo—. I have to go.

—Have a drink! —ordena con energía. Se da un trago largo y después me pasa la botella. Bebo. Me gusta. Bebo otra vez.

—Are you veteran of the Vietnam war? —pregunto.

—No —dice—. I’m veteran of the shit war.

Me echo a reír.

—Okay —digo—. But may be you fought in the second world war. Did you?

—Oh, yes! —dice—. I fought in the Madison Square Garden, and in Disneyland too.

De repente, se indigna:

—Why you, cuban people, want to see all the time how brave we are? Go and fight your fucking mother.

—Sorry —digo.

—Dont worry —dice, más calmado—. Have a drink —da un nuevo trago y me pasa la botella. Bebo tres largos tragos.

El semblante se le anima.

—You are a nice fellow —dice.

—Thank you —digo, poniéndome de pie—. I have to go.

Le tomo una mano mugrosa y se la aprieto fuerte. Pasa un camión manejado por un negro americano con un enorme letrero escrito en pintura roja: «THANK YOU BUDDY».

Suelto la mano del yanki vagabundo y sigo mi camino rumbo a la 16.ª Avenida. Al llegar a la 12.ª Avenida, alguien grita mi nombre. Me vuelvo. A duras penas reconozco a Máximo, un viejo amigo que ha recorrido como yo varios centros psiquiátricos. Ha adelgazado mucho y viste una ropa sucia y haraposa. Está descalzo.

—¡Máximo! —digo, estrechándole la mano—. ¿Qué te ha pasado?

—Preferí huir —dice—. Estaba en un home, como tú, y preferí huir. ¡A la calle! ¡A lo que sea!

—Máximo —digo—, vuelve allí, coño. Te veo mal.

—No me digas que vuelva —dice, mirándome iracundo a los ojos—. Voy a pensar que tú también estás en la conspiración para destruir mi vida.

—¿Qué conspiración, Máximo?

—Esta conspiración —dice, haciendo un gesto con la mano que quisiera abarcarlo todo—. ¡Putas y maricones! —dice—. Todo el mundo, puta o maricón.

—Máximo... —pero no sé qué más decirle. Ha preferido la calle. Ha optado por defender lo que le resta de libertad, antes que vivir en un home con otro Curbelo, otro Arsenio, otros Reyes, otros Pepes y Renés.

—Mejor no me digas nada —dice—. ¿Tienes dinero para un café?

Extraigo una quora del bolsillo y se la doy.

—Así y todo —dice Máximo—. Así y todo, yo no quisiera volver a Cuba jamás.

Lo miro. Comprendo que defiende su libertad. Su libertad de vagar y destruirse lentamente. Pero su libertad. Lo abrazo. Doy media vuelta y sigo mi rumbo.

Camino varias cuadras hasta que me detengo, a la altura de la 16.ª Avenida, ante una casa amarilla de dos plantas. Su número corresponde al del anuncio del periódico. La puerta principal está abierta. Entro. Busco el apartamento seis, donde vive la señora Haidee. Todo huele a pintura fresca. Es agradable. Voy hasta la puerta número seis y llamo. Espero. Ladra un perro desde adentro. Luego se abre la puerta y aparece una mujer gruesa, de unos cincuenta años.

—¿Haidee? —digo—. Vengo por el anuncio del periódico.

—Pase —dice, con voz agradable.

Entro. Me siento en un sofá. Ella se sienta frente a mí en una silla de mimbre. Me estudia el rostro.

—¿Tú no eres de La Habana?

—Sí.

—¿Tu familia no vivía en la calle San Rafael, cerca del cine Rex?

—Sí —digo, asombrado.

—¿Tú no eres el hijo del doctor Figueras, el abogado que tenía un bufete cerca del Capitolio Nacional?

—En efecto.

—¿Tu mamá no se llama Carmela?

—Sí —exclamo, riendo.

—¡Muchacho! —dice alegremente—. Yo fui amiga de tu madre muchísimos años. Vendíamos juntas productos Avon.

—¡Qué magnífico! —digo.

—¿Vienes por el apartamento?

—Sí —digo—. Somos dos. Mi señora y yo.

—¿Quieres verlo?

—Sí.

Se levanta de su silla y va hasta un aparador. Abre una gaveta y saca un mazo de llaves. Sonríe en todo momento.

—¡Qué suerte que vengas tú! —dice—. No me gusta alquilar a extraños.

Salimos. Caminamos por un pasillo oscuro y nos detenemos ante una puerta marcada con el número dos. Haidee abre la puerta. Pasamos adentro.

