Estábamos sentados en un banco dentro de un vagón de transporte de ganado detenido en las vías del tren en febrero de 1945. No conseguía separarme de la puerta abierta, que dejaba entrar el viento cortante de la llanura nevada. Quería volver a casa para no seguir siendo un invitado en Budapest; de ahí este viaje de una semana de regreso a Berettyóújfalu, de donde se habían llevado a nuestros padres y de donde logramos escapar en la víspera de la deportación. Si hubiéramos tardado un día más, habríamos acabado en Auschwitz. Mi hermana de catorce años a lo mejor habría sobrevivido. Yo tenía once años; a mis compañeros de clase el doctor Mengele los mandó a todos a la cámara de gas.
De nuestros padres no sabíamos nada; me despedí de la idea de encontrar todo en su sitio al pasar del rellano al vestíbulo y de allí a la sala con su color azul claro. Sin tener aún la certeza, presentí que no hallaría nada. Al cerrar los ojos, no obstante, repasé viejas rutinas: bajo de casa a la tienda a ver a mi padre, entro por la puerta de hierro trasera pintada de amarillo, lo encuentro junto a la estufa frotándose las manos, sonriendo, charlando, mirando con sus ojos azules a todo el mundo con franqueza, con familiaridad y picardía, como si preguntara: ¿A que tú y yo nos entendemos? Aletargado después de la comida, se estira en la tumbona del balcón, se enciende uno de sus cigarrillos Memphis de boquilla dorada, hojea los periódicos y luego echa una cabezada.
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Desde que tuve uso de razón, sospechaba secretamente que quienes me rodeaban eran muy infantiles. Tomé conciencia de lo infantiles que eran mi padre y mi madre cuando escuchaba a escondidas sus chafalditas en la cama conyugal, y ellos creían que no los oíamos. Eran exactamente iguales que mi hermana y yo. A partir de los cinco años, sabía que si Hitler ganaba, me matarían. Una mañana mi madre me cogió en el regazo y cuando le pregunté quién era ese tal Hitler y por qué hablaba tan mal de los judíos, me respondió que ella, desde luego, tampoco lo sabía, que quizá era un loco o quizá un malvado. Ese hombre decía que los judíos debían desaparecer. ¿Por qué habíamos de desaparecer de nuestra propia casa y, si lo hacíamos, adónde teníamos que ir? ¿Sólo porque ese tal Hitler, a quien mi niñera escuchaba con perversa devoción, se inventaba estupideces tales como que nosotros no debíamos estar donde estábamos?
¿Por qué le gusta todo aquello tanto a Hilda? ¿Cómo es posible que le guste la idea de que yo deje de existir cuando todas las mañanas me baña con cariño, juega conmigo, nos arrimamos el uno al otro y a veces se mete conmigo en la bañera? ¿Cómo es posible que Hilda, siendo tan buena conmigo, me quiera mal? Esta Hilda, aunque guapa, es evidentemente tonta. Decidí muy pronto que todo cuanto me amenazaba era una estupidez porque yo no amenazaba a nadie. No estaba dispuesto a considerar una buena idea aquello que era malo para mí.
Desde mis más tempranos recuerdos, siento que soy el mismo; ahora no veo distinta ni más infantil a aquella criatura que a los cinco años se aventuraba en bicicleta hasta el puente sobre el Berettyó y se asomaba al río, que en verano sólo medía entre ocho y diez metros de ancho y serpenteaba amarillo y arcilloso entre los márgenes cubiertos de hierba, mostrándose manso aunque en realidad era traicionero, lleno de remolinos. En primavera veía desde el puente cómo corría el río crecido y desbordado, arrastraba casas, arrancaba grandes árboles, llevaba animales muertos, derribaba los diques interiores, y se podía ir en bote entre los edificios porque las calles de la ribera estaban bajo el agua.
Tenía la sensación de que de nada podía fiarme plenamente, de que el peligro acechaba en todas partes. En la Torre Mocha el aire era fresco y olía a moho, los murciélagos revoloteaban en su interior, las ratas me daban miedo. Antaño asediada y luego ocupada por los turcos, era una tierra salvaje, región de invasiones, zona de tránsito de los ejércitos; bandoleros, salteadores, mercenarios y alguaciles corruptos cabalgaban por esta llanura, y los aldeanos se refugiaban a veces en los pantanos.
De mi infancia recuerdo que las conversaciones eran pausadas, ceremoniosas y sumamente cordiales. La gente no se daba prisa a la hora de hablar y tampoco lo esperaba de los demás. Por las tardes, cuando recogían el ganado, los vaqueros hacían restallar los látigos con poderío. Corrían historias sobre los navajeros del condado de Bihar, y en los bailes de sábado los cambios de pareja terminaban más de una vez en puñaladas.
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Con el pelo largo y rizado a los lados, con pantalones provistos de tirantes, yo entraba en la sala con sus muebles de color azul claro, igual que el mantel; aquel cuarto daba al balcón iluminado por el sol, y en la mesa aguardaban el cacao y el pastel con requesón. Todo el mundo procuraba complacerme, muchos habían trabajado ya ese día para mí y para mi entrada en la sala, puesto que estaban encendidas la estufa del baño y la estufa de azulejos, habían hecho ya la limpieza hacía rato y se oían las tentadoras voces de los diligentes preparativos en la cocina.
Yo aprestaba el oído: tal vez había llegado el diminuto señor Tóth, aquel que traía la leche y la mantequilla de búfala y cuyos búfalos veía yo desde la ventanilla del tren cuando viajábamos a Nagyvárad: permanecían tumbados en grandes charcos y se limitaban a sacar la cabeza del agua en verano. El señor Tóth, un hombrecito un poquito más alto que yo, desplegaba con suma gracilidad el pañuelo ribeteado donde guardaba el dinero y donde ponía el adelanto mensual, por el que traía la leche, el requesón y la crema agria y por el que todo se volvía tan blanco como negros eran sus búfalos.
Me habría gustado ser fuerte. Esperanzado, palpaba el bíceps de nuestro cochero; exactamente así deseaba yo los músculos de mis brazos, músculos gruesos y bronceados que se hincharan. András traía el agua con un carruaje provisto de un tanque pintado de gris y tirado por un caballo llamado Gyurka. Iba a buscar el agua al pozo artesiano, donde las mujeres esperaban en fila, cada una con dos jarras. Recuerdo a los cocheros András y Gyula, recuerdo a Vilma, a Irma, a Julis y a Regina, que trabajaban en la cocina, y a Annie, a Hilda y a Lívia, que estaban en el cuarto de los niños y dormían en la cama de las institutrices situada cerca de la mía.
Crepitaba el fuego en la estufa de azulejos; no había que cerrarle la puerta por el momento, sólo cuando se formara la brasa; daba unas palmadas al costado de la estufa y me sentaba a la mesa, sobre la almohada puesta para elevar mi asiento. Eran las nueve; mi padre había bajado ya a la tienda, ante cuya puerta interior esperaban los dependientes y criados. Había de tomar el desayuno sin mi padre, en compañía de mi hermana Éva y de la institutriz; mi madre también se sentaba con nosotros si sus tareas lo permitían, ponía el montón de llaves sobre el mantel azul claro; se necesitaba tiempo para abrir y cerrar las diversas puertas y cajones.
Era tal vez el día de mi tercer cumpleaños. Un sábado. Me fascinaba la intensa luz que proyectaba el muro amarillo de la sinagoga situada detrás de la casa. El nogal y el cerezo empezaban a dar flores en el jardín. Reinaba el silencio a mi alrededor en la sala, pero se oían susurros desde el comedor. Era bonito oír a todo el mundo cuchichear allí dentro, sin que se abriera la puerta todavía y sin que yo tuviese que alegrarme aún de forma manifiesta. Cuando recibía los regalos, convenía jugar con los juguetes, sí, pero ¿cuánto tiempo debía permanecer sentado sobre el caballito de madera?
La novedad era que las cigüeñas se habían instalado ya en el tejado de la sinagoga sobre una columna parecida a un bastión, al lado del Arca de la Alianza. El invierno no les deshizo el nido; una de las columnas era el domicilio familiar; la otra, el despacho del marido, donde solía permanecer mientras anochecía, después de abastecer a la familia con el botín de sus cacerías, reflexionando en solitario sobre un solo pie y con el pico pegado al cuerpo.
Un grupo de olores era el formado por la caja de la leña y por la madera de roble que ardía; de allí nos dirigíamos al dormitorio de mis padres, donde reinaba el olor del armario de mi madre con la inevitable lavanda contra las polillas. Otro emocionante concierto de olores me llamaba a la cocina, pero no para comer; tal vez solamente un pastel de requesón para acompañar el café con leche; no era la hora aún de que se apreciase el olor a cebolla y a carne sanguinolenta, no quería ver la gallina tumbada en el embaldosado, de cuyo cuello manaba y caía en un plato blanco esmaltado la sangre que las criadas dejaban coagular y que luego freían con las cebollas y tomaban para almorzar.
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El desayuno era magnífico. Luego organizábamos un denso programa, bajábamos a la ferretería de mi padre, un espacio de diez por veinte metros con un sótano de idénticas dimensiones, utilizado como almacén, donde se encontraba todo cuanto se fabricaba con hierro y cuanto necesitaban las gentes del condado de Csonka-Bihar. ¿Por qué se añadía la palabra csonka, o sea, «mocho», a Bihar? Después de la Primera Guerra Mundial, a Hungría le segregaron Transilvania y, por tanto, también la capital del condado, Nagyvárad (con gran parte de mi familia, burgueses judíos de habla húngara). Berettyóújfalu se convirtió, por tanto, en la capital de lo que quedó del condado de Bihar. A su mercado de los jueves iban a comprar todos, incluso de las aldeas más remotas.
Ese día, el tráfico se ponía en movimiento a primera hora de la mañana, se oían las campanillas colocadas en los cuellos de las caballerías, y en invierno los carros se desplazaban sobre patines de trineo. Hasta por la ventana cerrada penetraban los relinchos y el piafar de los caballos, el ruido de los coches, el mugido de las reses. La ferretería de mi padre estaba llena, los clientes no sólo pedían los productos, sino que regateaban y bromeaban en voz alta, y también hacían bromas los dependientes, los cuales conocían a casi todos los compradores. La señora Mari y el señor János sabían responderles. Los dependientes y criados de mi padre habían empezado todos con él, fueron todos aprendices suyos desde los trece años. Antes de abrir la tienda, barrían el suelo aceitoso y lo regaban trazando unos ochos con el agua de la reguera. El personal llevaba bata azul; el contable, chaqueta de paño negra; mi padre, traje gris oscuro. Al entrar yo, venía a mi encuentro el olor a hierro y a virutas de madera y después el del lubricante de los ejes de los carros, así como el del papel grasiento con que envolvían las armas de caza. Era capaz de distinguir los clavos de los alambres con los ojos cerrados sólo por el olor. La tienda olía a hombres, a botas y al almuerzo que allí se consumía: el pan, el tocino y los dados de cebolla iban del filo de la navaja a la boca pasando por debajo de los bigotes.
Lajos Üveges atendía a tres clientes a la vez, se mostraba amable con unos y daba ánimos a otros y hasta tenía tiempo para preguntarme: «¿Qué tal, muchacho?». Explicaba con absoluta seguridad qué se necesitaba para ferretear los carros; no existía en Berettyóújfalu ningún industrial cuyo oficio Lajos Üveges no conociera. «Tú observa cómo proceden», me aconsejó para toda mi vida. Yo observaba cómo liaba los cigarrillos con una sola mano, cómo me fabricaba un caballito de madera, cómo arreglaba la bicicleta, todo para luego imitarlo. Observaba cómo hablaba con los viejos campesinos de tal manera que ellos percibieran tanto el respeto como el humor. Lajos olía agradablemente a una loción para el bigote, igual que mi abuelo, el cual le había dado de la suya. Existen olores ideales a loción para el bigote: ése era uno de ellos. Lajos disfrutaba con el trabajo, se divertía fundiendo hierro, reparando aparatos eléctricos y sacando miel de las colmenas.
En 1950, cuando estatalizaron la tienda, Lajos Üveges fue nombrado director de la ferretería, que por aquel entonces ocupaba ya la vivienda de la primera planta y la sinagoga contigua como almacén y empleaba a veintidós personas. Era, entre los dependientes, el más adecuado para desempeñar este papel, aunque nunca tanto como mi padre.
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Se oía redoble de tambores, el pregonero anunciaba con tono solemne el siguiente número del programa. Desfilaba la banda militar, con el tambor mayor a la cabeza, un hombre generalmente gordo que blandía de forma ceremoniosa su largo y abigarrado bastón. Atrás, un muchacho gitano bajito hacía sonar su propio tambor. Las letras de los himnos militares se volvían cada vez más desagradables: «¡Eh, judío, judío, eh, judío asqueroso!». Así empezaba una de ellas. Mi padre cerraba entonces la puerta de la tienda y no reaccionaba a cuanto oía.
En la calle reinaba el olor a cagajones equinos y vacunos, pues, aunque barrían la vía principal, siempre quedaba sobre los adoquines algún rastro del paso de los carros tirados por bueyes o caballos, por donde pasaba, además, el ganado por la mañana y por la noche, dispersándose con inteligencia por las calles laterales, pues las vacas y los gansos encuentran el camino a casa igual que los hombres.
Hasta el día de hoy siento, por otra parte, el olor de los baños; la piscina se llenaba muy poco a poco con el agua procedente del pozo artesiano. La vaciaban el domingo por la noche y después de limpiarla empezaban a llenarla en silencio y de forma paulatina, de modo que sólo acababa colmándose el miércoles por la noche. El agua artesiana, que subía desde una profundidad de varios cientos de metros y que olía un poquito a hierro y a azufre, pintaba las paredes de la pequeña piscina de un color ocre parecido al óxido. Era el agua que bebíamos, nos venía en jarros esmaltados y llegaba a la mesa en una jarra de vidrio. Traían el agua para lavarse del pozo en un carruaje provisto de un tanque; la bajaban al sótano y desde allí la bombeaban al desván, desde donde iba a parar a la bañera a través del grifo. Mucha gente había de trabajar para que una casa burguesa pudiera funcionar.
Hasta el día de hoy oigo el canto y las conversaciones de las criadas. Teníamos una vieja cocinera, Regina, de un carácter sumamente pacífico, pero cuando la molestaban despotricaba así: «¡Que una lluvia silenciosa caiga sobre él!».
También se cantaba en la sinagoga: «El Eterno es uno». En el templo olía a amargo; era el olor de los mantos de plegarias. La voz del recitador desaparecía entre los cuchicheos y el rumor generalizado. Luego venían las carreras en el patio del templo y la pelea con una cabra a la que cogía por los cuernos y trataba de empujar hacia atrás. El animal se dejaba un rato, pero después me daba un empujón y yo caía de espalda.
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Mi familia era de provincias, sobre todo del condado de Bihar; residía en parte en Nagyvárad, en parte en Berettyóújfalu, pero también en Debrecen, en Miskolc, en Brassó y en Kolozsvár; eran judíos de lengua materna húngara. Casi todos han muerto ya. A cinco primos míos los mataron en Auschwitz y en Mauthausen. Tres hermanas de mi padre y dos de mi madre corrieron la misma suerte. Los cruces flechadas mataron a tiros a un tío mío, hermano de mi madre, en la calle.
La generación de mi padre acabó el bachillerato; la mía, una carrera universitaria. Nos dedicamos a profesiones diversas: ingeniero textil, biólogo, cirujano, economista, matemático, escritor. Los miembros de la segunda generación eran comerciantes, fabricantes, un médico, un banquero, un farmacéutico, un óptico, todos ciudadanos bien acomodados antes de la deportación.
Los miembros de la tercera generación han sido intelectuales, gente con espíritu crítico, humanistas rebeldes, un ingeniero de izquierdas que organizaba huelgas contra su padre, un médico despedido que organizó un grupo de partisanos.
La familia de mi madre era más acomodada, no tanto por el abuelo como por el sentido práctico y el talento comercial de mi abuela. Mi abuelo materno era más bien un lector de libros y quizá ni siquiera le interesaban las empresas. Tenía una esposa muy lista, y, gracias a ella, la familia poseía toda suerte de fábricas: una de muebles, otra de betún y de cal, así como explotaciones forestales. Él era un hombre religioso, aunque no ortodoxo. Leyó mucho sobre el judaísmo. Miembro de la presidencia tanto de la comunidad neóloga como de la ortodoxa de Nagyvárad, le gustaba presumir en las ceremonias y tenía cierta inclinación a vivir bien. No era muy hacendoso. Se conformaba con trabajar desde las nueve de la mañana hasta el mediodía. Después venía el almuerzo en familia, el café por la tarde y la lectura en su propia vivienda por la noche, pues por entonces ya estaba harto del barullo familiar.
En abril viajaba de Nagyvárad a Berettyóújfalu a pasar la noche del Seder; en nuestra casa era él quien leía las respuestas de la Hagadá a mis preguntas (pues es el más pequeño quien ha de formularlas). Me dio un libro con el dibujo de un mosaico y de un cedro en la cubierta que había de leer en la fiesta del Éxodo. Había en la Hagadá unas cuantas ilustraciones, y entre ellas cuatro figuras: el Guerrero, el Comerciante, el Erudito y el Simple, aquel que ni siquiera sabe preguntar. A mí me gustaba mucho el Simple, el que no sabía ni preguntar, pero mi abuelo me dijo que no encajaba en absoluto conmigo porque yo no paraba de importunarlo con preguntas.
Durante la ceremonia nocturna guardaban una copa de vino para el profeta Elías entre las dos hojas de la ventana doble. Por la mañana la copa había desaparecido. El misterio de la visita del profeta Elías a nuestra casa me intrigaba sobremanera. Una vez oí suaves ruidos en el comedor, situado al lado de la habitación de los niños. Me levanté rápidamente de la cama y espié por el resquicio de la puerta. Vi a mi abuelo con un camisón blanco que llegaba al suelo; cogía la copa de vino de la ventana y se la bebía. Diez años después de la muerte de la abuela, volvió a casarse a los ochenta años.
También teníamos un árbol de Navidad, con regalos a su pie, y cantábamos Stille Nacht, heilige Nacht con mi hermana al piano. Mis padres no mencionaban al niño Jesús, pero según mi institutriz era él quien venía y traía los regalos; es más, él decoraba el árbol. Lo imaginaba como un ser volador. Contrariamente al profeta Elías, que recorría el cielo en su carro de fuego, me figuraba a Jesús más bien con forma de ave, aunque no estaba muy seguro de que vinieran ni el uno ni el otro.
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Mi tatarabuelo Salamon Gottfried, el primer judío que se instaló en Berettyóújfalu a finales del siglo XVIII, abrió una fonda y se la dejó a su hijo, Sámuel Gottfried, que era ya terrateniente, propietario de cincuenta yugadas, un hombre fuerte que se hacía respetar y que mantenía el orden en su establecimiento, donde no toleraba ni las palabras soeces ni los gritos, pero admitía a los bandidos. La fotografía muestra unos ojos probablemente azules de mirada penetrante, un sombrero negro de ala ancha y una camisa abotonada hasta el cuello; parecía un hombre tenaz de rostro enérgico, huesudo y curtido por el sol con la barba partida en dos. A los setenta y ocho años, ya viudo, él también se casó de nuevo. En su tumba en el cementerio judío de Berettyóújfalu, la lápida de mármol blanco que llega hasta la cintura sólo presenta letras hebreas.
Mi abuela paterna, Karolina Gottfried, era, según contaban, una señora regordeta, amable y siempre de buen humor. Tuvo tres hijas y luego un hijo, József, mi padre. La abuela malcrió a su único hijo, y cuando iba a ver a su padre en la fonda situada al otro lado del río, en Szentmárton, llevaba en un fiacre al pequeño József, que iba con traje de marinerito y zapatos de charol. Todo esto provocaba las burlas de su progenitor. La cosa no fue a más, pues en la siguiente ocasión Karolina volvió a llevar al pequeño József en fiacre a ver a su abuelo. Era una mujer testaruda, que dominaba a las personas de su casa, al menos en la mesa, donde los ayudantes y criados almorzaban junto con el jefe.
El jefe, mi abuelo, era el maestro hojalatero Ignác Kohn; él y sus hombres fabricaban cubos, jofainas, bidones y demás artículos de buena calidad para la pequeña industria de la zona. Mi abuelo no se alegró cuando los productos industriales inundaron el mercado y se vio obligado a pasarse al comercio. Su ferretería, fundada en 1878, era ya a finales del siglo XIX y principios del XX la más grande de la región.
Mi abuela sintió vergüenza cuando volvió a quedarse embarazada a los cuarenta y tres años. Nació la más pequeña, la hermana preferida de mi padre, la más consentida, la bella Mariska. Por lo visto, en aquella época resultaba más conveniente ocultar el hecho de que Karolina e Ignác hicieran el amor incluso en la madurez.
Hoy siguen en pie las lápidas de granito negro de ambos, dos losas de la altura de un hombre en el cementerio judío de Berettyóújfalu, abandonado y cubierto de maleza, donde llevan décadas sin enterrar a nadie. Toda la comunidad judía, unas mil personas en total, desapareció del pueblo, que entre tanto se ha convertido en una pequeña ciudad. Ignác sobrevivió poco tiempo a su esposa Karolina y mandó escribir en la lápida la siguiente frase en húngaro: «Fuiste mi felicidad y mi orgullo». Al final de la Segunda Guerra Mundial se desarrollaron intensos combates también en las inmediaciones del cementerio, pero las balas no dejaron siquiera un rasguño en esas columnas de granito, de manera que si no las derriban, allí permanecerán durante mucho tiempo.
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Cuando di los datos de mi padre a la comunidad judía de la Síp utca de Budapest para que le asignaran un lugar a su tumba, el anciano empleado encargado del inmenso libro del registro civil se llevó la mano a la frente: «Lo recuerdo, un buen apellido, tenía muy buena reputación». Ese hombre había pasado alguna vez por nuestra casa como representante. Mi padre prefería comprar directamente a las fábricas y mantenía cierta reserva hacia esos hombres que iban y venían con sus maletines llenos de muestras. Tenía cierto conocimiento de las personas, lo cual hacía que el trato con él fuese agradable.
Por lo demás, era un ser cándido: ni se le pasaba por la cabeza que sus deudores pudieran engañarlo, y, en general, no lo engañaban. Daba crédito a los compradores más pobres, que no podían pagar, pero estaba convencido de que tarde o temprano saldarían sus deudas con él. No compraba ni vendía artículos que no fuesen fiables. Todo cuanto lo rodeaba era sólido y resistente, las ollas, las bicicletas y el valor de la palabra dada.
Mi padre leía varios periódicos y escuchaba las emisiones en húngaro de la radio inglesa ya al principio de la guerra. Yo también conocía perfectamente los cuatro golpes de la BBC, pues permanecía acurrucado detrás de mi padre mientras él trataba de escuchar las noticias a través del caos de interferencias. A partir de la mitad de la guerra también escuchó Moscú. Había que cerrar puertas y ventanas; lo que hacíamos estaba prohibido; girábamos con enorme concentración el dial para sintonizar las emisoras en el cuarenta y nueve, en el cuarenta y uno, en el treinta y uno y en el veinticinco de la onda corta.
Recuerdo una vieja fotografía del álbum familiar que se perdió al final de la guerra y en la que se veía a mi abuelo, a mis tías y a mi padre inclinados sobre una palangana esmaltada de color blanco, ladeando todos la cabeza, lo cual habría resultado bastante extraño de no ser porque un alambre colgaba de aquella palangana y de no ser también porque yo sabía que estaban sentados en torno a un altavoz, escuchando todos la primera emisión radiofónica; aunque fuera en una postura incómoda, valió la pena.
Yo no pude participar en aquella escena, pero en los tiempos de la guerra a las dos menos cuarto del mediodía me acurrucaba indefectiblemente detrás de mi padre en el sofá y escuchaba las noticias, las de verdad, envueltas en toda clase de crujidos. La voz desaparecía, volvía, el oyente había de aguzar el oído; yo, con mis nueve años, ayudaba a la menguante audición de mi padre. Las emisiones iniciadas con las palabras «Aquí Londres» se me grabaron en el alma hasta el punto que, cuando la Gestapo detuvo a mi padre en mayo de 1944 acusándolo falsamente de transmitir noticias a la BBC a través de su aparato de radio secreto instalado en el desván, me sentí orgulloso de que una acusación tan noble pesara sobre él, pues no me habría desagradado que fuese cierto.
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Mi institutriz bávara, la bella y rubia Hilda, nos dejó; eligió a Hitler; su padre la llamó diciéndole que, aunque se sintiera a gusto, no trabajara en la casa de un judío. Después vino Lívia, una húngara generosa que sabía bien alemán y francés pero no dominaba tanto el arte de tocar el piano. Llevaba trenzado y recogido el pelo rubio, que le llegaba hasta la cintura; yo era capaz de pasar un buen rato contemplándola mientras se peinaba. Lívia, que era católica, se enamoró del contable de mi padre, Ernő Vashegyi, un hombre silencioso, delgado, espigado y culto, delantero centro del equipo de fútbol de la localidad. Ernő Vashegyi era guapo, pero era judío, lo cual dio que pensar a Lívia. A veces, ese hombre serio almorzaba con nosotros en la mesa familiar, pero luego se lo llevaron a trabajos forzados y no apareció nunca más. Mientras permaneció con nosotros, yo acompañaba a menudo a mi institutriz al campo de fútbol; comprábamos las entradas para una pequeña tribuna hecha con tablones; los demás permanecían de pie en un terraplén escalonado. Había quien se sentaba en lo alto de la valla. Cuando Ernő Vashegyi metía un gol, Lívia y yo nos apretábamos la mano.
Los lunes, en la tienda de mi padre, los industriales valoraban como expertos los triunfos de nuestro equipo, campeón del condado. Se podía hablar largo y tendido sobre este asunto, igual que sobre el precio del trigo, la pertinaz sequía, la lluvia que valía oro, y preguntarse, además, qué quería el loco ese. La política sólo se mencionaba entre judíos; en otros ambientes era preferible moverse con cautela, porque el nazismo se había introducido incluso en el cerebro de gente razonable. Además, sólo era posible imaginar con el apoyo de Hitler la reconquista de los territorios de habla húngara segregados.
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Mis progenitores vivían su vida; eran burgueses judíos. Mi padre pertenecía a la clase adinerada, era el que más impuestos pagaba en aquel municipio de doce mil habitantes, y como tal era miembro del casino de señores, aunque no lo frecuentaba. En la jamba derecha de la puerta de la tienda de mi padre estaba clavada, torcida, la mezuzá, un rollo de pergamino en un estuche de nácar sobre el que estaba escrito a mano el Shemá, la principal oración de los viernes por la noche: «Oye, Israel, el Señor es nuestro Dios, el Señor es Uno». Sólo Él existía. No existía ninguna divinidad pagana con forma animal o humana.
En la jamba, debajo, una tablita metálica mostraba el contorno de la Hungría histórica de 1914 y, en su interior, pintada de negro, la Hungría de 1920, reducida al treinta por ciento de su territorio original, con la siguiente consigna: «¡No, no, nunca jamás!». Era la señal de que jamás nos conformaríamos con esa pérdida. Los miembros de la familia se consideraban al mismo tiempo buenos húngaros y buenos judíos. Los dos conceptos se separaron el uno del otro en la Segunda Guerra Mundial.
Para recuperar parte de los territorios segregados, el gobierno húngaro entró en combate al lado de Alemania y estuvo dispuesto a enviar a medio millón de judíos a los campos de exterminio alemanes. Fue un mal negocio, pues al final no sólo desaparecieron los judíos, sino también los territorios, y quedó la vergüenza que no todos sienten: hay quienes piensan que mataron a muchos judíos húngaros en Auschwitz, pero no a suficientes.
La bandera nacional ondeaba a media asta en el centro del pueblo, y cuando volvían a incorporar alguna parte del país a Hungría, subían un poquito la enseña. El 15 de marzo, el día en que se conmemoraba la lucha por la libertad de 1848, los jóvenes estudiantes judíos de primaria también desfilaban ante la bandera; lo hacían en formación, obedeciendo a las voces de mando, con camisa blanca y pantalón corto azul oscuro.
Mi padre también participó en la recuperación de los Bajos Cárpatos, en la reconquista de Ungvár y de Munkács. Guardaba en casa su uniforme de artillero, con una única estrella blanca que indicaba su rango de cabo, pero con unas sardinetas rojas que correspondían a los soldados que habían acabado el bachillerato. Tenía su propio traje militar, sus propias botas, su propio caballo, y podía encontrarse con mi madre en el hotel de Ungvár.
Yo ascendí un grado más que él en la jerarquía militar, pues llegué a cabo segundo, pero mi hijo mayor, Miklós, no siguió esta carrera ascendente como recluta del ejército francés, es más, pasó un tiempo entre rejas por reprender a su comandante.
A mí los hechos bélicos me interesaban desde los siete años; rezaba para que el general Montgomery venciera al general Rommel en África y para que los aliados consiguieran ocupar Túnez y Bizerta. Yo, un patriota capaz de emocionarme hasta soltar lágrimas, también deseaba, sin embargo, el triunfo de los aliados.
Basándome en lo que escuchaba y en los noticieros del cine, trataba de imaginar las batallas de Stalingrado, Smolensko y Kursk. Tumbado boca abajo en la oscuridad de mi cama de bronce protegida por una mosquitera, me figuraba aquellos combates; apretaba los ojos ligeramente con el pulgar y empezaba la serie de imágenes que me guiara hasta el sueño. Tal vez transformaba los noticieros húngaros y alemanes, asignaba un papel importante a los tanques y a la artillería pesada, pero los combates aéreos ya me conducían a la noche estrellada.
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El firmamento es más infinito al este del río Tisza, los caminos son más embarrados que al oeste del Danubio. En aquel extremo oriental del país la mayoría de la gente vivía descalza, y los ancianos se apostaban ante las puertas de sus casas vestidos con unos delantales de lona de color azul. La imagen era tan permanente como la de los búfalos en las charcas de los pastos.
Llego en tren a Berettyóújfalu, piso tierra batida entre los raíles, franqueo la baranda de tubo de hierro verde y voy a parar al andén con sus azulejos amarillos. El ferroviario tocado con una gorra roja saluda con la paleta, mientras tintinea el telégrafo a su espalda.
Un día, en los años setenta, estoy tumbado en uno de los cuartos del Hotel Bihar, a pocos pasos de mi casa natal. No hay agua caliente en el establecimiento, no se puede cerrar la puerta del retrete, hay que tener agarrado el picaporte. Aunque las moscas me asalten, no las mato; he bebido bastante aguardiente en medio del sofocante calor, y el zumbido de los motores en la estación de autobuses no cesa. Al frente está el cine; los niños gitanos siguen haciendo un chasquido al besarse, igual que antes de la guerra. En el cine, ahora está prohibido escupir las cáscaras de las pipas de calabaza y de girasol.
He contemplado nuestra casa con detenimiento. Me he paseado por la acera resquebrajada, ante desdichadas pequeñas viviendas que sobreviven a los acontecimientos. Una pareja de novios sale de un patio al que antes yo acudía con frecuencia; las niñas que jugaban con muñecas han envejecido, materias pasadas de rosca atravesaron aquellos tristes años. Las hijas se parecían a sus madres, los hijos a sus padres. Rostros que miraban desde el otro lado de las verjas esperando algún suceso y se conformaban con los monótonos contenidos de las miradas. A paso lento llegaba entonces el siguiente transeúnte, se detenía y se apoyaba en su bastón ante el muro amarillo.
También he pasado por el mercado; los tractores y camiones levantan el polvo y los jóvenes van y vienen a toda pastilla en sus motocicletas. Ahora hay una estación de autobuses. Siguen como antes los gritos de las mujeres, el ruido de patos y gansos, los mugidos alargados de los bueyes, el olor a bosta fresca, los albaricoques y las patatas nuevas y también el tiovivo siempre nuevo rodeado de vendedores de algodón de azúcar y de cortaplumas. Hasta se pueden conseguir unos gallos de madera cuyas colas restallan. Sin embargo, apenas se ven bancos delante de las casas, apenas se ve a los ancianos sentados allí, fumando en pipa. Con aquella luz penetrante toda materia mostraba sin velos su corruptibilidad.
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Creo que algo quería decidir. Estaba tumbado en la cama empapada de sudor, a primera hora de una tarde sofocante, en una habitación de hotel que parecía más que nada un féretro. Había caminado por la calle principal, había atravesado el campo de fútbol: nadie se había dirigido a mí. A veces tenía la impresión de que me miraban con curiosidad. En una fonda situada en una calle secundaria, donde olía mal y reinaba un griterío enorme, un borracho empezó a cantar, hizo luego un gesto con la mano y miró por la ventana.
