III

LOS hombres no se preocupan por las cosas, sino por las opiniones que de ellas tienen.

EPICTETO Enchiridion

De pronto, mientras colgaba el auricular del teléfono, Mari Loli, horrorizada, lo comprendió todo. Una sensación incómoda le invadió el vientre y de allí se fue extendiendo a todo su cuerpo, como si fuera un veneno. El pensamiento le había cruzado el cerebro con la rapidez y la fuerza de una descarga eléctrica. Casi de inmediato, el malestar le creció desde el centro de la tripa. Tuvo que sentarse: las piernas se le habían puesto blandas, de algodón. Y la saliva, dulce. Y una mano muy fría le había entrado en el pecho, por debajo del corazón, para aturullarla y dejarla sin aliento. Y el corazón le latía en la garganta. Era como si, de pronto, se hubiera enterado de que su corazón existía. Le palpitaba fuertemente, tanto que lo podía oír: bum, bum, bum. Casi lo habría podido escuchar cualquiera que hubiese entrado en la sala-comedor en ese momento. Pero estaba sola. Bueno, sola... Las niñas dormían en su habitación. Manu estaba desaparecido, como siempre. Manolo había salido de casa justo al sonar el teléfono. Bajo al bar a por pitillos, había dicho. Últimamente, eso ocurría a menudo: parecía que el timbre del teléfono le disparaba a Manolo una imperiosa necesidad de largarse a la calle. A por tabaco, a por el periódico, a dar una vuelta, a tomar el fresco... Y muchas veces ni siquiera contaba para qué salía.

Cuando se metió en la cama, Manolo todavía no había regresado con el dichoso paquete de cigarrillos. Sin peligro de sufrir interrupciones, Mari Loli pudo pensar libremente en el pánico que había sentido. ¿Y todo por qué? ¿Porque alguien había llamado por teléfono y había cortado la comunicación al oír su voz? ¡Quiá! Si tampoco era la primera vez que pasaba... Que ella recordase, en la última semana por lo menos había ocurrido tres veces. Quizás más. ¿Entonces? ¡Que se había caído del guindo! De pronto se había dado cuenta del significado de aquello, y de muchas otras cosas. Había una perica en la vida de Manolo. No, no era exactamente eso. Era que, así, como en un suspiro, se había enterado de algo realmente grave: la doña no era de quita y pon como las demás; esta vez, Manolo se había encoñado. ¡Que estaba chalupa perdido, vamos! ¡Joder...! Si sería tonta... No haberlo visto hasta aquel instante. Se hubiera dado dos bofetadas. Pero bueno ¿por qué? El que se las merecía era el jodido de Manolo. Él sí que era una mala pieza de mucho cuidado. Aunque, ya ves, tú, con lo bobos que son los hombres, fijo que un pendonazo lo había engatusado. ¡La muy zorra! Si la estaba viendo... Seguro que tenía un cuerpo de vértigo: un par de tetas bien puestas —no esas dos berenjenas que la adornaban a ella desde que amamantó a Anabelén— y unos muslos firmes —no como sus flanes— y un hermoso pelo. ¡Con lo guapo que era Manolo, podía elegir donde le apeteciera! ¿O no?

Como si alguien estuviese pasando una película en su cerebro, empezó a reparar en situaciones de los últimos tiempos a las que no había dado importancia o que había interpretado bobamente. Le hubiese gustado tener el mando a distancia de su cerebro para cambiar de canal y ver otra película. O hacer zapin. Poco importaba, con tal de dejar de sufrir. Pero su cerebro no le daba descanso. Para empezar recordó aquella tarde —y seguramente no era la primera— en que lo descubrió pasándose la cuchilla por el rostro con un esmero infrecuente en los últimos años. Se estaba afeitando como cuando eran jóvenes; en aquellos tiempos apuraba a conciencia para no irritarle la cara con arrumacos rasposos.

—Manolo, ¿qué te da?

—Me afeito. ¿No se nota?

—Pues, sí. Por eso. Se nota demasiado. Hacía mucho que no te afeitabas tan a menudo y tan bien.

—Año nuevo, vida nueva —dijo él con buen humor.

—¿Año nuevo? A buenas horas... Pero ¿tú te has enterado de que estamos en marzo?

—¿Ya? Bueno: más vale tarde que nunca.

Mari Loli se quedó sin saber si la respuesta de Manolo era una broma o si, de verdad, estaba un poco mal de la cabeza y no atinaba ni con la fecha.

Manolo siguió sonriéndose bobaliconamente desde el otro lado del espejo. Y haciendo la cusqui a toda la familia al tomar el baño por banda como si lo tuviera en exclusiva. Le dio no sólo por afeitarse sino también por ducharse a diario. Y se había comprado calzoncillos nuevos. Azul marino. Menos vistosos que los naranja o los amarillos, aunque más elegantes. Le sentaban tan bien que una se hacía gaseosa. También había comprado una camisa. Muy moderna, como de chaval más joven.

Luego estaban las llamadas. ¿Cuándo habían empezado? ¿Hacía un mes? ¿Más? ¿Menos? ¿Empezaron al mismo tiempo que la sonrisa de gilipollas? Lo ignoraba. Sólo sabía que la última de las llamadas había encendido una lucecita en su cerebro. Hasta entonces las había creído un error de alguien. ¡Pues, no! ¡Se trataba de la novia de Manolo! Fijo. El corazón se le encogió de nuevo como una ciruela pasa. ¡Cómo dolía! A ver si le iba a dar algo... Porque una cosa era imaginar que Manolo se lo montaba por ahí de vez en cuando. Algún polvete con alguna camarera de un motel en ruta, alguna recepcionista de las empresas donde entregaba mercancía o incluso con una tía de alterne allí, en Barcelona. Todas esas amantes ocasionales no le importaban nada. O casi. Estaba claro que, si con ella no quería, con alguna tenía que hacerlo, ¿o no? Pero, ¡ojo!, otra cosa muy distinta era que estuviese enamorado. ¡Caray! Entonces ella, su mujer, ya le importaba poco, muy poco.

Al miedo se sumó la rabia. De pronto sintió que la manta y las sábanas le daban un calor asfixiante. Estaba sudando. Se las quitó de encima bruscamente. ¿Quién podía ser? Fuera quien fuera, como la pillase, se iba a enterar.

Se levantó a por un vaso de agua. Al salir de la cocina, se le ocurrió acercarse al pequeño distribuidor de la entrada, donde colgaban los chaquetones. La cazadora de Manolo había desaparecido con él, pero su chaqueta seguía allí. Metió la mano en uno de los bolsillos. Un caramelo de menta. ¿Un caramelo de menta? En la otra no había nada. Decidió dejar de ir a la caza de pistas para descubrir quién era esa mujer. Ya desandaba otra vez el pasillo, seguida de la perra, que creía llegada, la muy burra, su hora de salir a mear, cuando recordó el bolsillo interior de la chaqueta. Metió la mano en él. ¡Jope! Ahí estaba la prueba de que ella no se equivocaba. Dos entradas. Dos entradas para... Fue como si le hubiesen pegado un puñetazo en mitad del pecho. Para La Paloma. ¡Qué desfachatez! ¡Qué mala sombra! ¡Qué traición! ¡Qué...!

Entonces, el pecho no le estalló, pero empezó a ablandársele. Lo sentía como si fuera un trozo de blandiblú. Blandengue, con mal color, enfermo. Acabó llorando a moco tendido. Hipando se apoyó en la pared, el rostro cubierto por los pelos, húmedos de sudor y lágrimas. Seguía con el vaso de agua en la mano, que temblaba y temblaba al ritmo de sus estremecimientos. Buena parte del líquido se derramó. La perra lo lamió, aunque en seguida perdió interés; parecía más impresionada por el llanto de Mari Loli, que, dando bandazos, se fue a la habitación y se tumbó sobre la cama. En un momento sus lágrimas empaparon la almohada. Entonces se acordó de su primer baile con Manolo.

Ella y Angelines conocieron a Manolo y a José Antonio en Dinámica 2000, la discoteca de moda en tiempos de su juventud. Un camarero de blanco les había servido un San Francisco, un combinado que, además de rico, era un primor. De color naranja, con dos guindas confitadas al fondo: una roja y la otra verde. El borde de la copa estaba adornado con azúcar pegado. Con las luces, el azúcar brillaba como si fueran cristalitos o diamantes muy, muy pequeños. ¿Bailáis?, preguntó uno de los dos hombres que se les habían acercado. De los de verdad, le sopló Mari Loli a Angelines, pegándole un codazo. Porque Mari Loli llevaba ya tiempo suspirando por un hombre de verdad, y no los niñatos de la pisería donde trabajaban las dos. Cuando Angelines fue elegida por el que tenía una cara muy redondita, como de chico bueno, Mari Loli ya había decidido que ella se quedaba con el otro. Fueron hacia la pista justo cuando empezaban los compases de un merecumbé. ¡Estupendo!, pensó Mari Loli —aunque interesada por el hombre, más engolosinada con la posibilidad de conquistar algún caza-gogós de la sala—, si me ve bailar con una pareja, fijo que me contrata.

Soñé una cosa bonita,

qué cosa maravillosa.

Era una canción fetén para lucirse. Alegre y vivaz, como Mari Loli, que movía ágilmente los pies. Izquierdo adelante, derecho adelante, izquierdo adelante abriéndose, derecho adelante rotando. Mari Loli vibraba y notaba la vibración de su pareja. Aunque bailaban separados, de vez en cuando, él cogía la mano de ella y la atraía hacia sí. Mari Loli, casi apoyada en el pecho de él, se mareaba... de gusto. ¡Ay!, así no se bailaba la canción, así nadie iba a contratarla, pero ¡qué fantástico sentirse en los brazos de él!

Soñaba, soñaba que me querías.

Soñaba que me besabas...

Cada vez más a menudo, él repetía el gesto de enlazarle las manos y atraerla. Aunque, al principio Mari Loli intentó mantener las distancias, la lucha era desigual. Él tenía muchas ganas de acercarse y unos brazos como dos pilares, y ella tenía poca fuerza y bastantes ganas. Al final, pudieron más las ganas de los dos. Mari Loli se encontró a menos de medio palmo del hombre, respirándole la piel, y la camisa, y... Olía de una forma estupenda. ¿Quién hubiera podido resistirse a un olor como aquél? Mari Loli, no. Recostó la cabeza sobre el pecho de él y se emborrachó, por primera vez en su vida, con todas aquellas fragancias. Al decirle su nombre, no se reconoció la voz. Le temblaba, como su cuerpo. Suerte que Manolo, así dijo llamarse, la aguantaba sin vacilaciones. Mari Loli se sentía perdida. ¿Qué le estaba pasando? Se habían desplazado hacia un rincón de la pista, bajo uno de los globos de espejitos, y les caían encima los rayos de luz, irisados, como de nácar. Ya no bailaban, apenas se movían muy suavemente al compás de la música. Manolo, que hasta entonces la había cogido por los hombros, movió las manos. Mari Loli las notó en su cintura. No las veía, pero las imaginaba muy bien: grandes, fuertes, de color canela como el resto del cuerpo. ¡Lo que debía de ser tener un dedo de esas manos resiguiendo los labios de una! Y si encima el dedo estaba húmedo. Y si además el dedo empujaba los labios y entraba en la boca y le tocaba la lengua... Los pelillos de la nuca de Mari Loli estaban erizados. ¿Y tener las dos manos sobre la espalda? ¿Y más abajo, más abajo, más abajo? Los pezones de Mari Loli estaban duros, pequeños, puntiagudos. Después de que ella confesara sus dieciocho años, Manolo le dijo que tenía veintitrés, y estrechó el abrazo. Mari Loli notaba todo el calor del cuerpo de él entrando en su piel. Tuvo la sensación de fundirse, como si los dos cuerpos formaran un solo bloque. Manolo le puso las manos sobre el pecho y ella le acarició el pelo. De pronto encontró los labios de Manolo sobre los suyos. Estaban algo húmedos, eran blandos y resultaban más dulces que todos los San Franciscos del mundo y del cielo juntos. Casi en seguida, la lengua de Manolo empujó con fuerza y ella la encontró en su boca. Las dos lenguas se enroscaron furiosamente, como si aquello fuera lo único realmente importante bajo los reflejos de nácar.

Se durmió de puro cansancio, sobre la almohada todavía húmeda, y no supo a qué hora había regresado Manolo, por fin, de comprar los malditos cigarrillos.

—Manolo, tenemos que hablar —le dijo.

Había tardado una semana en decidirse a hacerlo.

Manolo seguía poniendo cara de bobo sentado frente al televisor.

—¿Me oyes? Tenemos que hablar.

Manolo la miró con aire de oírla por primera vez. Con desconcierto.

—¿Hablar? ¿Hablar de qué?

—De nosotros.

—¿De nosotros?

Ésa era una táctica de Manolo. Si algo le provocaba enfados atroces era tener que hablar de sentimientos y, por tanto, nunca le apetecía. Entonces, se hacía el idiota.

Mari Loli se lo tomó con calma.

—De nosotros, sí —respondió ella sentándose a su lado en el sofá y accionando el mando a distancia, al primer anuncio—. Bajo el sonido, ¿eh?

—Bueno, y ahora ¿qué te pasa? —preguntó Manolo, con hastío.

—Que quiero hablar; ya te lo he dicho —contestó ella en un tono agresivo.

Manolo le lanzó una mirada torva.

—No te me pongas borde, ¿vale?

Mari Loli suavizó el tono. Si empezaban de ese modo, acabarían peor.

—Que... que quería preguntarte si...

—Oye, vamos, acaba de una vez.

—Que si te has enamorado de otra.

Lo contempló fijamente para pillarlo en un renuncio, pero Manolo, como si fuera de mármol. No movió ni una ceja. Al fin dijo:

—Pero ¿qué mamonadas son ésas? ¿Ahora vas a empezar a darme ese latazo?

—Yo sólo he preguntado.

—Eso es lo malo. Ya estás como todas.

—Hombre, tengo motivos para pensarlo.

—¿Ah, sí? ¿Qué motivos?

—Por ejemplo, éstos —le respondió mostrando las dos entradas La Paloma.

Lo miró otra vez, sin perder comba. A ver si pescaba algo. Pero, no.

Manolo rió casi sin ganas.

—Hay que ver la que estás organizando por esta chorrada.

—¿Chorrada dos entradas a una sala de fiestas para una noche en que llegaste a casa de madrugada?

—Verás... —Manolo hizo una pausa. ¿Estaría inventando una excusa?—, celebrábamos una fiesta con algunos compañeros de Espidi. Yo pagué la entrada de la telefonista. Por eso estaban las dos en mi bolsillo.

Mari Loli lo escuchaba sin creerlo, pero con muchas ganas de poder hacerlo.

—No me habías dicho nada de esa fiesta.

—Mujer, como si tuviera que ir contándotelo todo. Además, que seguramente te avisé de la juerguecita, y luego lo olvidaste.

Ella seguía sin darle crédito.

—Bueno. Por la cara que pones ya veo que no me crees. Pues, mira, vamos a llamar a José Antonio. Él te dirá que es verdad.

—También se lo puedo preguntar a Angelines, si a eso vamos.

Manolo ladeó la cabeza. Luego añadió:

—No creo que ella sepa nada. José Antonio no pudo ir porque estaba de servicio. Lo llamamos.

Manolo se levantó y se dirigió hacia el teléfono.

Aquel gesto sí le pareció a Mari Loli una señal.

—Vale, vale, te creo. No sé, yo pensaba que...

—Ahí le has dado. Eso es lo malo de las tías: que pensáis demasiado. Siempre os andáis comiendo el tarro con memeces. Y claro, luego, nosotros pagamos el pato.

—Hombre, Manolo, yo...

—Que me dejes terminar, que aún me queda por decir. Lo que pasa es que las tías sois un coñazo: que si me quieres, que mírame, que nunca me dices nada, que si te gustan más las otras... —resopló—. Tonterías. Lo que yo te diga. Que si no tuvierais la cabeza a pájaros, nosotros, los hombres, viviríamos más a gusto.

Estuvo unos días más tranquila, diciéndose que vaya follón había organizado, al fin y al cabo sin que viniera a cuento. Tenían razón Manolo y Estrella. Las mujeres —algunas— eran un poco merluzas, siempre pendientes del amor, como si no hubiera otras cosas en la vida. Hasta le dieron ganas de cantar, del peso que se había quitado de encima. ¡Qué alegría! Todo eran figuraciones suyas.

—Mama, qué contenta estás.

—Ya ves, reina.

Se sentía ligerita como una pluma, como si hubiera perdido peso. Hasta los niños, la casa y Cadena Dos se le antojaban una carga menos pesada. Aunque, algunas veces, una sombra le cruzaba el pensamiento y la dejaba con mal cuerpo sin que supiera por qué. ¿En qué debía de haber estado pensando para que se le hubiera puesto otra vez el pecho de blandiblú? Otras veces, miraba a Manolo y sentía un cierto resquemor. ¿Le habría dicho la verdad? Bueno, vamos, vamos, se decía. No se podía poner pava o Manolo tendría motivos para enamorarse de otra. Pero, cuando pasaba por delante de la cazadora o de la chaqueta, no resistía la tentación de meter la mano en los bolsillos. Y, ¡qué alivio!, nunca encontraba nada. Hasta que un día, al abrir el cajón de la ropa interior de Manolo, sus dedos tocaron algo duro en el fondo. Era un paquetito pequeño, de un tamaño no mucho mayor que una compresa plegada. Envuelto en un papel rosa pálido, con una etiqueta dorada en la que se leía: Joyería Bertrán. ¡Anda! ¿Me ha comprado un regalo?, se dijo. Con la ilusión, se le puso la piel de gallina. A lo mejor era para quitarle el mal sabor de boca por las entradas a La Paloma.

