Los cielos atómicos ardían con violentas llamaradas electromagnéticas que trazaban arcos sobre las arrasadas bobinas Tesla de los acumuladores mientras las máquinas moribundas de Cavor Sarta gritaban de terror. El aire lo copaba el ruido de la estática de mecanismos inimaginablemente complejos siendo torturados, un chillido planetario de disolución noosférica.
Explanadas de campos de mineral se fundían y refinerías montañosas de desplomaban ahora que los corazones volcánicos que habían alimentado su industria las destruían. Plantas de ensamblaje del tamaño de continentes y el manufactorium quedaban reducidas a escombros de metal en un parpadeo por detonaciones nucleares, y los hangares de construcción que una vez resonaron con el martilleo incesante de un esfuerzo digno ahora sólo emitían ecos al ritmo de un tambor mucho más oscuro.
Las forjas leales que una vez habían ayudado a construir el Imperio de la Humanidad ahora eran esclavas de amos monstruosos, inhumanos, que sólo buscaban retorcerlas. Las vías que se extendían entre el conocimiento duramente ganado arrancado a la Vieja Noche retumbaban con los gritos de soldados vociferantes, el traqueteo de disparos aleatorios y los pesados pasos de criaturas híbridas forjadas de hierro y carne agusanada.
El capítulo de las Espinas Venenosas de los Portadores de la Palabra había traído la guerra a Cavor Sarta, una guerra que el mundo feudo del Mechanicum había perdido antes de que se efectuaran los primeros disparos. Un enemigo innombrable, invisible, que había golpeado sin previo aviso y que sólo había dejado una matanza a su paso había aislado Cavor Sarta de los baluartes imperiales de Heroldar y Thramas. Golpeando desde las sombras del gran cinturón de asteroides de Tsagualsa, ese enemigo innombrable había lisiado Cavor Sarta antes incluso de que los Portadores de la Palabra y sus ejércitos medidos en miles de millones de efectivos descendieran del cielo atravesando las tormentas de fuego atómico.
Ningún miedo es mayor que el miedo a lo desconocido, y el pánico que había apretado en un puño Carvor Sarta había hecho más daño que cualquier bombardeo orbital para debilitar la determinación de luchar de sus defensores. El mundo forja había caído en seis días, sus casi ilimitados recursos pervertidos y destinados a servir a una extraña alquimia y a un propósito de pesadilla. Se habían reabierto las cámaras prohibidas, y las ciencias enterradas de la Edad de Hierro y Oro fueron arrancadas de sus polvorientas tumbas para poner en marcha las cadenas de producción de horrendas máquinas de guerra hijas de la hechicería disforme.
Cavor Sarta gritaba mientras renacía en una nueva y horrible forma.
Seguiría gritando hasta que sus depósitos se consumiesen y el ardiente núcleo en su corazón quedara frío y sin vida.
El mundo imperial se estaba muriendo, pero su muerte no había pasado desapercibida.
* * *
La criatura tenía una forma de andar rotativa y mecanizada, a la vez grácil y antinatural. El número impar de sus piernas ofendía la sensibilidad de Nykona Sharrowkyn. Oculto en las sombras de la torre derrumbada de una fundición, su cuerpo permanecía totalmente inmóvil, las emisiones y la ventilación de su retrorreactor compacto mantenidas por debajo del umbral de detección por sistemas de encubrimiento de diseño personalizado.
Era tan invisible como era posible que lo fuera uno de los hijos de Corax.
Sharrowkyn escaneó las ruinas de la forja demolida en busca de más criaturas, incluso cuando ya sabía que estaba sola. La forja era poco más que restos de metal ardiente, enladrillado que había saltado por los aires y vigas retorcidas como alambre de espino. Partículas magnéticas se arremolinaban como diminutos demonios de polvo, las interferencias eran pésimas debido a los ecos de los chillidos de las máquinas y las detonaciones aleatorias de silos de munición descartados. Una luz violeta se filtraba entre el esquelético armazón de vigas del techo y corrientes de virutas radiactivas empañaban su visor.
La criatura se detuvo junto a los restos de una prensa, su cara compuesta por cicatrices de quemaduras girando sobre un cuello de tendones metálicos y cartílago húmedo. Los orbes oculares implantados siguiendo un patrón triangular brillaron, pulsando brevemente mientras emitía un rugido procedente de los cavernosos pulmones artificiales enterrados en su pecho. Vagamente simiesco, la parte superior de su cuerpo masivamente musculada parecía cultivada por igual con carne y pistones, bobinas potenciadoras magnéticas y drenajes químicos. Su cabeza era un horror piramidal de tumores de acero y carne abotargada. Su espalda estaba erizada de múltiples lanzaderas, aunque Sharrowkyn nunca había visto cabezas de misiles como las que se asomaban a los tubos de lanzamiento. En cada antebrazo portaba una arma de cañón ancho, una de ellas un lanzallamas siseante y la otra una especie de cañón de arpones.