Ante mí se plantó entonces un hombre ya mayor que llevaba una chaqueta sobre su torso desnudo, moreno y tatuado. Me dijo que antaño me gustaba sentarme a su lado en el pescante y que él me prestaba el látigo. Era András, nuestro antiguo cochero, poseedor de unos bíceps gigantescos que invitaban a imaginar. Él se encargaba de lustrar el linóleo de mi habitación; le pasaba un cepillo encerado y patinaba sobre él. Él subía la leña a la primera planta y encendía la caldera de hierro del cuarto de baño para que yo no pasara frío cuando me levantara y tuviera agua caliente para bañarme. El caballo Gyurka del carro con el tanque, que András llenaba de agua con el cubo en el pozo artesiano que había delante del correo, en el parquecito detrás de la bandera, y que apenas chorreaba. Es muy probable que en aquella época András nunca tuviera la oportunidad de experimentar lo que significaba estar tumbado en una bañera. Para que yo pudiera meterme en ésta, la criada había de mantener encendido el fuego de la caldera y mi institutriz debía preparar mi ropa interior planchada. Los criados se bañaban una vez por semana en una tina de chapa de cinc situada en el lavadero. Yo olía a jabón de perfumería, y eso guardaba alguna relación con el hecho de que la criada olía a criada, y el criado, a criado.
La criada no sólo recibía la paga de mi madre, sino que le cogía la mano y la besaba. Mi padre se limitaba a estrechar la mano de sus dependientes en la tienda cuando les entregaba el salario en un sobre. No recuerdo haber visto nunca al cochero o a la cocinera sentarse en una de las habitaciones. En la cocina sí. Allí estaba András, sentado en el taburete, cuchareteando el espeso caldo que le había servido la cocinera con el cazo esmaltado, directamente de la cacerola al plato. En el comedor nunca aparecía una cacerola, sólo la sopera de porcelana traslúcida, de la cual servían la sopa con un cucharón de plata. Luego, por la tarde, los sirvientes se pasaban un buen rato puliendo las cucharas de plata.
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¿Era yo religioso? Puesto que rezaba, sí lo era. Los niños son hedonistas, hay cosas que disfrutan de la religión y otras que no les gustan porque les quitan la alegría. Yo disfrutaba del vino, que normalmente no probaba; en la noche de Seder, sin embargo, nos estaba permitido meter el dedo meñique en la copa de vino y chuparlo. La raíz picante con vinagre significaba amargura; el pastel sumergido en miel, buenos deseos. Esa noche venía mi abuelo de Nagyvárad, él dirigía la ceremonia, con mi padre sentado a su izquierda. Respondiendo a mis dudas, decía que existen muchas imágenes de Dios, pero que Él es mucho más que cualquier imagen, porque Dios siempre va más allá de todo eso.
En la familia y en el templo se tenía muy en cuenta el hecho de que éramos Kohen, cohenitas, descendientes de Aarón y de los sumos sacerdotes encargados de cuidar el Arca de la Alianza. Mi abuelo materno también era un Kohen, pero ese papel se transmite de padre a hijo. Sólo los cohenitas tienen derecho a sacar el rollo de la Torá del Arca de la Alianza, recorrer con él la sinagoga y bendecir a los reunidos. Los preceptos especiales de limpieza les impedían casarse con una mujer divorciada y pisar un cementerio; quien tocaba los textos sagrados no debía entrar en contacto con los muertos. Me casé dos veces con mujeres divorciadas y suelo pasearme por cementerios.
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Mi padre vivía su posición con cómoda tranquilidad, pero no quería un papel relevante ni en el pueblo ni en la comunidad religiosa. Él era quien era y eso había de ser suficiente. Mis padres no eran más asimilados que los demás judíos, sino que se limitaban a avanzar un poco más en la civilización burguesa, a la que todas las religiones y naciones se van adaptando poco a poco con sentimientos y con resultados diversos. En ese sentido, tanto los cristianos como los judíos eran igualmente asimilados y se amoldaban a la época y al gran mundo de allende las fronteras. Sea como fuere, mi primo István y yo éramos los únicos que, por la tarde, no íbamos de la escuela judía a la escuela talmúdica, un edificio de una sola planta, de adobe y encalado, desde cuyo polvoriento patio un día pasó volando medio ladrillo por encima de la valla y fue a dar en mi cabeza. Los demás salían de la escuela primaria a la una del mediodía y volvían a casa, pero a las tres habían de estar en el heder, la escuela religiosa, para sumirse en el estudio de las leyes y en su interpretación. Como habían de permanecer hasta las seis en el aula y no podían jugar durante la tarde, eran muchachos de costillas más finas y de complexión más débil, y yo llegué a ser más fuerte que ellos. Por aquella época las peleas duras estaban de moda, los demás niños rodeaban a los contrincantes y los animaban. Nos peleábamos sobre un parqué aceitoso, lo cual dejaba huellas. Vencía quien tumbaba al otro y le mantenía los hombros clavados en el suelo. El éxito adquiría más color si un poco de sangre manaba de la nariz y de la boca del derrotado.
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También en mi infancia, mi herramienta preferida era la pluma. Y eso que construía maquetas de aviones y hasta soldé un avión de alambre. Arreglar el manillar de la bicicleta o pegar la goma de los neumáticos era para mí algo tan fácil como rascarme la punta de la nariz. Un destornillador o una sierra eran bien recibidos por mis manos. Nada me gustaba tanto como mirar el trabajo de los maestros; allí estaba yo contemplando al herrero, al cerrajero o al electricista que arreglaba la radio y observando lo que hacían; eran todos clientes de mi padre. Veía al señor Nagy, mecánico jefe del hospital, como un ser superior, y el hecho de que no pudiera quitarse el aceite que le cubría las manos me merecía particular respeto.
Al fin y al cabo, yo también me preparaba para algo así: una fábrica de aviones, sí, justo detrás de la pista de patinaje (el estanque de las ocas en verano), para lo cual había de reducir un poco los pastos. Era más claro que el agua que para eso había de estudiar primero en el instituto inglés de enseñanza secundaria de Sárospatak y después en Oxford o en Cambridge, para regresar luego y, tras heredar y mantener la ferretería de mi padre, pasarme también a la fabricación. ¿Por qué no empezar precisamente con los aviones? Primero en pequeño y luego en grande, fabricaría esos aparatos de transporte de viajeros y entonces todo el pueblo de Berettyóújfalu saldría al aeropuerto, aunque fuese en carros tirados por yuntas, y disfrutaría de vuelos de paseo gratuitos que les permitirían ver Derecske, Mikepércs, Zsáka, Furta, Csökmő y quizá también Bakonszeg desde lo alto. Ésa era la idea.
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Mi primo István Zádor era un mes más joven que yo; él era Tauro, y yo, Aries. Vimos la luz del día en la misma habitación. Él era guapo, rosado y tranquilo; yo, en cambio (porque el cordón umbilical se me enrolló alrededor del cuello al nacer de nalgas), era coloradote, pelado y malcriado. Mi madre, avergonzada por mi cráneo puntiagudo, lo tapó con un gorrito de ganchillo antes de la visita de mi padre. Hasta el día de hoy me río al recordar la cara que puso mi padre cuando le pregunté sobre nuestro primer encuentro: «Pues no eras precisamente el más guapo. Pero aun así te fuiste desarrollando», añadió para consolarme.
Tanto István como yo nacimos en la clínica universitaria de Debrecen, pero vivíamos en Berettyóújfalu. Éramos parientes muy cercanos, las nuestras eran las dos familias judías más acomodadas de aquel gran municipio de la región de la Alföld. Mi padre, József Konrád, era considerado el más rico porque tenía una casa de dos plantas en la calle principal, pero su primo Béla Zádor era de hecho más rico y se había diplomado en una escuela superior.
Mi padre sólo había acabado el bachillerato comercial en Késmárk, una ciudad pequeña y antigua situada en las montañas del Tátra, donde vivía una importante comunidad sajona. Nuestra familia era de lengua materna húngara, pero en la época de la monarquía se consideraba natural enviar al hijo varón como estudiante de pago a una casa donde se hablara alemán en la mesa. Así aprendía esta lengua.
Mi padre fue a parar a la casa de un profesor de matemáticas y se paseaba con la hija de la familia por las murallas de la ciudad e iban juntos a patinar a las cuevas de hielo de Dobšina, donde la nieve no se derretía ni siquiera en verano. Esas cuevas hacían volar mi imaginación, de modo que en más de una ocasión pregunté sobre ellas a mi padre después de comer, cuando se echaba en una tumbona en el balcón y soltaba la lengua. Me enteré de que la hija del profesor tenía un vestido de color rojo para patinar, mi padre dibujaba piruetas, la joven lo cogía del brazo y él hasta levantaba una pierna.
István y yo tratábamos de ponernos en pie en un parque o corralito mientras nuestras madres cotilleaban. Eran cuñadas y amigas; nuestras institutrices eran colegas. La madre de István era hermana de mi padre, y su padre, primo de él. Béla Zádor eligió muy temprano a su primita, que era una beldad.
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El primer día de clase, Lívia, mi institutriz, se sentó conmigo en el banco y yo lloré cuando se levantó, por temor a quedarme solo. Al cuarto día se desprendió de mí, y yo lloré. Mis compañeritos se burlaron de mí, me enfurecí y los zurré uno tras otro. En casa declaré no querer ir más a la escuela. Lo repetí durante todo un mes. Mis padres cedieron y pasé a ser un alumno libre, al igual que István. En el fondo de su gran jardín, entre los cerezos, nos sentíamos libres por las mañanas a la orilla del arroyo Kalló, que fluía por allí. El maestro venía a la casa por la tarde, tomábamos la lección a toda prisa, y luego podíamos volver a jugar al fútbol entre los cerezos o cortar juncos o atrapar ranas con la caña de pescar en la orilla.
Cuando su madre lo dejaba, István entraba de pequeño en el cuarto de baño, se acercaba a ella y la miraba estirarse en la bañera. Le tocaba la ropa y le olía los perfumes. La institutriz, llamada Nene, le gritaba que saliera enseguida y que no molestara a mamá. István no se movía, se limitaba a contemplar a su madre; con las gafas empañadas la veía mover sus hermosas piernas.
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Luego, en la escuela, nos sentábamos el uno al lado del otro; tampoco podíamos separarnos camino de casa. István me acompañaba hasta la mía, subía las escaleras y nos quedábamos ante la puerta de entrada abierta.
—¿Entiendes lo que te digo, Gyuri? —me preguntaba de vez en cuando.
—Lo entiendo, István, lo entiendo —respondía yo después de pensarlo a fondo.
Con nadie se podía hablar tan bien como con István, con nadie he hablado tanto como con él. Nos cogíamos por los hombros y paseábamos por el patio de la escuela. Nos quisieron separar en la clase por nuestra incesante cháchara, pero luego nos dejaron en el mismo banco. István era un muchacho inteligente; participaba de las bromas, pero le aburría el infantilismo ruidoso. He conocido a varias personas que consideraban de forma unánime a István más inteligente que ellas; y yo comparto su opinión.
El hermano de István Zádor, Pál, era tres años menor que él y lo siguió en todos los momentos decisivos de la vida. Reside desde hace unos cuarenta años en Washington, donde se dedica a las matemáticas. Pál nos ganaba a ambos en pimpón, deseoso de superar esos tres años de diferencia. No toleraba las ofensas. Cuando un dependiente nos veía y nos llamaba la atención por alguna travesura, Pál respondía con un solo sustantivo formado por varias palabras: «Cerdocabronimbécil». Antes de que su padre saliera de la casa a poner paz, nosotros ya estábamos en el jardín de abajo, entre los cerezos y frambuesos, a la orilla del arroyo.
Vivían en una casa amplia y profunda, frente a la nuestra, y tenían una gran tienda de ropa y zapatos; los dependientes presumían de trajes de tela inglesa bien confeccionados y hacían ondear las telas; eran de modales agradables y piropeaban a las mujeres, las cuales daban vueltas ante el espejo.
Al entrar en la ferretería de mi padre se sentía un olor, el fiable olor a hierro de clavos, alambres, guadañas, ejes de carros, rastrillos, trinquetes, estufas, cacerolas, bicicletas y armas de caza. Si la guadaña estaba afilada, podía comprobarse con la punta del dedo; para saber si estaba hecha con un acero de buena calidad, existía desde tiempos inmemoriales un gran peso de hierro de veinte kilos. El cliente que iba a utilizar la guadaña la golpeaba con el canto contra el peso y luego la acercaba al oído para escuchar su zumbido.
La llegada de un vagón lleno de artículos a la estación de ferrocarril de Berettyóújfalu después del viaje de mi padre a Budapest también suponía para mí un gran acontecimiento. El cochero András traía luego las cajas en un carro tirado por el viejo caballo Gyurka; lo acompañábamos unos cuantos; me dejaba sentarme en el pescante y decir al caballo ¡arre!, cuando nos poníamos en marcha, y ¡so!, cuando nos deteníamos. Excitado, colaboraba en la descarga de las grandes cajas en las que los recipientes de cocina esmaltados y de color rojo intenso aguardaban entre espesas y fragantes virutas de madera.
Todas estas alegrías no eran propias de István, que apenas prestaba atención al negocio de su padre; pocas veces ponía el pie en la tienda y no se sentía a gusto en el papel de hijito de papá, obligado a sonreír con delicadeza, a escuchar comentarios sobre cómo había crecido y a aguantar algún simpático pellizco en la mejilla. Después de saludar una o dos veces, se retiraba a su parte privada de la casa. Su madre, mi tía Mariska, también observaba desde cierta distancia las actividades que se desarrollaban en la tienda y prefería dejarlas en manos de su infatigable suegra, la señora Etelka, una mujer diminuta y delgada, con marcadas arrugas en su rostro vivaz, que permanecía sentada en el lugar más natural para ella, en la caja, detrás de la máquina registradora, desde donde lo controlaba todo.
Al tío Béla le correspondía la tarea de deambular por la tienda y ocuparse de los clientes distinguidos, pero, como era un hombre impetuoso e impaciente, no tardaba en aburrirse y se enfilaba hacia la vivienda, a la que se accedía desde el jardín de aquella gran casa de una sola planta. En el salón, sumido en la penumbra y contiguo al cuarto de la tía Mariska, se instalaba en un pesado sillón de piel a leer el periódico, cuyas noticias, cada vez peores, comentaba por la noche en nuestra sala con mi padre, con preocupación, pero todavía con cierta esperanza.
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En la tienda del tío Béla, hasta las mujeres de la clase alta del pueblo encontraban prendas que les quedaban bien; no así mi tía Mariska, de modo que su amiga, mi madre, tampoco estaba obligada a comprar la ropa en la tienda de enfrente. A veces, ambas viajaban juntas a Budapest.
Un viaje así resultaba inimaginable sin pesadas maletas y sombrereras, pero András, el cochero, y el mozo de la estación tocado con una gorra roja ya se encargaban de ellas y las colocaban con sumo esmero en el compartimento de primera clase. En la estación del Oeste de Budapest todas estas operaciones se repetían en orden inverso, y desde allí un taxi llevaba a mi madre y a mi tía al Hotel Hungária, situado a la orilla del Danubio.
Por la mañana acudían a tiendas de modistas, y por la noche, al teatro. Después interrogaba a mi madre sobre las mejores tiendas de textiles, de ropa interior y de zapatos, al igual que sabía en qué destacaban y en qué fallaban las grandes fábricas metalúrgicas y ferreterías al por mayor de Budapest, porque en esta vida todo tiene sus jerarquías.
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Sabíamos asimismo quién era la chica más guapa en el aula y quién era la más traviesa. Confieso que era Baba Blau, que se sentaba delante de mí y cuyas trenzas gruesas y morenas daba gusto agarrar y tironear. Baba se reía con una voz profunda, pero luego se chivateó, acusándome de tirarle del pelo. Tuve que llevar la tapa del estuche de las plumas al maestro, que solía dar con ella unos cuantos golpes en la palma de mi mano. Cuando volví, Baba me la acarició, luego alzó la vista al techo, con una sonrisa un tanto burlona en los grandes labios, y volvió a poner el cabello sobre mi banco.
Mi tía Mariska tal vez se pasó toda la vida esperando algo que luego no sucedió. Le gustaba llevar vestidos bonitos, originales y caros. También compraba muchos libros: literatura moderna para ella y novelas de indios para sus hijos. En el jardín solía descansar bajo una manta de piel de camello en la glorieta pintada de color blanco y oculta por unos rosales. Luego se fue poniendo amarilla y ya no recobró la blancura; sólo su lápida es de mármol blanco.
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István se volvió más solitario; su madre murió cuando él tenía cinco años. Su padre, mi tío Béla, se sumió en una profunda melancolía; la tía Etelka también murió, de modo que Nene asumió el poder en la casa. Nene sabía sin lugar a dudas cuál era el orden correcto de las comidas. Era partidaria del pan integral, de las espinacas con leche y de la pechuga de pollo hervida, y cuando una tos llegaba a su oído, enseguida metía al delincuente en la cama. Mujer escrupulosa y católica practicante, no era ni bonita ni alegre. Apenas recuerdo haber visto muestras de alegría en casa de István.
Íbamos por la calle principal hasta la estación y volvíamos; como era primavera, llevábamos un abrigo de entretiempo y un extraño tocado en la cabeza; teníamos que pedir permiso para quitarnos los guantes o para desabrocharnos el botón de arriba del abrigo. Los muchachos campesinos con sus botas de mala calidad nos miraban.
Hacíamos girar el brazo del teléfono y se oía la voz de una señorita: «Central». «Póngame con el once», decía yo. «Póngame con el sesenta», decía István. Lo repetíamos varias veces al día. «¿Por qué no cruza la calle?», preguntaba la señorita. «Haga el favor de comunicarnos», contestábamos nosotros fríamente. A los siete años de edad ya nos llamábamos por teléfono.
Nuestros padres nos sujetaban del hombro en el borde de la acera antes de dejarnos cruzar la calle. Sólo circulaban coches tirados por caballos en la calzada; un automóvil era algo poco frecuente, de hecho, un auténtico acontecimiento. Nos recibíamos en chaqueta, nos estrechábamos la mano, nos ofrecíamos asiento y volvíamos sobre nuestros temas fundamentales, pero, para que nadie nos oyera, salíamos de la casa y deambulábamos por el jardín otoñal con abrigo de entretiempo. El crujido de la hojarasca bajo nuestros pies era todo un placer.
A István no le agradaba pronunciar ni una sola palabra con ligereza; se le notaba en la cara que las palabras dichas sin el debido rigor lo ponían nervioso. A mí me gustaban más las cosas, y casi todo me parecía interesante. István, en cambio, parecía aburrirse y solía mostrarse distante. Me esforzaba por entretenerlo con mis bufonadas. En su boca, el sí y el no eran más decididos que en la mía. Le gustaba sacar conclusiones definitivas de sus observaciones. Con ciertas reservas, yo trataba de seguir su lógica. Al día siguiente, sin embargo, yo ya podía pensar de otra manera o tal vez dejaba de dar un significado especial a toda una historia que en el momento me había parecido dramática y fascinante.
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El 19 de marzo de 1944, el día en que los alemanes ocuparon Hungría, yo tenía once años. Ocurrió lo que hasta entonces sólo temíamos, reunidos en torno a la mesa familiar. La isla excepcional había dejado de existir. Empezaba algo nuevo. ¡Con qué sencillez ocurrió todo! ¡Qué ridículo parecía todo lo anterior! Cuántas noches me pasé escuchando hablar a los hombres, oyendo sus estrategias de sobremesa, que si los ingleses vendrían desde Italia y Grecia, que si la invasión en occidente estaba al caer, que si Horthy tendría, por tanto, más libertad de movimiento y hasta podría abandonar la alianza y que si Hungría evolucionaría y se convertiría en una democracia neutral de tipo anglosajón. Mientras, nuestros padres seguirían en sus tiendas, en sus consultas de médico, en sus bufetes de abogado. Hasta la llegada de los libertadores ingleses, los niños judíos continuarían acudiendo a clase a ese pequeño y melancólico edificio de una sola planta, con sus dos aulas, su patio lleno de polvo y su hermosa sala de oraciones, donde el maestro al menos no los humillaba por ser judíos.
En las noches del viernes se oían pasos que se arrastraban por la callejuela que discurría junto a nuestra casa. Hombres de traje negro y sombreros de ala ancha se dirigían a la sinagoga acompañados de mis compañeros de escuela con sus grandes ojos. Los niños iban cogidos de la mano de sus padres.
El día de la ocupación, estaba con mi padre en el dormitorio delante de la radio. No hubo noticias de resistencia alguna; las tropas húngaras no se opusieron a la invasión. El regente, el gobierno y el país entero se postraron ante los decididos alemanes. Yo no confiaba en Horthy. Cuando era más pequeño, lo tenía con forma de soldadito de plomo. Lo rodeaban los oficiales, los gendarmes, la infantería, todos de plomo, todos con uniformes verdes; sólo Horthy brillaba con su abrigo de almirante de color aciano y con sus charreteras doradas. También poseía un cañón con el que podía disparar balas de arcilla con un alcance de un metro. El amplio suelo de linóleo de color marrón era el campo de batalla. Allí dividía en dos el ejército y el armamento. Al principio, es decir, a finales de los años treinta, siempre ganaba el ejército a cuya cabeza se encontraba su alteza, nuestro señor regente. Las balas del cañón acababan con todos, menos con él. Luego, cuando entramos en la guerra, una balita de cañón derribó a su alteza y desde ese momento siempre perdía en el suelo de linóleo el ejército a cuya cabeza se encontraba Horthy. Le apuntaba con el cañón, impactaba en él y el hombre caía de espalda.
Esa noche también estaban allí sentados, delante de la radio, los tíos y los primos. Se difundió el rumor de que el comandante de la guarnición local se oponía a la invasión alemana, y yo enseguida confié en que precisamente la unidad de Berettyóújfalu, bajo el mando del teniente coronel Egyed, pararía el avance de los alemanes. Después de todo, había un gran cuartel en un extremo del pueblo; era una guarnición poderosa, con cañones tirados por robustos caballos. Si el regente llamara al pueblo a luchar por su libertad, podría elegir la región de Bihar para hacerse fuerte.
—¿Él precisamente? ¿Y precisamente aquí? —dijo István con una sonrisa más que agria.
Que sí, que el teniente coronel era un buen hombre y nada proclive a simpatizar con los alemanes. Los niños teníamos práctica en la discusión política. Yo llevaba años rezando oraciones políticas para mis adentros en la cama, antes de apagar la luz. En la escuela pública de chicos mantenía conversaciones políticas en los pasillos, aunque exclusivamente con István. Mirábamos alrededor para que nadie nos oyera. Nos dimos cuenta pronto de nuestra condición de parias. Esa misma noche nos enteramos de que no sólo Horthy no resistía, sino que tampoco lo hacía el comandante de la guarnición de Berettyóújfalu. A la mañana siguiente los tanques alemanes se encontraban ya delante del ayuntamiento y de la iglesia reformada. Sentados sobre ellos, había unos soldados con uniforme de campaña gris, observando los acontecimientos del mercadillo. Los ciudadanos rehuían el contacto y hasta había quienes ni siquiera los miraban. En la calle principal, los alemanes demostraron al compás de jactanciosas marchas militares, en columnas tan densas que casi se tocaban los hombros, cómo se marchaba a paso marcial, no como el recluta húngaro, dejado y descuidado. Las patrullas se dispersaron por el pueblo y requisaron casas enteras para instalarse, incluida la de mi tío.
En consecuencia, mis primos se mudaron a mi casa. Parientes y amigos venían también a intercambiar información con mis padres y a compartir el desconcierto. Mi padre, sentado en el balcón, tomaba el sol con los ojos entornados; había tenido que cerrar su tienda. Ya no podía abrirla, ya no era suya, la puerta de hierro estaba sellada. Tuvo que entregar todos sus objetos de valor. La radio también. Dormíamos tres en el salón, tres chicos; de hecho, nos hacíamos los dormidos, encendíamos la lamparita y nos abalanzábamos sobre el licor de nueces que había en el aparador con el fin de animarnos para nuestras discusiones políticas nocturnas.
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Cada día llegaban nuevas instrucciones; sabíamos que el mañana sería peor que el presente. Habíamos jugado al pimpón hasta el anochecer. Estaba bien que no nos separáramos durante la noche. Ya no teníamos paciencia para dedicarnos a los juegos de mesa y debatíamos los asuntos que no estaban nada en orden. Según István, los rusos llegarían primero y aquí se instauraría el comunismo. No sabíamos mucho de él. Quienes habían vuelto de Ucrania decían que la gente era bastante pobre, que las cabras dormían en las viviendas y que, en las ciudades, varias familias habitaban un piso. Sentados en las sillas de respaldo alto, tapizadas con piel, considerábamos soportable la pobreza si iba acompañada de la justicia.
En la mente de los judíos de Berettyóújfalu aparecían oscuras imágenes asociadas con Ucrania, aunque por otro motivo. A los hombres más jóvenes se los llevaron en 1942 a realizar trabajos forzados. Tuvieron que corretear desnudos por los pasillos de una escuela ucraniana, con el suelo cubierto de tachuelas. Los gendarmes húngaros, apoyados contra las paredes los golpeaban con las culatas. Debían de haber bebido mucho ron para acabar poseídos de tal frenesí. Luego, los judíos pudieron vestirse fuera, en la nieve, pero antes les habían registrado el equipaje y les habían requisado relojes, anillos y todos los objetos de valor. Quien ocultaba algo debía volver a bailar en el pasillo.
Después los condujeron hacia el oeste porque el ejército estaba en retirada. Dejaron a los enfermos en un hospital instalado en una barraca. Enfermo era quien no podía caminar y había de ser transportado por los demás. Oscurecía ya cuando las lenguas de fuego se alzaron al cielo a sus espaldas. Los soldados habían rociado con gasolina y prendido fuego al hospital. Los judíos enfermos murieron abrasados en su interior. Bandi Svéd dio media vuelta y corrió hacia allá por la nieve. Tenía la sensación de que su hermano mayor, confinado en la barraca, corría hacia él. Los demás lo persiguieron y lo cogieron a tiempo, antes de que los guardias lo matasen a tiros. Los supervivientes fueron desmovilizados en 1943, regresaron a Berettyóújfalu y reanudaron su vida de antes. Todo parecía haber vuelto a la normalidad, mas esos hombres se volvieron taciturnos.
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Nuestros compañeros de clase no eran particularmente hostiles ni maliciosos con nosotros, sino más bien desinformados, titubeantes e indiferentes. Miraban los tanques y no decían nada.
—Ahora lo pasaréis fatal —dijo en tono de burla un niño canijo, el más pobre y peor alumno de la clase. Su padre ingresó en el partido de los cruces flechadas para conseguir un trabajo en la construcción de carreteras. Sólo íbamos dos judíos a la escuela pública, István y yo; a los más pobres no los admitían.
A István le gustaba decir verdades amargas, aquellas que no conducen a nada.
—Somos los más ricos de la clase y los mejores alumnos. Es obvio que no nos quieren. Son pocos los hombres ajenos a la envidia. Hay quienes quieren a uno o dos judíos, pero no a los demás. Los hombres buenos son pocos, los hombres malos también son pocos, y la mayoría no es ni esto ni aquello. Si dejan vivir a los judíos, bien; si los matan, bien. Todos se conforman con lo que sea.
Todavía teníamos las estufas encendidas en la sala, y el ambiente era familiar. Mi madre estaba cosiendo la estrella amarilla en los abrigos y las chaquetas de todo el mundo. Había estrellas de fabricación casera hechas con cierta torpeza, pero la industria privada reaccionó con flexibilidad a la nueva demanda. Era una cuestión de Estado que hubiera estrellas amarillas conformes a la reglamentación: color amarillo canario, el borde cosido a máquina, el tamaño de seis por seis centímetros, estrellas bonitas e industriales. Había que coserlas al abrigo de tal manera que no se pudiera meter un lápiz entre las costuras. Porque el astuto judío era capaz de ponerse el distintivo para guardar las apariencias y quitárselo luego, cuando le viniera la gana. El diario judío hizo un llamamiento a cumplir a rajatabla las ordenanzas oficiales.
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Un día István y yo decidimos no ponernos la estrella amarilla y dar una vuelta por el pueblo. Era primavera, el año escolar había acabado en abril, de modo que teníamos tiempo de sobra. Llevábamos botas y nos metíamos en el barro de las largas calles laterales carentes de empedrado. Desde los porches con sus tejados de chillas y con sus columnas blancas, las mujeres se nos quedaban mirando.
Yo también me acostumbré a beber de la jarra, como los chicos campesinos. Ahora era yo quien iba al pozo artesiano delante de la oficina de correos; me ponía mi mejor traje y los zapatos bonitos, lo que suscitaba los comentarios maliciosos de quienes llevaban una eternidad yendo allí. Sin embargo, establecí nuevas relaciones aun portando la estrella amarilla; algunas mujeres me saludaban amablemente en la calle y hasta intercambiaban algunas palabras conmigo mientras esperábamos junto al pozo. El tonto del pueblo, que una vez se comió un cubo lleno de judías a causa de una apuesta, me pidió la estrella amarilla. Todos se rieron.
—Mira que es tonto —dijeron.
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Luego se presentaron una mañana. Se oyeron unos golpes enérgicos contra la puerta del jardín. Miré desde el balcón: había allí cinco oficiales alemanes e igual número de gendarmes húngaros, más un ridículo policía, Csontos, que siempre amenazaba con denunciar a todo el mundo pero que se abstenía de hacerlo a cambio de unos cuantos pengő. Los gorros negros eran los de la Gestapo, pero aún no lo sabíamos. Mi padre se puso la chaqueta reglamentaria con la estrella amarilla, una chaqueta de tela inglesa por cierto, y bajó a abrir la puerta.
El oficial de la Gestapo le comunicó en alemán que se había recibido una denuncia a tenor de la cual mi padre era un espía inglés y tenía una emisora de radio secreta en el desván. Registraron la casa; lo revisaron todo desde el sótano hasta arriba. Sabía que no había emisora en el desván, pero me satisfizo que sospecharan de papá. Me habría gustado mirarlo a la cara. Y si hubieran buscado armas, lo habría respetado más todavía.
Mi padre era bastante miedoso, sensible al dolor físico. Mi madre, más fuerte, condujo a los alemanes y a los gendarmes por la casa, en su afán por cuidar a papá. Mi madre iba al lado de ellos con una calma sorprendente, dando breves aclaraciones. Cogieron algunas cosas, dinero, joyas, la cámara fotográfica, pero no encontraron nada importante. Insatisfechos después de recorrer la casa, pidieron a mi padre y a mi tío que los acompañaran. En el puesto de mando de la gendarmería ya confesarían dónde habían ocultado la emisora de radio y, en general, dónde habían escondido cada cosa, dijeron. ¿Acaso la señora pensaba hacerles creer que no ocultaban nada?
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El 15 de mayo, a mis once años, me di cuenta de que mi padre no me pertenecía a mí sino a la Gestapo. Salió por la puerta del jardín entre gendarmes y oficiales alemanes. Desde el balcón vi su espalda un tanto encorvada; nunca lo había visto escoltado por bayonetas. Cuando se llevaron a los hombres, pasamos al comedor para seguirlos con la vista desde la ventana que daba a la calle. Delante iban los oficiales de la Gestapo, detrás de ellos un par de sombreros de gendarmes con sus plumas de gallo, luego mi padre y mi tío, luego más gendarmes con las bayonetas caladas y al final Csontos, el ridículo policía. Ese 15 de mayo el pavimento de la calle estaba muy caliente, desde luego. Todo era normal: los moñigos caídos de tres en tres y ya secos sobre la calzada, el resplandor amarillo en la maciza torre de la iglesia reformada y en la hilera de acacias que adornaba la apática calle principal.
Mi padre no miraba ni a derecha ni a izquierda; nadie le saludó, ni él saludó a nadie. Resulta edificante mirar las caras de los conocidos cuando uno va escoltado por hombres armados. Mi padre conocía a todos cuantos venían hacia él por la calle, pero no estaba en condiciones de saludar e iba como si rodaran la escena de una película. El espectáculo no era indignante y en el fondo ni siquiera entristecedor, sino más bien insólito. En los rostros se observaba asombro y luego se veía cómo se iban recomponiendo poco a poco: pues sí señor, ahora es lo que toca, ya se están llevando a los judíos. En casa sólo quedamos mamá y nosotros, los niños.
