Paz. La palabra no significaba nada para él. Hasta donde Loken podía recordar, nunca había conocido ningún estado del ser que pudiera equipararse al concepto que ahora se le explicaba. La palabra había servido antaño como un talismán cuando el universo tenía sentido, un ideal por el que luchar. El objetivo de la guerra y el cumplimiento de la tarea para la que él y sus hermanos habían sido creados. Él era de las Legiones Astartes, un guerrero nacido y criado, producido en los laboratorios genéticos del Emperador con alquimia olvidada y ciencia desconocida.
¿Qué podía entender de paz un ser que sólo sabía de matar?
Pero aquí en el jardín, Loken sintió algo parecido.
La cálida luz del sol brillaba en un parpadeante cielo azul, colocado ópticamente en la cara interior curvada de la cúpula, pero no menos agradable por su artificio. Nubes pictográficas derivaban en una brisa inexistente y el canto de los pájaros sonaba desde rejillas de voz ingeniosamente ocultas en la estructura del jardín.
El jardín se componía de ásperas placas de ouslita colocadas como losas gigantes, dispuestas en torno a una serie de cuencas cuadradas y poco profundas de aguas cristalinas. Lirios y flores brillantes florecían en los estanques de roca alimentados por un sistema derivado de los embalses de la torre de bronce. Los helechos y los árboles llorones acariciaban la orilla del agua, y algo en su colocación agitó un recuerdo largamente enterrado, uno que Loken no estaba dispuesto a examinar muy de cerca.
Caminó a través del jardín, disfrutando de la tranquilidad y los aromas cálidos de las cosas vivas. El agua gorgoteaba sobre una ornamentada disposición de piedras lisas y caía en una espumosa cascada sobre un lago en miniatura de carpas doradas. Unos escalones curvos conducían a las hileras de viveros de siembra, donde las semillas que Loken había plantado ya estaban empezando a crecer.
Vestido con una simple túnica larga de color gris sobre un ceñido traje corporal con sellos de plastek en las cuencas de interfaz de su armadura, sólo estaba armado con unas pocas herramientas de jardinería que colgaban de un cinturón de trabajo de cuero. Loken caminaba con los lentos pasos de un doliente en un funeral, con hombros amplios pero encorvados, como si llevasen el peso de un mundo sobre ellos. Sus rasgos eran anchos y planos, endurecidos por la guerra y vacíos de alegría por la traición.
Sin embargo, mientras observaba los brotes verdes que empujaban su salida de la tierra oscura hacia la luz por encima, el más mínimo rastro de una sonrisa apareció en sus labios. Criado para matar, no para cuidar, esto le proporcionaba a Loken un sentido de la maravilla de la creación. Por su mano estaba floreciendo este universo en miniatura.
Sus ojos se estrecharon cuando vio una de las esquinas de los viveros de siembra verde con un crecimiento no deseado de malas hierbas y envuelto con un brillante azúcar hilado de finas telas de araña. Loken desenganchó una llana de su cinturón, que era demasiado pequeña para su agarre, pero que manejaba con sorprendente delicadeza. Podría haber solicitado herramientas más adecuadas a su escala sobrehumana, pero las forjas de la torre de bronce estaban ocupadas con la producción de cosas más importantes que los útiles de jardinería.
Como cualquier guerrero, aprendió a hacerlo con lo que tenía.
Loken se arrodilló en la losa de la esquina y barrió las telarañas con las manos. Los arácnidos emergieron de sus escondites ante la turbación y él se estremeció al verlos. Las criaturas de varios brazos provocaron un fragmento de un recuerdo en Loken: una guerra de desgaste agotadora, victorias duramente conseguidas y una época gloriosa cuando los dioses no se hacían la guerra entre sí.
No podía situar el recuerdo, pero eso no era nada inusual. La locura que casi le consumió en Isstvan III había dejado cicatrices que eran lentas de curar y rápidas en estallar en un dolor punzante. Las arañas se contentaron con mostrar sus colmillos y retirarse en sus refugios subterráneos, y Loken sintió inflamarse un odio irracional en su corazón hacia las criaturas.
Metió las manos en el suelo con golpes feroces, poniendo las raíces de las hierbas sobre la losa a su lado y tratando de sacar a las arañas. Esta sección estaba particularmente cubierta de materia vegetal parasitaria, que estaba drenando la bondad de la tierra y ahogando la vida del cultivo que crecía aquí. Las semillas habían sido sembradas antes de que él hubiese encontrado el jardín y ya se habían marchitado una vez, pero con su paciente atención, el jardín había florecido una vez más, más brillante y más vital que nunca.
