6

11 de agosto por la mañana

Justo fuera del priorato, Dante se cruzó con un grupo de guardias de barrio. Reconociéndolo, los hombres se acercaron a él animadamente, como si estuvieran buscándole.

—Prior, finalmente os encontramos. Ha ocurrido una desgracia en la Carraia. Un ahogado. Estamos yendo a recuperar su cuerpo —dijo uno de ellos santiguándose.

También el poeta había sentido el instinto de santiguarse. La muerte en el agua era siempre presagio de desventuras en la conciencia del pueblo. Y quizás había algo de verdad en aquella creencia, porque es la tierra el lugar predestinado para el eterno descanso. Hay algo de poco natural en un sepulcro europeo.

¿Pero por qué la máxima autoridad del ayuntamiento debía ocuparse de un acontecimiento parecido, por doloroso que fuera? Los ahogamientos en el río Arno no eran un acontecimiento raro, especialmente en verano, cuando muchos se acercaban a su cauce traicionero, confiando en sus aguas tranquilas.

Iba a ordenar que se dirigieran a alguien más cuando su mente se vio atravesada por un presentimiento. Inmediatamente mudó su decisión.

—Indicadme el camino —exclamó, siguiendo los hombres.

Se movieron por la orilla del Arno, hacia el valle del puente Viejo, pasando por encima de los molinos de agua. En aquel momento la corriente del río, casi en sequía por la escasez estival, discurría lentamente, a menudo envolviéndose sobre sí misma en largos remolinos.

Por el lecho, en proximidad del primer pilar del puente hacia Carraia, se había reunido una pequeña multitud ocupada en observar algo y en discutir animadamente. Alcanzado el lugar, el poeta divisó el motivo de tanta agitación: atrapado en las palas del último molino se veía un cuerpo humano que seguía emergiendo del agua con cada vuelta de la rueda. Como una macabra divinidad fluvial, se mostraba en toda su dramática fragilidad, metido en el agua, y luego regresaba fuera, cayendo de nuevo en su tumba líquida.

Había algo extraordinario, pensó el poeta, en aquella alegoría de una resurrección incompleta. Como si el muerto se negara a bajar a la tumba, y al mismo tiempo las potencias infernales le negaran el regreso, cada vez deteniéndole en el umbral de la liberación.

—¿Por qué nadie ha pensado en detener el molino? —gritó Dante a uno de los guardias que estaba con los brazos cruzados contemplando la escena.

—El molinero está intentando hacerlo. Ha quitado la conexión con el muelle, pero la rueda libre sigue girando. Están intentando detenerla desde dentro con un palo, para agarrarla con cuerdas.

Efectivamente, unos instantes antes la colosal rueda de diez brazos de diámetro había comenzado a frenar y las resurrecciones del muerto eran cada vez más esporádicas. Finalmente se detuvo por completo. Dos guardias se subieron con cautela al castillo de travesaños que la sujetaban, hasta alcanzar el punto donde el cuerpo se había quedado enganchado. Desde allí, ayudándose con las cuerdas, lograron bajar el macabro peso hasta una pequeña barca que estaba esperando sobre el río.

Dante aguardaba sobre la orilla.

—¡Alejad a esos vagos! —gritó a los guardias, indicando a la pequeña multitud de curiosos que se amontonaban alrededor.

Mientras los soldados, utilizando como bastiones la empuñadura de sus lanzas, iban liberando el campo, la barca amarró. Dante se agachó sobre el cadáver que yacía boca abajo, con los brazos abiertos en cruz y la cabeza colgando por la borda.

Con delicadeza levantó la cabeza, apartando de la frente los cabellos mojados. En el movimiento un chorro de agua salió de la boca del muerto, como si su cuerpo estuviera lleno de aquel líquido que le había matado. Inmediatamente dejó que el pelo le cayera de nuevo, escondiendo otra vez los rasgos de aquel hombre. Se dio la vuelta para observar la expresión de los soldados, por si alguno de ellos lo había reconocido. Pero aquellas caras carentes de curiosidad lo tranquilizaron.

Era el rostro de Brandano. Quizás uno de tantos y, seguramente esta vez, el último. El monje no había tenido tiempo de asumir un gesto estudiado, y ahora sobre sus rasgos morados se leía solo la angustia de una muerte violenta.

El prior, levantando apenas el cuerpo, abrió la túnica sobre el pecho para examinar sumariamente las condiciones. El cadáver estaba cubierto de rasguños y golpes. Tenía que haber sido abatido violentamente contra el fondo. Sobre un costado, dos labios ensangrentados indicaban el punto donde la carne había sido rota con algo. Levantó la mirada hacia la rueda. Las palas estaban fijadas en la estructura por grandes clavos. Probablemente habían sido estos los que habían causado aquellos cortes tan profundos.