«¡Es magnífico!», pienso al entrar.

Es un apartamento acabado de pintar. Amplio y bien iluminado. Su cocina es nueva. Su refrigerador también. Tiene una cama de matrimonio, tres butacas y un aparador.

—Closet... —dice ella, abriendo un closet enorme.

—Me gusta —digo, entusiasmado—. Me quedo con él.

—¿Ahora mismo? —pregunta Haidee.

—No. Mañana. ¿Me lo puedes reservar hasta mañana?

Sonríe.

—Puedo —dice—. No se hace, pero por ser tú, te lo reservaré.

—Gracias, Haidee...

—Tu madre y yo fuimos grandes amigas —dice—. ¡Grandes!

Me toma por el brazo.

—Aquí no vas a tener problemas —dice—. Todo el mundo es tranquilo. Tienes el mercado cerca. Y además, estaré yo.

—¿La luz es gratis, Haidee?

—La luz y el gas —dice—. Todo te sale por doscientos cincuenta. Pero este mes tienes que pagar cien pesos más. Exigencia del dueño —explica—. Si fuera por mí, no tendrías que dar nada.

—Lo sé —digo.

Hablamos un rato más. De La Habana, de amigos comunes, de su proyecto de viajar a Cuba en estos meses. Hablamos de Madrid, lugar por el que pasamos ambos antes de llegar a los Estados Unidos. Finalmente, le tiendo la mano.

—Bien, Haidee, espérame mañana por la tarde —le digo.

Me atrae hacia ella y me besa en la mejilla.

—¡Me alegro tanto de tenerte de vecino! —dice—. Aquí estarás bien.

La beso en la cara.

—Adiós, Haidee —digo, reculando hacia la puerta de la calle.

—Hasta mañana —dice, saludando desde su puerta.

Salgo de nuevo a la calle. El sol comienza a declinar. Me detengo unos segundos en la acera y respiro fuerte. Sonrío. Quisiera tener ahora a Francis junto a mí y abrazarla con fuerza. Lenta, reposadamente. Regreso al boarding home.

Llego al boarding home a eso de las seis de la tarde. El señor Curbelo ya se ha marchado y en su buró se sienta ahora Arsenio, el encargado, con su eterna lata de Budweiser en las manos.

—Oye, Mafia —me dice al verme llegar—. Siéntate un rato aquí. Vamos a conversar.

Me siento en una silla junto a él. Lo miro a la cara. Aunque me repugna intensamente, me da algo de pena. Tiene sólo treinta y dos años, y lo único que sabe hacer en esta vida es beber y jugar a la charada. Sueña con ganarse mil pesos de un solo golpe y entonces...

—Si gano, Mafia, si sale el 38 esta noche, me compraré una camioneta y me dedicaré al negocio de recoger cartones viejos. ¿Sabes a cuánto pagan la tonelada de cartón?

¡A setenta pesos! ¿Te gustaría trabajar conmigo en esa camioneta?

—Primero tiene que salir el 38 —digo—. Después, estoy seguro de que te beberías los mil pesos en un día.

Se echa a reír.

—Dejaría de beber —dice—. Te juro que dejaría de beber.

—Tú estás perdido ya —digo—. Eres un animal, querido amigo.

—¿Por qué? —dice—. ¿Por qué no me estimas, Mafia? ¿Por qué nadie me quiere?

—Tu vida es un desastre —digo—. Te has acomodado aquí, en esta casa inmunda. Si necesitas dos pesos, los robas a los locos. Si tienes ganas de mujer, te echas a Hilda, la vieja decrépita. Curbelo te explota; pero tú eres feliz. Les pegas a los locos. Mandas como un sargento. No tienes imaginación.

Ríe otra vez.

—¡Un día coronaré! —dice.

—¿Qué significa eso de «coronar»? —digo.

—Coronar quiere decir, en el lenguaje de los viejos delincuentes, dar un golpe sonado. Robar algo grande. Cien mil. Doscientos mil. Aquí, donde tú me ves, yo estoy planeando un palo gordo. Y coronaré. ¡Coronaré! Y entonces te diré: «Coge, Mafia, doscientos pesos. ¿Te hace falta más? ¡Coge trescientos!».

—Eres un soñador —digo—. Bebe. Es lo mejor que puedes hacer.

