Prefacio a la edición Inglesa
PREFACIO
A LA EDICIÓN INGLESA
La locomotora marcha y uno se pregunta por qué. El labriego afirma que es el diablo quien la hace marchar, otro dice que la locomotora camina porque se mueven las ruedas y un tercero que la causa del movimiento reside en el humo que se lleva el viento.
El único concepto capaz de explicar el movimiento de la locomotora es el de la fuerza igual al movimiento visible. Y, asimismo, el único concepto mediante el cual puede ser explicado el movimiento de los pueblos, es el de una fuerza igual al conjunto de ese movimiento Y, no obstante, bajo ese concepto, las diferentes historias comprenden fuerzas totalmente distintas entre sí y todas desemejantes del movimiento. Unos ven en él la fuerza propia de los héroes, del mismo modo que el labriego ve el demonio en la locomotora, para otros, es una fuerza que deriva de alguna otra fuerza, como el movimiento de las ruedas, y otros, a su vez, ven en él la influencia intelectual, como el humo que el viento se lleva[1].
Esta descripción de Tolstoi, de la que no salen muy favorecidas las tres escuelas principales de historia, contiene una parte de verdad, tanto si la «locomotora» resulta ser la larga guerra entre España y los holandeses, como si se trata de la invasión de Rusia por Napoleón en 1812. Muchos historiadores de estos dos acontecimientos se han fijado sólo en los demonios y en el humo, en los héroes y en las influencias intelectuales. El autor de esta obra pertenece al segundo grupo de que habla Tolstoi, y cree que, por lo menos, en el caso de España y la revuelta holandesa, las «ruedas», la mecánica del conflicto, ha sido un tanto olvidada.
Este estudio se ocupa de una cuestión básica de la mecánica histórica: cómo la España de los Habsburgo, el estado más rico y poderoso de Europa, fracasó en su intento de dominar la revuelta holandesa. ¿Cuáles fueron los objetivos y el programa político de España en los Países Bajos después de 1567? ¿Cómo procuró realizarlo? ¿Por qué no lo consiguió?
Los historiadores han procurado evitar estas preguntas. La mayor parte de los relatos de la evolución histórica de los Países Bajos en el siglo que media entre 1550 y 1650 se centran sobre la dinámica interna de la revuelta, sobre el carácter de la oposición a España, sobre los acontecimientos y figuras principales de la lucha —en otras palabras, sobre por qué vencieron los holandeses—. Pocos escritores contemporáneos de los hechos (y menos aún después) consideraron la revuelta desde el otro lado, desde el punto de vista de una España enfrentada a una embarazosa revuelta que tenía lugar en una lejana provincia de su imperio. Hay buenas razones para esta postura unilateral. Los historiadores españoles no se han sentido atraídos por el estudio de una guerra que ocasionó el prolongado sacrificio de hombres, dinero y prestigio, y sólo produjo humillación, empobrecimiento y derrota. Asimismo, la guerra de los Ochenta Años reportó tan poco crédito político y beneficio económico a los Países Bajos españoles, que los historiadores belgas se han centrado, a partir de la década de 1580, casi exclusivamente en los aspectos religiosos de la lucha —sobre el modo cómo su país se convirtió en los «Países Bajos católicos». Los holandeses, por su parte, han tratado la guerra de los Ochenta Años como un asunto fundamentalmente interno, consiguiendo con ello que la política y personalidades nativas de su país dominen sus relatos. España ha ignorado a los Países Bajos, y los Países Bajos han ignorado a España.
Si el olvido de los historiadores políticos tiene esta fácil explicación, la falta de interés entre los historiadores militares por el proceso de la guerra de los Ochenta Años es a primera vista más sorprendente. El desdén con que lo despachó el mariscal de campo Fuller, autoridad bien conocida en historia militar, es verdaderamente característico: «Militarmente, es poco lo que se puede aprender de las Guerras de Religión de Francia (1562-1598). Y no enseña mucho las la revuelta de los Países Bajos (1568-1607)…»[2].
Al soldado profesional le gusta que sus guerras sean limpias, breves y decisivas. La guerra de los Ochenta Años, como la mayoría de los conflictos que suponen la participación extranjera en gran escala, fue la antítesis de este ordenado modelo. La «Proporción de Participación Militar», como ocurre tan frecuentemente en las guerras civiles, fue extremadamente elevada, y, por tanto, la distinción entre los soldados pobremente armados y que combaten de mala gana y los civiles agresivos y decididos, entre la guerra regular y la de guerrilla, es difícil de determinar. Las Hauptschlachten, las «grandes batallas» de las que gustan tanto los historiadores militares fueron poquísimas y el embarullado e interminable conflicto dio pocas oportunidades para que se manifestara un «genio militar» romántico. Quienes atribuyen importancia histórica a la araña de Bruce o a la nariz de Cleopatra, se verán inevitablemente decepcionados por la historia de las guerras de los Ochenta Años: las iniciativas personales y la buena suerte eran rápidamente neutralizadas por las embrutecedoras condiciones que se dieron en esta guerra. Después de todo, fueron necesarios ochenta años de guerra para que de ella saliera un claro vencedor. No es de extrañar, pues, que quienes ensalzan Clausewitz, la Führereigenschaft y la guerra de trincheras rechacen el confuso maratón militar que tuvo lugar en los Países Bajos como una aberración sin importancia.
