Amenofis se sentaba solemnemente en el trono, pero los atributos reales permanecían en brazos del custodio, porque el nuevo Faraón no tenía derecho a empuñarlos hasta el día de su coronación.
Escuchaba graciosamente los mensajes que le trasmitían y respondía con amabilidad.
Sin embargo, los presentes tenían siempre la impresión de que sus pensamientos se encontraban a gran distancia de allí.
Cuando no estaba en la sala de audiencias del Faraón se lo encontraba en las habitaciones de los niños, inclinado sobre la cuna de su hija Meritatón o sentado con su esposa junto al lago, hablando poco y escuchando a su escriba, que le leía antiguas escrituras.
Tiy esperaba que despidiera a los sacerdotes del sol, que tranquilizara a los hombres de Amón y que visitara a sus ministros, pero no lo hizo.
Entonces la Emperatriz se preguntó si al continuar comportándose como un príncipe no estaría defendiéndose de la posibilidad de perder su reino, aun a aquella altura de los acontecimientos.
En cambio, a Nefertiti no la agobiaban esos temores.
Mandó buscar la corona de la cobra y pasó una tarde examinándola, mientras el custodio permanecía a su lado en silencio, temeroso de ofenderla con alguna acción precipitada.
Sin embargo, la muchacha no se atrevió a colocársela sobre la cabeza.
Pasaba muchas horas observando la construcción del palacio que Amenofis erigía justo en los límites de Karnak, aunque tanto los arquitectos como los artesanos temían su llegada porque jamás se hallaba satisfecha con nada.
Con su marido se mostraba más cariñosa que nunca, pero los que la observaban encontraban falsas sus extravagantes muestras de afecto.
Algunas semanas antes de que su padre fuese enterrado en medio de los acostumbrados rituales, Sitamun, ataviada con las transparentes túnicas azules del luto, cruzó graciosamente el parque del nuevo Faraón para ir en su busca.
El río ya había alcanzado su punto de máxima creciente y empezaba a bajar; la tierra desnuda ya se encontraba cubierta por los verdes brotes de las nuevas cosechas.
En el aire flotaba el optimismo y la corte se mostraba casi jubilosa ante la perspectiva de nuevas intrigas, de nuevos nombramientos y de un rostro nuevo que los contemplaría bajo el peso de la doble corona.
Sitamun se había vestido con mucho cuidado y llevaba cuatro vueltas de collares de cerámica de alegres colores.
Su peluca estaba festoneada de flores de maíz hechas de turquesas y lapislázuli y sobre su frente morena pendía un único e inmenso jaspe.
Una corta capa de borde rojo cubría sus hombros.
En sus brazos tintineaban los brazaletes y sus anillos resplandecieron cuando, seguida por su comitiva, saludó a su hermano, con los brazos tendidos y la cabeza inclinada.
Cuando Sitamun se incorporó, Amenofis le dedicó una sonrisa.
–La mañana te favorece, Sitamun.
Hace juego con el azul de tus ojos.
–Faraón mío, hermano querido -contestó ella, devolviéndole una sonrisa alentadora-, de acuerdo con las normas debía haber esperado para entregarte tu regalo de coronación, pero quise dártelo con tranquilidad para poder gozar egoístamente del placer que te proporciona.
¿Quieres acompañarme hasta el canal?
–Y, sin esperar respuesta, enlazó su brazo con el de él y ambos iniciaron la marcha-.
Todavía falta mucho para que finalice la construcción del templo de Atón -continuó diciendo Sitamun-, y el de la Princesa también avanza con lentitud.
¿No te impacienta la demora?
Él se sintió invadido por una oleada de calidez hacia su hermana y contestó sus preguntas con naturalidad, mientras sentía que la otra mano de Sitamun cubría la suya.
–También sé que la princesa Meritatón está muy bien -agregó Sitamun mientras.
cruzaban los blancos mosaicos que conducían al embarcadero.
El gentío que siempre.
paseaba por allí se prosternó ante ellos.
–Sí, está muy bien.
Y ya es muy hermosa.
Creo que tendrá los ojos extranjeros de Nefertiti.
Habían llegado al canal privado que separaba el palacio del río y caminaban a la sombra de las palmeras y los plátanos que lo bordeaban.
En el punto donde terminaban los escalones del embarcadero se mecía sobre el agua una pequeña barca, con las velas de damasco azul y blanco dobladas contra el mástil.
Era de cedro y Amenofis alcanzaba a oler el perfume de esa exótica madera.
Los costados de la embarcación, con incrustaciones de oro, resplandecían bajo los árboles.
En la proa tenía un gigantesco sol de plata y a popa los observaba despaciosamente un enorme ojo de Horus, también de plata.
En el centro de la cubierta se aliaba una cabina con cortinajes de brocado de Babilonia, cuero de Nubia y seda de Asia, íntegramente hecha en azul y blanco, los colores imperiales.
En cubierta se veían unas tumbonas de cedro con incrustaciones de marfil.
Al frente de la cabina había un dosel dorado, que en ese momento se encontraba recogido.
Los esclavos con turbantes y faldellines azules y blancos se alineaban contra la barandilla de cubierta y al ver acercarse a Amenofis se arrodillaron.
–Éste es el regalo que te ofrezco, Horus.
–Aclaró Sitamun, señalando la barca-.
He querido que estuviera presidida por Atón.
Acéptala junto con mi humilde homenaje y mi amor.
Los sirvientes de ambos lanzaron unos murmullos de admiración.
Amenofis se volvió a mirar a su hermana.
–La acepto sorprendido -aseguró-.
Está muy bien construida.
Es un magnífico regalo.
Tu administrador debe de estar temblando.
Todos rieron obedientemente ante la tímida broma y Sitamun sonrió, mirándolo a los ojos.
–Soy más rica que ninguna otra mujer, con excepción de nuestra madre -dijo, con frialdad-.
Por tanto, estoy en condiciones de regalar con magnificencia.
La tripulación y los esclavos también son tuyos.
Amenofis se volvió para abrazarla cariñosamente.
–Ahora mismo navegaremos un poco -decidió-.
El día es perfecto.
–Ante una seña suya, los esclavos se pusieron en movimiento corriendo por la rampa y desatando la vela.
El Faraón entró en la cabina, seguido de Sitamun.
Sus servidores fueron tras ellos y se instalaron en cubierta-.
Sólo iremos hasta la gran curva -ordenó Amenofis, y la pequeña barca se alejó de los escalones y comenzó a navegar por el canal.
Amenofis se inclinó contra los almohadones-.
No hay nada más agradable que pasar un día en el río -aseguró con aire soñador-.
Si observas con cuidado, Sitamun, alcanzarás a ver los nidos de los pájaros casi escondidos entre las hojas de las palmeras.
¡Adoro pasar junto a las bandadas de garzas y de ibis! ¡Son tan blancas y tienen unas patas tan delgadas y delicadas…
¡Realmente, la vida es algo maravilloso! Sitamun, reclinada a su lado, permitió que la brisa apartara las vestiduras que cubrían sus piernas.
–¡Mira, Amenofis! – exclamó, señalando un banco de arena-.
¡Un cocodrilo! – Observaron a la silenciosa bestia, que se deslizaba al agua-.
Les gusta esperar cerca de Tebas.
A veces los cadáveres terminan flotando en el Nilo.
¡Qué terrible debe de ser morir sin ser momificado, no contar con un lugar en el otro mundo! – El destino del cuerpo no tiene importancia -aseguró Amenofis, con tono bondadoso-.
Nacemos gracias al poder de Atón y gracias a ese mismo poder sobrevive nuestro ka.
¡Ah, no!, pensó Sitamun.
¡Si tengo que escuchar un solo discurso más sobre el poder del sol me quedaré dormida! Pero el Faraón no siguió hablando y cuando Sitamun levantó la vista encontró sus ojos clavados en ella.
–¿Qué harás, ahora que ha muerto tu real marido?
–preguntó con su voz aguda, mientras sus ojos bovinos recorrían el cuerpo de su hermana con una expresión de tanta admiración que ella no pudo sentirse ofendida.
Sitamun alzó los collares que cubrían su pecho y empezó a juguetear con ellos.
–¿Y qué puedo hacer, Horus?
Pertenezco al harén.
Soy una viuda.
Pero aun en el caso de que pudiera marcharme, no lo haría.
Deseo servirte con tanta fidelidad como servía a Osiris Amenofis.
He sido princesa, la consorte de un heredero y reina.
Si mi larga experiencia en la vida de la corte te puede ser útil, soy tuya para que dispongas de mí como mejor te plazca.
–Has sido muy bondadosa conmigo, Sitamun -contestó él, asintiendo-.
Tu consejo en los asuntos de gobierno me resultaría muy útil, siempre, por supuesto, que nuestra madre no pueda proporcionarme las respuestas adecuadas.
Ordena que bajen los cortinajes y conversaremos sobre el asunto.
Sitamun impartió una orden cortante y un sirviente se apresuró a desatar los pesa- dos cortinajes.
Cuando estuvieron encerrados en la cálida oscuridad, Sitamun tuvo la impresión de que los ojos de su hermano brillaban aún más febrilmente.
Sus manos lánguidas y de huesos largos se movían nerviosas y acariciaba con ellas su vientre fláccido, a la vez que tiraba lentamente del corto faldellín que llevaba puesto.
–En la penumbra, tu boca se derrite en una edad indefinida -murmuró, con la voz quebrada-.
Deseo convertirte en una gran esposa real.
Tanta belleza no debe ser desperdiciada.
Con los sentidos repentinamente alertas, Sitamun sintió que las manos de su hermano recorrían su cuerpo y acariciaban su pecho con suavidad.
Amenofis le quitó la peluca y los hombros de Sitamun quedaron cubiertos por su larga cabellera.
Al verla, el Faraón adquirió una repentina energía y apretó sus gruesos labios en forma de corazón contra los de su hermana.
Durante un instante, el cuerpo de Sitamun se rebeló y la muchacha sintió una oleada de repulsión ante la fealdad de su hermano, pero cerró los ojoso y apeló al coraje y a la habilidad que había utilizado tanta veces con su padre y, en definitiva, no encontró la tarea tan desagradable como había supuesto.
Después, volvió a colocarle la peluca con suavidad y ordenó que alzaran los cortinales.
En cubierta los servidores seguían conversando y riendo y el oleaje acariciaba la barca.
Amenofis miró a su hermana.
–He disfrutado profundamente -aseguró-.
Eres mucho más hábil que Nefertiti para hacer el amor.
Tal vez quisieras instruirla un poco.
A pesar de su incredulidad, Sitamun luchó para mantener una expresión indiferente, sin saber si hablaba en broma o si se dejaba llevar por el desprecio que le inspiraba su mujer.
Pero en seguida comprendió que no se trataba de ninguna de las dos cosas, que Amenofis no hacía más que expresar sus pensamientos en voz alta.
Y mientras daba una palmada para que le sirvieran un refrigerio, Sitamun decidió que, en ese sentido, su hermano era peligroso.
La noticia del regalo que Sitamun acababa de hacer a su hermano, el viaje de placer realizado por ambos y el tiempo que permanecieron encerrados en la cabina corrió de boca en boca por Malkatta, donde los setenta días de duelo por la muerte del Faraón habían dejado a la corte ansiosa por retornar a su vida normal.
Durante dos días, Nefertiti caviló acerca de los rumores y al tercero se enfrentó con Amenofis en su dormitorio.
El aire estaba frío y dos braseros humeaban en ambos extremos de la espaciosa habitación.
Las puertas que conducían a la capilla privada de Atón estaban abiertas y todavía se percibía en el ambiente el olor del incienso que el Faraón había quemado durante sus oraciones.
Se encontraba sentado en el lecho, con el mentón apoyado en las rodillas y los brazos cruzados sobre las piernas, perdido en aquella especie de éxtasis que tantas veces lo asaltaba después de mantener su diaria conversación con el dios.
Tenía la cabeza descubierta y, al acercársele con rapidez, Nefertiti no dejó de sorprenderse al ver su forma tan extraña.
Pero ya estaba demasiado acostumbrada a él para que le produjera desagrado y, por el contrario, notaba que cuanto más veía a su esposo más atraída se sentía por él.
No lo comprendía más entonces que en la época en que su suegro selló el contrato de matrimonio de ambos, pero crecía en ella la profunda necesidad de proteger la extraña inocencia de aquel hombre.
Se acercó a él, le tomó una mano y la besó con suavidad.
Él levantó la cabeza, pestañeó y bajó las piernas del lecho.
–Pareces cansado, Horus -dijo ella.
Él asintió.
–No me gustan las horas de oscuridad, Nefertiti.
Sólo me siento seguro bajo la cabeza de Ra, la luz que revela todas las cosas ocultas.
A menos que consiga dormir de un tirón, la noche está llena de susurros.
Nefertiti cerró los puños.
–¿Y te sentías seguro tras las cortinas de la suntuosa barca que te ha regalado la reina Sitamun?
–Si, muy seguro.
Sitamun no forma parte de la oscuridad.
Ella no puede dañarme.
–Faraón, tu padre ha muerto.
Ahora ya nadie puede hacerte daño.
Pero, en cambio pueden utilizarte.
¿No comprendes que Sitamun desea usarte para llegar a ser emperador.
Él se levantó bruscamente y empezó a pasearse por la habitación.
Nefertiti notó que permanecía constantemente en los límites de la luz que arrojaban las docenas de lámparas ubicadas en pedestales a lo largo de las paredes o que resplandecían sobre todas las mesas del cuarto.
–Sitamun tiene derecho a ser reina, lo mismo que tú -contestó Amenofis, casi malhumorado-.
Yo te amo, Nefertiti.
Eres hermosa y fuiste bondadosa conmigo mucho antes de que mi madre consiguiera sacarme del harén.
Sin embargo, Sitamun es de mi misma sangre, mi hermana, mi esposa por derecho propio.
–¡Pero hace tiempo que el Faraón no tiene obligación de casarse con una mujer de sangre real! ¡La manera de elegir sucesor ha cambiado! – No se trata de eso.
Como jefe de una familia sagrada y escogida, debo mantener unida a esa familia.
La oscuridad la amenza.
Debemos estrechar filas contra ella.
Debemos amamos con fuerza los unos a los otros.
En anteriores ocasiones él había hablado a veces de esa manera, pero ella se aterrorizó al empezar a comprender a fondo lo que sus palabras implicaban.
–¿Por eso le hiciste el amor a Sitamun al abrigo de los cortinajes de su barca?
–De mi barca, Nefertiti.
–Frunció el ceño y se acercó al lecho, con las manos entrelazadas en la espalda y el corto faldellín de dormir meciéndose bajo su vientre fláccido-.
En parte lo hice por eso.
Pero también porque es muy hermosa.
–¿Quieres explicarme, Faraón, por qué la belleza de Sitamun es capaz de excitarte tanto mientras que la mía te deja tan indiferente?
–Nefertiti tenía plena conciencia de que se encontraba en terreno peligroso pero estaba a punto de llorar de celos.
La periódica impotencia de su marido era un secreto que había guardado más por orgullo que por lealtad.
Había meditado mucho sobre ello, porque cuando él se acercaba lleno de deseo era tan apasionado como cualquier mujer podía desear.
Él se sentó junto a ella y le rodeo los hombros.
–¿Qué es la carne, sino un vehículo del ka?
¿Qué puede importarte la carne de Sitamun cuando tú y yo compartimos la comunión de nuestros kas?
Eres mi esposa, mi prima, mi amiga.
Es más que suficiente.
No es suficiente si pone en peligro mi posición como futura Emperatriz, pensó furiosa, Nefertiti.
Se volvió hacia él y empezó a besarlo, mientras lo abrazaba con fuerza, pero los labios de Amenofis permanecieron fríos y no le respondieron y ella, por fin, se dio por vencida y se apartó.
–Te suplico que no te cases con Sitamun -susurró-.
Si necesitas poseerla, inclúyela en tu harén.
–Pero es que ya lo he decidido -contestó él, sin levantar la voz-.
Será reina, lo mismo que tú.
Es mi hermana.
–Enfatizó la última frase y Nefertiti comprendió de repente la verdad que se veía obligada a afrontar.
–Es tu hermana…
y la mujer de tu padre -dijo lentamente, con el corazón golpeándole en el pecho-.
Por supuesto.
Por eso te excita.
Por eso no tomas ninguna medida para llenar tu propio harén.
¿Te apropiarás de todas las mujeres de tu padre, Amenofis?
Lo vio enfadado, por primera vez.
–¡No digas eso! – gritó, con los gruesos labios temblorosos apretados sobre los dientes y las manos entrelazadas-.
¡Me estás faltando al respeto! – Estupefacta, notó que tenía los ojos llenos de lágrimas-.
¡Ese hombre no era mi padre! ¡Vete! – La empujó con el codo y ella se puso de pie en silencio.
Hizo una reverencia y se volvió para alejarse, pero él la llamó, con la aguda voz ahogada-.
¡Inclínate más, Nefertiti! ¡Inclínate hasta el suelo! Tú sabes quién es mi padre.
¡Lo saben todos! ¡Apoya la cara contra el suelo! Ella obedeció y después se levantó y huyó de la habitación.
En su dormitorio, su servidora personal encendía las lámparas.
–¡Hace rato que tendrías que haber hecho eso! – gritó y, acercándose a la muchacha, le propinó dos bofetadas con todas sus fuerzas-.
¿Y por qué no has abierto la cama y me has preparado el camisón?
–La muchacha salió corriendo y Nefertiti se arrojó sobre el lecho.
Arrugó las sábanas con ambas manos y con el cuerpo rígido se dejó llevar por la furia, aterrorizada de tener que enfrentarse con la negra amenaza que se cernía ante ella.
El día del funeral de Amenofis amaneció diáfano y fresco.
Tiy se estremeció mientras Piha y el resto de sus esclavas la ataviaban con sus vestimentas azules y el custodio de los emblemas reales aguardaba con sus coronas en la antecámara.
Hoy ofreceré un sacrificio a mi marido, pensó, decidida.
Recordaré agradecida los años transcurridos.
Sabía que ya se estaba formando la procesión en el camino que circunvalaba el valle donde todos los faraones habían sido enterrados desde la época de Tutmosis 1, el restaurador de Egipto.
Las mujeres del harén andarían dando vueltas por allí, intercambiando chismorreos y arreglando sus vestiduras.
Las delegaciones extranjeras, ataviadas con sus bárbaros trajes, observarían ansiosamente al maestro de protocolo y sus escribas.
Los ministros y otros cortesanos matarían sin duda el tiempo jugando con dinero o comiendo los dulces que llevaban sus sirvientes.
Kheruef apareció en la puerta, ataviado con un faldeflín de color azul largo hasta el suelo, de luto, y un tocado de hilo azul con detalles de oro en la cabeza.
–Ya es hora, Majestad.
Todo está en orden.
–No quiero esperar mientras las mujeres se sitúan en sus puestos.
–Ya están todas preparadas y la reina Sitamun se ha instalado en su litera.
La horda se sumió en el silencio cuando Tiy hizo su aparición bajo el pilón que separaba Maikatta de la tierra de los muertos y se dirigió a su litera.
Aunque sabia que la tradición exigía que su litera marchara junto a la de su hija, la ignoró y después de saludar amablemente a Sitamun se reclinó entre sus almohadones.
El sarcófago de su marido esperaba mucho más adelante apoyado contra la pared rocosa de la tumba, custodiado por mil sacerdotes de Karnak que lo habían acompañado al amanecer hasta el lugar de su descanso eterno.
Junto al ataúd se encontraban los cuatro canopes de alabastro blanco coronados con las cabezas de los dos hijos de Horus.
Las bailarinas del templo también se hallaban allí, sentadas en silencio bajo su dosel.
Ante una señal de Tiy el cortejo comenzó a avanzar por el camino, mientras el sol iba adquiriendo fuerza.
En la retaguardia de la procesión, tras los familiares del Faraón y los comandantes del ejército, las mujeres del harén comenzaron a gemir y a arrojarse sobre las resplandecientes pelucas puñados de tierra que llevaban en unas canastas.
Las seguían los esclavos de la cocina y los encargados del festín del funeral, que se situarían fuera de la tumba cuando el ceremonial hubiese concluido.
La litera continuaba avanzando.
Habían empezado las conversaciones cubiertas por los gemidos de las mujeres.
Sitamun comía un membrillo y sostenía la fruta lejos de su impecable vestimenta para que el zumo no la manchara.
Tiy permitió que sus pensamientos vagaran hasta que la procesión se detuvo para que sus integrantes tomaran un refrigerio.
Cuando se volvieron a doblar los doseles, los desgraciados que debían continuar a pie empezaron a sudar bajo los inclementes rayos de Ra, que llegaba ya a su cenit.