No tardó más de unas horas en darse cuenta de su error: el paquetito de la joyería no era para ella. Por la noche, Manolo dijo que salía, que volvía en unas horas. Ella, con una sospecha engordando su pecho, fue a hurgar en el maldito cajón de la cómoda. El paquetito había volado. Dos días más tarde, Manolo le dijo que tardarían más de lo previsto en poder comprar el nuevo microondas que tanta falta les iba haciendo. Fue como si el techo, fulminado por la dichosa aluminosis, se hubiera desplomado encima de Mari Loli. Aunque, a decir verdad, tampoco fue una sorpresa descomunal. En algún sitio perdido de su cerebro, muy escondido, lo había sabido siempre: Manolo tenía novia, a pesar de que lo negase.

—Oye, mírame —le dijo unos días más tarde Manolo entrando en la cocina y acercándole mucho la cabeza a los ojos—. ¿Qué tengo ahí?

—¡Ay, hijo! No veo nada.

—¿Cómo vas a ver si todavía no te he dicho dónde tienes que mirar?

Mari Loli le dio la espalda y movió el mando del quemador para reducir el gas.

—Aquí —señaló Manolo.

Mari Loli lo puso debajo de la luz y le examinó un pedazo de piel detrás de la oreja derecha.

—Me escuece. ¿Qué es?

Mari Loli tardó unos instantes en responder. ¿De dónde salía ese olor? No el de caldo. Ese otro olor fresco, como de colonia joven, verde, poco pesada.

Mari Loli se le acercó más. Parecía que fuese a darle un beso, pero en realidad lo estaba oliendo. ¿Se habría echado colonia? No. Más bien parecía que se había arrimado a alguien que la llevaba y se le había pegado a su piel. De modo que ésa era la colonia de la otra. ¡Joder...!

—Bueno ¿qué es?

—Un granito —contestó ella—. Nada importante. No lo toques.

—Que sí, venga, el miércoles por la tarde —acabó Mari Loli en un suspiro.

Lo que Angelines quisiera, vaya. Necesitaba hablar con ella, porque, si no, pronto le estallaría el pecho de tanta pena, rabia y angustia acumulada. ¡Una no era de piedra! Aunque algunas veces le hubiera encantado serlo. Una conversación con Angelines no le resolvería la vida. A lo peor, ni siquiera le servían sus consejos. Pero seguro que su amiga la escuchaba con interés y cariño.

Colgó el teléfono de los vestuarios y se dirigió a su puesto en la caja.

—¡Buenos días, chicas! Aquí me tenéis de nuevo: Toni Cadenas, el delirio de las nenas. ¿A que me habéis echado de menos?

Sin dejar de reponer productos en la zona de droguería, Florita lanzó una mirada torcida al recién llegado. Con un ojo en la caja registradora y el otro sobre su compañera, Mari Loli se preparó para la declaración de guerra. Siempre estaban con lo mismo aquellos dos. En cuanto se veían, andaban a la greña. Mari Loli no sabía por qué Florita le tenía tanta hincha al representante de pastas El Conejo. ¡Valiente nombre, las benditas pastas! Le iba al tipo que ni pintado. Y él, claro, le sacaba partido. Con lo que le iban la marcha y las mujeres y las farras... Era simpático. Siempre estaba de broma. Pero Florita se tomaba las chanzas de la peor forma posible.

Mari Loli vio que la chica balanceaba lentamente algo sobre su dedo. ¿Qué era...? ¡Jolín! ¡El tangacereza! Cómo le gustaba a Florita exasperar al Delirio. Pues ella, a lo suyo. A pasar los productos por el lector del código de barras, a cobrar, a devolver cambio... Como si aquellos dos no existieran. Ya tenía bastantes problemas con Jooose para buscarse otro más.

Mari Loli se puso un puñado de kikos en la boca.

El tangacereza se mecía suavemente sobre el índice de Florita. Lo tenía sujeto por la parte más estrecha, la trasera. Era tan delicado que parecía una mariposa. La chica miraba al Delirio con una mueca a medio camino entre la burla y el odio. Parecía decir: acércate y verás.

El Delirio se aproximó bastante. Luego, más. Y aún un poco más. Cuando estaba ya casi tocándola, a ella y su tangacereza, en el pasillo de droguería apareció Jooose. La escena quedó congelada: el tangacereza colgaba flácido del dedo inmóvil de Florita. A pesar de hallarse tan cerca, el Delirio no hizo ningún gesto. Jooose fue el único que se movió.

—Venga, Cadenas, que llevo cinco minutos esperándote.

Florita se dio la vuelta con rapidez y devolvió el tangacereza a la estantería. Mari Loli vio al Delirio abrir los labios para soltar algo que sólo Florita pudo oír. Mari Loli podía suponer alguna burrada.

—Anda. Al despacho, que no tengo tiempo que perder, Cadenas —insistió Jooose, lanzando una mirada aviesa a la espalda de Florita.

Cadenas también lanzó una mirada al trasero de Florita, aunque de un calibre distinto. Mari Loli estaba de acuerdo con la opinión que expresaban los ojos del Delirio, porque el uniforme, sabiamente estrechado y alcorzado, marcaba bien las curvas de la cajera y sólo quedaba unos centímetros por debajo de su ropa interior; las piernas siempre bien a la vista. Y las de Florita eran largas, largas, largas, como si nunca fueran a terminar. Hasta los zuecos blancos de trabajo tenían un aire gracioso en los pies de Florita. Bueno, quizás era porque los llevaba no reglamentarios, o sea, con unas plataformas que mareaban. ¿Sería por una chica como ésa por quien Manolo había perdido la chaveta? Mari Loli sacudió la cabeza, dispuesta a no permitir un nuevo asalto de sus pensamientos obsesivos. Se frotó la nuca para hacer desaparecer la tensión que, de nuevo, empezaba a anidar allí. ¡Cómo le dolía...!

Los dos hombres desaparecieron por entre los cepillos para el pelo, las cremas suavizantes y los champús de uso frecuente.

Aprovechando una calma en la caja, Florita se acercó a Mari Loli.

—¡Qué salido, el mamón!

—Hija, Florita, no es para tanto.

—¿Que no? Tú todavía no te has enterado de quién es éste. Un cerdo de campeonato, te lo digo yo.

—Mujer, tampoco es de extrañar que te diga lo que te dice, yendo tú como vas.

—¡¿Cómo voy yo?!

Mari Loli ya conocía los arrebatos de mal genio de su compañera, pero esta vez parecía más subido de tono.

—Bueno, déjalo. No nos vamos a enfadar por esa bobada.

—¡No! ¡Déjalo, no! Que tú todavía no te enteras de la película, guapa. Si lo que quieres decir es que voy muy corta y muy ceñida y con un pelo extravagante que se ve a diez kilómetros de distancia, te voy a dar la razón. Voy así porque me gusta, pero eso no da permiso a ningún gilipollas para meterme mano o decirme lo que le pase por el pito. ¿Lo entiendes?

—Sí.

—Vamos a ver, Mari Loli. ¿Te imaginas tú que nosotras, las tías, nos pusiéramos en plan salido cada vez que vemos a un cachas con camiseta sin mangas, de esas que dejan los bíceps al descubierto? ¿O a uno de esos que van con unos vaqueros que más parecen guantes que pantalones? Pues irán como les da la gana, ¿no? Y nosotras no tenemos por qué creer que todo el monte es orégano. ¿O tú lo crees?

No. Qué se iba a creer una..., si lo tenía delante de las narices en casa, si dormía a su lado, si parecía un anuncio de ropa interior, y ella sin creer que todo el monte fuera orégano. Ni todo ni siquiera una pizquita, vamos.

Mari Loli notó otra vez el pecho de blandiblú y, luego, una opresión que no la dejaba respirar bien. Se zampó otro puñado de kikos.

—Además, eso sería como si tú te tirases sobre cualquiera de esas pijas que vienen por aquí y le arrancases a bocados su anillo de brillantes. ¿O los brillantes de marras no son una provocación? Pues, oye, en el juicio la culpa te la echarían a ti, no a ella por llevar una provocación en el dedo.

—Bueno, hija, pero no te acalores, que no vale la pena.

—Vale. Pero ¿me has entendido?

—Que sí, claro.

Era verdad que la había entendido. Lo cierto era que nunca lo había visto de esa forma. Mari Loli inspiró con fuerza para que el aire le llegara a los pulmones. Luego empezó a respirar con más regularidad.

—Ahora va a venir a por ti —la avisó Florita.

—Bueno. A mí no me importa, hasta me parece simpático.

Florita le guiñó un ojo. Ya se le había pasado el cabreo. Ella era así. Florita se fue a las estanterías a seguir con la reposición de productos y Mari Loli aprovechó para limpiar con glásex la cinta transportadora. Miró la hora: faltaba una para salir y más de dos para la reunión con la tutora de Manu. Total, para que le dijera que el chaval era un caso perdido, que no tenía remedio. Eso ya lo sabía ella. Para eso no necesitaba perder el tiempo en el instituto. Lo que le hubiera gustado era que la tutora le diera alguna solución. ¿Cómo lo controlaba si a ella, su madre, no le hacía el más mínimo caso? ¿Cómo conseguía que estudiase un poco, no se metiera en líos o no destrozase cabinas de teléfonos —la última diversión de su basca, según tenía entendido—? Claro que a lo peor la profesora sólo le contaba paparruchas, como ésa de que en la adolescencia todos se ponían así. Pues ella no veía que todos los chavales de esa edad estuvieran como el suyo. Una cosa era que fueran un poco alocados, y la otra que tuvieran la mala idea de su Manu. Aquel crío llevaba un demonio en el cuerpo.

—Adivina quién te dio, que la mano te cortó.

Oyó esa cantilena a la par que sentía una mano revoloteando cerca de su trasero, como midiendo distancias, explorando espacios, calculando si iba a ser bien recibida o no.

Mari Loli se dio la vuelta.

—Toni, las manos quietas.

—Ay, nena, si tú quisieras... —suspiró Toni.

Mari Loli lo observó. No era guapo, desde luego, pero tenía tanto desparpajo que resultaba salado. Claro que lo del desparpajo lo decía ella, que en cambio Florita estaba harta de llamarle fanfarrón. Y su mayor bravuconada, la de creerse el delirio de las nenas. ¡El delirio de las nenas!, repetía Florita arrastrando las palabras y con una mueca de desprecio en los labios. ¿Con qué se imagina ese imbécil que podría encandilarnos? Pues tan mal no estaba, pensaba Mari Loli. Ahí lo tenías, por ejemplo. Vestido con bastante gusto. Mujer, no era la moda que le iba a Florita, claro que no. A ella, la enloquecía su Pepe con sus chupas de cuero, sus botas militares, sus vaqueros de pitillo y sus pelos largos recogidos en una coleta que le llegaba a media espalda. Que los traía demasiado largos, en opinión de Mari Loli; a veces incluso recogidos en una coleta colgando hasta media espalda. A lo que iba, Toni vestía muy fino: una chaqueta de solapas grandes, a cuadros azules y amarillos de tamaño medio, un pantalón granate, una camisa de color vainilla y una corbata salpicada por muchas manchas de colores. Tenía unos ojillos pequeños pero alegres: reían al mismo tiempo que su boca. Cuando soltaba la primera carcajada, ya se arrugaban y achicaban, como acompañando el gesto.

—Estás como un tren, Mari Loli.

—Venga, ya, Toni; si tendría que ponerme a dieta... —le dijo Mari Loli con zalamería.

—¿A dieta? Si estás buenísima así.

Mari Loli se esponjó, se sintió... se sintió una mujer. Llevaba tanto tiempo siendo transparente para Manolo... La sorprendía que un hombre la estuviera viendo y hasta le echase un piropo. ¡Ayseñor! Por ser tan majo y ponerle la moral a flote, le hubiera dado un beso a Toni. O le hubiera revuelto un poco el pelo.

No hizo nada de eso. Se metió un puñado de kikos en la boca y le sonrió amablemente. Toni se acercó bastante, pero no lo suficiente para que ella pudiera llegar a notar su olor. ¡Lástima! Le habría gustado saber a qué olía. Ya no había tiempo para eso: en un instante en su caja, la rápida, se había formado una cola muy larga. No podía despistarse. Mari Loli hizo un gesto con la cabeza a Toni Delirio, que adiós, anda, que tengo faena. El Delirio se fue con la sonrisa puesta, para variar. Satisfecho de él y de la vida en general.

—¿Cómo vas, nena? —le preguntó Flori, que había sustituido a Julita en la tres.

—Bien. ¿Y tú?

—Verás: el descansito de reponer productos siempre viene bien. Como una va a su ritmo...

Se calló en seguida porque las clientas no daban un respiro. Durante un rato, las dos pasaron productos por el lector del código de barras y cobraron sin decir nada. Mari Loli se zambulló de nuevo en sus pensamientos. Manolo. Manolo y la otra. La cama donde estaban Manolo y la otra. Los besos que se daban Manolo y la otra. El... ¡Bueno, vale, ya! Se puso dos puñados de kikos en la boca, masticó con rabia y mandó a Manolo y a la otra a tomar viento. Iba a dedicarse sólo a cobrar y a observar a las clientas. Como a ésa, que sólo aparecía por allí para comprarse un paquete de galletas tipo digesta. A juzgar por el ritmo de compra debía de darle a las galletas como quien le da al alcohol. Y, sin embargo, ¡menuda pinta de tranquilidad y vida plácida tenía Digesta...! Seguro que todo le sonreía.

—Tu hora, nena —le sopló Florita desde la tres.

Mari Loli echó un vistazo al reloj mientras esperaba que la mujer le pagara las galletas. ¡Cómo volaba el tiempo, jobar! Tenía que cuadrar caja en cinco minutos.

—Por cierto, ¿has llamado ya al programa de la tele, a «Usted es nuestra estrella»?

—No.

—¿Y a qué esperas, mujer? ¿Quién sabe si no será tu gran oportunidad?

—Más adelante. Ahora no, que no estoy de humor.

—Tú sabrás —respondió Florita.

Mari Loli se metió los dos últimos puñados de kikos en la boca, dejó caer la bolsa vacía en la papelera y, aprovechando que el de detrás de Digesta había vacilado, tiró la cadena, cortándole el paso.

—Vayan a la otra caja, por favor. Ésta se cierra.

Al salir de Cadena Dos pasó por donde Luis. La puerta metálica de la carnicería estaba a medio levantar. Mari Loli se agachó y, con dificultad, se coló por debajo. Aún no estaban todas las luces encendidas.

—¿Hola? —en seguida contuvo la respiración.

Luis debía de andar metido en la cámara, sacando el género, por eso no la oía.

No pudo aguantar más la respiración; tuvo que abrir la boca. El tufillo dulzón de las piezas de carne que ya descansaban sobre el mostrador le entró por los agujeros de la nariz y le subió por la chimenea, arremolinándose y cosquilleándole las paredes. Siempre tardaba un par o tres de minutos en adaptarse al olor. Carne muerta. Sangre roja y seca. Almíbar rojo.

Se encendieron todas las luces.

—¡Mari Loli!

¡Pero qué amable era aquel hombre! Siempre la recibía como si fuera una de las personas más importantes del país. ¿Trataría a todo el mundo con la misma dulzura? Quizás. Como era tan encantador... El caso era que ella se sentía como una reina en la carnicería de Luis. ¡Mari Loli!, le soltaba siempre con esa ternura que parecían rezumar no sólo su boca sino sus ojos y sus manos, y a ella se le metía exactamente por detrás de la nuca, como si alguien le hiciera cosquillas con una pluma. Hombres tiernos como ése no había, desde luego. Lástima que fuese tan viejo. Porque debía de estar en los cincuenta...

—Espera —le dijo.

Salió de detrás del mostrador y entró otra vez en la cámara. Desde que murió su mujer —ya iba para cuatro años—, llevaba la carnicería él, sin ayuda de nadie. Decía que no quería meter a desconocidos en su tienda. Que él se apañaba bien. Pues no diría ella que no, pero vamos, con otra persona hubiera estado mejor. Porque, a ver, ¿quién vigilaba la tienda mientras él estaba en la cámara? Si es poquísimo rato, mujer, contestaba él, cuando Mari Loli le advertía. ¿Y el reparto de pedidos? Porque en aquel barrio las mujeres estaban muy mal acostumbradas. Que si súbame esto, que si lo otro... Había mujeres que parecían nacidas para marquesas, ¿verdad?

—Mari Loli, guapa —le dijo enseñándole un paquete que dejó en la superficie del cristal protector, sobre la carne expuesta—, mira lo que te he guardado.

Desenvolvió el paquete. ¡Caray! ¡Un redondo de ternera ideal! Bonito y grande. Vamos que con aquello tenía para dos días de asado, y el resto para mezclar con un poco de pollo y hacer croquetas.

—¡Ay!, Luis, no sé qué decir.

—Pues no digas nada, mujer.

—¿Me dejas que te pague algo, por lo menos?

—Ni hablar, ni hablar. ¿Acaso me lo habías pedido? No, ¿verdad? Te lo he guardado yo porque he querido.

¡Qué buen tipo era Luis!

Luis sonrió con dulzura y la miró con esos ojos claros, de ese azul despintado, bajo las pestañas tan rubias, casi invisibles. Su boca, apenas coloreada, sonreía blandamente, pendiente de lo que ella dijera. Su piel también era muy blanca, casi lechosa. El pelo rubio y con bastantes canas.

El carnicero ladeó un poco la cabeza, como si quisiera escucharla mejor. O como si le hiciera una carantoña a distancia, sin tocarla. Era verdad que sus ojos y su forma de hablar acariciaban. Pero acariciaban sin pasarse un pelo. No como el chulo del Delirio. Luis era más fino, aunque también mucho menos divertido, claro.