El custodio anterior de esta biocúpula había permitido que creciese salvaje, dejando de lado la prudente tarea de desmalezado y mantenimiento. Descubrió que la hermana Elliana llevaba mucho tiempo muerta en Prospero y que nadie había asumido sus funciones en la biocúpula. Un lapso comprensible. El mantenimiento de un espacio que existía por razones puramente estéticas sería visto como un desperdicio.
Y en tiempos de guerra, no podía tolerarse ningún desperdicio.
* * *
Loken había encontrado la biocúpula por casualidad, con la mirada perdida por la ventana de cristal blindado del transbordador orbital que le trajo de vuelta a la Luna. Había pasado el viaje de vuelta desde el fiasco de Caliban en un silencio contemplativo, aislándose de la tripulación de la nave sin nombre que se introdujo en el dominio de los Ángeles Oscuros antes de escabullirse como un ladrón frustrado.
El abyecto fracaso de la misión pesaba sobre Loken y había luchado contra su parte en ello a través de las largas y frías noches en el oscuro corazón de la nave. Él era un guerrero que había dado la espalda a la guerra, un hombre sin colores o una Legión a la que llamar propia. En lo más profundo de su desesperación, había pensado en sí mismo como una legión de uno.
Nathaniel Garro le había mostrado que ese no era el caso.
Ya no luchaba solo, pero no le importaban nada los guerreros que estaban con él. La hermandad de su vida anterior ahora no era más que un recuerdo fantasma. Ninguna de las bromas fáciles que había compartido con Vipus y Torgaddon aligeraba los periodos entre combates, sólo fríos informes de misión y sombrías conversaciones de su guerra en la sombra.
Una guerra en la sombra en la que ya no quería tomar parte.
Sentado en la parte trasera de la lanzadera con Iacton Qruze, Loken se había sentido ahogado y claustrofóbico, profundamente incómodo por el uso compartido de un espacio tan limitado con otro refugiado de su Legión. Qruze había sentido su malestar y le conocía lo suficiente como para no entrometerse en la soledad de Loken. Cuando la lanzadera se ladeó durante el cruce del Sinus Honoris, Loken advirtió el brillante diamante de la biocúpula en el borde del Mare Tranquillitatis. Registró en un parpadeo las coordenadas selenográficas de la cúpula antes de que se perdiese de vista mientras la lanzadera descendía en espiral para su aproximación final a la ciudadela Somnus.
Construido sobre las laderas del Palus Somni, la fortaleza de la Hermandad Silenciosa se alzaba sobre el desigual terreno rocoso en el extremo norte-oriental de la gran hondonada. Una elevada torre de bronce y cristal, con su miríada de muelles de atraque dispuestos uno encima de otro, como las guaridas de las criaturas submarinas en una torre de coral. Su escala era imposible juzgar, pero Loken sabía que cada uno era lo suficientemente grande para dar cabida a las casi invisibles naves negras de la hermandad. A diferencia del resto de la superficie lunar, la superficie del Palus Somni era de un tono marrón blanqueado, un matiz diferente a cualquiera de las otras planicies o regiones de montaña lunares.
Dorn les estaba esperando.
Conocedor del resultado de la misión por medios astropáticos, el Primarca de los Puños Imperiales había, sin embargo, sacado tiempo del desmantelamiento del enjoyado palacio de su padre para escuchar de primera mano las malas noticias de Caliban. Loken había visto la esperanza de Lord Dorn de que el imperfecto medio de comunicación astropático hubiese perdido algunos matices sutiles del informe de Qruze, alguna señal de que podía contar con los guerreros del León de Caliban para formarlos bajo la bandera del Emperador.
Dorn regresaría a Terra sin entender nada y el corazón de Loken se había roto al decepcionarle.
Loken recordó la primera vez que vio a Rogal Dorn, enfrascado en una conversación con el Señor de la Guerra. Entonces le había parecido titánico, un semidiós construido para igualar la fuerza y la destreza del propio Horus, una concesión no precisamente pequeña para un guerrero de los Lobos Lunares. Vestido con una armadura dorada y aparentemente tallada de la sólida base de una montaña, el Primarca había hecho que Loken se sintiera como un espécimen clavado en una mesa de exploración, examinado por un ser que lo comprendió todo acerca de él en un santiamén.