Tiy miró una vez más a su izquierda, donde una amplia avenida de esfinges conducía a un espléndido templo mortuorio cuyas blancas terrazas ascendían graciosamente hacia tres templos cavados en la roca viva.
Había sido edificado por Tutmosis III, quien también erigió otro, una versión más pequeña, que carecía de la fascinante simetría de éste.
Pocos adoradores transitaban ya por esta avenida y el bosque de árboles de mirra, traídos desde algún lugar misterioso y lejano, permanecía a menudo descuidado.
A veces se afirmaba que Osiris Tutmosis no había erigido este templo, sino que fue una mujer faraón quien lo hizo construir antes de que su reinado terminara en medio de la confusión, pero Tiy no daba crédito a esa leyenda.
La procesión dobló a la derecha, bajo la sombra de los riscos, y volvió a emerger a los rayos del sol donde los sacerdotes ya esperaban.
El incienso se elevaba en espirales en el aire límpido.
El sarcófago pintado esperaba.
Tiy descendió de su litera y, junto a Sitamun y Amenofis, se acercó a ellos.
Entonces comenzaron las ceremonias.
Durante varios días, los cortesanos acamparon donde mejor pudieron, matando el tiempo y amparándose bajo cualquier sombra que encontraban.
Algunos salían al desierto a cazar.
Otros dictaban cartas, probaban vinos extranjeros o hacían el amor, mientras los sacerdotes de Amón continuaban con sus cánticos.
El interés se despertó cuando llegó el momento de la apertura de la boca, pues todos conocían la antipatía que el nuevo Faraón profesaba a su padre.
Los más supersticiosos esperaban alguna manifestación del dios muerto cuando su hijo se acercó, cuchillo en mano, para llevar a cabo el rito en su calidad de heredero con una amable indiferencia.
Se levantó una corriente de compasión hacia Tiy, que fue quien abrió el cajón y la primera en inclinarse a besar los pies vendados.
El resto de las mujeres del Faraón la imitó, mojando con sus lágrimas el prolijo trabajo de los sacerdotes sem, pero Amenofis permaneció de pie bajo su dosel, con los brazos cruzados sobre su angosto pecho, observando distraídamente las rocas que lo rodeaban.
Cuando por fin transportaron el cajón al húmedo agujero donde fue engullido por la oscuridad, se produjo una universal sensación de alivio.
Tiy y Sitamun lo siguieron con ramos de flores y observaron cómo era colocado en el interior de sus cinco sarcófagos.
Se aseguraron los clavos de oro y se colocaron las flores en su lugar.
A su alrededor, la luz de las antorchas resplandecía sobre las pertenencias del Faraón, objetos de oro y plata, alhajas y maderas nobles.
Llegó la tarde, teñida de violeta y azul oscuro, y el último festín del Faraón se dispuso sobre unos lienzos azules que cubrían el suelo.
Se repartieron almohadones, se encendieron las antorchas y los presentes se abalanzaron sobre la comida y el vino, mientras los guardianes de los muertos sellaban la tumba y hundían el chacal sobre los nueve cautivos en el barro.
El festín funerario continuó durante toda la noche hasta que en el valle empezaron a retumbar los alaridos de los invitados borrachos; la luz del amanecer reveló un tumulto de huesos, migas, restos de frutas, botes rotos y cuerpos inconscientes tendidos.
Tiy bebió y comió poco, y se retiró a su tienda para permanecer despierta escuchando el alboroto.
Justo antes del amanecer, ordenó que prepararan su litera y regresó aliviada a Malkatta.
Allí se dirigió directamente a la oficina de correspondencia exterior.
El trabajo del gobierno debía continuar y era su deber mantener las riendas en sus manos hasta la coronación de su hijo.
No podía predecir lo que él haría en aquella tarea, porque hasta entonces había demostrado poco interés por los asuntos de Estado.
Tal vez se contente simplemente con usar la corona, pensó, y en ese caso yo podré seguir siendo útil.
Pero Nefertiti y Sitamun insistirán en que mi hijo desempeñe un papel activo.
Tendré que aceptar lo que cada día me vaya deparando.
Un mes más tarde Tiy celebró un homenaje personal en honor de su difunto marido.
Le dedicó una mesa de ofrendas en Karnak y permaneció descalza, con vino y carne en las manos, mientras Ptahhotep derramaba agua limpia sobre la enorme loza de piedra.
En los costados de la mesa había hecho tallar sus jeroglíficos, la insignia de un monarca todavía reinante y las palabras que había elegido para conmemorar públicamente a Amenofis: ‹La esposa real principal hizo construir esta mesa como monumento para su bienamado marido, Nebmaatra".
–Para tu ka, Osiris Nebmaatra -murmuró, con las lágrimas corriéndole por las mejillas-.
Perdóname esta muestra de debilidad pero, sin duda, las lágrimas no son más débiles que el amor, y yo te amaba.
Nunca volvió a llorar por él.
La coronación de Amenofis tuvo lugar hacia finales del mes de Phamenat.
Siguiendo la tradición, recibió primero el homenaje de los dioses del norte en el templo de Ptah, de Menfis, antes de regresar a Tebas para ser coronado.
Igual que sus antecesores, se instaló en el gran trono del patio inferior del templo de Amón en Karnak, sobre el loto del sur y el papiro del norte, para ser purificado con agua y ceñido con las coronas roja y blanca de un país unificado.
La antigua capa enjoyada fue colocada sobre sus frágiles hombros y le pusieron en las manos el cayado, el desgranador y la cimitarra.
Él pareció someterse a todo con la vaga mansedumbre que había exhibido durante el funeral, permitiendo que lo guiaran en las ceremonias como si fuera una bestia destinada al sacrificio.
El único momento en que mostró alguna emoción fue cuando su heraldo leyó los títulos que le correspondían.
Eran muchos e incluían no solamente los tradicionales, como poderoso toro de Ma'at y exaltado de las dobles plumas, sino también el que él mismo había agregado: sumo sacerdote de Ra-Harakhti, el exaltado del horizonte en su nombre de Shu que se encuentra en su disco y es grande en su duración".
Al finalizar la ceremonia, el custodio de los atributos reales colocó la corona de la cobra sobre la cabeza de Nefertiti, pero el disco y las plumas de la Emperatriz permanecieron en su cofre forrado de satén.
Amenofis tampoco demostró excesivo interés en la entrega de ofrendas y en las festividades que se realizaron en Malkatta al día siguiente.
Aceptó con rostro inexpresivo las costosas dádivas y los homenajes mientras Nefertiti y Sitamun lanzaban exclamaciones ante la pila de objetos preciosos que crecía a medida que se acercaba la noche.
Era tradición que inmediatamente después de la fiesta de la coronación el nuevo Faraón nombrara nuevos ministros, pero ante la sorpresa de Tiy aquello no sucedió, y la devoción de los jóvenes que acompañaban a su hijo desde su regreso de Menfis quedó sin recompensa.
Sentada con Amenofis en el estrado del salón construido por su padre con ocasión de su primer jubileo, Tiy le preguntó por qué no había realizado ningún cambio.
–Porque mi palacio de Tebas todavía no está dispuesto para que lo habite, mi templo de Atón no está preparado para ser hollado por mis sagrados pies y todavía no estoy seguro de lo que debo hacer.
Egipto marcha perfectamente bien en tus manos.
Tiy depositó lentamente su copa y se volvió para mirarlo.
–¿Debo entender que me estás pidiendo que te sirva desempeñando el papel de re gente?
–preguntó.
Él lanzó una de sus infrecuentes carcajadas, que más bien parecían un ahogado graznido.
–Sí, madre real, hasta el momento en que desee gobernar yo en persona.
Eso era exactamente lo que tú esperabas que hiciera, ¿no es verdad?
Tiy le cogió una mano y se miraron a los ojos, sonrientes.
–Por supuesto, querido Amenofis, pero estaba dispuesta a retirarme de la vida pública y a ofrecerte mi consejo cuando te fuese necesario.
–¿En serio?
Tiy jamás lo había visto tan feliz.
Besó su arrebolada mejilla.
–Faraón Amenofis IV -dijo, con tono de admiración-.
Después de todo, el trono estaba destinado a ti.
Tú y yo haremos grandes cosas juntos.
Todavía se sentía jubilosa cuando por fin llegó a su lecho a altas horas de la madrugada.
El palacio estaba en silencio.
Permaneció acostada, rememorando el triunfo y las satisfacciones del día mientras la claridad del amanecer penetraba lentamente entre los cortinajes de sus ventanas.
Estaba dispuesta a seguir sosteniendo las riendas del gobierno sólo de una manera indirecta, a través de sutiles presiones y manipulaciones llenas de tacto, pero Amenofis mismo se lo había evitado.
Seguiré gobernando, pensó.
¡Qué alegría me proporciona saberlo! Hasta esta noche no fui realmente consciente de lo dolorosa que me resultaba la perspectiva de tener que entregarle el poder a mi hijo.
A los pocos días, Amenofis inició el viaje ritual por el Nilo para visitar todos los templos accesibles y hacer confirmar su realeza por cada deidad local.
Al recordar su falta de interés por los otros rituales de la coronación, Tiy sospechó que hacía el viaje sólo para visitar nuevamente el templo de On.
Partió de Malkatta en la barca que Sitamun le había regalado, seguido por las embarcaciones de sus cortesanos.
Lo acompañaban Sitamun y Nefertiti, y Tiy observó que también llevaba consigo a la pequeña Tadukhipa y a algunas de las esposas más jóvenes de su padre.
No pierde tiempo en apropiarse de las mujeres del harén que le resultan atractivas, reflexionó mientras lo observaba alejarse, y le intrigó la sensación de inquietud que ese pensamiento despertaba en ella.
Durante la ausencia de Amenofis, la corte se relajó y volvió a caer en su confortable rutina de sibarítica indulgencia.
Los ministros y sus subordinados ya no se veían obligados a nadar en un mar de dobles sentidos espirituales, temiendo a cada instante ofender al Faraón por ignorancia.
Tiy también volvió a caer en la pacífica rutina de tantos años.
Como Amenofis se negaba a trasladarse a los aposentos del Faraón y prefería seguir ocupando el ala del palacio que se le había destinado como príncipe heredero hasta que su espléndido palacio de la orilla oriental del Nilo estuviera terminado, Tiy decidió mudarse a aquellas dependencias, dejando su estancia a Sitamun o a Nefertiti, según quien fuera la que convenciese al Faraón de que le cediera los suntuosos aposentos de la Emperatriz.
Acostada en el lecho que había hecho trasladar al magnífico dormitorio de su marido, deseó que aquel hombre a quien tanto había amado pudiera disfrutar en la tierra habitada por los dioses de una continuación eterna de las alegrías de este mundo.
Tiy también aprovechó aquel descanso en la agitación de la corte para reflexionar sobre sus asuntos familiares, tan descuidados durante los últimos tiempos.
La continuidad del bienestar material y la posición como primera nobleza de Egipto estaban aseguradas con el casamiento de Nefertiti y la prueba de su fecundidad, y decidió encarar ahora el problema que constituía Mutnodjme.
La muchacha ya tenía casi diecisiete años, edad más que suficiente para casarse, y su familiaridad con los jóvenes conductores de carrozas era tan notoria en la corte como en la ciudad de Tebas.
Durante varios días le resultó imposible encontrarla, pero finalmente apareció en el dormitorio de su ría, andando con su habitual aire de indiferencia.
Tiy la estudió durante algunos instantes.
Todavía llevaba la cabeza afeitada y en ella destacaba desafiante su mechón juvenil, que ya le llegaba por debajo de la cintura.
Sus piernas, bien torneadas, eran particularmente largas y se ceñía la estrecha cintura con un cinturón adornado con pequeñas campanitas de oro.
En las orejas llevaba unos aros de jaspe y en las muñecas unos brazaletes en forma de víboras con rojos ojos de jaspe.
Sus enormes ojos almendrados estaban profundamente pintados con khol y los párpados maquillados de verde, mientras que sus gruesos labios, una característica familiar, estaban teñidos con alheña de tono naranja.
Usaba un faldellín plisado que apenas le llegaba a las rodillas y se cubría la parte superior del cuerpo con su capa.
–Pareces desnuda sin tu fusta -comentó Tiy.
–Ese imbécil que está de guardia ante la puerta me la ha quitado -contestó, malhumorada-.
Majestad, lamento venir tres días después de tu llamada.
Depet y yo fuimos a una fiesta que se celebró en la casa de Bek.
Como sabrás, le han encargado la construcción de una parte del nuevo templo del Faraón y tenía que salir para Assuán al día siguiente.
Depet y yo decidimos acompañarlo.
Requisamos el bote pesquero de un ministro de poca importancia, junto con su personal y la mayor parte del vino de su bodega.
En definitiva, no llegamos a Assuan.
–No me sorprende.
Los botes privados sólo pueden ser confiscados por oficiales del Faraón para asuntos vitales de Estado y se supone que después hay que pagarlos.
–Ya lo sé, pero todo el mundo lo hace.
De todos modos, no tengas miedo.
Le pagamos al pobre infeliz.
–¿Con oro?
–No -contestó Mutnodjme, esbozando una cautivadora sonrisa.
Tiy señaló un grupo de papiros que había sobre la mesa.
–Acabo de leer esos informes sobre tu comportamiento durante estos dos últimos años, Mutnodjme.
Mis espías me informan de que has estado vendiendo tu cuerpo en los prostíbulos de Tebas.
–Entonces, les pagas para que te den informaciones falsas.
No me he vendido.
He entregado gratuitamente mis servicios.
¿Para qué quiero más dinero?
Además, aceptar que me paguen significaría un baldón para el apellido de la familia.
Tiy simuló una seriedad que estaba lejos de sentir y contuvo los deseos de reír.
–Éste es un asunto grave, porque ahora tu comportamiento afecta al Faraón.
Eres la hermana de una reina.
He decidido entregarte en matrimonio a Horemheb.
Mutnodjme se encogió de hombros.
–Me atrevo a decir que me parece una elección acertada.
Hace todo lo posible por mantenerme alejada de los cuarteles.
Es un excelente soldado, Majestad, un comandante muy respetado.
Y yo también lo respeto.
Siempre que no me exija una obediencia ciega, supongo que aprenderemos a tenernos cariño.
Me dedicaré a gobernar a sus sirvientes y a comprar ropa de última moda.
En ese momento, Tiy lanzó una carcajada.
Era exactamente la respuesta que esperaba de su sobrina.
–Entonces, haré redactar el contrato y hablaré del asunto con Horemheb.
Explícame una cosa, Mutnodjme -dijo, cambiando de conversación de repente-, ¿qué se comenta en Tebas acerca del nuevo Faraón?
Mutnodjme se recostó contra el respaldo del sillón.
–Creo que la gente se siente aliviada.
Los rumores de que mi tío se acostaba con un' muchacho los escandalizaban y los enfurecían.
Los campesinos viven de acuerdo con las leyes antiguas.
Adoran a los viejos dioses, Osiris, Isis, Horas, y para ellos la Declaración de Inocencia es mucho más que un simple papel que esgrimirán con aire justiciero ante las narices de los dioses cuando hayan muerto.
El faraón que transgrede alguna de las leyes de los dioses hace caer una maldición sobre sus súbditos.
–¿Y creen que la muerte de mi marido ha hecho desaparecer esa maldición?
–No lo sé.
Pero lo que si sé es que esperan que con la ascensión al trono de mi primo, vuelva a reinar la piedad en el país.
Además, ¿desde cuándo tiene que temer un Faraón las opiniones de esa gentuza ignorante?
–Mutnodjme sofocó un bostezo y Tiy comprendió que el giro que había tomado la conversación la aburría.
Entonces la despidió, no sin lamentar que, al entregarla en matrimonio a Horemheb, perdía a una muchacha que podría haber sido la mejor de sus espías en Tebas.
La corte en pleno se reunió en el embarcadero para recibir a Amenofis, que parecía cansado y excitado a la vez.
Se pronunciaron discursos y se quemó abundante incienso, pero la atención de Tiy se centró en Nefertiti y en Sitamun.
La primera se mostraba pálida y silenciosa, mientras que la última parecía más vivaz que nunca, su voz fuerte y melodiosa llamaba la atención y sus gestos eran encantadores.
Amenofis le sonreía con cariño continuamente, acarició varias veces su brazo y en una ocasión llegó a besarla inesperadamente en los labios, pero la corte no se sorprendió porque ya se estaba acostumbrando a las inexplicables demostraciones públicas de afecto del Faraón.
La mirada de Tiy se encontró con la de su hermano, y Ay enarcó las cejas en un gesto elocuente.
La recepción formal se convirtió pronto en pequeños grupos de gente que se dirigían a la fiesta que iba a celebrarse junto a las fuentes.
Tiy, que se encaminaba hacia las mesas detrás de Amenofis, alcanzó a oír las voces de su sobrina y su hija alzándose por encima de las conversaciones que las rodeaban.
Los sirvientes apartaron la vista, avergonzados, y varios cortesanos se detuvieron para escuchar lo que decían.
Tiy los imitó.
–Majestad, gritas y parloteas como uno de los monos del palacio, pero todas tus estupideces serán en vano -decía Nefertití, con voz sibilante-.
No sólo has llegado al final de tu juventud, sino que además eres estéril.
Sitamun sonreía con expresión complaciente.
–Y tú, Majestad, no eres más que una arrogante advenediza.
El disco y las plumas son míos.
Acepta tu lugar y trata de mantenerte ocupada produciendo unas cuantas hijas más.
O dedícate a hilar, para pasar más entretenida las horas dentro del harén.
–Se trataba de un insulto deliberado, porque sólo los hombres hilaban, así como sólo ellos horneaban el pan.
Los oyentes lanzaron una exclamación.
Sitamun recobró su compostura, les dirigió una mirada enfurecida y pasó junto a las fuentes para ir a ocupar su lugar junto a Amenofis.
Nefertiti permaneció clavada en el suelo, mordiéndose los labios y echando llamaradas por los ojos.
Cuando observó que Tiy la miraba con ojos pensativos, consiguió esbozar una sonrisa amable y, con la mayor dignidad posible, se dirigió a ocupar su almohadón a la izquierda del Faraón.
Los cortesanos que la rodeaban se alejaron con rapidez dirigiendo unas miradas aprensivas a Tiy, pero ella consiguió disimular su sobresalto y en ese momento la orquesta empezó a tocar.
Aquella demostración pública de animosidad entre las dos mujeres no fue la última.
A medida que pasaban los días, cada vez se las veía menos tiempo juntas, dejaron de compartir las comidas y de dirigirse la palabra, y pronto la creciente antipatía que reinaba entre ellas se extendió a la servidumbre de ambas.
Aunque el Faraón no había tomado ninguna medida formal para llevar a cabo su decisión de conceder el título de emperatriz a Sitamun, Tiy urgió a su hijo para que ordenara al custodio de los atributos reales que le entregara la corona.
Y ella, que había superado hacía mucho la época en que le interesaban más los atributos del poder que el poder mismo, observó a Sitamun ensimismada y con expresión cada vez más ansiosa ante la pesada corona.
El Faraón no parecía percibir las tensiones que lo rodeaban y pasaba su tiempo entre los despachos de los arquitectos, el lago y el salón de banquetes, deteniéndose a menudo para dar de comer a los patos y otras aves, a las que arrojaba trozos de pan seco de las cestas que sus sirvientes dejaban siempre a su alcance.
Ocasionalmente se reunía con Tiy en el despacho de correspondencia exterior y una mañana, después de presenciar una disputa particularmente desagradable entre los mayordomos de las dos reinas, Tiy decidió advertir a su hijo de que estaba creando una situación muy peligrosa.
Estaba sentado junto a un amplio escritorio bajo una mancha de sol que entraba a través de las altas ventanas, y se entretenía en alimentar con nueces a dos pequeños monos que jugaban entre los rollos de papiros.
–Aquí tienes una carta de Alashia en la que nos anuncia que ha realizado un embarque de cobre con destino a Egipto y nos pide que a cambio le enviemos plata y papiros.
Hijo mío -agregó Tiy, apartando los rollos que había sobre el escritorio-, me resalta imposible concentrarme en la correspondencia.
¿Estás dispuesto a terminar con las tonterías que se han enseñoreado del palacio nombrando emperatriz a Sitamun?
¿No comprendes que la gente de la corte está empezando a tomar partido?
Malkatta se ha convertido en un centro de disputas.
Él la miró con expresión de sorpresa.
–Ya le dije que podía ser emperatriz y ordené que le entregaran los atributos.
Me parece que eso ya es suficiente.