—¡Ya me verás! —dice—. ¡Ya me verás por Miami, con veinte cadenas de oro al cuello y una buena rubia al lado! ¡Ya me verás con un Cadillac «Dorado»! ¡Ya me verás con un reloj de tres mil pesos y un traje de seiscientos! ¡Ya me verás, Mafia!

—¡Ojalá corones! —digo.

—¡Ya me verás!

Me paro. Doy media vuelta y me encamino hacia el cuarto de las mujeres. Al llegar, empujo suavemente la puerta y paso adentro. Francis está en su cama, acomodando su ropa en dos jabas de cartón. Voy hasta ella lentamente, y la abrazo por la cintura. La beso en el cuello.

—¡Mi cielo! —dice—. ¿Viste a esa mujer? ¿Cogiste la casa?

—Sí —digo—. Mañana a estas horas estaremos durmiendo en una cama limpia y sabrosa.

—¡Dios mío! —dice mirando al techo—. ¡Ay, Dios mío!

—Una sala comedor —digo—. Un cuarto. Una cocina. Un baño. Todo limpio, bonito, acabado de pintar. Todo para nosotros.

—¡Mi cielo, mi cielo! —dice—. ¡Bésame!

La beso en la boca. La aprieto un seno por encima del vestido. Huele bien. Con unas cuantas libras más y un poco de cuidado, será bonita. La tiendo suavemente en la cama. Le quito los zapatos. Voy hasta la puerta del cuarto y le paso el pestillo. Ella misma se desnuda esta vez.

—Mañana... —digo, mientras la entro lentamente—. Mañana estaremos haciendo lo mismo en nuestra propia casa.

—Mi cielo... —dice ella.

Esta noche soñé que estaba de nuevo en La Habana, en el salón de una funeraria de la calle veintitrés. Me rodeaban numerosos amigos. Tomábamos café. De pronto se abrió una puerta blanca y entró un ataúd enorme cargado por una docena de viejas plañideras. Un amigo me dio un codazo en las costillas y me dijo:

—Ahí traen a Fidel Castro.

Nos volvimos. Las viejas dejaron el féretro en el centro del salón y salieron llorando a todo pulmón. Entonces el ataúd se abrió. Fidel sacó primero una mano. Luego la mitad del cuerpo. Finalmente salió por completo de la caja. Se arregló el traje de gala, y se acercó sonriente hasta nosotros.

—¿No hay café para mí? —preguntó.

Alguien le dio una taza.

—Bien. Ya estamos muertos —dijo Fidel—. Ahora verán que eso tampoco resuelve nada.

Desperté. Ya es de día. El gran día. Dentro de tres horas llegarán los cheques y Francis y yo saldremos del boarding home. Salto de la cama. Cojo la toalla mugrosa y una astilla de jabón y me dirijo al baño. Me aseo. Orino. Dejo la toalla y el jabón en el baño sabiendo que ya no los necesitaré más. Salgo hacia la sala. Los locos están desayunando, pero Francis está allí, sentada en un rincón, junto al televisor.

—No pude dormir —me dice—. ¡Vámonos ya!

—Hay que esperar —digo—. Los cheques vienen a las diez.

—Tengo miedo —dice—. ¡Vámonos ya!

—Tranquila —digo—. Tranquila. ¿Ya recogiste tus cosas?

—Ya.

—Tranquila entonces —digo, dándole un beso en la cabeza.

La miro. Sólo pensar que esta tarde estaré haciendo el amor con ella en una cama limpia y blanda, se me endurece el sexo.

—Tranquila —digo, metiendo la mano por debajo de su vestido y apretándole suavemente un seno—. Tranquila...

La suelto. Me meto la mano en los bolsillos y descubro que me quedan dos quoras. Bien. Tomaré café. Compraré un diario y pasaré estas dos horas, hasta que lleguen los cheques, entretenido en algún banco. Le doy un beso en la boca. Salgo en dirección a la cafetería de la esquina.

Es una hermosa mañana. Por primera vez en mucho tiempo miro el cielo azul, los pájaros, las nubes. Tomar café, encender un cigarro, hojear el periódico del día, se convierten de pronto en cosas deliciosas. Por primera vez en mucho tiempo siento que el peso que siempre cargan mis hombros ha desaparecido. Que mis piernas pueden correr. Que mis brazos desean probar su fuerza. Cojo una piedra de la calle y la tiro lejos, en dirección a un campo yermo. Me recuerdo que un día, de muchacho, fui un buen jugador de base ball. Me detengo. Aspiro el aire fresco de la mañana. Los ojos se me llenan de lágrimas de felicidad. Llego a la cafetería y pido café.