Se movía sobre sus tres miembros sobrearticulados que se retorcían como tentáculos. Wayland los había bautizado como ferrovoros debido al hábito que mostraban por devorar a dentelladas pedazos de metal que luego excretaban convertidos en placas de exoarmadura. Y eran rápidos, más rápidos que cualquier otra cosa que se hubieran encontrado en los tres días desde su sigilosa infiltración en el planeta.
Penetrar en las ruinas de Cavor Sarta había sido un juego de niños. Incluso un novicio de la Guardia del Cuervo podría haber evadido la detección. Los ejércitos que habían tomado el planeta eran burdos y poco profesionales, y se deleitaban bailando alrededor del fuego de vastos lagos de promethio. Nubes como hongos de los polvorines que explotaban sacudían el suelo regularmente cada hora, y el mayor temor de Sharrowkyn no era ser capturado, sino verse atrapado en la onda expansiva de una detonación accidental.
Tanto Sharrowkyn como Wayland tenían motivos para odiar al enemigo que había conquistado Cavor Sarta, pero demasiadas vidas estaban en juego como para arriesgar la misión en favor de ese odio. Desde su juventud como un luchador por la libertad en los túneles de Deliverance, Sharrowkyn había aprendido a usar el odio, a mantener cada aliento del mismo cautivo y listo para ser liberado, pero la legión de Wayland no era como la Guardia del Cuervo. Sabik Wayland era un guerrero en cuerpo y alma, y ese pensamiento casi hizo sonreír a Sharrowkyn por lo que tenía de ironía.
Ardía en deseos de sacar su fusil, pero Wayland había decidido efectuar el disparo.
Una cascada de metal chamuscado y nubes de polvo irradiado se izaron alrededor de las extremidades tentaculares del ferrovoro, y éste chilló con una satisfacción abominable al inhalar bocanadas de escombros metálicos. Se movió hacia adelante, pisoteando el camino hacia el templo-forja con un grotesco movimiento peristáltico. La criatura estaba casi en el límite del manufactorium y Wayland aún no había disparado.
—¿Algo va mal? —preguntó a través del comunicador encriptado—. ¿Disparo yo?
—¿Puedes compensar el viento cruzado radiactivo o el flujo de variables inherente a las capas de variación magnética? —preguntó Wayland—. ¿Tu arma está conectada a tu sistema nervioso para compensar mejor la varianza biológica?
—Pega ya ese maldito tiro…
—Lo haré cuando sea el momento apropiado —dijo Wayland, y Sharrowkyn escuchó el siseo de una exhalación de su maquinaria potenciadora.
Una flor de intenso fuego violeta se disparó hacia el cielo tras la pared más alejada del manufactorium y una ráfaga de viendo caliente recorrió las ruinas. Sharrowkyn saboreó el estroncio y el clorhidrato de potasio en la lluvia radiactiva: la destrucción de un silo químico o un reactor enterrado que había alcanzado su masa crítica.
La servoarmadura de Sharrowkyn registró niveles letales de radiactividad, pero nada de lo que debiera preocuparse. A pesar de que la misma era un conjunto de retazos que tanto podrían haber horrorizado a los maestros de la sombra de Espiral del Cuervo como haberle hecho merecedor de sus elogios, era a prueba de tal toxicidad.
El eco del proyectil del rifle de pulsos de Wayland se perdió en el estruendo del aire succionado por el vórtice de la combustión de gases y residuos radiactivos, pero Sharrowkyn lo oyó tan nítidamente como un taladro sobre una superficie de promethio congelado. El ferrovoro se desplomó en el suelo cuando sus sinuosas piernas se doblaron bajo su peso. El destello de sus ojos se fundió y dejó escapar un largo resuello de aliento químico.
Sharrowkyn se había puesto en movimiento en cuanto había oído el repiqueteo de la recámara.
Se apareció dejando atrás su cobertura, cayendo acrobáticamente sobre una masa tambaleante de metal retorcido. Su ojo experto le indicaba perfectamente donde apoyar los pies, y fue saltando de apoyo firme en apoyo firme hasta que finalmente se propulsó desde una viga angular del techo. Aterrizó suavemente y corrió sobre la superficie allanada de unos travesaños caídos.
—Cuatro segundos —dijo Wayland.
Sharrowkyn no contestó sino que activó los propulsores de su retrorreactor proyectándose en un fiero arco por encima de la amplia rampa de una fresadora pulverizada.
—Dos segundos.
