RETRATOS DE SUS HIJOS

Una noche de finales de octubre, cuando salía de casa para dar su paseo diario, Richard Cantling encontró un paquete apoyado en la puerta de entrada. Aquello lo contrarió. Le tenía dicho al cartero que llamara al timbre cuando le llevara cosas que no cupieran por la ranura del buzón, pero el hombre continuaba dejándole los paquetes en el porche, de donde cualquiera podía llevárselos tranquilamente. Aunque lo cierto era que no pasaba mucha gente por casa de Cantling, pues estaba bastante apartada, al final de una calle sin salida, en lo alto de los barrancos y casi oculta por una cortina de árboles. Aun así, siempre existía la posibilidad de que los estropearan la nieve o el viento.

Pero el enfado le duró poco. Por la forma del paquete, envuelto en basto papel de embalar y cuidadosamente cerrado con cinta aislante, resultaba evidente que se trataba de un cuadro. Y la mano que había escrito su dirección en mayúsculas con grueso rotulador verde era, sin lugar a dudas, la de Michelle. Otro autorretrato. Debía de estar arrepentida.

Estaba más sorprendido de lo que estaba dispuesto a admitir. Siempre había sido muy testarudo. Podía pasar años, incluso decenios, resentido por algo, y le costaba mucho reconocer sus errores. Michelle, su única hija, parecía haber heredado esos rasgos. No esperaba un gesto como aquel por su parte. Era…, en fin, bonito.

Soltó el bastón para poder meter el paquete en casa y abrirlo al abrigo del viento húmedo y tempestuoso de octubre. Medía un metro de alto y era sorprendentemente pesado. Lo arrastró con torpeza, cerró la puerta de una patada y fue empujándolo por el largo vestíbulo hasta el estudio. Las cortinas marrones estaban echadas y la sala estaba a oscuras y olía a polvo. Cantling tuvo que dejar el paquete para buscar a tientas el interruptor de la luz.

No había hecho mucha vida en el estudio desde la noche en que Michelle se había ido dando un portazo, dos meses atrás. Su autorretrato seguía colgado sobre la majestuosa chimenea de pizarra, que pedía a gritos un trapo. En las estanterías empotradas, sus novelas, encuadernadas en hermoso cuero oscuro, estaban desordenadas y polvorientas. Cantling miró el viejo cuadro y sintió una breve oleada de rabia que dejó a su paso una resaca de tristeza. Había sido tan feo por su parte… El retrato era bastante bueno, la verdad; para su gusto, mucho mejor que las atormentadas piezas abstractas que a Michelle tanto le gustaba pintar en sus ratos libres y las trilladas cubiertas de libros de bolsillo con las que se ganaba la vida.

Lo había hecho cuando tenía veinte años, como regalo de cumpleaños para él, y siempre le había tenido mucho cariño. Ninguna fotografía había captado tan bien no solo sus facciones (los pómulos altos y marcados, los ojos azules, el cabello rizado de color rubio ceniza), sino también su personalidad. ¡Tenía un aspecto tan juvenil, lozano y seguro! Y la sonrisa le recordaba enormemente a la de Helen, sobre todo en el día de su boda… Más de una vez le había dicho a Michelle cuánto le gustaba esa sonrisa.

Por eso había empezado por ella. Michelle cogió un puñal de la colección antigua de su padre y, con saña, arrancó la boca de cuatro puñaladas. Después le sacó los ojos, grandes y azules, como queriendo cegar el retrato. Cuando él entró corriendo en el estudio, ella ya estaba despedazando el lienzo con furiosos tajos, largos y tortuosos. Cantling no podía olvidar aquel terrible momento. ¿Cómo podía hacerle eso a su propia obra? No le cabía en la cabeza. Trató de imaginarse destrozando un libro suyo, de comprender qué podía llevar a alguien a cometer semejante acto, pero no pudo. Le resultaba impensable, inconcebible.

El retrato mutilado seguía en el mismo sitio. Aunque su obcecación le había impedido descolgarlo, tampoco soportaba mirarlo, así que había acabado por no entrar en el estudio. No había resultado tan difícil. La vieja casona, enorme y laberíntica, tenía más habitaciones de las que querría ni necesitaría un hombre que vivía solo. Se decía que unos cuantos capitanes de barcos de vapor habían morado en aquella casa de un siglo de antigüedad, construida en la época en que Perrot era una próspera ciudad fluvial. Su estilo gótico, propio de los vapores, y lo recargado de la ornamentación evocaban los buenos tiempos del río, y desde las ventanas del segundo piso y la azotea se disfrutaba de una vista preciosa del Misisipí. Tras el incidente del retrato, Cantling había trasladado la mesa y la máquina de escribir a un dormitorio de los que no utilizaba y se había instalado allí para trabajar, decidido a que el estudio se quedara tal como Michelle lo había dejado hasta que regresara para disculparse.

No esperaba que esa disculpa llegara tan pronto, ni tampoco de aquella forma. Le habría cuadrado más una llamada plañidera de teléfono, quizá, pero no otro retrato. Bien pensado, aquello era más bonito, más personal. Y era un gesto, un primer paso hacia la reconciliación. Richard Cantling se sabía completamente incapaz de tomar la iniciativa, por muy solo que se sintiera. Al mudarse a aquella ciudad fluvial de Iowa, había dejado a todos sus amigos en Nueva York y no había entablado nuevas relaciones. Nada fuera de la normalidad: nunca había sido una persona muy sociable. Algo parecido a la timidez lo apartaba de los demás, incluso de los pocos amigos que tenía y, de hecho, también de su familia. Helen solía recriminarle que se preocupara más de sus personajes que de los seres de carne y hueso, y Michelle había hecho suya esa recriminación desde la adolescencia. También Helen se había ido. Se habían divorciado hacía diez años, y llevaba muerta cinco. Michelle, por desagradable que fuera, era lo único que le quedaba. La echaba de menos, echaba de menos hasta las discusiones.

Pensó en Michelle mientras rasgaba el basto papel marrón. La llamaría, claro que sí, la llamaría y le diría lo bueno que era el nuevo retrato y cuánto le gustaba. Le diría que la echaba de menos, la invitaría a pasar juntos el día de Acción de Gracias. Sí, eso sería lo mejor. Ni una palabra de la discusión; no quería volver a ese punto, y ni Michelle ni él eran de los que se apeaban del burro así como así. Aquel orgullo terco, aquella cerrazón, era una marca familiar, tan connatural a ellos como los pómulos altos y la mandíbula cuadrada. La herencia de los Cantling.

Vio que el marco era antiguo y muy pesado, de madera, tallado con esmero, de sus preferidos. Iría de perlas con la decoración victoriana, mucho mejor que el delgado marco de latón del primer retrato. Cantling retiró el envoltorio, ansioso por ver la creación de su hija. Tenía casi treinta años. ¿O ya los había cumplido? Nunca se acordaba de su edad exacta; tampoco de su cumpleaños. En cualquier caso, pintaba mucho mejor que a los veinte, así que el nuevo retrato debía de ser fabuloso. Quitó el último trozo de papel y le dio la vuelta.

Su primera impresión fue la de estar ante una obra excelente, tal vez la mejor de Michelle Cantling.

Luego la admiración fue desvaneciéndose y dejó paso a la ira. No era ella. No era Michelle. Eso significaba que aquel retrato no sustituía al anterior, ultrajado con tanto encono. Era… otra cosa.

Otra persona.

Nunca antes había visto aquel rostro, pero lo reconoció como si lo hubiera visto mil veces. Vaya si lo reconoció.

Aunque el retrato representaba a un joven de unos veinte años o menos, tenía pinceladas grises en el pelo castaño y rizado, revoltoso y despeinado como de recién levantado, que le caía sobre los ojos verdes de mirada perezosa en los que brillaba, sin embargo, la chispa de algún secreto divertido. Los pómulos altos eran de los Cantling; no así la mandíbula. Una sonrisa sarcástica asomaba bajo la nariz ancha y chata, y su pose tenía un aire insolente. Llevaba un peto raído y una sudadera deshilachada de Good Guy de la WMCA, y sostenía una cebolla mordida en una mano. Al fondo se veía una pared de ladrillos cubierta de pintadas.

Era un personaje de Cantling.

Edward Donohue. Dunnahoo, como lo llamaban sus amigos y sus colegas, también personajes de Pasando el rato, la primera novela de Richard Cantling. Era el protagonista. Un tipo listo, de lengua afilada, demasiado inteligente para su desgracia. Al verlo en el retrato, le pareció que lo conocía de toda la vida, y así era en cierto modo. Lo conocía bien y también lo quería, claro, de esa forma tan peculiar en la que un escritor quiere a sus personajes.

Michelle había captado su esencia a la perfección. Cantling contempló el cuadro y revivió los recuerdos de aquella época: los acontecimientos sobre los que tanto se había volcado, las personas que había concebido y descrito con tanto esmero y cariño. Se acordó de Jocko, del Calamar, de Nancy, de la pizzería de Ricci (donde transcurría gran parte de la acción; la visualizaba con toda nitidez), el asunto de Arthur y la moto, el momento culminante de la pelea en la pizzería. Y de Dunnahoo. Sobre todo de Dunnahoo. Con sus impertinencias, sus tonterías, su pendoneo, su adolescencia. «Que se jodan si no saben encajar una broma», repetía una docena de veces como mínimo. Era la última frase del libro.

Richard Cantling sintió un extraño, intenso y profundo afecto, como si acabara de reencontrarse con un viejo amigo al que hubiera perdido la pista hacía mucho tiempo. Pero enseguida le vinieron a la cabeza las duras palabras que había intercambiado con su hija aquella noche, y de repente lo comprendió.

—Zorra —dijo en voz alta, con el gesto endurecido. Se giró iracundo y desesperado por no tener dónde descargar su rabia—. Zorra —repitió mientras salía del estudio y cerraba de un portazo.

—Zorra —le había dicho.

Ella se volvió con el cuchillo en la mano. Tenía los ojos hinchados y enrojecidos de tanto llorar y la sonrisa en la mano. Hizo una bola con ella y se la lanzó.

—Toma, cabronazo, ¿no te gusta tanto la sonrisa? Pues aquí la tienes.

La bola de lienzo le rebotó en la cara, cada vez más roja.

—Eres igual que tu madre. Siempre rompiendo cosas.

—Le dabas buenos motivos, ¿eh?

Cantling pasó por alto el comentario.

—¿Qué coño te pasa? ¿Qué coño crees que vas a conseguir con esta escena estúpida y melodramática? Porque no es más que eso, y lo sabes. Drama barato. ¿Quién coño te crees que eres? ¿Un personaje de Tennessee Williams? Déjalo ya, Michelle. Si escribiera una escena como esta, sería el hazmerreír.

—¡Esto no es uno de tus libros de mierda! —gritó Michelle—. Esto es la vida real. Mi vida. Soy una persona real, grandísimo mamón, no un personaje de un puto libro. —Le dio la espalda, levantó el cuchillo y apuñaló el cuadro una vez, y otra, y otra.

Cantling la observó, cruzado de brazos.

—Espero que estés disfrutando con este absurdo ejercicio.

—¡Me lo estoy pasando de puta madre!

—Perfecto. Sería una pena que no fuera de ninguna utilidad. Es muy significativo, ¿sabes? Estás machacando tu propia cara. No pensaba que te odiaras tanto.

—Los dos sabemos quién me metió dentro todo ese odio, ¿a que sí? —Había terminado. Se volvió y tiró el cuchillo. Lloraba de nuevo y respiraba entrecortadamente—. Me voy. Cabrón. Espero que te pudras aquí dentro. De veras.