Continuó la observación: sobre un hombro un insólito tatuaje llamó su atención. Realizado con un color rojizo, aquel tono azulón de su piel lo resaltaba como si fuera una mancha de sangre. Tenía la forma de un octágono, rodeado con marcas más débiles. Dante no había visto antes nada parecido, solo alguna de las marcas menores recordaban los símbolos con los que los astrólogos representaban las combinaciones de su arte. Se quedó durante unos instantes en silencio, meditando sobre todo lo que veía. Luego se recuperó.

—Tomad un trozo de tela en el molino y envolved estos restos —ordenó, volviendo a ponerse de pie. Mientras tanto había extraído de su bolsa una tablilla de cera, y con la pluma trazó rápidamente una copia del tatuaje.

No le resultó demasiado difícil. Había sido desde joven un buen dibujante y su conocimiento de las mezclas de los colores le habían ayudado mucho en el momento de inscribirse en el arte de los herbolarios. Habría podido dedicarse con éxito a la pintura, si hubiera querido. También su amigo Giotto estaba convencido de ello y le había animado varias veces. Quizás un día, cuando fuera otra cosa distinta de lo que ahora era...

Al poco rato uno de los guardias regresó con algunos sacos con cuerdas. Había obtenido un sudario improvisado donde el poeta mandó envolver al hombre, teniendo cuidado de que en la operación el rostro se quedara cubierto. Solo cuando el cadáver estuvo firmemente atado con las cuerdas se sintió más tranquilo.

Al menos durante unas horas la noticia de la muerte de Brandano sería secreta. Podía ser útil que fuera él el único en saberlo durante un poco más de tiempo.

—Llevadlo a Santa María. El ayuntamiento se encargará del sepelio si ningún pariente o amigo reclama su cuerpo.

Los guardias se alejaron. Dante, mientras tanto, pensaba en lo que tenía que hacer. Por lo tanto, el monje no había sobrevivido a la fuga a través del pasaje subterráneo. Por algún motivo tenía que haber caído al río y allí, con las ropas mojadas, había terminado en el remolino del molino, quedando enganchado en las palas de la rueda. Una muerte mísera, para un hombre que había hecho de su habilidad y sus juegos la fuente de su sustento. Y sin embargo, parecía que las cosas habían ido exactamente así. También tras juzgar las condiciones del cadáver, la hora del ahogamiento tenía que situarse más o menos en la de su fuga de la abadía.

No obstante, una voz dentro de él seguía murmurando, inquietándolo. Las dos profundas heridas sobre el costado podían también tener la explicación que había dado en el momento, pero no lograba borrar la impresión de que eran muy parecidas a las que se habían encontrado en el cuerpo de Guido Bigarelli y de Rigo di Cola. Y además, estaba el tatuaje, con aquella insólita connotación astral. Pero al menos sobre este punto tenía la esperanza de encontrarle un significado: el viejo Marcelo le había revelado que utilizaba para su diagnosis la astrología. Quizás él sabría darle un sentido a aquel tatuaje.

En la taberna le informaron de que Marcelo, según sus costumbres, a aquella hora tenía que estar en San Giovanni para su oración diaria.

Dante llegó rápidamente hasta el baptisterio, penetrando en el templo por su puerta meridional. Tuvo que cruzar el estrecho jolgorio de chabolas que a lo largo de las décadas se habían unido al majestuoso edificio, casi ahogándolo con su abrazo, y superar la multitud de vendedores que habían llegado para situar sus bancos entre las tumbas del antiguo cementerio que todavía sobrevivía.

El viejo médico estaba de pie, bajo la luz de una de las ventanas. Parecía inmerso en profundas meditaciones, con la cabeza agachada y los ojos cerrados. Sobre su rostro marcado por el tiempo parecía que la red de las arrugas se había acentuado en las últimas horas, excavando surcos hasta el hueso. Un gesto de pena alteraba su expresión, generalmente relacionada con aquella serenidad que una vida rica y dedicada a las artes libres imprime en los rasgos. Dante tuvo la sensación de que era efecto de un dolor insostenible, como si un pinchazo repentino le devastara las vísceras.

En ese momento Marcelo abrió los ojos y le reconoció. De repente su rostro se distendió, volviendo a ser el de siempre.

—¿Qué buen viento, prior? ¿También vos en esta iglesia extraordinaria para dar las gracias a Dios?

—No menos nobles son los motivos de mi llegada. Sabía que os encontraría aquí.

—¿Me buscabais? Es un honor ser objeto de las atenciones del prior de Florencia.