—Hazlo bueno —digo a la mujer.

La mujer lo hace con una sonrisa.

—Especial para usted —dice, llenando la taza.

Lo bebo en tres sorbos. Está bueno. Pido también un diario. La mujer lo trae. Pago. Doy media vuelta y busco con los ojos un lugar limpio y tranquilo. Al final descubro un muro blanco, a la sombra de un árbol. Llego hasta allí y me siento. Abro el periódico y comienzo a leer con una gran paz en el alma.

EX NOVIO DOLIDO LA SECUESTRA, AMORDAZA Y MATA

LA MUERTE ACECHA A LOS OSADOS PILOTOS DE HELICÓPTEROS EN LA OSCURIDAD.

LÍDER RUSO PROPONE ADIÓS A LAS ARMAS.

Alguien se detiene junto a mí. Alzo la cabeza. Es Francis. Ha venido detrás de mí. Se sienta a mi lado. Me toma por el brazo. Hunde la cabeza en mi pecho y permanece silenciosa durante unos segundos.

—El cartero ya llegó —murmura después.

—¿Sabes si trajo los cheques?

—No sé —dice—. Ese hombre... Curbelo, cogió los sobres.

—¡Vamos allá! —digo.

Dejo el periódico sobre el muro y me pongo de pie. La levanto suavemente por el brazo, tiembla.

—¡Ay, Dios mío! —dice, mirando al cielo.

—Tranquila... —digo, arrastrándola suavemente.

—¿Es linda la casa, mi cielo?

—Es perfecta —digo, apretándola por los hombros—. Una sala comedor, un cuarto, una cocina, un baño, una cama de matrimonio, un aparador, tres sillas...

Caminamos hacia el boarding home.

Al llegar a la casa nos separamos. Ella va hasta su cuarto, a recoger sus últimas pertenencias, y yo me dirijo al mío, a recoger mi maleta. Al pasar junto al buró del señor Curbelo veo que éste está, en efecto, abriendo los sobres con los cheques del Seguro Social. Reyes, el tuerto, se le acerca a pedirle un cigarro.

—¡Largo! —dice Curbelo—. ¿No ves que estoy trabajando?

Sonrío. Continúo hasta mi cuarto. Cojo la maleta y meto en ella dos o tres camisas, mis libros, un jacket y un par de zapatos. La cierro. Pesa bastante, a causa de mis libros, que suman más de cincuenta. Cojo el libro de poetas románticos ingleses y me lo meto en el bolsillo. Echo una última ojeada al cuarto. El loco que trabaja en la pizzería ronca en su cama con la boca abierta. Una pequeña cucaracha le corre por la cara. Salgo de allí. Al llegar ante el buró del señor Curbelo, dejo caer mi maleta. Me interroga con la mirada.

—Deme mi cheque —digo—. Me voy.

—Eso no es así —dice—. Yo te lo daré, pero eso no es así. Tenías que habérmelo notificado con quince días de antelación. Ahora me dejas una cama vacía. Eso es dinero que pierdo.

—Lo siento —digo—. Deme mi cheque.

Lo busca entre el grupo de sobres. Lo saca. Me lo da.

—¡Arranca! —dice, irritado.

Salgo de allí. Pongo la maleta en un rincón de la sala, y entro en el cuarto de las mujeres. Francis está allí, con las jabas preparadas. Le enseño mi cheque.

—Ve y pídele el tuyo —digo.

Sale en busca de Curbelo. Me siento en su cama a esperar. Al cabo de un rato increíblemente largo, reaparece en el cuarto con el semblante pálido y las manos vacías.

—No me lo quiere dar —dice.

—¿Por qué? —pregunto indignado.

Salgo rápidamente hacia el buró de Curbelo.

—El cheque de Francis —digo, parándome ante él—. Ella se va conmigo.

—Eso no es posible —dice Curbelo mirándome por encima de sus espejuelos.

—¿Por qué?

—Porque Francis es una mujer enferma —dice—. Su madre la trajo a este home personalmente y la puso en mis manos. Yo soy responsable de todo cuanto le pase.

—¡Responsable! —exclamo con desprecio—. Responsable de sábanas sucias y toallas mugrientas. De charcos de orín y de comida inservible.

—¡Eso es mentira! —dice—. Esta es una casa de orden.

Indignado, doy un paso hacia él y le arranco el mazo de cheques de las manos. Se pone de pie. Trata de quitármelos, pero le doy un empujón que lo hace caer sentado sobre un cesto de basura.