Sharrowkyn desenganchó de su cinturón un dispositivo del tamaño de un puño y la forma de una meltacarga antes de caer pesadamente sobre los anchos hombros del ferrovoro. El brillo rojizo de sus ojos aumentó, pero poco más pudo hacer que contraer sus miembros con un espasmo antes de que le colocara el aparato como un cepo en la nuca. Las agujas del inyector se clavaron en el cuello, y el dispositivo emitió un penetrante gemido binario.
—Uno.
EL ferrovoro se alzó sacudiéndose de la espalda a Sharrowkyn, quien convirtió su caída en un descenso controlado, girando el cuerpo y su fusil a la vez. Aterrizó suavemente, con la culata hecha a mano del arma apoyada en su hombro. Su dedo ejerció una ligera presión sobre el gatillo, pero sus reflejos entrenados le permitieron no apretarlo más de lo necesario.
Los ojos rojos del ferrovoro ardían cuando concentró su mirada en él, pero las lanzaderas de misiles no se desplegaron y sus brazos siguieron caídos junto a sus costados.
Sharrowkyn dejo escapar el aliento.
Waylan surgió de su posición, su escondite en el amplio conducto de ventilación recortado en la única pared del edificio que quedaba en pie. Su bólter pesado modificado descansaba relajadamente en su hombro, como si acabara de abatir a un grácil herbívoro en lugar de a un servidor de batalla enemigo.
—Por los pelos —dijo Wayland.
—Si no hubieras esperado tanto para disparar no tendría que haber corrido tan lejos.
Wayland se encogió de hombros. Su servoarmadura era negra como la de Sharrowkyn, pero donde la suya se había reducido a lo esencial para hacerla compacta, la de Wayland era más voluminosa para albergar las mejoras de múltiples potenciadores. Donde el hombro de Sharrowkyn mostraba el emblema del cuervo de su legión —aunque oscurecido por las partículas de polvo ionizado—, el otro lucía el guantelete plateado de los Manos de Hierro. Además, uno de los brazos de Wayland era un implante biónico: igual que gran parte de su biología interna, había tenido que ser reemplazado por causa de las heridas que había sufrido a manos del propio Fénix.
—Preví esa detonación de compuestos químicos y radiactivos, y pensé que podría usar la ola termo-electromagnética para cubrir mi disparo —dijo Wayland—. Calculé que aún te daría tiempo de alcanzar al ferrovoro.
—Me gustaría que dejaras de llamarlos así. Otorgarles nombre a estas cosas les da permanencia.
—Qué poco sabes —Wayland se colgó el arma al hombro y empezó a trepar sobre la forma inmóvil del ferrovoro—. Conferirle un nombre a una máquina me permite conocerla. Si la conozco, puedo entenderla. Si puedo entenderla, puedo imponerme a ella. Ahora date prisa y sube antes de que la arquitectura cognitiva de esta criatura queme el bloque de inhibición espinal.
Sharrowkyn se tragó su desagrado y trepó por la espalda del ferrovoro junto a su compañero, empleando las excrecencias de blindaje para llegar a la cavidad viscosa entre las lanzaderas de misiles y la carne podrida de su espalda. Del guantelete de Wayland se extendió una larga y afilada púa de metal plateado, cuyos reflejos hicieron que el Guardia del Cuervo se estremeciera.
Wayland incrustó la púa en la base de la espina del ferrovoro, y aunque Sharrowkyn no pudo percibir nada aparentemente distinto, notó los temblores que recorrían el cuerpo de la criatura cibernética en su lucha por mantener el dominio sobre sus propias funciones.
Wayland asintió:
—Es nuestro.
* * *
Había sido la desesperación la que había emparejado a Sharrowkyn con Wayland, pero hasta ese momento el Mano de Hierro parecía adaptarse bien. Carecía de la más mínima habilidad para el sigilo, pero lo compensaba más que de sobra con sus otras especialidades. Ambos eran tan distintos en pericia y apariencia como era posible imaginar, pero compartían una experiencia que los vinculaba de una manera que sólo podía apreciar un puñado de legionarios astartes.
Eran supervivientes de Isstvan V.
Aislado de su primarca y sus hermanos de batalla, Sharrowkyn había escapado de la Masacre del Desembarco en un Stormbird de los Manos de Hierro, uno de los pocos que había conseguido sortear la tormenta de fuego de cohetes. Se encontraba a las puertas de la muerte, desgarrado por los proyectiles de bólter traidores que habían penetrado su coraza con una facilidad enfermiza. Sabik Wayland había arrastrado su cuerpo herido dentro del Stormbird mientras gritaba al piloto que despegase. Antes de quedar inconsciente Sharrowkyn había notado los impactos sobre el blindaje de la nave mientras ésta luchaba por escapar del desastre.