Mi madre se creyó obligada a hacer algo. ¿Cómo podía ser que los gendarmes húngaros se llevaran a su marido por la simple orden de unos alemanes de uniforme negro? ¿Qué decían los dirigentes húngaros de la administración local a todo esto? ¿Acaso estos conocidos caballeros también contribuían a su modo a la locura?
Mi madre se emperifolló y fue a ver al jefe de policía para dar parte de este hecho irregular y presentar una queja formal. Al salir, se encontró con que un coche negro se detenía a su lado. Desde dentro le hablaron en alemán:
—Señora Konrád, súbase.
El jefe de la Gestapo le preguntó:
—¿Quiere que la encierre con su marido?
Mi madre asintió con la cabeza. Le hicieron el favor de meterla en la misma cárcel en que se encontraba mi padre, aunque en otra celda. Los gendarmes habían detenido a varios hombres judíos, a los más ricos, en calidad de rehenes. La esposas de éstos se quedaron en casa; sólo mi madre estaba con mi padre.
* * *
Esto nos salvó la vida. Más tarde me enteré de que el delator había sido un pastelero perteneciente a los cruces flechadas. A él le debo la vida. Tal vez estuviera resentido porque evitábamos su pastelería, pese a tener un escaparate muy vistoso. Unos osos polares de madera contrachapada y con pintura al óleo lamían unos helados de fresa y vainilla en la puerta de entrada de la tienda, pero los helados eran peores que en la pastelería Petrik, donde dos solteronas con cabeza de pájaro y cabellos grises recogidos en un moño servían los siempre fiables helados y milhojas de crema entre los acogedores azulejos de color mantequilla. Allí no escatimaban huevos, ni azúcar, ni vainilla, ni nada que hiciera falta. Ellas no experimentaban con las fantasías del arte de la pastelería. Ellas no eran cruces flechadas; iban a misa los domingos por la mañana, siempre del brazo, con blusa blanca de seda, sombrero gris y velo. Sólo abrían la pastelería después del oficio divino y vendían, con gesto amable y olor a iglesia, sus pasteles de crema hechos al horno en la madrugada.
Sin embargo, no fueron ellas las protagonistas de la historia. La providencia puso el botón de mando en manos de ese estafador grandilocuente que sustituía los ingredientes más nobles por productos artificiales y de mala calidad y que compensaba sus carencias con simulacros de icebergs y focas en pleno mes de agosto; pues bien, a ese bribón ruidoso le tocó decidir mi destino. Lo decidió haciendo que las divagaciones de su imaginación encontraran la forma de expresión adecuada en una carta de denuncia, lo decidió causando, por tanto, que mis padres acabaran recluidos en el campo de internamiento de la Gestapo, con lo cual tuvimos una suerte inmerecida, pues de este modo se nos ahorró, a cada uno a su manera, el destino común a todos los judíos de Berettyóújfalu: Auschwitz.
* * *
Nos quedamos en casa los cuatro niños: mi hermana y yo, así como mis dos primos. También se quedó Ibi, la institutriz judía de éstos, que desprendía un olor desagradable por el miedo y por la confusa situación. Chica torpe y blanda, no sabía ni cocinar ni llevar la casa; sus platos eran insípidos y las cosas estaban más sucias que limpias. Todo resultaba muy doloroso: una forma de vida acababa de venirse abajo. Fui testigo de una decadencia que avanzaba día tras día. La ausencia de mis padres y la angustia eran ya bastante terribles, pero los superaba la sensación de asco ante el deterioro de las cosas.
István y yo llegamos a la conclusión de que nuestros padres se habían equivocado. Deberían haberlo abandonado todo y huido a tiempo. Ahora había que dejar la casa y el jardín de todas maneras. Hacía calor. Eran unos días preciosos de comienzos de verano. Las cigüeñas se encontraban en su lugar acostumbrado junto a la Tabla de la Alianza y nosotros jugábamos al pimpón con una entrega total.
El lunes era el día del mercadillo; el jueves se celebraba el mercado semanal; los viernes, los hombres judíos se dirigían por el camino de siempre, la callejuela de al lado de nuestra casa, a la sinagoga, con la estrella amarilla en la chaqueta y con el manto de plegarias bajo el brazo. Después de anochecer, nos ocupábamos, según mandaban las instrucciones, de que las luces de la casa no se vieran en el exterior, para lo cual encajábamos en las ventanas unos listones envueltos en papel negro y grueso. Ya no podíamos ir a nadar; pasábamos al lado de la piscina con nuestras estrellas amarillas y espiábamos por los agujeros en el cercado. Los chicos imitaban los stukas, los bombarderos alemanes de vuelo en picado; chillando, se tiraban de cabeza desde el trampolín a la piscina de veinticinco metros suavemente alimentada por el agua del pozo artesiano. Según imponía la costumbre, la vaciaban los domingos y volvía a llenarse para el miércoles por la tarde. El año anterior István, Pál y yo habíamos hecho los cinco largos y habíamos recibido un premio en metálico para comer pollo a la páprika con macarrones en el restaurante de la instalación deportiva.
Luego fuimos a los jardines Gacsa, pero nos resultaba cada vez más desagradable pasear con la estrella amarilla; los rostros de aquellos con quienes nos encontrábamos expresaban sentimientos nada agradables en la mayoría de los casos. Los más vulgares insinuaban, por ejemplo:
—¿Veis, ya tenéis lo merecido, no?
Y la mayoría:
—Pues así están las cosas. Y así seguirán de ahora en adelante. ¿Que se los llevan? Pues que se los lleven.
Conocimos también esas miradas cálidas, esas expresiones de simpatía que no iban acompañadas de palabras, sino de una aceleración de los pasos. Solidaridad apresurada. Preferíamos quedarnos en el jardín; pasaba horas columpiándome, hasta el mareo total.
* * *
Los plateados bombarderos angloamericanos sobrevolaban el pueblo a última hora de la mañana. No arrojaban nada, sólo resplandecían, iluminados por los rayos del sol. Iban a bombardear la estación de trenes de Debrecen. Doblaban las campanas, ululaba una sirena en algún sitio, y los gendarmes se ocupaban de que todo el mundo se ocultara en los sótanos. Nosotros no nos escondíamos; echábamos la cabeza hacia atrás y contemplábamos el cielo. Nos parecía bien que al menos dominaran las alturas.
Recibimos una postal de nuestros padres desde Debrecen. Estaban bien. Nada más. No teníamos radio en casa, pero sí algo cuya existencia habíamos de mantener en secreto. Poseíamos, sin la autorización preceptiva, un saco de harina y unos cuantos trozos de tocino en el sótano, en un lugar muy especial que el arquitecto de la casa (el señor Berger, con el que mis padres se encontraron por casualidad en el tren camino de la deportación y luego en el campo) mostró a mi padre en 1933 diciéndole que ese escondite algún día le sería de utilidad. Detrás del depósito de hormigón para el agua y debajo de la escalera del sótano había un rincón oscuro sólo visible para auténticos ojos de lince. Desde luego, esos ojos brillaron por su ausencia en el registro de la casa.
También había, por ejemplo, dinero escondido en el salón, detrás del cajón del escritorio de mi padre. Tres fajos de billetes de cien, un total de treinta mil pengő, el equivalente del precio de una casa grande. El crimen más grave estaba enterrado en el almacén de los tubos al que se accedía desde el patio: joyas de oro en dos arconcitos metálicos. Poco a poco, mi padre había convertido cierto porcentaje de sus existencias en joyas. Uno de los arcones, luego descubierto, estaba enterrado en el rincón. El otro, sin embargo, no fue encontrado; se hallaba en el centro del espacio asimétrico, justo donde una caldera gris esmaltada, con el pienso para los conejos de Angora, colgaba del techo sujeta por alambres.
* * *
En esa época teníamos una docena de conejos en el jardín, en jaulas ordenadas por plantas. Al lado de las dos jaulas de arriba había dos cajitas de madera para las crías, con puertecitas que daban a las jaulas grandes de las madres. Los conejitos nacen sin pelo, son de color rosado y se meten tiritando bajo el vientre de la madre. Me habría gustado acariciarlos aunque fuera con la punta de los dedos, pero decían que la madre percibe el olor del hombre en las crías y expulsa e incluso devora a la que ha sido tocada por alguien. Sólo podíamos tocarlos cuando ya empezaba a crecerles el pelito; entonces, nos ponían unos conejitos blancos como la nieve sobre las sábanas, para jugar.
También era un gran placer hilar en la rueca con esa lana blanda recién cortada. Se rompía con facilidad, pero si uno era hábil, la rueca hecha con una rueda de bicicleta y con un pedal podía pasar minutos sin romperla; con delicadeza, iba enrollando en el carrete el hilo que emergía del montoncito de lana en mi mano izquierda y cuyo grosor era regulado por los dedos pulgar e índice de mi derecha. En las tardes de invierno, cuando la estufa de azulejos desprendía el calor con generosidad, enmadejábamos el hilo. La radio daba noticias de la guerra y luego un poco de música clásica, y yo estaba sentado entre dos capítulos de la novela de indios, mientras mi madre nos tejía gorros y jerséis para patinar sobre hielo siguiendo el modelo de un estampado noruego.
Pues bien, aquella caldera pendía en el almacén para que los ratones no ensuciaran el pienso destinado a los conejos. Estaba sujeta a unos alambres, los cuales colgaban de un gancho en el techo. No obstante, los ratones encontraban igualmente el camino hasta el pienso; agarrándose de la viga del techo se acercaban y se dejaban caer en su tierra prometida, que resultaba ser la de su desgracia, porque luego no podían subir con sus uñitas por las paredes de la caldera esmaltada y, deshidratados, daban vueltas y vueltas en medio de la abundancia hasta que una monstruosa mano los cogía por la cola y los arrojaba contra una piedra.
Mi madre nos mostró dónde había escondido y enterrado con papá los tesoros en el transcurso de varias noches.
—Puede que algún día, hijito, nos separemos. Puede que no nos veamos nunca más. Vosotros también debéis saber lo que tenemos.
Tanto mi hermana como yo registramos la información en la memoria. No la mencionamos a nadie, pues los niños también saben guardar secretos. Mamá había cosido, además, unas cadenitas de oro en el interior de nuestros abrigos; adondequiera que fuéramos a parar, siempre podíamos utilizarlas. Había que estar preparados para la dispersión. Todavía recuerdo el tono neutro y sereno de aquella conversación.
* * *
En mayo de 1944 se rumoreaba ya que los judíos de la provincia, tanto los jóvenes como los mayores, serían deportados a campos de trabajo situados en territorios de la antigua Polonia. Según las informaciones, estaban construyendo ciudades para ellos entre bosques y lagos; vivirían bien, aunque aislados de la población de la zona. A partir de ese momento, judíos y cristianos no podrían convivir ni tener contacto alguno. Los responsables de tanto estrago, es decir, nosotros, debíamos ser apartados.
Las autoridades necesitaban nuestro consentimiento: cómo no, era obvio, ni se nos ocurría vivir con cristianos. El periódico de los judíos húngaros seguía llamando a cumplir fielmente con leyes y normas. Si entonces, en esas horas difíciles, en esa época de durísimas pruebas, nos manteníamos firmes y demostrábamos ser buenos húngaros, tal vez pudiéramos albergar cierta esperanza de encontrar algunas facilidades.
¡Hermosa, muy hermosa era esa gran unidad nacional en torno a la idea de la segregación! Sin embargo, para ponerla en práctica, ¡cuántos problemas organizativos y administrativos hubieron de superarse, cuánto y cuán concienzudo trabajo hubieron de realizar las autoridades, cuántos altos funcionarios del Ministerio del Interior y cuántos subordinados de éstos hubieron de renunciar a muchas horas de sueño que les correspondían legalmente y pedir perdón a sus esposas aduciendo los múltiples problemas inherentes al esfuerzo de la deportación! Todos los sectores de la administración pública, desde la gendarmería hasta la Comisión Estatal encargada de las propiedades abandonadas, tuvieron que poner toda la carne en el asador. Particular elogio merecían los trabajadores de la compañía de ferrocarriles, por su ejemplar colaboración a pesar del intenso bombardeo enemigo. Los judíos, embutidos en vagones de transporte de ganado, salieron del país en cuestión de semanas; la cosa marchó sobre ruedas. Reunir a seiscientos mil judíos en barrios cercados y custodiados por hombres armados y transportarlos luego en vagones de carga no era ninguna bicoca: era una tarea que merecía un buen brindis. Los diarios de las ciudades de provincias informaban, aliviados, de que el aire estaba ya limpio y de que la región había quedado libre de judíos.
* * *
Recibimos una carta de invitación de nuestros parientes de Budapest para que fuéramos a su casa. Había que decidir rápido si era preferible quedarse o ir a la capital. Los judíos ya no estaban autorizados a viajar en tren; las fuerzas del orden no paraban de pedir la documentación durante el trayecto. Era obligatorio denunciar a los judíos. Para viajar a Budapest necesitábamos un permiso especial de la gendarmería. Una excepción. Una suspensión momentánea de la norma. Además, ¿para qué ir? ¿Por qué no quedarse con los demás? Nuestras tías, tíos, primos, todos estaban en el pueblo. Permanecíamos en nuestra casa. Podíamos tener suerte y que no nos tocara. Podía intervenir alguna fuerza superior. Yo no cesaba de columpiarme; la felicidad de nuestras eternas golondrinas no tenía mella; yo era de Berettyóújfalu por los cuatro costados y aquí había de vivir y morir.
Pero ¿y si me deportaban? Era más fácil deportarme de aquí que de Budapest. Allá resultaba más fácil esconderse: es más difícil encontrar la aguja en el pajar. Trataba de encantar la puerta del jardín: aún no sabía lo que ocurriría y en mi cabecita tonta todavía albergaba la esperanza de que mis padres simplemente regresarían. Llamarían, yo abriría, y ellos estarían allí, sonriendo en el umbral. Oía unos golpes, bajaba de un salto del columpio, me arrimaba a la puerta, corría el cerrojo, abría, y allí no había nadie. Los soldados alemanes se paseaban por la calle principal con chicas lugareñas.
De golpe, cambié de parecer. Abandonaríamos la casa. Subí a la vivienda para mirar si los treinta mil pengő seguían en su sitio. Allí estaban. Crucé la calle y fui a ver a un abogado cristiano. Era un buen cliente de mi padre, un hombre bastante de derechas y un tanto antisemita, pero no demasiado. Le pedí que nos consiguiera un permiso para viajar.
—Os costará un ojo de la cara —dijo—. ¿Tenéis dinero?
—Sí —contesté.
—¿Cuánto?
Le dije la cantidad.
—Suficiente.
Me pidió la mitad por adelantado. Crucé la calle y volví con los quince mil. Dijo que al día siguiente nos informaría de sus gestiones. Y que la cosa quedara entre nosotros. Ni una palabra del dinero.
Discutimos el tema con los demás. Yo era el más decidido a marcharse. Los demás aún titubeaban, algo comprensible, pues ninguno de nosotros quería ser una carga para otros. Aquí teníamos para comer y nos acurrucábamos en nuestros sofás para dormir. Tal vez no era necesario irse. También se acercaron los parientes: que no nos marcháramos, que tal vez sólo deportaban a los de Nagyvárad y no a los de Berettyóújfalu. Durante años, los judíos húngaros se tranquilizaban asegurando que ellos no podían correr la misma suerte que los judíos polacos.
Todos los judíos estaban ya registrados; la propia comunidad judía se encargaba, por orden del secretario del ayuntamiento, de elaborar las listas por calles y números de casas. De este modo, los gendarmes lo tuvieron fácil a la hora de pasar casa por casa, siguiendo el orden de las listas, y sacar a todo el mundo a la calle al amanecer. Yo expresé mi opinión de que nadie en el pueblo se atrevería a escondernos. Que era más difícil deportar a los judíos de Budapest, por ser ellos más numerosos; por eso sería el último grupo destinado a la deportación. Así al menos ganaríamos un poco de tiempo.
* * *
Al día siguiente se presentó el abogado. Dijo que le diera los otros quince mil y que fuera a buscar los papeles. Que fuera primero a la escuela pública de chicos a ver al señor director Somody, un hombre bondadoso y con buena opinión respecto a mi rendimiento escolar. Y que diera las gracias a mi benefactor por interceder en el asunto de nuestra petición ante los otros caballeros. Fui a ver al señor director, le di las gracias por el favor que nos hizo y me cuadré. Me sonrió, me acarició la cabeza y me instó a seguir siendo un buen alumno y un buen niño húngaro. Y me dijo que fuera a la comandancia de la gendarmería, donde me darían la autorización para viajar.
En la comandancia, un sargento redactó el permiso y lo pasó a máquina con sus manazas. Le costó tiempo comprobar que los datos del certificado de nacimiento coincidían con los del documento de residencia e introducirlos luego en el texto del permiso de la gendarmería. En el rincón había rifles en un estante y en la percha colgaban los sombreros negros con las plumas de gallo. Olía a botas. El escritorio, iluminado por una lámpara de mesa de color verde, era viejo. La almohadilla de estampar, las autorizaciones por separado para cada uno de los cuatro; es decir, un total de ocho golpes para estampar los respectivos sellos. En la otra mesa había un cabo almorzando tocino y mirando:
—¿Qué? ¿Os vais?
—Pues sí, nos vamos.
El sargento nos dio las cuatro hojas con los permisos. Se había dejado las pestañas por nosotros y estaba satisfecho consigo mismo y también conmigo, porque le sonreí en reconocimiento de su labor. Me deseó buen viaje, y le di las gracias. Los papeles cabían en el bolsillo interior de la chaqueta de mi traje de lino. En la calle ya era consciente de tener algo en el bolsillo de lo que los otros judíos carecían. Los dirigentes del pueblo aceptaron nuestra marcha y nos dieron la bendición.
* * *
Vino Laló Kádár y se ofreció a acompañarnos a la casa de los parientes de Budapest. Nos alegramos. Los cristianos ya no ponían el pie en nuestro jardín; la segregación era casi total. Un joven alto y apuesto, delantero centro del equipo de fútbol local, trabajaba como dependiente en la tienda de tejidos de mi tío. Su hermana menor, Katalin, era compañera de clase y amiga de mi hermana, venía a menudo a visitarnos, y jugábamos a juegos de mesa; tenía trenzas negras, dientes muy blancos y ojos grandes y marrones. Siempre la miraba cuando estaba en nuestra casa; al darle la bienvenida y al despedirme, nunca perdía la oportunidad de estampar un beso en la mejilla de Katalin, tres años mayor que yo y por tanto también más alta. Ella también vino a despedirse; no nos dijimos ni palabra. Al cabo de un rato le di un beso en la mejilla.
Nos acompañaba mi prima Vera, que tenía los mismos años que yo. ¿Escribirás? Sí, pero ¿adónde? No sabíamos qué nos depararía el destino. En ese momento aún no era seguro quién habría de compadecerse de quién. También besé a Vera en la mejilla en la anochecida de ese 5 de junio de 1944. Una vez solos, nos pusimos a hacer las maletas. Los armarios estaban a rebosar. ¡¿Cuántas cosas y para qué?! ¿Qué no llevar de todo lo que queríamos llevar? Pensándolo bien, no hacía falta ni esto ni aquello. Había un límite de peso, pero debíamos pensar asimismo en lo que podíamos cargar.
Al día siguiente nos levantamos a las tres y media. Me duché con agua fría, que caía sobre mi coronilla, abrí los ojos y me vi en el espejo. Laló Kádár nos vino a buscar a las cinco con un traje ligero de color gris claro. Había comprado los billetes el día anterior. Yo tenía once años. Mis padres quién sabe dónde estaban. La pareja de cigüeñas permanecía inmóvil, bañada por la luz emergente, junto a las Tablas de la Ley.
La casa de los padres se cerró detrás de nosotros. Quien quisiera, podía llevarse cuanto quedaba dentro. Cogimos un fiacre para ir a la estación. Había poca gente en la calle. Creí percibir miradas de indiferencia. Nadie dijo nada. Éramos sombras, sombras contrarias al orden establecido para colmo, porque cogíamos un atajo y porque por el momento no íbamos escoltados por bayonetas. En la estación hubimos de esperar al tren expreso procedente de Nagyvárad y con destino a Budapest. Nos apoyamos en la baranda del andén, pintada de verde y ya caliente pese a lo temprano de la hora. La gente miraba las estrellas amarillas sobre nuestros pechos. ¿Cómo que están aquí estos chicos?
* * *
Me alegré cuando vi llegar el tren. Mirando hacia atrás desde la ventana del pasillo, ya sólo distinguí el molino a vapor y la torre de la iglesia reformada, nada más. Algo había concluido. Ahora diría que la infancia. Vi a István apretar los dientes; ambos percibíamos el carácter irremediable y definitivo de la partida. Estábamos junto a la ventana, mirando hacia fuera y sin decir palabra. Pasaban los trenes militares alemanes con tanques y cañones en los vagones de carga planos. El son de los acordeones, los uniformes grises de los alemanes, los impermeables de goma.
Los hombres trabajaban los campos y el trigo estaba alto y ya amarillo en algunos sitios, en un año de buena cosecha. En la estación de Szolnok, bombardeada el día anterior, vimos vagones incendiados y chamuscados; la torre de mando había sido derribada y el puente para peatones también había recibido impactos. El tren permaneció un buen rato detenido, puesto que los convoyes de transporte militar alemanes tenían preferencia. También pasó otro tren junto a nosotros; tras las ventanas protegidas con alambres de púa de los vagones de transporte de ganado vimos ojos de mujeres, ojos de mujeres judías.
En el andén se observaban caras serias y asustadas. El tren permaneció detenido largo rato; todo transcurría con lentitud y de manera cotidiana, y las palabras «reparación del terraplén» se oían con frecuencia. Los agentes encargados del control de los pasajeros se presentaron dos veces durante el trayecto. El jefe, un tipo regordete de bigote y cara colorada, llevaba un sombrero de fieltro con una pluma de adorno. Se dirigió a Laló en tono rudo:
—Oiga, si es usted un húngaro como Dios manda, ¿por qué carajo se mete en los asuntos de los judíos? ¿Por qué acompaña a estos chicos?
Laló no contestó; estaba pálido.
No había problema alguno con los papeles, pero yo tenía la sensación de que ese sabueso con sombrero de fieltro podía hacernos bajar del tren si quería y encontrar para ello algún motivo. Se nos quedó mirando; aún no había decidido si quería hacernos bajar o no. Nosotros también lo mirábamos. Mirábamos sin sonreír, con gesto serio. Éramos niños de clase alta. Él no pertenecía a la clase alta, eso era evidente; sin embargo, no estaba seguro si esa circunstancia jugaba a nuestro favor o no. El hombre siguió de largo y no nos molestó más. Debido a nuestras estrellas y al pequeño incidente, pasamos a ser unos pasajeros bastante anómalos en ese vagón sin compartimentos. Los demás viajeros no nos dirigieron la palabra, ni tampoco hablaron con Laló; en estos casos, lo mejor es no hablar. El segundo control transcurrió de manera más lisa y neutra. Nuestros documentos estaban en regla. El agente asintió fríamente con la cabeza.
* * *
Budapest me daba miedo. El año anterior habíamos ido con mamá a pasar una semana y disfrutar de los placeres de la capital. En aquella ocasión, confiamos nuestro equipaje a un mozo con gorra de color rosado en la estación del Oeste, con su cubierta de vidrio, un taxi nos llevó al Hotel Hungária, un botones nos abrió la puerta del vestíbulo y corrió la cortina de encaje de batista que llegaba hasta el suelo para que yo pudiera salir al balconcito de estilo francés y ver a mis pies el Danubio iluminado en todo su esplendor, contemplar los puentes, la hilera de castaños verdes en la otra orilla y el palacio real. Un año antes, pues, se me había hecho un nudo en la garganta por la felicidad y había sentido una emoción como cuando se abren las cortinas en la ópera y una fantástica sala de baile emerge de la oscuridad. Aquella vez, mi madre estaba detrás de mí; ahora, tal vez se encontraba en aquel tren que pasó junto a nosotros. Tuvimos que cargar nosotros nuestro equipaje, en medio de un gran barullo y vocerío. La estación con su cubierta de vidrio seguía tan hermosa como siempre; aún no la habían bombardeado. Los vendedores de periódicos gritaban:
—¡Ha empezado la invasión! ¡Ingleses y americanos desembarcan en Normandía!
Los hombres se amontonaban en torno a la bolsa de cuero con los diarios, pero no añadían comentario alguno a la noticia. Pusimos las maletas en el suelo. Nos estrechamos la mano con István. Luego nos quedamos mirando a la gente; era igual que en Berettyóújfalu: allí estaba la noticia, pero ellos… como si nada, cada uno a lo suyo.
* * *
En el recibidor de la casa de nuestros parientes de Budapest nos despedimos de Laló Kádár con el corazón encogido. Él aún nos resultaba familiar, él era de Berettyóújfalu y ahora se marchaba a casa. De haber podido, me habría ido con él; habría vuelto enseguida. Todavía lo saludé desde el balcón; y en ese balcón me quedé durante todo el verano, esperando a que nuestros padres vinieran a buscarnos, aunque era consciente del carácter absurdo y de la absoluta falta de fundamento de esa esperanza.
Al día siguiente —lo supimos después— se llevaron a los demás de Berettyóújfalu. Los judíos caminaban por la calzada escoltados por los gendarmes y peleándose con sus propios equipajes, mientras los demás los miraban desde las aceras. Hubo quienes saludaron, hubo quienes les gritaron insultos; no obstante, la mayoría callaba. Es decir, un día después de nuestra despedida, a los demás judíos se los llevaron al gueto de Nagyvárad embanastados en vagones de transporte de ganado y desde allí, poco más tarde, a Auschwitz.
Dos semanas después me paseaba por la orilla del Danubio. Entonces ya habían asfixiado a Vera en las cámaras de gas y la habían quemado. No sabía que de los doscientos niños judíos del pueblo sólo quedábamos un puñado: nosotros cuatro, que nos habíamos marchado; dos mellizos taciturnos y con pecas, a los cuales les realizaron experimentos en los testículos, así como Zsófi, a quien la vara del doctor Mengele indicó que había de ponerse entre los aptos para trabajar; ella aguantó y regresó. Los demás fueron reducidos a cenizas.
* * *
Después de llegar a Budapest, en el verano de 1944, pasé el primer mes sobre todo en un balcón de la casa de mi tía Gizella, en el tercer piso del número 36 de la Hollán utca. Desde ese balcón se podía contemplar la esquina. Allí esperaba a que, procedentes de la Szent István körút, aparecieran mis padres caminando por la acera. No vinieron.
El marido de mi tía Gizella, el tío Andor, sirvió a la patria como teniente en la Primera Guerra Mundial. Junto a los objetos de plata y de porcelana de la vitrina, había también una almohadita de terciopelo color burdeos sobre la cual descansaban sus condecoraciones de la Gran Guerra, el signum laudis, las cruces de hierro y las diversas medallas por actos de heroísmo, mientras él realizaba gestiones para que, como premio a sus méritos militares, pudiera disfrutar de algunas prerrogativas. No las consiguió, pero en el tiempo en que se le permitía transitar por la calle, acudía también al Consejo Judío, desde donde traía noticias tranquilizadoras.
El tío Andor no era el orgullo de la familia; lo cierto es, sin embargo, que nos salvó la vida. Cuando la Gestapo se llevó a mis padres, nos envió, a mi hermana y a mí, una carta de invitación, y el hecho de que después nos abandonara se debió a sus dificultades y no enturbia en absoluto el que nos salvara. No era un hombre guapo, pero procuraba mostrarse apuesto, alzando el mentón y estirando los hombros hacia atrás. Había en sus modales una mezcla de amabilidad y desdén, me daba golpecitos en el hombro para animarme, aunque a veces tenía estallidos de pasión sorprendentes y carentes de toda gracia. Siempre trataba de mostrarse como un gentleman; comía hasta las mazorcas y los melocotones con cuchillo y tenedor.
En los años veinte envió veintiuna rosas a Gizella, la hermana de mi madre, con el fin de conseguir la dote y arreglar de este modo sus asuntos. Después de contraer matrimonio, pidió primero de forma insolente y luego de rodillas a mi abuelo que pusiera su dinero en el banco del que era socio, pues ¿cómo mirarían al yerno si el suegro no confiaba en su instituto bancario? El abuelo cedió, transfirió el dinero y al día siguiente el banco de Andor quebró. Mi abuelo se arruinó gracias a la bondad de su yerno. Con el apoyo de la familia, Andor alquiló un piso en Budapest, en la Hollán utca concretamente, y abrió una fábrica de guantes a pocas calles de distancia de la casa. Vivieron de ella como buenos burgueses.
En el edificio de cinco plantas, el tío Andor se encargaba de la protección antiaérea; iba y venía con la titilante linterna entre la planta baja y el refugio. Llevaba un reluciente casco bajo el cual emergían arrogantes el mentón y la papada de color rosado oscuro. Acudía a diario al Consejo Judío, pero no nos decía qué gestiones realizaba allí.
En septiembre, los judíos tuvieron que alojarse en espacios más reducidos. Tuvimos que marcharnos de la casa del tío Andor. El tío, la tía Gizella y sus dos hijos —y, por tanto, primos nuestros— recibieron una pequeña habitación, en la cual apenas cabían camas para ellos cuatro. Recuerdo un olor pesado, unas señoras amables pero desconocidas, unos niños. Era evidente que ya no había sitio para nosotros.
* * *
En el edificio contiguo vivía la tía Zsófi, que no era una pariente cercana, sino la esposa de un primo de mi padre, el doctor Gyula Zádor. En su casa se alojaban ya mis dos primos István y Pál Zádor; mi tía Zsófi tenía, además, un hijo de nuestra edad, Péter Polonyi. En esa vivienda residía, por otra parte, más gente; el rostro de un hombre de pelo corto y canoso emerge de la niebla, me gustaba su apellido, Mandula; también unos niños más grandes, pues, como no se podía salir a la calle, todos saltábamos en el pasillo. Mi tía Zsófi aceptó que nos alojáramos en su casa siempre y cuando el tío Andor se encargara de nuestra manutención. Durante unos días íbamos a almorzar con nuestros parientes.
Luego llegó el 15 de octubre. Ese día, el regente Horthy anunció por radio su petición de armisticio. Era un domingo por la mañana, un día de intensa luz otoñal. La gente salió a la calle; nosotros también nos exaltamos. En la casa éramos todos judíos, mujeres, ancianos y niños. Los hombres, ya mayores, se subieron a una escalera y quitaron la estrella de papel pintado de amarillo que estaba sobre una tablón negro. Hubo quien se arrancó la estrella cosida al lado izquierdo del pecho en plena calle. Se nos pasó por la cabeza la posibilidad de que pudiéramos sobrevivir, regresar a casa, reencontrarnos con nuestros padres, volver a una vida que tal vez nunca existió en tiempos de paz. Esperábamos otras noticias que confirmaran la anterior, pero la radio callaba, sólo hacía llamamientos incomprensibles para nosotros. Las palabras del regente no fueron seguidas por discursos de apoyo.
Dimos una vuelta alrededor de la manzana y comprobamos que no todas las casas judías se habían atrevido a quitar el distintivo de sus puertas. Algún niño prendió fuego a la estrella de cartón amarilla y nosotros nos pusimos a su alrededor. Una pareja sin la estrella pasó del brazo junto a nuestro grupo y el hombre, tocado con un sombrero, dijo a la mujer, también tocada con un sombrero: «Ya ves, se han vuelto insolentes». La nueva fuerza pública no aparecía por ningún sitio, pero los vehículos militares alemanes recorrían la Körút a toda velocidad, y después vinieron también camiones llenos de hombres con camisa verde y el brazalete de La Flecha y la Cruz. Sus caras expresaban nerviosismo y osadía.
Algún judío preguntó a un policía qué se había de hacer, si se habían decretado nuevas normas, si se podía permanecer en la calle después de que pasara el tiempo autorizado para salir. Sólo podíamos estar en la vía pública entre las once de la mañana y las cinco de la tarde. La incertidumbre era generalizada, nadie sabía a qué atenerse. ¿Qué hacer en el caso de un vuelco de ciento ochenta grados, cuando el discurso oficial ya no era el combate heroico sino la paz, cuando todo aquello que había sido quizá carecía ya de validez y los judíos no eran separados de las personas de raza aria? ¿Y qué habíamos de hacer nosotros, los judíos, si ya no estaba permitido perseguirnos legalmente? No sabíamos qué hacer por nosotros mismos.