Dante creyó captar cierta ironía en el tono del otro, pero continuó.

—Apelo a vuestra ciencia de los astros para obtener un juicio sobre esta figura —dijo extrayendo la tablilla de cera de la bolsa y mostrándosela.

Marcelo la cogió, manteniéndola a una cierta distancia de los ojos.

—Con el tiempo mis pupilas han perdido la capacidad de ver de cerca, señor Dante, como si la muerte quisiera estar muy segura de que me cogerá de sorpresa cuando llegue la hora —dijo, esforzándose para enfocar los surcos sobre la cera. Luego calló de golpe—. ¿Dónde habéis visto estas señales? —preguntó.

—Sobre el cuerpo de un hombre muerto. He pensado que conocer su significado podría ayudarme para establecer la identidad.

Marcelo lo miró fijamente, como si buscara descubrir un significado escondido en sus palabras. Continuaba sujetando fuertemente la tablilla.

—La verdad es que son señales insólitas —murmuró.

—Símbolos de astros, me parece. ¿Pero qué significan?

—Como habéis entendido perfectamente, las señales que rodean el octágono representan los diferentes cuerpos celestes. Aquí está el sol —dijo el médico, indicando un círculo—. Y estas son la estrella de Venus y el turbio Saturno.

—¿Pero qué significa el octágono? He visto otras representaciones en el mapa zodiacal y todas diferentes de esta.

El viejo esperaba un instante antes de responder. Seguía con el dedo la línea sutil de cera.

—Muchas son las formas de trazarla, pero una cosa es verdaderamente insólita aquí. Pocos conocen este detalle particular en las combinaciones angulares de los astros: el aspecto real de ciento treinta grados. Solo los astrólogos árabes, que yo sepa, lo conocen.

—¿Por qué real? ¿Qué tiene de extraordinario esta combinación particular?

—¿Queréis decir el octágono? Es la forma que asumió Dios cuando quiso que le conocieran los hombres, siguiendo la tradición de los paganos de Ultramar. Esto constituye la duplicación del Tetragrámaton, el nombre de Dios inefable, el doble cubo sobre el que se sujeta el mundo. Esa es la forma que los antiguos otorgaron a los edificios destinados a contener la luz de Dios.

—¿Su luz?

—Claro... su espíritu. O también los rastros de su pasaje. ¿En la obra de los poetas que os gustan no está escrito que el mismo Grial está custodiado en un octágono de piedra?

Dante levantó los ojos hacia el mosaico que cubría la bóveda y luego giró la cabeza a su alrededor.

—También el baptisterio es un octágono —observó.

El otro había seguido su mirada.

—Así es —dijo.

—Según vos, ¿por qué hoy alguien debería intentar construir un gran edificio octogonal en vuestras tierras? Ya no hay ningún Grial que se tenga que custodiar.

Marcelo volvió a posar sus ojos sobre él, sorprendido.

—¿Quién está construyendo lo que decís? ¿Y dónde? —preguntó después de una breve pausa.

—Hacia el septentrión de la ciudad. Algo inexplicable.

—¿Vos lo habéis visto?

—Sí.

—¿Y qué habéis obtenido?

—Poco o nada, salvo una idea general de su forma. Aparte...

—¿Qué?

—Se ha levantado en el camino hacia la muerte. Y la muerte lo ha visitado. Quizás era otra etapa en su recorrido, después de la taberna del Ángel. Y la marisma.

—¿La marisma? ¿Qué queréis decir señor Alighieri?

—Hay muchos más vestigios de los que creéis —afirmó el poeta, alejándose bajo la mirada de asombro del otro.

En el arte de los constructores

Dante ofreció a Manoello, el prior del arte, la hoja sobre la que Rigo había dibujado el plano de la construcción que se había incendiado. El hombre estaba sentado detrás de su imponente mesa de escritura, levantada sobre un pie de roble y grabada con los símbolos de la corporación.

Dejó transcurrir un instante, con un aire de asombro sobre su rostro. Parecía sospechoso. Luego dirigió los ojos hacia otros dos maestros ancianos que se habían levantado de su escaño para ver mejor, como si buscara su apoyo.

—¿De qué se trata?

—Me gustaría que fuerais vosotros quienes me lo dijerais. Es el proyecto de un tipo de edificio, algo que se ha empezado a construir. ¿Sabríais decirme, con vuestra experiencia, a qué se refieren estos diseños? ¿O a qué función podría destinarse una obra parecida?

—¿Y para qué queréis saberlo?

Dante se quedó serio. Movió un paso hacia la cátedra cerrando los puños. Conocía bien la capa de secreto que cubría cualquier actividad del arte de los constructores y la absoluta prohibición de revelar algo a los extraños. Pero ahora era el gobierno local de Florencia el que hablaba a través de su boca.