A aquello habían seguido meses de recuperación, aunque Sharrowkyn conservaba poco salvo recuerdos borrosos de la voz como de grava de una figura que se cernía sobre él en el apotecarium.
—No morirás, Guardia del Cuervo —decía la voz—. No permitas que la debilidad de la carne te traicione, no ahora que has sobrevivido a tanto. Yo recibí un golpe del Fénix y sigo vivo. Tú también vivirás.
Recordaba la autoridad de aquella voz que no se había atrevido a desobedecer. Había oído su amargura, pero no la había comprendido hasta que supo que Ferrus Manus estaba muerto, asesinado por la misma mano que había herido a Sabik Wayland.
A la estela del desastroso contrataque dirigido al Señor de la Guerra, los Manos de Hierro buscaron una manera de tomar represalias. A pesar de la devastadora pérdida de su primarca, los hijos de Medusa se habían repuesto para la lucha un día después de reagruparse con las fuerzas de retaguardia que habían conseguido evadir la trampa de Horus.
Durante los seis meses siguientes, el comando fracturado que eran los Manos de Hierro había acosado a las flotas enemigas de una manera que habría hecho sentirse orgulloso a Corax. Atacando, retirándose y atacando de nuevo, golpeaban en cuanto la oportunidad se presentaba. Como un pugilista sonado que simplemente no puede quedarse tirado en la lona, los Manos de Hierro habían seguido volviendo a la lucha.
Y ahora tenían un objetivo merecedor de su rabia.
* * *
Para cuando las fuerzas imperiales se reagruparan para enfrentarse a la amenaza del sector Thramas era ya demasiado tarde para Cavor Sarta. Sus vastos recursos estaban ya en manos enemigas, y los traidores estaban coordinando sus considerables activos con el fin arrancar los restantes mundos-forja del control del sacerdocio de Marte. Los comandantes imperiales estaban horrorizados ante la maestría para la organización que sus oponentes demostraban, y buscaban la manera de desentrañar las transmisiones astrotelepáticas interceptadas entre los mundos capturados y las flotas traidoras.
Tal método era un medio probado de frustrar los planes enemigos, pero algo había ido mal. Las transmisiones estaban encriptadas, por supuesto, pero el Mechanicum de Thramas había destinado a sus mejores rompecódigos y los mensajes fueron rápidamente descifrados. Pero en lugar de transmisiones que revelasen los movimientos de las flotas o la disposición de las fuerzas, los textos revelados no habían sido más que secuencias confusas de tejido binario corrupto en medio de cadenas lingüísticas que no tenían similitud alguna con ningún idioma conocido que permitiera su traducción.
Sólo después de la captura de una nave traidora salió a la luz algo más de información. Los contenedores de los motores de disformidad habían fallado en su huida de una emboscada abortada, y los guerreros de la Primera Legión habían abordado la nave y matado a todos en su interior. Uno de los cuerpos que se descubrieron después fue el de un híbrido intensamente modificado que presentaba marcas de manipulación genética y cirugía de potenciación nunca vistas antes. A pesar de que su cerebro había sido licuado y sus órganos comunicativos arrancados, el examen post mortem había llevado a los adeptos de Marte a una conclusión innegable.
La criatura era un ser artificialmente diseñado, una forma de vida híbrida con su propio lenguaje y con un medio de articulación que sólo podía ser interpretado por otro de su especie. Era el perfecto codificador, uno cuyo cifrado el Mechanicum no tenía esperanzas de romper a menos que de alguna manera fuera capaz de tomar posesión de un espécimen vivo.
Los adeptos del Mechanicum registraron a las criaturas en sus códices como Anfitriones de Cifrado Unilingües.
Wayland los llamaba kryptos.
* * *
Permanecían a cubierto en medio de las ruinas de una refinería de mineral, un cenagal de residuos petroquímicos burbujeantes y fumatas tóxicas. Localizada entre una elevada colección de torres repetidoras que vibraban con estallidos de chispas eléctricas, la refinería estaba tan cerca como les había podido llevar el ferrovoro. Los había transportado a través de sucesivos círculos defensivos que rodeaban el templo-forja, dejando atrás torres de viviendas decoradas con cadáveres colgantes y manufactoría envueltas en llamas en las que una salmodia mecánica sin fuente definida degeneraba en estática a medida que se corrompía. Vieron talleres que los que resonaban los motores de construcción dedicados a tareas reasignadas, un panorama paulatinamente cambiante en el que brillantes templos de oro y plata se convertían en altares de hierro abrasado y bronce teñido de sangre.