—¡Arsenio! —grita desde allí—. ¡Arsenio!

Busco rápidamente el cheque de Francis. Lo encuentro. Me lo echo al bolsillo y tiro sobre el buró los sobres restantes. Francis me aguarda en la puerta.

—¡Sal! —le grito.

Ella sale con sus dos jabas enormes. Detrás salgo yo con mi pesada maleta.

—Mi cielo... —dice Francis.

—¡Camina! —digo—. ¡Huye de aquí!

—¡Es que esto pesa! —dice, señalando las jabas.

Le arranco una jaba de las manos y la cargo también, junto con la maleta.

—¡Arsenio! —grita allá adentro el señor Curbelo.

Caminamos deprisa por la calle primera en dirección a la avenida dieciséis. Pero mi maleta es enorme, vieja, y al llegar a la séptima avenida se abre completamente y los libros y la ropa se desperdigan por el suelo. Me agacho rápidamente a recoger los libros. Meto en la maleta unos cuantos. Suena una sirena de la policía, y entonces un carro patrullero se detiene ante nosotros cortándonos el camino. Me incorporo lentamente. Del auto salen Curbelo y un policía.

—A ver, paisano... —dice el policía tomándome por un brazo.

—Estate quieto, paisano. ¿Este es el paisano? —pregunta el policía al señor Curbelo.

—Sí —dice éste.

—A ver, paisano —dice el policía con voz ecuánime, casi indiferente—. Dame esos cheques.

—¡Son nuestros! —digo.

—Está loco —dice entonces Curbelo—, Está descompensado. No toma sus pastillas.

—Dame, paisano —dice el policía.

No tengo que dárselos. Ve que los tengo en el bolsillo de la camisa y me los arranca de allí.

—Es un muchacho muy problemático —dice el señor Curbelo.

Miro a Francis. Llora. Está agachada en el suelo, recogiendo aún mis libros regados. Mira a Curbelo con rabia y le tira un libro a la cara. El policía me toma por el brazo y me lleva hasta su auto. Abre la puerta posterior y me indica que entre. Entro. Cierra la puerta. Regresa junto al señor Curbelo. Hablan en voz baja durante unos minutos. Luego veo que Curbelo levanta a Francis del suelo y coge una de sus jabas. Luego la toma por el brazo y comienza a arrastrarla en dirección al boarding home.

El policía recoge mis cosas del suelo y las introduce de cualquier manera en el maletero de su coche patrullero. Luego entra en el auto y se pone al timón.

—Lo siento, paisano —dice, echando a andar el motor.

El auto sale rápidamente.

El carro patrullero cruzó la ciudad de Miami y se adentró en los barrios del norte. Finalmente se detuvo ante un edificio enorme, gris. El policía descendió del coche y luego abrió la puerta trasera.

—Baja —ordenó.

Bajé. Me tomó fuertemente por el brazo y me condujo hasta una especie de lobby grande y bien iluminado. Nos detuvimos ante una pequeña oficina que decía «Admission». El policía me empujó por el hombro y entramos a ella.

—Siéntate —ordenó.

Me senté en un banco. Luego el policía se acercó a un buró y habló en voz baja con una mujer joven, vestida con una larga bata blanca.

—Paisano —dijo el policía después, volviéndose hacia mí—. ¡Acércate!

Voy hasta él.

—Estás en un hospital —me dice—. Aquí te quedarás hasta que te cures. ¿Claro?

—Yo no tengo nada —digo—. Sólo quiero irme a vivir con mi mujer a un lugar decente.

—Eso —dice el policía—. Eso se lo explicas a los médicos después —se da un golpe en la pistolera. Sonríe a la mujer del buró. Sale lentamente de la oficina. Entonces la mujer se incorpora, toma un mazo de llaves de una gaveta, y me dice:

—Come with me.

La sigo. Abre una puerta enorme con una de las llaves, y me hace pasar a un salón sucio y mal iluminado. Hay allí un hombre de barba gris y larga, casi desnudo, que recita en voz alta fragmentos de Zarathustra, de Nietzsche. Hay también varios negros harapientos que fuman en silencio de un mismo cigarro. Veo también a un muchacho blanco, que solloza quedamente en un rincón y grita: «¡Madre! ¿dónde estás?». Hay una mujer negra, de buen porte, que me mira con expresión idiotizada; y otra mujer blanca, con aspecto de prostituta, que tiene unos senos enormes que le caen en el ombligo. Es ya de noche. Camino por un largo pasillo que conduce a un cuarto lleno de camas de hierro. Descubro, en un rincón, un teléfono público. Saco una quora del bolsillo y la introduzco en él. Marco el número del boarding home. Espero. Arsenio contesta al tercer timbrazo.