—No he hecho nada para merecer esto —dijo Cantling con torpeza. No era precisamente una disculpa ni facilitaba el entendimiento mutuo, pero no era capaz de más. Pedir perdón nunca había sido lo suyo.

—Te mereces esto y mil veces más —le contestó Michelle. Con lo guapísima que era, en ese momento estaba horrorosa. Esa chorrada de que la cólera embellecía era un tópico lamentable, además de falso. Menos mal que nunca lo había usado—. Se supone qué eres mi padre. Se supone que me quieres. Se supone que eres mi padre, y me violaste, hijo de la gran puta.

Cantling tenía el sueño ligero. Se despertó en plena noche y se quedó sentado en la cama, temblando, con la sensación de que pasaba algo.

La habitación estaba oscura y en silencio. ¿Qué había sido eso? ¿Un ruido? Era muy sensible a los ruidos. Se escurrió de debajo de las mantas y se puso las zapatillas. El fuego del que había disfrutado antes de acostarse se había reducido a cenizas y en la habitación hacía frío. Buscó a tientas la bata de cuadros, que descansaba a los pies de la gran cama con dosel, se la puso, se anudó el cinturón y se acercó con sigilo a la puerta. A veces chirriaba, así que la abrió muy despacito y escuchó.

Había alguien abajo. Se oían ruidos.

El miedo se le concentró en la boca del estómago. No tenía pistola ni ninguna otra arma. No creía que sirvieran de nada. Además, se suponía que vivía en un lugar seguro. Aquello no era Nueva York. En Iowa, en el anticuado Perrot, en teoría estaba a salvo. Pero alguien se había colado en su casa, algo que no había sucedido en todos los años que había vivido en Manhattan. ¿Qué demonios tenía que hacer?

La policía, pensó. Cerraría la puerta de la habitación con llave y llamaría a la policía. Volvió a la cama y alargó la mano al teléfono.

Sonó.

Richard Cantling se quedó mirando el aparato. Tenía dos líneas: una de trabajo, conectada al contestador automático, y un número privado que no aparecía en la guía y que solo tenían sus amigos más íntimos. Las dos luces estaban encendidas y la que sonaba era la privada. Vaciló, pero terminó contestando.

—¿Diga?

—El hombre en persona —dijo una voz—. Que no se te vaya la olla, papá. Ibas a llamar a la poli, ¿no? Qué gilipollez. Soy yo. Baja y hablamos.

Se le secó la boca y sintió un nudo en la garganta. Aunque nunca había oído esa voz, la conocía, la conocía muy bien.

—¿Quién es?

—Qué pregunta más estúpida. Ya sabes quién soy.

—¿Quién? —insistió, aunque lo sabía.

—Dilo tú: Dunnahoo. —Cantling había escrito esa frase.

—No eres real.

—Hubo un par de críticos que dijeron eso mismo. Creo recordar que te cabreó bastante.

—No eres real.

—¡Me duele en el alma que digas eso, joder! Si no soy real, es culpa tuya. Así que deja de darme por saco, ¿vale? Mueve el culo y baja de una puta vez para que pasemos un ratito juntos. —Colgó.

Las luces del teléfono se apagaron. Richard Cantling se sentó en el borde de la cama, perplejo. ¿Qué era aquello? ¿Un sueño? No lo era. ¿Qué podía hacer?

Bajó.

Dunnahoo había encendido la chimenea del comedor y estaba arrellanado en el sillón reclinable de cuero, tomándose un botellín de Pabst Blue Ribbon. Cuando Cantling apareció por el marco arqueado de la puerta, Dunnahoo le dedicó una sonrisa indolente.

—El hombre —dijo—. ¡Pero bueno! ¡Si pareces más muerto que vivo! ¿Quieres una cerveza?

—¿Quién coño eres?

—Eh, que esta conversación ya la hemos tenido, no me fastidies. Píllate una birra y aposenta el culo cerca del fuego.

—Eres un actor. Eres un actor de mierda. Michelle te ha metido en esto, ¿verdad?

—¿Un actor? —Dunnahoo sonrió—. Bueno, eso es bastante poco probable, ¿no? Anda ya, ¿meterías algo tan chungo en una novela tuya? Ni de coña. Tú jamás lo harías, y si vieras a alguien que lo hace, en un taller de escritura o en un libro que estuvieras revisando, le arrancarías el hígado de cuajo.

Richard Cantling entró despacio en la habitación sin apartar los ojos del joven apoltronado en el sillón. No era ningún actor. Era Dunnahoo, el chaval de su libro, el rostro del retrato. Se sentó en una butaca mullida de respaldo alto sin dejar de observarlo.

—Esto es absurdo. Parece sacado de un relato de Dickens.

Dunnahoo soltó una carcajada.

—Esto no es Cuento de Navidad, tío, ni yo soy un puto fantasma navideño.

Cantling frunció el ceño. Quienquiera que fuese ese tipo, la frase era impropia del personaje.

—No cuela —replicó Cantling—. Dunnahoo no leía a Dickens. Batman y Robin, vale, pero a Dickens no.

—He visto la peli, papá. —Dunnahoo se llevó la botella a los labios y bebió.

—¿Por qué me llamas «papá»? Eso tampoco cuadra. Resulta anacrónico. Dunnahoo era un chico de la calle, no un beatnik.

—¿Me lo dices o me lo cuentas? Como si no tuviera ni zorra, ¿no? —Volvió a reírse—. Joder, tío, ¿y cómo se supone que debo llamarte? —Se pasó los dedos por el pelo, apartándoselo de los ojos—. Al fin y al cabo, soy tu puto primogénito.

Helen quería ponerle Edward si era niño.

—No seas ridícula —le dijo él.

—Pensaba que Edward te gustaba.

Y además, ¿qué hacía en su despacho? Estaba trabajando, o más bien, intentando trabajar. Le tenía dicho que no entrara en el despacho cuando estaba frente a la máquina de escribir. Al principio de la relación, Helen le hacía caso sin rechistar, pero desde que se quedó embarazada no hubo manera de que respetara aquella norma.

—Claro que me gusta Edward —le dijo él, tratando de mantener la calma. Detestaba que lo interrumpieran—. Me encanta Edward. Me chifla el maldito nombre de Edward. Precisamente por eso se lo he puesto a mi protagonista. Se llama Edward. Edward Donohue. No podemos ponérselo al bebé porque ya se lo he puesto a él. ¿Cuántas veces tengo que explicártelo?

—Pero nunca lo llamas Edward en el libro —protestó Helen.

—¿Has estado leyéndolo otra vez? —le preguntó con mala cara—. Joder, Helen, te he dicho mil veces que no toquetees el manuscrito hasta que esté acabado.

Pero ella no pensaba permitir que cambiaran de tema.

—Nunca lo llamas Edward.

—No. Es cierto. Nunca lo llamo Edward. Lo llamo Dunnahoo, porque es un chaval de la calle, porque así lo llaman en la calle y porque no le gusta que le digan Edward. Pero sigue siendo su nombre, mira por dónde. Se llama Edward. No le gusta, pero es su maldito nombre, y al final dice que su nombre es Edward, y eso es muy importante. Así que no podemos ponerle Edward al bebé, porque él se llama Edward. Estoy cansado de esta discusión. Si es un niño, podemos ponerle Lawrence, como mi abuelo.

—Pero yo no quiero ponerle Lawrence —se quejó Helen—. Está muy pasado de moda, y la gente lo llamará Larry, y eso sí que no me gusta nada. ¿Por qué no le pones Larry a tu personaje?

—Porque se llama Edward.

—Lo que llevo aquí dentro es nuestro bebé. —Helen se puso la mano sobre el vientre hinchado como si Cantling necesitara un recordatorio visual.

Estaba cansado de discutir. Estaba cansado de hablar. Estaba cansado de que lo interrumpieran. Se reclinó en la silla.

—¿Cuánto tiempo hace que lo llevas?

Helen se quedó desconcertada.

—Ya lo sabes. Siete meses y una semana.

Cantling se inclinó hacia delante y dio una palmada a la pila de hojas del manuscrito que había junto a la máquina de escribir.

—Muy bien. Yo hace que llevo a este bebé tres años. Esta es la cuarta versión, y será la última. Se llamaba Edward en la primera versión, y en la segunda, y en la tercera, y se va a llamar Edward cuando se publique.

Ya se llamaba Edward muchos años antes de aquella magnífica noche en la que decidiste darme la grata sorpresa de quitarte el diafragma y quedarte preñada.

—No es justo —se lamentó ella—. Solo es un personaje. Este es nuestro hijo.

—¿Justo? ¿Quieres justicia? Muy bien. Pues la vas a tener. Nuestro primogénito se llamará Edward. ¿Te parece justo?

La expresión de Helen se dulcificó y esbozó una sonrisa tímida. Pero Cantling levantó una mano antes de que ella dijera nada.

—Creo que solo me falta un mes para terminar esta condenada novela; si dejas de interrumpirme, claro. A ti te queda un poquito más. Pero más justo no puedo ser. Si tú pares antes de que yo escriba «FIN», el nombre es tuyo. De lo contrario, este bebé es el primogénito —dijo, dando otra palmada al manuscrito.

—¡No puedes hacer eso!

Cantling reanudó su tarea.

—Mi primogénito —dijo.

—De carne y hueso. —Dunnahoo alzó la cerveza a modo de brindis y prosiguió—: ¡Por los padres y los hijos, ea! —La vació de un largo trago y arrojó a la otra punta de la habitación el botellín, que voló dando vueltas hasta estrellarse en la chimenea.

—Esto es un sueño —dijo Cantling.

Dunnahoo le hizo una pedorreta.

—Oye, carcamal, acéptalo: estoy aquí. —Se levantó de un salto—. Ha vuelto el hijo pródigo. —Hizo una reverencia—. ¿Dónde coño están el ternero engordado y todas esas gilipolleces? Lo menos que podrías hacer es pedir una pizza.

—Te seguiré el juego —anunció Cantling—. ¿Qué quieres de mí?

—¿Querer? ¿Yo? —Dunnahoo sonrió—. ¿Quién coño lo sabe? Yo nunca sabía qué quería, ¿no te acuerdas? Nadie en todo el puto libro sabía qué quería.

—De eso se trataba.

—Ah, ya lo pillo. No soy imbécil. El niño del querido Dicky Cantling es todo menos imbécil, ¿verdad? —Se dirigió a la cocina tranquilamente—. Hay más cerveza en la nevera. ¿Quieres una?

—¿Por qué no? Mi hijo mayor no viene todos los días a verme. Una Dos Equis con una rodaja de lima, por favor.

—Anda, ¿ahora bebes birra sudaca pija? Vaya. ¿Qué ha sido de la Piéis? Antes mamabas Piéis como Dios.

Desapareció por la puerta de la cocina y regresó con dos botellas de Dos Equis, sujetándolas por el cuello y con los dedos metidos en las bocas. En la otra mano llevaba una cebolla cruda. Las botellas entrechocaban. Le dio una a Cantling.

—Toma. Yo también voy a mamar un poco de cultura.

—Te has olvidado la lima.

—Ve a buscártela tú. ¿Qué?, ¿vas a dejarme sin paga semanal? —Hizo una mueca, lanzó la cebolla al aire, la volvió a coger y le pegó un buen mordisco—. Cebollas. Esta te la tengo guardada, papá. Como si no bastara con tener que comer cebollas crudas, hostia, encima lo montaste de manera que ni siquiera me gustaran. Hasta lo dices en el puto libro.

