La persecución de Mr. Blue

A lo largo del paseo marítimo caminaba, en una tarde soleada, una persona con el deprimente nombre de Muggleton, llevando marcado su rostro por una acentuada tristeza. Tenía una huella de preocupación en su frente. Y los numerosos grupos e hileras de faranduleros, situados en toda la longitud de la playa, en vano se dirigían hacia él para arrancarle un aplauso. Los pierrots alzaban sus pálidos rostros de luna, como blancas panzas de peces muertos, sin conseguir levantar su espíritu. Negros, con la cara tiznada de gris, tampoco lograban llenar su fantasía de imágenes alegres. Se trataba de un hombre triste y desilusionado. Sus facciones, además de la desnuda y surcada frente, aparecían medio hundidas. Y cierto refinamiento deslucido en aquéllas hacía más incongruente un agresivo ornamento de su cara: un extraordinario y alargado mostacho, cerdoso y militar. Pero su aspecto era sospechoso, como si se tratase de un falso mostacho, es muy posible que lo fuera. Por otro lado, era posible que, si no falso, fuera postizo. Como si hubiera crecido de prisa, por un mero acto de voluntad. Es decir, como si formara parte de su trabajo más que de su personalidad.

La verdad es que Mr. Muggleton era detective particular de vía estrecha, y la nube que oscurecía su frente era debida a un gran embrollo en su carrera profesional. Estaba relacionado con algo más oscuro que la mera posesión de su apodo. Podía, al menos, por alguna oscura razón, estar orgulloso de él. Porque descendía de pobres, pero decentes no conformistas que reivindicaban cierto parentesco con el fundador de los Muggletianos; el solo hombre, hasta ahora, que tuvo el coraje de aparecer con ese nombre en la historia humana.

La causa auténtica de su pena (al menos como él lo explica) era que había estado presente en el sangriento asesinato de un millonario de fama mundial. Había fracasado en prevenirlo, aunque fue contratado para ello, con un salario de cinco libras por semana. Así nos explicamos el hecho de que hasta la lánguida melodía de la canción titulada Won’t you be muy loodah Doodah Day, no consiguió llenarle de gozo de vivir.

Pero había otros en la playa que podían haber sentido más simpatía por su tema de asesinatos y por la tradición muggletoniana. Los entretenimientos de la playa son para todos los gustos. No solamente pierrots que solicitan emociones amorosas, sino también predicadores, quienes a menudo parecen especializados en un sombrío y sulfuroso estilo de predicación. Había un anciano declamador, que apenas servía para nada, que hablaba con unos gritos tan penetrantes, por no decir chillidos, de profecías religiosas, que resonaban por encima de banjos y castañuelas. Era un hombre largo, flojo y viejo que arrastraba los pies, vestido con algo parecido a la camiseta de un pescador. Pero equipado, inapropiadamente, con unos largos y caídos bigotes, nunca vistos desde que desaparecieron cierta clase de petimetres deportistas de la época media victoriana. Como era costumbre entre los charlatanes de la playa mostrar algo como si fueran a venderlo, el anciano desplegó una pobre red de pescador que extendía en la arena como si fuera una alfombra para reinas. Pero, en ocasiones, la hacía girar alrededor de su cabeza con un gesto tan terrorífico como el del rotarlo romano, pronto a ensartar a las gentes con su tridente. En realidad, hubiese ensartado a las gentes si hubiera tenido un tridente. Sus palabras se referían siempre al castigo y sus oyentes sólo oían amenazas para el cuerpo y para el alma. Iba tan lejos en el humor de Mr. Muggleton que pudiera haber sido como un verdugo loco dirigiéndose a una multitud de asesinos. Los chicos le llamaban el viejo Azufre. Ahora bien, tenía otras excentricidades además de las puramente teológicas. Una de estas otras excentricidades era el de subirse al cruce de los cuartones de hierro del muelle y tirar la red alguna vez, pescando un pez de cuando en cuando. Sin embargo, los paseantes se detenían al oír su voz, con la que amenazaba como si se encontrara encima de una nube tormentosa, con el juicio final. En realidad lo hacía desde un saliente, bajo el tejado de hierro, donde el viejo maniático se sentaba con descaro, con sus fantásticos bigotes colgando como un alga gris. No obstante, el detective hubiera tolerado mucho mejor al viejo Azufre que a otra persona con la cual tenía que encontrarse.