—¿Mafia? —me dice—. ¿Eres tú?

—Soy yo —digo—. Ponme con Francis.

—Está en su cuarto —dice Arsenio—. Curbelo le ha inyectado dos cloropromazinas en la vena y la ha tumbado en la cama. Estaba dando gritos. No quiso comer. Se rompió el vestido con las manos. Mafia... ¿Qué le hiciste a esa mujer? ¡Está loca por ti!

—Olvida eso —digo—. Mañana llamaré otra vez.

—Aquí están tus libros —dice Arsenio—. El policía los trajo. Mafia, de hombre a hombre te lo digo, ¿sabes por qué te volviste medio loco? Por leer.

—Olvida eso —digo—. Sigue apuntando al 38.

—Seguro —dice Arsenio—. ¡Y ya me verás por Miami! ¡Ya me verás!

—Hasta luego —digo.

—Hasta luego —dice Arsenio.

Cuelgo. Apenas lo hago, escucho que alguien grita mi nombre desde el salón principal. Voy hacia allá. Un hombre de bata blanca me espera.

—¿Es usted William Figueras?

—Soy.

—Pase adentro. Quiero hablar con usted. Yo soy el doctor Paredes.

Entro en una oficina pequeña, sin ventanas. Hay un buró y tres sillas. Las paredes están decoradas con retratos del escritor Ernest Hemingway.

—¿Es usted devoto de Hemingway? —pregunto, al sentarme.

—Lo he leído —dice el doctor Paredes—. Mucho.

—¿Ha leído Islas en la corriente?

—Sí —dice—. ¿Has leído tú, Muerte en la tarde?

—No —digo—. Pero he leído París era una fiesta.

—Magnífico —dice el doctor—. Ahora quizás nos entendamos mejor. A ver, William, ¿qué te pasó?

—Quise ser libre otra vez —digo—. Quise huir del home donde vivía y empezar una nueva vida.

—¿Te llevabas una muchacha?

—Sí —digo—, Francis, mi futura mujer. Ella iba conmigo.

—El policía dice que era un rapto.

—El policía miente —digo—. Repite lo que le dijo el señor Curbelo, el dueño del home. Esa mujer y yo nos queremos.

—¿Amor, amor? —pregunta el doctor Paredes.

—Amor —digo—. Quizás no era todavía un gran amor. Pero era algo que estaba floreciendo.

—¿Oyes voces, William?

—Antes —digo—. Ya no las oigo.

—¿Ves visiones?

—Antes. Ya no las veo.

—¿Qué te ha curado?

—Francis —digo—. Tenerla a mi lado me ha dado nuevas fuerzas.

—Si es verdad lo que dices, yo te ayudaré —dice el doctor Paredes—. Pasarás unos días aquí y yo personalmente trataré de arreglar este problema. Hablaré con Curbelo.

—¿Usted lo conoce?

—Sí.

—¿Qué opinión tiene de él?

—Es un comerciante. Exclusivamente un comerciante.

—Exacto —digo—. Y además, un hijo de perra.

—Bien —dice el doctor Paredes—. Ahora puedes salir. Mañana hablaremos de nuevo.

—¿Me da un cigarrillo?

—Sí —dice—. Guárdate esta caja.

Me tiende una caja de Winston casi llena de cigarrillos. Me la echo en el bolsillo. Salgo de la oficina. Regreso otra vez al salón donde están los otros locos. Llego en el momento en que el hombre que recita el Zarathustra acorrala a una mujer negra en un rincón y comienza a levantarle el vestido por la fuerza. La mujer trata de deshacerse de él con las manos. El hombre que recita el Zarathustra tira a la mujer en el suelo y comienza a tocarle los muslos y el sexo. Mientras lo hace, recita con voz de ultratumba:

He caminado por valles y montañas.

Y he tenido el mundo a mis pies.

Hombre que expías, ¡sufre!

Hombre que crees: ¡Ten fe!

Hombre rebelde: ¡Ataca y mata!

Salgo de allí en dirección al cuarto de las camas de hierro. Tengo sueño. Llego a una de estas camas y me dejo caer en ella. Pienso en Francis. La recuerdo otra vez junto a mí, en el portal de la iglesia bautista, con su hombro metido en mis costillas.