–Sabes tan bien como yo que esos gestos carecen de significado a menos que estén avalados por una proclamación escrita.
Si llamo a un escriba, ¿le dictarás la proclama y la sellarás para que los heraldos lo anuncien?
Porque, en ese caso, tal vez se aquiete todo este barullo.
Y ya que hablamos de edictos y documentos, Kheruef me informa de que has sellado un contrato de matrimonio con Tadukhipa.
¿Es cierto?
Él sonrió.
–¡La pequeña Kia! Así la llamo yo.
Si, es cierto.
Pero últimamente no he compartido mi cama con ninguna de ellas.
–¿Por qué?
Él desvió la mirada y concentró su atención en los monos.
Tiy se inclinó para oír su respuesta con claridad.
–No lo sé -susurró Amenofis-.
Si lo deseas, madre, nombraré emperatriz a Sitamun.
Tiy lanzó una orden y en seguida se presentó un escriba.
–Siempre que ése sea también tu deseo, Amenofis.
El Faraón volvió a inclinar la cabeza y a centrar su atención en los monos.
–Creo que si.
Ella dictó el documento con rapidez mientras Amenofis depositaba el mono en el suelo y parecía retraerse dentro de sí mismo, con el cuerpo inmóvil y las manos flojamente apoyadas sobre la mesa.
En cuanto terminó de dictar el documento, colocó el papiro frente a su hijo.
–Tu sello, Amenofis.
–Él se sacó el anillo del dedo y lo apretó contra el lacre.
Acto seguido se puso de pie y se retiró antes de que Tiy tuviera tiempo de despedirle con la reverencia ritual.
–Entrega este documento a los heraldos -ordenó al escriba.
Tiy se hundió en un sillón lanzando un suspiro de alivio.
Quizás ahora volvería a reinar la paz en el palacio.
La ratificación formal de la decisión del Faraón produjo un sorprendente cambio en Nefertiti.
Con el buen talante al que siempre apelaba cuando le convenía, expresó claramente ante todo el mundo que lo aceptaba.
Llevó a Meritatón de visita a los aposentos de la Emperatriz con uvas y vinos de regalo.
En pleno triunfo por la conquista obtenida, Sitamun se mostró magnánima y antes de que la tarde hubiera llegado a su fin, ella y Nefertiti reían juntas mientras Meritatón jugaba en el césped junto a ellas.
A pesar de la satisfacción de constatar que las hostilidades habían finalizado, Tiy no pudo evitar una oleada de desconfianza.
–Nefertiti está simulando con inteligencia -explicó Ay, cuando le confió sus temores-.
No olvides que, después de todo, pertenece a nuestra familia y nosotros no aceptamos las derrotas con facilidad.
Sitamun no debería confiar en ella.
–Resulta difícil no confiar en Nefertiti cuando ella decide poner en juego todos sus encantos -contestó Tiy-, y en muchos sentidos mi hija es una mujer muy simple.
Sin duda, aceptará la paz que Nefertiti le ofrece.
Y yo misma me encargaré de Sitamun si intenta intervenir en los asuntos de gobierno, pensó Tiy.
Será más fácil manejarla a ella que a una Nefertiti ansiosa por asumir un poder activo.
Sin embargo, lo lamento.
Cuando yo desaparezca, hubiera preferido dejar a Egipto en manos de Nefertiti.
Con la estación de Shemu llegó el calor, y Nefertiti y Sitamun se sentaron en el techo de los aposentos de la Emperatriz, tendidas a la sombra de un gran dosel.
–Calá el Faraón hubiera decidido viajar al norte -se quejó Sitamun cerrando los ojos, mientras el sudor corría por sus pechos desnudos-.
La mitad de la corte se encuentra en el delta y aquí estamos nosotras, sentadas y jadeando.
De todas maneras, esté él allí o no, seguirán edificando su templo en honor a Atón.
–Creo que iremos dentro de un tiempo -contestó Nefertiti-, pero él quiere ver el santuario terminado antes de partir.
Ya debería estar acabado, aunque supongo que con este calor todo se atrasa.
–Hizo un gesto y una esclava le enjugó suavemente el rostro con un lienzo-.
Si se lo pidiera Tiy estoy segura de que nos llevaría a todas a Menfis, pero ella dice que por el momento está demasiado ocupada y no puede viajar.
He recibido carta de Mutnodjme.
Comentaba que en ese momento llovía.
¿No te parece extraño?
Llueve en Menfis.
Y nosotros nos perdemos la lluvia.
Sitamun cambió de postura y se tumbó de espaldas.
–Osiris Amenofis trasladaba a toda la corte el primer día del Shemu y no regresábamos a Tebas hasta el día de Ano Nuevo -dijo-.
Recuerdo que una vez empezó a llover cuando todavía estábamos en las barcas.
Todo el mundo se reunió para besar los pies del Faraón en acción de gracias y, entonces, nos quitamos la ropa y permanecimos desnudos bajo la lluvia.
Fue un buen augurio.
Predecía un verano feliz.
En cambio, en Tebas lo único que alivia el aburrimiento son las tormentas de viento.
Nefertiti recorrió con sus relampagueantes ojos grises el voluptuoso cuerpo de Sitamun y después desvió la mirada para fijarla en los tortuosos riscos calcinados por el sol que resplandecían en la distancia.
–Esta noche doy una fiesta en los jardines del harén -anunció-.
Exclusivamente para mujeres.
De cualquier modo, nadie duerme.
Nos bañaremos en el lago y a la luz de las antorchas observaremos a los faquires que caminan sobre brasas encendidas.
¿Asistirás, Majestad?
Sitamun volvió la cabeza con aire lánguido.
–Siempre que el Faraón no requiera mi presencia.
Nefertiti hizo un esfuerzo para contener la respuesta que pugnaba por salir de sus labios.
A ambas les constaba que el Faraón pasaba sus noches rodeado de centenares de lámparas y una docena de cansados sirvientes, enfrascado en los planos del templo, rezando o componiendo canciones.
El tremendo calor del Shemu parecía haber cauterizado todos sus deseos sexuales.
–¡Espléndido! Los niños mayores también asistirán.
Smenkhara ya anda.
¿Lo sabías?
Este año no parece haber tantas enfermedades en las habitaciones infantiles.
Algo de fiebre, pero afortunadamente ni rastro de epidemias.
Sitamun le contestó con aburridos monosilabos y la tarde finalizó en silencio cuando ambas por fin sucumbieron al calor y se quedaron dormidas.
La fiesta de Nefertiti empezó exactamente a medianoche.
No había refrescado con la oscuridad y mientras las esclavas extendían unos manteles al borde del lago, a la luz de inmensas antorchas, las mujeres corrieron al agua entre risas y gritos.
Tiy, que llegó tarde con sus acompañantes, hizo colocar su silla algo alejada de las demás.
Cuando los músicos empezaron a tocar, las mujeres salieron del agua, empapadas y jadeantes, y se arrojaron sobre las lonas para que les sirvieran la comida y las adornaran con guirnaldas de flores y collares de cuentas azules.
Nefertiti no había ahorrado en gastos.
Desde el otro extremo del lago se acercaba un torrente de luz amarilla procedente de una enorme embarcación impulsada por remeros.
Cuando se detuvo cerca de la costa, los esclavos desnudos que empuñaban los remos se pusieron de pie y empezaron a bailar con cascabeles forrados en las manos y cintas de flores alrededor de las cabezas.
La luz de las antorchas resplandecía sobre la negrura del agua.
Los hombres completaron su giros y se zambulleron en la oscuridad.
De repente, al son de las trompetas, se alzaron de las aguas unas mujeres con el cuerpo cubierto de redes plateadas.
Treparon graciosamente a la embarcación y empezaron a lanzar al aire una lluvia de polvo de oro que formó una especie de niebla amarillenta.
Los sirvientes del harén se movían entre los invitados con jarras de vino.
En ese momento aparecieron en el lago unos pequeños botes de madera recubiertos de hebras de oro, en los que navegaban unos hombres con redes de pesca doradas.
A medida que se acercaban a las mujeres que seguían sobre la barca, arrojaban sobre ellas sus redes, que resplandecían como telas de araña.
Las invitadas lanzaban vítores y aplaudían animadamente desde la orilla.
Una a una, las mujeres fueron cayendo en las redes y después de ser arrastradas en medio de simuladas luchas hasta el borde de la barcaza, se arrojaron al agua sólo para reaparecer instantes después en los botes.
–¡Qué buena idea! – contestó Sitamun a Nefertiti-.
¡Oh, mira! Los hombres ya empiezan a preparar las piedras en el fuego para la caminata de los faquires nubios.
Nefertiti hizo una seña a un esclavo, quien rápidamente volvió a llenar la copa de Sitamun.
–¿Te agrada el vino, Majestad?
–preguntó, con suavidad.
Sitamun asintió mientras bebía.
–Me parece magnifico.
¿Dónde lo has conseguido?
–Lo hacen en la propiedad que mi padre tiene en el delta.
Un viñedo excelente.
Ramos, su mayordomo, me lo ha enviado especialmente para la fiesta de esta noche.
–¡Te has tomado un trabajo enorme! Nefertiti sonrió con suavidad, percibiendo el leve rubor con que el vino teñía las mejillas de Sitamun y la ligera vacilación con que pronunciaba las palabras.
–Nunca es demasiado el trabajo que me tomo por mis amigos -aseguró-.
Además, todos merecemos alguna compensación por tener que languidecer aquí, en pleno Shemu.
Esto, al menos, ayuda a pasar el tiempo.
Meryra, el mayordomo principal, se acercó y le hizo una reverencia.
–La comida está dispuesta, Majestad.
–Entonces sírvenos.
Espero que tengas apetito, Emperatriz.
Nefertiti apenas probó la comida de su plato, pero Sitamun devoró el contenido del suyo.
–Falta mucho rato para que las piedras estén bastante calientes para los faquires -aseguró Nefertiti-.
¿Por qué no me acompañas a nadar un poco, Majestad?
Sitamun contempló el lago al que habían vuelto a lanzarse varias mujeres, que reían con carcajadas de borrachas.
Las que seguían en la orilla se dedicaban a comer y a conversar.
Sitamun, arrebolada y sudorosa, aceptó.
Dejaron caer las transparentes vestiduras que las cubrían y caminaron de la mano hacia el lago, sorteando a las invitadas que se encontraban demasiado borrachas para rendirles pleitesía.
Sitamun tropezó en dos ocasiones y Nefertiti la sostuvo por el codo, guiándola.
Pero en cuanto se introdujo en el agua, Sitamun parecía revivir.
–¡Nademos hacia la barcaza! – exclamó Nefertiti, apartándose el pelo mojado de la cara-.
Pero conviene que te detengas cuando no hagas pie, Sitamun.
Has bebido mucho.
En el acto, apareció una expresión de desafió en los gruesos labios de Sitamun.
–¡No me hagas advertencias porque soy la mejor nadadora de las dos y te voy a avergonzar! ¡Qué fresca está el agua! ¡Ven! Empezó a nadar bajo la luz de las antorchas.
Nefertiti la siguió con más lentitud.
A medida que se alejaban de la orilla, la luz de las antorchas se hacía más débil, hasta que por fin se internaron en la oscuridad.
Nefertiti empezó a bracear más despacio hasta que, finalmente, se detuvo.
Sitamun seguía nadando pero sus brazadas carecían de fuerza y sus movimientos eran cada vez más laxos.
Nefertiti la observó desaparecer en la oscuridad, se volvió en silencio y empezó a nadar despaciosamente hacia la orilla.
No seré yo quien se detenga, pensó Sitamun, sintiendo los brazos pesados y las piernas cansadas.
He superado a Nefertiti en todo y si cree que podrá vencerme en el agua, se equivoca.
El corazón me late apresuradamente.
He bebido demasiado.
Respiró hondo y miró por encima del hombro, pero no pudo ver la silueta de Nefertiti recortada contra la luz de las antorchas.
Luchando por respirar, Sitamun miró hacia delante.
Tampoco allí la vio.
La barcaza estaba desierta y sus antorchas empezaban a apagarse.
En los botes, las mujeres que habían sido capturadas por los pescadores simulaban morir con movimientos llenos de gracia.
Uno a uno, los hombres se lanzaban al agua y Sitamun oyó el sonido de los aplausos que llegaban desde la orilla.
Dejó caer las piernas pero se dio cuenta de que no hacía pie.
Se sintió invadida por el pánico, pero en seguida se sobrepuso.
Muy bien, pensó.
Flotaré aquí hasta que recobre el aliento y después regresaré a la orilla nadando despacio.
¿A qué juega Nefertiti?
Debe haber comprendido que le ganaba o tal vez, simplemente se ha sentido débil y ha decidido regresar.
Se llevó una mano al pecho intentando aplacar los furiosos latidos de su corazón mientras empezaba a nadar con lentitud, mirando a su alrededor.
Se encontraba en un círculo de oscuridad, rodeada por unas antorchas que parecían infinitamente lejanas.
El negro oleaje la mecía y a aquella distancia el agua era mucho más fría que en la orilla.
En el firmamento, la luna bailoteaba en la noche mientras ella trataba de verla con claridad.
Cerró los ojos al sentir una sensación de náusea en el estómago.
Demasiado vino, pensó nuevamente.
Me pregunto qué habrá debajo de mis pies, oculto en el barro y la oscuridad.
Le dio un calambre en una pierna y dobló la rodilla para masajeársela.
De nuevo, tuvo conciencia de la distancia que la separaba del bullicio de las mujeres, una extensión de agua negra que congeló su sangre en las venas.
En ese momento vomitó, una mezcla de vino ácido y comida sin digerir, e inmediatamente se sintió mejor pero empezó a temblar.
Debo regresar, pensó, mientras volvía a sentir otro calambre.
Y después tendré que darme un baño caliente y un masaje, porque si no enfermaré.
Se volvió hacia las luces de la orilla y, cuando reunía sus fuerzas para empezar a nadar, la sobresaltó un chapoteo a su derecha.
Percibió una leve agitación en la superficie del lago, sintió que algo se apretaba contra su espalda y comprendió que se trataba de una cabeza.
Espantada y recobrando súbitamente la sobriedad, Sitamun empezó a luchar, pero sus gritos se perdieron entre las exclamaciones que lanzaban las invitadas al ver a los faquires caminando sobre las piedras ardientes.
Consiguió asir con las manos unos mechones de pelo y tiró de ellos con todas sus fuerzas.
Los brazos de su captor se aflojaron y ella aprovechó para alzar con fuerza la rodilla, intentando golpear su mentón.
Pero se encontraba en inferioridad de condiciones y el golpe pasó rozando una fría mejilla.
Sintió que le rodeaban las muñecas y que la obligaban a soltar los mechones de pelo y, en ese momento, las aguas del lago se abrieron frente a ella.
Clavó ambos pies en el estómago del hombre con todas las fuerzas que pudo reunir.
Las manos le soltaron las muñecas y por un instante se sintió libre, pero antes de que tuviera tiempo de alejarse nadando, los dedos de su atacante se cerraron con fuerza alrededor de su cuello.
A pesar de sus esfuerzos por mantenerse a flote, Sitamun sintió que se hundía.
Entonces empezó a luchar con todas las fuerzas de su ser, pateando, aspirando con desesperación, mientras el corazón le latía desaforadamente.
En una ocasión pudo salir a flote y respirar una bocanada de aire, pero su fuerza espasmódica se extinguía.
El hombre se arrodilló sobre sus hombros y apoyó las manos sobre su cabeza, jadeante y sin embargo tranquilo.
El último gesto de Sitamun fue suave como el de una amante.
Recorrió despacio con los dedos los muslos de su atacante y después los apoyó confiadamente sobre sus rodillas.
Él hundió más el cuerpo dándole un empujón con ambos pies y después se alejó nadando con rapidez.
Tia-Ha ahogó un bostezo.
–Ésta es una manera maravillosa de pasar una noche de verano -aseguró-, pero si Su Majestad me autoriza, creo que me iré a la cama.
–Tiy asintió sonriente y la Princesa se puso de pie y se desperezó.
Sus sirvientes empezaron a enrollar su manta y a reunir sus objetos personales.
La luna se había convertido en un punto brillante en medio del cielo de sequía.
Las antorchas humeaban, a punto de apagarse.
Las mujeres regresaban a sus habitaciones, algunas apoyándose en sus sirvientes, otras andando solas, pero con paso vacilante.
Tiy observó la superficie del lago.
En la orilla vio a Nefertiti, que continuaba enfrascada en una conversación con Tadukhipa.
La barcaza se mecía en el oleaje pero todas sus antorchas, menos una, se habían apagado.
Hacía rato que los botes se habían alejado.
En ese momento, Tiy notó que algo flotaba entre las olas del lago, intermitentemente iluminado por las luces de la costa.
Tia-Ha también lo había visto.
Se volvió hacia Tiy al ver que su amiga se ponía de pie.
–No comprendo qué puede ser eso -comentó-.
Me pregunto si alguno de los bailarines habrá dejado caer algo al agua.
–Kheruef -ordenó Tiy, por encima del hombro-, envía a alguien en un bote para que traigan eso a la orilla.
Kheruef se apresuró a cumplir la orden y las dos mujeres se acercaron a Nefertiti y Tadukhipa.
Al verlas llegar, ambas se levantaron e hicieron una reverencia.
–Majestad, ¿qué busca ese bote en el lago?
–preguntó Nefertiti, frunciendo el entrecejo-.
Mis bailarines se han retirado y la barcaza se recuperará por la mañana.
Al ver el bote cruzando el lago una premonición asaltó a Tiy y le impidió contestar la pregunta de su sobrina.
Oyeron un grito y uno de los esclavos que viajaban en el bote se inclinó, se echó hacia atrás y después indicó a su compañero que mirara.
En seguida ambos izaron una masa informe, que, obviamente, era pesada, la depositaron en el bote y comenzaron a remar a toda prisa hacia la orilla.
–¡Era un cuerpo! – susurró Tadukhipa, con los ojos muy abiertos-.
¡Se ha ahogado uno de los bailarines! Nefertiti se encogió de hombros y se volvió para alejarse pero Tiy, sintiendo las piernas repentinamente débiles, la aferró del brazo.
Kheruef y dos de sus hombres entraron en el lago y ayudaron a impulsar el bote hasta la orilla.
Tiy seguía sin poder moverse.
Cuando los hombres descargaron el cuerpo y lo colocaron boca abajo sobre el césped, vio a Kheruef acercarse a ella corriendo, y consiguió que sus piernas la obedecieran.
–¡Quédate conmigo! – ordenó Tia-Ha a Tadukhipa, con la vista fija en el pálido rostro de Tiy.
Se dejó caer sobre la manta y obligó a la Princesa a sentarse a su lado.
Tadukhipa le cogió la mano.
Kheruef se acercó a Tiy y cayó a sus pies, con el rostro ceniciento y las manos alrededor de la cabeza, en un gesto de sumisión aterrorizada.
Tiy pasó junto a él sin soltar la mano de Nefertiti.
La mujer desnuda estaba extendida como un animal sobre el suelo, con una rodilla doblada y un brazo alrededor de la cabeza.
–Traed una antorcha -ordenó Tiy, con voz tranquila.
Uno de los esclavos salió corriendo y reapareció con la luz-.
¡Kheruefi ¡Kheruefl ¡Levántate, viejo estúpido! ¡Gira ese cuerpo! Él se levantó y con manos temblorosas asió el cuerpo por un hombro y una cadera.
Tiy soltó a Nefertiti.
La muchacha, con la vista clavada en el cadáver, se mordía el labio inferior y tenía los músculos del cuerpo tremendamente tensos.
El cadáver giró sobre si mismo hasta quedar de espaldas y Sitamun apareció con la mirada fija en el cielo.
De una de las comisuras de sus labios manaba agua y tenía el cabello enredado alrededor del cuello, como una bufanda.
De repente, Tiy se encontró sobre la hierba, acariciando las frías mejillas de su hija con manos frenéticas e incrédulas.
En ese momento, estallaron gritos y conversaciones excitadas.
–Traed al comandante Ay -ordenó Kheruef-, y después a un médico.
Notificadlo al Faraón, pero no antes que a Ay.
Tiy alzó la cabeza de su hija y la meció entre sus brazos.
Nefertiti, con los brazos extendidos, empezó a gritar.
¿Por qué hará esos ruidos tan estúpidos?
, pensó Tiy, irritada.
Sitamun está dormida.
Se quedó dormida mientras flotaba en el agua.
–¡Sitamun! – murmuró, apoyando la boca sobre la blanca frente de su hija.
Unas manos cálidas la obligaron a incorporarse y Ay la rodeó con sus brazos.
En las manos de los soldados que lo acompañaban resplandecían unas nuevas antorchas.