Dorn seguía siendo el semidiós, pero Loken vio que de alguna manera estaba… disminuido, como si la carga que había tomado sobre sus hombros estuviese creciendo en fracciones infinitesimales cada segundo. Al igual que el hilo de agua que a lo largo de millones de años divide la montaña, el papel de Dorn como pretoriano de Terra era uno que ya habría aplastado a un ser inferior.
¿Cuánto tiempo podría requerir aplastar a un guerrero como Dorn?
Ese interrogatorio había sido más amable que el primero al que había sido sometido. Había sido llevado a la ciudadela Somnus como algo roto y maldito, un enloquecido al que Nathaniel Garro había desenterrado de las ruinas de Isstvan III. Loken comprendía ahora que había estado más cerca de la muerte durante ese interrogatorio que en cualquier otro momento de su vida, aunque los que deseaban su muerte no vinieron con cuchillos, proyectiles bólter o bombardeos orbitales, vinieron con las dudas, el miedo y la sospecha.
¿Era de fiar? ¿Podría alguien, incluso un marine espacial, haber sobrevivido a lo que él sobrevivió? ¿Había sido abandonado entre las ruinas por sus enemigos para que Garro lo encontrará? ¿Era Garviel Loken una bomba de relojería dejada por Horus, imprimado para infiltrarse en las filas imperiales sólo para causar estragos incalculables en los días venideros?
Nadie lo sabía con seguridad, pero hombres poderosos habían hablado por él: Garro y Malcador ciertamente, y —Loken sospechaba— el propio Lord Dorn. Pero otros —nunca supo sus identidades— proclamaron que era un peligro, un espía potencial o algo peor. Lo que siguió fue un periodo indeterminado de dolor y miseria, infligido sobre su cuerpo y en las profundidades de su mente, para buscar respuestas a esas preguntas.
El que siguiese con vida no se consideraba algo definitivo, simplemente sus interlocutores no habían hallado nada lo bastante condenatorio para ir contra los deseos del Regente de Terra y el pretoriano de armadura dorada del Emperador.
La misión de Caliban había sido autorizada por el propio Lord Dorn y fue… ¿qué? ¿Penitencia? ¿Una prueba de su lealtad? En cada etapa de esa misión, Loken había tenido la sensación de tener una pistola apuntando en su cabeza. Había comprendido de la manera que sólo conocen los hombres de la violencia, que Qruze sería su verdugo si su lealtad se probaba falsa.
Con los informes entregados a Dorn y a numerosos funcionarios sin rostro, Loken había seguido sus coordenadas hasta la biocúpula, tomando el casco oxidado de un Cargo-5 sobre la superficie lunar, pasando por las antiguas ruinas de las primeras colonias que surgieron en la luna de Terra y por un sitio marcado con un estandarte del águila que conmemoraba algún gran logro de una época lejana.
Que la cúpula aún estuviese operativa fue la primera sorpresa de Loken. Que la vida aún floreciese en su interior fue la segunda. Cubierto de vegetación hasta el punto de necesitar una campaña de poda y quema para devolverlo a algún tipo de orden, Loken había sentido una cierta calma bajo la luz vacilante de los defectuosos entópticos. Cielos azules brillaban sobre él, rotos por porciones de luz de las estrellas y sugerencias tentadoras del mundo férreo por encima. El follaje desenfrenado había crecido a un tamaño gigantesco que le recordaba a un mundo que una vez había pisado, un lugar de cielos hinchados y gruesos tallos aplanados de material fibroso. Era un mundo que llevaba el nombre de una muerte violenta, pero encontró que ya no podía recordarlo.
Loken se había dado a la tarea de restaurar el jardín a su antigua grandeza.
Matamos por los vivos y matamos por los muertos…
Esas habían sido antaño las palabras por las que había vivido.
Pensó que incluso podría haber hecho un juramento a tal efecto una vez. Había visto ese momento, desde el punto de vista de un observador, aunque no sabía cómo podía ser posible. ¿Había vivido ese momento o era un falso recuerdo fantasma?
Un nombre le fue susurrado desde dentro de su conciencia al pensar en ese momento —Keeler—, pero no albergaba ningún significado para él. ¿Era una persona o un lugar?