—Mi cielo... ¿Tú fuiste comunista alguna vez?

—Sí.

—Yo también. Al principio. Al principio. Al principio... Me quedo dormido. Sueño que Francis y yo escapamos a la carrera por un campo de hortalizas. De pronto, se ven a lo lejos los faros de un auto. Es el auto del señor Curbelo. Nos echamos en el suelo, para que no nos vea. El señor Curbelo avanza en su automóvil sobre los sembrados de hortalizas. Se detiene junto a nosotros. Finge que no nos ve. Francis y yo, tomados de la mano, permanecemos casi fundidos con la tierra. Curbelo sale del auto con un largo fusil de pesca submarina. Se detiene sobre mí con sus patas de rana.

—¡Dos esturiones! —grita a toda voz—. ¡Dos enormes esturiones! Esta vez sí ganaré el primer lugar. La copa de oro será mía. ¡Mía!

Francis y yo mordemos la tierra bayo sus pies.

Pasé siete días en el Hospital Estatal. Llamé una vez más al boarding home, pero volvió a salirme Arsenio con la noticia de que Francis seguía inconsciente en su cama. No pude llamar más. Se me acabaron las monedas. También se me acabaron los cigarros.

Al séptimo día, el doctor Paredes me llamó de nuevo a su oficina.

—Tengo algo —dice.

Saca un póster de Hemingway y me lo da.

—¿Es un regalo?

—Sí, para que tengas fe en la vida.

—Bien —digo—. ¿En qué pared lo colgaré?

—No te preocupes —dice—. Quizás lo puedas colgar en ese cuarto limpio y bien iluminado a donde querías mudarte.

—¿Francis vendrá también?

—Eso hay que verlo —dice—. Ahora vamos tú y yo a hablar con el señor Curbelo. Si la muchacha quiere irse contigo, nadie puede impedírselo.

—Me alegro —digo.

—Este es un país muy libre —dice Paredes.

—Lo creo —digo.

Miro el póster de Hemingway. Es un Hemingway triste. Se lo digo a Paredes.

—Era ya un hombre enfermo —dice éste—. Esa fue una de las últimas fotos que le hicieron antes de morir.

—Quería ser un dios —digo.

—Y casi lo consigue —dice Paredes.

Se pone de pie. Va hasta la puerta de la oficina y la abre.

—Vamos —dice—. Vamos al boarding home.

Salgo detrás de él. Caminamos juntos por el largo pasillo. Paredes se detiene ante la enorme puerta de la entrada y la abre con su llave.

—Vamos —dice.

Salimos otra vez al lobby. Lo cruzamos y nos encaminamos al parqueo del hospital.

—Hago esto por ti —dice Paredes—. Creo que nunca lo he hecho por nadie.

—¡Oh, vamos! —digo—. ¿Se ha leído usted La breve vida feliz de Francis Mc. Combert?

—Sí. Es muy buena. ¿Te has leído tú La madre de un as?

—No me gusta tanto. Prefiero El Revolucionario.

—Hago esto por ti —ríe Paredes—. Porque en esta puñetera ciudad creo que nadie ha leído a Hemingway como tú.

Llegamos a un auto pequeño. Paredes abre sus puertas. Entro y me siento junto al timón.

—Yo quise ser escritor —dice Paredes, echando a andar su carro—. ¡Quisiera serlo aún!

Salimos en dirección al boarding home. En el camino, Paredes saca del gavetero del auto un papel mecanografiado y me lo tiende.

—Lo escribí ayer —dice—. A ver qué te parece.

Es una viñeta. Trata de un criado viejo que ha pasado cincuenta años sirviendo a un señor. Cuando el señor se muere, el criado llega hasta el cadáver, lo contempla largamente en silencio y le lanza un escupitajo a la cara. Luego limpia el escupitajo, vuelve a cubrir el rostro del muerto con una sábana, y sale arrastrando los pies.

—Está muy bien —digo.

—Me alegro de que te guste —dice él.

Cruzamos la ciudad en dirección al west. Volvemos a llegar a la calle Flagler y torcemos a la izquierda, rumbo al Down Town. Unas cuantas cuadras más, y llegamos.

—¿Curbelo sabe que venimos? —pregunto al doctor.

—Sí. El nos espera.

Descendemos del auto. De inmediato todos los locos que están sentados en las sillas de madera del portal se abalanzan sobre nosotros a pedirnos cigarros. Paredes saca una caja de Winston y se la entrega. Pasamos adentro. Curbelo está sentado en su buró.