—Pues muchas gracias, Luis, no sabes lo bien que me viene.

Luis hizo un gesto, para quitarle importancia. Luego preguntó:

—¿Para casa ya?

—Hoy no.

El carnicero se extrañó.

—¿Y pues?

Mari Loli movió la cabeza con preocupación.

—Tengo que hablar con la profesora de Manu.

—¿Hay problemas?

Mari Loli suspiró.

—Ya sabes. Lo de siempre. Que no da un palo al agua. Que a menudo no va al instituto. Que se junta con gentes poco recomendables.

—Vaya. Lo siento.

—No sé qué voy a hacer con él. Te juro que por las noches no puedo ni dormir... aunque no es sólo por eso.

Luis ladeó un poco más la cara, como si la animara a la confidencia. Pero ella no se decidió. No podía hablarle del cuelgue de Manolo. No le tenía suficiente confianza al carnicero. Le había hecho algunas confesiones —Diego y las drogas, Manu y su afición a las actividades perversas, María y ...— pero, el problema con Manolo... eso no se atrevía.

Luis no insistió. ¡Menudo era él! Se dio cuenta de que Mari Loli no estaba por la labor y no fue más allá. ¡Chapó! ¡Qué ojo tenía para saber cuándo una quería hablar y cuándo no! Se puso otra vez en lo del chico.

—¡Bah! No deberías preocuparte tanto por lo que hace Manu en el instituto. Quizás tienen razón sus profesores, que está en la edad del pavo.

—... no sé yo, Luis, las que estaban todo el día a vueltas con la adolescencia eran la profesora del año pasado y la del otro.

—A lo mejor es porque el chaval se aburre con los estudios. Oye, que no todo el mundo tiene que servir para los libros, ¿no?

—No... supongo. Yo no servía —dijo Mari Loli como distraída, aunque lo escuchaba.

—Toma. ¡Ni yo! Y, sin embargo, me gusta leer. Ves, tú.

No. Ella nunca se lo hubiera figurado, pero, ahora que lo decía, no lo veía tan raro. Casi lo podía imaginar: sentado en un sillón orejero, con una lamparita de pie encendida y las gafas de ver de cerca —porque con lo viejo que era, seguro que ya las necesitaba—, quizás un gato a los pies...

—Mira, a lo mejor le convendría trabajar —le sugirió, provocando un desvanecimiento de aquella imagen tan casera y tranquila.

—Pues no le queda nada... —dijo ella, desalentada.

—¿Le queda mucho?

—Terminar este año, y todavía otro más.

Luis se quedó pensando unos instantes. ¡Jope! ¡Qué interés ponía el hombre en buscar una solución! ¡Ojalá el padre de la criatura se hubiera preocupado tanto!

—A lo mejor podría trabajar durante el día, y por la noche, estudiar.

—No sé yo si se puede hacer —contestó Mari Loli.

—Se lo preguntas hoy a la profesora. ¿No te parece?

—Vale. A lo mejor llevas razón.

Mari Loli consultó el reloj. ¡Anda! Aún llegaría tarde a la entrevista.

—Me voy.

Al llegar la despedida nunca sabían muy bien qué hacer. Parecía raro marcharse así, por las buenas, sin ningún acercamiento. Pero a Mari Loli no se le atinaba qué hubiera sido lo normal. Darle la mano quedaba muy envarado; demasiado puesto. Un beso hubiera sido pasarse, ¿no? Si no se conocían de nada... Además, que le daba un no sé qué pensar en estamparle un beso en mitad de la mejilla. Seguro que la carne se le había empezado a poner blanduzca por la edad. Así que, como siempre, se miraron un poco más fijamente que unos segundos antes, se dijeron adiós y Mari Loli fue a salir de la tienda.

—Espera, mujer, que te subo la puerta —dijo Luis, apartándola suavemente por el codo.

Dobló su espalda bajo la puerta metálica para ayudarse a subirla.

—Hale, adiós —se despidió ella otra vez.

Salió a la calle, mientras él permanecía en la entrada.

Mari Loli se acordó del chucho justo al entrar en el vagón del metro. ¡Maldita perra, maldita perra, así le pasase un camión por encima que la dejara planchada! Se puso de mal humor, al imaginarse la escena. Como nadie había ido a casa para sacarla a mear, la perra se habría ya orinado sobre el sofá, que sólo eso le faltaba a la cretona... Claro, cuando Manu fuera a meterse en la cama, estarían mojadas las sábanas y la manta, habría que poner ropa limpia, tirar la meada a lavar, en fin... ¡Y todo por culpa de una tarde familiar en el centro comercial! Y, sobre todo, culpa de la tutora de dos años atrás empeñada en que la perra podía ser la solución para acabar con la hijoputez incipiente de Manu. Que al estar chaveta por la perra, se iba a ocupar de ella y, así, sentaría la cabeza de una vez. Pero no tuvo razón. Lo único que sentó fue su real culo; la cabeza la siguió teniendo pa’llá, pa’llá, cada vez un poco más. Maldecía aquella tarde de sábado en que habían ido al centro comercial toda la familia. Estuvieron mirando tiendas y luego se compraron unos helados de cucurucho y, para comerlos tranquilamente, se pararon junto a uno de los bancos metálicos, de espaldas a la autopista. Se acababan de sentar y la vieron, aunque entonces no sabían que era una perra, pues no se veía si era macho o hembra. Venía del centro, con un trotecillo corto, bastante decidido. Pasó por delante de ellos con la cabeza alta, la cola tiesa y un aire como de saber muy bien qué quería y adónde iba. Pero, en realidad, no tenía la más pajolera idea, el maldito chucho. Se fue a cruzar la autopista tan tranquilamente, igual que si fuese suya. Todos se dieron la vuelta en el banco.

—Lo van a hacer puré —dijo Manolo, con un tono tal que parecía anhelar ver cómo la rueda de un camión lo pulverizaba.

Antes de que nadie pudiera decir ni mu, Manu se tragó el resto de su helado de fresa, agarró el capazo de la compra y salió disparado hacia la autopista. El chucho saltó la valla protectora y el chico, ¡fiu!, detrás.

—¡Manu! —Manolo pegó un alarido histórico. Lo debieron de oír en media ciudad.

La gente dejó de pasear y se paró a mirarlos.

Mari Loli se quedó sin habla. Quiso gritar, pero no le salió nada: el berrido se le atoró en mitad de la garganta, mezclado con el helado de chocolate y el horror.

Si la abuela llega a estar allí, hubiera dicho que era cosa del ángel de la guarda. Porque era para no creerlo: no le ocurrió nada. Mari Loli, que nunca había creído en ángeles ni en milagros, opinó que lo de Manu en la autopista había sido mucho mejor que el bote de la primitiva. Valiente chiripa, que por aquellos tres carriles de tráfico infernal no hubiera pasado ningún coche justo en aquel instante. Y decidió que a su hijo, por muy pedorro que empezara a ponerse ya entonces, lo quería, lo quería y lo quería.

Manu había tirado el capazo sobre el bicho, lo había atrapado, había arrastrado el cesto hacia él, había cogido al chucho en brazos y había saltado la valla protectora otra vez, ahora en dirección opuesta a la autopista.

Se acercó con la perra en brazos. Manolo se adelantó y le largó tal tortazo que por poco se cae el niño al suelo. Eso sí, sin soltar a la perra.

—Por imbécil —fue lo único que dijo Manolo.

Mari Loli se acercó al chaval y le dio un beso.

—¡Qué susto me has dado! —y luego le dio un empujón, antes de añadir—: ¿Vas a hacer el favor de mirar por dónde vas? ¿Quieres acabar en el hospital? ¿Eh, eh? Ni que tuvieras tres años, caray.

Manu se había arrodillado, había dejado a la perra en el suelo, se había sacado un cordel del bolsillo y había empezado a anudarlo al cuello del animal. Mientras, éste aprovechaba para lamer los restos del helado de María, que, con el espanto, lo había dejado caer.

El perro no era muy grande, de pelo duro y áspero de color canela y ojos color mostaza. Parecía simpático. Si lo llega a saber... Si hubiera adivinado que estaba como un cencerro, no se lo lleva a casa por nada.

—¿Dónde te crees que vas con el chucho? —preguntó Manolo.

—Se viene a casa con nosotros.

¡Oye!, el animal, como si supiera qué tenía que hacer para camelar a Manolo, se arrastró hasta sus pies y empezó a lamerle los zapatos, hasta que el otro se ablandó y dijo:

—Bueno, pero sólo el fin de semana. El lunes lo largamos a la calle.

Pero el lunes hubo prórroga. Ya no recordaba a santo de qué. El martes llegó Manu con el nombre de la perra: Escáner. Un nombre aprendido en la clase de informática, dijo. El miércoles, reunión con la tutora, que se empeñó en que una responsabilidad como ésa iba a ser ideal para el crío; lo que le estaba haciendo falta.

Acabó por convencerla. Además, era verdad que Manu, desde el aterrizaje de Escáner en la casa, estaba más tranquilo, como más persona. Bueno, a ver qué duraba... Duró poquísimo; en cambio, la perra parecía ya para toda la vida.

Mari Loli llegó a la hora en punto a la reunión con la tutora. Esta vez, Manu la había armado gorda. Él solo, no. Ayudado por unos cuantos gamberros de su curso. Mari Loli no estaba segura de que fuera un gran consuelo saberlo acompañado. Bueno, pues, habían entrado en el instituto cuando no había nadie. ¿Cómo? Habían forzado la puerta principal y la puerta de administración. Una vez dentro, habían buscado sus fichas en los archivos, las habían sacado y las habían quemado. Luego, habían dejado unos dardos clavados en la pared sobre las fotos de algunos profesores.

Ya de vuelta, andando por la acera al final de la cual estaba su bloque de pisos, Mari Loli todavía se sentía aturdida. Caray, con el cabrón de su hijo. Esta vez sí se había metido en un buen lío.

Cuando casi estaba llegando a su bloque, vio a sus dos hijas en la calle. La mayor, comiendo pipas y charlando con sus amigas. La pequeña, sentada en un parterre en el que nunca se plantó otra cosa que zurullos de perros. Dejó de preocuparse por Manu para abalanzarse sobre Anabelén, que comía tierra con fruición.

El suelo estaba sembrado de servilletas de papel arrugadas y de palillos planos de los usados en las tapas de aceitunas. De vez en cuando, la máquina tragaperras soltaba una musiquilla pegadiza. En la cocina, tras el mostrador, freían pescaditos en aceite demasiado caliente. Mari Loli se resignó a llevar consigo al salir del bar ese tufo. Se sentó en una de las sillas de formica marrón y apoyó los codos en la mesa, también de formica marrón.

—¿Qué va a ser?

—Una cerveza y unas patatas bravas, y limpia la mesa, ¿quieres?

El otro cogió una bayeta de color alademosca y distribuyó el pringue más uniformemente.

Angelines apareció despendolada.

—¡Uf! —se quejó suavemente mientras retiraba una silla—. Para un día que tú y yo quedamos, me piden que haga una suplencia. Y no sabes lo que he tenido que correr... Mari Carmen ha llegado tarde. Me la juega muchas veces esa tía. Claro que, a mí, me da pena, porque como tiene dos críos tan pequeños, pues, ya se sabe, debe de ir de cráneo. Entonces va y llega muchas veces a las quinientas. Hoy tenía excusa, la pobre, porque uno de los niños está malo; por esa razón he tenido que quedarme yo unas horas más. Así que ¡a fastidiarse! Porque no voy a dejar sola la centralita ¿verdad? Lo que yo digo, que tendría delito que un hotel como El Arte se quedara, aunque fuera media hora, sin nadie que contestara las llamadas. Encima, Micky se ha esfumado. Ése también... Cuando más lo necesitas menos lo encuentras. Que si he ido a comprar un paquete de tabaco para un cliente, que si he subido un ramo de flores a la cuatrocientos veinticinco, que si... Vaya gaitas. Lo que yo digo, el botones tiene que estar para un barrido y para un fregado. Pues, no. Él está para lo que él quiere. Total, que no le he podido pedir que se pusiera un rato en la centralita, para que yo pudiera irme a tiempo. En cuanto Mari Carmen ha asomado, yo me he apurado en salir y he venido zumbando...

Mari Loli aprovechó el respiro para preguntarle qué iba a beber.

—Una tila, hija, que, con tantas prisas, estoy de los nervios.

Pues, apañada estaba una si era la amiga quien venía de los nervios... ¿Cómo le contaba que ella estaba al borde del ataque? Se zampó dos patatas bravas de una tacada. Casi no le cabían en la boca.

Todo muy despacito, como ella siempre hacía las cosas, Angelines se quitó la chaqueta y la dobló hacia dentro, de modo que el forro era lo único visible cuando la dejó sobre el respaldo de una de las sillas. El forro era de una tela brillante de color azulón. La chaqueta, a juego con la falda, azul marino y sin solapa, se abrochaba con tres grandes botones dorados. Llevaba una blusa fina y muy brillante de color coral y, muy pegada al inicio del cuello, una cadenita de la que colgaba una letra A dorada. Bajo la blusa, se adivinaban sus pechos de pera, con los pezones todavía mirando al cielo.

Angelines se pasó las manos por el trasero para colocar bien la falda, y se sentó. Echó atrás su melena lacia para despejarse los lados de la cara, y la A dorada osciló sobre el hueco entre las dos clavículas.

—Bueno, ¿qué te pasa, niña? ¿Es Manu?

¡Manu...! Ojalá todos sus problemas fuesen el chaval... y eso que era más malo que un dolor. Mari Loli suspiró con fuerza, pero la cuerda del pecho le impidió notar el efecto del aire entrando en sus pulmones. ¿Cómo sería la mejor forma de empezar, de contarle que Manolo se había buscado novia y que ella andaba hecha polvo, destrozada? Notó que unas lágrimas amargas le bajaban por la nariz, se le asomaban a los ojos. ¡Caramba! ¿Iba a dar el espectáculo? Se mordió el labio, cerró con fuerza los párpados, retuvo el llanto y, al abrir los ojos de nuevo, vio la sonrisa tierna de Angelines animándola. Suspiró profundamente y, al expulsar el aire, dijo:

—Manolo está enamorado de otra.

Angelines soltó la cucharilla de golpe, y ésta, con su carga de azúcar, se hundió, ¡glups!, en el vaso de tila. La infusión desbordó. Angelines, que contemplaba a Mari Loli con los ojos exasperadamente engrandecidos y azules, bajó la mirada para ver el alcance de la crecida.

Mari Loli se metió otra patata brava en la boca mientras observaba el efecto del notición en su amiga. La había dejado completamente descolocada.

Angelines se concentró en la operación de recuperar la tila caída: decantó el plato sobre el vaso. Luego miró a Mari Loli:

—Mujer, ¿estás segura?

Mari Loli movió la cabeza, afirmando, mientras se comía otra patata brava. Entonces el calorcillo de la salsa picante y el del alcohol de la cerveza empezó a hacer su efecto. Se sintió mejor, capaz de contárselo todo.

Atacó por el principio: las mentiras, las ausencias, las llamadas, las dos entradas a La Paloma... Esperó a ver si Angelines decía que no, que lo de La Paloma había sido una fiesta de Espidi, pero inútilmente. Su amiga no lo negó.

Siguió: la ducha, la ropa nueva, el paquetito de la joyería.

—Ahora, para postres, la cajita de condones.

Tenía un paquetito de condones en el cajón de la ropa interior y, cuando salía para un rato, se llevaba uno sin preocuparse ni poco ni mucho de disimular.

Angelines la escuchaba con atención. ¡Ésa era su Angelines! Siempre dispuesta a ayudar, a hacer un favor, a estar por una, a consolar. Entonces, la gratitud empujó las lágrimas que Mari Loli había mantenido a raya hasta aquel momento.

—No llores, mujer —le pidió Angelines poniéndole una mano sobre las suyas.

Ese gesto y las palabras provocaron una crisis de llanto mayor. Mari Loli hipó.

—Venga, nena. Seguro que no es para tanto, ya verás.

Mari Loli sonrió entre las lágrimas, se sacó un pañuelo arrugado del bolsillo y se enjugó las mejillas.

Angelines le volvió a acariciar la mano.

—Además, tampoco es la primera vez, ¿no?

Mari Loli la miró sorprendida. ¿Que no era la primera vez? Pues claro que sí. Si lo sabría ella.

—Es la primera vez.

Angelines esperó con la cara ladeada y, como la otra no añadía nada, la reconvino:

—Pero ¿qué dices, Lolín? Pues no hemos hablado tú y yo pocas veces de lo bien que se lo montan tu Manolo y mi Pepe.

Mari Loli chascó la lengua. Ya estaba la pava de Angelines no entendiendo ni jota de lo que le contaba. ¿Qué tendrían que ver las churras con las merinas? ¡Que una cosa era un casquete y la otra, enamorarse, joder! Y esta vez Manolo se había colado por una tía. A ver si se enteraba, que no era tan difícil.

Se lo repitió.

—Entonces, ¿ahora te molesta y las otras veces, no?

No. Tampoco era eso exactamente. Pues claro que antes le sentaba bastante mal. No era gracioso imaginarse al propio marido con otra. Especialmente, cuando a una lo que le apetecía era cepillárselo.

—¿Me sigues?

Que sí.

Bueno, pues, lo que pasaba ahora era distinto, muchísimo peor, porque Manolo andaba con cara de estar completamente enamorado, con una pinta de colgado que pasmaba. ¿Cómo se iba a entender, si no, esa sonrisa de gilipollas que se le ponía en cuanto le daba por pensar con los ojos en blanco, como si estuviera en otro sitio?

—Mujer, a lo mejor son figuraciones tuyas...