Al anochecer empezamos a intuirlo. Un torpe paso de un torpe regente: ¡informar de su intención primero al embajador alemán y luego a sus propias tropas! Szálasi, el líder de La Flecha y la Cruz, comunicó la destitución del regente y declaró que seguiríamos luchando con más ahínco si cabía codo con codo con nuestros grandes aliados alemanes y que limpiaríamos nuestra patria… de mí. ¡Tocaba eliminar a los gusanos! ¡Chinches, cucarachas y judíos, vuestro final ha llegado! Existía una intención férrea, lo demás era sólo cuestión de llevarla a cabo. Había que actuar con discreción, aún quedaban unos cien mil judíos en Budapest, asesinar públicamente a tantas personas podía generar cierto derrotismo entre la población cristiana. Temíamos que se produjera una matanza, una noche de san Bartolomé. Quien pudiera debía esconderse, no alojarse en su residencia habitual, había de desaparecer entre los demás, no distinguirse, adaptarse al entorno, para no llamar la atención y no acabar asesinado a tiros en una esquina.
Desde el pasillo mirábamos hacia abajo y veíamos por el tejado abierto la pantalla de un cine; seguían proyectando Vengo de Tarnopol, una película de propaganda que destilaba odio a los judíos. Íbamos y veníamos por los pasillos interiores del edificio, nos asomábamos a la calle y discutíamos, nerviosos, los acontecimientos. Éramos presas de caza en el bosque y temíamos a los cazadores, que eran igual de insignificantes que nosotros; pero una moda política les había puesto armas en las manos y los había autorizado verbalmente a matar incluso a ancianos y niños, ya que éstos estaban obligados a llevar la estrella amarilla según los preceptos legales.
Yo partía de la base de que la legalidad que me declaraba exterminable era ilegal, puesto que yo era inocente. Veía que delante mismo de nuestro Estado, en nombre de nuestra patria, unos canallas insignificantes podían asesinar con la misma ligereza que si dispararan contra conejos o mataran moscas. Se instaló la hostilidad suprema, la que simplemente quería tu vida y, si no se le ofrecía otra solución, estaba dispuesta a pegarte un tiro y arrojarte al Danubio para que te arrastrara la corriente.
* * *
Nos tocó la china, como decían entonces. El tío Andor nos comunicó su pensamiento con lúgubre altanería. Nos ocultamos en la fábrica de guantes, a pocas calles de distancia. No podíamos llevar muchas cosas, pues no queríamos llamar la atención: los cruces flechadas ya hacían ronda. Dormíamos en las mesas de corte y nos aseábamos en el lavabo del retrete de atrás. No podíamos encender las luces, pero hacia el mediodía incluso se podía leer cuando el sol iluminaba aquel local subterráneo. No se oían disparos en el exterior, o sea, que tal vez había pasado ya lo peor. Al día siguiente empezaron a faltar las comodidades en el oscuro taller, sobre todo para el tío Andor, que por la mañana se dio cuenta de que había traído los utensilios de afeitar pero se había dejado la brocha. Era doloroso prescindir de ella; aunque se podía producir un poco de espuma aplicando agua y crema y frotando luego con las yemas, ni la operación ni la belleza del resultado parecían satisfactorias. El tío Andor consideró que, si bien no era la noche de san Bartolomé, no convenía volver a casa, pero sí traer la brocha.
Desde luego, habría sido un poco cómico que el tío Andor saliera tranquilamente de su escondite, se dirigiera a su casa situada unas calles más allá, regresara y cerrara luego con candado la puerta de hierro que daba al exterior. Si volvía a su casa en busca de la brocha, ¿por qué no iba también toda la familia a esperar acontecimientos o a buscar un refugio más confortable? La solución más sencilla —excluyendo las tristes opciones de afeitarse sin brocha o de quedarse sin afeitar— era, según el tío Andor, que yo fuese a buscar la brocha.
Me puse en marcha. Lloviznaba. En el portal de la tercera casa había unos soldados con brazaletes, que quizá ni siquiera sabían con exactitud en qué consistía su tarea. Me llamaron:
—Oye, nene, ven para acá. ¿Tú no eres judío?
—¿Por qué iba a serlo? —pregunté.
—Pues podrías —dijeron.
—Podría —respondí.
—Pero no lo eres, ¿no?
—¿Por qué iba a serlo? —insistí en mi pregunta inicial.
—Oye, que así hablan los judíos.
—¿Usted es judío? —pregunté.
—¿Por qué iba a serlo? —dijo.
—Porque usted sabe cómo hablan.
—Pues bájate los pantalones.
No me moví y nos miramos el uno al otro.
—¿No te los bajas?
—Está lloviendo.
—Pues vete.
Él sabía qué pasaba y yo también. Ese soldado no quería matarme.
Desde ese control hasta la casa no ocurrió nada reseñable; allí las señoras mayores me acosaron a preguntas, queriendo saber dónde había pasado la noche la familia. Ya no recuerdo qué farfullé diciendo que estábamos de huéspedes en otra casa; me vieron retirar la brocha del estante de debajo del espejo en el baño y esconderla en el bolsillo.
—¿Por eso has venido? —preguntó una de las señoras.
—Pues entonces hasta luego, le beso la mano —respondí.
En la esquina vi que los cruces flechadas se acercaban a paso ligero por la Hollán utca. Doblé rápidamente a la izquierda; dando un pequeño rodeo pretendía reunirme con la familia pasando por la Pozsonyi út. No contaba, sin embargo, con que corrían en paralelo, con que eran muchos, con que no sólo había un frente de ataque en la Pozsonyi út, sino también otro que venía desde atrás, desde la Szent István körút, con el objeto de cercar a la gente por delante y por detrás. Por aquel entonces no resultaba difícil encontrar a judíos en el barrio de Új Lipótváros a la hora del mediodía. Trasladaban a los que detenían a la fábrica de ladrillos de Óbuda y desde allí los ponían a marchar hacia el oeste, y a veces hasta conseguían vagones para transportarlos.
Faltaban todavía unas semanas para que los procedimientos se simplificaran cuando empezaron a matar a tiros a los acorralados y a arrojarlos al Danubio. Un hombre delgado y con gafas que llevaba un brazalete blanco explicaba algo sobre la excepcionalidad de su caso, pues en su día había luchado contra la comuna arriesgando su vida. El miembro de La Flecha y la Cruz callaba; luego le escupió la colilla del cigarrillo en la cara y lo apartó. La gente hacía cola ante los controladores: no bastaba un documento sellado, había que responder, además, a las preguntas.
Elegí a un hombre con abrigo y gorra de piel que se había subido la visera y controlaba a la gente con la mano en la cadera. Sólo quedaban dos personas delante de mí cuando me puse a cuatro patas y pasé gateando junto a aquellas botas de cazador. Procuré volver a casa como si paseara, dando un rodeo a la manzana. Miré que no hubiera nadie alrededor para llamar luego sin ser visto a la puerta del taller.
—Vaya, ¿has llegado? —preguntó mi tío Andor, y me dio unos simpáticos golpecitos en la cabeza. Se afeitó, no escatimó loción para la cara y después se puso a deambular al tiempo que se acariciaba el mentón. Se acercaba la hora del almuerzo. Mi tío Andor declaró entonces que el taller no era el escondite apropiado e instó a cada cual a regresar a donde se había alojado hasta entonces. Y que mi hermana y yo fuéramos después de las cuatro a almorzar a su casa y que hasta entonces esperásemos «allá, donde esa mujer». Se refería a la tía Zsófi; le gustaba hablar de ella en tono reprobatorio. A las cuatro de la tarde, sin embargo, fuimos a la casa situada en la Hollán utca 9, pero a nuestros timbrazos sólo nos abrió aquella señora mayor que había observado por la mañana mi maniobra con la brocha. A mi pregunta por la familia, respondió que mi tío, su esposa y sus dos hijos se habían marchado con maletas y todo y que no sabía adónde.
Mi hermana Éva y yo nos quedamos desconcertados en el vestíbulo. Tardamos en comprender que nuestros parientes habían ido a «esconderse», lo cual quería decir que el tío Andor había conseguido documentación falsa para ellos y que se habían instalado como refugiados cristianos de Transilvania, con nombres nuevos, en la casa de algún conocido que los aceptaba a cambio de dinero. Pasamos al día siguiente, y el tercer día, pero no hubo noticias de nuestros parientes.
Al cabo de medio año, en abril de 1945, vi de repente a la tía Gizella en una esquina de Nagyvárad, retrocedí asombrado y ella siguió su camino por la otra acera. Una semana más tarde nos encontramos frente a frente; mi tía me dijo que la acompañara. Decliné la invitación. Me dio su dirección, la de los parientes de Nagyvávad muertos en las cámaras de gas, a cuya casa se habían mudado, y me pidió que los visitara. Me despedí a toda prisa asegurando vagamente que iría.
* * *
Esa noche del 15 de octubre, mi tía Zsófi también trató de ocultarse con los chicos, con Péter, István y Pál. Fueron con escasas pertenencias a la Margit körút; un conocido les había cedido el piso; subieron sin la estrella amarilla. Tan pronto como entraron en la vivienda y pusieron el equipaje en el suelo, un vecino del edificio los llamó por teléfono para avisarles de que huyeran cuanto antes porque el conserje los había denunciado, pues sospechaba que eran judíos. Mi tía Zsófi y los tres niños bajaron corriendo enseguida. Mientras, veían subir el ascensor, lleno de cruces flechadas armados. Oyeron cómo llamaban violentamente a la puerta, pero ellos se encontraban ya en el tramo bajo de la escalera y enfilaban hacia su lugar habitual de residencia y de miedo.
A partir de entonces, no sólo recibimos alojamiento, sino también comida y atenciones únicamente de la tía Zsófi. Nos acogió a mi hermana y a mí, de modo que se encontró sola con cinco niños en una vivienda provisional en la Hollán utca número 11, concretamente en dos habitaciones de un amplio piso. Como no tenía mucho dinero, vendía objetos y nos alimentaba. Y los niños pensábamos en cómo huir de esa casa con la estrella amarilla cuando entraran los cruces flechadas a llevarse a la gente. Desde la ventana del baño se podía descender con una cuerda hasta el tejado de un garaje.
Por la mañana, cuando estaba permitido salir de la casa, la tía Zsófi iba a hacer gestiones. Las embajadas de los países neutrales ponían edificios de pisos bajo su tutela; escribían en la entrada que esa casa estaba bajo protección de la embajada suiza, o sueca, o española, o vaticana. Decían que el amparo papal era el mejor. Quien no conseguía entrar en una casa protegida se iba al gueto, donde estaban levantando ya la empalizada y la puerta. Gracias a las misteriosas gestiones matutinas de la tía Zsófi, obtuvimos la posibilidad de conseguir un salvoconducto para recibir la protección suiza.
No sufrí mucho por haber dejado de estar bajo la supervisión del tío Andor, me sentía más en casa estando en una sola habitación con mis primos de Berettyóújfalu en la vivienda de la tía Zsófi. Allí volvíamos a ser de una manera natural nosotros, los miembros de otra rama de la familia, la de mi padre. El marido de la tía Zsófi —que era hermano del padre de István y Pál y, por tanto, tío de éstos— era el doctor Gyula Zádor, ausente en aquel momento por encontrarse en un campo de trabajos forzados. Neurólogo y psiquiatra, había estudiado en Heidelberg y trabajó en Zúrich, pero volvió de allí en 1938 y se convirtió en símbolo de la ironía para mi mitología infantil. Algo así como una sutil diversión interior daba una luz distinta, un poco más fría, a su amable sonrisa. Me parecía sospechoso; daba la impresión de reírse de mí.
Ocurrió, por ejemplo, a mis cinco años de edad cuando, tras una operación de hernia, me puse a chillar en mi cama de hospital pidiendo que me quitaran las ataduras. Acababa de despertarme de la anestesia, no aguantaba estar atado ni escuchaba que había de permanecer quieto después de una intervención. Era indignante también la desconfianza, como si a mis cinco años no hubiera poseído entendimiento suficiente como para permanecer inmóvil sin aquellas humillantes ataduras si así lo aconsejaban los médicos, cosa que habría comprendido con la mente despejada. Pero yo emergía de un estado de inconsciencia. Eran muchos los que se alegraban de que hubiera recuperado el conocimiento, sobre todo mi madre, de quien podía estar seguro. Ella había de estar donde estaba uno, porque yo era un niño. La gasa blanca con la que me acababan de atar a la blanca cama y el personal vestido de blanco en la blanca habitación irritaban mi gusto por los colores.
La bata de Lívia, mi institutriz, era de color crema porque estaba hecha de piel de camello, y aunque empleara cierta violencia al obligarme, por ejemplo, a tragar el medicamento que me administraba con la cuchara o al apretarme el brazo izquierdo cuando me tomaba la temperatura, había en ello mucha amabilidad, también física. Pero esa mujer extraña, de mediana edad, no estaba autorizada a tocarme el cuerpo sólo porque iba disfrazada de blanco. ¡Que se largara con su deportiva y agresiva simpatía! Yo notaba que tenía prisa, que quería arreglar una de las ataduras que se había desplazado mientras yo lloraba y me movía, además, un poco, lo cual debió de influir en que la gasa se deslizara.
Mientras me encabritaba y gritaba para expresar mi indignación, para decir que no, que yo no me resignaba, que me quitaran esas ataduras, apareció al pie de la cama un rostro joven, conocido, de pelo ligeramente canoso y frente ancha, con una sonrisa pícara en torno a los labios, como si no creyera mi enfado, como si supusiera que estaba jugando.
¿Cómo podía ese hombre de bata blanca mirar en mi interior? No tenía derecho, ni siquiera si él, mi tío Gyula, se había puesto ese disfraz blanco para ello. Nuestro médico de cabecera, el doctor Spernáth, venía a nuestra casa de paisano, con un traje gris. Éva y yo nos ocultábamos a su vista detrás de las cortinas del comedor para que no nos pinchara, para que no tuviéramos que ingerir el asqueroso aceite de hígado de bacalao y, en general, para escondernos y para rendirnos luego con un aire de complicidad y con risas reprimidas. Lo llamábamos el «tío espinaca»; enseguida se ponía a hablar de política; mientras, sin embargo, nos auscultaba el pecho provocando un cosquilleo y una sensación desagradable, porque el doctor Spernáth era calvo y su frío cráneo olía a medicamento, lo cual no resultaba desde luego placentero, pues tiritábamos cuando apoyaba la cabeza contra el pecho desnudo. Aunque llevaba bata blanca, el tío Gyula recomendó que me quitaran las ataduras, y a mí, que no me moviera. El acuerdo me ató y me mantuvo quieto.
Unos treinta años después pregunté a otro irónico, al psicólogo Ferenc Merei, si conoció a mi tío Gyula. Dijo algo así como que lo tenían por medio loco. El doctor Gyula Zádor alquiló en 1941 un piso en el centro, en el número 5 de la Szép utca, lo amuebló según el gusto de su esposa, aficionada a la Bauhaus, y con su diploma de especialista graduado en Heidelberg y en Zúrich abrió una consulta privada como neurólogo jefe del Hospital Judío. Dio ese paso como si no se desarrollara la Segunda Guerra Mundial, sólo porque era el paso lógico que correspondía a un buen burgués. Había encontrado a una mujer maravillosa, se la había arrebatado al marido, un atractivo y reconocido periodista. Zsófia Vágó tenía contactos interesantes, conocía a poetas, a pintores y a toda suerte de revolucionarios.
* * *
El bagaje del tío Gyula era más sólido y a la vez más modesto. La familia de Berettyóújfalu le cedió su parte correspondiente de la herencia para que emprendiera algo. La gente de Újfalu construye casas que son a la vez hogar y tienda o taller. Son dueños de ellos mismos y en momentos dados les gusta echar un vistazo al cálido seno familiar en la casa. Desde el despacho o desde la tienda miramos la calle, vemos el mundo de frente. El piso de arriba o las habitaciones traseras y la cocina son el cinturón biedermeier, un mundo de pasiones, una densa sucesión de dichas y desdichas, una variedad de ofensas y excesos. Allí atrás, todo es una maravilla y al instante siguiente todo es horrible.
Ese cosmopolita de Berettyóújfalu, que se atrevía a mirarnos con irónico desprecio a nosotros, habitantes de Újfalu de toda la vida, se instaló tranquilamente en la capital como si viviéramos en una época normal, como si todo se encontrase en perfecto orden, como si por esas fechas lo más importante fuese ampliar el número de pacientes y publicar nuevas investigaciones en las revistas especializadas nacionales e internacionales. Se sentaba con pantalones blancos en la glorieta del jardín de Újfalu; yo miraba sus zapatos de color marrón claro, con los que combinaba una camisa un tanto cursi de color entre rosado y azulado. Su forma de hablar siempre mesurada y atenta a nosotros, locuaces pueblerinos, nos permitía destacar, pero el pícaro urbanita se formaba su propia opinión de todo ello y sonreía interiormente. Nosotros éramos la ingenua identidad con nosotros mismos, no sabíamos dónde colocar la ironía, como tampoco el hecho de que la existencia resultara ambigua y de que hasta el amor fuese malicioso. Mi tío Gyula añadió a su optimismo provinciano cierta facultad urbana de mirar detrás de las cosas. El urbanita mete las narices en todo y siempre sabe lo que el otro esconde. Como si las personas no se mostraran tal como son sino sólo tal como se presentan. Cuando el tío Gyula me miró así, no había cumplido siquiera los cuarenta años. Ahora que, a mi edad, podría ser su padre, me da la sensación de que la parte ingenua del tío Gyula habría prevalecido si no lo hubieran asesinado. De hecho, prevaleció, de una manera autodestructiva, en forma del respeto a las leyes propio de un burgués de pueblo. Lo destinaron a trabajos forzados y su esposa se quedó sola.
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La tía Zsófi era una persona delgada y delicada, todo en ella era argénteo, la voz, los ojos y también las pocas canas que asomaban en su negro cabello. Muchas veces me daba la sensación de que se reía de nosotros, pequeños salvajes. Ella también tenía un hijo, Péter Polonyi, y había asumido la custodia de mis dos primos, István y Pál Zádor. A ellos nos sumamos mi hermana Éva y yo. Cuatro muchachos implican ruido; a veces a la tía Zsófi le dolía la cabeza por nuestra culpa y nos pedía que al menos parásemos un rato.
En el otoño de 1944, mi tía Zsófi debía de tener treinta años; una lucecita maliciosa se encendía de vez en cuando en su mirada y su voz tenía una suavidad como si nos llegara desde otra orilla. Por el destino y por la forma de ser del tío Andor, le tocó encargarse de dos niños más. No dudaba en hacer cuanto le dictaba su gusto, nos trataba como si fuésemos suyos, en un par de meses se convirtió en una madre sola con cinco hijos. También se ocupó de que sobreviviéramos con el alma intacta a esos tiempos terroríficos.
Su marido, el doctor Gyula Zádor, podría haber escapado del campo de trabajos forzados, hasta le dieron un día de permiso para ir a ver a su familia en las navidades de 1944. Zsófi quiso retenerlo, pero el médico volvió. No quería causar problemas a su familia. Además, ¿quién se haría cargo entonces de sus compañeros de fatigas enfermos? Por otra parte, le había prometido volver a su jefe, un hombre de buenos sentimientos. Mientras tanto, sin embargo, destituyeron al bondadoso comandante; al cumplidor doctor Zádor y a sus enfermos —poetas y eruditos— los mataron a tiros delante de una fosa común, adonde fueron a parar sus cuerpos.
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Durante el verano deportaron a los judíos de Újpest y de Kispest, barrios periféricos de Budapest, rumbo a Auschwitz. Podrían haber entrado en la ciudad a pie o en tranvía, pero ellos se dirigieron a la estación de trenes, tal como rezaba la orden. Los comunistas, los sionistas y los resistentes, así como, en general, los más osados, se escondieron utilizando documentación falsa. La clase media más resignada y quizá también más temerosa trató de superar lo más duro en las casas protegidas. En éstas se alojaban los judíos más acomodados, más burgueses y cosmopolitas, que consiguieron ponerse en contacto con alguna de las embajadas neutrales. Al gueto fueron a parar los judíos ortodoxos más pobres, con sus barbas negras y sus sombreros negros, sus esposas con las cabezas cubiertas con pañuelos, los hijos con los tirabuzones y las hijas de grandes ojos. Ése era su lugar, donde se hallaba también la comunidad religiosa, así como la mayoría de las sinagogas; eso debían de pensar ellos y también los diplomáticos de los estados neutrales. Y el gueto era un coto de caza libre, donde entraban los cruces flechadas borrachos y disparaban a discreción.
En torno al cónsul suizo Carl Lutz se organizó una fábrica de salvoconductos suizos, los Schutzpass. Su nombre se menciona con menos frecuencia que el de Raoul Wallenberg, aunque él salvó a tantas personas como su colega sueco. Nos mudamos, pues, a la casa situada en la Pozsonyi út 49, bajo protección de la Confederación Helvética, donde yo admiraba sobre todo a tres o cuatro jóvenes que se escondían en el sótano y que, según los rumores, eran desertores y resistentes. En un piso de la tercera planta vivíamos unas ochenta personas amontonadas en dos habitaciones y un vestíbulo. Para pasar la noche juntábamos todos los muebles que no servían para dormir; no todos se acostaban sobre una cama o un colchón, pero a todos les tocaba alguna alfombra. Nosotros, los cuatro muchachos, dormíamos sobre colchones puestos al pie de una ventana, detrás de una pila de muebles. Era como una fiesta continua; apenas me aburría, siempre habían alguien con quien conversar. Por las mañanas podíamos salir del edificio por un período de dos horas. Cinco niños dependían de una bella y joven mujer… Mi tía Zsófi nos protegía a nosotros y tal vez nosotros a ella. Los encargados de los controles preguntaban extrañados: «¿Son todos suyos?». Con el paso del tiempo se relajó la estrechez, ya que una parte de los habitantes de la casa bajó al refugio; a otros se los llevaron en las ocasionales redadas y acabaron asesinados y arrojados al Danubio.
* * *
Vi bastantes cadáveres en el invierno de 1944 y 1945. Podía figurarme que yo también estaría entre ellos, pero las actividades prácticas se superponían a esas imaginaciones; el hombre se vuelve práctico en el peligro. De hecho, sólo se enfrenta a la posibilidad de la muerte por unos instantes, cuando, por ejemplo, le ponen una pistola en la frente. Entonces sí, entonces tiene la sensación de que es eso, en efecto, de que en ese momento puede ocurrir. Como el ser humano alcanza la edad adulta a partir de la hora en que arrostra la propia muerte, yo soy adulto desde los once años. A algunos les ocurre antes; a otros, más tarde; a ciertas personas, nunca.
La muerte no es en absoluto agradable, como tampoco lo es el peligro de muerte, pero puede suceder que te hallas en la azotea, que los cazas disparan contra ti con sus ametralladoras y que tú tienes la sensación de que la cosa no va en serio, de modo que puedes seguir deslizándote sobre unos tacones retocados con tapetas de hierro por la pista de hielo hecha con unos cuantos cubos de agua. Esa sensación de que «no era tan grave» también me salvó luego de la inclinación a entregarme a estados de ánimo melodramáticos.
Debo mi vida a una serie de circunstancias favorables del azar. Es un don duradero conocer a los once años el hecho árido y objetivo de que te pueden matar en cualquier instante y no venirse abajo en esos momentos. En el invierno de 1944 y 1945 pensaba en la muerte casi como en la leña. No había en ella nada especial. Era un acontecimiento exterior a mí, tan probable como que uno tiene posibilidades de recibir malas cartas y perder en el juego.
* * *
Jóvenes guapas, con botas de esquiar, jerséis con estampados noruegos, pantalones, con abundante cabellera peinada de manera tirante y recogida en un moño, fumaban cigarrillos cruzando las piernas. Se reían de muchas cosas que yo no entendía. Eran diferentes de las mujeres de provincia, más burlonas, más misteriosas, más radicales y refinadas. Mencionaban a los surrealistas franceses, a los expresionistas alemanes, a los abstractos rusos como si fueran viejos amigos. Artistas del movimiento, bailarinas, militantes de la extrema izquierda, estiraban los cuerpos que era una maravilla. A los niños nos cantaban la Internacional y canciones revolucionarias rusas.
Yo admiraba a más de una, pero sobre todo a mi tía Zsófi. Habría deseado realizar algún acto heroico por ella, y eso que ni siquiera osaba rascarme en su presencia. Tenía una voz un tanto estirada:
—¿Me acompaña, caballero mío?
La habría acompañado hasta el mismísimo infierno. Por Zsófi era capaz de comer con una novela gruesa bajo el brazo, para no separar los codos del cuerpo. Los más pusilánimes se mudaron al sótano. Mi tía Zsófi, en cambio, no estaba dispuesta a renunciar a su dignidad humana y a su higiene. Le habría resultado repugnante esconderse ante las bombas explosivas e incendiarias, ante los obuses y las balas de los cañones en medio de aquel hedor turbio, en compañía de toda esa gente revuelta y desaseada. Se permitió el lujo de aumentar un poco el grado de nuestro riesgo.
—La dignidad vale más que la seguridad —decía—. Así no nos vamos a llenar de piojos.
No bajábamos al sótano ni siquiera cuando sonaba la sirena. La alternativa más razonable era la azotea, donde el sol brillaba, radiante, por las mañanas, incluso en pleno enero, con una temperatura de veinte grados bajo cero. Con unos cuantos cubos de agua fabricábamos una pista de hielo fantástica, por la que luego nos deslizábamos utilizando las tapetas de hierro en los tacones. Las balas de la ametralladora de un caza Rata soviético que sobrevolaba nuestras cabezas chasqueaban en el hielo. Se oía el traqueteo del tranvía que llevaba municiones al frente, el cual discurría a escasas calles de distancia. Contemplábamos el cielo cuando llegaban los bombarderos y mirábamos dónde caían las bombas que desprendían sus panzas. La polvareda o la llama indicaban si había sido una bomba explosiva o incendiaria. Veíamos el humo y los aviones que se alejaban.
* * *
Mientras, los alemanes gritaban abajo. Los rusos estaban ya muy cerca, pero los cruces flechadas seguían masacrando a los judíos y a los desertores cristianos en los aledaños. Este verbo —masacrar— aparecía en todos los carteles. Significaba: matar a tiros y dejar el cuerpo tirado. Desde arriba se oían las detonaciones de las armas de fuego en la calle. Los documentos carecían ya de todo significado; sólo poseían valor la embriaguez, el miedo, los sentimientos momentáneos de simpatía y de antipatía. Los hombres armados y provistos de brazaletes tenían cantidad de gente a su disposición para matar, pero ya intuían la imposibilidad de acabar con todos los judíos. Quizá no conseguían animarse lo suficiente para salir todos los días a la caza del hombre. Llenar el Danubio en deshielo con cadáveres de ancianas y de niñas asesinadas era un arte decorativo cuya magia no siempre resultaba satisfactoria. Hasta esa gente indefensa a la que podían matar a discreción expresaba, aun sólo con los ojos, alguna mansa resistencia, reforzada por la mirada de los transeúntes: éstos observaban con cierta compasión los silenciosos abrigos de invierno escoltados a los muelles. Además, también se necesitaba tiempo para otras cosas: para beber y para entrar en calor. A alguno de esos nazis húngaros con sus brazaletes seguramente se le pasó por la cabeza que, si los rusos habían llegado ya a los barrios periféricos de Budapest y si poseían artillería en cantidad suficiente, tal y como demostraban los continuos estruendos, no se quedarían allí parados y avanzarían hasta el centro de la ciudad. Y si ocupaban toda la ciudad, a los cruces flechadas les esperaría de todo menos una medalla. Una idea desagradable, desde luego. A los nazis húngaros las ganas de asesinar ora se les iban, ora les venían.
Disparar contra los rusos resultaba peligroso; hacerlo contra judíos era como tirar contra palomas de barro. Vivir es una cuestión de suerte; morir es mala suerte. El hombre puede hacer algo por sí mismo y a veces no hace ni eso, por soberbia. La noche anterior se habían llevado a la mitad de la gente del piso; por casualidad, los sacaron de la habitación contigua y no de la nuestra.
* * *
Observo a los alemanes. ¿Realmente creen que van a obligar a los rusos a retroceder cinco calles? Son listos, pero no conocen sus limitaciones. Los cruces flechadas son, a su vez, la basura, los candidatos a repetir en la escuela, aquellos que sólo poseen talento para torturar gatos. Un niño ha de crecer para darse cuenta de la inmadurez de los adultos. Un chaval de catorce años acompañaba, armado, a un grupo de hombres desarmados hasta la orilla del Danubio. Y éstos, en vez de arrancarle el arma de las manos, obedecían sus órdenes. La mayoría de las víctimas considera una fatalidad inevitable aquello que debe ser motivo de alerta y contra lo cual hay que defenderse. Es preciso reaccionar tanto cuando la helada cae sobre nuestro jardín en flor como cuando pretenden matarnos. Los animales domésticos se acostumbran a la matanza de sus compañeros de establo. El hombre también. Uno no puede escandalizarse y compadecerse cada media hora. Estábamos en la azotea, rodeados por el estruendo de los disparos en las calles vecinas. Alguien pide la documentación a una persona; un hombre armado a otro desarmado. No le gusta su cara, no le gustan sus papeles, lo obliga a ponerse contra la pared y lo mata a tiros. La gente escoltada hasta la orilla del Danubio había de ponerse en fila mirando al río, y entonces se producía una descarga cerrada, por la espalda.
Sin embargo, ni siquiera aquella increíble variedad de muertes violentas podía enturbiar la belleza de las mañanas de invierno, radiantes, gélidas y nevadas. A la sombra de nuestra inminente desaparición, el pan era más pan, y la mermelada, más mermelada. Me encantaba destruir todo tipo de muebles para hacer leña. Me atreví a salir al muelle; destrozamos un pequeño embarcadero con el hacha. Eran planchas de madera de pino buenas y secas que ardían de maravilla con la pintura al óleo blanca.
Sobre los soldados rusos sabíamos que eran muchísimos y se acercaban de forma imparable con tanques y grandes cañones. Tenían relativamente menos aviones que los anglosajones, cuyos bombarderos habían llegado en el verano de 1944; en invierno eran ya los cazas rusos, los Rata, los que zumbaban sobre nuestras cabezas.
* * *
Klára se pasaba mucho tiempo en la terraza, arreglándose las trenzas; las hacía y las deshacía, y yo a veces las tironeaba. Klára tenía unos hermosos lóbulos morenos y un pequeño lunar en la raíz nasal, así como una pequita en la punta de la nariz. En reconocimiento de mis servicios, me dio permiso en el balcón para estampar un rápido beso en aquella peca. Estaba terminantemente prohibido permanecer más tiempo de lo debido con los labios sobre la nariz. A Klára le gustaba hablar de las partes de su cuerpo sin el posesivo, como si fueran seres independientes:
—La nariz está ya hasta las narices de todo esto —decía.
Peleábamos a menudo, y no era nada fácil tumbar a Klára; según la suerte de cada uno, a veces quedaba el uno arriba, a veces el otro. En ocasiones conseguía tumbarla de espalda sobre un colchón de pelo de caballo tirado en el suelo y yo me echaba sobre ella, pero entonces recibía tal mordisco en la muñeca que las marcas de su dentadura seguían visibles durante bastante tiempo.
—¿Te atreves a poner la mano sobre la llama de una vela? —preguntó Klára.
Me atreví y acabé con una quemadura en la palma de la mano. Klára besó la herida. Guardé el puño en el bolsillo de mi pantalón con tanto cuidado como si dentro llevara una golondrina.
Klára no aguantaba el encierro; era incapaz de quedarse todo el día en la casa protegida; a su juicio, la prohibición de salir que pesaba sobre los judíos no valía para ella. Yo procuraba controlarla para que se quedara en casa, porque temía por su vida, pero no podía vigilarla todo el día. Klára salía a deambular por la zona y se jactaba luego de las cosas que había visto. Sin embargo, cuando una patrulla le pidió la documentación, ella no fue capaz de contestar y prefirió quedarse callada. También escoltaron a Klára hasta la orilla del Danubio, en una larga fila de judíos. Reconoció a una de sus tías y consiguió colocarse a su lado. Todos tuvieron que vaciar sus bolsillos y permanecieron con las manos arriba, de cara a los árboles pelados de la isla de Margit, así como al pilar solitario del puente de Margit, destrozado por los bombardeos. La tía cayó de bruces al río, pero a Klára ya no la alcanzó la bala.