—¡Hombre! —dice Curbelo al doctor Paredes—. ¡Dichosos los ojos!

Se estrechan la mano. Paredes y yo nos sentamos junto al buró de Curbelo.

—¿Cómo van esas competencias de pesca? —pregunta Paredes.

—¡Bien! —dice Curbelo—. Ayer gané el primer lugar. ¡La primera vez, en veinte años, que gano el primer lugar!

—¡Felicidades! —dice Paredes. Luego se vuelve a mí, y me mega—. William... ¿puedes dejarnos solos un momento?

Me levanto y salgo de allí. Voy hasta mi cuarto. El loco que trabaja en la pizzería salta de la cama cuando me ve llegar.

—¡Señor William! —exclama alegremente—. Lo creíamos preso.

Ida, Pepe, René, Eddy, todos los locos han llegado al cuarto y comienzan a saludarme efusivamente. Sobre mi cama, veo mi maleta llena de libros y ropas sucias.

—¿Viene a quedarse, señor William?

—No —digo—. Me voy con Francis a una casa propia.

Entonces Ida, la gran dama venida a menos, se me acerca y me pone las manos en los hombros.

—Cógelo con calma —dice.

—¿Qué cosa?

—Lo de Francis —dice—. ¡Cógelo con calma!

—¿Qué ha pasado?

—Francis ya no está aquí —dice Ida—. Ayer su madre vino de New Jersey y se la llevó.

No escucho más. Empujo a Ida sobre la cama y corro hacia el cuarto de las mujeres. Abro violentamente la puerta. En lugar de Francis, veo a una negra gorda y vieja acostada en su cama.

—Yo llegué ayer —dice la mujer—. La que estaba aquí, se fue.

—¿Dejó alguna nota? —pregunto con ansiedad.

No —dice la mujer—. Dejó solamente esto.

Y me enseña un mazo de dibujos de Francis. Allí estamos todos. Está Caridad, la mulata cocinera. Está Reyes, el tuerto; está Eddy, el loco versado en política internacional; está Arsenio, con sus ojos diabólicos; y estoy yo con un rostro duro y triste al mismo tiempo.

Llego al buró del señor Curbelo. Paredes me mira con ojos interrogantes.

—¿Ya lo sabes todo?

—Ya lo sé —respondo—. No se moleste más por mí. No hay nada que hacer.

—Lo siento —dice Paredes.

—Muchacho... —dice, entonces, el señor Curbelo—. Puedes quedarte aquí si así lo deseas. Tómate tus pastillas. Descansa. Mujeres sobran en esta vida.

Desde el comedor me llega la voz de la mulata Caridad anunciando la comida. Los locos salen en tumulto hacia allí. Curbelo se levanta y me empuja suavemente por los hombros.

—Ve —dice—. Come. En ningún lugar de este mundo estarás mejor que aquí.

Bajo la cabeza. Salgo, detrás de los locos, hacia el comedor.

¡Boarding home! ¡Boarding home! Ya hace tres años que vivo en este boarding home. Castaño, el viejo centenario que quiere morir constantemente, sigue gritando y apestando a orín. Ida, la gran dama venida a menos, continúa soñando que sus hijos de Massachusetts vendrán un día a rescatarla. Eddy, el loco versado en política internacional, sigue pendiente de los noticieros de televisión, y pidiendo a gritos una tercera guerra mundial. Reyes, el viejo tuerto, continúa supurando humor por su ojo de vidrio. Arsenio sigue mandando. Curbelo prosigue viviendo su vida de burgués con el dinero que nos saca.

¡Boarding home! ¡Boarding home!

Abro el libro de poetas ingleses, y leo un poema de Blake llamado Proverbios del infierno:

Conduce tu carreta y tu arado

sobre los huesos de los muertos.

El camino del dolor lleva al palacio

de la sabiduría.

La prudencia es una solterona rica y fea

a quien corteja la incapacidad.

Las horas de la locura son contadas por el reloj.

Me pongo de pie. En un rincón de la sala, Reyes, el tuerto, orina largamente. Arsenio llega hasta él y se quita el cinturón. Con la hebilla, da un violento cintarazo sobre la espalda del viejo tuerto. Llego hasta Arsenio y le quito el cinturón de las manos. Lo levanto sobre mi cabeza y lo dejo caer, con todas mis fuerzas, sobre el cuerpo esquelético del viejo tuerto.

Afuera, la mulata Caridad llama a comer. Habrá pescado frío, arroz blanco y lentejas crudas.

FIN