—¡Qué van a ser figuraciones mías!

Y lo de las duchas, y las camisas nuevas, y la joya, y las entradas para ir a bailar, ¿qué? ¿Todo eso también eran figuraciones de una?

—Bueno, vale, a lo mejor llevas razón.

Claro que la llevaba, eso era lo malo. Eso era lo que la tenía tan amargada. Porque la ponía a morir la idea de que estuviera chaveta perdido por otra. Imaginar que pudiese dejarla para largarse con otra mujer, eso... Vamos, que no quería ni pensar en ello porque se mareaba, le daba un pasmo, le...

—Yo me mato si Manolo me deja.

Angelines boqueó del susto.

—Mujer, no digas esas cosas, que me das miedo.

—Bueno, pues lo mato. Sí, eso sería mejor: si me deja, lo mato.

—Pero qué te va a dejar, mujer...

Tal vez. Tal vez Manolo no iba a dejarla por otra. Pero dolerle, le seguía doliendo. En fin... A lo mejor no era como para desesperarse de aquella manera. Respiró ampliamente y notó que la cuerda del pecho se había desanudado. El aire entró sin dificultad en sus pulmones. ¡Ya era hora!

Mari Loli sonrió.

—Mujer, así me gusta —la jaleó Angelines—. Verás cómo estás haciendo una montaña de un granito de arena. Además, que ellos son así, qué se le va a hacer.

Mari Loli se sonó y la miró como diciendo: ¿son cómo?, aunque en realidad conocía al dedillo las ideas de Angelines. Los hombres son unos salidos, las mujeres, menos. Así que había que tragar. ¡Manda narices!

Mari Loli resopló. ¡Ay! Su amiga seguía con las mismas bobadas que de joven.

—Pero, bueno, Angelines, ¿alguna vez has tenido tú ganas de un revolcón? ¿Sigues convencida de que sólo a ellos les va la marcha? De verdad, no me lo puedo creer.

—Pues sí. Yo sí he tenido ganas, sólo que con Pepe... —Angelines hizo un gesto con la cabeza como indicando la falta de interés resultante del sexo en su matrimonio.

—Perdona que te lo pregunte, ¿tú te lo has pasado bien alguna vez durante los revolcones?

Angelines bajó la vista y sonrió tímidamente a su vaso vacío.

Mari Loli se comió otra patata brava. Se habían enfriado.

—Te voy a contar una cosa —dijo Angelines en tono de confesión.

Mari Loli bebió un trago de cerveza y se recostó en el respaldo de su silla, dispuesta a olvidarse de sus miserias por un rato.

—¿Te acuerdas cuando hace ocho años fui al ginecólogo porque no me quedaba embarazada?

¡Vaya, si se acordaba! Aquello fue la bomba. Lo fue no por ella sino porque su Pepe se puso salido de madre cuando se enteró de lo que había dicho el médico. Además, fue ella, Mari Loli, quien la acompañó aquella primera vez. Muerta de miedo iba la pobre, pero, con todo, había tomado la determinación porque quería un crío y no quedaba preñada. El médico dijo que deberían esperar unos días para el resultado de las pruebas. En fin, como ya las siguientes veces se vio capaz de ir sola, Mari Loli no la volvió a acompañar, pero sí se enteró del final de la historia. Angelines no tenía ningún defecto de fabricación, que eso era lo que su Pepe le largaba entre risotadas, de vez en cuando. El defecto de fabricación, si acaso, era de él. ¡¿Mío?!, parece ser que gritó su Pepe cuando se enteró de aquella sandez. Porque, ¿qué otra cosa podía ser sino una sandez, teniendo en cuenta que él era muy macho? Angelines procuró tranquilizarlo para arrastrarlo hasta la consulta del médico, a que viera si la cosa era grave o tenía arreglo. Pero su Pepe estaba como una fiera y no se callaba. ¡Qué se habrá creído ese mamón! ¡Valiente enteradillo, el medicucho! ¡Llamarme, a mí, mariquita!, se despepitaba el tío.

No hubo forma de sacarlo del cabreo, de modo que la pobre Angelines se quedó sin críos.

—Que sí, claro que me acuerdo, ¿pero qué tiene que ver una cosa con la otra?

—Sí, tiene. Verás: antes de ir al médico, cuando Pepe Antonio y yo hacíamos ñiqui-ñiqui no me daba gustito.

Mari Loli se metió la última patata brava en la boca, empujó con el pulgar una gota de salsa que le había salpicado la comisura y se dispuso a escucharla con mayor atención.

—Me quedaba quieta debajo de Pepe, cerraba los ojos y esperaba....

—¿Esperabas qué?

—No sé, hija... Esperaba pasarlo bien. Como tú. Siempre decías que era fenómeno, pero yo no le veía la gracia. Pepe me hacía daño la mayoría de veces.

—¿Cómo que te hacía daño?

—Chica, no sé. Daño. La tendría demasiado grande...

Mari Loli la miró con cara de lástima.

—O puede que fuera porque siempre iba a la suya. Vamos, que yo no me enteraba de nada. Encima me dolía. Además, luego tenía escozor y hacía pis cada poco rato. Empecé a pensar que a lo peor no me quedaba preñada porque no tenía gustito.

Entonces, contó Angelines con su voz lenta y perezosa, con la idea de poder tener un hijo, empezó a preocuparse por aprender. Y aprendió, sí, porque en una revista femenina descubrió que su cuerpo tenía un botoncito despiporrante y cómo ponerlo en marcha. Pero lo consiguió ella solita, nunca con la colaboración de su Pepe, que seguía yendo a su bola, sin mucho interés porque ella saliera de su ignorancia. De modo que cuando fue a que la visitara el médico, acabó por explicarle su problema. El ginecólogo la sacó del error. No tenían que ver los orgasmos con la preñez.

—Me quitó un peso de encima, ¿sabes?

Mari Loli lo suponía.

—¿Qué más ocurrió? ¿Fueron mejores los revolcones con Pepe, después de todo eso? —la animó a seguir, viéndola atorada.

Angelines sacudió la cabeza. La melena y la A doradas se balancearon suavemente.

—No —suspiró—. Siempre nos fue mal.

—¿Os fue? ¿Quieres decir que ahora nada de nada?

—No —Angelines cruzó el índice y el medio de la mano derecha—. Que dure, hija. No sabes cómo me alegro de que José Antonio ya casi nunca me lo pida.

Mari Loli la miró con la boca abierta.

—Él, por su lado. Yo, por el mío.

—¿Tú, por el tuyo? —repitió Mari Loli, incrédula.

—Yo con mis amores...

Mari Loli la observó, perpleja.

—... imaginarios, claro. Pero me lo paso bomba. Ni te lo figuras.

Desde luego que no. ¿Quién lo hubiera dicho? Vaya con la mosquita muerta de Angelines...

—Oye, cuenta, cuenta, que me tienes pasmada. ¿Qué haces? —pidió Mari Loli, acodándose en la mesa y sujetándose la cabeza con las palmas de las manos apoyadas en las mejillas.

¡Vaya lo que contó! Todo dependía del tiempo libre, sin su Pepe, que tuviera por delante. Con mucho, se lo montaba divino. Se compraba un ramo de flores y las metía en agua en un jarrón. Se preparaba un baño de espuma, se ponía un par de velas de color malva encendidas cerca de la bañera, junto al jarrón con el ramo, colocaba un marco con la foto de Carlos Amadeo...

—¿Carlos Amadeo?

—¿No me digas que no sabes...?

—Claro que sé. Ese cantante tan dulce, al que le tiembla la voz cuando canta esas canciones de amor —interrumpió Mari Loli—. Sólo que no me lo puedo creer. Si ese tipo es una momia.

—¿Una momia? —se ofendió la otra—. ¡Qué va a ser una momia! Un encanto, eso es. Además, tiene una voz...

Sí: cantaaaaaaba de un moooooodo tan pegajoooooooso y duuuuuuuulzón, que muchas mujeres babeaban al oírlo.

Total, colocaba la foto de Carlos Amadeo en el borde de la bañera. Ella entraba en sus nubes de espuma y apoyaba la nuca en el borde contrario para ver bien a Carlos Amadeo. A mano siempre tenía una copita de licor dulce de café y un platito con bombones. Se hacía la idea de que el cantante le había regalado las flores y le decía cosas tiernas. Luego metía la mano por debajo de la espuma, llena de burbujas, todas ellas con el arco iris. Imaginaba que sus manos eran las de él. Y...

Angelines se quedó parada. Miró a su alrededor como si de pronto tuviera conciencia del lugar en el que se encontraba. El bar se había ido llenando de gente. Las conversaciones iban subiendo de volumen rápidamente.

Mari Loli tenía los ojos como platos. Aquélla no parecía su Angelines de toda la vida.

—¿Y?

—Hija, lo otro ya te lo figuras tú solita, ¿no?

Sí, claro, no era difícil.

—¿No crees que tú también te lo podrías montar así? Con un amante imaginario.

—No, no creo. Tú y yo somos muy distintas —suspiró Mari Loli. Luego miró la hora—. ¡Qué tarde es! Tengo que irme.

—¡Huy! Mi Pepe me mata si no me encuentra en casa. ¡Ay!, por cierto, con todo ese lío, no creo yo que hayas llamado a ese programa de la tele, ¿verdad?

—No. Ni acordarme, ya ves tú.

—Bueno, si te decides, cuenta conmigo.

Se levantaron las dos al mismo tiempo, y a la vez se pusieron las chaquetas. Luego arrimaron las mejillas simulando un beso. El cutis con tendencia a los brillos de Mari Loli contra el cutis sin granos pero áspero de Angelines.

¿A qué olía Angelines? Mari Loli se quedó unos segundos tratando de recordar dónde había olido ella aquella fragancia de colonia: fresca, joven, verde, ligera...

¡Laleche! ¡Era el mismo olor de la nuca de Manolo! Era el olor que la otra le había dejado pegado a la piel. ¿Sería posible que...? Observó a su amiga: sus grandes ojos azules e inocentes, su boca fresca, abultada y juvenil, su melena aniñada... Su amiga de toda, TODA, la vida. Y, sin embargo, tan nueva después de aquellas confesiones. No, Mari Loli no podía creerlo. ¿Significaba que su amiga...? No tenía valor ni para darle forma al pensamiento. ¿Iba a dejar que Angelines se fuera sin preguntar nada?

Cuando ya salían a la calle, le dijo:

—Oye, Angelines, ¿qué colonia usas? ¿Es nueva, no?

Angelines contestó distraídamente. ¿O sería con una cierta mala voluntad?

—Sí, es nueva de hace unos días. No sé... Una de esas para toda la familia. Marazul, creo que se llama.

La cuerda volvió a anudarse con fuerza alrededor del tórax de Mari Loli. ¡Lo que costaba respirar, caray!

¡De hoy no pasaba! Olga lo llevaba entre ceja y ceja. En cuanto viera a Alberto dejar el periódico, aprovechando la siesta del sábado y la ausencia de hijos, lo arrastraría a la cama, aunque tuviera que reducirlo con una llave de judo. ¡No podía ser! Llevaban cuatro meses sin hacer el amor. Primero fue porque Alberto andaba liado y preocupado por la instalación del ciclotrón y por el trabajo a realizar con Teresa. Luego fue su campaña en Ligur y el inevitable cansancio al regresar, y luego... Hacía ya tres semanas desde su desembarco, y durante ese tiempo Alberto había eludido cualquier ocasión de encontrarse a solas con ella en la cama. Por las noches, o dejaba que Olga fuera a acostarse primero y él se lo tomaba con tanta calma que, cuando por fin se decidía, ella, sometida por el sueño, ya no se enteraba de nada. O bien, actuaba al revés: si advertía que Olga todavía iba a estar un rato más levantada, él se precipitaba hacia la habitación, donde poco después ella lo encontraba durmiendo. O eso parecía.

En general, su frecuencia de intimidad no bajaba de una vez al mes, aunque tampoco a menudo superaban ese hito. Cierto que, en alguna ocasión, a consecuencia de problemas laborales o de salud habían dejado pasar incluso más tiempo, pero ¡cuatro meses! le parecían a Olga un período excesivamente largo, no sólo para sus propias necesidades, sino para la salud de su vida en común. Una pareja sin sexo no era una pareja. De la misma manera que una pareja sólo con sexo tampoco lo era. Cuando una historia sentimental se basaba solamente en la atracción física, estaba sentenciada, porque la pasión tenía fecha de caducidad: la de una pequeña molécula llamada feniletilamina, cuyo período de vida, por lo visto, era de unos dos o tres años. Después, ¡kaputt!, a no ser que los componentes de la pareja se hubieran dedicado a cultivar deliberadamente esa excitación y hubieran sabido generar el apego, emoción mucho más afiliativa que el enardecimiento sexual. De modo que, al término de la feniletilamina, existían tres posiblidades: una, romper con la pareja; dos, seguir con la pareja gracias a ese sentimiento tan cálido que es el apego; tres, y según Olga la más habitual, seguir con la pareja, a pesar de que el deseo hubiera muerto y aunque no existiera apego, o mejor dicho, porque existía un apego basado en el odio, el resentimiento y la rutina. Ése era el cemento que mantenía unidas a muchas personas. Ella no estaba dispuesta a conformarse con una pareja sin sexo, que, a la larga y en general, también parecía llevar estampado el «consumir antes de fin de: ver la tapa».

Alberto dejó el periódico sobre el sofá. Aunque Olga ya había empezado a acostumbrarse a ese nuevo Alberto barbilampiño, todavía echaba de menos su barba. Seguía pensando que la cara al descubierto no lo favorecía. Tenía un rostro demasiado delgado. Además, ¿no había perdido peso en los últimos tiempos?

Alberto se quitó las gafas, reclinó la cabeza en el respaldo del sofá y cerró los ojos. Olga no perdió ni un segundo: se arrodillo ante él y le desanudó un zapato.

—¿Qué haces? —preguntó Alberto, incorporando la cabeza.

—Quitarte los zapatos y los calcetines. No me gustaría hacerte el amor con ellos, como el Pijoaparte de Últimas tardes con Teresa. ¿O tal vez me confundo y el de los calcetines era otro personaje?

Alberto suspiró.

—Francamente no sé de quién me hablas.

—De un personaje de una novela —respondió Olga masajeándole la planta del pie desnuda.

De nuevo, Alberto reclinó la cabeza.

Olga le besó la punta del pie.

—Bueno, ¿qué me dices? ¿Vamos a la habitación? ¿O quieres que nos quedemos aquí, en el sofá?

Estaba segura de que no. Hacía años que no lo habían hecho en un lugar distinto a la cama ni en otra posición que no fuera la del misionero. Alberto se desconcentraba tan rápidamente que era preferible mantener unas rutinas.

—Estoy cansado, Olga.

—Sí, ya sé que lo estás. Pero por la noche aún te sentirás peor y, al paso que vamos, envejeceremos sin volver a echar un polvo. ¿No crees?

Alberto sonrió débilmente.

Olga pensó que estaba ganando terreno.

—Venga. Voy a preparar un tónico. Tú, espérame en la cama. Voy volando.

Se levantó a buscar una copa de Calvados. Mientras, con el rabillo del ojo vigilaba los movimientos de él, que, sin un entusiasmo excesivo, se había levantado y estaba abandonando la sala. ¡Uno a cero, Monegal!

Cuando entró en la habitación, Alberto ya se había metido en la cama.

—Toma —le dijo alcanzándole la copa.

Olga se desnudó y fue dejando las piezas de ropa sobre el silloncito Luis XVI, esmaltado en un tono crema y tapizado con una seda a rayas caqui y beige, regalo de su suegra cuando cambiaron de piso. Patricia no soportaba su desinterés por la decoración del hogar. Olga y ella —en eso y en tantas otras cosas— eran las dos caras de la medalla. Por no decir que eran incompatibles. Patricia estaba siempre pensando en redecoraciones para la casa: nuevo mobiliario, nuevas cortinas, nuevas tapicerías, traslado de muebles de una habitación a otra... Eso cuando su ocupación principal, es decir, restaurarse ella misma, le dejaba un hueco: tintes, cortes, permanentes, masajes, tratamientos hidratantes, reafirmantes... No podía hacer nada para obligar a su nuera a pasar por la peluquería con mayor regularidad o para que vistiera con más elegancia, pero por lo menos cooperaba para que la vivienda de su hijo fuera más parecida a un hogar que a un laboratorio. Seguro que ése era el pensamiento de Patricia cada vez que aterrizaba con algún elemento decorativo nuevo, sonrió Olga.

Se metió en la cama y se arrimó a él, que no pareció enterarse. Estaba ensimismado.

—¡Alberto! Estoy aquí —le dijo con afecto, incorporando el torso y apoyándose sobre el codo derecho mientras con la mano izquierda lo saludaba.

—Ya te veo —dijo él. La atrajo hacia sí.

¿Uno a uno, Monegal?, se preguntó ella, no muy segura del objetivo de ese abrazo cariñoso, más propio de un amigo o un hermano que de un amante. Permaneció inmóvil junto a Alberto, que tampoco hacía ningún gesto, como si tener la cabeza de ella recostada casi en su axila lo complaciera, pero no lo invitara a más. Olga cerró los ojos.

Al cabo de unos minutos, convencida de que él había vuelto a sumergirse profundamente en sus pensamientos, se entretuvo en acariciarle dulcemente el vello del pecho, atenta a sus reacciones; no parecía exultante, pero por lo menos respiraba tranquilo. Olga decidió ir más allá: le puso una mano sobre el sexo. No, definitivamente no estaba nada animado. Lo miró unos momentos, antes de desaparecer bajo las sábanas, entre sus piernas. Aplicó su boca con ternura al sexo de él, pero no consiguió resucitarlo. Cuando percibió que Alberto no sólo no iba a tener una erección sino que estaba perdiendo la placidez, se dijo a sí misma: ¡Monegal, tablas!, y emergió de entre las sábanas.