—Pues claro. La cebolla tenía una doble función. Por una parte, te las comías para demostrar que eras un tipo duro. Ninguno de los otros que frecuentaban la Ricci era capaz de hacerlo. Te daba prestigio. Pero, en un aspecto más profundo, cada mordisco a una cebolla era una metáfora de tu apetito por la vida, de tu avidez por toda ella, tanto por lo dulce como por lo amargo.

Dunnahoo dio otro mordisco a la cebolla.

—Tu puta madre. Un día te haré comerte una cebolla y ya verás qué gusto te da.

Cantling dio un trago a la cerveza.

—Era joven. Era mi primer libro. En aquel entonces me pareció un detalle acertado.

—Cómetela cruda. —Dunnahoo se terminó la cebolla.

Richard Cantling decidió que aquella escena hogareña tan entrañable ya había durado demasiado.

—¿Sabes, Dunnahoo, o quienquiera que seas? —dijo con familiaridad—. No eres como esperaba.

—¿Y qué esperabas, carcamal?

Cantling se encogió de hombros.

—Te creé con la mente, no con el esperma, así que tienes más de mí de lo que podría tener cualquier hijo de mi sangre. Tú eres yo.

—Eh, eh —dijo Dunnahoo—. Para el carro. Yo no soy tú ni de coña.

—No tienes elección. Tu historia está basada en mi propia adolescencia. Es lo que tienen las primeras novelas. La pizzería Ricci era en realidad la Pompeii Pizza de Newark. Tus amigos eran mis amigos. Y tú eras yo.

—Ah, ¿sí? —Dunnahoo sonrió.

Richard Cantling asintió y Dunnahoo soltó una carcajada.

—Ya te gustaría a ti…

—¿Por qué dices eso? —replicó Cantling.

—¿En qué mundo vives, carcamal? Igual te mola jugar a que eras como yo, pero es una trola como una casa. En la Ricci, yo era el rey. En la Pompeii, tú eras el cuatro ojos colgado que no se separaba de la máquina del millón. Me hiciste pegarme hartones de follar a los dieciséis, pero tú no te bajaste la bragueta hasta pasados los veinte, en la universidad esa a la que fuiste. Te llevaba semanas dar con las ocurrencias que me hacías soltar cada dos por tres. De todas las locuras que hice en ese puto libro, unas las había hecho el Holandés, otras Joey y otras nadie, pero ninguna la hiciste tú, carcamal. No me hagas reír.

Cantling se sonrojó ligeramente.

—Escribía ficción. Bueno, puede que de joven fuera un tanto inadaptado, pero…

—Eras un marginado. No intentes disfrazarlo.

—No era un marginado —replicó Cantling, picado—. Pasando el rato solo refleja la verdad. Tenía más sentido poner como protagonista a alguien que tuviera más peso en la acción del que había tenido yo en la vida real. El arte echa mano de la vida, pero también tiene que darle forma, ordenarla, estructurarla; no puede limitarse a replicarla. Y eso fue lo que hice.

—No. Lo que hiciste fue aprovecharte del Holandés, de Joey y de los demás. Utilizaste todo lo que te dio la gana de sus vidas y luego te colgaste las medallas. ¡Pero si hasta has acabado por creerte esa chaladura de que yo estoy basado en ti! Eres una sanguijuela, papá. Un puto chorizo.

—¡Fuera de aquí! —Richard Cantling estaba muy furioso.

Dunnahoo se levantó y se desperezó.

—Me has herido en lo más hondo, tío. Echar así a tu niño querido, dejarlo tirado en la noche helada de Iowa. ¿Qué pasa? Con lo que me querías cuando estaba en tu libro de mierda, cuando podías controlar todo lo que decía y hacía, ¿eh? Ah, ahora que soy real ya no te gusto tanto. Bueno, es tu problema. La vida real nunca te ha gustado ni la mitad de lo que te gustaban los libros.

—Me gusta mucho la vida, gracias.

Dunnahoo sonrió. De repente parecía desvaído e insustancial.

—¿Sí? —Su voz sonó más débil que antes.

—¡Sí!

Dunnahoo se desvanecía a ojos vistas. Había perdido todo el color y se había vuelto casi transparente.

—Demuéstralo —le dijo—. Ve a la cocina, carcamal, y dale un buen mordisco a tu puta cebolla cruda de la vida.

Se apartó el pelo de los ojos y no dejó de reír hasta que desapareció por completo.

Richard Cantling se quedó mirando el lugar donde había estado Dunnahoo. Al final, muy cansado, subió a acostarse.

A la mañana siguiente se preparó un buen desayuno: zumo de naranja, café recién hecho, panecillos untados generosamente con mantequilla y mermelada de moras, una tortilla de queso y seis lonchas gruesas de beicon. Supuso que se distraería cocinando y comiendo, pero no, no dejó de pensar en Dunnahoo. Había sido un sueño, sí, una especie de alucinación, aunque no podía explicar qué hacían esos cristales rotos junto a la chimenea ni todas esas botellas vacías de cerveza en el comedor. Al fin concluyó que habría sufrido un disparatado episodio de sonambulismo estando borracho, sin duda causado por la tensión del eterno enfrentamiento con Michelle y desencadenado por el retrato que le había enviado. Quizá necesitara que lo viera un médico, un psicólogo o alguien parecido.

Después de desayunar fue derecho al estudio, decidido a afrontar el problema y a resolverlo. El retrato mutilado de Michelle, aún colgado sobre la chimenea, era una herida purulenta que se había infectado, y había llegado el momento de deshacerse de él. Encendió el fuego, y cuando la leña hubo prendido, descolgó el cuadro, le quitó el marco de metal (como buen ahorrador que era) y arrojó el lienzo desgarrado a las llamas. El humo aceitoso lo hizo sentirse limpio y renovado.

Algo tendría que hacer también con el retrato de Dunnahoo. Cantling reflexionó al tiempo que lo observaba. El valor artístico de la obra era indudable. Michelle había captado la esencia del personaje. Podía quemarlo, pero estaría jugando al mismo juego destructivo que su hija. El arte no debería destruirse jamás. Él había dejado huella en este mundo creando, no destruyendo, y a esas alturas ya no iba a cambiar. Michelle había concebido el retrato de Dunnahoo como una burla cruel, ¿no era así? Pues Cantling le daría la vuelta a la tortilla y lo trataría del mejor modo posible. Lo colgaría, y además en un sitio destacado, en el lugar óptimo.

La escalera terminaba en un rellano alargado con una baranda de madera tallada que dominaba la entrada y el vestíbulo. La pared del fondo, de cuatro metros y medio de largo, estaba totalmente desnuda. La transformaría en una espléndida galería de arte. Cualquiera que entrara en la casa vería el cuadro, y no había más remedio que pasar por delante de él para ir a los dormitorios del piso superior. Cogió un martillo y unos clavos y colgó a Dunnahoo en un lugar de honor. Cuando Michelle regresara para hacer las paces, lo vería allí, y sin lugar a dudas pensaría que Cantling no había captado el mensaje del regalo. Que no se le olvidara darle efusivamente las gracias.

Richard Cantling se encontraba mucho mejor. La conversación de la noche anterior apenas era ya un recuerdo desagradable. Lo desterró con firmeza de su mente y pasó el resto del día escribiendo cartas a su agente y editor. Al caer la tarde, cansado y satisfecho, disfrutó de una taza de café con un trozo de streusel de mantequilla que escondía en el último rincón de la nevera. Después salió a dar su paseo vespertino, del que regresó tras una hora y media larga de caminar por los despeñaderos del río, dejando que el aire frío y húmedo le azotara el rostro.

A la vuelta, un enorme paquete rectangular lo esperaba en el porche.

Lo apoyó en una butaca y se sentó en su sillón reclinable para analizarlo. Lo hacía sentir incómodo. Estaba impresionado, sin duda. Sintió un cosquilleo en el muslo, una erección que le apretaba la tela del pantalón.

El retrato era…, bueno, manifiestamente erótico.

Había una chica en una cama, una antigua con dosel, muy parecida a la suya. Estaba desnuda, con medio cuerpo vuelto, mirando hacia atrás por encima del hombro derecho. Se apreciaban la suave curva de la columna vertebral y la forma del seno derecho, un pecho lindo y generoso, bien torneado, con la areola rosada y grande, y el pezón erecto. Sostenía una sábana arrugada que, aunque llevada hasta la altura de la barbilla, de poco servía para ocultarle el cuerpo. Tenía el pelo rubio cobrizo, los ojos verdes y la sonrisa juguetona. Un ligero rubor cubría su piel joven y sedosa, como si acabara de incorporarse de un duelo amoroso. Llevaba un símbolo de la paz tatuado en la parte superior de la nalga derecha. Era muy joven. Richard Cantling sabía exactamente cuántos años tenía: dieciocho. Apenas una mujer, captada en aquella preciosa época entre la inocencia y la experiencia, cuando el sexo no es más que un maravilloso juguete nuevo. Oh, sí, sabía mucho de ella. La conocía bien.

Era Cissy.

Colgó su retrato junto al de Dunnahoo.

Flores muertas. Así había titulado Cantling la novela, pero su editor lo había cambiado por Rosas negras. Según él, resultaba más sugerente, más romántico, menos triste. Cantling se había opuesto alegando motivos artísticos, sin éxito. Después, cuando la novela se situó en las listas de libros más vendidos, tuvo a bien admitir, aunque a regañadientes, que se había equivocado. Le mandó a Brian una botella de su vino preferido.

Era su cuarta novela; su última oportunidad. Pasando el rato había obtenido reseñas excelentes y no se había vendido mal, pero los críticos habían puesto a caldo sus dos libros posteriores, a los que los lectores no habían hecho el menor caso. Tenía que crear algo distinto, y lo consiguió. Rosas negras fue una novela muy controvertida, maravillosa para una parte de la critica, detestable para otra. Pero se vendió, se vendió muchísimo, y la edición de bolsillo y los derechos para filmar la película, que al final no se rodó, lo libraron de preocupaciones económicas por primera vez en su vida. Por fin pudieron pagar la entrada para comprarse una casa y matricular a Michelle en un colegio privado y ponerle ortodoncia. Cantling invirtió el dinero restante de la manera más inteligente que supo. Estaba orgulloso de Rosas negras y muy complacido con su éxito. Por fin se había hecho un nombre.

Helen odiaba el libro con todas sus ganas.

El día en que al fin la novela cayó de la última lista de ventas, no pudo ocultar su satisfacción.

—Ya sabía yo que no duraría para siempre.

Cantling dejó el periódico sobre la mesa con violencia.

—Se ha mantenido mucho tiempo. ¿Qué coño te pasa? No estabas contenta, cuando casi no teníamos para vivir. La niña necesita aparatos, la niña tendría que ir a un colegio mejor, no está bien que la niña coma todos los días bocadillos de mantequilla de cacahuete y mermelada. Muy bien, todo eso ha quedado atrás, pero estás más cabreada que nunca. Concédeme algún mérito, ¿no? ¿O es que te gustaba estar casada con un fracasado?

—No me gusta estar casada con un pornógrafo.

—Que te jodan.

Helen lo obsequió con una sonrisa de desprecio.

—¿Cuándo? Llevas semanas sin tocarme. Supongo que preferirías follarte a tu Cissy.

Cantling la miró fijamente.

—¿Estás loca o qué? Es un personaje de un libro que he escrito. Nada más.