Tiy sintió que alguien le colocaba una capa sobre los hombros y de repente recuperó la cordura.
Ay estaba arrodillado junto a Sitamun y la examinaba cuidadosamente.
Junto a él, se encontraba un médico con quien conversaba en voz baja.
Tia-Ha apareció a su lado y la obligó a beber unos sorbos de vino.
Nefertiti había quedado en silencio pero Tiy oyó que tragaba convulsivamente.
Ay se puso de pie.
–Ya es tarde para ayudarla -aseguró, y algo en el tono de su voz hizo que Tiy lo mirara fijamente, alertando sus sentidos-.
Está muerta.
Tiy percibió por el rabillo del ojo la rápida mirada que cruzaron Nefertiti y su mayordomo Meryra, que permanecía estoicamente junto a su ama.
Sucedió tan velozmente que Tiy se preguntó si serían imaginaciones suyas, pero notó que Ay también lo había observado, y en el segundo que tardó en recobrarse advirtió que su hermano asimilaba e interpretaba la señal.
En seguida, Ay se volvió e impartió órdenes a sus hombres.
–Reunid a todos los sirvientes, esclavos y bailarines que han estado aquí esta noche.
Majestad, ¿puedo interrogar a las mujeres?
Tiy hizo un imperceptible ademán de asentimiento.
–Sería mejor esperar hasta la mañana -objetó, sorprendida al comprobar que era capaz de hablar con tanta calma-.
La mayoría no se encuentra en condiciones de hablar.
Kheruef te ayudará.
Se produjo una agitación más allá del radio de las antorchas y alguien susurro: -¡Llega Horus! – La multitud se sento en el césped, de cara contra la tierra, y Tiy comprendió que no le era posible ser testigo del dolor de su hijo.
Miró por última vez el rostro cerúleo de su hija y aquellos ojos que, a la luz de las antorchas, resplandecían con apariencia de vida y se volvió para retirarse.
Tiy se paseó por sus aposentos durante casi toda la noche, demasiado angustiada para dormir.
Esperaba que Ay le pidiera audiencia en cualquier momento, pero pasó la mañana, después la tarde y, por fin, la cálida noche de verano y su hermano no se presentó.
Ella no lo mandó llamar, convencida de que aparecería en cuanto tuviera que comunicarle algo.
Se obligó a comer algo y permitió que Piha la bañara, la vistiera y la maquillara, pero se negó a recibir a Tia-Ha, que fue a visitarla a mediodía, y a Nefertiti, quien solicitó verla por la tarde.
Se paseaba interminablemente entre su salón de recepción y su dormitorio y trataba de distraerse intentando resolver el problema.
Sitamun era una excelente nadadora.
Estuviera sobria o borracha, el lago no representaba ninguna amenaza para una mujer que no temía a las aguas del río o del lago desde que tuvo edad suficiente para caminar.
Sitamun era Emperatriz y la rapidez con que Nefertiti había aceptado su derrota era poco lógica, demasiado fácil.
¿O no sería así?
¿Me estaré equivocando al juzgar el carácter de mi sobrina desde mi perspectiva de madre dolorida?
Sitamun estaba muy borracha, lo mismo que el resto de las mujeres.
Y Nefertiti, ¿estaba sobria?
La fiesta fue idea de Nefertiti.
Un escenario perfecto.
Tiy se cubrió los doloridos ojos con las manos y lanzó un gemido.
Ojalá vinieras, Ay, pensó.
Se detuvo junto al lecho y oyó que Piha se movía silenciosamente a sus espaldas, encendiendo las lámparas.
Los sacerdotes sem traspasan con sus cuchillos el cuerpo de mi hija.
Mi hijo se ha encerrado en sus habitaciones y sus sollozos pueden oírse a través de las pesadas puertas.
Una hora después, le anunciaron por fin la presencia de su hermano, quien, tras ordenar a los sirvientes que se retiraran, cerró personalmente la puerta tras él.
Los ojos de Ay estaban empañados y hundidos bajo la protectora capa de kohl y, por primera vez, Tiy observó que sus hombros, siempre tan erguidos en actitud militar, se encorvaban en actitud angustiada.
Se miraron a la suave luz de las lámparas hasta que Tiy le indicó con un gesto que se sentara y se sentó ella también nerviosamente sobre el borde de su ledio.
Aunque no era habitual que Ay se sometiera al estricto protocolo que regía las audiencias con los miembros de la realeza, en ese momento esperó a que ella hablara primero y Tiy tuvo que respirar hondo para poder hacerlo.
–Creo que no quiero saber la verdad -dijo, con voz dura.
–Ya la sabes.
Y yo también.
Todos los esclavos y sirvientes del palacio han sido investigados o azotados.
Todas las esposas de Osiris Amenofis han sido interrogadas.
La única que nos ha dicho algo útil es la princesa Tadukhipa.
–¿Qué os ha dicho?
–Vio a Nefertiti y a Sitamun entrando juntas en el lago un rato antes de que los faquires empezaran a andar sobre las piedras ardientes.
–Extendió una mano para sofocar la escandalizada exclamación de Tiy-.
No -agregó, con aspecto adusto-.
Mi hija no lo hizo personalmente, con sus delicadas manos.
La Princesa vio a su sirvienta personal secarla un rato después.
–¿Has advertido a Tadukhipa que fuese precavida respecto a lo que te ha contado?
–Le he dicho que jamás hablara de lo que había visto porque le crearía problemas a la reina Nefertiti.
La pequeña tardó mucho en entenderlo.
Tiy se miró las manos, que tenía fuertemente entrelazadas sobre el regazo.
Hizo un esfuerzo y las separó.
–Sin embargo, ésa no es una prueba irrefutable.
–Por supuesto.
Pero sólo nos queda la sombra de la sombra de una duda.
Esta mañana, la policía del desierto ha encontrado a un hombre vagando detrás de las colinas.
Le habían cortado la lengua.
Es un milagro que no le haya ahogado su propia sangre.
No necesito decirte que no sabe leer ni escribir.
Se trata de un esclavo del palacio, de eso no hay duda, por la suavidad de su piel y de sus manos.
Tiene rasguños en los
brazos y en el estómago.
Lo vi personalmente.
Sus miradas se encontraron.
–No podemos castigarla -susurró Tiy.
–Es evidente que no.
Aunque pudiéramos probar su culpabilidad, cosa que es imposible, se trata de una reina y, como tal, su persona se encuentra por encima de la ley común.
Ni siquiera podemos arrestar a su mayordomo, Meryra.
Eso significaría admitir de algún modo que creemos que Nefertiti está implicada en el asunto.
–¡Me gustaría ver a ambos azotados hasta que la carne se desprendiera de sus huesos! – exclamó Tiy, con amargura-.
¿Qué puedo decirle a Amenofis?
–No tiene sentido decirle nada, Majestad.
En este asunto, sólo él puede imponer un castigo, pero creo que lo único que haría seria caer en un estado de angustia.
Además…
–Además, todos somos culpables de haber cometido actos similares, por celos o por miedo -terminó ella, con voz ronca-.
Nefertiti aprenderá a ser discreta, como aprendimos nosotros.
Permite que me apoye en ti, Ay.
Tengo el corazón angustiado y estoy tan cansada que ya no puedo ni pensar.
Quiero entregarme al dolor como cualquier madre y contigo puedo dejar a un lado mi divinidad.
Él se acercó y se sentó a su lado.
Ella apoyó la cabeza contra el pecho de su hermano con esa tranquilidad que nace de largos años de familiaridad, y él la abrazó, como la había abrazado tantas veces desde la infancia.
El tranquilo latido del corazón de Ay la consoló y, por primera vez desde la noche anterior, Tiy sintió que su cuerpo se relajaba y que sus párpados empezaban a pesarle.
Ay la besó, la acostó cuidadosamente y la cubrió con la sábana.
–Ahora, duerme -le aconsejó-.
Te enviaré a Piha y a tus portadores de abanicos.
No te sientas culpable pensando que podrías haber impedido esto creando un equilibrio entre mi hija y la tuya, Tiy.
Si Sitamun hubiese sido más inteligente y menos segura de sí misma, tal vez sería el cuerpo de Nefertiti el que en este momento yaciera en la Casa de los Muertos.
Cerró los ojos y lo oyó salir y llamar a sus sirvientes.
De todos los hijos que tuvimos Amenofis y yo, sólo Sitamun y mi hijo llegaron a la edad adulta, pensó vagamente, ya casi dormida.
Ahora Sitamun se ha ido.
¡Oh, esposo mío! ¿Será posible que todos nuestros frutos se marchiten y caigan?
¿Tanto amor a lo largo de los años y no dejar un rastro viviente?
Ojalá estuvieras aquí, en mis brazos! El Faraón no apareció en público durante los setenta días que duró el duelo por Sitamun y la corte tuvo la sensación de que se encontraba otra vez prisionero, en este caso por propia elección.
Las puertas dobles que conducían a su salón de recepción permanecían cerradas.
No se le veía en los jardines, ni en sus obras arquitectónicas.
Su camarero Parennefer y su mayordomo Panhesy atravesaban silenciosamente los corredores del palacio para cubrir las necesidades de su señor.
De vez en cuando, Tiy los interrogaba, ansiosa por tener noticias de su hijo, y ellos le aseguraban que el Faraón estaba bien, que su pena casi había desaparecido y que se purificaba con telas de hilo basto y cenizas de incienso ante el altar de Atón que tenía en su dormitorio.
–¿Y por qué tiene él que purificarse?
–preguntó Tiy, intrigada-.
Y, en caso de que ése fuera su deseo, sin duda sólo Ptahhotep tiene autoridad para llevar a cabo esos ritos.
El joven mayordomo bajó la vista, le hizo una profunda reverencia y respondió con el rostro oculto por sus brazos tendidos.
–No es Faraón el dios de Egipto quien se limpia, sino Faraón el hombre quien lo hace.
–Tiy no tuvo más remedio que conformarse con esa respuesta.
Como su marido, Nefertiti permanecía al margen de toda actividad de la corte.
A veces se la veía caminando decorosamente por sus jardines, sólo vestida con prendas de hilo blanco y con los brazos desnudos de pulseras y alhajas.
Tiy no le guardaba rencor.
Comprendía el malvado acto de Nefertití con la sabiduría de la gobernante para quien no existía una frontera definida entre la virtud y la oscura necesidad.
Cualquier muerte acaecida en la familia real precipitaba rumores y chismes, especialmente entre las mujeres del harén.
Tia-Ha contó a Tiy que las conjeturas acusaban a Nefertití, pero que las mujeres se mostraban tolerantes.
Creían que tanto la Reina como la Emperatriz estaban enamoradas del Faraón y que Nefertiti había destruido a su rival movida por los celos y la pasión.
Aquellos asuntos del corazón eran corrientes.
Las mujeres del harén entendían de esas cosas y hablaban de ellas bondadosamente.
El único detalle que les inquietaba era la existencia del sirviente mutilado.
Entre ellas era habitual ejecutar sus intrigas por mediación de sus subordinados, pero el hecho de torturar, en lugar de premiar, a quien concedía a una la libertad, quebrantaba una de las leyes no escritas del harén.
Aprobaron la decisión de Tiy de hacer curar al hombre y tomarlo a su servicio, y consideraron esa acción como la única prueba existente de la culpabilidad de la Reina.
Tiy escuchó con atención las palabras de su amiga.
Sabía que después del entierro de Sitamun los chismes acabarían.
Era, simplemente, cuestión de esperar que pasaran los lentos días de duelo.
El funeral de la Emperatriz fue un restringido tributo a una mujer que resultó segunda en todas las carreras en las que participó.
A pesar de haber muerto joven, pertenecía sin embargo a la antigua administración.
Pasó sólo unos pocos años en brazos de su popular hermano Tutmosis y cuando éste murió repentinamente se vio obligada a satisfacer a un hombre imprevisible, que se encontraba al borde de la vejez.
Desde entonces, caminó a la sombra de su madre, siendo menos inteligente, menos vital y menos poderosa que Tiy.
Aun el hecho de conquistar la corona de emperatriz, su único logro propio, le produjo sólo una gloria momentánea.
El cortejo estaba formado únicamente por los ministros y cortesanos que no podían faltar, además de las plañideras oficiales.
El Faraón salió de su período de meditación con aspecto desmejorado y un aire alarmantemente perdido y ocupó en silencio su lugar junto a Ay, Tiy y Nefertiti.
Efectuaron el trayecto en sus respectivas literas sin intercambiar una sola palabra y la procesión siguió la ruta de la tumba de Amenofis III, que habían recorrido tan poco tiempo antes.
Los rituales se llevaron a cabo en el mismo clima de sencilla dignidad.
Tiy temía el momento en que se vería obligada a pasar junto a las posesiones de su marido para llegar al salón contiguo donde descansaba Sitamun.
Pero cuando atravesó a pie la tumba detrás del ataúd de su hija, descubrió que los acontecimientos ocurridos en Malkatta desde la muerte de su marido habían teñido con un tinte de anonimato las pertenencias de Amenofis.
El tiempo había catapultado hacia delante a los vivos.
El tronco que ocupaba su esposo, los resplandecientes arcones que guardaban sus miles de prendas de vestir, las cajas que ocultaban sus joyas, podrían haber pertenecido a alguno de sus antepasados.
Me pregunto si la oscuridad se estremecerá cuando yo abandone este lugar, pensó mientras se adelantaba para depositar unas flores sobre el sarcófago de Sitamun, si se establecerá una corriente entre padre e hija a través de los mágicos ojos de sus respectivos sarcófagos.
Una de tus reinas ha venido a tu encuentro, esposo mío.
¿Cuánto tiempo transcurrirá antes de que también yo comparta estos húmedos salones?
La fiesta que puso fin a la ceremonia de varios días se realizó con tranquilo decoro, y en cuanto la buena educación lo permitió, los cortesanos montaron en sus literas y desaparecieron rumbo a Malkatta.
Tiy regresó al palacio en compañía de su hijo.
El Faraón había llorado a Sitamun en silencio con una dignidad que había sorprendido a todos, y no dirigió la palabra a Tiy mientras se mecían en la litera bajo los feroces rayos de Ra.
Pasaron por la Ciudad de los Muertos y junto al magnífico templo funerario de Tutmosis III, que brillaba como un milagro paradisíaco a la derecha.
Cuando los muros del palacio estuvieron ya a la vista, Amenofis dio una repentina orden y su litera y la de Tiy doblaron a la izquierda.
El enorme templo de su padre empezó a ofrecerles sombra, pero las literas no se dirigieron hacia la ventana que conducía hacia el pórtico de pilares.
Al frente se veían los dos colosos, a pleno sol.
Amenofis volvió a hablar y las literas se detuvieron.
Descendió de la suya invitando a Tiy a hacer lo mismo y ella lo siguió hasta la estatua más cercana.
Mil, él le cogió del brazo con amabilidad y la condujo a la sombra.
–Majestad -dijo, con la voz todavía ronca de tanto llorar y sus ojos hinchados clavados en el rostro de su madre con una expresión casi de arrepentimiento-.
Durante setenta días he orado y llorado en mis habitaciones, golpeándome el pecho y fregando mi frente con cenizas porque pude haber salvado la vida de mi hermana y no lo hice.
–Amenofis -protestó ella, tocándolo con suavidad-, el Faraón no tuvo la culpa de la muerte de Sitamun.
¿Por qué te lo reprochas?
–La sinceridad de su hijo, tan auténtica pero equivocada, la desarmaba.
Le tocó la boca con un dedo como había hecho tantas veces en su niñez, en señal de afectuoso desacuerdo.
Él besó su dedo y lo apartó.
–He oído decir que Sitamun fue víctima de su ambición, pero no es así.
Murió porque yo fui un cobarde.
Me comporté mal a los ojos del dios.
–¿Cómo es eso?
Tú eres la encarnación de Amón-Ra.
–Sabia lo que debía hacer, pero vacilé.
Egipto tiene los ojos ciegos y los oídos taponados por el engaño.
El país hubiera gritado en mi contra.
Pero ahora soy más valiente.
Estoy preparado.
Tiy ahogó un suspiro.
–Asustas a la gente con tus acertijos -replicó con suavidad-.
Un rey debe hablar con claridad para que su pueblo pueda obedecerle en seguida.
–Todavía faltan dos meses para que termine el Shemu y se celebre el Año Nuevo -contestó él-.
Quiero que viajemos a Menfis, sólo tú y yo y nuestros sirvientes.
¿Puedes abandonar la corte durante tanto tiempo?
La solicitud de su hijo le produjo una oleada de inquietud.
Apoyó la espalda sobre la larga y cálida piedra que formaba la poderosa pierna del padre del actual Faraón, y dejó vagar su mirada por los campos que se extendían a sus pies hasta llegar a la hilera de polvorientas palmeras que marcaban la orilla del Nilo.
¿Por qué me asalta este temor repentino?
, pensó.
Es natural que durante un tiempo mi hijo quiera distanciarse de la pena que le ha producido esta pérdida.
Pero ¿por qué viajar los dos solos?
¿Tendrá algo importante que consultar conmigo?
Lo que me alarma es la perspectiva de estar a solas con él.
¿Por qué?
Sobre su espalda desnuda percibía el cálido aliento de Amenofis y sintió que su hijo apoyaba una mano implorante sobre su hombro.
–Supongo que Nefertiti podrá ocupar mi puesto durante un tiempo -contestó Tiy, sin volverse-.
En esta época del año los acontecimientos se producen siempre con más
lentitud y, a decir verdad, me agradaría volver a Menfis.
Hace mucho tiempo que no voy.
Desde que tu padre y yo…
–Su voz se fue perdiendo, pero en seguida reacciono-.
Muy bien, hijo mío.
Me gustaría mucho acompañarte.
–Era cierto.
Lo que más deseaba en el mundo era huir de aquel olor a muerte que se cernía sobre el palacio desde hacía tanto tiempo, de los murmullos y las insinuaciones, de la tensión de intentar descubrir los ocultos pensamientos de los hombres a través de la expresión de sus ojos.
–Muy bien.
Entonces, saldremos dentro de tres días, Tiy.
Ella se volvió para hacerle una reverencia, pero él ya le daba la espalda y se alejaba.
Cuando la litera de su hijo se perdió de vista, Tiy apoyó la mejilla contra la inmóvil imagen de su esposo y cerró los ojos.
Abandonaron Malkatta durante la mañana del tercer día a bordo de la barca que Sitamun había regalado a Amenofis.
El Faraón había decidido llamarla Kha-em-Ma'at, otra forma de su título ‹el que vive en la verdad›, y ordenó que los artesanos grabaran
ese nombre en el casco.
Una multitud de cortesanos se congregó en el embarcadero para verlos partir.
Nefertiti permanecía sentada bajo sus rojos abanicos.
Después del funeral empezó a insinuar que la corona de emperatriz debía ser suya, pero su marido ignoró sus ruegos.
Smenkhara y Meritatón jugaban en el agua que lamía los escalones, el muchachito con tímida fascinación y la niña lanzando jadeos y risas cada vez que la niñera la sumergía en la frescura del agua.
Se entonaron unas oraciones por la seguridad del Faraón, los cortesanos se prosternaron ante él y la flotilla compuesta por la realeza, los sirvientes, los sacerdotes y los soldados se deshizo por el canal hacia el río.
Tiy se reclinó sobre la borda del Kha-em-Ma'at escuchando los gritos de Pasi, el capitán, las rápidas pisadas de los pies descalzos de los marineros y el sonido de los remos que se introducían en el agua fangosa.
A sus espaldas, bajo el dosel, la esperaban agua perfumada, fruta y vino.
Su hijo se recostaba con aire adormilado sobre los almohadones junto a una mesita, con un matamoscas en la mano, y tarareaba en voz baja.
Las riberas se encontraban desiertas y los pueblos de adobe iban pasando como una árida pesadilla.
Los campos estaban teñidos de un tono ocre, las hojas de las palmeras se marchitaban.
Hasta el cielo parecía vacío, porque los pájaros más pequeños buscaban la sombra de los arbustos que crecían a lo largo del río.
Sólo los cuervos parecían inmunes al calor.
Los portadores de abanicos de Tiy luchaban por mantener la sombra sobre su cabeza, a pesar de que ella se inclinaba sobre la borda hipnotizada por el agua fangosa que corría a los costados de la barca.
Dentro de un día o dos el agua será azul, pensó.
Será la primera señal de que habremos dejado atrás la esterilidad del Alto Egipto.
¡Ah, dulce Menfis, corona del mundo! Durante la tarde del cuarto día de navegación, después de echar anclas contra la orilla, Pasi se acercó al dosel› se inclinó ante Amenofis.