—Porque tengo razones para creer que este edificio está unido a un crimen. Y es mi deber recorrer el camino de la verdad, mientras el vuestro es socorrerme por el camino —susurró, golpeando con el dedo índice la hoja que el maestro continuaba ignorando.

El hombre parecía hallarse en un entredicho. Se limitó a llamar hacia sí a los otros dos con un gesto, antes de curvarse finalmente sobre el diseño.

—Una construcción insólita. ¿Una torre? —murmuró indicando el perfil de la muralla perimetral al hombre que en primer lugar se había acercado.

—Demasiado grande —contestó el otro después de un breve cálculo mental—. Más bien... podría ser un taller para hilar. Sé que ahora en el septentrión se construyen enormes. O un secadero para los paños teñidos. O para las pieles preparadas.

—No... yo sé lo que es —murmuró una voz temblorosa. El tercer maestro, el más anciano, se había mantenido hasta aquel momento apartado después de haber arrojado solo una rápida mirada a las hojas. Dante se giró hacia él. Sobre su rostro, blanco como un paño inmerso en la lascivia, la muerte había ya grabado su señal inconfundible. Uno de los ojos se veía cegado por una plaga, mientras el otro apenas se veía detrás de un párpado medio cerrado, velado por una catarata. Pero ahora parecía encendido por un fuego imprevisto—. Hace mucho... mucho tiempo...

—Maestro Matteo, no esforcéis vuestra ancianidad... —le interrumpió Manoello con suficiencia.

Pero Dante lo detuvo con un gesto imperioso.

—¿Dónde?

—¿Veis esos aguijones que se curvan en las esquinas de la muralla exterior repitiendo en medida reducida la misma figura? ¿Veis la espléndida perfección de la corona que se obtiene? —continuó cada vez más nervioso el anciano—. Este edificio no fue pensado para la naturaleza humana, sino como una residencia para los dioses. Cuando Bigarelli...

—¿Bigarelli? —gritó Dante—. Es él quién...

Pero el otro parecía no haberle escuchado. Tenía la mano como una garra sobre el diseño, pero con una visión interior propia.

—Ahora han pasado más de cincuenta inviernos... Toda mi vida.

Volvió a agacharse sobre el papel, concentrando el residuo de vista sobre los dibujos.

—Sí, vi a Bigarelli trazar los planos del castillo para ejecutar la orden del emperador.

Dante comenzaba a entender.

—¿Es uno de los castillos de Federico? ¿Una de las fortalezas con las que el emperador marcaba las fronteras de su reino?

—No, no sobre las fronteras, sino en el centro de la capitanía, sobre una altura desde la que se ve a lo lejos la marina, a plena luz del mediodía. El castillo de Santa María en el monte.

Temblando, el viejo se había levantado, seguido por la mirada de todos. Se acercó a la pared del fondo, donde estaban alineados estantes llenos de hojas reliadas y baúles reforzados por tapas de hierro. Después de lograr hacer saltar la cerradura de uno de estos rebuscó detenidamente dentro, antes de levantarse con un aire triunfador, mostrando un fajo de pergaminos polvorientos.

—¡Aquí está! Mis ojos están cansados, pero mi memoria está todavía intacta. Sabía que tenían que estar —dijo. Extendió las hojas bajo sus ojos—. Una copia que hice yo mismo, cuando fui colega de arte de Bigarelli. A escondidas —añadió con un escalofrío, casi teniendo miedo de que el antiguo maestro todavía pudiera vengarse.

Dante se agachó sobre el diseño. Por lo tanto, lo que tenía bajo los ojos era el proyecto de la obra maestra de Federico, la obra sobre la que los peregrinos que regresaban de Ultramar fantaseaban si la aventura desviaba sus pasos y los llevaba a desfilar bajo la corona de Piedra, como el pueblo llamaba a aquel misterioso octágono perfecto, rodeado por otras torres de igual forma. Un triunfo geométrico que se creía respetaba orgullosamente el esquema del antiguo templo de Salomón. Y había sido Guido Bigarelli quien lo había proyectado.

—Yo... yo lo vi —murmuraba de nuevo el viejo.

—¿Visteis a Bigarelli marcar estos planos? ¿Estáis seguro?

—El arquitecto realizó el proyecto. Pero la idea había llegado por otro lado. De un fraile.

—¿Un fraile? ¿Quién? —preguntó Dante.

En vez de responder, el viejo volvió a agacharse sobre las hojas. Parecía que buscaba algo entre las señales borrosas que evocaban puertas y murallas. Uno de los dibujos representaba la sección de un levantamiento vertical.