—Anda y vete a la mierda —dijo Helen, furiosa—. No me trates como si fuera idiota. Sé leer, ¿sabes? ¿Crees que no me entero? He leído tu mierda de libro. No soy imbécil. La mujer, Marsha, la aburrida, pesada y estúpida de Marsha, la apocada Marsha, la que no para de dar vueltas a las cosas, esa vaca, ese agobio de mujer, esa gran tocacojones, esa soy yo. ¿Crees que no me doy cuenta? Pues claro que sí, y mis amigos también. Todos lo sienten mucho por mí. Me quieres tanto como Richardson quería a Marsha. Cissy no es más que un personaje, sí, claro. Y una mierda, y una puta mierda. —Helen estaba llorando—. Estás enamorado de ella, cabrón. Es tu fantasía erótica. Si entrara por la puerta ahora mismo, me darías la patada tan deprisa como Richardson se la dio a la pobre Marsha. Niégalo si te atreves. ¡Venga, niégalo! ¡No te atreverás!

Cantling miró a su mujer sin dar crédito a lo que oía.

—Increíble… Estás celosa de un personaje literario. Estás celosa de alguien que no existe.

—Existe en tu cabeza, y eso es lo único que importa. Pues claro que quieres follártela. Pues claro que tu mierda de libro ha sido un superventas. ¿Crees que es porque escribes de maravilla? Es por el sexo, ¡por ella!

—El sexo es una parte muy importante de la vida —dijo Cantling a la defensiva—. Es un tema artístico perfectamente legítimo. ¡Ah, ya entiendo! Tú lo que quieres es que corra una cortina cada vez que mis personajes se meten en la cama, ¿verdad? De aceptar y comprender la sexualidad: de eso trata Rosas negras. Pues claro que tuve que ser explícito. Si no fueras tan mojigata, lo habrías entendido así.

—¡No soy una mojigata! —chilló Helen—. No te atrevas a llamarme eso. —Cogió un plato del desayuno y se lo tiró, pero Cantling se agachó para esquivarlo y el plato se estrelló contra la pared—. Que no me guste tu libro asqueroso no quiere decir que sea una mojigata.

—No tiene nada que ver con la novela. —Cantling se cruzó de brazos, pero siguió hablando con calma—. Eres una mojigata por las cosas que haces en la cama. Mejor dicho, por las que no haces. —Sonrió.

Helen se puso roja. «Roja como un tomate», pensó Cantling, pero descartó la expresión: demasiado vieja, demasiado trillada.

—Ah, claro. Ella sí que las haría, ¿verdad? —Su voz era puro ácido corrosivo—. Cissy, tu monísima Cissy. Se haría un tatuaje de lo más sexy en el culo si se lo pidieras, ¿a que sí? Lo haría en la calle, en los sitios más estrambóticos, con gente alrededor. Llevaría ropa interior provocativa porque le encanta. Te dejaría que te corrieras en su boca las veces que te diera la gana. Siempre está dispuesta, no le han salido estrías y tiene tetas de dieciocho años. Siempre las tendrá, ¿verdad? ¿Cómo coño compito yo con eso? ¿Eh? ¿Cómo? ¿Cómo? ¡Cómo!

Richard Cantling mantenía su ira controlada con sarcástica frialdad. Se levantó, encarándose a la rabia de su mujer, y le sonrió con dulzura.

—Léete el libro. Toma apuntes.

Se despertó de repente en la oscuridad al sentir un leve roce en el pie.

Cissy estaba sentada en el tablero del pie de la cama, envuelta en una sábana de satén rojo, e introducía su pierna larga y esbelta bajo las mantas. Lo acariciaba con el pie, juguetona, y sonreía con picardía.

—Hola, papaíto.

Cantling se lo había temido. Había estado pensando en ello toda la noche y le había costado mucho conciliar el sueño. Apartó el pie y se incorporó a toda prisa. Cissy hizo un mohín.

—¿No quieres jugar un poquito?

—No… Esto no está pasando. No puedo creérmelo.

—Vamos a divertimos como antes.

—¿Qué coño está haciéndome Michelle? ¿Cómo puede estar ocurriendo esto?

Cissy se encogió de hombros y la sábana se le escurrió. Un pecho perfecto de dieciocho años asomó su corona rosada.

—Sigues teniendo tetas de dieciocho años —dijo Cantling, aturdido—. Siempre las tendrás.

Cissy soltó una carcajada.

—Claro. Si quieres, puedo dejártelas un rato, papaíto. Seguro que se te ocurre algo interesante que hacer con ellas.

—No me llames «papaíto».

—Pero si eres mi papaíto… —dijo Cissy con su voz aniñada.

—¡Basta ya!

—¿Por qué? Pero si te mueres de ganas, papaíto… Te mueres de ganas de jugar con tu niña, ¿verdad que sí? —Le guiñó el ojo—. Cuanto más primo más me arrimo, y si es el papá más gusto me da. Las familias que juegan juntas permanecen juntas. —Miró a su alrededor—. Me gustan las camas con dosel. ¿Por qué no me atas, papaíto? Me encantaría.

—No.

Cantling retiró las mantas, se levantó de la cama y se puso los calzoncillos y la bata. El pene le palpitaba contra la pierna. Tenía que alejarse, tenía que poner distancia entre Cissy y él, porque si no… No quería pensar en lo que podría suceder. Encendió la chimenea para ocuparse en algo.

—Me encanta —dijo Cissy cuando prendió el fuego—. La chimenea es tan romántica…

Cantling se volvió.

—¿Por qué tú? —le preguntó, intentando mantener la calma—. Richardson era el protagonista de Rosas negras, no tú. ¿Y por qué hemos saltado directamente al cuatro libro? ¿Por qué no ha venido algún personaje de Árbol genealógico o de Lluvia?

—¿Esos pavos? No había ninguno auténtico. Además, no habrías querido que viniera Richardson, ¿verdad? Conmigo te lo pasas mejor.

Cissy se levantó y dejó caer la sábana de satén, que le quedó arremolinada en torno a los tobillos y reflejó en sus pliegues las llamas de la chimenea. Su cuerpo era tan suave, tan delicioso, tan joven… Se libró de la sábana de un puntapié y se le acercó con pasos suaves.

—Ya está bien, Cissy —ladró Cantling.

—No muerdo. —Soltó una risita—. A menos que quieras que te muerda. ¡Ah! A lo mejor lo que quieres es que te ate yo… —Lo abrazó, se apretó contra él y levantó la cara para recibir un beso.

—Suéltame —le rogó Cantling con un hilo de voz. ¡Qué agradable era su abrazo! ¡Qué agradable era que lo estrechara! Había pasado mucho tiempo desde la última vez que había tenido a una mujer entre los brazos, mejor no saber cuánto. Y nunca había estado con una mujer como Cissy, jamás. Sin embargo, tenía miedo—. No puedo, no puedo. No quiero.

Cissy le metió la mano por entre los pliegues de la bata y la deslizó por debajo de los calzoncillos.

—Mentiroso. Me deseas. Siempre me has deseado. Estoy segura de que tenías que dejar de escribir para hacerte una paja cuando tocaban escenas de sexo.

—No. Nunca.

—¿Nunca? —Hizo un puchero y movió la mano arriba y abajo—. Bueno, seguro que te morías de ganas. Seguro que se te ponía dura, eso sí. Seguro que se te ponía dura cada vez que me describías.

—Eh… —No fue capaz de negarlo—. Cissy, por favor…

—Por favor… —murmuró ella, con la mano ocupada—. Sí, por favor. —Tiró de la goma de los calzoncillos, que cayeron al suelo—. Por favor. —Le desabrochó la bata y se la quitó—. Por favor. —Le acarició el costado, jugó con sus pezones y se le acercó más, apretando los senos ligeramente contra su pecho—. Por favor. —Lo miró y se pasó la lengua por los labios.

Richard Cantling gruñó y la abrazó tembloroso.

Nunca había estado con una mujer como ella. Sus caricias eran puro fuego, satinadas, como descargas eléctricas, y sus rincones secretos, dulces como la miel.

Por la mañana ya no estaba.

Cantling se levantó tarde. Estaba tan agotado que no tuvo ni ganas de prepararse el desayuno, así que se vistió y fue al centro. En una pequeña cafetería al pie de los barrancos, ubicada en un centenario edificio de ladrillo, intentó poner orden en aquel desbarajuste con la ayuda de un café y unas tortitas de arándanos.

Nada de aquello tenía sentido. Era imposible que estuviera sucediendo, pero ahí estaba. Era inútil negarlo. Se llevó el tenedor a la boca con un trozo de tortita casera, pero el único sabor que notó fue el del miedo. Temía por su cordura. Tenía miedo porque no entendía nada, ni quería entenderlo.

Pero sentía otro miedo mucho más profundo, más primario. Temía lo que pudiera venir después. Richard Cantling había publicado nueve novelas.

Pensó en Michelle. Podía llamarla, podía pedirle que lo dejara ya, antes de que se volviera loco. Era su hija, sangre de su sangre; lo tendría en cuenta. Ella lo quería. Claro que sí. Y él también la quería, con independencia de lo que pensara ella. Cantling era consciente de sus propios defectos. Se había analizado muchísimas veces, bajo distintos disfraces, en las páginas de sus libros. No había nadie más testarudo que él, más intransigente, más cerril. Podía ser rígido e inflexible. Podía ser muy frío. Pero se consideraba un hombre intachable. Michelle… había heredado algo de su perversidad, estaba muy enfadada con él, y del amor al odio no hay más que un paso, pero era inconcebible que quisiera herirlo de verdad.

Sí, podría llamar a Michelle y pedirle que se detuviera. Pero ¿le haría caso? Si le suplicaba que lo perdonara, tal vez. Aquel día, aquel funesto día, le había dicho que jamás lo perdonaría, jamás; pero no podía haberlo dicho en serio. Era su única hija, la única hija de su sangre.

Cantling apartó el plato vacío y se reclinó en la silla. La boca se le había petrificado en una mueca. ¿Suplicar perdón? No le hacía la menor gracia. ¿Qué había hecho él, en realidad? ¿Por qué no lo entendían? Helen no lo había comprendido nunca y Michelle estaba tan ciega como su madre. Un escritor vive para su obra. ¿Qué había hecho para ser tan indigno? ¿Qué había hecho para verse obligado a pedir perdón? Debería ser Michelle quien lo llamara.

«A la mierda», pensó Cantling. No pensaba dejarse intimidar. Él tenía razón y ella estaba equivocada. Que lo llamara si quería reconciliarse. No iba a permitir que lo acobardara hasta someterlo. Y además, ¿de qué tenía miedo? Que le mandara retratos si quería, ya podía mandar todos los que le diera la gana. Los colgaría en las paredes, los expondría con orgullo (al fin y al cabo, ¿qué eran sino un homenaje a su obra?), y si esos desgraciados se levantaban por la noche y pululaban por su casa, pues muy bien, disfrutaría de su presencia. Cantling sonrió. Era indudable que había disfrutado con la de Cissy. En parte deseaba que volviera. Y también Dunnahoo; era un chaval impertinente, pero carecía de maldad: simplemente era un bocazas.

Si lo pensaba con detenimiento, las posibilidades que se le abrían eran tremendamente atractivas. Estaba disfrutando de un privilegio exclusivo. Scott Fitzgerald nunca había asistido a una de las fabulosas fiestas de Gatsby; Conan Doyle nunca había tenido la oportunidad de sentarse con Holmes y Watson; tampoco Nabókov se había revolcado nunca con Lolita. ¿Qué les habría parecido la idea?