Para explicar el segundo y más inseguro encuentro, debe ponerse en claro que Muggleton, después de su notable experiencia en materia de asesinatos, había propiamente puesto sus cartas sobre la mesa. Contó toda su historia a la Policía y al único legítimo representante de Braham Bruce, el millonario, que era su muy activo secretario Mr. Anthony Taylor. El inspector era más comprensivo que el secretario, pero la consecuencia de su comprensión fue la última cosa que Muggleton hubiera normalmente asociado al consejo de la Policía. El inspector, después de alguna reflexión, sorprendió mucho a Mr. Muggleton aconsejándole que consultara a un hábil aficionado, de quien sabía que se encontraba en la ciudad. Mr. Muggleton había leído narraciones y novelas acerca de grandes criminalistas, sentado en su biblioteca como una araña intelectual lanzando teóricos filamentos de una tela vasta como el mundo. Estaba preparado a ser conducido al solitario castillo donde el experto viste una bata color de púrpura, a la buhardilla donde aquél vive entre opio y jeroglíficos, o al amplio laboratorio en la torre olvidada. Ante su asombro fue llevado a la misma orilla de la concurrida playa, cerca del puerto, para conocer a un clérigo pequeño y rechoncho, con un amplio sombrero y una amplia cara, quien estaba en aquel momento en la arena, con una multitud de pobres rapazuelos, esgrimiendo, excitado, una pequeña pala de madera.

Cuando el clérigo criminalista, cuyo nombre parecía ser Brown se hubo desprendido de los niños, aunque no de la pala, le pareció a Muggleton cada vez menos simpático. Haraganeaba irremediablemente entre estúpidos espectáculos del paseo, charlaba a tontas y a locas y se aficionaba de un modo particular a esas ruidosas máquinas automáticas que se instalan en esos lugares. Gastaba solemnemente penique tras penique, se divertía en vicariales juegos de golf, fútbol y criquet, conducido por figuras mecánicas y, finalmente, se complacía con una exhibición en miniatura de una carrera en que un muñeco de metal aparecía corriendo y saltando detrás de otro. Y al mismo tiempo, y además estuvo escuchando atentamente la historia que el detective le contó. Sólo que su manera de no dejar que su mano derecha supiera lo que su mano izquierda hacía con el dinero, sacaba de quicio al detective.

—Podemos sentamos en alguna parte —propuso Muggleton impaciente—. He recibido una carta que usted ha de leer si es que quiere de veras saber algo de este asunto.

El padre Brown dejó de contemplar los muñecos saltadores y fue a sentarse con su compañero en un banco de hierro del paseo. Aquél había sacado ya la carta de su bolsillo y se la entregaba.

El padre Brown pensó que era una carta brusca y extraña. Vio que el millonario no siempre hacía gala de buenos modales, especialmente al tratar con dependientes como el detective, por ejemplo. Pero parecía haber algo más que brusquedad en aquella carta.

Apreciado Muggleton:

Nunca creí que había de llegar a la necesidad de auxilios de esta clase; pero ya no puedo más… Durante estos dos últimos años se me ha hecho más y más intolerable. Adivino que todo lo que usted necesita saber acerca de la historia es lo siguiente: existe un asqueroso granuja y me avergüenza el decirlo, que es primo mío. Ha sido reclutador de clientes para hoteles, curandero, actor y otras cosas; incluso tuvo la desgracia de actuar en mi nombre y hacerse llamar Bertran Bruce. Creo que ha obtenido algún trabajillo en un teatro de aquí o trata de obtenerlo. Pero usted debe enterarse por mí que éste no es su verdadero trabajo. Su trabajo real es agobiarme y quitarme de en medio si puede. Es una vieja historia que a nadie importa. En otro tiempo los dos empezamos a correr tras la fortuna y eso que llaman amor. ¿Fue culpa mía que él fracasara y yo triunfase en todo? Pero el asqueroso diablo juró que él aún triunfaría… Y se fugó con mi… Bien, dejémoslo. Supongo que es una especie de loco que muy pronto tratará de ser una especie de asesino.

Le daré cinco libras semanales si usted viene a mi encuentro en el pabellón, al final del muelle, esta noche, después de la hora de cerrar, y se pone a mi disposición. Es el único sitio seguro para entrevistarnos, si hay algo seguro en estos tiempos.

J. Braham Bruce.

—Dios mío —dijo el padre Brown—. Dios mío, es una carta que denota cierta intranquilidad.

Muggleton asintió y, después de una pausa, comenzó a relatar su propia historia con una voz extraordinariamente refinada, contrastando con su hosca apariencia. El sacerdote apreció el abandono de una criatura oculta, como ocurre en muchos hombres de clase media y baja. Pero también fue sorprendido por una excelente elección de palabras, sólo que éstas aparecían envueltas en una pequeña sombra de pedantería. Aquel hombre hablaba como un libro.