Loken ya no lo sabía y, en verdad, ya no le preocupaba.
Antaño era un asesino, ahora sería el custodio de cosas vivas.
* * *
Las arañas se arrastraban desde la tierra oscura y Loken las aplastó cuando las vio. Algunas, las más listas, se mantuvieron fuera de la luz y cavaron más profundamente, pero la paleta de Loken las sacó de sus escondites y las mató de todos modos. Habría nidos bajo el suelo y también necesitaba matar a las crías de las arañas. Cualquier cosa inferior a la exterminación total simplemente permitiría que el cáncer por debajo de la superficie creciese sin ser visto hasta que fuese demasiado tarde para detenerlo.
—Sabes que si matas a todas las arañas, sólo heredarás su trabajo, ¿sí? —dijo una voz vagando a través del lago de carpas.
Loken levantó la vista, poniéndose alerta de inmediato. El orador estaba a unos treinta metros, en la sombra de los árboles llorones en la orilla del lago, pero su poderosa voz no había disminuido en la distancia.
—¿Por qué dices eso? —preguntó.
La figura salió de las sombras para arrodillarse en el borde del agua y Loken vio que tenía el tamaño de un legionario, aunque no lo reconoció. En estos días, la mayoría de las caras eran un borrón para él, un conjunto de rasgos que no tenía ningún sentido al estar privado de las señales visuales que podían diferenciarlos. Había aprendido mnemotécnicos para recordar a la gente que ahora importaba en su limitada esfera de existencia, pero este guerrero no conformaba ninguno de sus memes impresos.
Y sin embargo, había algo enloquecedoramente familiar en esta figura.
Los entópticos tejidos en la estructura de la cúpula parpadearon y un reflejo perfectamente circular de Terra brillaba en el espejo negro del agua. Loken sintió que su hostilidad a esta intrusión en su dominio disminuía ante la vista de la imagen planetaria, como si le recordara a un momento único y perfecto que nunca volvería.
—Las arañas matan a los pulgones y otras plagas que devoran las plantas —dijo el hombre, saltando una piedra plana a través del lago con una amplia sonrisa y golpeando una roca en el otro lado. La imagen reflejada en el agua se deshizo en fragmentos de luz pálida—. Puede que no te guste su aspecto, después de todo no son muy bonitas, pero están librando una guerra para ti, incluso si no puedes verla.
El tono del hombre era lacónico, pero Loken vio más allá, en la esencia peligrosa por debajo, aunque curiosamente, no se sintió amenazado.
—¿Te conozco? —preguntó Loken, levantándose de sus labores y limpiándose las rodillas de la suciedad.
—¿No me reconoces?
Loken dudo antes de responder.
—Podría, si te acercas más.
—Creo que estoy bien a esta distancia por ahora —dijo el hombre, dando vueltas alrededor del estanque. Se inclinó para elegir otra piedra aplanada de la orilla del lago y le dio la vuelta en sus manos. Satisfecho con su peso, la lanzó a través del agua hacia Loken. La piedra rebotó y saltó a través de la superficie del lago antes de golpear con una roca en ángulo y hacer un arco en el aire.
Loken alzó la mano para coger la piedra, pero esta chocó contra su palma y rebotó antes de que pudiera cerrar los dedos sobre ella. El dolor fue momentáneo, pero le irritaba haber fallado en una hazaña tan fácil de destreza. Un sucio moretón púrpura se formó sobre su piel.
—Solías ser más rápido —dijo el hombre.
—Solía ser un montón de cosas —respondió Loken.
—Muy cierto —accedió el extraño.
—Me conoces, pero aún no me has dicho quién eres —dijo Loken—. Si eres otro de los «consejeros» de Malcador, entonces debes darte la vuelta e irte. Juré a Lord Dorn que iría a Caliban, pero no tengo tiempo para el subterfugio y las medias verdades del Sigilita. Ya no quiero un papel en sus artimañas dentro de sus planes, por lo que debería dejar de enviarme a sus lacayos. Aunque debo estar agradecido de que al menos esta vez haya enviado a un legionario.
—¿Envía mortales para intentar entender la mente de un legionario? —dijo el hombre, con un movimiento de cabeza que transmitió su diversión ante esa idea—. Realmente no nos entiende, ¿verdad? Pero tranquilízate, no estoy aquí para convocarte y no soy un consejero, aunque he prescindido de mi cuota de sabiduría en el campo de batalla. Lo que podrías llamar buenas palabras del bólter.