Cuantas más vueltas le daba, mejor se sentía. Lo que Michelle intentaba era echarle en cara sus actos, atemorizarlo, pero lo que estaba consiguiendo era regalarle una experiencia maravillosa. Podría jugar al ajedrez con Serguéi Tederenko, el cínico emigrante estafador de Captura al paso. Podría discutir de política con Frank Corwin, el sindicalista de su novela ambientada en la Gran Depresión, Tiempos difíciles. Podría coquetear con la hermosa Beth McKenzie, sacar a bailar a la vieja loca de la señorita Aggie, seducir a las gemelas Danziger y hacer realidad la única fantasía sexual que Cissy se había reservado. Así pues, ¿de qué demonios había tenido tanto miedo? Todos ellos eran creación suya; eran sus personajes, sus amigos, su familia.

Sin embargo, había que tener en cuenta la última novela. Cantling torció el gesto. La idea lo inquietó. Pero Michelle era su hija, y lo quería; no llegaría tan lejos. No, desde luego que no. Descartó la idea con firmeza y pagó la cuenta.

Ya se lo imaginaba. Casi lo deseaba. Cuando regresó de su paseo vespertino, con las mejillas enrojecidas por el viento y el corazón latiéndole un poco más deprisa por la expectación, el ya familiar paquete marrón estaba esperándolo. Lo llevó adentro con cuidado. Antes de abrirlo, se preparó un café, retrasando a propósito el momento para saborearlo más, recreándose en la satisfacción que sentía por haber dado la vuelta de una forma tan astuta al cruel plan de Michelle.

Apuró el café, se sirvió otra taza y se la tomó. Ahí estaba el paquete, a solo unos pasos. Se entretuvo un ratito intentando adivinar qué personaje sería el retratado. Cissy había dicho que ninguno de Árbol genealógico ni de Lluvia eran lo bastante auténticos. Cantling repasó su obra intentando dar con sus personajes más reales. Se recreó en la divagación, pero no llegó a ninguna conclusión. Al final apartó la taza y se acercó al paquete para desenvolverlo.

Allí estaba. Barry Leighton.

De nuevo se trataba de una pintura soberbia. Leighton, sentado en la redacción de un periódico con un codo apoyado en la tapa metálica gris de una máquina de escribir antigua, vestía un traje marrón arrugado y una camisa blanca con el cuello desabrochado, tan sudada que se le pegaba al cuerpo. La nariz, que le habían roto en más de una ocasión, parecía desparramarse por el rostro ancho y poco agraciado, pero atractivo a su modo. Tenía los ojos soñolientos. Gordo, con papada, estaba quedándose calvo a marchas forzadas. Aunque ya no fumaba, no se había desprendido de los cigarrillos: un camel sin encender le colgaba de la comisura de los labios. «Mientras no enciendas estas mierdas, estás a salvo», decía repetidas veces en la novela Ultima crónica.

No había funcionado muy bien. Era una novela triste acerca de la última semana de un periódico importante venido a menos. Aunque era mucho más que eso. A Cantling le interesaba la gente, no los periódicos; había usado la decadencia del periódico como metáfora de las vidas fracasadas. Su editor había querido que incluyera una subtrama poderosa, apasionante, en la que Leighton y los demás fueran tras una noticia bomba que ofreciera una promesa de redención, pero Cantling había rechazado la idea. Quería contar una historia que tratara de gente sencilla aplastada por la rueda del tiempo y la edad, de la imposibilidad de esquivar la soledad y la derrota. El resultado fue una novela tan gris y perecedera como un periódico. Estaba muy orgulloso de ella.

No la leyó nadie.

Cantling cargó el retrato escaleras arriba para colgarlo junto a los de Dunnahoo y Cissy. La noche prometía. A diferencia de los otros dos, Barry Leighton no era un crío, sino alguien de su misma edad, inteligente y maduro, con un poso de amargura que Cantling conocía bien, decepcionado por lo poco que le había regalado la vida. A pesar de que todos sus artículos y sus crónicas caían en el olvido al día siguiente de su publicación, el periodista no había perdido el sentido del humor y mantenía los demonios a raya con su ingenio mordaz y un camel sin encender. Cantling lo admiraba; sabía que disfrutaría hablando con él. Decidió que ni siquiera se acostaría. Se preparó una taza grande de café, la regó con Seagram’s 7 y esperó.

Cantling estaba releyendo la edición encuadernada en piel de Última crónica cuando, ya pasada la medianoche, oyó el tintineo de los cubitos en un vaso. El sonido procedía de la cocina.

—¡Sírvete, Barry! —invitó.

Barry apareció por la puerta batiente con un vaso en la mano.

—En ello estaba. —Barry miró a Cantling con sus ojos saltones y resopló—. Eres tan viejo que podrías ser mi padre. No pensaba que alguien pudiera parecer tan viejo.

Cantling cerró el libro y lo dejó.

—Siéntate. Si no recuerdo mal, te duelen los pies.

—Siempre me duelen. —Leighton se acomodó en un sillón y tomó un trago de whisky—. Ah. Mucho mejor.

Cantling dio unos golpecitos al libro con un dedo.

—Mi octava novela. Michelle se ha saltado tres. Qué pena. Me habría gustado charlar con personajes de algunas de ellas.

—Quizá quiera ir directa al grano —conjeturó Leighton.

—¿Y cuál es el grano?

—¡Y yo qué sé! —Leighton se encogió de hombros—. Yo solo soy periodista. Lo mío son las seis preguntas básicas de la noticia. Tú eres el novelista. Dime tú cuál es el grano.

—La novena novela —aventuró Cantling—. La nueva.

—¿La última?

—Claro que no. La más reciente. Ya estoy trabajando en otra.

—Eso no es lo que me comentan mis fuentes —dijo Leighton con una sonrisa.

—Ah, ¿no? ¿Y qué te comentan?

—Que eres un viejo que espera la muerte. Y que morirás solo.

—Tengo cincuenta y dos años —protestó Cantling—. No puede decirse que sea viejo.

—Cuando en la tarta de cumpleaños hay más velas de las que puedes soplar, eres viejo —observó Leighton con indiferencia—. Helen era más joven que tú y murió hace cinco años. La vejez es una cuestión mental, Cantling. He visto octogenarios jóvenes y adolescentes viejos. Tú ya tenías manchas hepáticas en el cerebro antes de que te salieran pelos en los huevos.

—Eso no es justo —se quejó Cantling.

—¿Justo? —Leighton bebió otro trago—. Eres demasiado viejo para creer en la justicia. Los jóvenes viven la vida. Los viejos se sientan a verla pasar. Naciste viejo. Eres un espectador, no un vividor. —Frunció el ceño—. Bueno, un vividor, desde luego que no… Aunque supongo que siempre es mejor ser un vividor que un amargado. No, tampoco has sido nunca un amargado. Más que lleno de hiel, has estado toda la vida lleno de mierda.

—Estás desvariando —replicó Cantling—. Soy escritor. Siempre lo he sido. En eso consiste mi vida. Los escritores observan la existencia, informan acerca de ella… Es la esencia de la profesión. Deberías saberlo.

—Y lo sé. Me dedico a informar, ¿o lo has olvidado? Me he pasado largos y tristes años escribiendo historias sobre los demás. No tengo ninguna historia mía, propia. Lo sabes perfectamente, Cantling. Mira qué me hiciste en Ultima crónica. El Courier se va a hacer puñetas y yo me pongo a escribir mis memorias. ¿Y qué pasa?

Cantling lo recordaba perfectamente.

—Te bloqueaste. Escribiste de nuevo las viejas historias, las de veinte o treinta años atrás. Tenías una memoria prodigiosa. Eras capaz de acordarte de todas las personas sobre las que habías escrito, de las fechas, los detalles, las frases exactas. Eras capaz de reproducir palabra por palabra el primer artículo que publicaste, pero no podías recordar el nombre de la primera chica con la que te acostaste, ni el número de teléfono de tu exmujer, ni…, ni… —Se le quebró la voz.

—El cumpleaños de mi hija —terminó Leighton por él—. ¿De dónde sacas esas ideas tan raras? —Cantling no respondió—. ¿De la vida real? —preguntó Leighton con afabilidad—. Yo era un buen periodista. Eso era todo lo que se podía decir de mí. Bueno, puede que tú seas un buen novelista; esa valoración se la dejo a los críticos. Yo no soy más que un periodista seboso al que le duelen los pies. Pero aunque realmente seas un buen novelista, aunque seas uno de los grandes, has sido un marido desastroso y un padre deplorable.

—No. —La protesta de Cantling sonó muy débil.

Leighton agitó el vaso y los cubitos tintinearon.

—¿Cuándo te dejó Helen?

—No s… Hará unos diez años. Estaba con la última redacción de Captura al paso.

—¿Cuándo fue efectivo el divorcio?

—Oh, al cabo de un año. Intentamos volver, pero no funcionó. Michelle iba al colegio, me acuerdo. Estaba escribiendo Tiempos difíciles.

—¿Te acuerdas de la función de fin de curso de tercero?

—¿La que me perdí?

—¿La que te perdiste? Pareces Nixon: «¿La vez que mentí?». Fue la función en la que Michelle tenía el papel protagonista.

—No tuve la culpa. Yo quería asistir. Pero iban a entregarme un premio. Uno no puede saltarse la cena de la Liga Literaria Nacional. No puede.

—Claro que no. ¿Y cuándo murió Helen?

—Estaba escribiendo Última crónica.

—Qué sistema tan curioso tienes de recordar las fechas… Podrías patentar un calendario. —Bebió un poco más de whisky.

—De acuerdo —admitió Cantling—. No voy a negar que me importa mi trabajo. Tal vez demasiado, quién sabe. Sí, escribir ha sido lo más importante de mi vida. Pero soy un hombre intachable, y siempre he hecho las cosas lo mejor que he podido. No todo fue como estás sugiriendo. Helen y yo tuvimos una época buena. Hubo un tiempo en que nos quisimos. Y Michelle… Yo quería a Michelle. Cuando era pequeña, escribía cuentos solo para ella. Con animales raros, piratas del espacio o poemas tontos… Los escribía en mi tiempo libre y se los leía al acostarla. Eran exclusivamente para ella, y lo hacía por amor.

—Ya —dijo Leighton con retintín—. Y nunca se te pasó por la cabeza publicarlos, ¿verdad?

—Lo… —Cantling torció el gesto—. Lo que insinúas… Estás tergiversando las cosas. A Michelle le gustaban tanto aquellos cuentos que pensé que tal vez podrían gustarles a otros niños. Fue una idea, nada más. Nunca hice nada por hacerla realidad.

—¿Nunca?

Cantling vaciló.

—Bueno, aparte de mi agente, Bert era mi amigo. También tenía una hija pequeña. Le enseñé los cuentos una vez. ¡Una vez!

—¡No puedo estar embarazada! ¡Solo dejé que me follara una vez! ¡Una vez!

—Pero si ni siquiera le gustaron…

—Qué lástima.

—Estás echándome los perros, pero no soy culpable. No he sido el mejor padre del mundo, de acuerdo, pero tampoco he sido un ogro. Le cambié los pañales mil veces. Antes de Rosas negras, Helen trabajaba fuera y yo me hacía cargo del bebé todos los días de nueve a cinco.

—Detestabas que se pusiera a llorar y tener que levantarte de la máquina de escribir.

—Pues sí. Sí, detesto que me interrumpan, siempre lo he detestado. Da igual que fuera Helen, Michelle, mi madre o mi compañero de cuarto en la universidad. Cuando escribo no me gusta que me interrumpan. ¿Qué pasa? ¿Es pecado mortal? ¿Eso me hace menos humano? Cuando lloraba iba a ver qué le pasaba. No me gustaba, lo odiaba, me cabreaba, pero iba.