—Llegué ante la casita redonda al final del paseo marítimo, antes de que hubiera signo alguno de mi distinguido cliente. Abrí y entré, pensando que él preferiría no ser notado de nadie y menos en mi compañía. Esto tiene mucha importancia, porque el embarcadero era demasiado largo para que alguien nos hubiese visto desde la playa o desde el paseo. Dando una ojeada a mi reloj vi que aquella era la hora en que el embarcadero estaría cerrado. Era lisonjero, en cierto modo que se asegurara así de que estaríamos solos los dos en la entrevista, mostrando que él realmente fiaba en mi asistencia y protección. Sea lo que fuere, fue idea suya que debíamos vemos en el embarcadero después de la hora de cerrar. Así es que accedí a ello con prontitud. Había dos sillas dentro del pequeño pabellón o como quiera usted llamarlo. Cogí una y esperé. No hube de aguardar largo rato. Era famoso por su puntualidad y, en efecto, miré hacia la pequeña y redonda ventana y le vi pasar como si quisiera asegurarse de la soledad del sitio.

»Sólo había visto retratos suyos de hacía mucho tiempo. Naturalmente era más viejo que en los retratos, pero no podía equivocarme en el parecido. El perfil del que pasó ante la ventana era de esos llamados aquilinos, a la manera del pico del águila. Pero más bien sugería una águila gris y venerable, una águila en reposo, una águila que hacía tiempo que había plegado las alas. Sin embargo, no había duda en la mirada de autoridad u orgullo silencioso, en el hábito de mandar que siempre ha marcado a los hombres que, como él, han organizado grandes sistemas y han sido obedecidos. Estaba cuidadosamente vestido, por lo que pude ver de él, especialmente comparándole con la muchedumbre de concurrentes a la playa que había colmado mi día. Pensé que su abrigo era de una clase más que elegante, que había sido cortado como siguiendo las líneas de su figura. Recuerdo que tenía una banda de astracán forrando las solapas. Claro está, todo esto lo vi en una sola ojeada, porque ya me había puesto de pie y me dirigía a la puerta. Hice girar el picaporte y entonces recibí el primer choque de aquel terrible anochecer. La puerta había sido cerrada. Alguien me había encerrado.

»Por un momento quedé aturdido y todavía con los ojos fijos en aquella ventana circular por donde había pasado ya el móvil perfil; y entonces vi de pronto la explicación. Otro perfil, agudizado como el de un sabueso perseguido, pasó como un relámpago dentro del círculo de visión, como en un espejo circular. En el mismo momento que lo divisé supe quién era. Era el vengador, el asesino o presunto asesino que había perseguido por tanto tiempo al millonario a través de la tierra y el mar, que ahora pisaba sus huellas en el callejón sin salida de un muelle de hierro que colgaba entre el mar y la tierra. Y comprendí que fue el asesino el que había cerrado la puerta.

»El hombre que vi primero era alto, pero el perseguidor lo era más. Este defecto aparecía disminuido por el hecho de ser cargado de espaldas y tener los hombros muy altos, y llevaba su cuello y su cabeza tendidos hacia delante, como un verdadero animal de presa. El efecto de la combinación le daba el aspecto de un gigantesco jorobado. Pero algo concerniente con la consanguinidad en los perfiles, pasando ante el círculo de cristal, relacionaba a este rufián con su famoso pariente. El perseguidor tenía también una nariz como el pico de un pájaro, aunque su aspecto general de degradación sugería al buitre más bien que al águila. Iba sin afeitar, hasta el punto de parecer barbudo, y el giboso contorno de sus espaldas aparecía acrecentado por los pliegues de su gruesa bufanda de lana. Todo esto son trivialidades y no pueden dar una impresión de la atroz energía de este bosquejo, el sentido de la vengativa determinación de aquella encorvada y zancuda figura.

»¿Ha visto usted alguna vez el dibujo de Guillermo Blake, llamado unas veces, y con cierta ligereza, «El espectro de una pulga», pero también con mayor lucidez «Una visión de delito de sangre» o algo así? Esto es precisamente como la pesadilla de un furtivo gigante, con altas espaldas, llevando cuchillo y capa. Aquel hombre no llevaba ni lo uno ni lo otro, pero al pasar ante la ventana la segunda vez vi, con mis propios ojos, que sacaba un revólver de entre los pliegues de la bufanda y lo empuñó, apuntando. Sus ojos alterados brillaban a la luz de la luna y esto de un modo serpeante. Parecía proyectarlos hacia delante y hacia atrás con luminosos saltos, como si pudiera lanzarlos fuera de sí, cual los luminosos tentáculos de ciertos reptiles.

