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זכ

Puerto de Kiel, Alemania

3 de abril de 1945

Aquella fría mañana de abril ya estaba casi todo preparado. La importante carga que debía transportar el enorme U-234, al mando del Korvettenkapitän Wolfram Bieler, ya se encontraba en las bodegas del submarino; Klaus en persona inspeccionó la subida a bordo y posterior colocación en las bodegas de carga de las últimas cajas rotuladas con el texto U235. Tan sólo faltaban por cargar los suministros para tan largo viaje, pero sólo era cuestión de un par de días; el día 5 zarparían de allí rumbo a la base noruega de Kristiansand, para reabastecerse y cargar ciertos objetos más para el viaje a Japón, adonde partirían, si todo iba bien, el día 15. Había transcurrido algo más de un mes desde el intento fallido de secuestro de Klaus, unos días en los que no sólo había temido por su vida, sino en los que además había vivido una serie de experiencias en las que jamás pensó que podía verse involucrado. Había viajado por toda Alemania, se entrevistó con espías americanos, conspiró contra su propio país e incluso, para colmo final, había recibido el encargo de una importantísima misión de manos del mismísimo Führer que, aunque no exenta de peligros, le ponía en bandeja abandonar Alemania tal y como él quería. Y por fin el final de aquella pesadilla había llegado, o quizás no hacía sino empezar, no lo tenía muy claro. Al menos contaría con el apoyo de su primo Wolfram, en el que sin duda, y si todo salía bien, sería su último servicio para los aliados. Su única intención desde el principio había sido colaborar para que aquella cruel guerra sin sentido acabara cuanto antes, evitando el mayor número de muertes posible. Una guerra que se acercaba a su sexto año, y que estaba arrasando a Europa y sobre todo a Alemania. También aquel era un momento importante para Wolfram, que tanto había luchado y tantas veces había puesto su vida en peligro en defensa de lo que él creía una causa justa. No sabía con certeza lo que le ocurriría a partir de ese momento. No sabía cómo le juzgaría la historia por todos aquellos servicios, pero sobre todo por uno de ellos. Fue él quien les entregó a los aliados la máquina Enigma, que tan útil les resultó para descodificar los mensajes de la Kriegsmarine, acabando con ello o decantando definitivamente del lado de los aliados la batalla del Atlántico, la más larga batalla de toda la Segunda Guerra Mundial. Muchos marinos alemanes habían muerto por ello, pero también se habían salvado muchas vidas, y lo que era aún más importante, había contribuido en gran medida en la derrota del nazismo que tanto odiaba y que había reducido a cenizas media Europa. Muchos le tacharían de traidor sin dudarlo, aunque seguramente aquella importante proeza, junto con las demás, nunca sería dada a conocer y pasaría a engrosar la larga lista de secretos militares relacionados con aquella maldita guerra. Pero Wolfram no buscaba notoriedad, nunca la quiso, a pesar de lo arriesgado de algunas de sus misiones. Era el precio que tenía que pagar por defender sus ideales. Cada uno lo hizo en esa guerra a su manera, los que tuvieron ocasión, y Wolfram pudo aprovechar su condición de capitán de submarino. En aquellos momentos previos al comienzo de la misión recordó todas aquellas hazañas, y en especial la de la entrega de la máquina Enigma. Todo se desarrolló durante la cacería de uno de los convoyes que los alemanes atacaron en el Océano Ártico a lo largo de la ruta que unía las Islas Británicas, y en especial el puerto de Scapa Flow, con el puerto soviético de Archangel, vitales para el suministro de armas y equipamiento que Rusia necesitaba para poder combatir a las tropas de Hitler. Wolfram tuvo que exponer su barco lo suficiente como para que fuera localizado por un destructor británico, quien lo persiguió y acosó con cargas de profundidad hasta que una de ellas explotó lo suficientemente cerca como para averiar el submarino. Wolfram ordenó la evacuación inmediata del buque, y en su condición de capitán se encargó de barrenarlo y ser el último en abandonarlo. Por supuesto que se aseguró de fallar a la hora de poner las cargas que debían llevar su submarino al fondo del Océano Ártico, por lo que la tripulación del destructor tuvo tiempo suficiente de abordarlo y apoderarse de la máquina Enigma y de los libros de claves, antes de provocar ellos mismos su hundimiento. Toda la tripulación, que vio el hundimiento del submarino y así lo atestiguó posteriormente ya en Alemania, pudo salvarse gracias a los botes salvavidas que el destructor británico se aseguró de no molestar. La jugada había sido perfecta, aunque a punto estuvo de acabar en desastre debido al celo con el que el destructor aliado se tomó su papel de perseguidor y hostigador. Aquello permitió la definitiva ruptura de los códigos criptográficos alemanes, y supuso el fin de la supremacía de los submarinos alemanes en los mares. Algo en lo que tantos esfuerzos habían empleado los británicos, con el gran matemático Alan Turing a la cabeza, entre los que destacaba el desarrollo y puesta en funcionamiento del considerado como el primer ordenador de la historia, el Colossus. Una historia increíble que Wolfram podría contar a sus nietos, si es que alguna vez los tenía, y a pocos más.

Klaus miraba hacia el puerto desde la cubierta del submarino, del que por seguridad tenía orden de no bajarse ya salvo ataque aéreo, a pesar de que faltaban aún dos días para zarpar. En su mente estaba el recuerdo de su mujer y de su hijo Wilhelm, ambos a salvo en un pequeño pueblo de España desde el inicio de la guerra. Se preguntaba cuándo volvería a verlos, si es que algún día lo hacía. Tampoco podía quitarse de la cabeza la noticia que acababa de recibir; ese mismo día Turingia había caído en manos de los aliados. Fueron varios los años que trabajó allí, y muchos los amigos que dejó, seguramente para no volver a verlos jamás. Klaus no era religioso, pero en ese momento rezó una oración por todos aquellos compañeros. Al menos Hans estaba con él, y eso lo reconfortó. Miró de nuevo hacia tierra, y se fijó en la gente que circulaba por el puerto. Estaba a punto de abandonar su país, quizás para siempre. Una sensación de tristeza se apoderó de él.