El chiste pareció divertir al hombre y se echó a reír en voz alta, aunque Loken estaba empezando a cansarse de las respuestas obtusas del desconocido. Enganchó la llana en el cinturón y siguió el camino que conducía a los escalones tallados en la roca junto a la cascada.
—¿Ya te vas? —preguntó el hombre, moviéndose a lo largo de un camino paralelo.
—Si ni siquiera vas a decirme tu nombre, entonces no tengo ningún interés en continuar este debate.
—¿Es mi nombre realmente importante?
Loken se detuvo al pie de los escalones. Sintió que debía saber el nombre de este hombre y que, sí, era importante que lo conociera. Sentía como si mucho dependiera de esa revelación.
—¿Cómo puedo confiar en ti si no se tu nombre?
—Tú ya lo sabes. ¿Por qué debo decírtelo de nuevo?
—No lo sé —escupió Loken, cerrando sus manos en puños. Estaba desarmado, pero un guerrero de las Legiones no tenía necesidad de armas cuando iba a matar.
—Lo sabes —dijo el hombre—. Sólo lo has olvidado.
—Entonces lo he olvidado por una buena razón.
—No —dijo el hombre—. Por todas las razones equivocadas. Era el único modo de sobrevivir en Isstvan III, pero ya no estás en Isstvan III. El Señor de la Guerra trató de matarnos allí pero falló. Bueno, al menos con uno de nosotros.
Los entópticos parpadearon de nuevo y algo en la parte inferior de la cúpula se apagó en una lluvia de chispas. Cayeron al agua, desvaneciéndose según caían, y una vez más la imagen reflejada de Terra apareció en la superficie del lago cuando la piel de la cúpula se hizo transparente.
—¿Estuviste en Isstvan III? —dijo Loken mientras la figura emergía en el brillo de la superficie del lago.
Una mano fría apretó su corazón cuando los rasgos del hombre, previamente incognoscibles, compusieron el rostro de un hermano de una vida anterior.
—Aún lo estoy —dijo Tarik Torgaddon.
* * *
Se sentaron en el promontorio que dominaba el lago, dos hermanos separados por un profundo abismo de tristeza y mortalidad, pero Loken sintió como si nada de tiempo hubiese pasado desde la última vez que habían hablado. Torgaddon se reclinó sobre una piedra plana rematada con un arco de media luna y jugueteó con un hilo suelto de su túnica que se iba deshilachando cuanto más tiraba de ella.
—¿Cómo estás aquí? —preguntó Loken.
Torgaddon se encogió de hombros.
—Dímelo tú.
—Te vi… te vi morir —dijo Loken—. Pequeño Horus te mató.
—Sí, creo que lo hizo —dijo Torgaddon, tirando hacia abajo del borde de su túnica y tocando su cuello con la otra mano. Las yemas de los dedos se enrojecieron y Torgaddon lamió la sangre—. Pero, podría ser peor.
Loken quiso reír ante una declaración tan ridícula.
—¿Cómo podría ser peor?
—Bueno, estoy aquí, ¿no? —dijo Torgaddon—. Hablando contigo.
—¿Y cómo exactamente es eso posible? Los muertos no se levantan de sus tumbas.
—Me parece recordar algo así en la luna de Davin —señaló Torgaddon.
—Supongo —admitió Loken—. De hecho me parece recordar que cargué con tu triste culo fuera de un pantano cuando un grupo de hombres muertos te estaban arrastrando hacia abajo.
—¿Lo ves? En estos días, la muerte no es el hándicap que solía ser.
—No seas simplón —dijo Loken—. No sé qué fue lo que causó que los muertos de la luna de plaga combatiesen. Un patógeno, o tal vez algún parásito cerebral.
—Vamos, realmente no crees eso —dijo Torgaddon—. Has estado leyendo de nuevo demasiados libros viejos de Sindermann, ¿no es así?
—Tal vez no lo creo, pero sé que la gente a la que le han cortado la cabeza no se levanta y empieza a caminar y hablar con viejos amigos.
—Admito que es un rompecabezas —asintió Torgaddon.
Loken extendió la mano para tocar el brazo de Torgaddon y la extremidad que agarró parecía tan real y sólida como la suya. Sintió la áspera tela de la túnica de saco de su hermano y la fuerza como el acero de la musculatura que había debajo. Sus manos se ennegrecieron con ceniza y se frotó para limpiarse sobre la hierba.