—Has tenido suerte, me he quedado sin munición —dijo uno de los hombres armados con ametralladoras, y se rió con un tono bastante amable—. ¡Lárgate, vuelve a casa y sé una buena niña!
Con este consejo la despachó el suboficial, un tipo ya maduro.
Yo abrí la puerta a Klára. Reconocí sus pasos, apostado detrás de la puerta de entrada protegida con tablones. Ella dijo:
—Ahora parémonos aquí y cógeme la mano. Mañana no me dejes salir, quédate todo el día junto a mí. Y ni una palabra a mamá de lo ocurrido, ¿sabes? Mataron a mi tía Sára. Estaba a mi lado.
* * *
A la mañana siguiente estaba agachado en el patio ante un fogón hecho con una parrilla puesta sobre tres ladrillos, donde se cocinaba una sopa de habichuelas con exasperante lentitud. Mi tarea consistía en revolver la comida y probar de vez en cuando alguna habichuela, por ver si ya estaba blanda. Además, había de añadir a la brasa patas de sillas cortadas a trozos. Klára se encontraba a mi lado, un poquito más atrás, y me hablaba de sus dos primeros años en la escuela, en los que no fue capaz de decir ni una palabra. Escribía los deberes, pero no decía ni pío. Al menos habría querido saludar a los otros, pero era incapaz de abrir la boca. A mí me interesaba saber si hervían las habichuelas, de modo que retiré la tapa y metí el cucharón de madera en la cacerola.
Se oyó el estruendo de un caza ruso. Klára se arrimó a la pared y me gritó con rabia:
—¡Ven aquí!
Lo hizo con tanta furia que, desconcertado por el grito, me di la vuelta. El caza barrió con su ametralladora los patios del interior de la manzana. No alcanzó a nadie. Klára dijo haberse puesto furiosa porque yo siempre me hacía el héroe, lo cual era una exageración. Noté unas crepitaciones en la brasa. Me agaché para mirar y vi que el caldo salía por un agujero. Una bala había agujereado el fondo de aquella cacerola grande, roja y esmaltada. Si no me hubiera dado la vuelta, la bala habría atravesado mi cabeza cuando me inclinaba sobre el recipiente y me disponía a probar las habichuelas. Conseguir otra cacerola no fue tarea fácil.
—¿Por qué me gritaste? —pregunté esa noche a Klára.
—No lo sé —contestó Klára, un tanto insegura.
Escuchábamos de pie en la azotea una canción cantada por una famosa actriz; emitida por los altavoces militares rusos, la voz sonaba más profunda y amenazante de lo normal. Ése era su objetivo: meter el miedo en el cuerpo y en el ánimo desmoralizado de los soldados húngaros que combatían vanamente y a la defensiva al lado de los alemanes.
—Es inútil que huyas, es inútil que corras. De tu destino no escaparás.
Los rusos habían pasado ya por los barrios periféricos y habían ocupado Angyalföld; los altavoces sonaban desde no más de unas cuantas calles. Una bengala Stalin se alzó ululando al cielo y estuvo un buen rato chispeando e iluminando los tejados de las casas. Cogidos de la mano, contemplábamos la escena en medio de aquel brillo tan repentino como deslumbrante.
—Qué hermoso —susurró Klára.
Y nos reímos porque habló en voz tan baja.
* * *
Una visita inesperada llegó entonces a la casa protegida: Nene. Traía, colgada de una cadenita, una medalla de aluminio y de forma ovalada con la imagen de María. Nos pidió que nos la pusiéramos. Que nos convirtiéramos al catolicismo o que declarásemos nuestra disposición a hacerlo, y entonces ella podría llevarnos a un convento donde daban cobijo a niños judíos conversos. De lo contrario no era posible, por desgracia. Agradecimos la oferta de Nene, pero le dijimos que preferíamos no hacerlo.
Para el caso de que nos sacaran de forma masiva de la casa, lo cual nos habría conducido casi directamente a las aguas del Danubio, los niños nos pusimos de acuerdo para arrojar nuestras mochilas en la esquina del parque y emprender la huida, separándonos y corriendo todos en direcciones diferentes. Algunos nos habríamos salvado, aunque hubieran disparado contra nosotros. La mayoría de los guardias no habría dejado sin vigilancia a una columna de varios cientos de judíos por perseguir a unos cuantos niños, de modo que las posibilidades de escapar con vida eran elevadas.
Al día siguiente, de madrugada, entre cuatro y cinco cruces flechadas y gendarmes se introdujeron en nuestra habitación, nos conminaron a gritos a vestirnos, a entregarles nuestras armas, incluidos cuchillos de cocina y navajas, y todos nuestros objetos de valor y a ponernos en fila, en silencio y disciplinadamente, en la acera delante de la casa. Un rabino los acompañaba. El rabino nos recomendó obedecer (era, según él, lo más prudente) y entregar los objetos de valor solicitados. Nos recordó que eso incluía objetos personales tales como collares, anillos de compromiso y otros recuerdos. Me puse los calcetines sin prisa.
Abajo, delante de la casa, ya destacaba el gorro rojo de Rebenyák. Era el niño malo de la casa; quería pertenecer a nuestra banda, pero no lo dejábamos. Suponía que el rabino recibiría su parte de los objetos de valor. Si no, lo mataban a tiros. Nos miramos todos, preguntándonos si había llegado el momento de poner en práctica nuestro plan y si éste debía incluir a Rebenyák, cuando aparecieron dos hombres dando voces, uno con uniforme de oficial de la gendarmería y el otro con uniforme de oficial alemán. Ellos también gritaron, pero no a nosotros, sino a los cruces flechadas y a sus acompañantes, los gendarmes. Nos ordenaron volver a la casa. Tal vez eran comunistas disfrazados o, tal vez, actores judíos. El actor que era mejor hacía peor su papel y el que era peor lo hacía mejor. Al cabo de un rato, volvíamos a estar sentados arriba en la habitación, con los abrigos de invierno puestos y sin saber qué hacer.
* * *
La sede del club era el portal del edificio. Los niños también tenían asignados turnos para vigilar la puerta de entrada y bajaban deslizándose por el pasamanos de mármol del primer tramo de la escalera. Aparecía con su gorro rojo Rebenyák, que quizá había cumplido ya los catorce años, y me perseguía con el asunto de los sellos, pues sabía que había traído mi colección de Berettyóújfalu. Iba dando a Rebenyák sellos cada vez más pequeños y valiosos a cambio de otros más grandes y bonitos. Era un chico listo, con un lenguaje difícil de entender, lleno de palabras de la jerga urbana. En vez de «orinar» decía «ir al meódromo, echarse un meo» o «cambiar el agua a las castañas». Hablaba con palabras oscuras de cierto conejo; de hecho, se refería al órgano sexual de una de las chicas mayores. Siempre me decía, como poniendo un signo de puntuación a su discurso:
—¿Capiscas, chaval, o es que oyes por la bragueta?
Se está dando aires, decía Klára sobre Rebenyák. A juicio de ella, había más cerebro en los cordones de sus zapatos que bajo el gorro rojo del muchacho. A veces, Rebenyák inclinaba la cabeza a un lado en un gesto de cansancio y declaraba estar harto de ver tanta tía, tanta jaca, tanta meona, es decir, con otras palabras, tantas mujeres, que, según él, estaban todas locas por él en el sótano. Klára vigilaba mis intercambios y controlaba el valor de los sellos en un catálogo.
—Ese canalla mentiroso no para de engañarte. ¿No te importa?
No me importaba. Al final di toda mi colección a Rebenyák por un trozo de tocino que, frito con cebolla y puesto encima del cocido de guisantes, se convirtió en una fiesta para toda la vivienda. Rebenyák sacó el tocino de debajo de la cama de su madre en el sótano y volvió luego con su adquisición como una comadreja. Dormía en una cama con su madre, un mujer gordinflona, de olor denso y con pelos en la barbilla.
Volví a ver a Rebenyák al cabo de unas décadas; andaba cojo y se había retirado a vivir en un piso situado en un sótano. Había dejado tres pisos a otras tantas esposas, que siempre acababan apareciendo con un amante más musculoso que él y declarando que Rebenyák podía irse a dormir a la habitación contigua. En su sótano, Rebenyák coleccionaba chicas huidas de un instituto para retrasados mentales; las compraba y luego las vendía o las alquilaba a viajeros adinerados. Encargaba a las chicas que robaran pasaportes. Rebenyák se maravillaba de sus posibilidades: ¿Qué quieres que sea, sueco, brasileño o australiano?
Rebenyák a veces se atrevía a subir a la casa protegida, pese a la prohibición de su madre. Según ésta, los proyectiles alcanzaban con mayor facilidad las plantas superiores. Aun así, acudía a vernos. Lo atraían los hábitos cosmopolitas reinantes en el piso. Giraba ávidamente las tazas de consomé de Rosenthal, usadas para comer las judías en la larga y negra mesa. Alzaba las tazas para verlas a contraluz. Un día robó una.
—¡Eres un acaparador! ¡Pareces un hámster! Mañana te pueden matar —le dije.
Rebenyák, un muchacho sumamente supersticioso, se estremeció:
—¿Sabes a quién van a matar mañana? A ti, que eres una mierdita, un palurdo de Újfalu.
Klára le hizo una llave.
—¡Retira lo que has dicho!
También ella era supersticiosa.
—Chúpame los huevos, zorrona —maldecía Rebenyák, suspirando mientras recibía el tormento, pero al final decidió retirar sus palabras.
* * *
Volvió a caer un proyectil, y las judías en las tazas de Rosenthal se tornaron incomibles al mezclarse con astillas de vidrio. La estufa de hierro, cuyo tubo salía por la ventana, se dobló como si le hubieran propinado una patada en el estómago. Las balas de las ametralladoras chasqueaban contra el muro exterior del edificio. Klára se infantilizó y pasó un tiempo sentada bajo la mesa, celebrando las bodas de plata de su oveja de barro y de su ratoncito de madera. Yo irritaba a Rebenyák. También se metió bajo la mesa al lado de Klára.
—¿Estás enamorada de este ciruelo? —dijo—. ¡Si ni siquiera sabe la diferencia entre una alegoría y una filagoría!
—¿Qué es eso de alegoría? —pregunté, desconfiado.
Rebenyák levantó la cacerola agujereada.
—Le salvaste la vida a este inútil. ¿Por qué le gritaste? Venga, deja a este capullo de Berettyóújfalu y enamórate de mí —insistió Rebenyák.
Una sonrisa perversa se dibujó en el rostro de Klára:
—Sólo si me das la colección de sellos y de plumas estilográficas y llenas mi gorro de terrones de azúcar.
Rebenyák se puso rojo como un tomate, pero no cogió el gorro cuya borla color aciano saltaba de la mañana a la noche delante de mis ojos.
* * *
Ocurrió esa noche que un joven llamado Mario, alojado en la habitación contigua, volvió del Danubio. La bala le dio en el brazo, y logró salvarse a nado. La única dificultad que tuvo para salir consistió en desembarazarse de su padre, al que iba atado. Su padre recibió un balazo en el pecho; se agarró un rato de su hijo y luego lo soltó. El hijo bajó por el Danubio, pasando por debajo de los puentes y cogido de un témpano de hielo. Temía que dos témpanos chocaran y que se quedara atrapado entre ellos. A la altura del puente Erzsébet alcanzó la orilla en el sitio donde ésta tiene unos escalones y, calado y ensangrentado, enfiló hacia la casa. En el camino lo detuvieron. Se mostró totalmente apático.
—Dispárenme si quieren y tírenme otra vez al Danubio.
—Estos judíos tienen más vidas que los gatos —dijo uno de los cruces flechadas de más edad. Que él lo tenía bien estudiado. Por eso eran tan peligrosos. Mientras uno estaba distraído, ellos salían del Danubio y se ponían para colmo impertinentes. Y el siguiente paso sería que mandarían ellos, claro—. ¿No has venido a vernos alguna vez? —preguntó el hombre.
Pues sí, Mario había ido a ver a los de La Flecha y la Cruz. Con su padre. Interrogaron a su padre, deseosos de saber dónde se había metido su hermano menor, implicado en un robo de armas. Su padre no lo sabía. Si no lo confesaba, liquidarán a su hijo Mario, dijeron. Su padre dio una dirección falsa. Los cruces flechadas regresaron hechos unos basiliscos. Habían matado a otro en lugar del hermano buscado. Cogieron a Mario por los testículos y los patearon con los tacones de las botas. Al final, un oficial de la gendarmería apareció por la casa de los cruces flechadas y se los llevó. Por algún motivo le convenía hacerlo.
* * *
La barricada construida con los adoquines de la calzada iba creciendo poco a poco en la esquina de la Pozsonyi út 49. Al doctor Erdős también lo sacaron de la casa y lo mandaron a cargar piedras, con otros judíos ya mayores. A los más jóvenes se los habían llevado hacía tiempo. Cuatro filas de seis adoquines puestos uno encima del otro, y el muro era infranqueable. Allí se pararían los T-34 venidos desde Stalingrado.
Los niños mirábamos desde el portal; veíamos a los viejos trabajar con martillos y hurgones, agachados en el riguroso frío, separar las piedras afiladas y pegadas con brea y llevarlas hasta el obstáculo levantado en medio de la calle. Jóvenes con botas de cazadores, pantalones negros y camisas verdes supervisaban las obras y metían prisa a los ancianos. Uno de ellos llevaba un látigo con adornos como el de los cocheros de los simones y lo hacía restallar sobre el cuello de los viejos judíos. Éstos sin duda podrían haber trabajado con más ahínco.
Fue a buen seguro el joven del látigo quien escandalizó a un anciano del edificio contiguo, donde sólo residían cristianos. Suele ocurrir que los viejos defienden a los viejos, aunque ello suponga cruzar las fronteras de la religión. El hecho fue que el anciano sacó su rifle de caza de algún sitio, disparó e hirió al joven empeñado en restallar el látigo. Los cruces flechadas sospecharon, claro, que el autor de los disparos había sido algún judío. Empezaron a disparar a diestra y siniestra. Los veinte constructores de la barricada echaron todos a correr en diferentes direcciones, procurando ponerse a cubierto; algunos cayeron. El doctor Erdős se encaminó acelerando el paso hacia la puerta de nuestra casa, pero no corrió, por no despertar sospechas. En el portal ya sólo quedaba yo; los demás niños, así como el vigilante adulto de servicio, un judío más anciano todavía, huyeron escaleras arriba apenas oyeron los primeros disparos.
Abrí la puerta protegida con tablones y el doctor Erdős entró de un salto; quise cerrarla y girar la llave antes de que la forzara el joven alto y con brazalete que perseguía al doctor Erdős. Los dos, un niño y un anciano, presionábamos desde dentro, pero el sitiador, un hombre de unos veinticinco años, se abalanzó corriendo contra la puerta, nos empujó hacia atrás y metió la puntera de su bota de cazador en el resquicio. La victoria era suya; estaba delante de nosotros con la pistola en la mano.
Era más alto que el doctor Erdős; le temblaba la barbilla; estaba herido en su amor propio. ¿Conque los judíos estos se atrevían a cerrarle la puerta en las narices? Una ligera sonrisa se dibujó en el semblante del doctor Erdős; la del jugador que acaba de perder la partida. El joven acercó la pistola a su cara y le disparó a la sien. El doctor Kálmán Erdős se desplomó y la sangre de su cabeza empezó a derramarse sobre el mármol artificial, barroso y de color rosado, del portal. Mientras, el joven de uniforme apuntaba a mi frente. Yo lo miraba más asombrado que asustado. Bajó la pistola. Se dio la vuelta y salió del edificio.
* * *
Los tranvías se dirigían cada vez más desesperados, llenos de cajas con municiones, al frente, o sea, a un lugar situado cuatro o cinco calles más allá. Mujeres valientes salían de las casas y todavía conseguían pan aquí y allá. Aquel día no fuimos a dormir a la habitación exterior, ya carente de ventanas por el impacto de una mina, sino a la interior, pero no nos quedamos en la cama; nos acercamos a la ventana y desde allí observamos agachados la batalla. A la luz de las bengalas Stalin pudimos ver en la esquina dos o tres escenas del noticiero de la guerra, aunque sin el marco de la pantalla del cine. Un tanque pasó por encima de la barricada y barrió los adoquines, seguido por otros tanques y por soldados de infantería. En la noche del 17 al 18 de enero vimos a los alemanes, apostados detrás de la barricada con sus ametralladoras, salir corriendo en dirección al parque. El frente avanzó rumbo a la Szent István körút.
A primera hora de la mañana del 18 de enero de 1945 asistí, pues, con mis propios ojos a aquel vuelco histórico, que supuso la liberación para mí y la derrota para otros. Algunas jóvenes, maestras, diseñadoras de moda y bailarinas cantaron entusiasmadas la Internacional. Y después cantamos una canción dedicada a Flórián Geier. Nos la había enseñado Magda, una bailarina alta y pelirroja. Como comunista, nos aconsejaba ingresar en el partido, porque éste era el único prohibido. Los demás partidos, por el mero hecho de ser legales, habían colaborado de alguna manera con las autoridades. Ese día, a las cuatro de la madrugada, nos entregamos al estado de liberación.
Años después, en 1949, Magda, desilusionada, intentó huir cruzando la frontera. Llevaba puestas las mismas botas de esquiar con las que había pasado el invierno durante el sitio de la ciudad. Los guardias fronterizos dispararon unos cuantos tiros de aviso; una de las balas impactó en ella, que falleció en el hospital.
* * *
A las diez de la mañana del 18 de enero de 1945 salí por la puerta del edificio situado en el número 49 de la Pozsonyi út. Había dos soldados soviéticos en la acera, un poco sucios y con las parcas hechas jirones; exhaustos, pestañeaban en un gesto que denotaba más indiferencia que amabilidad. La gente les hablaba; ellos asentían sin entender nada. Se veía que no les interesábamos gran cosa. Los soldados me preguntaron por Hitler; querían saber si estaba en el edificio. Yo no tenía conocimiento de que Hitler viviera con nosotros, con los judíos de la Pozsonyi út protegidos por los suizos. Luego se interesaron por Szálasi, el líder de La Cruz y la Flecha; pues no, tampoco vivía con nosotros. Poco a poco entendimos que decían Hitler para designar a los alemanes y Szálasi para referirse a los cruces flechadas. Eran muchachos bastante humildes. Bajaron, con linternas y aferrando el cañón de sus ametralladoras, a nuestro refugio en el sótano, hicieron levantarse a todo el mundo e iluminaron los rincones. También había desertores de paisano, pero no se los llevaron. No interesaba a los rusos que la casa estuviera habitada por judíos. Declararte judío para tratar así de granjearse su simpatía no surtía mucho efecto. Con nosotros, los niños, sin embargo, se mostraban amables; con el tiempo nos fuimos acostumbrando a sus entradas en el sótano en busca de Hitler. Abajo había uno que hablaba eslovaco y los entendía un poco. Enseguida se presentó como traductor, y cuando los rusos pasaron al refugio de la casa de al lado por un pasadizo abierto a golpes de pico y el judío que hablaba eslovaco escuchó las primeras palabras exhortantes, declaró ser el comandante recién elegido y vestido de paisano de todas esas personas envueltas en mantas y luego, tras vencer un momento de vacilación, se despidió de su familia con un gesto y se fue corriendo tras los rusos.
Los soldados entraron por la fuerza en una perfumería y se bebieron un frasco grande de colonia Chat Noir. Eligieron esta marca con mucho aplomo, como si la conocieran; era, sin duda, la más adecuada para beber. Detrás de ellos entramos también nosotros, los civiles, la gente del lugar, judíos y cristianos, todos mezclados. Hubo quien salió con perfumes a espuertas, porque, previsor, ya había venido con una mochila. Yo robé una armónica, que después entregué a Rebenyák a cambio de una bolsa de azúcar en terrones.
Pudimos salir de la casa cuya condición de neutralidad nos había protegido, aunque no fue suficiente para salvar la vida de la mitad de sus habitantes. La estrella amarilla retirada de la puerta acabó tirada sobre un montículo de nieve delante del edificio. Era la primera vez que salía libremente de la casa y asimismo, quizá, de la infancia, de que esto estaba prohibido y aquello también. Se veían algunas inscripciones con letras cirílicas en los muros. Habían acabado los disparos y los bombardeos; se podía salir del sótano. Aún se oían, sin embargo, tiros sueltos; eran alemanes disparando desde Buda. Toda una ráfaga de ametralladora recorrió la calle; al arrimarme a la pared me di cuenta de lo plano que soy.
* * *
Como el piso había sido alcanzado por una bomba, y ya que había en él treinta personas, además de nosotros, consideramos llegado el momento de abandonar la casa y buscar algún sitio más acogedor, por ejemplo, la vivienda de la tía Zsófi y del tío Gyula en la Szép utca. Tal vez estaba vacía o, al menos, no tan atestada como este lugar. De pronto sentimos el imperioso deseo de despedirnos de los demás y de los habitantes del sótano, de escapar de esa casa judía, de este gueto construido en el estilo de la Bauhaus en que nos habían embanastado.
Salimos del edificio situado en la Pozsonyi út 49; la nieve aplastada por las pisadas se había helado sobre el asfalto. Todos llevábamos mochilas y edredones envueltos en mantas apretados contra el pecho y tirábamos de un trineo en el que portábamos atados los restos de nuestras ya escasas pertenencias. El viento remolineaba la nieve en polvo, helaba que daba miedo, no teníamos guantes, y nuestros dedos presentaban un color entre rojo y liláceo. Pasamos junto a edificios que ardían en el crepúsculo. Por las negras ventanas se veían llamas cada vez más débiles; se las veía pintar de un rojo aherrumbrado los techos de los pisos, de los que aún colgaban arañas de bronce. Vimos una casa parecida a un relieve, partida en dos, con el interior expuesto ante nuestros ojos, porque una bomba explosiva le había arrancado la fachada. Una bañera colgaba torcida, pero el lavabo seguía en su sitio. En el comedor, el pesado aparador de caoba seguía pegado a la pared, pero la mesa se encontraba tres pisos más abajo. Era el humor insolente y malicioso de la destrucción.
Gente cansada, pero también con los ánimos reavivados, iba y venía trajinando sus pertenencias; iban a sus casas, iban a buscar a los suyos, iban por ir. A ver, por ejemplo, si cocían pan en algún sitio. Llevaban sus pertenencias sobre sus espaldas o en trineos. Los soldados permanecían sobre los tanques o avanzaban en columnas. Por las ventanas aparecían lenguas de fuego; abajo, cadáveres de hombres y de caballos. Los supervivientes que iban y venían con sus hatos no cercenaban la carne de los hombres, sino sólo la de los caballos. Había ancianos sentados en los cadáveres de estos animales, recortando con una navaja los trozos de carne congelada sobre los huesos.
Los hatos con la ropa de cama se abrían; desesperados, sujetábamos los edredones. Me habría gustado merecer los elogios de mi tía Zsófi. Una vez me llamó su «pequeño sostén». Era un honor a tener en cuenta. Pero la alegría se mezclaba con la amargura, porque una vez me llamó también su «pequeño hipócrita», reaccionando así a alguna de mis zalamerías. Esa ironía ligeramente fría, pero también coqueta, seguía presente en la mirada curiosa de mi tía Zsófi cuando me observaba luchar contra el fardo que amenazaba con abrirse y con derramar su contenido por el suelo.
* * *
Contrariamente al edificio de la esquina, que se había derrumbado dejando sólo la planta baja, la casa de la Szép utca 5 había quedado milagrosamente intacta. Había recibido aquí y allá el bombardeo de la artillería, pero los agujeros eran reparables. La fuente de mármol en el patio se encontraba en perfecto estado, y los carámbanos colgaban del cántaro sostenido por una ninfa con nalgas de piedra.
De la puerta de la vivienda había desaparecido la placa de bronce con el nombre del doctor Gyula Zádor; la llave de la tía Zsófi no encajaba en la cerradura y el timbre tampoco sonaba, de modo que hubo que llamar a la puerta. En la oscuridad del largo vestíbulo, un pequeño círculo luminoso se dibujó en torno a la llama de una vela; luego se abrió el cristal protegido por barras de hierro y una mujer canosa nos dirigió una mirada escrutadora y nada amable.
Zsófia llevaba un abrigo de piel de color claro y el pelo negro tapado por un pañuelo de seda beis con hilos plateados. Detrás de ella estábamos los cinco niños, muertos de curiosidad y decididos a reconquistar esa plaza.
—Buenos días, señora. Soy Zsófia Vágó, la esposa del doctor Gyula Zádor, propietaria de este piso, así como de los objetos que contiene.
La señora canosa apostada detrás de la reja contestó de la siguiente guisa:
—Soy la señora del doctor Kázmér Dravida, inquilino autorizado a ocupar esta vivienda por decisión administrativa. Su piso, siempre y cuando sea realmente suyo, señora, ha sido puesto oficialmente a disposición de los refugiados de Transilvania.
Y la tía Zsófi:
—Señora, la legalidad de tal decisión de las autoridades es más que dudosa.
Y la señora de Dravida:
—Espero, señora, que no quiera poner en duda nuestra buena fe, ni tampoco nuestro deber patriótico de obedecer al espíritu superior inherente a las decisiones gubernativas y de respetar a nuestras autoridades, así como el alma de nuestro estado milenario que ellas encarnan.
Y la tía Zsófi:
—Entonces podría dejarnos entrar, señora.
Y la señora de Dravida:
—Nuestra situación general, que no quiero calificar de deseada, pero que hemos arrostrado con angustiado sentido del deber, nuestra situación, digo, me obliga a dejarlos entrar a ustedes, señora, que arbitrariamente se han quitado de sus abrigos el símbolo discriminatorio, confiando, creo yo, en que el tiempo de la discriminación haya acabado. Pues bien, yo tampoco los discriminaré y, como señal de patriótica simpatía, cederé dos de las cinco habitaciones del piso a ustedes, para su uso y provecho.
Y la tía Zsófi:
—Señora, no pretendo engañarla diciendo que no quería encontrar vacío el piso, pero, tal como están las cosas, ¿dónde se iban a cobijar ustedes? ¿Qué más puedo decirle? Pues que se sientan como en casa en mis cuartos y entre mis muebles hasta que el sentido del decoro los obligue a marcharse.
Petrificados, nos quedamos mirando el presuroso trajín de esas dos personas ya mayores, el doctor Kázmér Dravida y señora, empeñados en llevar sus reservas de víveres de la despensa a la habitación con el fin de evitar que nosotros, tropas invasoras, nos apoderásemos de ellas. Había allí varios sacos de patatas, judías, harina, tocino, chorizo, azúcar en una gran bolsa de papel, manteca de cerdo en un pote esmaltado de color rojo y chicharrones en un frasco grande, de los usados para pepinillos.
Sólo cuando todo se hallaba ya a buen recaudo, nos preguntaron con un susurro si habíamos traído comida. No, no habíamos traído nada digno de mención, porque tampoco había donde encontrarla. Los buenos sentimientos se impusieron en los Dravida y nos dieron patatas, harina y tocino para la cena e incluso para el día siguiente. Tanta caridad ya no alcanzó para el tercer día, pero no nos negaron una información mucho más útil: que el sótano del instituto situado en la calle perpendicular con la Szép utca albergaba un depósito de provisiones de los alemanes y que, si bien la población de los alrededores se había llevado ya gran parte de las existencias ese día 18 de enero, aún podía quedar algo.
Los chicos salimos a nuestro viaje de descubrimiento con las mochilas vacías al hombro. Se oía el martilleo de las ametralladoras desde el Danubio. Habría sido terrible que los alemanes hubieran vuelto. Los Dravida habrían hecho gestiones para que nos sacaran del piso de la tía Zsófi y del tío Gyula y para que lo hicieran de una manera tan contundente que nunca más pudiéramos franquear su umbral marcado por una tira de bronce deslustrada con el paso del tiempo.
Un sendero trillado conducía del portal al patio cubierto de nieve y desde allí a la escalera que llevaba al sótano. Los cadáveres alemanes yacían diseminados en el patio, emergiendo de debajo de la nieve. Los pies habían abierto el sendero entre los cuerpos. Iluminamos las caras de los alemanes con una linterna. Creía que los muertos hacían muecas, pero algunos mostraban un semblante tranquilo. También tenía una expresión tranquila el soldado tumbado en el sótano, en una caja de madera, al lado de las alubias ya casi desaparecidas, adoptando una posición bastante incómoda, con la cabeza echada hacia atrás, colgando en el aire, cosa esta que sólo podía explicarse por la presencia, en su momento, de una caja ya retirada por los saqueadores. No la dejaron allí, porque a buen seguro valía la pena llevársela.
Llenamos nuestras mochilas con alubias, guisantes, trigo y cebolla seca, que era todo cuanto quedaba, pero la caja debajo del joven alemán nos interesaba sobremanera. Era un joven alto y guapo, con el hueso de las cejas claramente marcado y con los ojos muy profundos y muy abiertos. Su delgada cara presentaba un poco de barba; nos miraba con curiosidad.
—Perdónanos —le dijimos, mientras intentábamos empujarlo para hacerlo caer de la caja.
—No os perdono —dijo con calma el soldado. Y prosiguió—: No tengo ni la menor idea de por qué he tenido que morir sobre esta caja, después de recibir un balazo en la escalera del sótano y de arrastrarme hasta aquí. Es más, ni siquiera entiendo cómo he venido a parar aquí, a este sótano. En la caja encontraréis chorizo de bastante buena calidad, un tanto blanco por fuera, quizá incluso mohoso, que, sin embargo, puede consumirse si se le rasca un poco la parte exterior. Tampoco tengo la menor idea de cómo me he enterado de esto. En una palabra, que siento envidia; aquí estoy, tieso, mientras vosotros sacáis la caja de debajo de mi cuerpo y salís con vuestro botín de este extraño almacén y yo, en cambio, he de quedarme aquí en la oscuridad, en este sótano de la muerte, hasta que los juntacadáveres me recojan y me trasladen sin piedad a un lugar aún más oscuro. No os perdono.
Con estas palabras concluyó el soldado muerto su declaración. Y nosotros le contestamos así:
—Soldado alemán desconocido, reconocemos la justicia de tu resentimiento, si nos ceñimos solamente al hecho de que no dejamos en paz tus restos mortales, por muy incómoda que sea tu postura. Sin embargo, habla en nuestro favor el que, al ser retirada la caja con los chorizos, comestibles en tu opinión y absolutamente necesarios para seis estómagos hambrientos, podrás enderezarte, si es que no estás ya demasiado tieso, querido amigo. De todos modos, merece la pena mencionar también la circunstancia de que te encuentras en este sótano, lejos de tu lugar de residencia, porque te lo han ordenado, pero no porque hayas sido invitado. Es probable que te dedicaras a actividades desagradables para nosotros hasta que te alcanzó la bala. Que quede claro que en ningún momento se nos pasó por la cabeza disparar contra ti; ahora bien, el que tú dispararas o no contra nosotros dependía de una circunstancia del todo casual: de si recibías órdenes de hacerlo o no. Tú no ponías más reparos ni obstáculos. Antes de retirarte definitivamente de aquí, piensa que has matado ya a tiros tu inocencia, mientras que nosotros seremos unos niñitos justificadamente cínicos, pero todavía inocentes, cuando nos llevemos esta cajita bajo el brazo.
Cuando la cogimos, sin embargo, la decepción nos desanimó, pues la caja era terriblemente liviana; lo que quedara después de rascar esos diez raquíticos chorizos para quitarles lo blanco no iba a durar mucho, ni siquiera cortado en trocitos y cocido con judías en el hornillo. Dos semanas más tarde ya nos conformábamos con trigo; lo molíamos y lo cocinábamos durante horas para ablandarlo un poco. Mientras nos calentábamos alrededor y esperábamos a que se cocinara ya la comida, sumergíamos las cebollas secas en mostaza para engañar un poco nuestra hambre.
El señor Dravida pasaba el tiempo sentado en un balancín, con un gorro de piel en la cabeza, con una manta que le tapaba de los pies a la cintura y con sendas pelotas de tenis en cada una de las manos.
—Es una suerte de gimnasia, tranquiliza y es bueno para el pensamiento.
Llevaba puesto un abrigo de invierno con cordones, así como galochas sobre unas botas de excursionista. El rencor y el sarcasmo dibujaban una mueca de amargura en torno a sus labios delgados y bien marcados, rematados por un bigote igualmente delgado. Desde una silla con respaldo, donde el tío Gyula solía leer en otros tiempos, el señor Dravida nos echaba a veces un vistazo, a nosotros, ruidosos fantasmas.
—¡No tenéis por qué espiar! Habéis ganado, sí, pero eso no es motivo para espiar.