–Tenía esperanzas de poder anclar río abajo, a más distancia, donde hay un pueblo y algo de vegetación, poderoso Horus -dijo, en tono de disculpa-, pero no tomé en cuenta la corriente ni la fuerza del viento.
Perdóname si te pido que pases la noche en este lugar.
Amenofis sonrió y lo despidió.
Luego se acercó a la borda con Tiy para observar el resto de las embarcaciones echando anclas y a los sirvientes descendiendo a la costa para instalar las carpas, cubrir la arena con alfombras, encender las antorchas y preparar la cena.
–Es un lugar solitario pero posee cierta belleza -comentó él, observando los alrededores-.
No recuerdo haber pasado por aquí en mi camino de ida o vuelta de Menfis.
–Posiblemente se debió a que el capitán de la barca en que viajabas hizo todo lo posible por no despertar tu ira deteniéndose aquí -explicó Tiy-.
¡Dioses! Casi puedo oír el eco de mis pensamientos contra esos riscos, ni siquiera los campesinos han sido lo suficientemente tontos como para instalarse aquí.
–Es un lugar lleno de paz -murmuró su hijo.
Habían anclado junto a una extensa zona de arena virgen atravesada por una suave curva del río.
En ambos extremos, los riscos se introducían en el agua, pero allí parecían retroceder y se alzaban como dedos de roca bajo los que ya se deslizaban las sombras de la noche.
El sol casi se había puesto y trazaba un borde rojizo sobre la negra cima de los riscos mientras lanzaba sus últimos rayos sobre la arena calcinada.
Más allá del alegre bullicio de la ribera, resultaba palpable el silencio que parecía querer oprimir a los intrusos.
–De día debe hacer aquí un calor espantoso -comentó Tiy-.
¿Qué distancia calculas que habrá de un extremo al otro del valle, Majestad?
–¡Es un paisaje tan puro! – suspiró él, saliendo de su contemplación a regañadientes-.
Sólo roca viva y arena cegadora, una copa gigantesca para contener el oro diario de Ra.
Un grupo de sirvientes comenzó a reír de repente en tierra.
Las risas les fueron devueltas con la fuerza de un trueno, como si un ejército invisible, oculto entre los riscos, se burlara de ellos.
A Tiy se le erizó la piel.
A los pies de la rampa permanecía su sirviente mudo, sosteniendo con ambos brazos un enorme recipiente de combustible para lámparas.
El ayudante del mayordomo le gritó una orden.
Tiy regresó a la cabina y dejó caer las cortinas a sus espaldas.
Un día después, el silencio del valle no era más que un recuerdo y en tres más anclaban en Menfis donde la recepción que les tributaron fue casi un tumulto.
Había miles de personas arracimadas en las orillas, algunas hasta habían trepado sobre los techos de los galpones o se zambullían en el río para poder vislumbrar a los reales visitantes.
Amenofis les sonreía con indulgencia y levantó en alto el cayado y el mayal mientras descendía por la rampa y se instalaba en la litera.
Tiy ordenó que subiesen la suya a la barca y aseguró con fuerza las cortinas antes de permitir que la llevaran a tierra, porque no le pareció bien que los rostros de los dioses vivientes quedaran expuestos a las miradas de los toscos campesinos.
Permaneció recluida tras las cortinas hasta que la depositaron a salvo tras los muros del palacio, donde de inmediato subió a la terraza, con Amenofis pisándole los talones.
–¡Había olvidado lo hermoso que es esto! – exclamó ella-.
¡Qué paisaje tan maravilloso se ve desde aquí! ¡Hay tantos árboles, Amenofis, y una profusión tan grande de flores silvestres…
! Mira el sol sobre el lago construido por nuestros antepasados.
Veo que han puesto un techo nuevo al templo sirio en honor de Reshep, se alcanza a verlo a través del follaje.
Nuestro comercio con Siria debe de ser lucrativo.
Creo que aquí todavía quedan algunas mujeres en el harén.
¿Las visitarás?
Él esbozó una sonrisa, como si no quisiera comprometerse.
–No lo creo.
Pero iré al templo, como hacía mientras fui sumo sacerdote de Ptah.
¿Te gustaría que mañana paseáramos por los pantanos de papiros del delta?
Sólo quedan a medio día de distancia.
–Hace muchos años, tu padre y yo solíamos cazar en esos pantanos -contestó ella, con voz soñadora-.
Me gustaría muchísimo hacer ese paseo.
¿Has notado qué distinto es el ruido de Menfis al irritante clamor de Tebas?
Yo…
Pero él se había vuelto a contemplar el sol con los ojos entornados y ya no la escuchaba.
Supongo que no debo mencionar a su padre, pensó, molesta.
Bueno, dado que él me ha invitado a venir, trataré de no hacerlo, aunque Amenofis debería dominar un odio que ya no tiene sentido.
Durante un mes, ella y su hijo vivieron cada uno su propia vida.
El Faraón pasaba gran parte de su tiempo visitando los centenares de templos de los extranjeros que en aquel momento consideraban Menfis como su hogar y, aunque recibió a una delegación del templo de Ptah, no lo visitó oficialmente.
En cuanto a Tiy, se reunió con el alcalde de Menfis y con los comandantes de las patrullas fronterizas cuyos soldados se encontraban acantonados en la ciudad.
También recibió a muchos opulentos mercaderes y diplomáticos extranjeros cuyos negocios los obligaban a vivir en Menfis y les ofreció fiestas en el salón de recepción que su esposo había decorado con tanto amor.
También visitó el harén, que encontró bien organizado, pero le pareció un lugar melancólico, casi desierto y silencioso.
Una vez que cumplieron con sus deberes, Tiy y Amenofis empezaron a disfrutar recorriendo las frescas habitaciones del palacio o paseando juntos por los serpenteantes senderos del jardín.
El tiempo transcurría con la dulzura del vino que llenaba las copas que se llevaban a los labios.
Tiy no sabía si los recuerdos agridulces que la asaltaban en cada rincón del palacio o los días de descanso y ocio que disfrutaba habrían borrado las señales de tensión de su rostro.
Un atardecer en que se hallaban sentados en la terraza contemplando el perfumado jardín, Amenofis se volvió y dio una orden en voz baja al sirviente que tenía a sus espaldas.
El hombre se alejó y al rato regresó acompañado por el custodio de los atributos reales.
Llevaba consigo un pesado arcón que Tiy conocía de memoria.
–¡Te saludo, Canna! – exclamó sorprendida-.
No sabia que viajabas con nosotros.
Él hizo una reverencia y murmuró una respetuosa respuesta.
Amenofis ordenó que colocara el arcón sobre la mesa y que se retirara junto con el criado.
Pronto se encontraron los dos solos en la terraza.
Amenofis se inclinó y él mismo sirvió vino a su madre.
Ella mantenía la mirada clavada en el arcón, con el corazón latiéndole apresuradamente y una sensación de sequedad en la garganta.
Tomó la copa y bebió con rapidez para ocultar su agitación.
El Faraón empezó a hablar, al principio con cierta vacilación y luego con un coraje cada vez mayor a medida que la noche se hacía más profunda y ocultaba su rostro.
–A los pies de Osiris Amenofis te dije que la muerte de Sitamun había sido culpa mía -dijo, y Tiy notó con incredulidad que por primera vez le oía pronunciar el nombre de su padre-.
Ahora te explicaré por qué.
En lo profundo de mi corazón sabia que el dios no deseaba que la nombrara emperatriz.
Debí casarme con ella y permitirle seguir siendo sólo reina.
Era mi hermana y yo tenía el derecho y el deber de casarme con ella, pero existía otro lazo de sangre más fuerte.
El dios castigó mi cobardía destruyéndola.
Si yo hubiera actuado como debía, Sitamun no habría muerto.
No -atajó con suavidad al ver que ella intentaba hablar-, no estoy pensando en mi querida Nefertiti.
Se inclinó, alzó la tapa del cofre y tomó la corona de emperatriz.
A la luz de las estrellas, el gran disco brillante resplandeció oscuramente y los cuernos de plata de Hathor que lo rodeaban brillaron.
Cuando Amenofis lo colocó sobre sus rodillas, las dos plumas se estremecieron bajo sus manos nerviosas.
–Sabia que debía ofrecértela a ti y no a Sitamun -continuó diciendo-, pero no confié en los deseos del dios.
No volveré a cometer el mismo error.
La corona es tuya.
Tiy sintió que se ponía rígida en su asiento.
Meció con fuerza los brazos del sillón.
–Hijo mío -consiguió decir, cuando se sintió capaz de confiar en su propia voz-, Sitamun murió debido a la rivalidad por la corona que existía entre ella y Nefertiti.
Tú no tuviste que ver con su muerte.
Ejerciendo tu derecho como faraón, elegiste a una mujer sobre la otra.
–Conozco los rumores -interrumpió él, con sencillez-.
Manos humanas destruyeron a Sitamun, pero fue el dios quien decretó que tenía que morir.
Debo poseerte, Tiy.
Tiy empezó a temblar y se agarró con fuerza al sillón.
–Permite que trate de entenderte -dijo-.
¿Deseas redactar un contrato de matrimonio entre nosotros?
¿Deseas que yo sea esposa principal y Emperatriz de Egipto?
–Así es.
El documento puede ser escrito y sellado aquí mismo, antes de nuestro regreso a Malkatta.
–¡Pero esos títulos le corresponden a Nefertiti! – No podía respirar porque se le había hinchado la garganta y las palabras que pronunciaba parecían más un graznido que una voz humana.
–No, amo a mi prima, pero ella no es de mi sangre.
–Colocó suavemente la corona sobre la mesa, entre ambos.
Tiy mantenía los ojos fijos en el polvoriento jardín, pero su atención se centraba en el pesado atributo imperial.
Constituía un desafío, un premio.
–Por supuesto que lo que me propones es sólo un casamiento formal.
–Se obligó a apartar las manos de los brazos del sillón, las cruzó sobre la falda y se volvió para mirarlo.
–No -contestó él, encarándose a ella mientras rodeaba la corona con sus brazos.
La lámpara colocada sobre la mesa iluminaba sólo un lado de su rostro dejando el otro en sombras, como si se tratara de un monolito a medio esculpir-.
¡Tantas cosas me han intrigado desde que crecí lo suficiente como para pensar por mí mismo! – agregó, en voz baja-.
Ignoraba por qué había nacido, por qué profetizó en contra de mí el hijo de Hapu, por qué fui dejado en manos de las mujeres del harén.
Cuando era niño, lloraba a menudo.
Tenía sueños extraños.
Crecí y permanecí sentado en el jardín del harén observando las flores abrirse como alas de mariposas, las mariposas volando sobre la hierba como flores.
–Se pasó las manos por la cara y aunque Tiy jamás lo había oído hablar con tanta calma, observó que le temblaban los dedos-.
Recorrí los pasillos de las habitaciones de las mujeres, escuchando las oraciones de las esposas extranjeras, viéndolas postrarse ante los dioses que habían traído consigo desde todos los rincones del imperio.
Y comencé a comprender que bajo todos esos nombres distintos: Savriti, Reshep, Baal adoraban a un solo dios.
Pedí en el palacio y en el templo que enviaran rollos de papiros y empecé a leer, pero hasta el primer jubileo del Faraón no comprendí la verdad.
–De repente su voz se quebró e hizo una pausa para buscar las palabras precisas-.
Hace muchos miles de hentis, los reyes de Egipto no eran la encarnación de Amón.
Provenían del sol.
Gobernaban como Ra sobre la Tierra.
Cuando los príncipes de Tebas arrojaron de Egipto a los gobernantes de Hicsos, convirtieron en tótem a Amón, su dios local, y a medida que Tebas crecía en poder y en riquezas, también lo hacía Amón.
Pero desde entonces los faraones han olvidado que sólo Ra da vida al mundo y que el poderío de Amón se encuentra ligado a Tebas.
Tu esposo tuvo un atisbo de la verdad, pero sólo fue como un relámpago de luz débil en un cuarto oscuro.
acordó otorgarle más importancia a Atón, pero sólo externamente.
–Se inclinó hacia ella y sus miradas se encontraron-.
Madre, yo soy la encarnación de Ra.
Nací para restaurar el poder del sol en Egipto.
Mi padre es Ra-Harakhti, dios del horizonte en su amanecer.
Al elegir tu cuerpo para darme a luz, ha creado una nueva era, una era gloriosa para Egipto.
–¡Tu padre fue Osiris Amenofis, la encarnación de Amón sobre la tierra! – contestó Tiy, casi a gritos.
Él le sonrió bondadosamente, casi con condescendencia.
–No, él no era más que un hombre, lo mismo que mi hermano Tutmosis.
Fue necesario que Tutmosis muriera.
Mi destino era convertirme en Faraón a pesar de todo, para que el sol pudiera ser glorificado.
Tiy no podía pensar.
Estaba sacudida por un cúmulo de emociones, miedo, fascinación, escándalo, terror.
Los desordenados latidos de su corazón le causaban dolor y apoyó una mano sobre el pecho intentando aquietarlo.
–No veo la necesidad de que te cases conmigo -dijo, con voz ahogada.
Él se inclinó por encima de la corona y al acercarse a la lámpara el color de sus ojos se trocó de castaño en amarillo.
–Amón ha crecido en fuerza y riquezas -susurró-.
Mi magia debe ser aún más fuerte.
Los malvados y los demonios me rodean, de noche se amontonan a mi alrededor y de día me golpean.
Aprendí muchas cosas de las mujeres que dedicaban altares a los dioses extranjeros.
Encantamientos y hechizos que puedo utilizar para protegerme.
Pero la protección más grande de todas consiste en la unión del cuerpo del hijo con el de su madre.
Esa unión es considerada sagrada por la gente del sol que vive más allá de la Gran Curva de Naharin, en Khattí, en Karduniash.
He hablado con mujeres extranjeras.
Y lo sé.
No se trata sólo de una unión sagrada sino, que para mí, la encarnación del sol, es un imperativo.
De tu cuerpo procedo.
Es tu cuerpo el que debo poseer.
Una polilla empezó a aletear junto a la llama de la lámpara.
Tiy la oía luchar, con las alas quemadas, los negros ojos cegados, chocando contra el alabastro, consumida por una mortal intoxicación.
Asomaba la luna, un frío disco de plata cuya luz inundaba la terraza.
¡Piensa!, se dijo Tiy.
Piensa.
¿Qué hemos hecho, Ay?
Ésta es la criatura por cuya supervivencia luché con fuerza y en secreto, cuyo derecho a nacer defendí arriesgándome a provocar la ira del Faraón.
Este fanático, este hombre que ha sido confirmado ahora en una posición de poder.
¿Una locura como la suya podrá ser controlada, contenida?
Pero una voz le susurró la respuesta desde el fondo de su mente.
¿Y si el hijo de Hapu hubiera previsto todo esto, considerándolo demasiado grave para ser comprendido por un faraón a quien no le importan nada los asuntos religiosos?
El hijo de Hapu quería que mi hijo fuese destruido.
Él era el oráculo de Amón.
¿Por eso predijo que el muchacho crecería para asesinar a su padre?
¿Se referiría a su padre Amón?
¿Qué debo hacer?
Trató de hablar, pero su voz no respondía.
Esperó unos instantes y volvió a intentarlo, intentando que de sus labios surgieran palabras con un tono tranquilizador.
–Amenofis -dijo-, el hecho de que un príncipe de sangre real se case con su hermana está bien y es correcto porque la semilla de un dios no debe pasar a la gente del pueblo.
Por el mismo motivo resulta aceptable que un faraón se case con sus hijas.
En una época esas uniones eran consideradas necesarias, cuando las mujeres de sangre real mantenían en su sangre el derecho de sucesión.
Pero hoy día, la sucesión depende de los oráculos, y Amón concede la divinidad de acuerdo con los pronunciamientos que ellos hacen.
Ahora, los casamientos entre hermanos o padres e hijas sólo se concretan por razones dinásticas o para purificar la sangre real.
–Había alzado la voz-.
De acuerdo con la ley de Ma'at hay dos uniones que traen maldiciones y castigos y que no están permitidas.
Una, la que se realiza entre dos hombres, y la otra, la que se concreta entre un hombre y su madre.
Lo que tú me propones sacudiría los fundamentos de Ma'at en Egipto y provocaría la desaprobación de todo el mundo, desde los cortesanos y los sacerdotes hasta los fedayines de los campos.
–Ra es omnipotente -le recordó él- y superior en poderío a Amón y también a Ma'at.
Ma'at debe ser restaurada a su antigua simplicidad.
La familia de Ra es pequeña
y su poder debe ser preservado y compartido dentro de ella; debe ser cada vez más fuerte para proporcionar un hechizo que ni hombres ni dioses puedan romper.
Como
encarnación de Ra yo observo sus leyes, que son más fuertes que las leyes de Ma'at, que han sido pervertidas.
Tu esposo se acostaba con un muchacho y tus cortesanos quebrantan todos los días las leyes de Má'at.
Pero aquellos que me obedezcan a mí, el emisario escogido por el sol, no pueden equivocarse y la familia de los sagrados sólo pueden al
tercer a Ma'at.
–Aproximó la corona hacia ella con expresión ansiosa-.
Tú ya eres una
elegida.
–¿Y si me niego?
–¡No lo harás! ¿Cómo puedes?
El círculo de poder que me rodea todavía no se ha
cerrado y la oscuridad me atraviesa.
Tú puedes cerrarlo, Tiy.
Tú y yo engendraremos hijos del sol.
Ella se levantó, extenuada› con calambres en el cuerpo, y tuvo que sostenerse con ambas manos sobre los brazos del sillón para no caer.
–Pensaré en lo que has dicho -murmuró-, pero ahora debo dormir.
–¡Estás temblando! ¡Piha! ¡Trae una capa para la Diosa! – Él también se puso de
pie y después de rodear la mesa la besó en el cuello con su habitual ternura-.
Entonces duerme, Emperatriz.
Con el amanecer, Ra hará que desaparezcan todas las dudas.
–Se mostraba exultante, enfebrecido de alivio› anticipación, y cruzó la terraza con paso triunfal, como si se hubiera quitado un enorme peso de encima.
Tiy se dirigió a su dormitorio, casi sin saber dónde se encontraba.
Permaneció muda y retraída mientras Piha y sus otras sirvientas la desvestían, le quitaban el maquillaje del rostro, palmas de las manos y pies, apagaban todas las lámparas a excepción de la que ardía junto a su lecho y abrían su cama.
Tiy se acostó y ellas salieron, entre reverencias.
Piha se hizo un ovillo en su alfombra en un rincón› casi en seguida se durmió y empezó a respirar pesadamente.
Tiy se sentó en la cama y apoyó la cabeza sobre las rodillas.
Muy bien, pensó.
¿Qué alternativas tengo?
Por lo visto, Egipto no corre peligro en manos de mi hijo porque él sólo habrá de devolver su antigua grandeza al país.
Si está loco, su locura no amenaza la supremacía militar ni diplomática del imperio.
Yo soy la regente.
Controlo esa supremacía y, si me convierto en su Emperatriz, podré seguir controlándola.
Amenofis muestra poco interés por la administración y quedaría en libertad de profundizar de una manera inocente su locura religiosa, mientras yo mantengo a salvo a este país.
Por supuesto, se produciría un escándalo y una protesta general.
Los sacerdotes me maldecirían y los ciudadanos prorrumpirían en gritos.
¿Pero cuánto duraría todo eso?
¿Cuánto tiempo duró el escándalo de Tebas y de la corte por la relación de mi marido con el muchacho?
No demasiado.
Pero esto sería diferente.
No sería una simple indiscreción real mantenida en la penumbra de los aposentos del Rey.
Al ceñir la corona sobre mi cabeza, todos los días, en los salones de audiencias, sería una prueba viviente del quebrantamiento de la ley de Ma'at.
Las delegaciones extranjeras no le darían ninguna importancia.
Lo que dice Amenofis es cierto; los nobles y reyes extranjeros a menudo se casan con sus madres.
En cambio, Egipto entraría en ebullición, el país sería presa de la ira.
Será mejor que me niegue, que insista en que sea Nefertiti la que luzca sobre su cabeza ese disco con cuernos.
Pero ¿y si él tuviera razón?
¿Cuánto tiempo hace que ningún faraón cree realmente, desde el fondo de su corazón, que es Amón, dios de Tebas?
Osiris Amenofis y yo bromeamos infinidad de veces acerca de nuestra divinidad y sólo creímos que nuestro propio poder nos permitía convertimos en dioses.
Como él mismo ha dicho, la vida de mi hijo ha sido extraña.
¿Será posible que Tutmosis haya muerto por decisión de Ra?
¿Que el hijo de Hapu estuviera aterrorizado por lo que vio en el vaso de Anubis?