—Si la oías. Si no estabas en la cama con Cissy, o bailando con la señorita Aggie, o dando palizas a esquiroles con Frank Corwin. Cuando no tenías la cabeza llena de sus voces, sí, a veces la oías, y si la oías, ibas. Felicidades, Cantling.

—Le enseñé a leer. Le leí La isla del tesoro, El viento en los sauces, El hobbit, Tom Sawyer… Le leí un montón de libros.

—Libros que de todas formas querías releer. En realidad aprendió con Helen, con Diek and Jane.

¡Dick and Jane! ¡Qué horror! —gritó Cantling.

—¿Y?

—Pues que no tienes ni idea de lo que dices. No estabas allí. Michelle sí que estaba. Me quería, todavía me quiere. Cuando se hacía daño, se hacía un rasguño en una rodilla o le sangraba la nariz, lo que fuera, era a mí a quien venía corriendo, nunca a Helen. Venía llorando y yo la abrazaba, le secaba las lágrimas y le decía… Le decía… —No pudo continuar. Estaba a punto de romper a llorar; notaba como las lágrimas le escocían en las comisuras de los ojos.

—Ya sé lo que le decías —dijo Leighton con voz triste y amable.

—Se acordaba. Nunca lo olvidó. Helen se quedó con la custodia, se mudaron, no la veía mucho, pero no lo olvidó, y ya de mayor, tras la muerte de Helen, cuando Michelle ya vivía sola, cuando pasó eso, cuando le hicieron daño…, y yo… Y…

—Sí —dijo Leighton—. Ya lo sé.

La policía fue quien le avisó. La inspectora Joyce Brennan, así se llamaba; nunca lo olvidaría.

—¿El señor Cantling?

—¿Sí?

—¿El señor Richard Cantling?

—Sí. Richard Cantling, el escritor. —A veces recibía llamadas un poco raras—. ¿Qué desea?

—Debería venir al hospital —dijo tras presentarse—. Se trata de su hija. Lamento decirle que la han atacado.

Cantling aborrecía las evasivas, los eufemismos. Sus personajes nunca pasaban a mejor vida, sino que morían; tampoco tenían flatulencias: se tiraban pedos. Y su hija…

—¿Atacada? ¿Qué quiere decir exactamente? ¿La han atacado o la han violado?

Al otro lado de la línea se hizo el silencio.

—La han violado —respondió por fin—. La han violado, señor Cantling.

—Voy enseguida.

De hecho, habían violado a Michelle repetidas veces y con brutalidad. Era tan tozuda como Helen, como el propio Cantling, y no había aceptado su dinero, ni sus consejos, ni la ayuda que le había ofrecido de los contactos que tenía en el sector editorial. Decía que ya se las apañaría sola. Trabajaba como camarera en Greenwich Village y vivía en los muelles, en una nave industrial enorme y ruinosa con corrientes de aire. Era un mal barrio, muy peligroso; Cantling se lo había dicho mil veces, pero ella no le hacía el menor caso. Ni siquiera le había permitido que le pagase unas buenas cerraduras y un sistema de seguridad. Había sido espantoso. Un hombre había entrado en la casa un viernes de madrugada. Michelle estaba sola. Había arrancado el teléfono de la pared y la había tenido secuestrada en su propia casa hasta el lunes por la noche, cuando un friegaplatos de la cafetería, preocupado, se había pasado por su casa. El violador había huido por la escalera de incendios.

Por fin dejaron que Cantling la viera. Su cara era un cardenal inmenso, y tenía el cuerpo lleno de quemaduras de cigarrillo y tres costillas rotas. Sufría algo mucho peor que la histeria. Gritaba cuando intentaban tocarla, ya fuera un médico o una enfermera; chillaba cada vez que alguien se le acercaba. Pero permitió que su padre se sentara en el borde de la cama y la abrazara. Lloró durante horas, lloró hasta que no le quedaron lágrimas. Una vez lo llamó «Papi» en un sollozo. Fue la única palabra que pronunció; parecía haber perdido la capacidad de hablar. Al final la sedaron para inducirle el sueño.

Michelle pasó dos semanas en el hospital, en un estado de shock profundo. La histeria fue disminuyendo día a día. Por fin se volvió dócil y dejó que le ahuecaran las almohadas y la acompañaran al cuarto de baño. Pero seguía sin poder o sin querer articular palabra. El psicólogo le dijo a Cantling que cabía la posibilidad de que no volviera a hablar. «Eso no lo acepto de ninguna manera», respondió él. Se ocupó del alta de Michelle, y decidió que ambos se marcharían de aquella sucia ciudad del demonio. Recordó que a ella siempre le habían gustado las mansiones fantasmales, y también el agua, el mar, los ríos, los lagos. Consultó a varios agentes inmobiliarios y, tras descartar un caserón en la costa de Maine, por fin se decantó por una mansión de aires góticos típica del Misisipí situada en la cima de los barrancos de Perrot, en Iowa. Él mismo supervisó los detalles de la mudanza.

Poco a poco, Michelle fue recuperándose.

Era como si hubiera vuelto a la infancia: curiosa, incansable, de pronto repleta de energía. No hablaba, pero lo observaba todo e iba a todas partes. En primavera pasaba horas en la azotea contemplando los gigantescos remolcadores que surcaban el Misisipí. Todos los días, al caer la tarde, padre e hija daban un paseo por los precipicios, cogidos de la mano. Un día se paró y le dio un beso en la mejilla, un beso repentino, impulsivo. «Te quiero, papi», le dijo, y se alejó corriendo. Al observarla, Cantling vio a la encantadora, aunque herida, mujer de veintitantos años en que se había convertido, y también a la chiquilla brutota, desgarbada y juguetona que había sido.

El dique se rompió aquel día. Michelle empezó a hablar de nuevo. Al principio decía frases cortas e infantiles, cargadas de miedos e ingenuidad. Pero maduró deprisa, y en muy poco tiempo ya hablaba con él de política, de libros, de arte. Durante los paseos vespertinos siempre mantenían alguna conversación interesante. De lo que nunca hablaba era de la violación; nunca, ni una sola vez, ni una sola palabra.

Al cabo de seis meses cocinaba, escribía cartas a sus amigos de Nueva York, colaboraba en las tareas de la casa, cuidaba el jardín con esmero. Ocho meses después empezó a pintar de nuevo, y le hizo mucho bien. Parecía florecer día tras día; cada vez estaba más radiante. Richard Cantling no entendía el arte abstracto que pintaba su hija; prefería el realismo pictórico. El cuadro que más apreciaba era el autorretrato que había hecho para él cuando aún estaba en la universidad. A pesar de eso, percibía el dolor que transmitían aquellas pinturas, y se daba cuenta de que, al pintar, Michelle practicaba una especie de exorcismo, trataba de extraer el pus de una herida muy profunda. Él aprobaba ese procedimiento; de hecho, también la escritura había sido para él su propio bálsamo para las heridas. En cierto sentido, la envidiaba. Richard Cantling llevaba más de tres años sin escribir una sola palabra. El estrepitoso fracaso de ventas de Última crónica, su mejor novela, lo había bloqueado y desgastado. Supuso que, tal vez, ese cambio de aires no solo sería bueno para Michelle, sino que también lo ayudaría a él a recuperarse, pero esa esperanza resultó vana. En fin, al menos uno de los dos se mantenía ocupado.

Una noche, cuando Cantling ya llevaba mucho tiempo acostado, la puerta de su habitación se abrió. Michelle entró sigilosamente y se sentó en el borde de la cama. Iba descalza, con un camisón de franela estampado de florecitas rosas.

—Papi —dijo, con la lengua pastosa.

Cantling se había despertado al oír la puerta. Se sentó en la cama y sonrió.

—Hola. Has bebido.

Michelle asintió.

—Tenía que armarme de valor para decirte que me vuelvo.

—¿Que te vuelves? No será a Nueva York, ¿verdad? ¡No lo dirás en serio!

—Tengo que volver. No te enfades. Ya estoy mejor.

—Quédate aquí. Quédate conmigo. Nueva York no es un buen sitio para vivir.

—No es que quiera volver. Me da miedo, pero debo ir. Allí tengo a mis amigos, mi trabajo, mi vida. Jimmy. ¿Te acuerdas de mi amigo Jimmy, el responsable artístico de una editorial pequeñita? Me ha escrito. Dice que me encargará cubiertas de libros. Ya no tendré que servir mesas.

—No doy crédito a mis oídos. ¿Cómo puedes querer regresar a esa maldita ciudad después de lo que te pasó allí?

—Precisamente por eso. Ese tío, lo que hizo… Lo que me hizo… —La voz se le quebró. Tragó saliva y recobró la compostura—. Si no volviera, sería como si me hubiera echado de la ciudad, como si me hubiera robado mi vida, a mis amigos, mi arte, todo. No puedo permitírselo, no puedo dejar que me obligue a huir. Tengo que volver, recuperar lo que es mío y demostrar que no tengo miedo.

Richard Cantling la miró con impotencia. Alargó la mano y le acarició el pelo largo y suave. Por fin había dicho algo que se ajustaba a sus propios esquemas. Él habría hecho exactamente lo mismo.

—Te entiendo. Esto se quedará muy triste y solitario sin ti, pero te entiendo. De verdad.

—Tengo miedo. Ya he comprado el billete de avión. Para mañana.

—¿Tan pronto?

—Quiero irme cuanto antes, antes de perder el ánimo. Me parece que nunca había sentido tanto miedo. Ni siquiera… Ni siquiera cuando estaba pasando aquello. Tiene gracia, ¿eh?

—No —respondió Cantling—. Tiene todo el sentido del mundo.

—Papi, abrázame.

Michelle se estrechó contra él y él la abrazó con fuerza.

—Estás temblando.

—¿Te acuerdas de cuando era muy pequeña y tenía pesadillas? —dijo ella, sin apartarse—. Entraba llorando a moco tendido en vuestra habitación en plena noche y me metía en la cama entre mamá y tú.

—Claro que me acuerdo —dijo Cantling con una sonrisa.

—Me gustaría quedarme aquí esta noche. —Michelle lo abrazó con más fuerza—. Mañana estaré allí otra vez, sola. No quiero estar sola esta noche. ¿Me dejas, papi?

Cantling se separó con delicadeza y la miró a los ojos.

—¿Seguro?

Michelle asintió con un golpe de cabeza veloz y tímido, como una niña. Su padre retiró la sábana y ella se metió debajo.

—No te levantes —le pidió—. Ni siquiera para ir al baño, ¿vale? Quédate conmigo todo el rato.

—Estoy aquí.

Cantling la rodeó con los brazos y ella se acomodó apoyando la cabeza en su hombro. Estuvieron un buen rato tumbados en aquella postura. Cantling sentía los latidos del corazón de su hija; era un sonido tranquilizador y el sueño no tardó mucho en arrastrarlo lentamente.

—Papi —susurró Michelle contra su pecho, y él abrió los ojos.

—Dime.

—Papi, tengo que quitármelo de encima. Lo llevo dentro y es veneno puro. No quiero llevármelo de vuelta. Tengo que librarme de esto.

Cantling le acarició el pelo con movimientos prolongados, lentos y regulares, sin decir nada.

—¿Te acuerdas cuando de pequeña me caía o me peleaba y luego corría a ti hecha un mar de lágrimas y te enseñaba dónde tenía pupa? Eso era lo que decía cuando me hacía daño, ¿te acuerdas?, que tenía pupa.

—Claro que me acuerdo.