A su lado permanecía sentado su viejo perro, meneando la cola; el señor Dravida le tocaba a veces la cabeza con la pelota de tenis.
—He entrado el platito de Bella porque le habéis comido las patatas hervidas. Sois muchos, sois ruidosos y os coméis las patatas de mi perro. No os estéis en la puerta, o entráis, o salís. ¿Qué pasa? Habéis comido un buen chorizo con ajo, ¿no? ¡A vosotros os va bien, a vosotros siempre os va bien!
Teníamos hambre, nos comíamos las patatas hervidas ante las mismas narices del perro y robábamos el ajo del armario de cocina de los Dravida. Masticando un diente de ajo, teníamos la sensación de estar comiendo. La ametralladora tableteaba fuera; nos mirábamos y mirábamos luego al señor Dravida, que entonces se envalentonaba un poco:
—La partida no ha acabado todavía. Si se da la vuelta la tortilla y nuestras tropas regresan, necesitaréis mi protección. Puede que os proteja, aunque eso también depende de vosotros, claro. Si no armáis follón y no os coméis la comida de Bella intercederé por vosotros. Y eso que sois una carga para mí, la verdad sea dicha. Cada vez que quiero ir al baño, lo encuentro cerrado. ¿Tanto coméis, que estáis todo el tiempo sentados en el váter, pequeñas langostas?
* * *
Los cuatro niños estábamos acostados el uno al lado del otro en el sofá doble, hablando del futuro. Después de apagarse las luces, me dedicaba a fantasear; estaba junto a mis padres en el pueblo, como si nada hubiera cambiado. Me daba vergüenza hablar de ello, aunque me habría gustado saber las cosas que imaginaban los otros. El piso era grande, frío y oscuro; nos poníamos medias hasta para dormir, y el fuego se apagaba pronto en el hornillo.
Una noche vinieron unos rusos, pidieron la documentación a mi tía Zsófi y miraron a ella y a mi hermana como el gato mira la crema de leche. Mi hermana metió rápidamente la ropa bajo el edredón y se vistió. Mi tía Zsófi entró en el baño, uno de los soldados la siguió y al cabo de un minuto salió de puntillas, como indicando que era el muchacho más discreto de la tierra. Luego nos iluminaron con las linternas, vieron las cuatro caras infantiles de mirada fija y atenta y alabaron a Zsófia por ocuparse de tantas criaturas.
—¡Buena mamá, guapa mamá, mucho niño, bien!
Nos gruñeron, instándonos a callar, y eso que no habíamos dicho ni pío. Sacaron una conserva de carne y tres huevos de sus bolsillos y los pusieron en la mesa.
—Hace frío —dijeron los soldados soviéticos de rostros diversos, y encendieron la estufa. Sacaron una botella de aguardiente de un bolsillo, tocino y cebolla de la roja, comieron mordisqueando pan negro para acompañar, nos ofrecieron algún que otro trozo y se dieron un buen atracón. Luego se marcharon, no sin antes dar la mano a todos y cada uno de nosotros. Cogí la recámara de la ametralladora de uno de los soldados.
—Oye, ¿tú qué quieres?
Me puso el gorro de piel en la cabeza y luego volvió a calárselo. No se llevaron nada. Dejaron un cálido olor a cebollas y a botas. Tuve una extraña sensación, porque no entraron a la parte del piso habitada por los Dravida; éste, sin embargo, algo les cuchicheó en eslovaco en el vestíbulo.
Al día siguiente hice cola ante la panadería, aunque sólo fuese para inhalar el olor que salía de ahí dentro. Los más avispados se ponían ya en la cola de madrugada, y eso que sólo empezaban a vender el pan a las diez de la mañana. Pocas veces lograba yo llegar a tiempo, y normalmente solía quedar entre quienes se volvían con las manos vacías. Pero al menos no había de tumbarme o arrimarme a la pared, como cuando las ráfagas de ametralladoras barrían la calle. Ya no había combates ni siquiera en Buda. Los vendedores de periódicos voceaban el nombre del diario: ¡Libertad! Yo me leía cada línea. Las tumbas formaban túmulos en los parques y las personas se dirigían a desconocidos en la calle, preguntando por los suyos.
* * *
La tía Zsófi esperaba a su marido. Enfiló con un abrigo de piel ligero hacia la estación del Oeste, pues había visto en sueños a su marido tumbado en un campo, fijando en ella sus ojos abiertos. Y había visto también una aldea, que quería buscar. Se dirigió a un oficial ruso y le comunicó su deseo de viajar rumbo a occidente. El oficial no entendió nada al principio, pero cuando Zsófia se lo explicó en francés, la metió en el compartimento de un tren y le dijo que allí no la molestarían, que le avisara cuando quisiera apearse, que él estaría en el compartimento contiguo. Así ocurrió, en efecto, y mi tía llegó exactamente al pueblo que había visto en sus sueños. Preguntó si había una fosa común en el municipio. La había; la abrieron y allí encontró a su esposo.
Mi tía Zsófi y el tío Gyula hablaron por última vez en la quinta planta del edificio sito en Pozsonyi út 49, en el balcón utilizado para sacudir las alfombras al que se accedía desde la escalera. Allí se besaron por última vez. En 1953, Zsófia se arrojó al vacío desde ese mismo balcón de la quinta planta.
El día después de nuestra liberación, fuimos con la tía al hospital del gueto en la Wesselényi utca y encontramos a su madre en el segundo piso. Aún vivía. Una bala le había atravesado la cabeza; le entró por la mejilla derecha y le salió por la parte izquierda del cráneo, detrás de la oreja. Era una señora delgadita, de mediana edad, todavía capaz de sonreír un poquito al ver a su hija. Sólo pudimos llevarle unos terroncitos de azúcar, pero ninguno de nosotros se atrevió a ponerle uno en la boca. El hospital del gueto había sido una escuela en otros tiempos y ahora vuelve a serlo. Aquel día de enero de 1945 miré el patio de la escuela y vi un montón de cadáveres que llegaba a la altura del primer piso. Zsófi estaba sentada al lado de su madre y la cogía de la mano. Ninguna preguntó a la otra por lo sucedido en los últimos meses. A la mañana siguiente la acompañé de nuevo; su madre estaba ya de camino al montón acumulado en el patio. Mi tía Zsófi me envió a casa e intentó hacer gestiones para identificar el cadáver de su madre y evitar la fosa común.
* * *
No tenía muchas ganas de deambular por Budapest. La ciudad me resultaba antipática; anhelaba algo más familiar, anhelaba nuestra casa de Berettyóújfalu. Era una sensación desagradable regresar de la panadería con las manos vacías y revolver el trigo en la cacerola, con el fuego a punto de extinguirse. Como desagradables resultaban los esplendorosos días invernales vistos desde una lóbrega habitación, mientras uno se mordía las uñas en un estado de espera incierto y sin objeto fijo. Ya no había qué robar. Los elegantes caballeros con sus galochas, sentados sobre cadáveres de caballos que yacían en la nieve en esa misma esquina hacía no más de tres semanas, se habían convertido en un recuerdo cómico. La carne congelada no los había manchado de sangre. Ya no quedaba nada para cortar.
Comencé a tener la sensación de que suponíamos una carga, dos bocas superfluas que ya nadie lograría salvar. Quienes no tenían nada mejor que hacer, debían regresar a sus casas. Además, en el pueblo seguro que había algo que comer. Decidí con Éva, mi hermana, regresar a Berettyóújfalu y esperar allí a nuestros padres. István y Pál se prepararon para viajar a Kolozsvár; su tía paterna sobrevivió a ese difícil año y los llamó. Volveríamos a nuestro pueblo y ya nos las arreglaríamos. La nostalgia trabajaba en mi interior: a Berettyóújfalu, porque ésa era nuestra casa. Si mis padres no regresaban, nosotros, como herederos, abriríamos la tienda; yo llamaría a los dependientes de antes y actuaría exactamente como mi padre, lejos de las burlas y arrogancias de la capital. Y cuando llegaran mis padres, entregaría las llaves y el libro de caja a mi progenitor, merecería que me diera la mano y me agradeciera cuanto había hecho por la empresa.
Acepté que no sabía o, cuando menos, no me gustaba ser un invitado, que me resultaba más familiar el papel de anfitrión. Apoyaría la espalda en aquello que realmente era mío, y si me hacía adulto en casa de mi padre, traería también a una mujer y tendríamos muchos hijos juntos, tal como me lo había explicado el gitano Buckó cuando íbamos a Herpály. Fui a visitarlo para ver cómo vivían en el asentamiento los niños gitanos de mi edad. Vino a mi encuentro un muchacho poco más pequeño que yo; no llevaba puesto más que un sombrero. La casa necesitaba a una mujer que convirtiera el armario y su manguito en objetos llenos de fragancia. Y los columpios y la mesa de pimpón necesitaban niños.
* * *
Cuando en tiempos excepcionales el hombre actúa con ideas de tiempos normales, está perdido. Se necesitaban billetes para coger el tren. En la cola delante de la panadería corría el rumor, confirmado luego por los Dravida, de que sólo se expedían billetes en la estación de Rákosrendező, es decir, a unas cuantas horas andando del centro de la ciudad. El camino se me hizo largo. Había soldados rusos y rumanos por todas partes, y a veces sentía miedo. Mi hermana no pudo acompañarme, porque la ciudad resultaba peligrosa para las chicas. No tenía guantes y, quién sabe por qué, intenté proteger las manos del frío cubriéndolas con una de esas redes que se usaban para el pelo. Sentía un poco de respeto de mí mismo, porque pasaba hambre de verdad y frío de verdad. Pero el largo paseo cautivó mis ojos; había muchas cosas interesantes que ver.
Éstos eran soldados pertenecientes a la segunda línea; la primera había proseguido ya su marcha desde Budapest rumbo a Viena. Estos muchachos plantados sobre sus camiones habían reunido toda clase de trastos, se habían puesto turbantes de mujer y faldas sobre los pantalones para combatir el frío. Como niños salvajes, gritaban cosas en tono de burla desde los camiones; uno no entendía el qué, pero ellos soltaban sonoras carcajadas. Meaban junto a los camiones y se reían al ver a las mujeres volver la cara. Ellos, claro está, agitaban la picha con tanto mayor placer. Uno se bajó del vehículo y ofreció a una mujer un pan negro de forma rectangular cortado por la mitad; la mujer se apartó, pero el soldado se le acercó de nuevo y le metió el pan en el bolsillo por la fuerza. La mujer temblaba. Yo sentía un cauteloso interés por esos jóvenes de cabeza rapada y observaba fascinado sus desfiles de trapos, sus payasadas, sus prontos; todo en ellos parecía bastante natural, pero un poco raro.
No había problemas con su sentido del humor; a los oficiales rumanos, con guantes blancos y carmín en los labios, los veían manipular sus cámaras fotográficas y entonces se desternillaban de risa y se tapaban la boca, como las chicas de provincias al ver a una urbanita emperifollada. Había quienes, ametralladora en ristre, escoltaban a unos señores a hacer una pequeña gestión allí mismo, en la calle de al lado, en la ciudad vecina, en el país vecino, en el continente vecino, más allá de los Urales, davay, davay. Prometían bumazhkas, tarjetas de identidad, y hombres adultos salían obedientemente de la ciudad y marchaban hasta el río Tisza, desde donde proseguían el viaje en tren a campos de recogida y a lejanas y glaciales regiones, para recibir allí algo que aquí tal vez tampoco les hacía mucha falta, es decir, la quimérica tarjeta con el sello.
El número de fugitivos, unos mil en total, fue bastante bajo, tanto entre los judíos como entre los cristianos. Podrían haber huido muchos más; y muchos más podrían haber quedado con vida. En cuanto a los escoltas, estos soldados recién llegados podían ser crueles, indiferentes y también humanos. Inasibles, no se los entendía con facilidad. No eran tan pulcros, cuadrados y disciplinados como los alemanes. Comparados con éstos, ni siquiera eran muy marciales, sino más bien laxos. No eran ni regulares ni previsibles. Uno regalaba objetos a los lugareños, el otro les robaba, pero también cabía que el mismo soldado hiciera ambas cosas. De los alemanes no se temía tanto que violaran a las mujeres; los nuevos, en cambio, abrían la bragueta con suma presteza. Sin embargo, éstos no mataban por principio, y aunque cuchareteaban con gesto adusto su rancho, también podían sonreír a alguien sin pedir nada a cambio. Su máximo deseo se les notaba: una habitación caliente, una mujer, una cena. Si alguna se lo daba, eran capaces de bajarle la luna del cielo. Davay, lunita, davay.
* * *
La estación de la periferia era otro montón de ruinas. Una larga columna humana se estiraba por debajo de un puente de ferrocarril, que casualmente había quedado intacto, hacia una ventanilla provisional. O sea que esa gente también sabía que los billetes de tren se conseguían allí. Se rumoreaba que la ventanilla, por el momento cerrada, pronto abriría. Pasaron las horas y empezó a anochecer, cuando apareció un funcionario del ferrocarril y declaró que no habría billetes y ni falta que hacían. Quien cabía viajaba; quien no, se quedaba abajo. Que a las dos de la tarde del día siguiente saldría un tren hacia el este desde la estación del Oeste; quien pudiera que subiera.
Allí nos presentamos mi hermana y yo al día siguiente antes del mediodía y nos quedamos de una pieza, paralizados al vernos envueltos por la multitud y arrastrados arriba y abajo al lado del tren. Nos dejamos llevar por la corriente junto al larguísimo convoy y no se vislumbraba posibilidad alguna de subir. Había gente sentada hasta encima de los vagones y de pie en los estribos y en las plataformas e incluso agarrada a los parachoques. Dentro de los vagones, algunos se acurrucaban en los portaequipajes. No había posibilidad alguna de poner siquiera un pie en un estribo. No éramos lo bastante fuertes para empujar, de modo que nuestra situación podía calificarse de desesperada.
Pero he aquí que nos encontramos frente a frente con Zolti Varga, provisto de abrigo de invierno y de gorro de piel con orejeras. Era el fotógrafo de Berettyóújfalu, el que hacía las fotos de nuestra familia desde que vi la luz del mundo como quien dice. Yo había de permanecer tumbado sobre un podio, a los tres meses de edad, desnudo, sin apenas pelo; bastante furiosa se veía mi mirada. Las arrugas de los lactantes bien alimentados adornaban mis muñecas. Luego había otra, hecha quizá tres años más tarde: sentado, con el pelo ya largo y camisa de marinerito, sobre las rodillas de papá. Mientras, mi hermana se encontraba en los brazos de mamá, inclinando la cabeza hacia un lado con gesto coqueto.
Esperábamos a que de aquel embudo de tela encerada negra y fruncida como un acordeón, en uno de cuyos oscuros lados Zolti Varga había metido la cabeza como en la boca de un lobo, esperábamos, digo, a que de allí, donde quién sabe si seguía la cabeza del fotógrafo, saliera por fin volando el cacareado pajarito, que nosotros imaginábamos con forma de canario. Sin embargo, sólo se oyó un chasquido, y no salió ningún tipo de pájaro, sino sólo la cabeza de Zolti Varga, que emergió de la capa negra de aquella caja con ojo de cristal como alguien que, un tanto sonrojado y sudoroso, espera los aplausos tras una función fabulosa que, sin embargo, tenía un inconveniente: el pajarito prometido no apareció de ninguna forma.
Ese mismo Zolti Varga estaba ahora delante de nosotros y no tardó ni un solo segundo en abrazarnos. Se alegró de vernos vivos:
—Una maravilla —dijo—, viajemos juntos.
Que su mujer y sus dos hijos estaban con él, dijo, y que nos uniéramos a ellos. Yo también me alegré de la amabilidad de Zolti, aunque no había olvidado que el año anterior aún confiaba en la victoria de los alemanes. A Zolti Varga y su familia les bastó con huir de Berettyóújfalu a Budapest y soportar allí el sitio de la ciudad. No prosiguieron su huida hacia occidente; querían evitar meterse en la guerra. Deseaban regresar a casa, como nosotros. Sabíamos mi hermana y yo que ni mi madre ni mi padre se encontrarían en casa, pero confiábamos en que la casa sí estuviera. Allí podríamos reiniciar de alguna manera la vida de antaño.
Nuestro compañero de viaje voluntario consiguió meter a mi hermana por la ventanilla de un vagón de pasajeros, donde pudo ocupar un sitio en el portaequipajes. Luego me tocó el turno. Logró embanastarme en un vagón de transporte de ganado, donde íbamos tan apretados que un señor mayor se dirigió a mí con estas palabras:
—Puedes viajar sobre un pie, hijo mío. Eres un niño y aún tienes aguante. Aquí no hay lugar para tus dos pies, o sea, que ve apoyando el uno y luego el otro.
Fue mi primer viaje largo. Duró una semana, pero no para alejarme de casa, sino para volver. Esta vez no era la huida, sino el regreso a los dudosos escenarios del paraíso perdido. La casa siempre es infiel, sea porque acaba devastada antes que nosotros, sea porque nos sobrevive y aloja a otro, a cualquiera. ¿Quién vivía entonces en nuestra casa? ¿Quién tenía la llave? No me atrevía a pensar en hallar todo tal como lo habíamos dejado; tal vez habían cambiado los muebles de sitio, tal vez había desaparecido gran parte de la ropa, tal vez estaba todo vacío. Sólo en una cosa no pensaba en aquel instante: en la gran cantidad de mugre. En mi imaginación, la casa siempre resultaba atractiva; en ningún momento se me ocurrió que pudiera resultarme repugnante a primera vista. Estaba sobre un pie en un vagón de transporte de ganado, en el que no me metieron los guardias a punta de bayoneta, sino donde me introduje entre la gente de manera voluntaria. Apretujado entre los cuerpos, podía cerrar los ojos y figurarme imágenes colmadas de deseo. ¿Cómo encontraría a mi hermana? ¿Cómo se las arreglaría Éva en el portaequipajes? ¿Hasta cuándo nos duraría el cocido de guisantes que traíamos en una cacerolita de aluminio y los dos pastelillos salados que habíamos comprado a un joven arrodillado, en un escaparate hecho trizas, con una bandeja de pastelillos que vendía a precio de oro? ¿Qué ocurriría si el viaje se alargaba? ¿Nos proporcionaría Zolti Varga algo para comer? ¿Podría hacerlo? ¿Querría hacerlo?
Según decían, los rusos se habían llevado la locomotora, pero iban a darnos otra a cambio. El tren seguía en la estación del Oeste, conmigo dentro. Estaba ya un poquito más cómodo, con las dos plantas de los pies apoyadas en el suelo, porque algunos se habían bajado; podía mirar para fuera por una estrechísima ventanilla; la luz se vislumbraba a través del esqueleto de la estación ya carente de cristales. Los metijones, que subían y bajaban y empujaban al personal, eran los encargados de difundir las noticias: que saldríamos a la una de la madrugada, que no, que sería a las cinco, a las diez, sí, a las diez, fijo.
Me abrí paso por la fuerza para bajar y orinar entre las ruedas; la orina se congeló enseguida. Sobre el techo seguían sentados algunos, espalda contra espalda, pero su número se había reducido. Los más atrevidos, sin embargo, se fueron habituando los unos a los otros en el vagón de transporte de ganado; hasta pude ponerme de cuclillas junto a una vieja gorda. Si bien no nos habíamos acercado ni un solo metro a nuestro destino, nos confortaba la sensación de tener toda una larga noche ya a nuestras espaldas.
* * *
A las dos de la tarde, el tren se puso en marcha pese a todo. Avanzaba un poco y se paraba. De pronto aparecía una locomotora y de pronto desaparecía; había que reparar las vías; los convoyes militares tenían prioridad, y si nuestra locomotora era mejor, la sustituían. Ya podíamos sentarnos en bancos en el vagón de transporte de ganado. Zolti Varga nos dio pan y tocino en cantidad insuficiente para hartarnos, pero bastante para tener algo en la barriga. Luego, de repente, cuando el tren estaba parado, se oyeron ráfagas de ametralladora; los soldados que vagaban por las inmediaciones saludaban así a los civiles. Los noticieros anunciaron que iban de vagón en vagón, buscando mujeres. Éstas consiguieron trozos de carbón quién sabe cómo y empezaron a embadurnarse, afearse y arrugarse las caras delante de sus espejos. Hasta las mujeres un poco mayores se frotaban con carbón debajo de los ojos; intercambié una sonrisa con mi hermana, que se había reunido ya conmigo. Me puse delante de ella, decidido a no dejarla salir del rincón. Todas se taparon las caras con los pañuelos y se acurrucaron, haciéndose pasar por jibosas. En eso llegaron las tropas a pasar revista, cinco o seis soldados. El rostro de una de las mujeres debió de parecerle bastante atractivo a uno de ellos. Se escupió los dedos y lo frotó para sacarle el hollín. El soldado se puso furioso y escupió a la mujer en la cara. Descontentos y ruidosos, acabaron apeándose del vagón.
Un puente provisional atravesaba el río Tisza. El antiguo puente había sido alcanzado primero por una bomba de los aliados; luego, los alemanes hicieron saltar los restos. Sin embargo, entre los viejos pilares y unos pilotes nuevos se construyó una estructura no definitiva. No habría aguantado al tren, por supuesto, pero pudimos cruzar el puente a pie, y al otro lado del río nos esperaba otro tren, aunque, claro está, sin locomotora. Después nos pusimos de nuevo en marcha, avanzamos un poco y volvimos a pararnos; y como esta vez viajábamos en vagones abiertos, sobre montones de carbón cubiertos de nieve, nos encontramos de pronto sentados en plena noche en medio de la gran llanura húngara, azotados por una de las típicas ventiscas de febrero. El viento de la región de Alföld, cuya furia infame nada ni nadie podía obstaculizar en la planicie, nos golpeaba sin piedad. No sentíamos nuestras manos y teníamos cristales de hielo en las pestañas; angustiados, veíamos cada vez más cerca nuestro paso a mejor vida. Estábamos rodeados de oscuridad en pleno campo.
Decidimos tirar por un camino de tierra y pedir cobijo en la primera granja que encontráramos. Arrastrando torpemente nuestros equipajes y con un viento que casi nos tumbaba de espalda, vimos por fin una débil lucecita en el horizonte blanco y azulado de la planicie. Estaba congelado, de un color liláceo y totalmente insensible, mientras mis pies me llevaban a trancas y barrancas, entre terrones helados, hasta aquel lugar. Me eché obedientemente sobre la paja esparcida por el suelo de tierra, pero la sensación de bienestar sólo se expandió por mi cuerpo cuando una joven criada se acostó a mi lado y me invitó a arrimarme. Y para que no temblara, puso mis manos sobre su barriga. Me pegué a ella por detrás y clavé la cara en su espalda; apreté el regazo contra sus nalgas; éramos uno. Entonces sentí por primera vez que se podía amar a alguien sin verle siquiera la cara y que se podía percibir a una persona extraña como si fuera el pariente más cercano. Me agarré de ella como si hubiera sido el amor que yo eligiera hacía mucho tiempo. A la mañana, agradecí con una reverencia a los dueños de la casa y a mi compañera de lecho su hospitalidad y amabilidad.
* * *
Al día siguiente, el tren se vio obligado a detenerse de nuevo, y salí a explorar los alrededores de la estación. En un charco helado dentro de unas huellas de ruedas, no lejos de unos boñigos de reciente hechura, encontré un objeto negro, plano y de forma rectangular que, después de recogido y examinado en profundidad, resultó ser un pan militar soviético, duro como una piedra. Ahora bien, siendo pan, por muy duro que fuera por la helada, se empaparía bajo el chorrito de agua tibia que salía del tubo de bronce del pozo artesiano y entonces se pondría blando y por tanto comestible, hipótesis que se demostró plenamente acertada. Mordisqueé mi hallazgo.
Pasó una mujer que llevaba una cesta e iba sacando de ella y tirando a la nieve cagarrutas de cabra bien redonditas, como si las sembrara. Tiraba a izquierda y a derecha, para que no quedara ningún trozo de calle sin sembrar. Me vio masticar el pan mojado; me acercó su cesta, en la que aún quedaban cagarrutas.
—Come carne también, que ya no sembraré este poquito que queda. Si no, te gemirá el estómago.
Se rió, como si la idea la llenara de una alegría diáfana, sin ningún nubarrón. Le pregunté:
—¿Dónde estoy?
Y me contestó con total cordura:
—En Törökszentmiklós.
—¿Qué debo hacer con este pan?
—Déjalo aquí para los pájaros.
* * *
El 28 de febrero de 1945, siete días después de haber emprendido el viaje, llegamos a la estación de Berettyóújfalu. El escenario apenas había cambiado en un año; no se habían desarrollado combates importantes en los alrededores del edificio de la estación. Aferrados a nuestro equipaje, nos apeamos a trancas y barrancas del último vagón, ya ascendido de categoría y convertido en coche de viajeros desde Püspökladány. Ninguno de nosotros dijo nada. Todo seguía como antes. Lo natural habría sido que nos esperara papá y que nosotros llegáramos con mamá y contáramos a nuestro padre, que había estado empinándose para ver acercarse el tren y saludando desde lejos al vernos en el andén de azulejos amarillos, que, imagínate, fuimos a patinar al estanque del parque de Városliget y dimos de comer a los babuinos en la jaula de los monos, que echaba una peste muy, pero que muy terrible, y vimos a Matyi Latyi en el teatro de la Opereta y Matyi Latyi apenas pudo decir nada de la risa que daba a los niños y tocamos la cuerda que el regente solía tocar cuando paseaba por el Palacio Real y al final sonó una alarma aérea justo cuando estábamos en aquel lugar y bajamos con los demás a un refugio de piedra muy profundo, a una de las cuevas del palacio, donde un maestro que estaba a nuestro lado nos dijo que en la panza de la colina había un lago y que, imagínate, hasta se podía navegar en él. Mientras nos acercábamos al andén, ni siquiera hizo falta que nos miráramos para comprender que papá no nos esperaba, que no nos esperaba nadie.
* * *
En la plaza que se extendía delante de la estación y en la que antaño los fiacres se ofrecían a los viajeros procedentes de Budapest, había ahora algunos carros tirados por bueyes. El primer conocido al que vimos fue nuestro antiguo maestro Sándor Kreisler. Habían asesinado a todos mis compañeros de clase, a todos los alumnos de la escuela judía, sólo quedábamos nosotros con vida, de modo que el señor maestro se emocionó al vernos volver a casa. Ante nosotros estaba el profesor Sándor Kreisler de la antigua escuela primaria judía, un hombrecito valiente con un fino bigote. Era casi tan increíble como si mi padre hubiera estado allí delante de mí.
Sándor Kreisler era un buen maestro, amable pero justo y reservado. Aparte de los conocimientos elementales, también recibí de él unos cuantos golpes con la tapa del portaplumas, sobre todo por Baba Blau. En el primer curso, cuando yo era aún un alumno particular, el profesor Kreisler acudía a mi casa y nos daba clase a István y a mí entre las tres y las cuatro de la tarde en nuestra sala; era tiempo suficiente para los saberes escolares, el resto del día nos pertenecía a nosotros. El maestro bajaba a veces con nosotros al jardín y muy de vez en cuando le daba una patada a la pelota, pero no se entusiasmaba jugando, era joven y cuidaba su autoridad.
Su progenitor era un buen hojalatero y un gran político, amigo de mi padre. Todos los días pasaba por la ferretería vestido con ropa de trabajo y allí bromeaban los dos junto a la estufa, pero no recuerdo que el padre del maestro hubiera entrado alguna vez en nuestra vivienda. El maestro no quería sentirse en casa en un lugar al que su progenitor no tenía acceso. Dijo a mi padre que me mandara tranquilamente a la escuela, que me haría bien estar con los demás. Fui un alumno sobresaliente, pero también recibí más de un golpe en los nudillos con la regla, por ejemplo, cuando en la ronda basada en una melodía que empezaba así: «Llama la madre coneja al verde prado a su cría», iba pellizcando el trasero de la niña que saltaba delante de mí, pero también cuando, como de costumbre, me peleaba. Yo pegaba, a mí me pegaban; iba, por tanto, a la par. Había tres clases en un aula; mientras el señor maestro se ocupaba de los de primero, los de segundo y los de tercero hacían alguna tarea en silencio o se dedicaban a otra cosa, también en silencio. Hasta el día de hoy me parece positivo que no tuviéramos que estar siempre atentos a los hechos colectivos de la clase, sino que pudiéramos concentrarnos en nuestras lecturas, dibujos o redacciones.
El profesor Kreisler volvió de los trabajos forzados; sus padres y hermanos fueron deportados a Auschwitz; según tenía entendido, sus alumnos habían muerto todos. Él también se sorprendió al vernos. En esta ocasión nos abrazó y nos besó, cosa que antes no solía hacer nunca. Escuchó el relato de Zoltán Varga, le dio las gracias por haber acompañado a sus dos alumnos y prometió presentarse como testigo de ello si Zoltán alguna vez lo necesitaba.
Ocho meses atrás, llevarnos a Budapest suponía un escándalo político; ahora, en cambio, traernos de vuelta era un mérito político, lo cual tampoco resultaba agradable. Al poco rato nos encontramos con un joven con abrigo de cuero que llevaba una pistolera en el cinturón y dijo:
—Mi querido Sándor, educa a estos chicos para que sean buenos comunistas.
—Vale —respondió el maestro, y con él nos fuimos mi hermana y yo.
La carrera del maestro después de la guerra no fue muy empinada que digamos, pero sí ascendente: primero ejerció en Debrecen, donde se casó, y luego pasó a inspector escolar; como tal alcanzó la jubilación y luego el cielo. En 1945, cuando llegamos, estaba interesado en cuestiones prácticas tales como dónde íbamos a pasar la noche y quién nos iba a dar de comer. Llevaba nuestro equipaje; no sabía nada de nuestros padres. Una obstinación nos condujo a nuestra casa. El maestro no quería que entrásemos; propuso que lo hiciéramos al día siguiente. Pero ¿por qué no podíamos dormir en casa, en nuestra casa, donde queríamos volver a instalarnos para esperar allí a nuestros padres?
* * *
En la calle principal entramos en una tienda pequeña, donde nos recibieron tres hombres sumamente amables: Imre Székely, Márton Glück y András Svéd. Los dos primeros eran primos de mi padre. Los tres volvieron juntos de los trabajos forzados, los tres perdieron a sus respectivas esposas y a sus hijos y juntando sus escasas fuerzas abrieron esa tiendecita de artículos menudos donde se encontraba todo cuanto uno quería, desde azúcar moreno hasta pañuelos de lana negra. Traían la mercancía en carros desde Nagyvárad y Debrecen y llevaban a cambio harina, chorizo ahumado y vino. Cuando entramos, el regocijo fue enorme. Luego, esos tres hombres musculosos nos volvieron las espaldas y, cada uno en un rincón, no pudieron contener las lágrimas. Después, tras salir de sus respectivos rincones, los tres procuraron sonreír.
Acto seguido, nos acompañaron a casa. Desde el desván hasta el sótano, sólo había mugre y basura; los libros y las fotografías estaban pisoteados. La bañera, llena de excrementos secos. Los soldados acuartelados la habían usado de retrete. Sólo había quedado un armario grande y blanco de estilo rococó, con tres puertas, espejo y angelitos; hasta el espejo estaba intacto, ofreciendo así una imagen insólita. Por lo visto, no habían podido llevárselo por el peso. A mis pies vi una redacción mía de la escuela primaria acerca de un joven pino convertido en mástil de una nave, encantado de hablar con el viento, viejo amigo de su época en la cima de la montaña. Páginas arrancadas de un álbum fotográfico; caras apenas visibles, entre ellas las nuestras, barrosas y pringosas. Me di la vuelta y allí estaban, a mi espalda, los hombres. Empezamos a comprender que nada sería como antes.
* * *
—Vengan entonces a mi casa —dijo mi tío Imre.