Tal vez no se trate sólo de aprovechar la oportunidad de continuar ejerciendo el poder que mi marido me confirió, sino de algo más pavoroso.
Y si yo me equivoco en mi decisión, ¿caerá sobre mí la ira de Ra?
Se envolvió el cuerpo con la sábana, se levantó y se acercó a la ventana.
El aire fresco acarició su rostro.
El jardín estaba oscuro y en silencio.
Pensó una y otra vez en las palabras de su hijo y, al hacerlo, la llama blanca› pura de su convicción tocó una zona de su alma donde encontró respuesta.
Tiy sabía que era una mujer hastiada, con la sensibilidad embotada por una vida de intrigas, de decadencia, y por la corrupción que trae aparejada la práctica del poder absoluto.
Jamás había oído hablar de asuntos del espíritu con una convicción tan transparente y, más allá de su caparazón de cinismo, de la corrosiva armadura de decisiones cuestionables tomadas por intereses políticos o por mantener la estabilidad social, la sincera seguridad de Amenofis la conmovía.
¿Y si él fuera realmente el heraldo de un dios celoso llegado para restaurar el equilibrio de Ma'at, corrompido por cientos de años de errores?
Se quedó dormida arrodillada junto a la ventana, con la cabeza apoyada sobre el marco.
En algún momento del amanecer, despertó sobresaltada al sentir la mano solícita de Piha apoyándose sobre su hombro y regresó tropezando al lecho donde cayó una vez más en un estado de modorra sin sueños.
Durante tres días luchó consigo misma y Amenofis no se acercó a ella.
El Faraón navegó hasta Qn para adorar a su dios en el templo del sol, y pasó mucho tiempo arrodillado ante su altar portátil y jugando con sus monos y sus gatos.
Cada vez que se reunía con Tiy para compartir la comida formal de la noche, lo hacía con todos los atributos de su rango, la doble corona sobre la cabeza, el cayado y el mayal a sus pies y la cola de leopardo y la barba faraónica puestas.
Hablaba poco y Tiy tampoco tenía ganas de conversar.
Observaba a su hijo de reojo mientras él comía despacio, llevándose delicadamente la fruta y las verduras a su gran boca; los ojos líquidos perdidos en sus lejanos pensamientos.
Al cuarto día, Tiy despertó con una decisión en firme.
Una vez vestida y maquillada, mandó llamar a su heraldo y a su guardaespaldas y encontró a su hijo al pie de la terraza, arrojando migas de pan a los pájaros que revoloteaban y piaban a su alrededor.
Sentado a su lado en un escalón, su escriba le leía una carta en voz alta.
Tiy comprendió que era de Nefertiti.
Se acercó a él sola y, al oír sus pisadas sobre la piedra, él se volvió y le sonrió.
–Aceptaré la corona -dijo ella, sin ningún preámbulo-, siempre que el convenio se realice por escrito y esté sellado con el anillo del Faraón.
Redáctalo ahora mismo, Amenofis.
–Porque de lo contrario cambiaré de idea, pensó.
Él sintió el impulso de abrazarla, pero al observar su rostro inexpresivo vaciló y dejó
caer los brazos.
–Toma un papiro limpio -ordenó al escriba, con voz solemne-.
Escribe lo que te dictaré.
Empezó a dictar y, de repente, a Tiy le resultó insoportable permanecer allí inmóvil, escuchando aquella voz infantil y aguda.
Se alejó con una leve reverencia y casi corría cuando llegó al lago ornamental donde se quitó las pulseras, los collares y la peluca.
Lanzando un grito se zambulló en el agua, dejando que le llenara la boca, las orejas y los ojos abiertos.
Cuando ya no pudo contener por más tiempo la respiración, subió a la superficie y empezó a nadar.
¿Qué he hecho?
, pensó.
Salió del lago sólo cuando sus piernas se negaron a obedecerla y se tendió extenuada en la orilla, bajo el palio.
Esa noche se presentó Amenofis a ella y, después de ser anunciado por su heraldo, ordenó a las sirvientas de Tiy que abandonaran la habitación.
Tiy se levantó del lecho para besar los pies descalzos que se detuvieron frente a ella.
Amenofis le pidió que se pusiera de pie y durante un instante se miraron fijamente.
Él le sacaba una cabeza y Tiy pensó que era tan alto como su padre.
Había estado bebiendo vino perfumado y percibió en su aliento la esencia del loto.
Tenía los labios pintados con alheña y los ojos pesadamente maquillados con khol.
Los pliegues de su ahuecada peluca descansaban contra
su cuello.
–¿Tienes miedo?
–preguntó, bondadosamente, tomándole la mano y, al mirar aquellos dedos largos jugueteando con los suyos, Tiy supo que no le temía.
Hizo un movimiento negativo con la cabeza.
Él se quitó la peluca› la colocó cuidadosamente sobre
la mesa, mientras se pasaba la otra mano por la cabeza rapada.
Su larga barbilla y sus ojos almendrados adquirieron prominencia dándole un aire cruel, pero su mirada era suave.
Estaba desnudo bajo la capa blanca› diáfana que en ese momento se quitó y a la luz de la lámpara destacaban sus anchas caderas› sus temblorosos muslos.
Tiy se sintió repelida por el extraño cuerpo de su hijo y a la vez atraída por aquella parte de él que era ella misma.
El dios a quien amé está en este hombre junto a mi propia sangre,
pensó.
Se sentó en el lecho y él lo hizo a su lado.
Le cogió el rostro con las manos y la obligó a volver la cabeza›, en ese momento, en sus ojos ardió una luz febril, una chispa de vitalidad que coloreó sus altos pómulos.
–Dentro de muy pocos años, Sitamun hubiera tenido esas crueles arrugas en el rostro -susurró Amenofis, con respiración jadeante-, pero sus ojos jamás hubieran adquirido la profunda firmeza de los tuyos.
Te amo, madre mía.
Abrázame.
Al abrazarlo, Tiy se sintió invadida por una sensación de irrealidad.
Era como si estuviera dormida en otra parte, a una hora diferente, soñando esa escena que vivían otros seres y a la vez viviéndola, mientras la observaba desde un lugar seguro.
Amenofis le hizo el amor no con la controlada pasión de su padre, sino con una obstinada persistencia que ella reconoció como propia.
No pareció importarle que ella adoptara una actitud pasiva, pues hasta cuando la penetró, Tiy se preguntaba qué clase de locura estaba cometiendo.
Su carne retrocedió incluso antes de que hubiera cesado de moverse dentro de ella y, con la rápida intuición que él a veces mostraba, se apartó y quedó tendido a su lado, respirando agitadamente, – Esto no te producirá daño alguno, Tiy -la tranquilizó como si le hubiese leído sus pensamientos-.
Ningún dios se sentirá con derecho a juzgarte.
Te encuentras bajo mi protección.
Durante la semana siguiente, la última que pasaron en Menfis, se acostó con ella todas las noches, haciéndole el amor con la misma ternura cuidadosamente carente de pasión y, a medida que crecía entre ellos la familiaridad, Tiy pudo responderle de igual modo.
Su cuerpo añoraba las expertas caricias de su difunto marido y, a menudo, mientras ella y Amenofis se movían juntos, recordaba su imagen a pesar de que jamás había recibido de él la solícita atención que su hijo le brindaba.
A veces, no pronunciaba una sola palabra, como si el hecho de hablar confirmara su crimen e hiciera realidad una situación que todavía parecía un sueño.
Aparentemente él la comprendía, o tal vez prefería su silencio.
Durante el día caminaban del brazo en silencio por el jardín o jugaban partidas de damas bajo los árboles.
Amenofis realizó una visita final a Qn, pero no le pidió que lo acompañara, cosa que la alivió.
Cuando empezaron a preparar el equipaje para emprender el viaje de regreso a Malkatta, Tiy no pudo dejar de percibir la nueva y silenciosa eficacia de sus sirvientes.
Hicieron la mayor parte del viaje a vela y llegaron al desembarcadero del palacio tres días antes del principio de la fiesta de Opet.
Habían enviado emisarios anunciando su llegada y Tiy, casi desmayada por el calor que había dejado atrás dos meses antes, observó desde cubierta que tanto el embarcadero como ambas orillas del canal estaban atestadas de cortesanos.
Nefertiti, los dos niños y Ay permanecían sentados en un reverente aislamiento bajo un dosel.
Ptahhotep, Si-Mut y un pequeño grupo de sacerdotes de Amón se arracimaban bajo una sombrilla.
Horemheb y sus soldados permanecían en el lugar donde iba a instalarse la plancha, pero Mutnodjme se movía con impaciencia.
Ningún grito de bienvenida recibió a la barca cuando ésta chocó contra los escalones del embarcadero.
Las órdenes de Pasi resonaban con un eco claro y solitario contra los pilares del salón de audiencias.
El Faraón empezó a bajar la plancha seguido por Tiy, quien, con la cabeza alta, ostentaba la corona del disco y las plumas.
La multitud cayó al suelo y se prosternó sin romper el ominoso silencio.
Ay y Nefertiti se inclinaron en una reverencia y permanecieron esperando.
Cuando su mirada tropezó con los ojos de su sobrina, Tiy leyó en ellos un odio gris.
Se acercó a ella sin vacilar, decidida a lograr que Nefertiti cediera, y tuvo la satisfacción de comprobar que la muchacha bajaba la vista.
Tiy sabia que ese primer instante del encuentro sellaría el tipo de relación futura que habría entre ambas e interiormente lanzó un suspiro de alivio.
El Faraón miraba a su alrededor con una sonrisa vaga y benigna.
–¡Podéis levantaros! – exclamó con voz animosa-.
Nefertiti, permíteme alzar a Meritatón.
Mi niña ha crecido mucho desde mi partida.
–Alzó a la niña y se alejó, y Tiy sintió una punzada de celos al ver que hacía una sonriente señal a Nefertiti para que caminara a su lado, pero la sofocó con rapidez y se volvió hacia Ptabhotep.
–Sumo Sacerdote, espérame en mi salón dentro de una hora.
–Se volvió hacia Ay-.
Ven conmigo.
Seguida por el custodio de los atributos reales, sus portadores de abanicos y otros miembros de su comitiva, se encaminó a los aposentos privados de su marido.
Allí se quitó la corona, se la entregó al custodio, ordenó a los sirvientes que se retiraran y en seguida se acercó ágilmente al trono, donde se sentó.
Ay permaneció encerrado en un silencio hostil hasta que la puerta se cerró detrás de los criados.
Cuando Tiy le hizo señas para que hablara, casi corrió hasta los pies del trono.
–¿Has perdido la cordura?
–preguntó-.
¿Te has vuelto loca?
¿Es cierto?
Ella lo observó con frialdad.
–Sí, es cierto.
–El palacio entero entró en erupción cuando se leyó el edicto.
La gente se atropellaba en los pasillos y gritaba la noticia de despacho en despacho…
¿Por qué, Tiy, por qué?
Ptahhotep ha cruzado el río en bote desde Karnak todos los días, casi incoherente por la preocupación.
–Dentro de un rato me encargaré de Ptahhotep.
No me grites, Ay.
Hace mucho que he dejado de ser tu hermana menor.
No quiero ni pensar lo que hubiese sido la actitud del Faraón si no hubiera aceptado la corona.
–Hubieras podido acostarte con algún noble discreto -se burló él-.
La corte no lo hubiera interpretado mal.
Pero con tu propio hijo…
–¡Si no dejas de gritarme, te haré azotar! ¡Soy la Emperatriz! ¡Soy una diosa! ¡Me niego a permitir que me hables de ese modo! Él le dirigió una mirada relampagueante, respiró con fuerza y después le hizo una corta reverencia.
–Lo siento -dijo.
Pero no parecía arrepentido.
Tiy notó que sus mejillas se habían coloreado y que cerraba los puños, como si intentara contenerse.
–No obtenemos nada con gritarnos -agregó ella-.
No necesito que me juzgues, Ay, mismo que colabores conmigo con tu inteligencia.
Dentro de algunos días el escándalo de la corte se irá esfumando, como sucedió con el muchacho con quien se acostaba mi marido.
–Espero que tengas razón.
Con esto arriesgas gran parte de tu dignidad y con ello se debilitaría peligrosamente tu poder.
–Creo que tenía que correr ese riesgo.
–Le contó lo sucedido en Menfis y Ay, olvidando su furia, la escuchó con aire pensativo.
–De todos modos -comentó cuando ella terminó su narración-, fue un acto irreparable y obrasteis con precipitación.
Podrías haber esperado hasta tu regreso, para discutirlo conmigo.
–Quizá.
Pero lo pensé con detenimiento.
Si Amenofis está equivocado o simplemente confundido, lo único que habré hecho es escandalizar a la corte, angustiar a los sacerdotes y quebrantar una ley de Ma'at.
El escándalo se olvida pronto.
Pero si lo hubiera rechazado y lo que dice fuera cierto…
–Nuestras principales preocupaciones siempre han sido nuestra propia seguridad y poner el imperio a salvo, en ese orden -interrumpió él-.
Y ambas cosas están ligadas a la persona del Faraón.
Es evidente que Amenofis no gobernará a menos que sus necesidades religiosas se vean satisfechas, y si no gobierna bien, sufriremos tanto nosotros como el imperio.
Tiy se sintió ofendida.
–¿Consideras que yo soy una de sus necesidades religiosas?
Ay le dirigió una triste sonrisa.
–Creo que sí, Tiy.
Hay otras cosas en juego, por supuesto, pero ésa es la razón principal que lo ha impulsado a ese matrimonio.
Por el bien de Egipto y el tuyo propio, espero que no lo olvides.
–Lo intentaré -contestó ella, con sarcasmo, y lo despidió.
Durante el resto de la mañana concedió audiencia a Ptabhotep e intentó tranquilizarlo y convencerlo de que una trasgresión de las leyes de MWat no amenazaba y jamás había amenazado la estabilidad del país y la supremacía de Amón.
Habló de su largo reinado junto a un Faraón que siempre había buscado sus placeres, dejando Egipto en sus manos, y con toda deliberación lo llevó a creer que bajo el reinado de su hijo nada había cambiado.
Tuvo la prudencia de no intentar halagarlo›, cuando el sumo sacerdote se despidió, estaba mucho más tranquilo.
Me convendría creer en mis propias palabras, meditó ella mientras se encaminaba a su dormitorio para descansar durante las insoportables horas de la siesta.
He cambiado a un faraón por otro.
Sigo siendo gobernante y emperatriz.
Mientras permanecía acostada en el cuarto en penumbra, su mente se llenó de imágenes de los labios de su hijo apretándose contra los suyos, de sus suaves besos sobre su cuerpo, de la manera en que la miraba en el momento de hacerle el amor, y le resultó imposible conciliar el sueño.
Cuando Piha entró para levantar los cortinajes y el sol de la tarde, todavía caluroso, inundó la habitación, mandó llamar a Kheruef.
–Cruza el río y ve a la ciudad -ordenó-.
Cómprame una Declaración de Inocencia.
No envíes a un sirviente, Kheruef.
HazIo tú personalmente.
–Majestad -contestó él, con rostro impasible-, permíteme cometer la temeridad de recordarte que se te considera una diosa, y los dioses no necesitan la Declaración de Inocencia.
–Kheruef, jamás en mi vida he dejado nada librado al azar.
Tú eres mi mayordomo.
Haz lo que te ordeno.
–Él se inclinó en una reverencia y salió.
Tiy tenía intenciones de dedicarse a otros asuntos hasta que regresara, pero no pudo.
Esta sensación de culpa es distinta de la que sentí por el crimen de Nebet-Nuhe, pensó, distinta de la sensación de culpa que me provocaban los manejos de la sala de audiencias, los azotes, los destierros y los castigos que he decretado.
¿Por qué?
Kheruef no regresó hasta el anochecer y, aunque resultaba evidente que se había tomado el tiempo necesario para retirarse a sus habitaciones y lavarse y cambiarse de ropa apresuradamente, todavía tenía una mancha de tierra en la mejilla.
Tiy le sonrió con afecto.
–Sigues estando sucio, Kheruef.
–Me envolví en los burdos ropajes de los fedayines y me interné a pie en la plaza pública, Majestad -contestó-.
No creí que desearas pagar por la declaración el precio que hubieran exigido a un hombre perfumado y con ropa de hilo.
–Por eso te he nombrado mi mayordomo -repuso ella-.
Léemela.
Él desenrolló el papiro y, sentándose en el suelo en la actitud del escriba que había sido en una época, empezó a leer.
–"Salve Usekh-nemtet de pasos largos, no he cometido iniquidad.
Salve, Hept-seshet, abrazado por las llamas, no he robado con violencia.
Salve Neha-hra, no he matado a hombre ni mujer alguna.
Salve, Ta-ret, pie ardiente, no he comido mi corazón.
Salve, Hetchabehu, brillo de dientes, ni he invadido tierras de otro hombre.
Salve, Am-senef, bebedor de sangre, no he matado animales que sean propiedad del Dios.
› -La voz de Kheruef seguía resonando con el canto monótono reservado para las oraciones, los encantamientos y el conjuro de los espíritus y Tiy escuchaba sin demostrar su agitación-.
"Salve Seshet-kheru, ordenador del lenguaje, no he hecho oídos sordos a las palabras del derecho y la verdad.
" -No, pensó Tiy, no he hecho eso.
E intento no hacerlo, pero mi pregunta permanece sin respuesta.
¿Pronuncia o no Amenofis las palabras del derecho y la verdad?
–.
"Salve Maa-ant-f, vidente de lo que se le entrega, no me he acostado con la mujer de otro hombre.
Salve Tututef, no he cometido fornicación, no he cometido sodomía, no he impedido el poder de engendrar.
" -Durante un instante, la voz de Kheruef vaciló y Tiy sintió que las palabras se le metían bajo la piel› que unos dedos acusadores le corrían por el cuello.
No he impedido el poder de engendrar.
Pero, sin
duda, razonó, estas cosas no se aplican a los responsables de los asuntos de Estado, para quienes, a veces, quebrantar las leyes resulta una necesidad.
Siguió escuchando hasta el fin la lectura de Kheruef, y no lo miró de frente hasta
que el mayordomo volvió a enrollar el papiro.
–Trae tinta y pluma -ordenó-.
La firmaré personalmente.
–Él depositó el papiro sobre una mesa, le puso una pluma en la mano y le indicó el lugar reservado para la fuma.
Ella escribió dos veces sus nombres y todos sus títulos.
Después, permitió que el papiro volviera a enrollarse y lo metió bajo la cabecera de su lecho.
–Es todo, puedes retirarte -dijo, entregándole la pluma.
Él la cogió y, vacilando, cayó de rodillas ante ella, aferrando sus pies con ambas manos y besándoselos.
Tiy retrocedió.
–¿Qué sucede, Kheruef?
–preguntó, estupefacta-.
¡Levántate! Él se enderezó, pero continuó de rodillas.
–Majestad, diosa, te pido humildemente que me releves de mis deberes hacia ti y hacia el harén.
Deseo jubilarme.
–¡Tonterías! ¿Por qué?
–He envejecido a tu servicio.
Casi no conozco a mis hijos, mis mujeres están muy solas.
–Sus ojos se negaban a encontrarse con los de ella.
–Eres un mentiroso, Kheruef -dijo ella, con voz tranquila-.
Tú eres mis ojos, mis oídos y mi boca en el harén, y mi látigo entre los sirvientes.
Te conozco mejor que a mí misma.
Si me insultas de esa manera, me enfadaré.
–Muy bien -Kheruef respiró hondo-.
Majestad, lo que has hecho con el Faraón es algo perverso.
Por ese motivo, no puedo seguir sirviéndote.
–¿Cómo sabes que no hemos establecido simplemente un convenio de tipo político?
Él consiguió sonreír.
–¿No has dicho que soy tus ojos y tus oídos?
¿No tengo el deber de repetirte todos los rumores que oigo?
Los sirvientes de Menfis no son mudos.
–No comprendo tus repentinos escrúpulos -contestó ella, con tono irónico-.
Llegaste conmigo desde Akhmin cuando ingresé en el harén siendo apenas una niña.
Has cumplido todas mis órdenes sin vacilar.
–Los ojos de ambos se encontraron y adivinó que había percibido su referencia al envenenamiento de Nebet-Nuhe.
–Esto es distinto -insistió él, en voz baja.
–¿En qué sentido?
–preguntó ella con amargura.
–No sé decirlo, Divina Señora.
–Tus palabras son tan tontas como las de una mujer -afirmó, citando con sarcasmo el antiguo proverbio, pero en seguida capituló por temor a empezar a rogar-.
Aceptaré tu renuncia.
Te has ganado mi gratitud.