Docenas de ferrovoros se habían acercado, pero ninguno había hecho nada más allá de dirigirles una somera mirada gracias a la manipulación de Wayland de la señal de energía de la criatura. Las patrullas de mortales y sus vehículos los rehuían, puesto que los ferrovoros eran criaturas caprichosas que fácilmente podían dirigir su hambre tanto sobre un amigo como hacia un enemigo. La criatura conocía las rutas seguras a través de los campos de minas antipersonal, los puntos ciegos de los detectores de movimiento, y tenía la suficiente destreza motriz para sortear las trampas láser.
Más allá de las torres de repetición se encontraba el corazón amurallado del templo-forja, una acumulación de cubos, pirámides y esferas. Extraños símbolos y ecuaciones arcanas pintadas con ungüentos de sangre y lubricante embadurnaban las cúpulas, la arquitectura sagrada del Omnissiah corrompida por geometrías no euclídeas y álgebra escherina distorsionada.
El ferrovoro se agachó, el gruñido de su mecánica brutal tragado por el penetrante y grave zumbido de las torres entre las que se ocultaban. Al menos otras cincuenta criaturas similares acechaban entre los yermos castigados de la zona industrial saboteada que rodeaba el templo, moviéndose en patrullas circulares superpuestas y reforzadas por varios cientos de soldados del ejército equipados con sistemas de auspex skitarii modificados.
—Torres de defensa, pictoescáneres, sensores de movimiento, diferenciales de presión, campos de fuego cruzado. Y una única entrada —dijo Sharrowkyn, indicando una medida defensiva tras otra.
Permanecía tumbado en las sombras, observando a través de los magnoculares blindados.
—Por la seguridad de este sitio, diría que nuestras fuentes tenían razón. El kryptos está aquí.
—¿Y sabes la manera en que podamos superar ese nivel de seguridad? —preguntó Wayland, arrodillándose tras una enorme sección del aislamiento de ceramita que había caído de una torre hundida.
Llevaba su bólter ajustado al hombro, aunque el cañón y la mira telescópica estaban recogidos.
—¿Crees que puedes acabar con cincuenta ferrovoros? —preguntó Sharrowkyn a su vez.
—No, pero con una compañía de Manos de Hierro podría abrirme paso hasta el interior.
—Conseguir lo que queremos es algo que no lograremos con un asalto frontal. Carga contra esas puertas y encontrarás al kryptos en el suelo con el cerebro goteando de su calavera.
—¿Entonces cómo propones que entremos?
—No lo haremos —dijo Sharrowkyn—. No hay forma de entrar sin ser detectados.
—¿Entonces esta misión ha sido una pérdida de tiempo? —siseó Wayland—. Pensaba que la Guardia del Cuervo erais expertos en este tipo de cosas: intrusiones encubiertas y operaciones tras las defensas enemigas.
—Lo somos, pero hay inserciones que simplemente no se pueden hacer. Algunas defensas son tan compactas que no hay aproximación táctica que te permita sobrepasarlas.
—¿Lo que significa?
—Lo que significa que si no podemos entrar, haremos que el enemigo saque fuera al kryptos.
* * *
Dada la devastación que había caído sobre el templo-forja, fue fácil localizar una caja de datos expuesta que vinculara el templo con la red planetaria. Gran parte del cableado estaba dañado o derretido más allá de toda posible reparación, pero algunos haces de cable oleosos aún funcionaban, y sobre uno de ellos era sobre el que Wayland dirigía sus esfuerzos. Múltiples pinzas para puentes y dispositivos tintineantes asomaban desde el interior de su guantelete recamado, e incluso las más pequeñas chispas como fuegos fatuos que saltaban por entre aquellas herramientas hacían que Sharrowkyn se pusiera nervioso.
—No nos detectarán, ¿verdad?
—Solamente si sigues distrayéndome —contestó Wayland, tirando un cable desde la maraña de la instalación hasta un dispositivo cuadrado ajustado a su cinturón.
El motor de cifrado del Mechanicum zumbó a medida que masticaba sucesivos niveles de encriptación con la suavidad suficiente para evitar la detección.
—Estoy dentro —dijo Wayland, en el momento en que el motor de cifrado lanzó un exabrupto de código binario—. Intercomunicación noosférica de alto nivel. Sólo lo mejor para el kryptos…
—Suave… —dijo Sharrowkyn—. Sólo con que los traidores piensen que estamos aquí fuera, la misión se acabó.
—Sólo porque sea un Mano de Hierro no significa que no pueda ser sutil cuando la ocasión lo demanda, Nykona —dijo Wayland empleando de manera deliberada su nombre—. He recibido entrenamiento en Marte y las innovaciones en redes noosféricas de la Adepta Zeth no me son desconocidas.
—¿Así que ya te has conectado a este tipo de sistema antes?
—Lo he estudiado intensivamente.
—¿Estudiado? —incidió Sharrowkyn percatándose de que el otro había soslayado su anterior pregunta—. ¿Quieres decir que de hecho nunca has empleado nada como esto?