Su ama de llaves cortó unas enormes tajadas de un pan gigantesco y redondo, las untó con mantequilla, las saló y nos las sirvió con sendos cuencos llenos de leche. Me froté los ojos. Entonces nos enteramos de lo que realmente había ocurrido. Esos jóvenes hombres judíos ya lo sabían. Estuvieron en campos de trabajo, es decir, no estuvieron en Auschwitz ni en campos de deportación, sino en un lugar cercano al frente donde habían de cavar trincheras y desde donde volvieron dirigidos por su comandante, un terrateniente de la zona, cuando las tropas rusas llegaron al pueblo. Aparte de nosotros, no quedaban niños judíos en la localidad. De los doce mil habitantes de Berettyóújfalu antes de la guerra, unos mil eran judíos. De éstos, sobrevivieron tal vez unos doscientos, en su mayoría hombres jóvenes. Recluidos en un campo de trabajos forzados, tuvieron la suerte de que el comandante del campo, administrador de una gran finca de los alrededores, los conocía a todos de los tiempos de paz. Compraba en sus tiendas y mandaba hacer los encargos en sus talleres. El comandante sólo deseaba regresar al período de paz, a su propia casa, con todos estos hombres, claro está, para poder rendir cuentas ante su conciencia. El 20 de octubre se produjo una gran batalla de tanques en el linde del pueblo, las tropas soviéticas rompieron la línea del frente y pasaron, y los condenados a trabajos forzados regresaron a sus hogares en noviembre. Cuando llegamos, ellos estaban ya enterados de lo que había ocurrido a sus familias; de oídas y por los periódicos de Nagyvárad supieron de las cámaras de gas. Lo único que no sabían seguro era si sus mujeres habían sido enviadas a las cámaras o a trabajar, pues eran mujeres más bien jóvenes y en buenas condiciones físicas; por tanto, existía una remota esperanza de que alguna de ellas viviera y de que sólo hubieran sucumbido los hijos. Sin embargo, no contaron con que la comandancia alemana del campo quiso llevar a cabo la operación de exterminio de la manera más lisa posible, procurando evitar al máximo las escenas ruidosas; había que resguardarse del mal ambiente. En resumen, que los niños no lloraban tanto ni se ponían tan histéricos cuando las madres se quedaban con ellos; entraban, obedientes y desnudos, a las duchas. Para que los niños no lloraran, preferían gasear también a mujeres jóvenes.
No fue fácil aceptar el cariño de esos señores. Estábamos rodeados de ciento y pico hombres viudos y sin hijos. Se mostraban amables, contentos de que estuviéramos con vida. Sin embargo, yo no podía evitar pensar que mi supervivencia les recordaba la muerte de los suyos. Uno me dijo:
—¿Sabes que vives en lugar de los otros?
Imre Székely, primo segundo de mi padre, nos mantenía. Era un hombre generoso, gruñón y taciturno, de hombros anchos y siempre muy erguido. En vano esperaba a que su esposa, la tía Lente, su hija Panni y su hijo Gyula volvieran de Auschwitz. Yo, en cambio, sí albergaba esperanzas. Sabía que mis padres habían ido a parar a Austria, donde la guerra continuaba. Mi tío Imre habitaba sólo dos habitaciones de su antigua casa; en su dormitorio dormíamos él y, en la cama de al lado, en el lugar de su mujer, yo.
Mi hermana y el ama de llaves pasaban la noche en la otra habitación. Mi tío Imre sufría de insomnio y fumaba mucho en la cama. Su encendedor, hecho con un casquillo de bala, se iluminaba con frecuencia. Miraba de reojo su cara, iluminada por la lumbre del cigarrillo. Una vez lloró, como lloran los hombres; el llanto acumulado en su pecho irrumpió por la garganta, se puso boca abajo, clavó la cara en la almohada y sus hombros empezaron a sacudirse; lloraba con un llanto descontrolado y apagado; mordía la almohada para que no lo oyera, y yo me hacía el dormido.
* * *
Volví a la escuela pública, a mi vieja clase. A la misma aula en que acabara de manera tan repentina el curso escolar en el mes de abril del año anterior. Los mismos maestros y los mismos niños. Sólo István no estaba a mi lado en el banco; se había quedado en Budapest. Ya no había clases de defensa nacional, de las que nos excluyeron en su día; era miembro de pleno derecho de la comunidad escolar. Tanto profesores como alumnos se mostraban un tanto turbados por mi presencia. El maestro me preguntó dónde quería sentarme. Como el sitio junto al pequeño Bárczi estaba libre, pedí sentarme a su lado. Fue él quien hacía menos de un año había dicho que a cada cerdo le llegaba su sanmartín y que nosotros, los judíos, lo íbamos a pasar fatal. Era un niño flaco y parlanchín, un poco el tonto de la clase, mal alumno y de familia pobre. El año anterior, el profesor de húngaro, geografía y gimnasia aún le daba bofetadas mientras lo tiraba del pelo, por ser así el efecto más contundente. Jugamos al fútbol con botones y compartimos el pan con manteca de cerdo.
—¿Dónde está tu padre? —preguntaban mis compañeros.
Yo sólo sabía que mis padres habían sido deportados. Los padres de algunos chicos de la clase habían caído en el frente, otros habían sido hechos prisioneros y quién sabe si vivían. Se rumoreaba que allá lejos tanto la población como los prisioneros pasaban hambre y que muchos hombres, debilitados, morían de frío. Yo no era el único huérfano. Nos acostumbramos los unos a los otros y no hablamos mucho de nuestras respectivas familias.
Nos deslizábamos sobre los tacones por los estanques helados, íbamos juntos a saquear tanques abandonados y coleccionábamos casquillos. De vez en cuando aparecían cascos, cinturones y cartucheras con cartuchos de balas dum-dum, de esas que estallan en el cuerpo y esparcen sus astillas puntiagudas de latón. Hacíamos agujeros en una tabla y metíamos los casquillos de latón, en cuyos tubos acabados en punta estaban las balas. Introducíamos clavos en las cápsulas fulminantes, les pegábamos con el martillo y las balas estallaban. La tabla con la docena de proyectiles parecía una ametralladora. Llamábamos katiuska al juego; había material en cantidad para jugar a katiuska y también había muchas cornejas en los campos, porque la cosecha había sido importante en 1944 y tenían para escarbar debajo de la nieve. El milagro fue que ninguno de nosotros se hizo daño.
El año anterior, uno de los maestros nos castigaba con solemnes peroratas antibolcheviques. Ahora no nos dirigía tales discursos, pero tampoco decía nada contra los alemanes. «Aún pueden volver gracias a ciertas armas fantásticas que poseen», confió el maestro a uno de sus alumnos preferidos. Cuando los rusos ocuparon Viena, pero no habían llegado a Berlín aún, el señor maestro pidió el ingreso en el Partido Comunista Húngaro. El verano anterior, los niños todavía se hacían muchas fantasías respecto a las armas milagrosas; chillaban en el patio, imitando a los bombarderos alemanes de vuelo en picado. A un chico de cuerpo macizo lo llamaban Tigris, como el tanque alemán. En la primavera de 1945, los alemanes habían pasado ya de moda. La imaginación de los niños estaba más fascinada con los gorros rojos de fieltro de los cosacos, con piel a los costados y una cruz dorada arriba.
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Esos cosacos eran como los niños traviesos, incapaces de estarse quietos. Aparecían con un montón de tocino, huevos y cebollas y pedían que se los friéramos. Comían, después bebían un vaso grande de vodka y, ñam, ñam, se engullían una cebolla; luego otro vaso de vodka y, ñam, ñam, otra cebolla; y así sucesivamente. Se emborrachaban y lloraban; a mi hermana hubo que sacarla a hurtadillas de la casa por una puerta lateral.
A Duci Mozsár, una chica guapa y robusta de apenas quince años, le ocurrió que estaba en la puerta de su vivienda y apareció, a toda pastilla, un sidecar. El cosaco sentado en el vehículo estiró el brazo para coger a Duci Mozsár, la agarró sin mediar palabra, la sentó a su lado y la moto se esfumó. Volvieron al cabo de un año. El sidecar entró como un rayo en el pueblo y el soldado sentado en la motocicleta dejó a Duci Mozsár delante de su casa, con un bebé y con una maleta. Luego desapareció como si nunca hubiera venido.
Todo un pelotón se abalanzó, por ejemplo, sobre una campesina, mientras dos soldados mantenían a raya al marido en el porche para que no armara revuelo. Y también hubo casos en que mataron a tiros tanto a la mujer como al esposo por oponer demasiada resistencia. Venían en camiones y traían y llevaban cosas; se podía trapichear con ellos y tratar de adivinar qué demonios querían. Uno de ellos sólo quería que miráramos un álbum de fotos que había encontrado en el barro helado; se lo llevó y desde entonces se dedica a contemplar a unos abuelos completamente desconocidos para él.
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Volví de Budapest a mi pueblo natal con la nostalgia herida. Había cosas de las que no se podía hablar. Aquel año de ausencia se interponía como un muro de silencio entre mis amigos cristianos y yo. Porque en aquel año, ellos siguieron siendo unos niños normales; yo, en cambio, ya no lo era.
«¿Por qué quiero a mi patria?». Ése era el título de una redacción de marzo de 1945. ¿Tenía que escribir que la quería? No era tan fácil, desde luego. Si no estaba equivocado, mi patria había querido matarme. Hay casos en que los padres quieren matar a sus hijos. Pero aunque mi patria no hubiera deseado matarme y sólo lo hubieran querido unos cuantos hombres, yo deseaba saber en qué se distinguía mi patria de la de quienes ordenaron y ejecutaron aquellos desmanes. Ellos también hablaban de la patria, y mucho. Si yo formo parte de la patria, también formará parte de ella todo cuanto ocurrió conmigo desde el fin de curso del año anterior. Sin embargo, no podía comentar estos hechos en mi redacción.
Yo estaba particularmente apegado a la idea de la patria, del hogar, de la tierra natal, al buen lugar en donde me hallaba seguro y de donde no podían expulsarme. Pero una vez que una persona ha vivido la experiencia de ser echado de su hogar y de que eso es posible, de que todo el mundo acepta ese hecho, es más, de que algunos incluso se alegran de ello, ya no se siente tan en casa como antes; algo se rompe y la relación no es ya tan ingenua e íntima como antaño. Después de un viaje de regreso de una semana de duración, mi hermana y yo queríamos familiarizarnos de nuevo con el pueblo del que nuestros padres habían sido deportados y en el que nuestra casa estaba vacía, y el 15 de marzo volvía a estar en la misma plaza en que, en los primeros cursos de primaria, con tanto agrado desfilaba vestido con mi uniforme escolar hasta la bandera nacional.
Había en aquella plaza una plataforma de piedra con una baranda; allí se ponía el orador y a su espalda se veía un palo en el que la bandera tricolor roja, blanca y verde ondeaba a media asta antes de la guerra, señalando así la triste circunstancia de que el país no estaba completo, de que le habían quitado tres cuartas partes de su territorio tras la Primera Guerra Mundial, y la decisión de que los colores nacionales no tremolaran en lo más alto hasta que no se recuperasen los territorios segregados. Nosotros llevábamos pantalón azul oscuro y camisa blanca. Recuerdo días primaverales tan radiantes que no pasábamos frío en mangas de camisa y pantalones cortos. Las columnas de las escuelas que desfilaban, la reformada, la católica y la judía, se ponían la una al lado de la otra en la plaza principal.
En mi infancia tampoco me gustaba que la bandera ondeara a media asta ni me parecía admisible que, cuando viajábamos a Nagyvárad a ver a mi abuelo y a la parte más importante y ramificada de mi familia, el tren se detuviera largo rato en la frontera después de Biharkeresztes; cambiaban los uniformes, se controlaban los pasaportes, iban y venían los aduaneros, y tan pronto como pasábamos por el puesto fronterizo aparecían unas fortalezas de hormigón, como si se preparara una guerra. Nagyvárad estaba a treinta kilómetros de Berettyóújfalu y a setecientos de Bucarest, de modo que era más mío que del rey rumano.
La tradición oral de la familia mencionaba numerosos nombres de ciudades; además de Berettyóújfalu, se hablaba de Brassó, Kolozsvár, Debrecen, Miskolc, Budapest, Pozsony, Viena, Karlsbad, Fiume, Heidelberg, Trier, Manchester, Nueva York. Parientes rabinos residían en esas lejanas metrópolis, pero el verdadero centro era Nagyvárad, con sus cafés, su teatro, los baños del río Körös, la ribera: desde el balcón de la casa de una de mis tías contemplaba yo los acontecimientos que se producían en la superficie del agua a través de unos binoculares de teatro.
Si Nagyvárad era el Sol, Berettyóújfalu, la capital del condado de Csonka-Bihar, era sin duda la Luna. Teníamos una prefectura y teníamos una cárcel del condado, teníamos un subprefecto y teníamos bailes asociados con programas literarios que se celebraban en la Casa Levente, organizados ora por el Casino de Señores, ora por la Asociación Israelita de Mujeres. En la escuela primaria aprendíamos primero la geografía de Berettyóújfalu y luego la del condado de Bihar; asombrados, decíamos que el país de Bihar tenía de todo, llanuras y montañas nevadas, ríos, bosques, minas y, en el centro, la moderna ciudad de Nagyvárad con sus ochocientos años de historia. Yo no sólo era patriota, sino un auténtico regionalista; celoso, comparaba qué municipio era el más metropolitano, si nuestro lugar de residencia, Berettyóújfalu, o la vecina capital de distrito, Derecske.
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En el discurso solemne del 15 de marzo de 1945 podían observarse ciertas variaciones respecto a años anteriores. Al mencionar el 15 de marzo de 1848, el orador no sólo se refirió a la guerra de liberación, sino también a una revolución. Mi postura en la clase se caracterizaba ya por una reservada y cortés distancia, y así se mantuvo a partir de entonces —aunque los motivos fuesen siempre diferentes— no diría que de forma incurable, pues no se trataba de una enfermedad. La comunidad que cantaba «oh, húngaro, sé inquebrantablemente leal a tu patria, que es tu cuna y será también tu tumba, que te cuidará y te tapará», esa comunidad que amaba tanto patetismo no podía esperar que mis compañeros de clase de la escuela primaria judía, muy presentes en mi estado de ánimo, cantaran estos versos, porque la patria no quiso cuidar ni tapar sus tumbas, pues los habían convertido en ceniza en una pequeña ciudad polaca. Habían convertido en ceniza a esos doscientos niños judíos en cuyo lugar yo vivía, si era cierto lo que me había dicho aquel padre sumido en su duelo.
La población aceptó casi sin comentarios el hecho de que se escoltara a los judíos camino de la deportación. Hubo quien hasta se burló de los ancianos que luchaban torpemente con los bagajes que trataban de cargar; y esos ancianos, vistos a la luz del fuego de los crematorios, resultaban realmente ridículos al creer que allí necesitarían esas pertenencias, la almohadita de toda la vida y la manta, cuando, de hecho, no se precisaba nada de todo eso para quemar sus cadáveres desnudos.
El que fueran embutidos en los vagones en la estación, así como la circunstancia de que sus casas quedaran vacías, fueron recibidos con la misma indiferencia, más o menos, que los partes de guerra o las llamadas a filas o la aparición de las fuerzas aéreas en el cielo del pueblo en una mañana de sol radiante. Se trataba de sucesos históricos sobre los cuales las personas carecían de poder. Era aceptación de la voluntad del destino, era apatía, miedo y quizá también alivio. «La ciudad quedó libre de judíos». Esta información daban los periódicos, utilizando el equivalente húngaro del adjetivo alemán judenrein. La mayoría consideraba que ya tenía bastantes dificultades, los maridos y los hijos estaban en el frente, llegaban noticias luctuosas, había que ocuparse de la cosecha y a esto se añadía el problema de que las tiendas a las que normalmente se acudía a comprar estaban ahora cerradas, sus persianas bajadas y precintadas. Ya las entregarían a alguien. Y hubo también quienes pensaban que ya se quedarían ellos con esas casas, con esas tiendas, que a sus hijas también les gustaba tocar el piano y que a sus hijos les venían bien esas camas de latón. Ya utilizarán los nuestros, pensaban, el armario con la ropa interior y la ropa de cama. Todas las propiedades encontraron su sitio y consiguieron nuevos dueños. De nuestra casa desapareció casi absolutamente todo a raíz de las entradas y salidas de diversas comandancias militares.
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Pasé mucho frío en aquellos primeros días de la primavera de 1945 en Berettyóújfalu; oscurecía temprano, y yo leía a la luz de una vela en un cuarto grande sin calefacción. Una lámpara de petróleo iluminaba la cocina; el ama de llaves, una mujer gorda, esposa de un transportista, pelaba patatas y mondaba guisantes sentada no lejos del hogar. Su hijo, de más de tres años de edad, le decía: «mamá, tengo hambre», y la criada sacaba entonces su enorme y colgante pecho y el niño mamaba de pie. O se ponía él sobre un taburete o la madre se inclinaba un poco hacia delante. La habitación olía ligeramente a estufa y a cama; me apoyaba en el alféizar; oscurecía temprano. Mi hermana Éva se quedaba largo rato en la cocina; yo prefería dar vueltas. Nada era de verdad; estábamos en Berettyóújfalu y, sin embargo, no estábamos en casa.
Pasaba todos los días por delante de las persianas bajadas de la ferretería de mi padre; cualquiera podía entrar por el lateral y subir a la vivienda; podía pisotear la basura, pero sin encontrar ya nada interesante. A veces entraba en el patio, subía por la escalera a la primera planta, recorría las habitaciones vacías y miraba desde arriba los carros que circulaban por la calle principal. Una pareja estaba sentada, muy recta, en el pescante; ambos llevaban gorros de piel.
Deambulaba por los cuartos con el abrigo de invierno puesto; un olor gélido y seco a excrementos se expandía desde el baño; en el suelo, en medio de la gruesa capa de basura, yacían también las redacciones que habían merecido los elogios de los maestros; allí estaban también las hojas sueltas de los álbumes de fotos, los veraneos en los Cárpatos transilvanos, en las montañas de Máramaros y los tíos y los primos muertos en las cámaras de gas. Yo no levantaba nada del suelo, y cuando lo hacía, a pesar de todo, lo devolvía a su sitio. El abrigo del año anterior no me quedaba ni corto ni estrecho, no había crecido ni un centímetro desde entonces, es más, tal vez había encogido. Pasmado, miraba mi rostro en el espejo que había quedado intacto, permanecía sobre ese montón humillado, en medio de esa burla de la nostalgia, y le guiñaba el ojo a ese personajillo que sí, en efecto, había logrado volver a casa.
Una mujer llamó entonces mi atención, el cuerpo desnudo de una mujer, un maniquí de escaparate. Era una mujer, evidentemente, con sus pechos; hasta le habían dibujado el vello púbico con un lápiz de tinta. Le habían sacado los ojos a puñaladas y todo el cuerpo estaba acribillado a balazos. Si la veían como una mujer, ¿por qué le dispararon? En eso oí ruidos a mis espaldas; eran unos niños gitanos que me espiaban por si buscaba y encontraba algo, porque en ese caso yo podía mostrarles una pista.
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Iba y venía por la calle principal en esas mañanas de finales de invierno. A veces me invitaban a pasar a alguna tienda. Era un mes de marzo desabrido, barroso, frío y gris. Temíamos suponer un estorbo, pero al mismo tiempo nos parecía normal estar allí donde estábamos y que alguien nos diera de comer. Nos volvimos taciturnos, no podíamos hacernos ilusiones, y eso que nos hallábamos a un paso de nuestra casa. Antes sentíamos nostalgia, deseo de regresar: algún día nosotros seríamos los adultos. Una vez allí, sin embargo, los sueños se empobrecieron; seguíamos siendo niños. El viento levantaba en remolinos las cartas de la familia en mi antiguo cuarto y las hojas del libro de plegarias en el templo.
Percibíamos nuestra debilidad, no éramos capaces de limpiar tanta porquería, no podíamos empezar una nueva vida. Allí donde vivíamos hacía frío en el cuarto y había ruido en la cocina, y en el pueblo no había ni una biblioteca. Como antaño en la tienda de mi padre, permanecía ocioso en las pequeñas y casi vacías tiendas de los judíos que acababan de regresar de los trabajos forzados. Se juntaban dos o tres, uno compraba, el otro vendía, eran amigos desde la época de los campos, habían perdido todos a sus familias y no sabían hacer otra cosa. Por aquellas fechas aún se podía conseguir azúcar moreno, franela y azadas a cambio de dinero; después, sólo a cambio de huevos y harina; aun así, la puerta se abría y entraban los clientes. Los jóvenes viudos volvían a mirar a las mujeres; les llamaban la atención aquellas que iban regresando poco a poco y en escaso número de los campos de deportación o las cristianas que se encontraban en la localidad, antiguas mecanógrafas, institutrices, amas de llaves; y aunque la esposa había muerto asesinada, tal vez había sobrevivido una hermana de ella. Al final, una mujer se introducía en la casa y también en la cama y a finales del año o en la primavera siguiente ya podía nacer algún hijo. La ausencia de la familia originaria no suponía ya una pesadilla, sino una realidad que desazonaba. Si todo iba bien, el luto por los difuntos se podía vivir junto a la nueva mujer y a los nuevos hijos, más con el silencio que con la palabra.
Los condenados a trabajos forzados que regresaron a casa se fueron recuperando paulatinamente. Tenían artículos para vender en sus tiendas y equipaban sus casas, que eran ocupadas por familias, pero en 1950 el poder popular nacionalizó el negocio, el taller, la casa, todo. Se veía venir. Fue el segundo golpe que hizo desaparecer la comunidad judía de Berettyóújfalu. Adelantándose a este vuelco, algunos de los hombres escribieron en 1949 «Ahora vuelvo» en las puertas de sus tiendas y talleres, enfilaron hacia la entrada del pueblo y allí se subieron a un camión. El zapatero Jankó Kertész también se marchó, a Israel, y continuó en Naharia sus deliciosos relatos sentado sobre un taburete de tres patas; narraba en húngaro, su idioma y el de sus clientes. Él también había perdido a su esposa y a dos hijos.
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En noviembre de 1944, después de que las tropas soviéticas ocuparan Berettyóújfalu e instalaran su comandancia en el juzgado del distrito, eligieron presidente de la junta nacional local al hombre más fuerte del pueblo, el herrero Balogh. En 1919 había presidido el directorio durante las pocas semanas de vida de la República de Consejos en Hungría. En situaciones excepcionales se confiaba en él. Y eso que no era nada simpático, sino más bien un hombre gruñón y siempre insatisfecho. Tampoco era guapo; tenía la cara plagada de pequeñas cicatrices negras, huellas de las chispas. Llevaba unas botas negras y unos pantalones de paño anchos y pringados de aceite; y sus manazas tenían las uñas también negras. El herrero Balogh acudió a la comandancia a denunciar a un soldado soviético ante el coronel, un tipo panzudo. El soldado saqueaba más de la cuenta. Robó un ganso en una granja y se lo llevó a la vecina para que se lo preparara, pero de paso se quedó también con un edredón con el propósito de cambiarlo por aguardiente. Trajinaba en anárquicos fardos su botín; se llevaba un cerdo de la granja de un campesino rico y se lo daba a un campesino pobre; el hombre hacía justicia, aunque, eso sí, nunca salía perdiendo.
El comandante agarró al delincuente delante del herrero y lo puso frente a la puerta que daba a la carbonera del sótano. Tomó carrerilla y, aunque era panzón, le dio una patada tan hábil en el trasero que el condenado rodó escaleras abajo a las honduras. De lo que sucedió después ya no hubo testigos, pero me enteré de que el soldado castigado pasó unos cuantos días sólo a agua y que, cuando se moría ya de hambre, el coronel lo llamó:
—¿Te arrepientes de tu delito?
¡Y tanto! Claro que se arrepentía. A partir de entonces se le permitió comer. El comandante, un hombre regordete y siempre preocupado, parecía desaliñado a pesar de su uniforme de coronel. Iba en el asiento trasero de un Mercedes negro de formas rectangulares que habían requisado a los alemanes. Se llevaba bastante bien con el herrero, pero sus superiores no tanto. En el otoño de 1919, los gendarmes ya habían apaleado al herrero Balogh; aun así, siguió siendo el hombre más fuerte del pueblo. En 1945 volvió a mostrarse testarudo; como no se entendía con las autoridades de más arriba, regresó a su taller. En 1956 fue también él quien encabezó el desfile con la bandera nacional y fue nombrado presidente del comité revolucionario. Cuando volvieron los del régimen anterior, algunos campesinos del extremo del pueblo, borrachos y depravados, vestidos con cazadoras y contentos de disponer ahora de armas, se llevaron al herrero y lo molieron a palos. Murió al poco tiempo.
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Mi hermana y yo nos quedamos un mes más en Berettyóújfalu. No recuerdo cómo nos comunicaron que pronto iríamos a Nagyvárad y que viajaríamos en un camión ruso, ya que László Kún, un primo mío que vivía en Bucarest, hijo de Sarolta, la hermana más querida de mi padre, vendría a buscarnos a Nagyvárad y nos llevaría consigo. No nos preguntaron mucho si queríamos o no, pero como la decisión la habían tomado los amigos de mi padre, lo lógico era que fuéramos a donde nos pudiesen mantener de una forma estable. Mi primo, por aquel entonces fabricante de textiles y comerciante en Bucarest, se ocupó de colocarnos mientras él venía a buscarnos. Fueron varios los que nos acompañaron al camión de color verde grisáceo, un Studebaker, si mal no recuerdo, cubierto con una lona y provisto de bancos con el fin de utilizarlo para el transporte de personas. Yo no sabía dónde poner los pies, pues el vehículo llevaba también diversos fardos; el mercado negro funcionaba por aquellas fechas. Al lado del conductor iba sentado un sargento mayor que había aprendido los idiomas de todos los países por los que habían pasado las tropas soviéticas en su avance y que enseguida encontró su sitio en el comercio local. A mí me vendió un gorro de cosaco y un puñal a cambio de un reloj despertador. Tiempo después fue a verme al internado de Debrecen para preguntarme si quería volver en su todoterreno a Berettyóújfalu a pasar unas breves vacaciones. El coche abarrotado se sacudía, mis piernas colgaban afuera, aún recuerdo a aquel sonriente sargento mayor. Ahora, a comienzos de abril, en un día que más o menos coincidía con el de mi duodécimo aniversario, espiaba por debajo de la lona y veía lucir el sol y verdear los prados. A cambio de dinero, los soldados estaban dispuestos a pasar a la gente de un lado al otro de la frontera. Ésta todavía no existía de verdad; en otoño, Nagyvárad y Berettyóújfalu aún habían pertenecido a un solo país, es más, a un solo condado, pero ahora estaban separados. Ni Bucarest ni Budapest mandaban allí en aquella primavera, sino únicamente los rusos y las autoridades locales, que siempre aparecían de alguna manera.
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En Nagyvárad, alguien nos acompañó a mi hermana y a mí a una dirección. Vivían allí unas señoras regordetas; su atención estaba centrada en el cuidado de un bebé, y mi hermana se sumó encantada a esa tarea. Yo me entregué a una agradable soledad, me asignaron un alojamiento un piso más arriba, en la vivienda de un hombre que había estado en un campo de trabajos forzados, que acababa de regresar, que había sido abogado y que ahora ejercía de procurador; hacía gestiones oficiales; él también había perdido a su familia. No dormía en casa, yo podía usar aquel amplio piso para mí y sentarme en el balcón que daba al río Körös; en el armario había bebidas, y probé más de una. Estábamos en primavera, hacía buen tiempo, contemplaba aquel río de aguas rápidas, que lo engullía todo igual que mis barquitos de papel. Allí me ocurrió por primera vez que me desperté solo en una vivienda iluminada por el sol, me quedé en el balcón con un libro entre las manos y me sumí en la plenitud del instante, en esa luz de abril que parecía quieta y que yo deseaba retener para que nada la perturbara.
La infancia posee momentos inspirados en que sabemos incluso lo que no sabemos, aunque no nos sirva de nada; bastante alegría nos proporciona estar allí, recorrer la orilla del río, pasear ante los escaparates de la calle principal o bajo las arcadas de la canonjía.
La casa de mi abuelo: busco los olores, busco una cómoda, busco un nogal, busco un aparador cubierto con un mantel de encaje y las figuritas de porcelana en aquella vitrina que puede romperse con un simple culatazo. Los jardines interiores me recuerdan las cenas del pasado en el cenador. La vida bella no sólo necesita bienestar, sino también una sensación de levedad y sobre todo sobrevivir. El caldo de carne, el café y el puro tienen su razón de ser. Había una vida en que cada cosa poseía su tiempo y su lugar; así como las camisas planchadas se apilan hermosamente la una sobre la otra, así también se van superponiendo los quehaceres, el tiempo de abrir las cartas y de escribirlas, el tiempo del Neue Zürcher Zeitung y del Pester Lloyd, de los periódicos capitalinos y provincianos, de los gubernamentales y de los opositores, el tiempo de la modorra y del café, del paseo y del teatro. Había una vida en que nuestros abuelos no tenían ningún motivo para no colgar la chaqueta siempre en la misma percha y ponerse luego sobre el chaleco esa chaqueta de piel de camello de andar por casa.
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En aquella época, a finales de los años treinta, cuando ya podía prestar atención a las palabras de los adultos, había cosas de que hablar en torno a una mesa. Los hijos rebeldes de padres burgueses no viajaban a Viena o a Abbazia, sino a París o a Londres. No viajaban a Moscú. De Berlín se marchaban. Se manifestaban con impaciencia alrededor de la mesa. Comían con cubiertos de plata lo que la criada (o, en las casas más modestas, la cocinera) traía cuando sonaba en la cocina el timbre, cuyo pulsador estaba montado en la mesa (o colgaba, en las casas más modestas, sobre la mesa), y que señalaba que ya podía entrar, llevarse los platos sucios y traer el siguiente guiso.
Una silenciosa permanencia parecía manifestarse en la dieta semanal, así como en las cofias almidonadas que el personal llevaba sobre la frente, aunque los rostros cambiaran, pasaran de Juliska a Piroska, de Erzsi a Irma, de Regina a Vilma; eso sí, la preparación de los platos y el modo de servirlos apenas variaban. A los jóvenes les costaba explicar de forma racional qué les parecía intolerable en ello, puesto que tanto Juliska como Vilma y todas las demás estaban satisfechas. Se casaban bien, con una dote, y los jóvenes tampoco podían responder a la pregunta de qué extrañas condiciones querían imponer no sólo a ellos mismos, sino también a los demás. Hablaban sin orden ni concierto, y algún heredero mantenido llegó incluso a romper apasionadamente una lanza por la institución del concubinato.
Todo eso, sin embargo, pertenecía al pasado. Embutido en mi abrigo en el balcón, contemplaba el río Körös, viendo la espuma arremolinarse sobre las piedras; corría agua a raudales, pero sin llegar a inundar nada. Me creció el pelo, evitaba ir a la peluquería, vi tres veces la película Seis horas después de la guerra en el cine, observaba a los internados y entre ellos a una inolvidable estrella del fútbol, un volante izquierdo: iban todos los días a realizar trabajos de desescombro escoltados por un policía que llevaba un rifle y un abigarrado uniforme. Después de pasar el tiempo debido entre las señoras regordetas que rodeaban al bebé en la primera planta, subía a mi piso, donde me esperaban unos cuantos libros. Cerraba los ojos y trataba de escuchar el rumor del río. Aferrando los brazos de la silla, balanceaba la cabeza hacia delante y hacia atrás hasta marearme, todo con tal de no pensar en nada.
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El mes transcurrió rápidamente, aunque tuvo sus momentos oscuros. Uno de éstos fue la oficina de acogida de los deportados, adonde acudía algunas veces por la mañana. A finales de abril y principios de mayo, algunos campos habían sido ya liberados. Llegaban hombres y mujeres con trajes de rayas; la mayoría, sin embargo, llevaba ropa ecléctica, en parte de rayas, en parte no. Eran delgados, su voz emergía desde la profundidad de un pozo; sonaba como si hablaran a través de una gruesa roca. Espiaban alrededor como si desde cualquier lado pudiera caerles un golpe. Los usuarios de la oficina, esto es, los deportados, se amontonaban en un gran vestíbulo. Detrás de las ventanillas, los funcionarios daban, sobre la base de algún registro, cierta información sobre quién estaba vivo y quién no. Además, proporcionaban ropa de calle. Algunos se marchaban con el traje de rayas en la mano; otros lo dejaban, reacios a recordarlo nunca más.
Pregunté a una señora poco amable sentada detrás de la ventanilla si sabía algo sobre mis padres. No sabía nada. Le dejé nuestra dirección. Me senté en una silla de aquel vestíbulo y esperé a que llegaran, porque era allí donde cambiarían los trajes de rayas por los de calle y recibirían también algo de dinero e información sobre nuestro paradero. ¿Adónde podían ir sino al lugar en que nos encontrábamos nosotros? Mi madre, oriunda de Nagyvárad, había de llegar lógicamente a Nagyvárad; como todo el mundo, había de regresar a su ciudad natal, desde donde su familia viajó a las cámaras de gas, sus hermanas, los hijos de éstas y los nietos. Alguien podía volver, aunque no los niños, ellos no, de ninguna manera.