Entrégale a Huya tu distintivo y tus insignias y vete a tu casa, Kheruef.
Él se incorporó sin la menor alegría.
–Te amo, eres mi reina y mi diosa.
–Yo también te amo.
Mi padre no se equivocó cuando te puso en mis manos como un regalo.
Que tu nombre viva para siempre.
–¡Ordéname que me vaya! – pidió él, llorando.
–¡Vete! Querida Tiy, los dioses no sufren, le pareció oír decir a su marido con voz burlona, mientras escuchaba los pasos de Kheruef alejándose por el corredor.
Bueno, no me dolerá durante mucho tiempo, se dijo, con decisión.
La traición no me es desconocida.
Llamó a Piha para que le sirviera vino e hiciera entrar a los músicos, y permaneció sentada junto al lecho mientras los rápidos compases de la música llenaban la habitación y se perdían entre las penumbras del jardín.
Esa noche Amenofis se presentó en su dormitorio, maquillado y vestido con una túnica de hilo azul transparente, y ella recibió el poco excitante apetito carnal del Faraón con una pasión que no sentía desde la muerte del Poderoso Toro.
Esto es lo que deseo, se dijo para sus adentros, y demostraré al mundo mi omnipotencia.
Tal como Tiy predijo, el escándalo de su casamiento se convirtió muy pronto en tema de conversación sólo para los cortesanos aburridos que no tenían otra cosa en qué pensar.
La resistencia de los sacerdotes fue desapareciendo cuando comprobaron que el Faraón, aunque descuidadamente, cumplía con los deberes que Amón le exigía.
Tiy recordaba con una indulgente sonrisa interior la angustia que le había producido su decisión en Menfis.
Había hecho bien en confiar en sus instintos.
¿Acaso el gobierno del país, la vida de la corte y las relaciones familiares no habían adquirido una rutina perfectamente aceptable?
Todo nuevo faraón se enfrentaba siempre con un período difícil en el que debía amoldarse a las circunstancias.
Como para recalcar el retorno a la normalidad, el río empezó a crecer justamente el día predicho por los sacerdotes en Isis y con él se animaron los espíritus de los hombres.
En Malkatta la sensación general era que se iniciaba una nueva era y el símbolo visible de ese renacimiento era el mismo faraón.
La unión con Tiy parecía haberlo liberado de su prisión espiritual.
Su impotencia había desaparecido y aunque nunca poseería los
complejos apetitos sexuales de su padre, ya no se pasaba las noches encerrado en su
dormitorio brillantemente iluminado por lámparas y antorchas.
Compartía las horas de oscuridad con su Emperatriz o con su Reina y hasta Tadukhipa, la segunda esposa, dejó atrás por fin sus años de virginidad.
Durante este período, Amenofis inició también sus enseñanzas.
Las discusiones religiosas que años antes mantenía en el jardín con los sacerdotes de Qn se convirtieron en discursos casi diarios que pronunciaba en su sala de audiencias.
Se instalaba en el trono con el cayado y el mayal sobre las rodillas y se dirigía a la inquieta multitud con su voz alta y aguda.
Los sacerdotes y guardias de Qn se sentaban a su alrededor bajo el baldaquino de oro y desde allí observaban a los oyentes.
Nefertiti siempre se encontraba allí,
luciendo sobre su orgullosa cabeza la corona de la cobra, y la pequeña Kia hacía instalar su silla muchas veces a los pies del Faraón.
Aunque estas audiencias se organizaron inicialmente en exclusiva para el personal del palacio y algunos cortesanos curiosos, muy pronto aquellos mismos cortesanos hicieron correr la voz de que los favores del Faraón
dependían de la asistencia al salón para oírlo hablar.
Amenofis se mostraba exultante ante la creciente multitud y hablaba con bondadosa condescendencia de la supremacía universal de Ra, en su manifestación visible de Disco de Atón.
Jamás mencionaba a Amón, y Tiy, que cuando no estaba ocupada por asuntos urgentes iba a escucharlo ocasionalmente, se preguntaba si la omisión sería deliberada o si su hijo consideraba tan insignificante a Amón que hasta olvidaba mencionarlo.
El contenido de aquellos discursos aburría inevitablemente a Tiy, pero muchas veces los
escuchaba íntegros, maravillada por el tono de confianza que traslucía la voz de su hijo.
Sus ojos se encendían y sus largas manos adquirían vida cuando gesticulaba.
Para su sorpresa, las palabras de Amenofis conmovían a algunos cortesanos.
Ella y Ay conversaban en ocasiones sobre las posibles consecuencias que podrían tener en Malkatta las extrañas convicciones de Amenofis, pero decidieron que serían insignificantes.
Ya habían pasado los días en que las convicciones religiosas constituían una fuerza en las vidas de los nobles y, aparte de algunas manifestaciones externas como altares domésticos e incienso, nunca quedaba nada de todo ello.
Sin embargo, la tranquilidad de Tiy respecto a lo inofensivo de las enseñanzas de su hijo desapareció un día al ver aparecer en una audiencia formal a Ptabhotep acompañado por uno de sus jóvenes sacerdotes, que se mostraba particularmente inquieto.
No se trata de un we'eb, pensó la Emperatriz.
Tal vez sea un maestro de misterios, pero no alcanzo a ver su brazalete.
Ptahhotep se acercó y vaciló.
–Puedes hablar, Sumo Sacerdote.
Se detuvo al pie del trono.
–Majestad y Diosa, no sé cómo decir esto sin ofenderte.
Desde que el gran Horus comenzó con sus enseñanzas, en Karnak reina una inquietud cada vez mayor.
Ningún sacerdote ha descuidado sus ritos diarios, pero entre los jóvenes ha habido discusiones y hasta peleas y ese clima amenaza la paz y el orden que debe reinar en las celdas.
Mis filarcas me informan de que los sacerdotes jóvenes no siempre duermen de noche.
Se visitan unos a Otros en sus celdas, sacan manuscritos de la biblioteca del templo y entre algunos de ellos han surgido enemistades.
En todas partes, con excepción del santo de los santos, los sacerdotes hablan en murmullos sobre Ra-Harakhti.
Otros, hasta cuestionan la omnipotencia del mismo Amón.
Los sacerdotes mayores como Si-Mut y yo sabemos que esto no es más que un problema pasajero que pronto se disipará; pero los demás no son tan pacientes.
–Ya hemos hablado de esto antes.
El Faraón no tiene intenciones de mostrarse irrespetuoso con Amón.
¿No te ha ordenado que sigas ofreciendo sacrificios diarios en su nombre?
Controla tú mismo a tus sacerdotes, Ptahhotep, y no pretendas que lo haga yo en tu lugar.
–Majestad, el problema no depende de mí y ha sido creado por este sacerdote -contestó Ptahhotep, ofendido-.
Ha pedido permiso para abandonar el servicio de Amón y unirse a las filas de los sacerdotes de Atón que se preparan para servir en el nuevo templo del Faraón.
Si le concedo ese permiso, ¿no lo seguirán otros?
¿Qué debo hacer?
¿Castigarlo, enviarlo deshonrado de regreso a la casa de sus familiares, ordenarle que permanezca en el templo?
–La verdad, Ptahbotep, yo… -comenzó a decir Tiy, pero se detuvo.
La decisión no era fácil.
Últimamente varios cortesanos habían cerrado sus altares en honor de Amón y habían ordenado nuevos altares dedicados a Atón; para ellos no se trataba más que de un juego novedoso.
Pero en ese momento se presentaba ante ella un problema más hondo, el primer sacerdote con una convicción tan fuerte que lo movía a actuar.
Tiy había visto a veces ropajes sacerdotales entre quienes se reunían para escuchar las enseñanzas del Faraón.
El hecho de ordenar a Ptahhotep que castigara a aquel hombre o que lo enviara a su casa significaría admitir que sus sacerdotes permanecían en el templo por obligación.
Pero si le otorgaba el permiso que pedía, podría significar el principio de una deserción en masa-.
¿Cómo te llamas?
–preguntó al joven sacerdote.
El muchacho hizo una reverencia.
–Soy Meryra, maestro de misterios en la casa de Amón.
–¿Y que deseas?
–Deseo que se me dispense de seguir prestando servicios a Amón.
Es un gran dios y fue la salvación de Egipto en los días en que el país estaba bajo el dominio de los hicsos, pero ya no creo que sea todopoderoso.
El que brilla por encima de todo el mundo es Atón.
–¿Y qué te impide servir a ambos dioses?
–Puedo adorar a Amón, pero sólo puedo servir a Atón.
No deseo daño a hombre alguno.
Soy puro de corazón y jamás he ofendido a nadie con mi cuerpo ni con mis palabras, Majestad, y mi único deseo es que me permitan abandonar Karnak en silencio para unirme al personal del templo de Atón.
–¿Y el Faraón está enterado de todo esto?
–Si.
Pero sólo me lo permitirá si cuento con el permiso de mi superior.
Amenofis por fin se ha mostrado diplomático, pensó Tiy.
Ahora comprendo por qué Ptahhotep no ha recurrido al Faraón con sus quejas.
–Es inútil intentar mantener sacerdotes en el templo contra su voluntad -dijo, dirigiéndose al sumo sacerdote-, porque sólo servirán a Amón a regañadientes y no harán más que crear problemas.
Deja ir a este hombre.
Meryra, tú te alejarás, y como castigo dejarás todos tus bienes al dios a quien abandonas.
¿Comprendes?
Los claros ojos del hombre se encontraron con los suyos sin vacilar.
–Sí, Majestad.
–Ptahhotep, te sugiero que comuniques en Karnak que todo sacerdote que abandone el templo para pasarse al servicio de Atón, se empobrecerá inmediatamente.
De esa manera, sólo se alejarán los más fervorosos y los que duden se quedarán.
¿Se te ofrece algo más?
–No, gracias, Majestad.
–Entonces, vete.
Estoy deseando almorzar.
Hubiese sido terriblemente equivocado obligar a ese joven a quedarse contra sus deseos, pensó, mientras se dirigía con su comitiva al salón de banquetes.
Sólo espero que mi hijo tenga el sentido común de no premiar abiertamente a los que traicionan a Amón, porque en ese caso tendremos una avalancha de sacerdotes ambiciosos cambiando de templo en Karnak.
Durante las semanas siguientes, las predicciones de Tiy resultaron menos acertadas de lo que ella creía.
En los templos de Amón no se produjo una avalancha de defecciones, como ella temía, pero hubo bastantes sacerdotes insatisfechos que, ante el anuncio de Ptahhotep, decidieron pasar al templo de Atón.
Los problemas menores que se presentaron fueron solucionados con rapidez, y Tiy empezaba a sentir que de nuevo controlaba la situación cuando recibió la agitada visita de Ay.
–Tiy, quiero que cruces el río conmigo -le pidió su hermano-.
El templo de Atón que mandó construir el Faraón ya está casi terminado.
Las estatuas que se alinean en el patio de entrada han dado mucho que hablar y creo que debemos verlas antes de que el templo esté consagrado y no podamos recorrerlo a nuestro gusto.
–Yo también he oído rumores al respecto.
Amenofis ha tratado de convencerme de que inspeccione el trabajo de sus artesanos, pero te confesaré la verdad, Ay, no me iré.
–Pues te ruego que hoy te intereses y me acompañes.
La barca nos aguarda.
Tal vez en el río corra algo de aire.
–No intentes persuadirme con sarcasmos, Ay.
Hace mucho que no veo a Mutnodjme.
¿Por dónde anda?
–Ella y Horemheb han viajado a Menfis y después a Hnes a visitar al padre de él.
Parece que ese matrimonio funciona bien, Tiy.
–En cambio, tu otra hija no es tan retraída.
Su hostilidad me hace tambalear cada noche.
Hya me informa de que está embarazada de nuevo.
–Eso me dijo su mayordomo -contestó Ay, lanzando una carcajada-.
Ha pagado auténticas fortunas a todos los videntes y oráculos de los alrededores para que le prometan que el niño será varón.
–Ya lo sé.
Pídeme una litera, Ay.
Quiero que me lleven hasta el embarcadero.
Hace demasiado calor para caminar.
Durante el cruce del río intercambiaron chismes y Tiy se sintió revivir al contacto con la pequeña brisa que soplaba del norte.
En el embarcadero de Karnak fueron recibidos por una litera y un contingente de guardias los escoltó hasta más allá del templo construido por Nefertiti en honor de Atón.
Tiy, que dejaba vagar su mirada por los alrededores, ordenó de repente a los portadores de la litera que se detuvieran.
–Desciende y acércate, Ay.
Creo que me ha entrado arena en los ojos.
–Obediente, él se acercó a la litera de su hermana y los portadores de abanicos se apresuraron a procurarles sombra.
Al mirar a lo alto, Tiy se sintió invadida por una sensación de furia y de perplejidad.
Por encima de ellos se alzaba un pilón de piedra.
En cada uno de sus pies, profundamente esculpida en la piedra y pintada en vívidos tonos de oro y azul, una gigantesca Nefertiti caminaba sobre cadáveres de nubios y asiáticos.
La escena era parecida a la que rodeaba el trono de Tiy.
Pero en ese bajorrelieve, Tiy estaba representada por una esfinge con garras que pisaba a sus enemigos.
En cambio aquí, Nefertiti estaba retratada vistiendo un corto faldellín de hombre y su pose era tal que sólo un faraón reinante Podría haberla asumido.
En una de sus manos vengadoras esgrimía la cimitarra real y en la otra el mayal.
La figura no tenía pechos y su cabeza terminaba en una corona alta, con la parte superior plana rematada por la cobra.
Sólo en el rostro se reconocían sus rasgos femeninos y era, indudablemente, Nefertiti.
Tiy y Ay intercambiaron una mirada.
–Los días en que yo sabía lo que iba a suceder en mis dominios sin duda han pasado -murmuró Tiy, con los dientes apretados-.
¿Cómo se atreve a hacer esto?
¡Es un sacrilegio! ¿Qué pretende demostrar?
–Indica por medio de la piedra lo que no puede decir con palabras -contestó en seguida Ay-.
Confío en que Su Majestad cuente con servidores honestos que prueben su comida y con guardias incorruptibles.
–¡No supondrás que se atrevería a tanto! Ay se volvió para regresar a su litera.
–Ya ha golpeado antes sin advertencia previa.
Y ésta es una advertencia.
He sido una estúpida al ignorar estos planes arquitectónicos, pensó Tiy, enferma de furia.
Tengo la sensación de que los lazos que me unen a Egipto están siendo desatados por los hábiles dedos de Nefertiti.
Volvió a subir muy erguida a la litera y Ay ordenó que prosiguieran la marcha.
Cavilaba y hablaba poco cuando se acercaron al templo de Anienofis.
Dejaron las literas junto al primer pilón y, protegidos por una sombrilla, se encaminaron hacia el primer patio interior.
Grupos de sacerdotes de Atón, cubiertos con blancas vestiduras, interrumpieron sus conversaciones para inclinarse ante ellos.
A su paso, los sudorosos albañiles abandonaron sus herramientas para prosternarse ante ellos.
Varios de los pilares que marcaban la pared exterior ya se encontraban en su lugar, pero todavía quedaban pozos donde debían enterrar otros.
Tiy y Ay llegaron al segundo pilón, más alto y ancho que el primero.
Una vez que el templo estuviese dedicado, unos sacerdotes-guardias apostados a cada lado de la entrada impedirían el paso a la gente del pueblo, pero ese día el pilón estaba desierto.
Tiy esperaba encontrar algún techo bajo el que pudieran refugiarse los adoradores, pero no lo había.
El sol iluminaba sin piedad el vasto espacio.
Se detuvo justo en la entrada.
Ante ella, en filas interminables se extendían cientos de mesas de ofrendas, cada una instalada sobre un pequeño tablado de dos escalones.
En la pared, a distancias regulares, se veían unos pilares.
Cada uno lucía una imagen del Faraón; cientos de imágenes idénticas de Amenofis con la mirada clavada en el recinto sagrado.
Ay tocó suavemente el brazo de Tiy.
–Acércate a mirarlas -pidió.
Rodearon las mesas de ofrendas, se acercaron a la pared y levantaron la vista.
El parecido era sorprendente y la obra estaba bien ejecutada, transmitiendo la tranquila infalibilidad inherente a la cabeza del Dios-Faraón.
La cobra y el buitre se alzaban juntos desde el casco con alas.
Los ojos de Amenofis se dirigían hacia abajo, con una mirada apreciativa que confería una severa expresión al rostro sereno.
La nariz era maravillosamente delicada, los gruesos labios cerrados esbozaban una leve sonrisa y la barba faraónica caía hacia donde se encontraban el cayado y el mayal, cruzados sobre el pecho del Dios.
Las reales manos sostenían con firmeza los atributos de su poder y en los brazaletes que rodeaban sus muñecas y antebrazos se habían esculpido sus jeroglíficos.
Las figuras estaban sin pintar.
Tiy retrocedió y miró a las restantes, una infinidad de imágenes idénticas de su hijo que observaban las mesas desde donde se alzarían las llamas de las ofrendas para su dios.
Entonces, al bajar la vista, percibió la curva del generoso vientre del Faraón que se convertía en caderas y muslos.
Aparte del casco, las estatuas estaban desnudas y, debido a la ausencia de faldellines, resultaba evidente que ninguna de las figuras tenía genitales.
Los muslos, muy apretados, parecían los de una mujer.
Tiy empezó a caminar junto a la pared con la mirada clavada en las estatuas, sintiéndose mal.
Al llegar al extremo de la pared se volvió, escandalizada e incrédula.
–¿Dónde está la piedra sagrada?
–murmuró.
–No hay piedra sagrada -contestó secamente Ay-.
No hay dios, ni pirámide ni piedra sagrada.
Atón no está presente en este templo.
–Tengo miedo, Ay.
Este lugar está lleno de maldad y me siento como una criatura que tropieza con horrores vivientes en un valle desierto.
Mi hijo sabe que el Faraón es el Toro Poderoso, el símbolo de la fertilidad en Egipto, el que asegura la semilla vital, tanto para hombres como para cosechas.
El hecho de haber sido representado sin sus órganos de reproducción es una invitación a la esterilidad para todo Egipto.
Pero ésa no es la peor de las transgresiones.
La esencia del Faraón habita en cada estatua, en cada figura que lo representa en cada lugar en que su nombre se encuentre escrito.
Él está totalmente presente allí, arrojando sobre todos, como dios que es, su magia viril e intemporal, y hasta mucho después de su muerte protege y alimenta a su pueblo.
¿Qué protección puede significar esta cosa informe para Egipto?
–Conozco esas verdades, Tiy -le recordó Ay, con suavidad-.
Pero tal vez el Faraón intenta establecer otras.
Amenofis cree en la encarnación de Ra, en Alón, el Disco Visible, y, a diferencia de Amón, Atón no tiene sexo.
Estoy convencido de que él cree que Egipto no tiene nada que temer por esas representaciones de su persona porque la magia que irradian es mayor que la magia de Amón.
Amenofis habla mucho acerca de la manera en que él y todos deben vivir en la verdad.
Esas imágenes son un ejemplo de ello.
–Entonces, ¿será Nefertiti quien atraiga sobre si la aprobación y el reconocimiento de los dioses por medio de esas imágenes blasfemas de su persona?
¡Ellos creerán que ella es el Faraón y que mi hijo es sólo un hombre vulnerable! – Había palidecido.
–Será mejor que nos vayamos -decidió Ay-.
Todo esto será distinto cuando las mesas estén repletas de comida y de flores y cuando sobre cada plataforma haya un sacerdote quemando incienso.
Los edificios en construcción resultan deprimentes muchas veces.
–Pero nunca como éste -contestó ella, mirándolo a los ojos-.
Ay, estoy embarazada.
Y no me he sentido amargada ni temerosa por mi embarazo, simplemente resignada.
En cambio ahora me espanta mi estado.
Hice todo lo posible para impedirlo, pero cuando ocurrió me alegré por Amenofis y también debo confesarte que me regocijé un poco pensando en la reacción de Nefertiti.
Ahora, en cambio, desearía estar otra vez en Menfis para negarme a la solicitud de matrimonio de mi hijo.
–Hablaba con enorme amargura.
Cuando Amenofis se presentó aquella noche en su dormitorio, Tiy no había conseguido liberarse de aquel estado de ánimo.
Él sonrió, habló de temas intrascendentes y le hizo el amor.
Tiy se sintió imposibilitada de responderle.
Después de su visita al templo de Atón, era como si lo percibiera de otra manera, como si lo viera por primera vez Las inocuas palabras de Amenofis le parecían siniestras y los movimientos de su cuerno deforme se le antojaban una silenciosa amenaza.