—No como tal, pero confío en que seré capaz de interactuar con éxito —dijo Wayland extrayendo un conector e introduciéndolo en la base de su gorguera modificada.
—Te recordaré eso si tenemos que correr por nuestras vidas.
Wayland no contestó, tensándose cuando la marea de información ascendió por los cables dorados para desembocar en sus implantes de potenciación cortical.
El Mano de Hierro movía sus guanteletes en el aire, manipulando sistemas operativos, flujos de datos y energía que sólo él podía ver. Las puntas de sus dedos, habilitadas para interactuar en un entorno virtual, pasaban sobre resmas de datos noosféricos con cada parpadeo de las lentes de su visor a medida que las descargas de información lo llenaban.
Sharrowkyn dejó a Wayland con su infiltración en los sistemas de datos del templo-forja y dirigió su atención hacia las defensas, buscando cualquier indicio de que su intrusión hubiera sido detectada.
—Me está ayudando… —susurró Wayland, y Sharrowkyn inclinó la cabeza para escucharlo.
—¿Qué?
—La forja —su voz sonaba distante y tensa—. Odia en lo que se ha convertido y quiere que acabe con su sufrimiento. Sus sistemas están rescribiendo mi rastro.
Sharrowkyn se apartó incómodo de la idea de que el templo-forja pudiera exhibir algo que pudiese considerarse una conciencia. A pesar de que el Mechanicum era de un valor inestimable como parte del Imperio, su creencia en la existencia de una fuerza divina tras las máquinas que mantenían y construían era difícilmente conciliable con la Verdad Imperial.
Pero como en la mayoría de los casos vistos desde un enfoque pragmático, la conveniencia y la utilidad superaban a la convicción.
—Lo tengo —dijo Wayland girando una mano e introduciendo lo que parecía un código de acceso en un panel invisible—. Espera ver algo de actividad muy pronto.
Sharrowkyn se volvió de nuevo al templo en el momento en que una cadena de sirenas de alarma resonaron por el complejo. Las luces de emergencia parpadeaban y las letanías de advertencia borboteaban de los altavoces montados en las torres de defensa. Un flujo de hombres armados se derramó del interior de las estructuras de hierro, una mezcla de ferales cohortes de skitarii y unidades del ejército presas del pánico.
—No sé lo que has hecho —dijo Sharrowkyn—, pero han salido corriendo aterrorizados.
—Con el consentimiento del templo he desactivado las barras de contención del núcleo atómico del reactor y alterado la composición de sus catalizadores para llevar a los isótopos a su masa crítica a un ritmo exponencial. Cuando lleguen a ese estado, todo lo que haya en un radio de cien kilómetros será vaporizado.
—¿Incluidos nosotros?
—No —dijo Wayland tamborileando con los dedos sobre otro dispositivo del Mechanicum que colgaba de su cinturón—, nosotros no.
Las tropas enemigas convergieron en un punto fuera de las puertas del templo, adoptaron una posición defensiva y esperaron. Un miedo palpable se apoderó del enemigo. Sharrowkyn sabía que cuando un oponente ha perdido el equilibrio es el mejor momento para golpear.
—Ahí —señaló Wayland—. Tiene que ser eso.
Sharrowkyn miró hacia donde apuntaba el Mano de Hierro. Un guerrero en una pulida servoarmadura roja sobre la que aleteaban tiras de pergamino selladas con lacre escoltaba a un adepto anodino vestido con una túnica negra. Aparte de la retícula de brazos mecánicos aumentados común a todos los tecnosacerdotes, aparentemente no había nada que indicara que aquel adepto era especial.
—Portador de la Palabra —dijo Sharrowkyn, su voz atenazada por el odio contenido.
—La descarga magnética bloqueara el tráfico de voz —dijo Wayland—. Pero tenemos menos de cinco minutos para hacernos con el kryptos.
—Entonces pongámonos en marcha. ¿Está listo? —preguntó Sharrowkyn señalando con un pulgar sobre su hombro.
Wayland puso en marcha el mecanismo esclavizado del ferrovoro cautivo.
—Oh, sí, está más que listo.
* * *
Géiseres de vapor radiactivo sobrecalentado escapaban de las bóvedas y las paredes del templo-forja, los trazos de rayos invertidos marcaban con arcos la volátil atmósfera. A medida que el núcleo atómico del templo hervía hacia su propia destrucción los sistemas de ventilación y los protocolos de dispersión se desactivaban intencionadamente o simplemente fallaban. Los pocos adeptos que quedaban en sus puestos descubrían que sus esfuerzos por evitar la inminente destrucción del templo eran frustrados una y otra vez.