—Lo siento. Ya te he dicho que estaba muy cansado. Demasiados líos en el trabajo. La puesta en marcha del ciclotrón me ha dado muchos quebraderos de cabeza. Ya sabes...

—Sí...

Durante unos minutos ninguno de los dos habló. Olga había recostado la cabeza en su almohada y observaba el polvillo en suspensión sobre el débil rayo de sol que se colaba por un ángulo de la ventana.

—¿Seguro que no te pasa nada más?

—Nada más, claro... —Se detuvo un momento y luego, riéndose, añadió—: A lo peor es la crisis de los cincuenta.

—¿Le démon du midi quieres decir?

—No, mujer. Aquí no hay demonio que valga. Que tengo cincuenta años y que estas cosas pasan, ya lo sabes...

—Sí... Bueno, me debes uno.

—De acuerdo.

Olga cruzó los dedos. Esperaba ser compensada sin tener que esperar mucho tiempo.

Alberto no tardó en dormirse. Olga se levantó a coger un libro. La habitación era muy pequeña y contenía pocos muebles para no abigarrar el espacio: un armario empotrado, la cama y una mesita de noche para Alberto. En la pared que corría paralela al lado de cama ocupado por Olga, habían mandado excavar un hueco de aproximadamente un metro y medio de alto por dos y medio de ancho, habían instalado en él dos estanterías de madera y le habían adjudicado las funciones de mesita de noche, librería, tocador y cajón de sastre para las llaves, monedas y demás menudencias sin por ello robar ni un centímetro a la habitación. En ella no había elementos fútiles si se descontaba el silloncito Luis XVI, que, como decía Alberto, tampoco resultaba muy perturbador: era gracioso y pequeño. Y hasta podía ser aprovechable, porque en alguna parte tenían que dejar la ropa cuando se desnudaban, ¿o no?

Retiró un poco el silloncito Luis XVI para ver mejor los títulos del estante inferior. Entonces cayeron al suelo. Los boxers de Alberto se desmayaron blandamente, como si quisieran ser contemplados con atención. ¡¿Otros calzoncillos nuevos?! ¿Pero qué mosca le había picado? ¿Estaba renovándose el ajuar? ¿Y dónde quedaba su proverbial sencillez? Siempre los había usado blancos o a lo sumo de colores claros, pero eso... Eso era casi de mal gusto. Estampados, con animalitos, de colores vivos... ¿O era que Patricia imaginaba a su hijo con ropa interior poco interesante y había decidido regalarle una partida de calzoncillos? Probablemente, claro. Desde luego, si su suegra era la causante de tal giro estético, debía de andar perdiendo el norte ella misma.

Se metió en la cama con la novela, pero sólo pudo leer tres líneas. Eso sí, las leyó un montón de veces sin enterarse de nada. Cerró el libro y lo dejó en el suelo, cerca de la cama. Permaneció muy quieta oyendo la respiración de Alberto. ¿Qué sería lo que le ocurría? Fuera lo que fuera, no parecía dispuesto a hablar del asunto, aunque tampoco ella tenía mucho interés en indagar. Lo mejor sería que esa borrasca asomada a sus vidas se desplazara por sí sola o acabara disolviéndose sin provocar inconvenientes mayores. Actuar como siempre, con cariño y comprensión, bastaría para que todo volviera a la normalidad. Aunque, ¿iba a ser sencillo mantener el comportamiento habitual si las condiciones se modificaban tanto? Quizás no, hubo de reconocer, pero contaba con su fuerza de voluntad, su lealtad y, sobre todo, su cariño hacia él para que así fuera. No deseaba en modo alguno hacer o decir algo que provocase un conflicto entre ellos. Era preferible esperar. La paz familiar ante todo, suspiró Olga. A lo mejor, entretanto, valía la pena tomar alguna medida, poner en marcha estrategias que siempre habían funcionado: comprarle un disco compacto que le gustase, por ejemplo, el último de Andreas Scholl, sentarse a su lado sin hablar, salir alguna noche a cenar o al cine los dos solos, fugarse un fin de semana sin niños... Sonrió burlonamente cuando le cruzó este pensamiento por la cabeza: eso, Monegal, y leer. «¿Qué espera en la cama un hombre de una mujer?», a ver si consigues ponerlo en marcha.

Tenía unas ganas desesperadas de fugarse al espacio cósmico. ¿Por qué, Monegal? Vamos a ver, ¿por qué esa tristeza y ese malhumor? Quizás sería algo relacionado con el trabajo... No, no era eso. Si todo funcionaba como una seda: las relaciones con los compañeros, los análisis de muestras de la campaña, la preparación de nuevos proyectos... Entonces, ¿qué? La familia, tampoco. Édgar continuaba con su cretinez adolescente, etapa natural, al fin y al cabo. María, con su inteligencia privilegiada y su savoir faire como mascarón de proa, navegando sin dificultades por la vida. Alberto... Alberto, ciertamente, ya era otra cuestión. ¿Su malestar era fruto de los cambios producidos entre los dos? Tal vez una parte de su inquietud era explicable por esa razón, pero no toda. ¿Entonces? Si se entretenía en comprobar el origen de su incomodidad, no tenía más remedio que admitir la importancia del teléfono y el correo electrónico. ¿Había sonado demasiado el teléfono? ¿Demasiado poco? Ni una cosa, ni otra. Había sonado como siempre. El problema era quién había llamado. O, mejor, quién no había llamado. Del mismo modo que lo relevante era quién no había escrito ningún mensaje. Luego, muy a pesar suyo, debía admitirlo: estaba triste porque Jorge no daba señales de vida.

Al llegar a ese punto del razonamiento, Olga se sintió conmocionada. Pese al acuerdo con ella misma de centrarse únicamente en su pareja, una parte de ella, ¡ajena a su voluntad!, iba en sentido contrario.

Por hoy se acabó, se dijo pinchando la indicación de apagar el sistema. Dos horas antes había resuelto ir a comer a casa y, en ese instante, acababa de decidir que, además, ya no regresaría al instituto. Permanecería en su estudio toda la tarde. Como no existía ninguna posibilidad de que Jorge la llamara allí, ése era un territorio en el que se sentiría a salvo. Seguro que si hubiese tenido valor para hablar del asunto con Susana, su amiga hubiese encontrado alguna forma plástica de expresarlo. Quizás hubiese hablado de un búnker... No, no hubiera utilizado una imagen bélica. Un castillo inexpugnable se acercaba más al universo de Susana. O tal vez hubiera dicho que era como alcanzar el cielo jugando a la rayuela. Claro, ese alivio al penetrar en el gran semicírculo que coronaba el recorrido del juego... Ese semicírculo dibujado con tiza blanca, donde una estaba a salvo de eventuales caídas porque en él no había que saltar a la pata coja ni esforzarse por recoger la maldita piedrecita. En fin, un sitio cómodo y seguro, donde el teléfono perdería su carácter de enemigo mudo. En casa, recuperaría el sosiego y se concentraría en su trabajo sin extraviarse en distracciones insensatas. No sólo le molestaba pensar en Jorge de forma recurrente, sino también que esa obsesión perturbara sus tareas profesionales. Apagó el ordenador.

Introdujo algunos papeles en la cartera, salió del instituto, se metió en el metro y, después de un largo trayecto y un transbordo, llegó a su estación. ¡Vaya!, se dijo cuando ya había recorrido la mitad del camino hasta su edificio: casi se le olvidaba que, en casa, apenas quedaban galletas Digesta. Entraría en Cadena Dos a por unos cuantos paquetes. Las Digesta era lo único que compraba en ese supermercado, que no destacaba precisamente por su calidad ni por lo variado de su oferta. Sin embargo, esa marca de galletas sólo la encontraba ahí.

Cuando vio el trajín de gente que se acumulaba en el local, estuvo a punto de abandonar, pero, finalmente, pudo más la inmediatez de su deseo. Y pensar que mortificaba a sus dos amigas por su enganche a la nicotina... Si tuviera algo de decencia no sólo debería dejar de incordiarlas con lo de abandonar el tabaco sino, además, ser capaz de confesarles su propia adicción. Porque ésa era la realidad: estaba colgada de esas galletas. No había un paquete en casa, pues bajaba a por uno. Empezaba un paquete y ya no podía parar hasta comer la mitad. Se hacía el firme propósito de no probarlas en un tiempo y a los tres días alucinaba galletas por los rincones. Y los días precedentes a la menstruación, no podía dejar de comerlas hasta que le sentaban mal. Ni siquiera a Teresa, como médica, se lo había contado, aunque había estado cerca de hacerlo, pero, francamente, la reina de las nieves no invitaba a la confidencia. La única que se había dado cuenta de su debilidad —¡cómo no!— había sido María. Desde luego, mami, le había soltado una tarde, ni que estuvieran hechas con marihuana. Pues sí: estaba enganchada. Cuanto más nerviosa o preocupada se hallaba, más desbordante era su compulsión por las galletas.

Tuvo que hacer algo de cola porque la caja rápida estaba colapsada, aunque, como también las otras estaban a rebosar, no servía de nada cambiarse. La atendió la cajera amable y rellenita. Probablemente, se dijo Olga, esa mujer era feliz: un trabajo con rutinas diarias que le proporcionaban estabilidad, quizás una vida familiar plácida, sin maravillosas exaltaciones pero carente también de terribles cataclismos, a lo mejor un compañero atento y cariñoso junto a ella. Olga suspiró cuando la cajera complaciente —tan distinta a la de pelambrera naranja y labios berenjena, que más que hablar, ladraba— le devolvió el cambio.

Luego, en el ascensor, no resistió la tentación y empezó el paquete de galletas. Y siguió comiéndolas mientras preparaba una ensalada liviana y una merluza al vapor, muy ligera también. Un almuerzo tan distinto a los del Hespérides...

En un instante Olga fue transportada a la cubierta del Hespérides, a los brillos niquelados bailando en el mar y en las pupilas de Jorge cuando, al término de la guardia, se acodaron uno junto al otro en la barandilla del buque. ¡Pero qué ojos tenía aquel hombre! Bañados por el sol de mediodía, eran de un verde cristalino, casi transparente. Resultaba un color irreal, parecido al de las pupilas de los gatos domésticos. Y, sin embargo, Olga no alcanzaba a ver en qué más podía parecerse a los felinos. No resultaba sigiloso en su paso por la vida; era más bien expansivo y algo alborotador. Tampoco parecía taimado; Olga lo imaginaba digno de confianza. Y, desde luego, no se movía con la elasticidad y elegancia de los félidos. ¿Te gusta el mar?, preguntó Olga, mirando al frente y contemplando la danza de destellos sobre las olas. Jorge se quitó las gafas, las limpió con calma y observó los cristales al trasluz. Ella se dio la vuelta, extrañada por su tardanza en responder. Quizás no la había oído. O quizás esperaba justamente ese gesto suyo. Entonces, se puso las gafas de nuevo, le dedicó una sonrisa luminosa y contestó: casi tanto como tú. Olga se quedó literalmente muda. Estaba perpleja. ¿Había dicho que ella le gustaba? ¿Eso había dicho? Tal vez debería tratar de aclarar la respuesta diciendo algo así como: entonces no sé si te gusta el mar... No se atrevió. Podía sonar a provocación. Lo mejor sería dejar las cosas como estaban. En aquel momento, el geólogo desaparecido se presentó en cubierta para pedir disculpas; se había sentido indispuesto, sin ánimos para efectuar el turno de noche, sin fuerzas siquiera para justificar su ausencia. La sonrisa de Jorge se borró instantáneamente. Olga apenas estuvo atenta a la conversación. Sentía más curiosidad por el tono agrio no disimulado del geofísico. A Olga le hacía gracia su transparencia sentimental y esa labilidad emocional, que le recordaba la forma de ser de Susana.

La interrupción del geólogo había resultado un alivio para Olga. Luego, ni ella ni Jorge hicieron referencia a la frase porque fueron absorbidos por las tareas que tenían lugar en cubierta.

Los investigadores del segundo turno habían empezado el barrido con el side-scan-sonar. Mientras, Cloe y otro de los biólogos preparaban los sedimentos para trabajar con ellos. Habían depositado una parte de la masa sobre un tamiz cuadrado. Todos se habían quitado las chaquetas del traje de aguas porque el mar estaba manso. Además, antes de que la temperatura volviera a descender, tenían por delante al menos dos horas de calor. Olga observó cómo Jorge no sólo prescindía de la chaqueta de aguas, sino también del forro polar. La camiseta de algodón azul marino dejaba al descubierto el vello dorado de sus brazos, como delgadísimas hebras de miel. A pesar de ser una persona acostumbrada a la intemperie y a las condiciones climáticas adversas, su cuerpo sugería el de un bon vivant, alguien amante de la buena mesa y poco dado a ejercitar la musculatura. Una cierta barriga —que a Olga se le antojaba más confortable que disforme, aunque admitía algo de debilidad sentimental en ese juicio—, sólidos muslos que llegaban a rozarse, hombros y trapecio poco desarrollados...

Cloe y el otro biólogo estaban ya ocupados en tirar agua sobre los sedimentos del tamiz.

—¿Para qué sirve? —preguntó Jorge.

—Es un tamiz de cinco micras, que nos permite separar los organismos del barro.

Olga y él se acercaron a observar el resultado de la selección. El agua de la manguera había diluido el barro y lo había filtrado. La infauna había quedado retenida en la tupida rejilla. Jorge se agachó sobre el cedazo y lanzó una exclamación de sorpresa para, luego, añadir:

—¡Pues es verdad que hay organismos!

—Claro —replicó Olga, atónita.

Resultaba insólita la ignorancia de unos con respecto al trabajo de los otros. De la misma forma que ella había tenido que preguntarle lo más elemental sobre la deriva de los continentes, él necesitaba las nociones básicas en especies de infauna.

—Claro —insistió Olga—, organismos vivos, como crustáceos, moluscos, nemátodos... que más tarde clasificaremos y estudiaremos en el laboratorio del instituto.

—¿Exactamente qué estudiáis y qué pretendéis demostrar?

—Nuestra hipótesis —respondió Olga— es que el bentos, una vez perturbado por el paso de las artes de arrastre en una zona y al ser una comunidad muy asentada y lenta, tiene muy pocas posibilidades de recuperación, lo que implica, por lo tanto, a largo plazo, una modificación de la diversidad, que puede llegar a provocar, incluso, la desaparición de los peces más adaptados a ese lugar. En el laboratorio, cuantificamos la abundancia de organismos entre las zonas de control y las perturbadas, comparando los resultados de las muestras tomadas en los mismos puntos a distintos intervalos de tiempo. Y, por supuesto, tratamos de corroborar nuestra hipótesis.

Jorge permaneció junto a los dos biólogos, fascinado por los organismos que iban apareciendo en el tamiz.

Olga suspiró. La suprema al vapor estaba muy rica, y ella, por lo que lamentablemente podía comprobar, seguía con una parte de ella misma en proceso de insubordinación. ¡A veces hasta el cielo podía presentar fracturas!

Cuando la puerta del despacho se cerró tras Marina, Olga abrió la agenda. Lunes, 16 de marzo, 1998. Aunque hoy no había sido posible, el modo en que le gustaba empezar su jornada era repasando las tareas prefijadas la víspera. También así era como la terminaba: listando lo que haría al día siguiente. A medida que avanzaba en la ejecución, iba tachando. Por supuesto, Monegal, te tranquiliza ordenarte. Moverse en unas coordenadas bien conocidas para escapar a sus angustias... No le importaba que quienes conocían sus listados se burlaran de ellos, mayormente Susana, incapaz de comprender tanta previsión. Hija, si no dejas ningún espacio para la sorpresa..., le reprochaba. Dime tú qué haces si una mañana tu ordenador casca o si te viene la regla y no tienes un tampón a mano o si te agarra un cabreo contra alguien y te pasas una hora echando espumarajos por la boca en lugar de dedicarla a tus informes sobre las merluzas del Mediterráneo... Aunque lo de las merluzas le daba un poco de risa, el resto de las observaciones, no. Bien era verdad que a Susana le podían ocurrir cualquiera de esos desastres u otros mucho más peregrinos. ¡Lo que no le pasase a Susana, no le pasaba a nadie! Pero, allá ella. A Olga nunca se le había estropeado el ordenador —tocaba madera por si acaso—. La regla no la pillaba jamás por sorpresa, sin un tampón en el bolso y una caja de repuesto en el despacho. Susana sí había vivido situaciones de alarma total en ese sentido. Como aquella vez, poco antes de que le quitaran la matriz por culpa de un fibroma, origen de aparatosas hemorragias, en que hallándose en una feria internacional de revistas, dejó al director general de su empresa con la palabra en la boca para correr a refugiarse en los lavabos del recinto ferial, donde no tuvo más remedio que desvestirse y lavar la ropa.

Olga tampoco consideraba probable que ella echase sapos y culebras por la boca, ni durante una hora ni siquiera durante diez minutos. Eso era, en efecto, más propio de Susana, que podía en un instante subirse a las más altas cimas de la felicidad y el amor, y, por un quítame allá esas pajas, caerse a un abismo de tristeza o de ira. No. Olga era mucho más estable. No poseía esa facilidad para el cambio emocional, ni tampoco experimentaba placer organizando rifirrafes con la gente. Prefería callar. Tragarte tu rabia, dejarla que crezca y estalle en tu pecho, ¿no, Monegal? No creas, le decía a menudo Susana, un poco de mala leche no te vendría mal. ¿Por qué no te cagas en los muertos de todo el mundo alguna vez? Pero Olga no contestaba la pregunta, sólo arremetía contra el vocabulario ordinario que con excesiva frecuencia utilizaba Susana.