—Y tú… siempre me abrazabas y me decías: «A ver, enséñame dónde te duele». Y yo te lo enseñaba y tú me dabas un beso y la pupa sanaba, ¿te acuerdas? Enséñame dónde te duele.

—Sí —dijo Cantling flojito, asintiendo.

Michelle lloraba en silencio. Cantling notaba que la humedad le empapaba la chaqueta del pijama.

—No puedo llevármelo de vuelta conmigo. Quiero enseñarte dónde me duele. Por favor. Por favor.

El le besó la frente.

—Venga.

Con susurros vacilantes, Michelle empezó por el principio.

Cuando la luz del alba rozó las ventanas del dormitorio, Michelle aún continuaba hablando. No durmieron. Lloró mucho, gritó un par de veces, y ni siquiera las gruesas mantas impidieron que se estremeciera en numerosas ocasiones. Richard Cantling no la soltó en ningún momento, ni un instante, mientras Michelle le enseñaba dónde le dolía.

Barry Leighton suspiró.

—Eso que hiciste entonces fue mejor, mucho mejor que cuanto hiciste en la vida —dijo—. Ahora bien, si entonces, en aquel preciso momento, hubieras alcanzado el agradable descanso, todo habría estado bien. —Leighton meneó la cabeza—. Nunca has sabido cuándo escribir el punto final, Cantling.

—¿Por qué? —inquirió Cantling—. Eres un buen hombre, Leighton. Dime por qué está ocurriendo esto. ¿Por qué?

El periodista se encogió de hombros. Empezaba a desvanecerse.

—Esa pregunta siempre era la que más me costaba resolver —repuso, cansado—. Dame una historia, déjame suelto, y te diré quién, qué, cuándo, dónde e incluso cómo. Pero por qué… ¡Ay, Cantling! Tú eres el novelista; las razones son cosa tuya, no mía. Las únicas razones con las que no tengo problemas son con las de pie de banco.

Como la del gato de Cheshire, su sonrisa se mantuvo flotando un buen rato después de que su cuerpo desapareciera. Richard Cantling se quedó sentado, contemplando la silla vacía, el vaso abandonado y el lento derretirse de los cubitos de hielo en lo que quedaba de whisky.

No recordaba cuándo se había quedado dormido. Pasó la noche en la silla y se despertó entumecido, dolorido y helado. Tuvo sueños sombríos, imprecisos, espeluznantes. Siguió durmiendo hasta entrada la tarde, y así se le pasó la mitad del día. Se preparó un desayuno insulso inmerso en una suerte de niebla mental. Tenía la sensación de estar separado de su propio cuerpo y se movía con lentitud y torpeza. Cuando estuvo listo el café, se sirvió una taza, pero al cogerla se le cayó de las manos y se hizo añicos. Se quedó embobado mirando cómo los regueros marrones corrían por las juntas de las baldosas. No tuvo fuerzas para limpiarlo. Cogió otra taza, se sirvió más café y se obligó a dar unos cuantos sorbos.

El beicon estaba demasiado salado; los huevos le quedaron medio crudos, repugnantes. Apartó el plato a medio terminar y tomó más café amargo. Se sentía como si tuviera resaca, aunque de sobra sabía que no era por culpa del alcohol.

«Hoy —pensó—. Acabará hoy, de una forma u otra. No se echará atrás».

Última crónica era su octava novela, la penúltima. Ese día llegaría el último retrato. Un personaje de su novena novela, la última. Y entonces todo habría terminado.

O tal vez todo empezaría.

¿Hasta qué punto lo odiaba Michelle? ¿Cuánto daño le había hecho? Le tembló la mano, y el café se derramó por el borde de la taza y le abrasó los dedos. El rostro se le contrajo en una mueca de dolor y gritó. Cuánto costaba expresar el dolor con palabras. Quemaba. Pensó en cigarrillos encendidos, con la punta como un diminuto ojo rojo. Se le revolvió el estómago. Se puso en pie tambaleándose y corrió al baño; llegó justo a tiempo para vomitar el desayuno. Se quedó tan débil que no podía moverse y se desplomó sobre la taza de porcelana blanca. La cabeza le daba vueltas. Se imaginó que alguien se acercaba a él por detrás, lo agarraba del pelo, le metía la cabeza en la taza y tiraba de la cadena una vez tras otra, riéndose a carcajada limpia, mientras le decía: «Guarro, guarro, voy a lavarte bien, eres sucio», y volvía a tirar de la cadena, de modo que el váter no dejaba de echar agua, y le sujetaba la cabeza, y el agua y el vómito le llenaban la boca y la nariz, y casi no podía respirar, casi se ahogaba, y luego volvía a levantarle la cabeza, riéndose mientras él jadeaba, y se la hundía en la taza y tiraba de la cadena otra vez, y otra, y otra… Pero todo eran imaginaciones suyas. Allí no había nadie. Nadie. Cantling estaba solo en el cuarto de baño.

Se levantó como pudo. En el espejo vio su cara envejecida y cenicienta y el pelo sucio y desgreñado. Detrás de él, asomando por encima de su hombro, un tipo pálido y demacrado de pelo negro peinado hacia atrás con gomina y raya en medio lo miraba con malicia. Movía sin cesar, frenéticamente, los ojos de color del hielo sucio, agazapados tras unas gafas pequeñas y redondas, semejantes a bestias salvajes cazadas en una trampa, capaces de arrancarse una pata a mordiscos para escapar.

Cantling parpadeó y la cara desapareció. Abrió el grifo del agua fría, puso las manos bajo el chorro y se echó agua en la cara. Sintió el roce de la barba de varios días. Debía afeitarse, pero no había tiempo. ¡Qué más daba la barba! Tenía que… Tenía que…

Tenía que hacer algo. Salir de allí. Huir, ir a un lugar seguro, un lugar donde sus hijos no pudieran encontrarlo.

Pero ese lugar no existía. Lo sabía.

Debía ir a buscar a Michelle, hablar con ella, explicárselo todo, suplicarle. Ella lo quería. Lo perdonaría, debía perdonarlo. Michelle podía detener aquello y decirle qué hacer.

Histérico, Cantling corrió de vuelta al comedor y cogió el teléfono. No se acordaba del número de Michelle. Buscó la agenda telefónica y la hojeó como un poseso. ¡Ah, por fin! Ahí estaba. Pulsó las teclas.

Sonaron cuatro timbrazos antes de que descolgaran.

—Michelle… —empezó.

—Hola. Soy Michelle Cantling, pero ahora mismo no estoy. Si dejas tu nombre y tu teléfono después de la señal, te llamaré, a menos que quieras venderme algo.

Sonó el pitido.

—Michelle, ¿estás ahí? Sé que a veces pones el contestador cuando no quieres hablar. Soy yo. Coge el teléfono, por favor. Por favor. —Nada—. Bueno, pues llámame cuando puedas. —Quería quitárselo de encima cuanto antes; las palabras se atropellaban unas a otras en su ansia por salir—. Yo… Tú… No puedes… Por favor, déjame que te lo explique.

—Nunca pretendí, nunca pretendí… Por favor… —Sonó un segundo pitido. Fin de la llamada.

Cantling se quedó mirando el aparato y colgó despacio. Michelle le devolvería la llamada. Tenía que llamarlo. Era su hija, se querían, le daría la oportunidad de explicarse.

Aunque no era la primera vez que había intentado explicárselo.

El timbre era de los antiguos, una llave de latón que sobresalía de la puerta y que había que girar con la mano. Producía un estridente sonido metálico. En ese momento, alguien lo giraba insistentemente, con impaciencia, una y otra vez. Desconcertado, Cantling corrió a la puerta. Si nunca había tenido facilidad para hacer amigos, menos aún en los últimos tiempos, con lo rígido que se había vuelto en sus costumbres. No tenía amigos en Perrot, apenas algunos conocidos; desde luego, a ninguno de los que vivían allí se le habría ocurrido ir a verlo sin avisar y llamar al timbre con tanta resolución y energía.

Descorrió la cadena y abrió la puerta, arrancando el timbre de la mano de Michelle.

Vestía un impermeable abrochado con cinturón, un gorro de lana y una bufanda a juego que revoloteaba en el viento junto a unos mechones de cabello. Calzaba botas altas a la última moda y llevaba un bolso grande de cuero. Tenía buen aspecto. Hacía casi un año que la había visto por última vez, cuando había ido a visitarla por Navidad a Nueva York, y ya habían pasado dos años desde la mudanza.

—Michelle. No sabía… Qué sorpresa. ¿Vienes desde Nueva York y no me avisas?

—No. —Su voz y su mirada denotaban que algo iba mal—. No quería advertirte, cabrón. Tú tampoco me avisaste.

—Estás enfadada. Entra, vamos a hablar.

—Vaya si voy a entrar. —Michelle lo empujó y cerró la puerta dando tal patada que el timbre tintineó. Al abrigo del viento, el gesto aún se le endureció más—. ¿Quieres saber por qué he venido? Voy a decirte lo que pienso de ti. Luego cogeré esa puerta y me marcharé, voy a salir de esta casa y de tu puta vida, igual que hizo mamá. Ella sí que fue lista, no yo. He sido tan imbécil como para tragarme que me querías, he estado tan loca como para pensar que te importaba.

—No, Michelle… No lo entiendes. Pues claro que te quiero. Eres mi niña, eres…

—¡Ni te atrevas! —le gritó. Metió la mano en el bolso—. ¿Llamas amor a esto, hijo de puta? —Sacó un objeto y se lo arrojó.

Cantling se agachó, pero ya no tenía tan buenos reflejos como antes y no pudo esquivar el objeto, que lo golpeó en el cuello. Le dolió. Michelle lo había lanzado con fuerza. Era un libro de tapa dura, grande y pesado, no uno endeble de bolsillo. Las páginas aletearon cuando rodó por la alfombra. Cantling se quedó mirando su propia fotografía, en la contraportada.

—Eres igual que tu madre —dijo, frotándose el cuello—. Siempre tirando cosas. Eso sí: tú tienes mejor puntería. —Esbozó una sonrisa débil.

—No he venido para reírte los chistecitos. No te perdonaré nunca. Nunca, jamás. Lo único que quiero es saber cómo has sido capaz de hacerme esto. Nada más. Dímelo. Dímelo ahora mismo.

—Mira… —Cantling levantó las manos, impotente—. Esto… Ahora estás enfadada… ¿Por qué no nos tomamos un café u otra cosa y hablamos cuando te tranquilices un poco? No quiero que nos peleemos.

—¡Me importa una mierda lo que tú quieras! —chilló Michelle—. ¡Quiero hablar ahora! —Le dio una patada al libro.

Richard Cantling notó cómo prendía la ira en él. No estaba bien que le gritase de aquella manera, no se merecía ese ataque, no había hecho nada. Intentó permanecer callado por miedo a decir lo que no debía y agravar la situación. Se arrodilló para recoger el libro. Instintivamente, le quitó las pelusas y le dio la vuelta con cariño. Lo atrapó el título, en letras rojas, retorcidas y crueles sobre el fondo negro, y el rostro deformado de una hermosa joven con la boca abierta en un grito. Enséñame dónde te duele.

—Temía que lo interpretaras mal —dijo Cantling.

—¿Interpretarlo mal? —Una sombra de incredulidad le cruzó la cara—. ¿Creías que podía gustarme?

—No estaba seguro… Esperaba… Es decir, no sabía cómo reaccionarías, por eso pensé que sería mejor no decirte que estaba trabajando en ella hasta que…, bueno…

—Hasta que la mierda esta estuviera en los escaparates —terminó Michelle.

Cantling pasó la primera página.