En el instante en que el caos del templo condenado alcanzó sus elementos estructurales Sabik Wayland y el corazón-máquina moribundo tomaron su venganza. El fuego automático de las torres de defensa cayó sobre las posiciones de los traidores como granizo compuesto de proyectiles antiblindaje. Los sistemas diseñados para detonar minas enterradas bajo ciertas condiciones simplemente volaron en una serie de explosiones como truenos que sacudieron la tierra y envolvieron las estructuras cercanas en rugientes bolas de fuego. Los ferrovoros, convulsionados por las órdenes contradictorias que llegaban a sus implantes corticales, abrieron fuero y se abalanzaron sobre los skitarii para devorar sus cuerpos sellados de metal.
Sharrowkyn y Wayland corrieron a través del infierno estroboscópico de explosiones y disparos con la fría precisión de dos depredadores.
Wayland se movía con su rifle implantado que escupía ensordecedores proyectiles subsónicos. Cada uno detonaba en el interior del caparazón armado de un líder skitarii o un amo de disciplina, cada objetivo elegido cuidadosamente para dificultar que la cadena de mando enemiga restableciera el orden. Se movía en sincronía mecánica con el aullante ferrovoro cuyas armas liberaban arcos de fuego y arpones electrificados, abriéndose paso entre los pocos traidores que los reconocieron como enemigos. Las lanzaderas de su espalda descargaban salvas de cohetes sobre los traidores apiñados, sus cabezas explotando y liberando una lluvia de cientos de granadas de plasma. Estallidos de abrasadoras llamas de fuego azul crepitaban entre las unidades traidoras del ejército, fundiendo metal y carne y hueso con un grotesco siseo.
EL fusil de Sharrowkyn era más ligero que el de Wayland, pero no menos mortal en manos de un tirador maestro. Cada vez que apretaba el gatillo astillaba un cráneo o desgarraba una garganta expuesta, disparos que se llevaban la vida de los objetivos antes incluso de que estos fueran conscientes del peligro.
—Está huyendo —dijo cuando vio que el Portador de la Palabra se cargaba al hombro al adepto y se precipitaba hacia una estructura de techo bajo en una de las esquinas del complejo del templo.
—¿Puedes alcanzarlo? —preguntó Wayland, disparando su bólter sobre el pecho de un aullante guerrero skitarii que lucía la piel ensangrentada de un animal sobre la dentada superficie de la guarda de los hombros.
—Por favor… —contestó Sharrowkyn.
—Vuelve conmigo en sesenta segundos o no saldrás de este planeta.
Sharrowkyn asintió y activó sus retrorreactores, dejando atrás en su ascenso a Wayland y al frenético ferrovoro. El Portador de la Palabra estaba demasiado lejos para alcanzarlo en un solo vuelo, y el Guardia del Cuerpo aterrizó ya en plena carrera, disparando su arma en modo automático mientras ganaba velocidad para el siguiente salto. Los reactores llamearon y en medio del arco que describió en el aire Sharrowkyn vio que el Portador de la Palabra alcanzaba la estructura, su techo despidiendo brillos irisados a medida que se replegaba para revelar una nave plateada con unos enormes propulsores adosados.
—No es el enemigo al que ves el que te alcanza… —siseó Sharrowkyn— sino el que no.
Su fusil destelló y el Portador de la Palabra se detuvo en seco cuando los proyectiles de alta velocidad le perforaron el flanco de su casco y el hombro. Metal y ceramita astillados volaron bajo los impactos, y Sharrowkyn se cargo el fusil al hombro mientras aterrizaba resquebrajando la piedra del suelo en medio de una nube de humo recalentado.
El Guardia del Cuervo extrajo dos gladios de las vainas de sus hombros y se abalanzó sobre el Portador de la Palabra. El traidor se desprendió de su casco destrozado y Sharrowkyn vio que su cara era gris y cenicienta, cubierta con una intrincada red de tatuajes que se retorcían bajo la piel como gusanos de tinta sintiente.
El Portador de la Palabra soltó al kryptos y aferró su bólter. Sharrowkyn clavó uno de los gladios en el cañón del arma y enterró el otro en medio de la coraza pectoral del traidor. El guerrero gruñó de dolor y retrocedió cuando el siguiente proyectil de su arma estalló al dejar la recámara. Lanzó un puño, pero el Guardia del Cuervo ya estaba en movimiento. Giró alrededor del Portador de la Palabra y hundió el filo monomolecular del gladio en su cuello.