El caso era que, hasta una hora después de llegar al instituto, no había podido echarle un vistazo al listado del día. Había tenido que escuchar a Marina. Y, aunque trastocase sus hábitos, lo había hecho gustosa. No sólo le había prestado su hombro sino que le había aplicado una sesión de psicoterapia de urgencia a Marina, medio desquiciada ya porque no había llegado ninguna respuesta del Journal of Science respecto a su artículo. Aun sabiendo que la contestación demoraría dos meses y a pesar de sus buenos propósitos para mantenerse tranquila, Marina iba perdiendo la calma. Empezaba a dudar de haberlo escrito con coherencia, de haber vertido en él todas las ideas imprescindibles para que los referees pudieran hacerse cargo de su tesis, de haber sido capaz de evitar escollos lingüísticos que entorpecerían la comprensión...

Olga no ignoraba que tarde o temprano Marina iba a entrar en su despacho con un discurso como el de esa mañana, de modo que había leído atentamente su artículo y había preparado un contradiscurso para atajar el previsible ataque de ansiedad. Después de una hora de charla, había conseguido tranquilizarla bastante, ¡por lo menos para las próximas dos horas!

—Gracias, Olga. Ha sido reconfortante hablar contigo —se despidió Marina, y le dedicó una sonrisa franca que animaba su rostro anguloso—. Te dejo trabajar.

Olga observó cómo Marina, su vestido de punto burdeos y su frágil tranquilidad salían de su despacho. Fue entonces cuando pudo abrir la agenda, revisar las tareas y decidirse a ir al laboratorio.

El sonido del teléfono la retuvo justo cuando acababa de levantarse.

El corazón le latió más deprisa. Se molestó por ello: ¿podía o no podía dejar de pensar en Jorge? Por lo visto, a fuerza de tesón llegaba a controlar sus pensamientos, aunque, por lo acelerado de su pulso, estaba claro que una parte de ella —¡insensible a sus deseos!— seguía pendiente de él.

Le temblaba la mano al descolgar el aparato.

—Hola, perla.

Susana.

—Hola.

—¡¿Cómo que hola con un tono de valiente mierda que sea ésa?! ¿Quién esperabas que fuera?

Ya empezaba la bruja de Susana.

—Que no, Susana, no inventes. Seguramente me has notado voz de velocidad porque me iba ahora mismo al laboratorio.

—¡Ah! Tendrás dos minutitos para mí, ¿no?

—Por supuesto. Si sólo son dos, que ya te conozco...

—Verás cómo sí. Necesito el teléfono de...

Cierto, la iba a entretener poco si eso era todo lo que quería.

—¿Algo más?

—Bueno, sí: una pregunta.

—Venga.

—¿Por qué no me has querido contar nada del científico que embarcó contigo en la campaña? Jorge se llamaba, ¿no?

—Porque no hay nada que contar.

—¿Estás segura? ¿No será que no te parezco una confidente fiable?

Olga se rió.

—¡Qué cosas tienes! Claro que me pareces fiable, pero no tengo ninguna confidencia que hacerte.

—Quizás no te lo reconoces ni siquiera a ti misma. Como eres tan comme il faut... ¡Uf! A lo mejor, un día estallas: ¡bam!, como quien se echa un pedo.

—Susana, hija...

—Bueno, pues nada. Besitos.

¡Menuda era! ¿Hubiera servido de algo hablar con ella? Con mucha probabilidad, no. ¿Qué le hubiera contado si ni ella misma sabía lo que le ocurría? Además, tampoco le apetecía hurgar en ello.

—Hola, Cloe. ¿Cómo vas? —preguntó a la becaria al entrar en el laboratorio de biología.

—Bien —contestó la chica levantando la cabeza de encima de la lupa binocular sobre la que había estado inclinada—... bien, pero tengo alguna duda.

—Me lo imagino —repuso Olga, sentándose en el otro taburete alto—, de lo contrario no serías becaria.

Esos días, Cloe trabajaba con las muestras. Después de lavarlas, las examinaba con la lupa binocular y las separaba por grupos faunísticos. Era bastante capaz de distinguir los nemátodos de los crustáceos, éstos de los caracoles, y a su vez de los equinodermos... Pero, llegado el momento de establecer para cada grupo faunístico las diferentes familias y para cada familia las diferentes especies, topaba con mayores dificultades. Para eso contaba con Olga, aunque ésta, al no ser taxónoma, a veces carecía de respuesta y debía buscar la colaboración de otros investigadores.

Clasificar el contenido de los estómagos no era una tarea obvia. Los restos podían ser diminutos. Unas veces se trataba de un pelo, otras de un ojo o de un trozo de pata. Mientras Olga comprobaba el trabajo, permanecieron en silencio.

—Ahí te has equivocado.

—¿Por qué?

—No es un mysidácea sino un decápodo.

—¿Cómo puedes ver la diferencia?

—Fíjate: esto sí es un mysidácea. Observa que tiene el pedúnculo ocular mayor y que, en el cefalotórax, hay más de cinco pares de patas.

Todavía permaneció con ella una media hora más, hasta que se dio cuenta de que faltaban quince minutos para la reunión de departamento.

Antes de ir hacia el despacho de Marina, pasó por el suyo para recoger la libreta de las reuniones y comprobar el correo electrónico. Habían entrado varios mensajes. Uno de Teresa, con un asunto más propio de Susana: carpe diem. Proponía para el último sábado del mes un encuentro de las tres gracias, como ellas mismas se autodenominaban, en su gimnasio, y posterior comida en algún restaurante. Sin maridos. Por ella, adelante. Por Susana, también: había respondido con un O.K., Horacio. Además, Teresa le mandaba la receta del rape mechado que les preparó para cenar a ella y a Alberto. Era afortunada por contar con dos chefs de la categoría de Teresa y Susana. Gracias a ello, disponía de un recetario particular estupendo, aunque algo desigual. Si la receta provenía de Teresa, se citaban las cantidades exactas, los tiempos de cocción e incluso algún truco para salir airosa en caso de dificultad. En las de Susana, todo resultaba aproximado. La leyó por encima: mechar con tocino entreverado dos colas de rape, previamente separadas de la espina... No parecía una receta complicada. Recordaba lo mucho que le gustó. Aquélla había resultado una cena agradable e interesante, como era habitual en casa de ellos, pero distinta de otras veces. De entrada, pese a que al inicio de la velada Alberto estuvo muy poco locuaz, quizás por el efecto acumulativo del champán francés, del blanco del Rin y del tinto de La Rioja, se fue destapando progresivamente, sobre todo con Teresa, con quien había estrechado lazos a raíz del proyecto conjunto. Además, las relaciones entre Carlos y Teresa parecían menos tirantes que de costumbre o, por lo menos, él estuvo un poco más afectuoso o más cortés. Y finalmente, Carlos exhibió ese buen humor con una pizca de desmesura que no se le recordaba en los últimos meses.

—No lo sé. Depende del modo en que esté programada a la hora de comer.

Teresa se volvió hacia Susana con impaciencia.

—¿Qué es eso del modo en que estés programada?

Olga las miró con cariño. Ambas se conocían desde hacía... ¿Cuántos años eran ya? Susana y ella coincidieron en el colegio sobre los once, de modo que ya eran treinta y siete años de amistad; luego, Teresa y ellas dos llevaban juntas treinta y uno, porque se habían conocido en preuniversitario. Bueno, pues, tantos años y todavía las rarezas de la una sorprendían a la otra, y viceversa. Recordaba bien cuando Teresa apareció por el centro. Aunque Susana y ella seguían siendo muy amigas, pasaban menos tiempo en la misma aula porque sólo cursaban juntas las asignaturas comunes. Desde cuarto, habían optado cada una por bachilleratos distintos: ella, el de ciencias; Susana, el de letras. Olga se inclinó por las ciencias no tanto porque le resultasen muy atractivas como porque le disgustaban menos que las letras. Estudiar latín le parecía aburridísimo y no entendía para qué podía serle útil en el futuro. Si es un juego de lógica, ¿no te das cuenta?, se apasionaba Susana con entusiasmo incurable; es como resolver un rompecabezas. Pues, a mí, respondía Olga, que me den el rompecabezas. Susana había protestado inútilmente. ¿Cómo resistirían permanecer en aulas diferentes una gran parte del día? Las clases sin ella no iban a ser lo mismo, se quejaba. Pero las clases, con o sin ella, siguieron resultando estimulantes para Susana porque su sentido lúdico transformaba cualquier situación en una fiesta. De modo que, a la semana de haber empezado el curso, ya andaba medio enamorada de su profesor de historia, loca por los mitos griegos y entusiasmada con la lectura de Unamuno. La pasión por el profesor duró menos de un mes, lo que tardó en encontrar a un chico de su edad con el que el amor resultase carnal y no virtual. Abandonó a Unamuno con bastante celeridad también, en cuanto se convenció de que era, verdaderamente, el sentimiento trágico de la vida. La mitología ya quedó anclada entre sus intereses para siempre.

En preuniversitario, Olga estableció lazos con Teresa, una de las recién llegadas. Al verla por primera vez, Olga recordó que, a los doce años, casi todas las niñas aspiraban, quizás por nefastas influencias de los No-Dos, a medir más del metro sesenta y ocho, ser rubias, con los ojos azules y vestir un uniforme azul marino de azafatas. Pues, Teresa, que reunía las condiciones exigidas, no estaba en absoluto interesada. Estudiaría medicina. Iba a especializarse en traumatología. Se negaba a ser ginecóloga como su padre o como sería su hermano Javier, dos años mayor que ella, estudiante ya en la facultad. Ese interés tan agudo por el arte —que no la ciencia, como años después insistía Olga— de Asclepios, llevó a la propia Olga a plantearse la posibilidad de ser médica también. Pero, después de soñar tres veces seguidas con la piscina de formol y sus cadáveres flotando, se vio incapaz de llevar adelante la idea. En cambio, estudiar la vida le seguía pareciendo fascinante. ¿Qué otra cosa mejor puede haber en este mundo que aprender acerca de los sistemas vivos?, decía Olga. Bucear en sus emociones, contestaba Susana, preparada para lanzarse de cabeza a la facultad de psicología en pos de las respuestas. Sólo que, luego, perdidamente enamorada de un estudiante de hispánicas, había cambiado de idea. Si tanto te interesa la vida, le dijo Teresa a Olga, ¿qué tal si te dedicas a la biología? Mmm. No era mala idea. Se tomó el período de vacaciones de Semana Santa para reflexionar. En Cadaqués, sentada en una roca mirando hacia la bahía, tomó la decisión. ¿No eran el mar y los organismos dos de sus mayores intereses? Pues iba a unirlos en una misma pasión: la biología marina.

Afortunadamente, Susana tenía un enorme corazón, que contenía dosis ingentes de cariño y ternura, y, por supuesto, no consideraba el amor un sentimiento exclusivo y empequeñecedor, sino todo lo contrario. Que apareciese un nuevo afecto no suponía barrer del paisaje al resto de ellos. Por eso sus ex novios seguían siendo más o menos sus amigos. Y por esa razón también no tuvo ningún inconveniente en compartir a Olga con Teresa. Nunca sintió amenazada su amistad.

—¿Nos vas a explicar eso del modo en que estés programada? —insistió Teresa viendo que Susana tardaba en responder.

Susana la miró con aire divertido y luego, bajando la voz como si fuera a contar un secreto trascendental, dijo:

—No sé si estaré en modo contenido o en modo desatado.

Teresa observó a Olga levantando la ceja. Olga sonrió internamente. Ya estaba Susana con sus gansadas. Desde luego, era una locatis...

—Sigo —dijo Susana, anticipándose a la posible estocada verbal de Teresa—, el puente de la semana pasada me fui de viaje con Jean-Claude...

—¡Ags! A alguno de tus apetecibles destinos, me figuro —interrumpió Olga—. Pues, por favor, no te explayes, que nos vas a matar de envidia.

—No tan envidiable. Fuimos a Bruselas. El sábado por la mañana él tenía una reunión en la universidad. Luego aprovechamos para visitar Brujas, la pequeña Venecia del norte. ¡Qué maravilla de ciudad! Los canales, la arquitectura, los pintores flamencos, el pescado... Me chiflaron, os lo aseguro. Pero lo que me dejó majareta perdida fue el chocolate. Los belgas son los reyes en eso, ¿eh? Me he forrado a comer bombones, mousses, pasteles, tartas... Estaban de cagarse.

—Susana, guapa, cada día hablas un poco mejor.

Susana prescindió del comentario de Olga y siguió adelante con el relato:

—Total, un kilo y medio en cuatro días. Todo aquí, ¿veis? —indicó señalando las cartucheras—. ¡Estoy desesperada!

—No pasa nada. Ahora en el gimnasio lo quemas. Aún no he comprendido qué significa lo del modo contenido y el otro... No recuerdo cuál era —dijo Teresa.

—Desatado. Muy fácil. Desde el lunes y hasta este momento, me encuentro en modo contenido, o sea, no comeré casi nada. Una ensaladita y un yogur o algo así. Pero puede ocurrir —en realidad ocurre con una frecuencia exasperante— que a la hora de comer esté en pleno modo desatado y sea capaz de zamparme un buey. Como es imprevisible, os dejo a vosotras decidir el restaurante.

—Entonces, ¿os parece bien si nos quedamos a comer en el del gimnasio? —preguntó Teresa. Luego, viendo que las dos asentían, añadió—: Vamos a entrar, ¿no? Estamos perdiendo el tiempo miserablemente.

Pasaron por delante de recepción, donde Teresa entregó su tarjeta de socia y rellenó dos invitaciones. Les dieron tres llaves para las taquillas. Penetraron en aquel sanctasanctórum de la élite de mujeres burguesas y deportistas.

—Bueno, ¿qué queréis hacer? —preguntó Teresa, sentándose en el banco que separaba las dos filas de taquillas—. ¿Algo un poco duro?

—¡Ni hablar! —gritó Susana con aspavientos horrorizados—. ¿Tú nos quieres matar o qué?

—Algo suave, Teresa, por favor, que Susana y yo no estamos en forma como tú.

Teresa suspiró:

—A ese paso, no lo vais a estar nunca. Bueno, vamos a ir a la sala de máquinas.

Olga y Susana se miraron sin saber muy bien si eso era una ventaja o un inconveniente. No recordaban haber estado en dicha sala. Las demás veces habían sido arrastradas hasta uno de los cursos colectivos.

Se desnudaron. Después de encarar costuras, alisar pliegues y ahuecar hombros, Teresa colgó en una percha sus pantalones de cuero marrón y el body impecable de color tabaco y mostaza. Su cuerpo podía competir con el de la mayoría de treintañeras que Olga conocía; por no decir que les sacaba una cómoda ventaja. Admiró su cuerpo, a medias cubierto por un espectacular y barroco conjunto de tanga y sujetador de balconcillo, color salmón. No estaba delgada porque no era de esas chifladas que no comen. Tampoco estaba gruesa. El ejercicio repartía bien los kilos y mantenía en perfecto estado de dureza su carne. Se le marcaba bien la musculatura, sin que ello quisiera decir que parecía una de esas mujeres, montañas de bultos relucientes, amantes del culturismo. No. Teresa tenía unos músculos firmes y largos, que acentuaban su aire aerodinámico. Parecía una de esas atletas de color.

—Oye, cariño, ¿tienes desmaquillador de ojos? —preguntó Susana, saltando por encima de sus pantalones de lana y licra gris marengo tirados sobre el banco.

—Sí tengo, claro —contestó Teresa, desabrochándose el sujetador.

Lo dobló, lo metió en la taquilla y sacó del neceser un frasquito blanco.

—¡Joder, Teresa! No me provoques, que te voy a dar un mordisco. ¡¿Cómo es posible que tengas estas tetas tan estupendas?! ¿No te las habrás operado en un descuido nuestro, verdad?

—No seas payasa, Susana. ¡Claro que no me las he operado! Trabajo cada día los pectorales en la sala de máquinas.

Olga había dejado sus pantalones negros y su camisa de algodón gris antracita en la taquilla y se quitó su body, que nada tenía que ver con los conjuntos de sus amigas. Maravillosos, sí. Pero ¿cómodos? No estaba nada segura. Ella prefería ese body de licra beige, que prácticamente se confundía con su piel. Casi tan suave como una media. Tan escueto que le cabía en la mano cerrada. Sin costuras, sin copas, sin arandelas de hierro. Sin nada.

—Venga, chicas, en marcha.

Para llegar hasta la sala de máquinas, situada en el último piso, había que recorrer todo el gimnasio.

—¿El ascensor? —preguntó Susana, con una mueca, conociendo de antemano la respuesta de Teresa.

—¡Ni hablar! Eres una perezosa. Así no me extraña que se te ponga todo en las cartucheras.

—¡Ags! —se quejó Susana—. Traidora, mala amiga.

—No he dicho que estés gorda, sólo que deberías moverte más.

—Ya me muevo, cielo, día sí y día no, al mismo ritmo que Jean-Claude —respondió Susana, siguiéndola por la escalera.

—No piensas más que en eso.

—No creas... Me da tiempo a pensar en dos o tres cositas más.

Olga cerraba la comitiva.

Tardaron un poco en llegar a la sala de máquinas porque Susana se empeñó en hacer un repaso del resto de plantas.

—Hija, si no es la primera vez que vienes... —se quejó Teresa.

—No. Pero ya no me acuerdo. Sólo sé que me chifla y me chifla. Un día voy a sacar un reportaje sobre este gimnasio en Mujer Diez. Y otro día, cuando sea muy viejecita y tenga tiempo, hasta es posible que me matricule para practicar un poco.

Pasaron por delante de varias salas de gimnasia, y en una de ellas...

Anoche, anoche soñé contigo...