—Mira. —Cantling le alargó el libro—. Te lo he dedicado.

«A Michelle, que sabe qué es sufrir».

Michelle tiró el libro al suelo de un manotazo.

—Eres un cabrón. ¿Crees que eso arregla algo? ¿Crees que tu asquerosa dedicatoria excusa lo que has hecho? Nada lo excusa. Nunca te perdonaré.

Cantling retrocedió un paso ante su cólera.

—No he hecho nada malo —insistió, testarudo—. He escrito un libro. Una novela. ¿Es eso un crimen?

—Tú eres mi padre. Tú sabías… Tú sabías, mamón, sabías que ni siquiera podía hablar de lo que me pasó. Ni a mis amantes, ni a mis amigos, ni a mi terapeuta. No puedo, simplemente no puedo. No puedo ni pensar en ello. Y lo sabes. Te lo conté, te lo conté solo a ti porque eres mi padre y confiaba en ti y tenía que quitármelo de encima, y te lo conté. Pero era algo demasiado íntimo, era entre tú y yo, y nadie más, y lo sabías. ¿Y qué hiciste? ¡Lo pusiste todo por escrito en un puto libro y lo publicaste para que millones de personas lo leyeran! Hijo de puta. Maldito seas. ¿Ya lo tenías pensado mientras te lo contaba, cabronazo? ¿Sí? Aquella noche, en la cama, ¿te dedicaste a memorizar palabra por palabra?

—Eh… No. No memoricé nada, bueno, simplemente me acordaba. Estás tomándotelo como lo que no es, Michelle. El libro no trata de lo que te ocurrió a ti. Sí, me inspiré en eso; ese fue el punto de partida, pero es ficción, cambié cosas. No es más que una novela.

—Claro, papi, cambiaste cosas. En lugar de Michelle Cantling, la chica se llama Nicole Mitchell, y es diseñadora de moda en lugar de pintora, pero también es un poco imbécil, ¿no? ¿Eso también es un cambio o es lo que piensas en realidad de mí? Que era imbécil por vivir donde vivía y que fui una imbécil por dejarlo entrar. Oh, sí, todo es ficción. Qué coincidencia: el libro va de una chica a quien secuestran, violan, torturan, aterrorizan y vuelven a violar, y tú tienes una hija a quien secuestraron, violaron, torturaron, aterrorizaron y volvieron a violar. ¡Claro! ¡Una puta coincidencia!

—No lo entiendes —repitió Cantling, impotente.

—No, eres tú quien no lo entiende. No tienes ni idea. Este es tu mejor libro en años, ¿verdad? Número uno en ventas. Es la primera vez que eres número uno, no habías entrado en las listas de superventas desde Tiempos difíciles, ¿o desde Rosas negras? Claro, número uno, ¡si lo tiene todo! No es una historia aburrida sobre un periódico venido a menos. Esto va de una violación. ¿Qué hay que ponga más a la gente? Un montón de sexo y violencia y terror, torturar, follar. ¿Y sabes que es lo mejor? Que pasó de verdad. Sí, de verdad. —La boca se le retorció y le tembló—. Fue lo peor que me ha pasado nunca. No existe ni ha existido jamás una pesadilla más terrible. Algunas noches todavía me despierto gritando. Aun así, estaba superándolo, lo había dejado atrás. Y ahora está ahí, en cada puto escaparate de cada puta librería, y todos mis amigos lo saben, todo el mundo lo sabe. En las fiestas se me acerca gente que no conozco a decirme lo mucho que lo sienten. —Se tragó un sollozo; estaba a medio camino entre las lágrimas y la cólera—. Y cojo tu libro, tu maldito y desgraciado libro, y ahí está otra vez, en negro sobre blanco. Está todo escrito. Eres muy buen escritor, papi, muy bueno: todo es tan real… Es un libro que te engancha, no puedes soltarlo. Bueno, yo lo dejé, pero no sirvió de nada. Está todo ahí y seguirá estando siempre. ¿Verdad? No pasará un solo día sin que alguien coja tu libro y lo lea y vuelva a violarme. Eso es lo que has hecho. Has terminado el trabajo por él, papi. Me has violado, me has tomado sin mi consentimiento, igual que él. ¡Eres mi padre y me has violado!

—No eres justa. Nunca he pretendido hacerte daño. El libro… Nicole es fuerte y lista. El hombre es un monstruo. Emplea todos esos nombres distintos porque el miedo tiene mil nombres, pero un único rostro. No es solo un hombre: es la oscuridad hecha carne, es la violencia sin sentido que nos acecha ahí fuera a todos, son los dioses que juegan con nosotros como si fuéramos muñecos, es un símbolo de todo…

—¡Es el hombre que me violó! ¡No es ningún símbolo!

Gritó con tanta fuerza que Cantling retrocedió.

—No —insistió—. Es solo un personaje. Es… Michelle, sé que te duele, pero eso que pasaste es algo que la gente tiene que saber y sobre lo que debería reflexionar. Forma parte de la vida. Contar cosas de la vida, darles sentido: esa es la función de la literatura, esa es mi función. Alguien tenía que contar tu historia. He intentado que parezca real, he intentado hacerlo lo…

La cara de su hija, colorada y arrasada en lágrimas, parecía casi animal, inhumana. Costaba reconocerla. Entonces una extraña calma le suavizó las facciones.

—Una cosa es cierta —dijo—. Nicole no tenía padre. Cuando era pequeña corría llorando a mi padre y él me decía: «Enséñame dónde te duele», y era algo íntimo y especial. Pero en el libro, Nicole no tiene padre. Es él quien lo dice, pusiste la frase en sus labios, es él quien dice: «Enséñame dónde te duele», lo dice constantemente. Qué irónico eres. Qué inteligente. Esa forma de decirlo lo hace real, mucho más real de lo que en verdad era. Y acertaste al escribirlo así: lo dice el monstruo. «Enséñame dónde te duele». Es la frase del monstruo. Nicole no tiene padre, está muerto. Eso también es cierto. No tengo padre. No.

—Ni se te ocurra hablarme así. —Richard Cantling se sentía invadido por el terror y la vergüenza, que empezó a soltar en forma de ira—. No pienso tolerarlo, por muy mal que lo hayas pasado. Soy tu padre.

—No. —Michelle sonrió como una demente y se alejó de él—. No, no tengo padre, y tú no tienes hijos, no; solo los de tus libros. Esos son tus hijos, tus únicos hijos. Tus libros, tus podridos libros, esos son tus hijos, esos son tus hijos, esos son tus hijos.

Michelle le dio la espalda y pasó corriendo junto a él y luego por el largo vestíbulo, pero se detuvo en la puerta del estudio. Cantling temió lo que pudiera hacer y fue tras ella.

Cuando entró, Michelle ya había cogido el cuchillo y se había puesto manos a la obra.

Richard Cantling se sentó al lado del teléfono mudo y contempló las horas pasar en el reloj de su abuelo.

Llamó a Michelle a las tres de la madrugada, a las cuatro, a las cinco. El contestador, siempre el contestador, le respondía con voz burlona. Los mensajes que le dejaba eran cada vez más desesperados. Fuera empezaba a clarear, pero su luz interior estaba apagándose.

No oyó los pasos en el porche, ni que llamaran a la puerta, ni los timbrazos estridentes del viejo timbre de latón. La tarde transcurrió en un silencio sepulcral. Pero cuando cayó la noche, supo que fuera había un paquete grande y cuadrado envuelto en basto papel marrón con su dirección escrita en una caligrafía que conocía de sobra. Contenía un retrato.

En realidad no lo había entendido, no, y ella se lo estaba explicando.

El reloj seguía con su tictac. La oscuridad se hacía cada vez más intensa. La sensación de que había una presencia esperando al otro lado de la puerta invadió la casa. Su miedo había ido en aumento con el paso de las horas. Se sentó en el sillón con las piernas encogidas, la boca abierta, pensando, recordando. Oyó una carcajada cruel. En la penumbra vio las puntas rojas de los cigarrillos encendidos, moviéndose en círculos. Se imaginó el ardor de sus besos calientes en la piel. Notó el sabor de la orina, la sangre, las lágrimas. Conoció la violencia, conoció la violación en todas sus modalidades. Sus manos, su voz, su cara, su cara, su cara. El personaje tenía una docena de nombres, pero el miedo solo tenía un rostro. Su hijo menor. Su bebé. Su monstruoso bebé.

Cantling pensó en el tiempo que llevaba bloqueado. Si pudiera hacérselo entender… El hecho de no escribir era una especie de impotencia. Había sido escritor, pero se había vaciado. Había sido marido, pero su mujer estaba muerta. Había sido padre, pero su hija se había recuperado y había regresado a Nueva York. Lo había dejado solo. Pero aquella última noche, abrazada a él, le había contado la historia, le había enseñado dónde le dolía, le había entregado todo aquel dolor. ¿Qué se suponía que debía hacer con él?

Después de esa noche no pudo quitárselo de la cabeza. No dejaba de pensar en ello. Empezó a darle forma en su mente, a intuir las palabras, a tantear las escenas, a buscar los símbolos que le dieran sentido. Era abominable, pero era la vida, la vida en estado puro, el grano para el molino de Cantling, precisamente lo que necesitaba. Ella le había señalado dónde le dolía, y él podía mostrárselo al mundo. Al principio se resistió. Empezó a escribir un relato breve, un ensayo, terminó algunas reseñas. Pero la historia lo acechaba, lo acompañaba todas las noches. No podía rechazarla.

Y la escribió.

—Culpable —dijo Cantling en la habitación a oscuras.

Al pronunciar esa palabra, una especie de aceptación se adueñó de él y el pavor se diluyó. Era culpable. Lo había hecho. Por tanto, aceptaría el castigo. Era lo justo.

Richard Cantling se levantó y fue a la puerta.

Allí estaba el paquete.

Lo llevó adentro y lo subió por la escalera sin desenvolverlo. Lo colgaría junto a los otros, al lado de Dunnahoo, Cissy y Barry Leighton, todos en fila. Fue a buscar el martillo y un clavo, calculó bien y lo clavó. Solo entonces abrió el paquete y contempló el rostro del retrato.

Nadie la había plasmado tan fielmente, no solo sus facciones (los pómulos altos y marcados, los ojos azules, el cabello rizado de color rubio ceniza), sino también su personalidad. ¡Tenía un aspecto tan joven, lozano y seguro! La fuerza que poseía, el valor, la obstinación, saltaban a la vista. Pero lo que más le gustaba era la sonrisa, una sonrisa encantadora que le iluminaba la cara. Le recordaba a alguien que conocía, pero no conseguía saber a quién.

Richard Cantling notó una extraña sensación de alivio seguida de una sensación aún más intensa de pérdida, tan terrible, absoluta e irremediable que supo que se encontraba más allá de las palabras que tanto idolatraba.

Entonces, la sensación desapareció.

Cantling dio un paso atrás, se cruzó de brazos y observó los cuatro retratos. ¡Qué obras tan excelentes! Le bastaba mirarlas para sentir la presencia de los retratados en la casa.

Dunnahoo, el primogénito, el chico que habría deseado ser.

Cissy, su verdadero amor.

Barry Leighton, su sabio y cansado álter ego.

Nicole, la hija que nunca había tenido.

Su gente. Sus personajes. Sus hijos.

Una semana más tarde llegó otro paquete, aunque mucho más pequeño. Contenía un ejemplar de cuatro de sus novelas, una factura y una pulcra nota del artista en la que le preguntaba si tenía previsto ofrecerle más encargos.

Richard Cantling respondió que no y pagó la factura con un cheque.