La hoja de Sharrowkyn alcanzó la espina dorsal del Portador de la Palabra. Arrancó la espada y la cabeza de su enemigo de descolgó hacia un lado desprendida del cuerpo. Antes incluso de que éste se desplomara, Sharrowkyn le dio la espalda y levantó al adepto de túnica negra del suelo. Su capucha cayó hacia atrás, y el marine espacial se estremeció al ver la horrible faz de la criatura. La cara era tan pálida como la suya propia, pero la mitad inferior era una matriz de pesadilla de partes móviles, emisores augurales, parrillas de voz y elementos productores de sonido que no se parecían en absoluto a nada que Sharrowkyn hubiera visto antes. Lo que quedaba de su cráneo era como la interfaz táctil de un cogitador, una amalgama de carne y bronce de anatomía alienígena entremezclada con compartimentos de vidrio que dejaban visibles porciones del cerebro potenciado.
El kyptos emitió un sonido que chirrió como un clavo de hierro sobre una pizarra, y un flujo de barboteo ruido-máquina rechinó desde una boca que se movía con un tintineo mecanizado abominable y un húmedo gorjeo animal.
—Justo lo que estaba pensando —respondió Sharrowkyn, cargando al kryptos sobre su hombro y activando el icono que indicaba la posición de Wayland.
El Mano de Hierro estaba en medio del fragor del combate, bajo la sombra del ferrovoro que desgarraba a sus antiguos aliados. Sharrowkyn saltó por los aires dejando tras de sí una estela de fuego, aterrizando en el cráter de la detonación de una mina sónica. Un segundo salto lo propulsó sobre un grupo de aterrorizados mortales y con el tercero aterrizó al lado de Wayland.
—Por los pelos como siempre. El núcleo ha alcanzado la masa crítica.
—¿Cuánto queda? —preguntó Sharrowkyn, descargando al kryptos del hombro.
Wayland desenganchó de su cinturón el dispositivo que los adeptos del Mechanicum le habían proporcionado y lo colocó en el suelo en medio de los dos. Levantó la tapa del seguro y colocó el pulgar sobre el interruptor.
—¿Listo?
—Hazlo —contestó Sharrowkyn en el momento en el que el cielo centelleó con una luz imposiblemente brillante y la furiosa radiación borró el templo-forja de la faz del planeta en medio de una nube de fuego nuclear.
* * *
El tiempo dejó de tener significado.
Sobre Sharrowkyn transcurrió una era o un parpadeo, un periodo de tiempo imposible de calcular. Las luces y las sombras se extendían y se difuminaban, el mundo más allá de la fulgurante burbuja de irrealidad que los resguardaba de la aniquilación atómica se movía como una bobina de pictografías acelerada. No podía moverse, no podía pensar y —a todos los efectos— no existía.
El mundo volvió a enfocarse bruscamente cuando el temporizador del generador de campo de estasis llegó a cero. Unos vientos ardientes los envolvieron, irradiados y cargados de elementos tóxicos que volverían inhabitable la región de Cavor Sarta durante milenios. No quedaba nada del templo-forja, sólo una llanura cristalizada y una hondonada en la tierra donde su núcleo fundido se había enterrado profundamente en el manto planetario. Una nube en forma de hongo de kilómetros de altura desprendía furiosas llamas y las ondas de presión emitidas atronaban en la atmósfera como mazazos. Tornados cáusticos de metales pesados bullían en las ruinas de pesadilla que había dejado atrás la explosión atómica, y tormentas de rayos rugían en melés electromagnéticas.
Wayland permanecía aún arrodillado junto al generador del campo de estasis, soportando impertérrito las secuelas. Sharrowkyn dirigió su mirada a la devastación que los rodeaba, maravillado de que hubieran sobrevivido en el punto cero de un holocausto nuclear.
—Creo que todo ha ido de manera satisfactoria —dijo Wayland.
—Estamos vivos y tenemos al kryptos —asintió Sharrowkyn, mirando como la rastrera criatura adepta se enroscaba en postura fetal, balbuciendo en su incomprensible y antinatural criptolenguaje mientras la radiación asaltaba su frágil cuerpo.
—Y los traidores no serán conscientes de nuestra implicación. Para todos esto no será más que una fusión del núcleo accidental.
—¿Crees que el enemigo creerá eso?
—Dada la falta de disciplina y de pericia mecánica de las fuerzas de ocupación, tal suceso está muy lejos de ser infrecuente —contestó Wayland—. Creo que nuestra presencia no será detectada.
Sharrowkyn asintió y activó la baliza de teletransporte integrada en su servoarmadura para mandar una señal a la nave de los Manos de Hierro oculta entre la basura orbital flotante alrededor de Cavor Sarta. La tormentas electromágnéticas cubrirían cualquier rastro de la teleportación, y se habrían marchado antes de que las fuerzas enemigas llegaran para registrar la zona arruinada.
—Buen trabajo, Sabik Wayland.
—Buen trabajo ciertamente, Nykona Sharrowkyn.
En conclusión, pensó Sharrowkyn, era un mal día para ser un traidor.