—¡Mi canción! —gritó Olga, entre la náusea y el éxtasis.

—¿Tu canción?

—¿Desde cuándo te interesas por una canción de salsa a ritmo funky?

—¿A ritmo, qué?

—A ritmo de lo que sea, pero, en cualquier caso, trucado para que lo puedan utilizar en los cursos de gimnasia colectiva.

—No me intereso. Me obligan a ello. Fíjate: esa ventana de la sala da a mi terraza. ¡Una cruz!, lo que yo te diga.

Chiquita, qué lindo tu cuerpecito...

—Hala, vamos —las arrastró Teresa.

Entraron en la sala de máquinas.

—¡Qué barbaridad! —exclamó Susana, sentándose en uno de aquellos artefactos pertrechado con brazos, poleas, pesas...

A los tres minutos, Susana estaba interesadísima en las explicaciones de Teresa. Quería saber qué grupo de músculos potenciaba cada máquina, y Teresa se prestaba encantada a hacer de cicerone. Olga las dejó para subirse a una cinta de footing. Desde allí, veía a sus dos amigas charlando y ejercitándose. Teresa, naturalmente, incluso vestida para hacer deporte resultaba espectacular. Se había dejado puestos sus pendientes largos de aguamarinas y su anillo en forma de serpiente con dos brillantes por ojos. Después de seleccionar los kilos de resistencia que creía necesitar para el desarrollo de sus pectorales, sentada en la butterfly, Teresa le mostraba a Susana cómo desplazar la barra hacia adelante y por encima de sus hombros, indicándole, al tiempo, cuándo tenía que inspirar y cuándo espirar. Susana observaba y escuchaba con atención, como siempre: dejándose arrebatar por lo que la interesaba. Todo lo contrario de Teresa, incapaz de vehemencia ninguna. Olga sonrió. Las dos tan distintas, y sin embargo, a veces, tan próximas. Claro que, eso, en cierta medida ocurría con las tres. También ella y Susana formaban una curiosa pareja desde los once años. Probablemente complementaria. Susana era la vida, la alegría y la luz, aunque también el nerviosismo y los embrollos. Olga era la reflexión y el cumplimiento de las normas, aunque también —debía reconocerlo— el bloqueo. Algunas veces, en pleno ataque de lucidez, se preguntaba si habría alguna forma de romper aquel blindaje autoimpuesto. En opinión de Susana, Olga era la mejor de las amigas posibles, alguien en quien se podía confiar a ciegas, siempre dispuesta a ayudar —no en vano Susana y Teresa la llamaban con ternura hermanita de la caridad—. Desde primero de bachillerato esa relación complementaria no había cesado nunca. Ella salvaba a Susana, la de vida exagerada, cuando se metía en uno de sus extravagantes líos, y Susana mantenía viva a Olga. ¿Qué intereses comunes tenían Susana y Teresa? Pocos, y sin embargo se llevaban bien. Quizás su punto de encuentro era la belleza: la suya, la de sus hombres, la de su casa, la de los lugares que frecuentaban... También, esa profundidad con que acometían cualquier tarea. En el caso de Teresa, por su perfeccionismo. En el de Susana, por su pasión y curiosidad. ¿Qué le echaba en cara la reina de las nieves a la vida exagerada? Su sentido lúdico, que ella veía como una forma de frivolidad, y su exceso. Viceversa, Susana se quejaba a Teresa de su frialdad, que ella interpretaba como puritanismo. Más de treinta años llevaban queriéndose las tres, y un amor tan longevo difícilmente podía ya morir.

Teresa miró el reloj:

—Bien, chicas, os habéis ganado el premio.

Pasaron por el vestuario para dejar la ropa de deporte y envolverse en las mullidas toallas blancas.

Al subir la amplia escalinata de mármol negro que conducía a las termas, Olga sintió que su cuerpo se esponjaba anticipando la sensualidad que las esperaba tras las puertas correderas. Si una no había estado antes allí, era imposible adivinar que detrás de los cristales esmerilados, de una frialdad casi clínica, todo estaba pensado para el placer de los sentidos: vapores ambarinos, aguas cálidas, esencias de espliego y azahar, fríos mármoles, piscinas de agua cristalina... La puerta, accionada por la célula fotoeléctrica, se abrió a su paso. Dentro, las envolvió una atmósfera muy cálida que invitaba a la desnudez. El silencio era casi total, salpicado sólo por el murmullo del agua.

Se dieron una ducha y luego se metieron en la sauna. Susana la excesiva se tendió en la grada superior, donde el vapor se concentraba y el calor resultaba más intenso. Teresa se puso a la misma altura que Susana, aunque en sentido contrario, de modo que sus cabezas estaban muy cerca. Olga se sentó en una de las gradas inferiores.

Durante un momento ninguna habló. La primera en abrir la boca fue Susana:

—¿Os he contado lo feliz que soy desde que estoy menopáusica?

—Que yo recuerde, querida, tú nunca has dejado de ser feliz —dijo Teresa.

—Bueno, pues más feliz. Vamos, que he alcanzado un estadio superior de humanidad. ¿Os interesa o no?

—Claro —dijeron a coro. Luego Olga añadió—: Ya sabes que en estas cuestiones tú eres nuestra guía. Como has sido la primera en llegar...

—Veréis: me vino la regla por primera vez a los diez...

—Tú siempre corriendo para todo.

—No la tengo desde hace un año. A una media de vez por mes, doce veces al año, por treinta y siete años significa que he pasado unas cuatrocientas cincuenta veces por tal experiencia...

—¡Oh, no!

—¡Cielos! ¡Qué cantidad de celulosa desperdiciada!

—... esencialmente definible por las siguientes miserias. Al empezar a ovular (aparte del posible pero no seguro dolor en el costado correspondiente), la insoslayable hinchazón, que llega a su punto máximo dos días antes de menstruar: los anillos quedan atorados en la base de los dedos, la goma de la ropa interior taladra la cintura, la barriga abulta como en un embarazo al tercer o cuarto mes, el sujetador parece haber encogido dos tallas, los pechos estallan de dolor...

El discurso de Susana se veía puntualmente jalonado por los comentarios de sus amigas, que participaban de su opinión.

—... por supuesto, mejor no subirse a la báscula porque te da un patatús: entre un kilo y dos más. Una crispación, una irritabilidad, un malhumor, incluso sin haber pasado por la maldita báscula, que te predisponen a morder no sólo a la gente a la que no soportas sino también a la que adoras. Por no hablar de las lágrimas, listas para desbordarse a la más mínima, aunque sea porque se ha pegado la bechamel. Dolor de cabeza intenso; en mi caso, por lo menos durante tres días y situado en el tercer ojo. Un sabor horrible en la boca, como si estuvieras chupando sin cesar la barra de apoyo de un autobús.

Las otras seguían estando de acuerdo con ella.

—Te viene la regla. ¡Qué descanso! Espera..., no corras tanto: todavía te queda el asunto ingrato de las compresas o los tampones y acordarte de cambiarlos a tiempo (no insistiré en mis desventuras en ese terreno), aguantar las náuseas y el dolor en los riñones o en la barriga, suponiendo que tengas suerte y no pertenezcas al porcentaje de la población que sufre de dismenorrea. Si es así: cólicos intensísimos, vómitos y fiebre. Nadie sabe por qué algunas mujeres son víctimas de este trastorno ni cómo curarlo. Será que no les ha dado todavía tiempo a investigarlo... Total, sólo afecta a las mujeres desde hace unos cuantos siglos.

—Bien dicho.

—Sigo. Además de haber perdido de vista para siempre los tampones, me he olvidado para siempre también de la maldita planificación familiar. ¡¡No me puedo quedar preñada!! Me parece tan extraordinario poder follar sin miedo a embarazos no deseados... Pasando de los anovulatorios, que, como bien sabéis, a mi edad y siendo fumadora, representan un riesgo cardiovascular de mil pares de narices. Pasando también de dius, que, como bien sabéis, ya tuvieron la amabilidad de dejarme preñada dos veces. ¡Dos! Pasando también de preservativos, que, aunque no tienen mucha gracia, por lo menos no cargan sobre nosotras el mochuelo de las hormonas o aparatos extraños en nuestro cuerpo... Bueno ¿qué os ha parecido?

Olga y Teresa aplaudieron.

—Bien. Pues esas miserias se acabaron. Por ello digo que he entrado en un estadio superior de humanidad, o sea, como viven ellos: sin la regla, sin peligro de embarazo, sin obligarse a tomar precauciones, pero sigo siendo una mujer.

—Y, además, con pinta de cría, desde luego.

—Por supuesto, y lo que te rondaré, morena. El envejecimiento, como todo, es también una cuestión de coco. Hay personas de treinta y cinco que parecen viejas. Y personas de sesenta que están estupendamente. Un consejo: mantened la jovialidad. Bueno... en vuestro caso, antes deberíais descubrirla. Os convendría desempolvar un poco la vida. O echar unos cuantos polvos salvajes.

—No empieces.

Al salir de la sauna, estaban hambrientas.

—¿Queréis un aperitivo?

—Yo me tomaría un zumo de zanahoria —dijo Olga.

—¡Qué idea! Yo, también —dijo Susana, estallando en una de sus carcajadas—. Todavía estoy en modo contenido. ¿Os dais cuenta?

Olga contempló los ojos verdes de su amiga bajo el flequillo oscuro. Le quedaba estupenda esa media melena con las puntas hacia afuera. A ver lo que iba a durar, porque Susana era incapaz de llevar el mismo peinado seis meses seguidos.

—Chin —dijo Teresa cogiendo su vaso de ginebra y haciéndolo chocar contra los zumos de ellas.

—A ver, un acertijo —dijo Susana, echando el humo del cigarrillo por la nariz—. Un tío y una tía están follando...

—Vaya, querida, ¿y qué otra cosa podrían estar haciendo un tío y una tía en tu opinión?

Susana ignoró a Teresa:

—¿Quién de los dos puede decir: la tengo dentro? ¿Él o ella?

—Good question —se rió Olga de ese acertijo sin solución.

—Bueno, para evitar ambigüedades se puede utilizar la frase de las feministas francesas en mayo del 68: Je me suis farcie d’un mec —explicó Teresa.

Olga y Susana la miraron con asombro.

—Caramba, Teresa, pareces una transformación de Susana.

—Ya ves, a la vejez, ¡viruelas!

—¿Quieres decir que follas, hija mía? ¿Eso significa que estáis mejor tú y Carlos?

—Corazón, Carlos y yo nunca vamos a estar mejor, porque lo nuestro no tiene arreglo.

—¡Joder, Teresa!, es la primera vez que te oigo un juicio tan lúcido respecto a tu pareja.

—Sin embargo, la otra noche me pareció que... —empezó Olga.

—¿Qué? ¿Que Carlos era menos grosero conmigo? ¿Que resultaba más amable, incluso cariñoso? ¡No te confundas! Siempre que Carlos empieza una relación amorosa importante, me trata con guante blanco. Para que esté tranquila y no le fastidie el invento.

—¿Eso quiere decir que tiene una aventura?

—Quiere decir que se ha enamorado.

—Bueno. No parece muy grave. Eso, a tu marido le pasa una o dos veces por semana, ¿no?

—No. Una o dos veces por semana, incluso más, encuentra a alguien a quien seducir. Es como un deporte, ¿sabes? Enamorarse perdidamente, le ocurre pocas veces. ¿No te fijaste en su buen humor, en su alegría? —preguntó Teresa a Olga.

—Sí, pero no imaginé que ésa fuera la razón. Creía que estaba relacionado con su éxito profesional.

—No sé cómo lo aguantas.

Teresa suspiró.

—Ya lo sabes. Siempre he estado enamorada de él...

—Siempre has estado enferma de él...

—Quizás... En realidad, ha podido hacer conmigo lo que ha querido. —Teresa levantó una ceja, apuró su ginebra y añadió—: Aunque lo cierto es que después de cada ligue ocasional, después de cada aventura, incluso después de los amores absolutos, ha vuelto a mí. Será que me prefiere a las demás, ¿o no?

—O que tú soportas lo que nadie más soportaría —dijo Susana mientras aplastaba el cigarrillo contra el cenicero—. Yo introduciría una asignatura en los programas de enseñanza básica. Su título: el amor. En ella se enseñaría, entre otras cosas, la estupidez monumental de enamorarse de una persona que te putea. Habría que darle recursos a la gente para huir de los amores destructivos.

El camarero había aparecido para tomar la nota.

—Para mí una lasaña —pidió Susana—. Chicas, ¿qué queréis?, estoy ya en modo desatado.

Cuando el camarero las dejó con el tinto, Susana volvió a la carga:

—Lo que no entiendo es por qué nunca te has buscado un amante. Sí, sé que me dirás lo de siempre: durante siglos sólo te interesó Carlos, pero eso ya no es así, ¿verdad?

Olga estuvo a punto de darle una patadita a Susana por debajo de la mesa. ¡Estaba en pleno desenfreno imaginativo! Segura de que Teresa ni siquiera se molestaría en rebatir el comentario, casi salta de la silla, tan desprevenida la pilló su respuesta.

—Tienes razón. Ya no.

Susana, la bruja, había dado en el clavo.

Durante unos segundos que a Olga le parecieron larguísimos, Teresa y Susana se observaron con una sonrisa irónica bailando en los ojos.

—¿La lasaña? —preguntó el camarero.

Esperaron a que se alejara, y entonces, antes de hincarle el diente a la pasta, Susana se lo hincó a Teresa.

—¿Nos lo vas a contar? ¿Has tenido un rollo con alguien? ¿Estás enamorada? Venga, suelta, que me tienes sobre ascuas...

—Susana, cielo, si no me dejas hablar...

—¡Adelante!

Teresa dejó el tenedor que utilizaba para juguetear con las lentejas, cogió el cigarrillo que seguía ardiendo en el cenicero y se recostó en el respaldo de su silla.

—Sí, tuve uno. Tuve un amante, vamos.

—¿Tú, un amante? —repitió Olga, incrédula. Pero, bueno, ¿la reina de las nieves tenía pasiones mortales? ¡Menuda novedad! ¡Menudo as acababa de sacarse de la manga!

—¡Fantástico! —gritó Susana, fuera de sí—. ¡Que le den por el culo al cabrón de Carlos! ¡Ya era hora, joder!

—Por favor, Susana, ¿puedes dejar de gritar?

—Perdona. Sí, sigue. ¿Quién es él?

—Quién era, porque la historia se acabó.

—¡Oh! ¡Qué lástima!

—¿Era alguien conocido?

Teresa negó con la cabeza.

—¿De dónde lo sacaste?

—¿A qué se dedicaba?

—¿Estaba bueno?

—Buenísimo. Era, era...

Olga no podía creer que Teresa estuviera hablando de esa forma, y siguió sin poder dar crédito cuando les contó que se trataba de un camarero de un bar...

—¿Un camarero? —dijeron Olga y Susana al unísono.

Se miraron desconcertadas. No le pegaba nada a Teresa la exquisita liarse con un camarero.

—Sí. Un camarero de veinticinco años...

Olga y Susana habían dejado de comer para escucharla y tratar de digerir aquella confesión.

—Un tío con veintitantos años menos que tú... ¿Qué le pudiste ver, Teresa?

—Y, además, camarero... ¿De qué podías hablar con un hombre tan joven y profesionalmente tan alejado de ti?

—No hablábamos, follábamos.

—¿Pero qué le viste?

Aunque Teresa no pudo explicarlo de esa forma, al cabo de unos minutos Olga y Susana comprendieron que había caído presa de la voz del muchacho —una voz de terciopelo, como los melocotones dorados— y de la visión de sus manos —unas manos masculinas, grandes y de dedos estilizados.

—Vamos, que estaba como un queso —dijo Susana, ocupada nuevamente en su lasaña.

Teresa suspiró y afirmó con la cabeza.

—¿Y encima follaba como Dios? ¡Menudo chollo! ¿Y qué pasó?

Teresa siguió jugueteando con las lentejas.

La historia se prolongó unos meses, aunque ella sabía que no tenía ningún sentido seguir adelante. No iban a ninguna parte...

—¡A la cama! ¿Te parece poco?

Teresa no soportaba sentirse atada a alguien tan poco brillante. Ciertamente, nunca había ocultado que adoraba a Carlos, entre otras razones, por sus méritos profesionales y su popularidad entre amigos, críticos, galeristas... De modo que cada semana se decía: Rafa no es mi tipo, esto se acabó. Y, sin embargo, se notaba prisionera de un extraño conjuro, por lo que no conseguía cortar la relación. Pese a que en numerosas ocasiones ensayó las palabras de ruptura con las que iba a poner fin a la historia, en cuanto volvía a ver sus manos o a oír su voz, como si su voluntad se desvaneciera, era incapaz de pronunciar ni una sola frase del largo discurso preparado.

—Era terrible. Como ser succionada por la órbita de un cuerpo celeste.

—Bueno, entonces ¿cómo lo conseguiste, por fin?

Teresa se echó a reír.

—No lo vais a creer. De la manera más tonta.

Lo consiguió al romperse el hechizo.

—Se puso enfermo. Tenía una simple gripe, pero suficiente para que su voz no guardara ninguna relación con la piel de los melocotones dorados. Y, encima, los días que estuvo en cama, cogió la costumbre de morderse las uñas.

—¿Tan fácil? —preguntó Olga.

Tan fácil, sí. Aquella voz y aquellas manos habían dejado de impresionarla. Algo hizo clic en su cerebro y se sintió liberada. Casi se sorprendió de haberse sentido tan intensamente vinculada, aunque sólo fuera por el sexo, a aquel chico. Pudo decir basta.

—Parece que te hayas chutado, papá.