—¿Estoy aún en Isstvan III? —preguntó Loken—. ¿También morí allí? ¿Me mató Garro, o aún estoy solo, aún soy Cerberus?
—¿Cerberus?
Loken negó con la cabeza, avergonzado.
—Un nombre de guerra que creo que tomé para mí.
—Guardian del inframundo —dijo Torgaddon—. Bastante apropiado, supongo.
—Pensé que lo sabías.
—Sé exactamente lo que tú sabes —dijo Torgaddon—. Y lo que tú sabes es… ¿irregular, por así decirlo?
Loken cayó en la cuenta.
—Ah, ¿así que eres un producto de mi imaginación? Algún recuerdo que mi mente dañada ha conjurado.
—Tal vez —asintió Torgaddon—. A los tipos verticales como tú, os gusta castigaros a vosotros mismos.
—¿Castigarnos?
Torgaddon asintió y se inclinó hacia delante. Loken captó el olor acre de la sangre de su hermano y el polvo asfixiante de restos de edificios destrozados mezclados con el hedor químico de los explosivos y el olor a metal quemado de la guerra. Se quedó sin aliento al revivir el momento de su despertar, atrapado debajo de miles de toneladas de escombros y preguntándose cómo estaba aún vivo.
—¿Por qué piensas en mí, si no es para castigarte a ti mismo? —preguntó Torgaddon, mirando directamente a su corazón—. Dejaste que muriera. Viste a Aximand tomar mi cabeza y no lo detuviste. Mató a tu hermano de batalla más cercano y no le perseguiste y mataste por lo que hizo. ¿Cómo puedes decir que eres mi amigo, mientras ese hijo de puta traicionero todavía respira?
Loken se puso de pie y se alejó de Torgaddon, permaneciendo de pie al borde de la cascada y mirando el agua a cuarenta metros más abajo. La caída puede que no lo matara, pero las rocas en el fondo eran como los dientes afilados de un leviatán medio sumergido y sin duda romperían una buena parte de sus huesos. ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que alguien viniera a encontrarlo aquí? ¿El tiempo suficiente para que el agua se volviera roja con su sangre? ¿El tiempo suficiente para morir?
—Quería perseguirles. Quería matar hasta el último de ellos —dijo al fin—. Pero… no había salida de Isstvan. Todos estaban muertos. Estaba atrapado en un mundo de muerte.
—Los muertos que se levantaron, podría señalar —dijo Torgaddon.
—Yo… perdí mi camino por un tiempo —continuó Loken como si no hubiese escuchado a Torgaddon—. Estaba tan consumido por la necesidad de matar que perdí de vista que era lo que necesitaba para matar.
—Entonces llegó Garro y te trajo de vuelta.
Loken asintió.
—Me convenció de que aún tenía un deber, una deuda que pagar, pero esta no es la lucha para la que estoy hecho. No puedo luchar en las sombras, Tarik. Si vamos a vencer al Señor de la Guerra, entonces tiene que ser al descubierto. Tiene que verse que es derrotado, para que todo el mundo lo sepa.
Torgaddon se levantó y se alisó la túnica, el hilo deshilachado todavía colgaba de su manga.
—Dijiste si vamos a vencer al Señor de la Guerra —dijo Torgaddon—. ¿No crees que se pueda hacer?
—Eras un Lobo Lunar, Tarik —dijo Loken, frotando una mano por la cara cuando una tremenda ola de cansancio se extendió sobre él—. Sabes tan bien como yo que es el hombre más peligroso de la galaxia. Hay una razón por la que Horus fue hecho Señor de la Guerra y no ninguno de los otros. Es el mejor en lo que hace y lo que hace es convertir en cadáveres a sus enemigos.
—Entonces, ¿eso significa que no deberías pelear contra él?
Loken negó con la cabeza.
—No, por supuesto que ha de ser combatido.
—Pero ¿no por ti?
—¿Qué quieres decir?
Torgaddon ignoró la pregunta de Loken y extendió los brazos, girando a su alrededor para abarcar la totalidad del jardín.
—¿Qué?
Torgaddon ladeó la cabeza hacia un lado y se lo quedó mirando con curiosidad.
—¿De verdad no lo ves?