Y aunque deseaba hacerlo, no se animó a interrogarlo.
Al día siguiente decidió visitar a Tia-Ha, con la esperanza de que el alegre sentido común de su amiga brindara una perspectiva lógica a la ansiedad que la consumía.
En ese momento, la Princesa se encontraba revisando sus vestidos con ayuda de su doncella, y la estancia se hallaba en un estado aún más caótico que el habitual.
Tiy la saludó y se abrió camino hacia los almohadones, que habían sido arrojados contra la pared para que no estorbaran.
–¡Vives en un desorden espantoso, Tia-Ha! – exclamó Tiy, hundiéndose en un cojín-.
Tienes más sirvientes que ninguna otra mujer del harén y, sin embargo, tus visitas apenas pueden trasponer el umbral de tu puerta.
–Es que no estoy bien organizada -explicó Tia-Ha, haciendo señas a su sirvienta para que se retirara-.
Prometo constantemente ser más cuidadosa y dicto listas interminables de todo lo que debo hacer, pero antes de que mis sirvientes puedan cumplir las instrucciones siempre surge alguien con el tablero de un juego nuevo o recibo una invitación a alguna fiesta y debo embellecerme.
El resultado es que mis muchachas y yo terminamos enfrascadas en el juego o envueltas en cosméticos.
–Retiró con los pies los vestidos que cubrían el suelo y se sentó en una silla frente a Tiy-.
Lo que ha sucedido hoy es un buen ejemplo de lo que te digo -continuó-.
Decido librarme de mis viejos vestidos y regalárselos a mis sirvientes, ¿y qué ocurre?
¡Apenas empezamos, llega la Emperatriz de visita! Y, por supuesto, el mayor de mis placeres consiste en hablar contigo, querida Tiy.
Tienes buen aspecto.
Y, si me permites decirlo, el Faraón también lo tiene.
–Si, supongo que si -replicó Tiy, con los ojos clavados en las sandalias de TiaHa-.
¿Dime, Princesa, por casualidad has cruzado el río para ver el santuario que Amenofis está edificando en honor de Atón?
Pronto lo terminarán y la entrada ya no será libre.
Tia-Ha lanzó una carcajada.
–¿Preguntas si he ido por casualidad, Majestad?
¿Cuando los cortesanos han trotado por centenares a sus barcos para cruzar el río con el único objeto de mirar a su Faraón desnudo esculpido en la piedra?
No, no he ido por casualidad.
Yo también me he dejado llevar por la curiosidad y he ido a ver de qué se trataba.
–¿Y que impresión has tenido?
–Estaba preparada para encontrarme con una grave violación de Ma'at -explicó Tia-Ha-, pero las imágenes sólo ofendieron mi concepto del buen gusto.
Pero, Majestad, ¿te he molestado?
Tiy clavaba la vista en sus manos, cruzadas sobre la falda.
–El arte es sagrado -dijo, con voz débil-.
Toda estatua o pintura debe representar al Rey sólo como divina encarnación, sin defectos humanos.
–¡Pero el padre del Faraón ya lo hizo! ¿No recuerdas lo que gozó al descubrir aquel pequeño cuadro que lo mostraba sentado en un sillón, cubierto con finas ropas de mujer?
Tiy sintió que se le quitaba un peso del corazón.
Sonrió, agradecida.
–Lo recuerdo muy bien.
Pero ese cuadrito está en el palacio, el arte del templo es otra cosa muy distinta -objetó.
–No hay demasiada diferencia.
Además, ¿qué importa, si en el nuevo templo del Faraón no hay ningún dios que pueda ver su cuerpo?
¿Quieres tomar un trozo de tarta?
–Tiy asintió.
Tia-Ha dio una palmada y de inmediato apareció una sirvienta a quien le ordenó sendos trozos de tarta para ambas-.
Lo que me divierte es que los cortesanos se apresuran a hacerse pintar de la misma manera que tu marido.
Él les explica en sus enseñanzas que Ra le ha concedido un cuerpo único como señal de un favor especial, así que ellos se apuran a ordenar a sus artesanos que cubran las paredes de sus casas y sus tumbas con imágenes distorsionadas de sus personas.
Si existe una magia benevolente en esa fealdad, desean compartirla.
¡No sé cómo se las arreglarán los dioses para reconocer en esas figuras grotescas a los funcionarios, mayordomos, ministros, generales y comandantes! Hasta los dos poderosos visires han decidido seguir la moda.
Todo el mundo quiere congraciarse con el Faraón.
Y siempre ha sido así.
–¿Así que tú crees que todo esto no es más que una diversión que se ha puesto de moda y pasará?
–La sirvienta de Tia-Ha había regresado con la tarta y Tiy se sintió repentinamente hambrienta.
–¡Por supuesto! Y, ahora, con el permiso de Su Majestad, me gustaría cambiar de conversación.
–Dirigió a Tiy una mirada astuta y empezó a contarle los detalles de una fiesta a la que había asistido la noche anterior.
Pronto Tiy reía a carcajadas mientras saboreaba la tarta.
Había olvidado sus preocupaciones por un rato.
A mediados de la estación de Alchet, cuando el río crecía y el aire era levemente más fresco, Tiy dio a luz, con dificultad, a una niña.
Había conseguido ocultar con éxito el temor que la embargaba a medida que su embarazo crecía, convencida de que las veladas miradas de los cortesanos escondían la esperanza de que recibiera un castigo por haberse embarcado en una relación prohibida.
A pesar de la desaprobación del Faraón, hizo instalar en su cuarto unas imágenes de Ta-Urt, diosa de los partos, y al sentir que llegaba el momento, ordenó a los hechiceros que entraran en el dormitorio con amuletos y que entonaran encantamientos.
Las voces de los hechiceros y los gemidos de Tiy eran los únicos sonidos que resonaban en la atestada habitación, porque los privilegiados cortesanos que contemplaban el nacimiento real se mantenían en un absoluto silencio.
Indefensa y sumida en el dolor, Tiy percibía la hostilidad con que la observaban.
Cuando se anunció el nacimiento, los espectadores no lanzaron el menor murmullo y se apresuraron a alejarse en medio de idéntico silencio acusatorio.
Amenofis alzó a la criatura con gesto de orgullo.
–Hermana-Hija -dijo, mirando el pequeño rostro de la criatura dormida-, tú, por encima de todos, eres la prueba viva de mi piedad.
Te llamaré Beketatón, servidora de Atón.
Y tú, Tiy, bendita gran señora, habrás comprobado que tus temores no tenían fundamento.
Tiy respondió con un murmullo, pero no tuvo fuerzas para contestar coherentemente y se quedé dormida.
Exteriormente, el año siguiente fue una época de optimismo.
En el harén los niños reales crecían llenos de salud.
Algunas semanas después del nacimiento de la hija de Tiy, Nefertiti también dio a luz una niña, a quien Amenofis llamó Meketatón, protegida de Atón.
El Faraón no parecía preocupado por el hecho de no tener aún hijos varones.
Nefertiti se repuso con rapidez, alentada por el alivio que le había producido que Tiy también fuese madre de una niña y que, por lo tanto, todavía no hubiera tensiones para nombrar un heredero.
En cambio, Tiy se reponía con lentitud y durante las semanas de la inundación se dedicó a descansar, conduciendo desde el lecho los asuntos de Estado que no se podían postergar.
Tal vez por eso sentía más afecto por la pequeña Beketatón que por cualquiera de sus otros hijos, a excepción de Tutmosis, su primogénito.
No veía friamente a su hija como a una futura consorte para su hijo Smenkhara.
Apretaba contra su cuerpo el cálido bulto que era su hija y el presente le bastaba por sí solo.
Smenkhara, por su parte, tenía ya casi cuatro años y era un niño voluble, que poseía la gracia natural de su hermano mayor Tutmosis.
Inició sus estudios oficiales en el harén bajo la vigilante mirada de Huya, un acontecimiento que lo angustió porque Meritatón no tenía más que dos años, era demasiado pequeña para asistir a clases y ambos se habían vuelto inseparables.
Meritatón era una criatura chiquita, con aspecto de muñeca, que tenía los ojos grises de Nefertiti y la nariz aguileña de su padre, una criatura que pertenecía al mundo de suntuosas telas, joyas, cintas y perfumes de los que se encontraba rodeada.
Permanecía de pie junto a la puerta del aula donde Smenkhara y los hijos de los ministros del Faraón repetían sus lecciones, mirando la puerta con expresión paciente e ignorando los suspiros y movimientos inquietos de sus sirvientes.
Cuando escuchaba la oración de Amón y el breve canto de Atón que marcaba el fin de las clases del día, su frágil cuerpo se ponía tenso hasta ver salir a Smenkhara.
Éste, librándose de la horda de vociferantes niños que lo seguían, se acercaba a ella corriendo para recibir con tranquila seguridad el regalo que le entregaba, una flor, un escarabajo muerto, un trozo de vasija rota.
En las calurosas tardes no mantenían extensas conversaciones, sino que jugaban por separado a cualquier cosa, en un silencio completo y pleno de comprensión y compañía.
Nefertiti estaba satisfecha por la armonía que reinaba entre ellos, en la que veía una base para futuras negociaciones, pero Tiy se limitaba a escuchar los informes diarios que le llegaban del aula y de los aposentos infantiles y archivaba la información en su mente.
El amor no tenía ninguna relación con las necesidades dinásticas.
Por su parte, Tiy se mantuvo durante ese año en el pináculo del poder, segura y rodeada por el continuo afecto de Amenofis.
Los celos de Nefertiti disminuyeron hasta convertirse en una especie de perpetuo malhumor, amortiguado no sólo por el hecho de que ambas habían dado a luz hijas, sino por la repetición de la impotencia del Faraón.
Porque aunque era incapaz de hacerle el amor, sus espías le informaban de que tampoco compartía la cama con Tiy.
El fuego que lo consumía era la llama del fervor religioso.
Amenofis recorría con frecuencia su templo todavía inacabado.
Oraba hasta altas horas de la noche en su dormitorio brillantemente iluminado, de pie frente al altar de Atón, con unos incensarios en las manos y vestido con los ropajes femeninos plisados que había comenzado a usar.
A menudo gritaba a la multitud que se reunía en el salón de audiencias para escuchar sus enseñanzas; su voz aguda se alzaba mientras se inclinaba por encima de ellos desde su trono, y el sudor de su entusiasmo manchaba las vestiduras que cubrían sus pies maquillados.
Después de las enseñanzas se retiraba a su lecho y caía en un sueño profundo y extenuado mientras sus oyentes se dispersaban.
Algunos iban en busca de cosas más entretenidas para hacer, pero un número cada vez mayor salía lentamente al jardín, donde se enzarzaban en furiosas discusiones.
El palacio estaba lleno de rencillas en cuyo centro se movía el Faraón, un vivo reflejo de las grotescas representaciones de su persona que empezaban a adornar las pintadas paredes de Malkatta.
A medida que la atmósfera de la corte se iba haciendo irrespirable, Tiy empezó a refugiarse en la voluminosa correspondencia extranjera, que jamás disminuía, y a pasar gran parte de su tiempo en compañía de cortesanos de su edad con quienes podía compartir recuerdos de su primer esposo.
Un día, Tiy viajaba con sus sirvientes y guardias por el camino que conducía desde el templo funerario de Amenofis III a Malkatta.
Había ido a ofrecer sacrificios a su difunto marido y había llevado comida y flores para dejarlos a los pies de su estatua, mientras susurraba oraciones por el bienestar de su ka.
Era un rito que le complacía porque, al cerrar a sus espaldas las puertas del santuario, le parecía retroceder en el tiempo.
La personalidad burlona y cálida de Amenofis parecía llenar el amplio salón y le producía una enorme sensación de seguridad.
En cambio, en presencia de su hijo, cuando se encontraba en sus brazos, siempre se sentía inquieta por miedo a ser juzgada a pesar de que la reconocieran como diosa y, a veces, añoraba la relación turbulenta y simple que había compartido con el padre del actual Faraón.
Un leve eco de aquella relación perduraba allí, en el templo erigido para sus adoradores, y Tiy lo disfrutaba con avidez.
El grupo había llegado a una bifurcación de caminos, cuando de repente oyó que alguien maldecía y un coro de gruñidos de hombres enfurecidos le respondía.
Alzó las cortinas de su litera con curiosidad y ordenó a los portadores que detuvieran la marcha.
Iba a enviar a uno de los seguidores a investigar lo ocurrido, cuando después de un silencio oyó un grito de dolor y apareció un hombre corriendo.
Al ver un cortejo real en la carretera, habitualmente desierta, se detuvo con los ojos aterrorizados, vaciló, giró sobre sus talones y volvió a emprender la huida.
Tiy hizo una señal al capitán, quien acompañado por varios soldados persiguió al fugitivo.
A los pocos instantes, reaparecieron sujetándolo con firmeza.
Dos de los soldados cargaban el cuerpo de otro hombre y, a pesar de la distancia, Tiy comprendió que estaba muerto.
Cuando descendió de la litera, los soldados la rodearon y los sirvientes desplegaron su dosel.
Desde la sombra, Tiy observó el cuerpo que extendían sobre el camino.
–No hace mucho que ha muerto, Majestad -informó el capitán-.
Todavía mana sangre de sus heridas.
Tiy examinó de soslayo el rostro golpeado, el afeitado cráneo salpicado de sangre y las heridas del cuello.
Desvió la vista.
El otro hombre, que jadeaba y sudaba, también parecía malherido.
Tenía la ropa hecha jirones, pero la sangre que le manchaba los brazos y una mejilla no era suya.
Al ver que ella lo miraba, lanzó una exclamación y trató de prosternarse, luchando por liberarse de los seguidores que lo flanqueaban.
En ese momento, Tiy percibió sus brazaletes, en los que aparecía el emblema de Atón.
Sobresaltada, volvió a mirar el cadáver.
En sus brazaletes destacaban las dobles plumas de Anión.
–¡No es posible! – exclamó, casi gritando-.
¡Incorpórate, sacerdote! ¿Qué es todo esto?
Él hizo un esfuerzo por hablar, con la mirada en las manchas de sangre del camino que ya se hundían en la arena.
–¡Piedad, Majestad! – graznó el hombre, tragando convulsivamente-.
No tenía intención de matarlo.
Nos encontramos en el camino y yo estaba muerto de calor y de sed.
Él tenía agua y pan.
Nos detuvimos a conversar.
Compartió conmigo su comida y cuando terminamos debíamos separamos y seguir cada cual su camino, pero…
–Cerró los ojos.
Tiy aguardó con expresión impasible-.
Empezamos a hablar y después a discutir.
Él intentó golpearme con la cantimplora y la furia pudo más que yo.
Peleamos.
Lo tiré al suelo pero él luchaba y me maldecía.
Entonces, cogí una piedra y…
Con expresión de desprecio, Tiy hizo señas de que guardara silencio y se volvió hacia su capitán.
–Enciérralo en los calabozos del palacio.
El mismo Faraón debe juzgar este caso.
Entrega el cadáver a Ptahhotep.
¡Una lucha entre sacerdotes! ¡Parece increíble! En cuanto llegó al palacio, se dirigió a ver a su hijo, que en ese momento salía de la bañera y era secado por su sirviente personal.
Amenofis la recibió con su habitual cordialidad.
–Esta noche habrá una agradable fiesta, Tiy.
Después de tanto tiempo de ausencia, Pum y Puprs se sentirán aliviados de poder regresar a Mitanni.
Por una vez, ella no mostró interés por las maquinaciones que habían mantenido los embajadores de Mitanni en Egipto desde la muerte de Osiris Amenofis.
Con expresión tensa, le narró por encima lo sucedido en el camino, observándolo atentamente a la espera de alguna reacción, pero él se limitaba a escucharla con una cálida expresión en sus grandes ojos pardos.
Por fin, lanzó un profundo suspiro.
–Hablaré con el sacerdote de Atón -prometió-.
¡Todavía tiene mucho que aprender! Atón no necesita que lo defiendan con violencia.
Él da la vida.
¿Te gustan estos brazaletes, madre querida?
Me los ha regalado Kenofer.
Ignoró las manos pintadas que su hijo extendía.
–Amenofis -dijo, con seriedad-, ha muerto un hombre y no se trata de un hombre cualquiera.
Un sacerdote de Amón ha sido llevado a la Casa de los Muertos, asesinado por la gente del sol.
Si no ejecutas a su asesino, no solo darás una muestra de favoritismo por Atón, sino que aceptarás que las estúpidas discusiones que están tan en boga desemboquen en actos de violencia.
Él alzó sus depiladas cejas y sonrió.
–Eres sumamente hábil en asuntos de Estado, Tiy mía, y pocas veces discuto tus decisiones.
Pero dado que yo me comunico directamente con el Dios, estoy más preparado que cualquier otro hombre para tratar asuntos religiosos.
El sacerdote se excedió en su celo, y eso es todo.
Lo dejaré en libertad después de hacerle una seria advertencia.
–¡Si haces eso, los sacerdotes de Anión temerán por sus vidas! ¡Se llenarán de resentimiento y de amargura! – Y su dios los protegerá.
No podía decidir si bajo su bondadoso tono se advertía una nota de verdadera candidez o si se trataba de un sarcasmo.
–¿Si lo dejas en libertad, aparecerás por lo menos en Karnak durante algunos días para efectuar personalmente los ritos matutinos?
–No lo creo.
–El Faraón se volvió para mirarse en el espejo y ella se levantó-.
No tengo problemas pendientes con Amón y sólo es una cuestión de tiempo; pronto los sacerdotes de Atón comprenderán que, en su insignificancia, ese dios no los amenaza.
Entonces, ambos grupos se calmarán y volverá a reinar la paz.
Ella no siguió discutiendo.
Lo besó en la frente como si se tratara de un niño y salió.
Ordenó una litera para que la llevaran a la casa de su hermano en la penumbra del cálido anochecer.
Ay bebía vino en el jardín en compañía de algunos de sus oficiales.
A sus espaldas resplandecían la primeras lámparas de la casa y se oían las risas y los movimientos de sirvientes y concubinas, mezclados con exquisitos aromas de comida.
Cuando el heraldo anunció los títulos de Tiy, las conversaciones cesaron y todos se prosternaron ante ella.
La Emperatriz les hizo señas para que se levantaran y caminó con Ay por el sendero que conducía al río.
–El Faraón va a dejar en libertad a un sacerdote que se halla prisionero en una celda del palacio -informó-.
Quiero que te encargues de que lo maten.
Ocúpate de que lo hagan secretamente, pero que dejen su cadáver en algún lugar donde se encuentre con facilidad y que no le quiten los brazaletes que acreditan su condición sacerdotal.
–Muy bien -contestó Ay, asintiendo-.
¿Quieres explicarme por qué deseas que haga eso?
Se lo explicó.
–Si esta actitud de fanatismo religioso empieza a extenderse por el palacio, es posible que debamos afrontar un serio problema -vaticinó él-.
No puedo creer que el Faraón ignore esa posibilidad.
¿Será que desea que se produzca?
–No lo sé.
A veces me parece un asunto de poca importancia, un juego con el que le permitimos divertirse para mantenerlo ocupado, pero cuando retrocedo en el tiempo compruebo lo mucho que han cambiado las cosas, lo turbulenta que es ahora la vida de la corte.
Nunca creí que intentaría influenciarlo en asuntos que no se refirieran directamente al gobierno, pero temo que mi influencia no basta.
–¿Qué ocurriría si dijera a los responsables del destino del sacerdote que desobedezcan al Faraón y que lo maten en lugar de dejarlo en libertad?
–No se atrevo ni a pensarlo.
La palabra del Faraón es ley.
Muchas veces, aunque su palabra salga de su boca es en realidad la de sus consejeros, o la mía, pero es igualmente sagrada.
En cambio, si él desautorizara una orden mía, mi poder disminuiría.
Ay lanzó una corta y seca carcajada.
–¡Esto es bastante absurdo! Él será el Faraón, pero tú sigues siendo la que gobierna en Egipto y Nefertiti mantiene en alto la fortuna de la familia.
Nuestra sangre cada vez es menos extranjera y más aristocrática.
Si el reinado de Amenofis continúa consistiendo en una crisis religiosa tras otra, el oráculo de Amón se mostrará más que dispuesto a nombrar al heredero que nosotros le propongamos.
Todavía ocupamos una posición de gran fuerza, Tiy.
–Lo que dices es cierto, pero la roca se apoya en la arena.
Y en este momento se mueve.
Por ahora el equilibrio entre los seguidores de Amón y los de Atón es parejo, pero ¿y si los adoradores de Amón disminuyeran?
–¿De qué adoradores hablas?
Los sacerdotes son los únicos adoradores verdaderos.