Olga miró alternativamente a Alberto y a María. Alberto había estallado en otra carcajada insólita. Y con ésa eran ya bastantes en una sola noche. Claro que el comentario de María era divertido... Divertido, pero sobre todo ingenioso. La chiquilla había acertado a describir con una frase la impresión que vagamente había estado flotando en la cabeza de Olga desde la llegada de Alberto. Risas impropias al saludarlos. Risotadas excesivas al escuchar el resumen del fin de semana en boca de Édgar y María. Más carcajadas al atender la llamada de Patricia, que, ¡cómo no!, había acertado en mitad de la cena. Había conseguido boicotear el único rato que habrían podido disfrutar juntos aquella semana. Pero, claro, ¿cómo hubiera podido irse a la cama sin saber si su Albertito había regresado y qué tal le había ido el fin de semana de trabajo? Pobre Tito, ¡qué esforzado, qué cumplidor, qué tipo tan brillante era!

Cuando oía el consabido discurso, Olga no sólo sentía feroces deseos de asesinar a su suegra, sino incluso de torpedear a su marido. Es decir, que Albertito era el rey de la responsabilidad y la profesionalidad, ¿no? ¿Y ella, qué? Naturalmente, nada de nada. Como si pasase el día en el club, dormitando al sol, o fuese a tomar el té con las amigas, o a reventar la visa de Tito... Una ociosa, eso era. A pesar de estar acostumbrada a oírla, todavía le resultaba inaudita e intolerable la falta de ecuanimidad de Patricia. Cuando iba a comer con ellos, Olga se hacía el firme propósito de mantenerse impávida. Ooooooooooommmmmmmmm, se decía juntando el pulgar y el índice de cada mano. Aparentemente resultaba imperturbable, pero el estómago se le cerraba en un espasmo que no le permitía probar bocado hasta pasadas veinticuatro horas y, entonces, se atracaba de galletas. Si no fueras mi hijo me enamoraría de ti, continuaba Patricia, arrobada. Y se deshacía en alabanzas hacia su hijo, que resultaba maravilloso por tantísimas razones y, además, por ocuparse de todo, incluso de la compra. Al llegar a ese punto, ni siquiera el «om» lograba mantener la calma de Olga. Porque iba Alberto, ciertamente, pero después de que ella hubiese apuntado en una lista lo que faltaba. Lanzaba una mirada torva a su suegra. ¡Lástima, lástima, que no te atrevas a más, Monegal! Un gancho en la mandíbula sería lo pertinente. No. Alberto no se ocupaba de la casa. Quien llevaba el peso de lo doméstico y familiar era Olga; Alberto se limitaba a ayudar. ¿Qué quieres que haga?, preguntaba amablemente sin advertir que los platos de la comida, amontonados delante de sus narices, estaban por meter en el lavavajillas o que la lavadora había terminado los centrifugados y la ropa estaba por tender. En casa, Alberto resultaba una especie de realquilado encantador. ¿Te pongo la mesa? Sí, por favor, y coge un mantel limpio. ¿Dónde guardas los manteles? ¡Om!

—¡Qué burradas dices, María! —exclamó Alberto, poniéndose repentinamente serio—. No quiero que hables así ni en broma, ¿me oyes?

—¡Ay, papá, por favor, no te pases! Lo he dicho porque estás raro. No pareces tú, tanto reírte y meter ruido. Hablando como una moto...

La niña estaba en lo cierto. Alberto también debió de considerarlo así porque, a partir de entonces, puso bajo control esa excitación, que, sin embargo, chispeaba en sus pupilas. Olga le observó detenidamente varias veces a lo largo de la cena. No fue capaz de adivinar qué podía estarle ocurriendo, ni esa noche ni las siguientes, en que su ánimo decayó bruscamente. ¿Quién podía entenderlo? Regresaba de dos días de trabajo en Bruselas como si hubiera estado de verbena, hasta rejuvenecido. Luego, en cambio, pasaba un lunes en su despacho y entraba en casa encorvado como si fuera un viejo, sin ánimo, ausente. Se le iba la poca energía en besuquear y estrujar a los críos como si pudieran desintegrarse y desaparecer para siempre de su vida.

—¡Papáaaa! —se quejaba Édgar—. Estás un poco plasta, ¿eh?

—Hijo, no seas así. Soy tu padre y te quiero.

—Que eres mi padre, lo supongo...

—¡Édgar...!

—... y que me quieres, lo sé. Pero nunca te habían dado esos ataques de soba.

María procuraba escabullirse antes de ser alcanzada por las demostraciones afectuosas de su padre; no era muy partidaria de tanto abrazo. Indudablemente ni ella ni nadie en la casa estaban habituados a los excesos de ternura. Olga era la primera desconcertada. Alberto jamás había sido un hombre amoroso. ¿Entonces...? No hallaba explicación para ese cariño súbito y desmedido, que se limitaba a sus hijos; a ella no la alcanzaban los achuchones. Con ella seguía siendo amable y atento, pero menos cercano, menos cómplice. O esa sensación tenía Olga. A veces, hasta dudaba de sus impresiones. Tantos años juntos y, de pronto, parecía como si Alberto hubiese desarrollado una cara oscura de la luna. Olga se quedaba sentada del lado iluminado, especulando con preocupación acerca de la otra cara. ¿Qué se escondería en ese lado oscuro? ¿Estaría enfermo?

El decaimiento daba paso a breves episodios de euforia, durante los cuales recuperaba la locuacidad y la alegría de aquel domingo por la noche. Luego, al enfangarse de nuevo en la tristeza y el desánimo, parecía prisionero de una campana de cristal. ¡Ni siquiera la música lograba sacarlo de su abatimiento! Cuando por la noche, después de cenar, Édgar y María se encerraban en sus habitaciones a terminar los deberes y ellos dos se sentaban en la sala, Olga ponía un disco compacto que resquebrajara la campana. Magdalena a los pies de Cristo, un oratorio de Caldara que le gustaba mucho. Nada. Alfred Deller, su contratenor preferido, interpretando con acompañamiento de laúd canciones de Dowland. Absolutamente nada. Se limitaba a sentarse en el sofá, átono y desmadejado, con el rostro inexpresivo. En dos ocasiones ella intentó saber qué le ocurría, pero contestó que estaba cansado, que tenía mucho trabajo y muchos problemas...

Monegal, no te pongas pesada; si quiere hablar, ya lo hará. No lo atosigues.

Sin embargo no estaba tranquila, sobre todo porque no entendía esos cambios bruscos de humor de Alberto. Daba la impresión de ir montado en una montaña rusa, aunque el trayecto constaba de mayor número de bajadas que de subidas. De pronto se le ocurrió... ¿No padecería un trastorno bipolar? Navegó por Internet hasta toparse con la DSM-IV, la biblia taxonómica de la psiquiatría mundial. Después de mirarlo por encima y considerar que la diferencia entre clasificar nemátodos o trastornos emocionales y comportamentales era mínima, leyó con detenimiento los textos. La verborrea y la euforia de Alberto concidían con dos de los rasgos de la fase maníaca, sin embargo ni estaba irritable, ni dormía menos de lo habitual, ni sobrevaloraba sus propias capacidades, ni, por supuesto, mostraba una apetencia sexual exagerada —¡qué más quisieras tú, Monegal!—. Se ajustaba a las características que definían la fase depresiva, por estar más retraído que de costumbre y, sobre todo, falto de energía. Pero Olga no podía asegurar que tuviera fallos de memoria o de concentración; en casa no era evidente, y no le constaba que las tareas profesionales le resultaran más difíciles. ¿Pérdida del apetito? Sí... comía menos que antes, mucho menos. Realmente, había adelgazado. Llegó a la conclusión de que Alberto no padecía un trastorno bipolar, aunque para quedarse tranquila decidió abordar a Teresa alguno de los días que, terminada la sesión de gimnasio, subía a verla.

—¿Enfermo, Alberto? No me lo parece. ¿Por qué lo dices? ¿De qué tienes miedo?

Olga le contó lo observado desde su regreso de la campaña, incluso yendo en sus confidencias más allá de lo que las dos tenían por costumbre. Le describió los cambios observados y de qué modo perturbaban su estabilidad personal y su vida de pareja alguna de esas novedades. A lo mejor, la indujo a hacerlo el tono médico con que la escuchaba su amiga.

—Por ejemplo, llevamos meses sin hacer el amor.

—Eso... —respondió Teresa echando el humo del cigarrillo por la nariz—. Si te cuento los siglos que Carlos y yo no nos hemos tocado. Es más, hasta llevamos un mes y medio durmiendo separados.

Evidentemente, no había sido buena idea comentárselo. De haber sido Susana su paño de lágrimas, hubiera puesto el grito en el cielo, alarmada. ¿Cómo podía estar alguien más de una semana sin follar? ¡Las diferencias entre las personas eran tan grandes!, suspiró Olga.

Abandonó el tema del sexo, que a Teresa nunca le había interesado mucho.

—También está más distante conmigo...

—¿Más frío, más malhumorado, más...?

—No, no. Afable, como siempre. Sólo que ha puesto distancia. Tengo la sensación de que algo se ha roto entre los dos y, sin embargo, no sé decirte qué es.

Teresa apagó el cigarrillo, con aspecto de estar pensando.

—Pues, fíjate que yo no he observado ningún cambio. Claro que, en realidad, creo haber empezado a conocerlo bien a partir del momento en que iniciamos el proyecto relacionado con el ciclotrón.

—Pero si hace veinticinco años que lo conoces... Los mismos que yo, ¿recuerdas?

—Claro. Pero tú eres su mujer y yo, la amiga de su mujer. Además, como es tan reservado... El caso es que ahora creo haber captado su personalidad, pero no soy capaz de decir si existen diferencias con el Alberto de unos meses atrás.

—Ya... Pero no te parece enfermo, ¿verdad? Quiero decir que no crees que tenga algún trastorno psiquiátrico, como lo que te he comentado o quizás otro.

Teresa se echó a reír.

—¡Qué va! ¡En absoluto! Al revés, me parece que tienes muchísima suerte de contar con un compañero como él. ¡Ojalá yo pudiera decir lo mismo!

Olga se quedó más tranquila. Teresa no era psiquiatra, pero algo habría estudiado durante la carrera. De modo que si ella decía que no existía motivo de preocupación, por algo sería.

Justo entonces, cuando Olga se convenció de que lo de Alberto no debía de ser grave, Édgar pasó de ser un adolescente sólo cretino a ser un adolescente perturbador.

—¡Cariño! ¡Otra vez en la cama...! ¿No se te ocurre nada mejor?

—Cómo te pones por nada...

—Me da grima verte tumbado todo el día, como si a los quince años no tuvieras otra cosa que hacer.

—¡Jo!, no entiendes nada, mamá. Estoy pensando el argumento de una novela. Ya te lo he dicho otras veces. Quiero ser escritor.

—A mí me parece que tu vocación es ser vago. A ver, mírame. ¿Por qué tienes los ojos tan enrojecidos?

—No sé —contestó Édgar encogiéndose de hombros.

—¿Y se puede saber a qué huele tu habitación?

—A nada, mamá.

—¿Cómo que a nada? Si apesta a hierba.

¡De modo que le daba a los porros y le faltaba valor para confesárselo! Ni que ella hubiera sido una madre a la que no se le pudiera explicar nada, ¡caramba! Con el cuidado que siempre habían puesto Alberto y ella en demostrarles a sus hijos que la confianza era primordial, que podían contarles cualquier problema...

Al fin, loca de inquietud, se lo explicó a Susana, antes incluso de comentárselo a Alberto, que ya bastante desajustado andaba, el pobre, como para ir dándole malas noticias sobre cuestiones domésticas.

—Olga, tesoro, ¿no irás a montar un pollo por un poco de marihuana, eh?

—Mujer, no me hace gracia. Además, si te crees que él me lo ha dicho... Me he dado cuenta yo. Su habitación apesta.

—¿Y qué esperabas? ¿Que viniera a decirte: mamá, ya soy un hombre, hasta fumo canutos? Venga, Olga, no seas ingenua. Por mucha confianza que haya habido en casa, no puedes figurarte que te lo va a contar todo. ¿Acaso te ha notificado ya su primer morreo? ¿O que se ha estado acariciando con la chica que le gusta?

—¡No...!

—Y hasta debes creer que, como no ha dicho nada, será que no ha ocurrido nada, ¿no?

Olga asintió con la cabeza.

—A veces, las madres somos un poco tontas, ¿sabes? —explicó Susana con una mueca graciosa.

—Bueno, en este caso, tampoco Alberto se ha enterado de nada.

—¡Ja! —rió Susana—. Figúrate que, si nosotras somos tontas algunas veces, ellos lo son siempre; no se enteran de la película hasta que nosotras se la contamos.

—Volviendo a los porros, me preocupa que de ahí pase a probar drogas duras. No sé... El éxtasis, el crack... Son tantos los peligros que los acechan a la salida del instituto o a las puertas de las discotecas...

—Lo normal será que le dé un tiempo más al canuto y aquí se acabe la historia. Eso fue lo que ocurrió con África.

—¿Tu hija fumaba?

—Hace ya mucho. A los dieciséis o diecisiete. ¡Y, ya ves, ahora, ni siquiera soporta que yo fume tabaco!

Sería por los porros o porque el argumento de su novela lo mantenía demasiado ocupado, el caso fue que las calificaciones escolares experimentaron un descenso brusco.

Alberto, ya al tanto de los petardos, y ella sostuvieron una conversación con su hijo, que prometió enmendarse. No iba a fumar más porros, iba a dedicar más tiempo al estudio, dejaría la novela para el verano... y se ocuparía de Dulcinea.

No era mal chaval. Estaba en plena crisis adolescente.

La tranquilidad duró poco.

—¡Édgar!

Se iba a enterar. La jaula del periquito se asemejaba a un vertedero no controlado.

Silencio.

—¡Édgaaaaaaaaar!

Se asomó a la puerta de la sala, aullando:

—Yo no he sido.

Este comentario gracioso de Édgar, defendiéndose de una posible inculpación antes de que ella abriese la boca, la hubiera hecho reír unos días atrás. Pero cuando vio sus ojos irritados, sanguinolentos, se le pasaron súbitamente las ganas de bromear. ¡Ya estaban otra vez a vueltas con los canutos!

—Si no limpias la jaula, abro la puerta y dejo que Dulcinea se vaya al mundo exterior, tú mismo.

No se lo tuvo que repetir.

—Caramba, hijo, vaya novedad —comentó Alberto al llegar a casa. Luego, mientras se aflojaba el nudo de la corbata, le preguntó—: ¿Has decidido por fin limpiar la pocilga del bicho?

Édgar no contestó, en cambio Olga levantó la vista del libro que leía para advertir:

—Lástima que sólo se decida cuando le pongo la navaja en el cuello.

Alberto se sentó en el sofá y ya no volvió a abrir la boca. Estaba mano sobre mano con la mirada perdida entre la paloma de Picasso y las nubes de Magritte. Olga dejó el libro y le observó. Llevaba días ausente, completamente desinteresado de todo. Durante la cena también se desconectó de la conversación general. María lo llamó tres veces hasta conseguir captar su atención.

—¡Jo!, papá. No te enteras de nada, ¿eh? —lo reconvino. Luego, dirigiéndose a Olga y como si su padre no existiera, advirtió—: ¿Será que está enamorado? Trae la misma cara de bobo que se le puso a Édgar en verano cuando se enamoró de la alemana del camping. ¿Te acuerdas?

¿Enamorado? ¡¿Enamorado?! ¿Sería posible? Fue como si María le hubiese encendido una luz en el cerebro. ¡Enamorado...! ¿Por qué no? Algunos signos concordaban, aunque resultaba raro pensarlo. Alberto no era un hombre enamoradizo. Ni siquiera de joven lo fue. Le costó enamorarse de ella, o por lo menos, confesárselo. Vamos, que si Olga no lo llega a ayudar, quizás nunca hubieran empezado a salir juntos. A lo peor, si ella no lo hubiera empujado, no habrían sido novios, ni compartido la cama, ni decidido vivir bajo el mismo techo. Y, por supuesto, si llega a escuchar a la arpía de su suegra la noche antes de la boda, no se casa. Desde luego, considerando el enamoramiento como un impulso físico, un cataclismo de neurotransmisores y hormonas, costaba imaginar a Alberto con esa agitación.

Realmente resultaba extraño imaginarlo víctima de un flechazo. Y, sin embargo, podía ser, ¿o no? La idea la trastornó durante un rato. En la cama rebullía inquieta. ¿Alberto enamorado de otra? ¿Como un Carlos cualquiera? Él, tan cabal, tan fiable, tan sólido...

Se levantó a beber un vaso de agua. Se sentó en la sala, donde Dulcinea la recibió con arrumacos sonoros.

—Chst, a dormir.

El pájaro la observó ladeando la cabeza.

Alberto enamorado... Bueno, nada de alarmas absurdas, se dijo. No fuera a perder la cabeza. Esas cosas podían ocurrir. En realidad, ocurrían. No tenía más que acordarse del Hespérides. ¿Por qué no podía Alberto sentir de pronto atracción por otra mujer sin que eso fuera el fin del mundo? Además, sentir no significaba necesariamente pasar a la acción.

La calma autoimpuesta fue relativa y, sobre todo, se esfumó al hilo de una conversación banal con Alberto en la que, casi por casualidad, él hizo referencia al fin de semana en que se ausentó por trabajo.

—Fui a cenar a Le Train Bleu cuando estuve en París.

—¿París? ¿No fuiste a Bruselas?

—¡Qué cabeza! No sé qué me pasa últimamente. Por supuesto que fue Bruselas.

Entonces, ¿estuvo o no en Bruselas? ¿Era o no un fin de semana de trabajo? ¿Y con quién fue? ¿Le Train Bleu? ¿Por qué le resultaba tan familiar ese nombre?