—¿Ver qué? —dijo Loken, cada vez más cansado de las constantes evasivas de Torgaddon.
—Este lugar. ¿No reconoces lo que has construido aquí?
—No.
—¿Sesenta y tres diecinueve? —dijo Torgaddon como si se burlase del recuerdo, como si embaucase a un animal temeroso para salir de su madriguera con palabras suaves y la promesa de comida. Loken miró hacia el jardín, viéndolo como lo que era: las cuencas cuadradas poco profundas rodeadas por caminos de losas, los árboles llorones y las flores brillantes reunidas en la orilla del agua. El recuerdo surgió y Loken jadeó cuando toda su fuerza desgarró las sinapsis fracturadas de su mente.
La primera vez que había venido aquí, nada de esto existía. La biocúpula cerrada era un desastre enmarañado y descuidado, que parecía necesitar un equipo lanzallamas o un grupo destructor para domesticarlo. Pero Loken lo había reconstruido, cortando las masas fibrosas de la flora moribunda y tirándola fuera de la cúpula. Trabajando en su armadura de batalla durante días seguidos, luchó en la imposible pelea contra el crecimiento excesivo y desenfrenado de las malas hierbas, y la expansión incontrolada de las plantas trepadoras. Devolvió el jardín a la vida, utilizando un taladro para cortar losas gigantes del Mare Tranquillitatis y transportándolas dentro para sentar las sendas alrededor de los estanques que había cavado.
Todo lo que existía dentro de esta cúpula había sido hecho por su mano y ahora entendía por qué cada pequeña cosa estaba cargada de familiaridad.
—El jardín de agua —dijo Loken, con lágrimas empañando sus ojos—. Aquí es donde tome el juramento del Mournival.
—¿Y recuerdas lo que juraste? —dijo Torgaddon, poniendo una mano sobre el hombro de Loken—. Te comprometiste a servir al Emperador por encima de todos los primarcas. A defender la verdad del Imperio de la Humanidad, sin importar el mal que pudiera atacarlo. A mantenerte firme contra todos los enemigos, externos e internos.
—Lo recuerdo —dijo Loken.
—Juraste permanecer leal al Mournival hasta el fin de tus días —dijo Torgaddon.
—El Mournival está roto —dijo Loken—. Ezekyle and Aximand lo rompieron.
—Muy bien, a los ideales del Mournival entonces. —Loken asintió con la cabeza—. Este fue el último momento en que sentí que estábamos al borde de algo increíble.
—Sí, lo fue. Y ahora que lo sabes, sabes que no puedes permanecer aquí —dijo Torgaddon.
La mente de Loken se encendió con todo lo que sucedió después de ese momento: la guerra en Muerte, la sangre derramada por el malentendido en el mundo de origen del Interex, el horror de Davin, la masacre de la tecnocracia Auretiana y la final y monstruosa traición en Isstvan III. Sabía todo esto, siempre lo había sabido, pero había encontrado una forma de mantenerlo encerrado en las profundidades de su mente.
Loken cayó sobre una rodilla, abrumado por la fuerza del recuerdo suprimido.
—Lo recuerdo todo —susurró—. No quería hacerlo. Intenté olvidar, pero parece que no puedo.
—Es como las cosas muertas en el fondo del mar —dijo Torgaddon—. Tal vez estaban atadas a anclas o bloques, pero de alguna manera se pudrieron y esas cosas muertas flotaron hasta la superficie. Nunca supimos que estaban allí desde el principio, pero las estamos viendo ahora.
Loken miró a Torgaddon, que le tendió una mano.
—Te has escondido aquí y mentido a ti mismo durante demasiado tiempo Garvi. Es hora de que vuelvas a esta guerra, tanto si se lucha en la sombra como a la luz del día. En este momento, el Imperio tiene enemigos en ambos lados. Vas a tener que entrar en el agujero y ver lo oscuro que es, y te advierto que, de hecho, se va a poner muy oscuro antes de que esto termine.
Loken tomó la mano de Torgaddon y dejo que el gran hombre le pusiera en pie.
—Te lo dije, no estoy hecho para esta clase de guerra —dijo.
—Estás hecho para toda clase de guerras —dijo Torgaddon—. Lo sabes y tienes que dejar de pensar como si el Imperio se encontrase a la defensiva. Eres un Lobo Lunar y nada es más peligroso que un lobo acorralado.