No fue éste, sin embargo, el criterio de los que presenciaron la larga lucha por el dominio de los Países Bajos. Las guerras que comenzaron formalmente en 1572 y continuaron hasta 1659 fueron la escuela en que hicieron su aprendizaje generaciones de jefes y empresarios militares. Fue allí donde muchos de los generales de la guerra de los Treinta Años —tanto católicos como protestantes— aprendieron su profesión. Los ejércitos empeñados en el conflicto de los Países Bajos fueron el modelo al que ajustaron sus técnicas otras fuerzas de la época, el criterio por el que midieron su eficacia militar.
Por fortuna, nosotros podemos todavía hoy ver por qué el ejército español, al menos, tuvo tanta influencia. Gracias a la abundancia y variedad de los archivos que de él se conservan, podemos establecer con precisión los métodos de movilización y mantenimiento de los ejércitos de principios de la época moderna; podemos reconstruir el género de vida de los soldados rasos a través de sus testamentos, de sus nóminas y de sus escritos. Gracias a esta copiosa información, podemos observar de cerca el rico tapiz de la vida militar en los siglos XVI y XVII y podemos comprender mejor los problemas técnicos, económicos y fiscales que todos los gobiernos tenían que superar, si realmente deseaban alcanzar la victoria.
Pero el Ejército de Flandes, no obstante su influencia e interés, no debe ser considerado aisladamente. La historia militar ha sido tratada durante demasiado tiempo como un compartimiento estanco. La adecuación del Ejército para la guerra que estaba llevando a cabo y para el imperio que defendía exige discusión y análisis; asimismo, lo requiere la cuestión de por qué España estuvo dispuesta a luchar en los Países Bajos durante ochenta años. Además, éstas son cuestiones cuya significación trasciende su época, porque la España de los Habsburgo no fue en modo alguno la última potencia imperial que se labró su ruina por su empeño en llevar adelante una guerra en el exterior que no podía ganar, pero que tampoco podía abandonar. Ni fue el último imperio en creer (erróneamente) que las mejores tropas, armadas con los equipos más modernos y respaldadas por los recursos del mayor Estado del mundo, podían hacer frente a cualquier desafío militar.
En parte, la ruina de España estuvo en no haber sabido adaptarse a los cambios. La guerra en el siglo XVI fue, como veremos, totalmente diferente de la guerra en la Edad Media; la organización y la estrategia militar se transformó en torno a 1500. Los Habsburgo españoles supieron hacer frente a este desafío desde un punto de vista técnico: el tamaño, organización, armamento y moral de sus fuerzas fueron mucho más avanzados que cuanto había conocido la Edad Media. A nivel teórico, sin embargo, los cambios fueron pocos: los principios y supuestos políticos sobre los que se basaba el empleo de los nuevos ejércitos hundían todavía sus raíces en el mundo de la caballería y de las cruzadas. La guerra siguió siendo en cierta medida el «deporte de reyes»; se hacía por razones personales —honor, vanidad, ambición, miedo a la humillación—. La reacción de España ante la revuelta de los Países Bajos fue así un aspecto de la interacción entre lo medieval y lo moderno, entre la continuidad y el cambio; la serie Cambridge Studies in Early Modern History se ocupa de modo particular de ello.
Uno de los poquísimos escritores que intentaron seriamente explicar y comprender las desconcertantes oscilaciones de la suerte en las guerras de los Países Bajos, Michael Aitzing (m. en 1598), sólo pudo explicar esta lucha acudiendo la astrología. Para él la historia se movía en un círculo regido por los movimientos celestes; así pues, los diferentes cambios de fortuna en el homérico duelo entre España y los holandeses resultaban explicables por las estrellas. Este simpático pero un tanto extravagante determinismo salvó a Aitzing del peligro que ha acechado a casi todos los escritores posteriores: la parcialidad por uno u otro bando. Todavía hoy es difícil evitar el partidismo —por España, por los holandeses, incluso por la reina Isabel—. Aunque es inevitable que mis propios prejuicios históricos hayan afectado en algún grado a este relato de los intentos infructuosos de España de dominar la revuelta holandesa, si he evitado el pecado de la visión unilateral de los mismos, ello justificará, tal vez, que, siendo inglés, me haya atrevido a entrar en un terreno que pertenece esencialmente a los españoles y a los habitantes de los Países Bajos.