—Sí... esto es lo que imaginó el gran Bigarelli... no sé cómo fue transformado después.

El prior agarró la hoja.

—¿Este plano es diferente del edificio real? ¿Y en qué?

—Aquí, en el bajo. Esta muralla continúa. Así lo ideó el maestro. Sin las ventanas que fueron añadidas después. Como veis, la plantaba baja es una fuga continua, sin interrupción, sin otras paredes que alguien ha levantado posteriormente para obtener salas.

El prior del arte aprobó con un gesto de cabeza.

—Es cierto. Mucho más dotada y compacta habría estado la fortaleza sin aquellas aperturas. Más salva la muralla para mantener fuera a la gente hostil.

Dante puso la hoja en su sitio después de una última mirada. Una intuición repentina se había abierto camino en él.

—¿Mantener fuera, decís, señor Manoello? Federico era el dueño de la tierra, de los hombres, de sus mentes, de sus almas. Las murallas eran los pechos de su guardia, las hojas de los árabes de Lucera. Habría podido dormir en medio de un campamento cualquiera de sus hombres, solo, y habría estado más seguro que en una sala del palacio de Palermo. No, esta muralla ciega no fue pensada para mantener fuera a nadie —dijo el poeta, que se había puesto de pie bajo la mirada de asombro de los demás—. Más bien para contener con fuerza, para tener dentro algo que no debía en absoluto salir.

Manoello movió la cabeza.

—¿Una prisión? No, demasiados mármoles y mosaicos para una cárcel. Y además, Federico ya disponía de una en cada una de sus ciudades.

—Y demasiado grande una celda única circular —añadió el maestro Matteo—. No era por eso —murmuró—. Una bóveda oscura, un terraplén infinito...

—Pero está claro que debía contener algo desmedido —insistía Dante siguiendo el hilo de sus teorías—. ¿Un círculo continuo, la madriguera secreta no del Minotauro, sino de un uróboros, la enorme serpiente del tiempo que se muerde la propia cola eternamente?

Manoello movió la cabeza con determinación.

—Federico fue seguramente un maestro de virtud. Y todos nosotros, buenos hijos de la Iglesia, compartimos plenamente el juicio: que él fue figura del Anticristo, enviado por Satanás para atormentarnos. ¡Pero vos sois incluso un reciente Minos! ¿Qué es lo que habría podido ocultar este anillo de piedra? ¿Creéis que el hereje ha traído al terrible Minotauro de su expedición por Oriente?

—No. Pero hay algo más que es mejor que quede dentro de la muralla y apartado de las miradas. Algo que puede de verdad exceder la medida humana, como los miembros del hombre toro la excedían también.

—¿Qué?

—El conocimiento. Y vos estaréis seguramente de acuerdo, Matteo —replicó el poeta dirigiéndose hacia el maestro anciano, que asintió—. Necesito un último favor por vuestra parte —dijo de nuevo Dante—. Un rápido esquema de la planta del castillo de Federico en su aspecto original, así como quedó en vuestra memoria.

El maestro Matteo intercambió una rápida mirada con el prior del arte, como preguntando por su autorización.

Este hizo un rápido gesto de asentimiento y el viejo se dispuso junto a una de las enormes mesas. Cogió una hoja de paño grande y comenzó a trazar una serie de líneas, con los ojos medio cerrados, como si buscara en lo más profundo de su memoria. Luego se detuvo, contemplando cuanto había hecho. Después de un momento de reflexión añadió más detalles, luego esparció sobre la hoja un poco de polvos absorbentes y se la entregó a Dante.

—Esto es lo que vi hace ya cincuenta años o más.

El prior salió de la sede del Arte con pocas certezas de más. O quizás ninguna. Al menos ahora sabía que, unido al asunto del que se estaba ocupando, estaba el misterioso castillo de Federico. Y la todavía más rara construcción se había quemado. Levantó la mirada al cielo, observando el sol ya en el atardecer. En breve tiempo la campana llamaría con el toque de queda. Era el momento de poner en apuros a Cecco.

Se encaminó hacia la abadía y cuando llegó se introdujo de nuevo en la iglesia, pasando por la pequeña puerta lateral. Luego llegó silenciosamente al piso superior de la sacristía.

Por el recorrido no había visto rastro del amigo. Por el momento temió que hubiera escapado junto con la virgen, pero su oído percibió un doble sonido armonioso que provenía del pasillo. Una melodía con ritmo, quizás una canción para bailar, o una marcha para acompañar a un pelotón a la guerra, pero tocada con un toque delicado, cargado de dulzura.