—¿Así que piensas que estamos acorralados?
—De acuerdo, tal vez no era la mejor expresión —admitió Torgaddon—. Pero sabes lo que quiero decir. Los enemigos fuertes saben cuando estás débil. Eso los vuelve hambrientos y ahí es cuando vienen a por ti. Entonces ¿qué es lo que haces?
—No les dejas saber que eres débil.
—O mejor aún, no seas débil —dijo Torgaddon—. Se fuerte: recuerdo algo que el Señor de la Guerra dijo en el pasado, ya sabes, antes de que todo se fuese a la mierda. Dijo que un hombre sólo tiene el control de su acción, nunca de los frutos de la acción. Toma el control de tus acciones, Garvi. Recuerda que cuando las cosas parecen ir a peor, sólo puedes hacer lo que consideres correcto en ese momento.
Loken oyó el ruido de las cámaras de aire en el lado más alejado de la cúpula.
—Ahora me tengo que ir —dijo Torgaddon, tendiéndole la mano de nuevo.
Loken miró la mano que le ofrecía, pero no la tomó aún.
—¿Estás realmente aquí o es sólo un modo de mi mente de convencerme para hacer algo que sé que tengo que hacer?
—No lo sé —confesó Torgaddon—. Ambas explicaciones suenan increíbles, pero ¿qué puedo saber? Me cortaron la cabeza.
—No bromees, Tarik, —dijo Loken—. No ahora.
—No sé qué decirte, Garvi —dijo Torgaddon poniéndose repentinamente serio y la transformación fue tan inquietante como cualquier otra cosa que Loken había experimentado recientemente—. No tengo una explicación ordenada y atada con un lazo. Me siento real, pero creo que algo terrible me sucedió después de mi muerte.
—¿Después de morir? —dijo Loken—. ¿Qué podría ser peor que morir?
—Aún no lo sé —dijo Torgaddon’Pero creo que tú eres el único que puede deshacerlo.
Loken escuchó pasos acercándose, el duro sonido de botas blindadas diciéndole que otro legionario se acercaba. Miró hacia atrás a lo largo del camino, viendo una sombra larga y de anchos hombros proyectada sobre las losas, y cerró los ojos. Quería que todo esto fuese un sueño, pero sabía que era demasiado real y demasiado horrible para ser tan fácilmente desechado.
Cuando abrió los ojos, Torgaddon se había ido, si es que realmente había existido.
Loken dejó escapar un suspiro que parecía que había estado contenido en su pecho por una eternidad, cuando un guerrero vestido en una armadura de acero sin marcas de Legión dobló la esquina. Iacton Qruze, una vez conocido como el que se oye a medias de los Lobos Lunares, ahora uno de los Caballeros Errantes de Malcador, cabeceó en respeto a Loken y alzó una mano a modo de saludo.
Loken devolvió el saludo y dijo:
—Qruze, ¿qué te trae al jardín?
—Has sido convocado —dijo Qruze—. Y esta vez tienes que responder.
—¿Quién me convoca?
—Malcador —dijo Qruze, aunque no podía haber otro que le convocase.
—Entonces iré —dijo Loken.
—¿Lo harás? —dijo Qruze, sorprendido por la respuesta de Loken.
—Sí —dijo Loken, inclinándose para levantar una piedra aplanada de la orilla de la cascada—. Dame un momento.
Arrojó la piedra sobre el lago, sonriendo con satisfacción cuando saltó y rebotó sobre el agua, antes de rebotar de nuevo en el centro del estanque para caer sobre la imagen reflejada del tercer precioso planeta del Sistema Solar.
Qruze observó la trayectoria de la piedra con una expresión curiosa.
—¿De qué va esto? —preguntó al fin.
—Algo que Torgaddon y yo hicimos en las orillas del jardín del agua de un lago una vez —dijo Loken—. Nunca pudo dominarlo, pero siempre se las arregló para conseguir lanzar las piedras más lejos que nadie.
Qruze asintió, aunque la respuesta de Loken claramente no tenía sentido para él.
—¿Qué es eso en tu mano? —preguntó el que se oye a medias.
Loken miró hacia abajo y sonrió cuando vio un moretón volviéndose amarillo en forma de una luna creciente en la palma de su mano.
—Un recordatorio —dijo Loken.
—¿Un recordatorio de qué?
—De algo que aún tengo que hacer —dijo Loken.