Intenté imaginar cómo entrarían mis padres, cómo se acercarían a la ventanilla, cómo preguntarían por nosotros, cómo me aproximaría a ellos por la espalda y los tocaría. Me inquietaba saber si habían cambiado mucho o no, si nos resultaría fácil reconocernos o no. Los retornados mostraban fotografías de personas que miraban el mundo con cándida simplicidad. Ellos, en cambio, se habían curtido; aquel año grabó en ellos la conciencia de la muerte y del duelo, hasta en los más comunes y corrientes. Había quien se sentaba a mi lado y me animaba; si mis padres no habían ido a parar a Auschwitz, sino a Austria, tenían más probabilidades de sobrevivir, pero no se podía saber nada seguro. Yo debía confiar en que mis padres siguieran en poder de los alemanes, es decir, en que vivieran en peligro continuo de muerte, pues peor era imaginar que los habían llevado a Auschwitz.
Sabía lo que había ocurrido allí. Yo era el único niño en aquel local. No sobrevivió ningún niño judío de Nagyvárad y sus alrededores. También pregunté por las cámaras de gas; estábamos sentados en un banco, y las mujeres contaban que los prisioneros judíos polacos arrancaban a los niños de las manos de sus madres y los entregaban a una abuela o a otra anciana. Querían salvar a las mujeres para que no tuvieran que acompañar a sus hijos a las cámaras de gas por indicación del doctor Mengele. El médico debía de odiar particularmente a los niños, pues condenaba a la muerte por gas incluso a mujeres jóvenes capaces de trabajar si llevaban de la mano a un niño. El pequeño había de morir de inmediato y sin remisión. El doctor enviaba a la derecha al niño y a todas las personas con las cuales tenía un contacto físico; daba una palmada con las manos como cuando un mosquito zumba delante de uno en la terraza en verano. No consideraba niños a mis coetáneos, sino seres dañinos. Veía las caras de las criaturas y, sin embargo, nos las veía: tenía velos en los ojos de tanta palabra. Oficial del ejército, arrogante e inteligente, cumplía las órdenes a rajatabla. Si la tarea consistía en no dejar a nadie con vida, no cabían las consideraciones individuales, cada niño judío era parte de esa cantidad a exterminar. No importaba cómo eran, sólo su condición de judíos. Decían que el doctor era un joven bien parecido y vanidoso: nada especial. Probablemente, le interesaba más su carrera científica que esas cobayas antropomorfas, entre las cuales necesitaba a los gemelos, puesto que el Führer se habría alegrado de recibir como regalo un descubrimiento médico que propiciara que las madres germanas o, más bien, sólo las alemanas parieran gemelos; de este modo se impediría la proliferación de otros, hasta el punto que la propia administración se encargaría de eliminarlos. Al cabo de un tiempo, los prolíficos alemanes llenarían Europa. Aumentarían su número exponencialmente siempre y cuando las patrióticas madres alemanas dispuestas dieran a luz a gemelos de forma sistemática. Yo esperaba allí sentado, solo; había padres que ni siquiera me miraban y otros que sí me miraban y se echaban a llorar; había quienes querían darme algo, pero yo no aceptaba nada; una mujer me sacudió y también empezó a sollozar. Era demasiado para mí; allí estaba mi dirección; ya me encontrarían mis padres si querían, si llegaban. No volví a la vieja oficina de los deportados.
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No hace mucho me visitó un amigo de Berettyóújfalu, el escritor Tibor Tardos. Tenía ya setenta y ocho años; para mí siempre fue el grande, el personaje legendario, cuyo padre, el abogado doctor Henrik Tardos, era amigo del mío. Recuerdo perfectamente la calva del señor Henrik; murió de diabetes a la edad que yo tengo ahora. Abogado clarividente, envió a París a su hijo Tibor, que prefería a las mujeres y el tenis a los estudios, aunque en el fondo quería ser escritor. Tibor no se interesaba particularmente por la política, o sea, que por sí solo no se habría dado cuenta de que convenía marcharse, pero a partir de 1938, es decir, después de Múnich, el señor Henrik comprendió con claridad que los aliados no defenderían Europa del Este ante Hitler, de manera que nuestro destino estaba sellado. Era un hombre alto, afable, atractivo, realista, un tanto cínico, esto es, no se creía las retóricas, sabía qué intereses escondían las acciones y las palabras. Fue a ver al médico jefe del ejército y le regaló una cigarrera de oro. Tibor resultó exento del servicio militar y así pudo viajar a París. Escribió libros surrealistas en francés. El señor Henrik me los mostraba con orgullo, aunque no entendía ni una palabra de lo que decían. Cuando enviaba algún telegrama a su hijo, mi madre se lo traducía al francés, puesto que en el círculo de amigos sólo ella lo chapurreaba. Después de la guerra, estaba yo ante su biblioteca y veía al señor Henrik sacar los libritos de tapa blanda de Tibor de los estantes como si fuesen reliquias. Yo también los veía así.
Era un buen pueblo, decía ahora Tibor, cuando había alcanzado ya cierta edad. La gente convivía en paz hasta que llegaron esas locuras alemanas. Existía cierto orden. En el cine del padre de nuestro amigo Karcsi Makk, los palcos situados a la izquierda habían sido adjudicados a los burgueses judíos y los de la derecha a los señores cristianos. Se quitaban el sombrero, se saludaban los unos a los otros con sentimientos diversos, separados hasta cierto punto, pero en la misma sala. Delante estaban los jóvenes campesinos y en la primera fila los niños gitanos. Tanto en el cine Makk como en el teatro cinematográfico Apolo se reunían los domingos por la tarde todos los estamentos del pueblo.
No había que incitar a trabajar a la generación de nuestros padres. Llevaban la diligencia en la sangre, aunque también había entre ellos algunas caricaturas que se dedicaban a cazar, a jugar a las cartas y a beber con los aristócratas, porque los burgueses judíos no cazaban, aunque, eso sí, tenían sus propias pistas de tenis, al lado de las pistas de los señores cristianos. Los burgueses judíos contrataban a institutrices alemanas para sus hijos y, en la medida de lo posible, también les enseñaban francés o inglés. En cuanto a la amistad, sabían distinguirla de los intereses. El señor Henrik, por ejemplo, era abogado y portavoz de la comunidad judía de Berettyóújfalu en un litigio con mi padre; la comunidad pedía que mi padre quitara un metro de su casa de dos plantas recién reconstruida porque, según ellos, el borde izquierdo del terreno invadía un metro perteneciente a un camino que conducía a la sinagoga situada detrás de nuestro jardín, infringiendo así un derecho y estrechando un paso que de todas maneras tenía tres metros de ancho y que yo contemplaba todos los viernes por la tarde desde el balcón de la primera planta. Los hombres tocados con sombreros negros iban de tres en tres, llevaban, enrollado, el manto de plegarias bajo el brazo y el libro de plegarias en la mano; conversaban animadamente y era obvio que cabían en aquel camino. Sin embargo, los dirigentes de la comunidad, aunque amigos y compañeros de clase de mi padre, idearon esa demanda judicial y se mostraron implacables; tal vez los irritaba la edificación de dos plantas en la calle principal, la única además de la casa de la comunidad, porque los municipios de la llanura húngara se expandían a lo ancho, todo se estiraba en horizontal hacia la lejanía, la imaginación se deslizaba por la planicie; castigaban, pues, la rebelión vertical de mi padre y llevaron el proceso hasta las más altas instancias. Mi padre ganó, pero el juicio no perturbó en absoluto la amistad y ni siquiera se mencionaba en las reuniones de los domingos por la tarde, siempre acompañadas de café, pasteles y licores.
Me extrañó que Tibor no conociera de verdad la historia de su padre. Sabía que lo habían deportado a Austria, pero no que la Gestapo había detenido al señor Henrik con mi padre y con uno de los hermanos Kepes. Al otro Kepes se lo llevaron a Auschwitz, pero volvió con el número tatuado en el brazo. Eran hombres fuertes, altos y robustos, no muy cultos, pero inteligentes, decididos, curtidos, generosos y respetuosos; uno comerciaba con madera, el otro con vinos y aguardientes; formaron a sus hijos, que acabaron como diplomados, y siguieron siendo, al igual que el señor Henrik, burgueses de Berettyóújfalu. Sus esposas fueron a parar a Auschwitz y murieron; a uno de ellos le mataron también a su hija. Eran muchachas guapas y cultas, como la hija del doctor Spernáth. El hijo de éste era un joven fornido. Todavía vive; a raíz de ciertos documentos sobrevivió a la guerra como oficial de la Wehrmacht; a sus padres los asesinaron en Auschwitz.
Los judíos de Berettyóújfalu tenían buenos motivos para interesarse por la política y salvar como fuera a sus hijos, pero no se marcharon, pues estaban bien donde estaban. Levantaron sus casas, sus biografías, su lugar en la sociedad; tenían las miradas de los otros clavadas en ellos; se cubrían de honor o de vergüenza. Se podía confiar en la leña, en el vino, en el eje para carros o en la lona, todas mercancías de buena calidad que vendían en sus tiendas o establecimientos. Mi hijo Miklós se burlaba de mí cuando yo preguntaba al comprar unos zapatos: «Y dígame, buen hombre, ¿son muelles?». Tal vez se daba cuenta de que estaba citando a mi padre, pero yo sonreía para mis adentros, porque mi capacidad de juicio había dado ya cumplida respuesta a la pregunta.
Mis padres retornaron a finales de mayo de 1945 de un campo austríaco. Limpiaron la casa y volvieron a poner en marcha la ferretería. No había que darle vueltas; a mi padre ni se le pasaba por la cabeza la idea de no seguir allí donde lo había dejado. Primero fueron sólo cuatro estantes, luego seis, después doce; la tienda se fue llenando de mercancías; había que ocuparse de cinco niños.
Como soy un superviviente, debo la máxima gratitud a la providencia, que no quiero imaginar como un mero azar. Pero de ahí viene también mi sentimiento contrario a todas las ilusiones relativas a una merced providencial, pues si quiso el señor del destino que yo quedara con vida, ¿por qué no quiso también que sobrevivieran los otros niños, que no eran en absoluto más culpables que yo? No podía ser tan derrochador como para entregar a la muerte a Vera, Gyuri, Kati, Jutka, Baba, Jancsi, Gabi, Ica, a la tía Sarolta, al tío Dolfi, a la tía Giza, al tío Náci, a la tía Ilonka, al tío Pista, a la tía Margit, al tío Béla, al tío Gyula y a tantos otros.
En el lugar de la infancia quedó la ausencia, una historia sin expresar y tal vez inexpresable. Ahora, dos generaciones más tarde, ha aparecido cierta disposición a conservar la memoria de los antiguos habitantes judíos de Berettyóújfalu. En la actualidad, el templo es un almacén de productos de ferretería; se habló de convertirlo en un auditorio de música, pero no ocurrió. Los judíos que acuden a visitar la ciudad no suelen omitir una visita a Annus Lisztes, la mujer de ochenta y tantos años, inteligente y original, que vive en la casa del rabino de antaño. «Ven más a menudo, al fin y al cabo, eres de aquí», me dijo el verano pasado tras un encuentro entre el escritor y sus lectores en la Casa Levente.
* * *
En agosto de 1946 recibimos por teléfono desde Biharkeresztes, la estación fronteriza, la noticia de que István y Pál estaban allí, procedentes de Kolozsvár, ciudad que volvía a pertenecer a Rumanía; nos pedían que fuéramos a buscarlos. Dos huérfanos que iban desde la casa de la tía en Kolozsvár a la del tío en Berettyóújfalu. Mis padres se encontraban precisamente de vacaciones en Hajdúszoboszló y mi padre me había confiado la tienda. Fui a ver a un transportista amigo; me dijo que estaba cansado, que él ya no iba a ningún sitio, pero que sus caballos y su carro sí estaban dispuestos, si los conducía yo. Era una oferta un tanto chocante, como si hoy en día dejaran a un muchacho de trece años conducir un coche. Hasta ese momento sólo había podido sujetar las riendas con un cochero a mi lado. El cochero enganchó las caballerías al carruaje, me subí, tiré de las riendas y me sentí todo un hombre. Podría haber ido por el camino viejo, pero preferí el nuevo para pasar por el pueblo y que me vieran.
La luz del sol se había retirado ya de los campos de trigo, el paisaje se fue enfriando, y cuando llegué a Biharkeresztes, todo era de un azul oscuro y solemne. Me habría gustado abrazar a István, pero él se limitó a tenderme la mano. Estábamos al lado del carro, y yo murmuré algo referente a los caballos. Él venía de una ciudad de verdad; en el chalé de su tío se reunía la crema de la intelectualidad húngara de Transilvania. Todo cuanto yo podía contar se reducía a simples anécdotas provincianas.
—¿Cómo va la estabilización en vuestra zona? —preguntó István, empeñado en no limitarse a Berettyóújfalu y en pasar a un plano más elevado. Se refería a la reforma monetaria. Me sentí orgulloso de poder contestarle y triste porque el viaje en carro no le interesaba.
—Es lenta y te sacude —dije.
Era evidente. Di de beber a los caballos en un pozo con cigoñal. Se limitó a mirar de reojo mis maniobras. Me referí al templo judío de nuestra localidad y le conté que tenía los cristales rotos y que las hojas arrancadas de los libros de plegarias revoloteaban impulsadas por las corrientes de aire. Tanto los alemanes como los rusos habían alojado allí a los caballos. István se limitaba a silbar. Había dado la espalda al judaísmo; éste había sido arrasado por la historia. Mencioné al tío Béla, pero eso irritó a István. Yo tenía a mis padres; él, en cambio, se había quedado huérfano. Sin los padres, ya no tenía motivos para aceptar la realidad burguesa. Dijo que se había vuelto comunista; si su padre hubiera estado vivo, habría sido su enemigo, pero, como estaba muerto, le resultaba más fácil pensar en él.
Había leído varias veces Fundamentos del leninismo de Stalin y había empezado la lectura de El capital. Yo no había hecho nada aún en este campo. István pegaba octavillas de los comunistas en las paredes; yo no pegaba nada. Fui a los actos electorales de los partidos; lo único que me gustaba era su cantidad; me gustaban los comunistas por comunistas; los pequeños propietarios, por pequeños propietarios. István ingresó en el Partido Comunista Húngaro a los trece años. A los quince ya era funcionario del partido como profesor remunerado de marxismo; explicaba El capital a adultos. A los veinte lo expulsaron del partido y de la universidad por un escrito suyo y a los veintitrés desempeñó un importante papel durante la revolución de 1956 en Győr. Cuando llegaron los tanques soviéticos, su jefe y amigo, Attila Szigethy, un hombre ya mayor, le dijo que cruzara la frontera, se marchara del país y estudiara. El propio Szigethy esperó tranquilamente a que lo detuvieran y al cabo de un tiempo cayó por la ventana de la tercera planta de la sede de la policía política al suelo de hormigón del patio. Yo no ingresé en el partido ni creí en la necesidad de abandonar el país después de 1956.
István tenía una mente más teórica que la mía y una ética más sensible y radical. Él era un revolucionario; yo, en cambio, dependiendo de las circunstancias, era más bien un conservador, pues prefiero dejar las cosas como están. Mi manera de ver el mundo era ecléctica; no me atenía a ninguna doctrina que pudiera estudiarse. Audacia y cautela; al día siguiente rectifico mis exageraciones. Todo cuanto decía István poseía una estructura y un contenido llenos de ingenio. Cuando le gustaba alguna de mis reacciones impulsivas, chasqueaba la lengua. Formulaba el núcleo de los problemas como si hablara para sus adentros:
—Esta revolución —me dijo a finales de octubre de 1956, mientras permanecíamos en un camión de la guardia nacional estudiantil apuntando con nuestras ametralladoras— no va sólo contra Stalin. Tampoco necesita a Lenin.
A mí esa aseveración no me inmutó. Por aquel entonces, István ya había sido expulsado del partido y, basándose en el análisis de los datos de pequeñas fichas de la oficina de planificación, así como en sus experiencias en provincias, había dado definitivamente la espalda también al comunismo después de considerar todos los pros y los contras.
—La única ventaja de la emigración —me escribió en una carta desde Oxford— es que aquí ha llegado por vez primera a mis manos la obra de Kierkegaard.
La situación creada después de la derrota de la revolución, es decir, la de un comunismo un poquito menos comunista y un poquito más burgués, carecía de estilo, a juicio de István. ¿Por eso iba a sentir nostalgia? Si no hubiera emigrado, lo habrían ahorcado. No era seguro, pero posible. Si yo necesitaba ese mejunje, allá yo, me escribía: ¡a disfrutarlo!
István se sabía casi de memoria los tres tomos de El capital, pero el capital en sí, con su original pompa, lo dejaba más bien frío. Una mañana de marzo de 1960 encontraron a István, aspirante a doctor del Trinity College, muerto en su cama. Murió por asfixia debido a un escape de gas, las huellas apuntaban a un suicidio, aunque no dejó ni una carta de despedida. Esa noche, István volvió de la fiesta de cumpleaños de su hermano Pál a su habitación de realquilado, pues se había marchado del College, que consideraba un sanatorio con paredes de goma. La casera llamó a la policía. Lo enterraron en Oxford. El Esti Hírlap de Budapest publicó la noticia de su muerte en una breve nota en la última página. No hace mucho alguien afirmó que, según fuentes fidedignas, a István «lo habían suicidado». Era el mejor elemento de la joven emigración húngara de 1956: tal vez ocurrió por eso, si era cierta la información, de la que la persona que la dio luego se desdijo. Pál, el hermano de István, trató de averiguar algo más al respecto, pero la fuente enmudeció.
* * *
En los años setenta viajé a Berettyóújfalu con mis hijos y con un sobrino estadounidense, Tony, hijo de Pál. Nos abrimos camino hacia las tumbas de nuestras familias, pasando por la maleza, que nos llegaba al hombro. Tony exclamó:
—Jesus Christ, I’m standing on my grandmother!
Estaba de pie sobre la lápida de mármol blanco de la tía Mariska. A mi hija Dorka le aburrían las tumbas; prefería ir a nadar. Bajamos hasta el Berettyó, el agua olía a mierda de cerdo; alguna de las granjas colectivas vertía allí las aguas residuales.
Nos paseamos por el pueblo. En la calle principal, las casas burguesas de una sola planta —las de los judíos desaparecidos— seguían en pie, grises y desconchadas. Bebí aguardiente en el bar de la estación. Todo se mantenía igual que hacía cuarenta años. Sólo faltaban los coches de punto y el restaurante, convertido en taberna. En el tren, un gitano ya mayor dio una bofetada a su hijo porque éste lo había acusado de robarle dinero. El hijo no se defendió; sólo lloró y juró matarlo. «No puedo pegar a mi padre, pero le clavaré la navaja en el cuello». Apareció un policía, con porra y pastor alemán.
—¡La madre que lo parió!, ¿por qué no respeta usted a su padre? Deme esa navaja, que se la devolveré en Budapest. A mí no me venga con puñaladas aquí en el tren.
—It’s so real —exclamó Tony entusiasmado.
—Papá se siente como en casa precisamente en estos vagones de tren —observó mi hijo Miklós con cierta amargura.
* * *
Hasta 1948, o sea, hasta mis quince años de edad, iba con regularidad a la casa de mis padres en Berettyóújfalu; luego nacionalizaron la ferretería y la casa, y ellos se mudaron a Budapest, siguiéndonos a nosotros, a mi hermana Éva y a mí. Desde entonces, de mi ciudad natal sólo llegaban cartas escritas por el secretario local del partido a las universidades en que me encontraba, sosteniendo que mi padre era un gran burgués, no un pequeño burgués, y asegurando, por tanto, que yo no era digno de recibir un diploma de manos del poder popular.
Luego, en los años setenta, volví más de una vez al pueblo de mi infancia. Iba a visitar a mi amigo Antal Baranyi en la sección de psiquiatría del hospital, dirigida por el extraordinario doctor István Samu. Por aquel entonces éramos muchos los que admirábamos la agudeza de Antal y su capacidad maliciosa de ver la sustancia de las cosas. Tenía una habitación aparte en el hospital, donde podía fumar y leer a discreción; a veces se ponía una bata blanca y salía del recinto hospitalario cuando quería; no obstante, necesitaba la protección paternal de Samu y el apoyo amistoso de un matrimonio de médicos. Contribuía a la anamnesis de los enfermos mediante minuciosos tests e interrogatorios y era inimitable en un papel que ya había desempeñado antes en otros centros psiquiátricos, el de «privilegiado»; con su intelecto y sus lecturas, destacaba muy por encima no sólo de los enfermos, sino también de los médicos, y tenía talento literario, que se percibía sobre todo en el músculo de sus formulaciones, pues mostraba ya desde la primera frase un estilo propio y lleno de fortaleza. Cuando estaba en su casa en Pesterzsébet, generalmente se limitaba a permanecer sentado en la butaca, mirando por la ventana a la calle, contemplando una acacia y la casa de dos habitaciones de enfrente, obrera y unifamiliar, y leyendo el único libro que quedaba en su habitación, pues los demás los había leído todos y los había regalado. No quería poseer nada; sólo se mostraba quisquilloso con sus pantalones; por lo demás, no era susceptible. Se acercaba varias veces por hora a la puerta del jardín para comprobar si alguien había tocado el timbre o si alguien quería entrar. Antal estaba dispuesto a enfrentarse a quien tratara de penetrar por la fuerza.
Antal Baranyi fue a ver a sus amigos médicos de Berettyóújfalu, donde se sintió mejor; iba a la ribera, se bañaba en el Berettyó, y cuando lo visité hablamos animadamente en el antiguo restaurante Lisztes. Yo era el único cliente en la primera planta del hotel. Había un joven camarero gitano que jugaba al ajedrez en solitario y que por las noches tocaba el piano en el restaurante. En la gran sala de éste, situado en la planta baja, me senté con Antal en una silla de respaldo alto y nos dedicamos a comer un chorizo de jabalí acompañado de col con ajo, a beber un denso vino tinto y a observar a unos hombres robustos y lozanos que cantaban de forma cada vez más espesa. Eran una serie de rostros campesinos uniformes, bien alimentados y seguros de sí mismos. Llevaban chaquetas oscuras, camisas blancas con el cuello desabrochado y botas de goma para andar por el barro. Manos morenas de gruesos dedos cogían los vasos. La mesa del rincón había pertenecido otrora a los señores de la ciudad; ahora, en los años setenta, la rodeaban algo así como agentes de policía o detectives, ya que la comandancia policial del distrito y del municipio se había trasladado al vecino edificio del ayuntamiento. Contaban bromas; el chiste era bueno si el comandante sentado a la cabecera también reía.
Frente a mí, una señorita se llevaba un bocado de riñón con sesos a la boca coronada por un bozo. Los camioneros, mientras esperaban a que el camarero les trajera la comida, devoraban uno o dos bollos con chicharrones para acompañar las cervezas. Algunos los iban desmigajando como si los probaran por mera curiosidad; otros, sin más ceremonia, los partían en dos con un mordisco. La crema agria brillaba sobre la col, que, al deshacerse bajo el cuchillo, revelaba un relleno que contenía más arroz que carne. Al vigilante del dique de contención le traían el caldo de gulyás con alubias en una pequeña caldera; los trozos de carne de vaca yacían abundantes en el fondo del espeso líquido; la grasa resplandecía en el bigote entrecano del guardia.
El aguardiente de orujo llegaba en una botella vieja de forma rectangular; el contenido de dos copas desaparecía como si nada en el gaznate. El aparato atrapamoscas no colgaba en vano bajo la lámpara; resultaba imprescindible. Había un contrabajo apoyado contra la pared y, encima, una fotografía en color del primer violín gitano que durante muchos años tocó en ese local; en su grueso rostro, las patillas le llegaban en una línea ondulante hasta la papada. El primer violín sonreía, el viola se mordisqueaba el bigote con cara seria, el cimbalista condimentaba científicamente su plato con páprika; antes de tocar, hizo los honores a un rosbif con cebolla.
En la mesa vecina, una joven pareja había pedido hueso con tuétano; golpeaban los huesos en el plato empeñados en que saliera hasta la última gota; no podían prestar atención a nada más, no podían siquiera mirarse el uno al otro, y se llevaban el tuétano de la canilla a la ávida boca.
El camarero, un hombre alto y un tanto borracho, le besó el cuello a la joven camarera, que lo apartó dando un golpe hacia atrás. Parapetada tras la caja, la cajera chasqueaba la lengua y contemplaba las varices de sus piernas. Apareció entonces una hilera de coches adornados con flores, y unos clientes inundaron el establecimiento un tanto alegres, un tanto borrachos, y se instalaron en las mesas largas. El camarero traía ya el aguardiente; se preveía que pronto comenzarían a cantar. Hombres con gruesos abrigos de piel y chaquetas de cuero disfrutaban del aroma de un estofado de buey a la pimienta y mordían con cautela un pimiento en vinagre. Los huéspedes hablaban de la reducción de las raciones; nos ayudan a mantener la línea, dijo uno de ellos. Un joven y gigantesco dependiente de una carnicería entró bailando en la cocina con medio cerdo sobre los hombros y chicoleó con la cocinera. El aprendiz de cocinero se apartó de la ruidosa escena con su gorro blanco meticulosamente planchado y doblado.
A nuestra izquierda, un caballero regordete en cuyo dedo se había hundido ya el anillo de casado cortejaba a una joven colega. Se habían despedido ya de las autoridades para evaluar la situación, habían superado las negociaciones, a esas horas vespertinas el alma tenía permiso para celebrar un poco. Jóvenes obreros que estaban de baja por enfermedad jugaban a las cartas, las migas temblaban en el bigote de un joven gitano mientras su grueso puño permanecía inmóvil, como si no hiciera esfuerzo alguno. El camarero nos recomendaba «sangre de toro» auténtica, que nos serviría, dijo, de una botella especial. El responsable del negociado de herencias sacó de su bolsillo una bolsita con bicarbonato, extrajo una pizca con la punta de su navaja y la agregó al agua mineral.
Un joven barbudo había pasado ya por el plato de bistec con guisantes en mantequilla y se mostraba muy satisfecho con el estado de cosas; no había que darles más vueltas. Comunicó a una maestra de rostro afilado que el conocimiento no era el principio del amor, pues cuanto más conoce uno a alguien, más relativiza al objeto de su conocimiento. La maestra le respondió con una pregunta:
—¿Quieres decir que cuanto más me conozcas menos me querrás?
El joven barbudo no quería decir eso. Sólo hablaba en un sentido metafísico, aclaró.
—Vaya —dijo la maestra más tranquila—, conque sólo en un sentido metafísico.
¿Por qué no se calmaba el barbudo, por qué le tomaba el pelo a esa mujercita?
—El camino del conocimiento conduce a lo alto, a cumbres heladas. Sólo los verduleros creen que se pueden calentar en un círculo de grandes mentes. Vientos helados los rodean y a veces la indiferencia de la calma.
—¿Y me ves como una persona vulgar desde tus heladas cumbres?
No, el joven barbudo no quería decir eso, sino:
—No amamos a quien lo merece, sino simplemente a quien amamos.
¿Cómo había de interpretar eso la maestra? El joven insistió:
—Dios es necesariamente creyente, pero no puede creer en sí mismo. Si Dios se conoce a sí mismo, ya no puede ser idéntico a sí y entonces está tan escindido como yo. En una palabra: Dios necesita a otro dios. Y esto no acaba nunca. Mejor ni siquiera empezar.
Antal tomó un medicamento que, según él, le cortaba la corteza cerebral en tajadas y después bebió cerveza. Al cabo de un rato le dio la sensación de que se acercaba un bombardeo aéreo y quiso bajar al refugio. Vio una salida de emergencia en la pared, pero en el camino se encontró con una mesa y cuatro rechonchos clientes sentados a su alrededor. Se dirigió a ellos:
—¡Señores, levántense, por favor, y síganme por la salida de emergencia al refugio!
Los cuatro rechonchos señores le lanzaron una mirada interrogativa:
—¿Dónde está la salida de emergencia? —preguntó uno.
Antal señaló la pared desnuda.
—Deje de jorobarnos, compañero, mientras estemos de buen humor —dijo otro.
Antal abandonó la idea de ponerse a salvo; que bombardearan, pues, pensó. Unos años más tarde, recurrió a una mezcla de vodka y medicamentos para hacer estallar su corazón.
* * *
Al día siguiente continué mi paseo solitario; mis piernas sabían en qué calle habían de doblar a la derecha o a la izquierda. En una ventana, un escolar esperaba.
—¿Qué esperas?
—A mis padres.
En un alféizar así se apoyaba la criada mientras esperaba a que la señora la llamara haciendo sonar el timbre; en otro se apoyaba, sobre un cojín, la señorita que huía de las clases de francés. En mi infancia sabía quiénes vivían en esas casas; luego, en los años setenta, sin embargo, los nombres de las placas me resultaban desconocidos y sólo me topaba con personas conocidas en el cementerio. Las muchachas se parecían a sus madres; los muchachos, a sus padres. Desfilaban las gorras de los niños y las piernas de las mujeres calzadas con botas; rostros que miraban desde el otro lado de las verjas aguardaban algún acontecimiento.
* * *
El año pasado, o sea, en el 2000, acepté una invitación del ayuntamiento de Berettyóújfalu, que me proponía encontrarme en la Casa Levente con el público interesado de la ciudad (que había dejado ya de ser un pueblo). La lectura y el diálogo resultaron un tanto tristes, aunque quienes me invitaron habrían deseado que manifestara de una forma más sentimental la nostalgia del hombre oriundo del lugar, que tuviera recuerdos amables, que quisiera al viejo Berettyóújfalu, que latiera mi corazón cuando aparecía este pueblo, que mis tres esposas consideraban unánimemente un pueblucho de mala muerte, aunque a mí, en efecto, me hacía palpitar el corazón y yo lo veía como un lugar hermoso, es más, como el único pueblo posible, como la forma más racional de ordenar el espacio. Esta vez también se adueñó de mí una sensación de familiaridad cuando me acerqué por la antigua Erzsébet utca al antiguo ayuntamiento y a la bandera nacional, viendo a la derecha la iglesia reformada y la escuela y a la izquierda nuestra casa, que sobresalía un poco entre las demás. Muchas veces disfruté de esa vista bajo los rayos del sol, cuando volvía en bicicleta del río o de los baños por la tarde. Ahora me entristecía que el pozo artesiano hubiera desaparecido y que hubieran estropeado el cine, y me alegró que la oficina de correos no hubiera cambiado. Yo también guardaba, pues, esa imagen enmarcada que había surgido una vez y que se unía a aquello que veía, pero ni siquiera poniendo la mejor voluntad era capaz de ofrecer al público dulces y nostálgicas divagaciones retrospectivas.
En mi conferencia no había manera de tapar con un manto sentimental la deportación de la ciudadanía judía y, a continuación, el expolio, a través de las nacionalizaciones, de aquellos que quedaron. El pueblo expulsó a sus ciudadanos judíos, se apropió de todo cuanto les pertenecía, instaló a gente extraña en sus casas y en sus granjas y trató con negligencia aquello que se vio forzado a heredar. Ahora empezaba a darse cuenta de que mi padre y los demás lo engrandecían, de que con estas personas se podía dar ejemplo, y poco a poco los ciudadanos judíos desaparecidos se fueron convirtiendo en un legado respetable. Mi padre definió una vez las expropiaciones y nacionalizaciones como un robo; no discutí con él.
Encontré la lápida de mis abuelos en el abandonado cementerio judío, pero no la de mi bisabuelo; tal vez alguien se la llevó y grabó en su lugar otro nombre. El juicioso director del hospital habló de una serie de conocidos de Bihar, pues ellos atendían a más de cien aldeas del condado. A veces venían ancianos de visita desde Israel y se allegaban al cementerio. Los hijos de los emigrantes son gente sobria, ingenua y afectuosa; se esfuerzan por cuidar los recuerdos, como también hace el pueblo. Las mujeres de cabello negro y pómulos prominentes me resultaban familiares. La esposa del vicealcalde, que es del lugar, se mostró muy amable conmigo; repitió una y otra vez que habían esperado mucho este encuentro, que sus padres conocían a los míos y a mí también de cuando era niño. Por un día yo también fui habitante del condado de Bihar; iba y venía con la mirada dispuesta a registrarlo todo y me alegraba cuando algo me gustaba, como si el pueblo me perteneciera. Habían tapado el arroyo Kalló, había desaparecido el jardín entre cuyos cerezos jugaba al fútbol, como también el nogal debajo de mi ventana e incluso la propia ventana, pues la habían cegado, y el templo judío seguía siendo un depósito de productos de ferretería.