Dante se detuvo en el umbral para admirar a la mujer que, acurrucada sobre un cojín, estaba tocando el laud. Agachada sobre el instrumento, Amara rozaba las cuerdas con los dedos sutiles, con un movimiento prolongado parecido a una caricia. Parecía respirar las vibraciones de la caja armónica, inmersas en el milagroso éxtasis de sonidos que quizás no podía escuchar. La luz de la vela jugaba con el candor de su pelo, transformándolo en una catarata plateada. La mirada de Dante se detuvo ávida sobre su figura perfecta, mientras percibía que el corazón se aceleraba.

De repente la mujer levantó los ojos y lo vio. Inmediatamente se puso de pie de golpe, como si temiera algo.

En el movimiento precipitado el instrumento abandonado rodó por el suelo, emitiendo un lamento sordo.

Dante intentó tranquilizarla con un gesto.

—Estaba buscando a Cecco. ¿Puedes entender mis palabras?

Amara hizo un gesto afirmativo. ¿Quizás también ella había sentido el calor de la pasión que se había despertado en él y quería escapar? Pero, en vez de salir, cuando se acercó a la puerta se detuvo y llamó a Dante con un gesto, indicando una pequeña mesa en la esquina. Giraba los ojos nerviosa, como si buscara algo. Varias veces se llevó una mano a los labios. Parecía que intentaba hablar, volviendo a indicar el mismo punto.

El poeta se acercó. Sobre la mesa había una hoja fina de piedra, y sobre ella estaba grabada una serie de líneas ortogonales con forma de tablero de ajedrez. Junto y sobre la piedra yacían amontonadas las piezas del juego, minúsculas figuritas de marfil y ébano parecidas a las víctimas de una batalla desencadenada por los dioses.

Amara cogió el rey negro y lo puso en el centro del tablero, mirando fijamente a Dante como para cerciorarse de que estuviera muy pendiente de sus movimientos. Apuntó con el dedo índice sobre la pequeña estatuilla, sobre cuya cabeza resaltaban las puntas afiladas de una corona. Mientras tanto movía los labios como si buscara pronunciar un nombre.

—¿Un rey? —le preguntó Dante. Amara movió la cabeza y luego tocó repetidamente la corona de la pieza.

—La corona... ¿El símbolo del poder? ¿El imperio? —se atrevió de nuevo él. La mujer parecía a la espera de algo, mientras no dejaba de rozar la pequeña corona—. ¿El emperador Federico?

La muda asintió enérgicamente mientras sus ojos se iluminaban con satisfacción. Cogió la reina negra y la acercó a la estatuilla del rey, luego puso a su lado los caballos y las torres. Entonces, con los dedos esbozó un círculo rápido alrededor del pequeño grupo de piezas, como si las comprendiera en el conjunto.

—¿La corte de Federico? —murmuró de nuevo el poeta.

De nuevo ella asintió. Parecía que la pequeña representación había concluido. Dante recorrió varias veces con la mirada, desde el rostro de ella hasta las piezas que estaban en el tablero, en busca de un posible significado de aquella representación. Pero Amara seguía inmóvil, contemplando plácidamente lo que había hecho. Luego alargó todavía más la mano y sujetó otra pieza desde el borde de la mesa, poniéndolo junto al rey, justo un paso atrás. Era la reina blanca.

—¿Otra mujer?

De nuevo un gesto de asentimiento, e inmediatamente Amara aferró otra pieza, disponiendo un peón blanco junto a la reina del mismo color.

—Un hijo —murmuró Dante—. De otra mujer.

De nuevo la muda se detuvo, regresando a su inmovilidad ausente. Y, sin embargo, había un significado en aquellos instantes de suspensión. Probablemente con su inmovilidad intentaba representar el transcurrir del tiempo.

En aquel momento Amara sintió un escalofrío, volviendo a buscar algo entre las piezas amontonadas. Su mano regresó sobre el tablero, disponiendo una pieza blanca, directamente sobre el hombro del rey negro. Indicó repetidamente a Dante la pieza, luego empuñándola, hurtó violentamente al rey, que giró varias veces, terminando en el suelo.

En el hurto la figurita se rompió a la altura del cuello. Instintivamente, Dante se agachó a coger las dos partes. Alguien, golpeándolo en el hombro, había arrojado al suelo al rey. Acercó los fragmentos al rostro de Amara, como para hallar una confirmación de lo que había visto.

—¿Alguien ha asesinado a Federico? ¿Un miembro de su corte?

De nuevo la mujer asintió.

El prior movió la cabeza. Que el emperador había sido asesinado era algo que ya se había comenzado a rumorear justo después de su muerte.

Muchos habrían querido la recompensa, y era natural que aquella voz circulara. Y sin embargo, Amara parecía segura de lo que le había representado. Quizás había escuchado algo diferente de las típicas habladurías entre los conjurados. Volvió a mirar la pequeña escena del tablero. Amara había usado una pieza blanca para interpretar el papel del asesino, como blanca era la segunda mujer. Quizás el blanco simbolizaba a alguien ajeno a la corte, que se había infiltrado disimulando su verdadera naturaleza.

En esas estaba cuando notó que le agarraban la manga. La muda estaba intentando llamar de nuevo su atención hacia el tablero. Indicaba al pequeño peón, todavía escondido detrás de las ropas de la reina blanca. Lo cogió y delicadamente lo puso en una esquina, en el otro extremo. Luego buscó otras dos piezas negras, decoradas con una especie de mitra que recordaban la silueta de un obispo, y los alineó junto a él, como para protegerlo.

—¿El hijo ha escapado? ¿Escondido entre... los clérigos? —la animó. La mujer primero movió la cabeza y luego, como si hubiera cambiado de repente, comenzó a asentir vigorosamente—. ¿Y qué le ha ocurrido al pequeño? —preguntó Dante.

Amara parecía perdida. Se retorcía las manos llena de rabia al no encontrar el modo de exprimir lo que le hubiera gustado. Sus ojos cayeron sobre la pequeña corona que él tenía todavía en su mano y se le iluminó la mirada.

Se la arrancó de la mano y la colocó sobre la cabeza del peón con una sonrisa de triunfo.

—¿El hijo... será coronado?

La mujer afirmó con la cabeza. Luego, con la mano, realizó un círculo a su alrededor.

—¿Aquí? ¿Será coronado en Florencia?

En ese momento un ruido de pasos llamó la atención del prior. Se giró, divisando a Cecco en el umbral. Reconociéndolo, Amara se había levantado rápidamente, retirándose hacia el interior, como si sintiera fastidio por su llegada.

—Cecco —dijo Dante, gélido—, he venido a decirte algo —El otro lleno de curiosidad se detuvo—. Hoy he visto a Brandano, en la orilla del Arno, muerto.

El de Siena se llevó una mano a la boca, quedándose blanco. La mirada corrió un instante hacia la dirección en la que había desaparecido la mujer, y luego regresó a él.

—¿Estás seguro?

—Tan seguro como que ahora estoy aquí.

Cecco se apoyó contra la pared, como si las fuerzas le faltaran.

—¿Cómo ha muerto?

El prior esperó un momento, antes de responder.

—Ahogado quizás. Si bien algunas señales en el cadáver me han hecho pensar en algo peor. También tu expresión me lo hace pensar. Dímelo todo finalmente.

—Ya te lo he dicho.

—Quiero saber también lo que no me has confesado. Y tienes que hablar, si no por la esperanza de salvarte, al menos por la vieja amistad.

—Si Brandano ha sido asesinado, detrás solo puede estar la mano de Bonifacio y su avaricia.

—¿Pero por qué? Si de verdad los sacerdotes han descubierto vuestro juego, y si tu empresa es solo un modo para sacar algún florín, como has dicho, ¿por qué debería el papa venir a mezclarse con unos embrollones y actuar desde la oscuridad para eliminarlos? A esta hora estaríais ya en manos de la Inquisición, atados a la cuerda sobre una plaza pública para disfrute del pueblo y mayor gloria de Dios y de Bonifacio.

—Esto si el pontífice fuese de verdad el recto vicario de Dios que se proclama, y no un sectario en busca de dinero —dijo Cecco, que había agachado la cabeza por un momento. Luego la levantó, mirándolo fijamente—. Hay una cosa que no te he dicho, amigo. El plan de los Fieles no termina en lo que has visto.

—Sigue.

—Federico llevaba siempre consigo las cajas del tesoro del Estado, en los lugares donde instalaba su corte. Y eso con mayor celo desde que había comenzado a sospechar que estaba rodeado por la traición después de la condena de su secretario Pier delle Vigne. Pero el traslado de las cajas era cada vez más laborioso y, después de la derrota de Parma, cuando su campamento había sido saqueado y solo por milagro el tesoro había escapado de las manos de los asaltantes, habría decidido esconderlo en un lugar seguro.

—¿Y tú conoces ese lugar? —preguntó en voz baja el poeta, acercándose instintivamente a su amigo.

—Se dice que los Fieles lo saben. ¿Por qué crees que me he asociado a esta empresa de locos? ¿Piensas que me he vuelto tonto, como piensa esa puta de Bacchina, mi mujer? Parece que el secreto de su escondite ha llegado de alguna forma a Francia, entre los fieles de Tolosa, pero su recuperación es muy difícil y laboriosa. Por eso se ha organizado la cruzada, para encontrar los medios y los hombres necesarios para esta empresa.

—¿Y tú conoces el secreto del escondite?

El de Siena movió la cabeza, angustiado.

—Alguien aquí, en Florencia, debería haberse puesto en contacto con nosotros para guiarnos en esta empresa. La taberna del Ángel era el lugar de la cita. Solo Brandano conocía la identidad. Quizás el contacto se ha producido, pero con la muerte del monje el hilo se ha roto. Y ahora, ¿qué podemos hacer? —concluyó, retorciéndose las manos.

—Quedaros quietos, y escondidos por ahora. La muerte de Brandano podía también ser una desgracia ante la infravaloración del ímpetu del río. Si hubieran sido las manos de Bonifacio, sus garras estarían ya aquí. Quizás el desconocido que esperabais dará señales de vida.

Cecco asintió. Parecía agarrarse con todas sus fuerzas a ese hilo de esperanza.

—Pero algo he escuchado a propósito del tesoro. Se decía que Federico lo tenía guardado en un octágono.

Dante se sentó delante del tablero, reflexionando. Si de verdad el tesoro de Federico, del que tanto se murmuraba, era el objeto de una disputa oculta, aquello habría bastado ampliamente para justificar aquella cadena de muertos. Cerrado en un octágono. ¿El soberano podía haberlo escondido en su palacio del castillo del Monte? Si las cosas estaban así, entonces la finalidad de la falsa cruzaba pasaba a ser obvia. Recoger una masa de alocados para arrastrarla por las calles de Puglia en busca del embargo hacia la Tierra Santa. Y además, una vez en la capitanía, aprovechar la confusión para recuperar el tesoro y esconderlo entre los carros del pelotón.

¿Pero por qué reconstruir en Florencia el misterioso castillo? ¿Quizás para estudiar las secretas dimensiones y descubrir las falsas paredes que escondían el oro? Pero si había sido el propio Bigarelli quien había construido el original, ¿qué necesidad podía tener para realizar una copia? ¿Y por qué transportar todos aquellos espejos cuando para el truco eran suficientes solo dos? ¿Y la máquina misteriosa? ¿Y los hombres asesinados?

Y además, ¿existía de verdad un heredero de Federico o era el propio emperador, todavía vivo, quien se apresuraba a aparecer en toda su gloria?

Sentía que la cabeza se le hacía más pesada y el cansancio crecía dentro de él, fluctuando como el humo de las velas que se condensa en el aire. Lentamente se dejó caer sobre la alfombra, acurrucándose delante del tablero, mientras cerraba los ojos en busca de descanso.

Durmiendo tenía que haberse movido, cayéndose fuera de la alfombra. El frío del suelo le había penetrado en los huesos y un dolor intenso se iba adueñando de sus miembros adormilados y paralizados. Le pareció de repente que alguien había comenzado a mover los espejos hacia nuevas posiciones, hasta el centro de la sala. Una horrible geometría de imágenes especuladoras y de reflejos simulados, horribles, como si un cosmos inesperado hubiera tomado forma en el espacio de la sala. Sentía que detrás de las superficies de vidrio apretaban demonios en llamas; sus colas, serpentinas vibrantes como tentáculos, se arrastraban por el suelo enredándose en los candelabros.

Le pareció que se ponía de pie, aunque notaba el atontamiento del sueño, y había dado algún paso intentando alejarse, alcanzando la esquina donde recordaba que estaba la puerta de aquella abadía infernal. Pero un quejido detrás de uno de los espejos lo retuvo, petrificándolo por el miedo. En el centro del octágono una mancha de sombra indicaba que allí se había perdido un remolino. Un rombo parecía provenir desde abajo, como si gigantescos pilares hubieran comenzado a moverse, arrastrando hacia la ruina a una multitud que gritaba. Se asomó sobre aquella puerta. Desde las tinieblas de aquel remolino afloraba una masa sin forma, cada vez más cercana. Algo del submundo estaba subiendo y su conciencia atontada se limitaba a medir la espera con un temblor continuo e invencible.

Miraba fijamente hacia delante. Del cráter, más grande que una torre, había salido el gigante barbudo y bifronte de la nave de la muerte. Y en cada una de sus bocas mascullaba con las garras del leviatán el cuerpo de un hombre, moviendo la cabeza con violencia y esparciendo por su alrededor sangre y trozos de carne.

Con desprecio se dio cuenta que los dos cuerpos estaban todavía vivos, y peleaban en la agonía, emitiendo gritos desgarradores. Dos hombres coronados de oro, dos reyes. Un padre y un hijo.