»Tres veces el perseguido y el perseguidor pasaron en sucesión ante la ventana, acortando el estrecho círculo de su persecución antes de que se despertara en mí con plenitud el deseo de actuar, desde luego desesperadamente. Sacudí la puerta con impetuosa violencia. Cuando vi otra vez el rostro de la inconsciente víctima golpeé la ventana, furioso. Traté de romperla. Pero era una doble ventana de vidrio de excepcional grosor y era tan profunda la abertura, que dudé de si hubiera podido alcanzar la ventana exterior. Desde luego mi distinguido cliente no hizo caso alguno ni de mi ruido ni de mis señales. Y la sombría pantomima de los revólveres, de aquellas dos máscaras del destino, continuaron dando vueltas a mi alrededor, hasta sentir el vértigo y mareo. De pronto dejaron de aparecer. Esperé y comprendí que ya no volverían. Conocí que la catástrofe se había producido.

»No es necesario que le cuente más. Usted imaginará el resto casi tan bien como yo, sentado allí, trataba de imaginármelo, o de no hacerlo. Basta decir que en aquel horrible silencio, en el cual el resonar de los pasos se había extinguido, se oyeron sólo dos ruidos además del ronquido profundo del mar. El primero fue el ruido seco de un disparo y el segundo el sordo ruido de la caída de un cuerpo en el agua.

»Mi cliente había sido asesinado a pocas yardas de mí y sin poder hacerle ni una señal. No quiero afligirle explicándole mi estado de ánimo. Me he recobrado de la impresión del crimen, pero continúo aún enfrentándome con el misterio.

—Sí —dijo el padre Brown muy amable—. ¿Qué misterio?

—El misterio de cómo pudo salir el asesino —contestó el otro—. A la mañana siguiente, tan pronto como el embarcadero fue abierto al público, fui liberado de mi prisión y me dirigí rápido a la entrada de la valla para inquirir quién había abandonado el embarcadero desde que había sido abierto. Sin molestarle en de talles, le explicaré que las puertas son de hierro y de gran tamaño y que por una disposición especial no permiten entrar ni salir sin abrirlas. Los oficiales no habían visto a nadie parecido al asesino. Y éste era una persona inconfundible, y aun cuando se hubiera disfrazado de alguna manera, no podía ocultar su alta talla ni libertarse de su nariz de familia. Es extraordinariamente difícil que tratara de ganar la costa nadando, porque el mar estaba muy agitado. Y, además no hay trazas de arribada. Y habiendo visto la cara de ese demonio una vez, y fueron nada menos que seis veces las que yo la vi, creo estar en lo cierto al decir que no se arrojó al mar en la hora de lo que él debe considerar su triunfo.

—Entiendo perfectamente lo que quiere usted decir con esto —replicó el padre Brown—. Además, que sería muy inconsecuente con el tono de la original y teatral carta en la cual se promete toda clase de beneficios después del crimen… Hay otro punto que sería bueno verificar. ¿Qué hay de la estructura del puente por debajo? Los muelles están frecuentemente hechos por una red de soportes de hierro, por la que un hombre puede trepar como un mono trepa por los árboles del bosque.

—Sí, ya pensé en esto —replicó el investigador privado—, pero, desgraciadamente, este muelle está construido de un modo nada común. Es desmesuradamente largo, y tiene columnas y todo un embrollo de vigas todas de hierro. Están muy separadas y no puedo concebir cómo ningún hombre podría trepar de una a otra.

—Sólo lo mencioné —dijo el padre Brown con aire de duda— porque ese raro pez con largos bigotes, el viejo que predica en la playa, a menudo trepa hasta la viga más próxima. Creo que se sienta allí a pescar cuando la marea sube. Y me resulta un raro pez para pescarlo.

—¿Qué es lo que quiere usted decir?

—Bien —dijo el padre Brown lentamente, jugando con un botón de su sotana y mirando abstraído hacia las verdes aguas brillantes en la última luz de la tarde, después de la puesta del sol—. Bueno… bien… traté de charlar con él familiarmente en un sentido no demasiado alegre por cierto…, como usted comprenderá, acerca de su manera de combinar los antiguos trabajos de pescar con la predicación. Hago, me parece, una clara alusión al texto que se refiere a pescar almas vivas. Y me dijo, extraña y ásperamente, volviéndose de un salto a su pértiga de hierro: «¡Bien, al fin yo pesco muertos!».

—¡Santo Dios! —exclamó el detective mirándolo con asombro.

—Sí —dijo el sacerdote—, me pareció una rara contestación, hecha de un modo charlatán, a un desconocido que juega con los chiquillos en la playa.

—No querrá usted decir que cree que tenga que ver con la muerte.

—Lo creo —contestó el padre Brown—. Él puede arrojar alguna luz en todo esto.

—Bueno. Esto es más de lo que yo puedo comprender —dijo el detective—. Está más allá de mis alcances creer que alguien pueda arrojar alguna luz sobre todo esto. Es como la salpicadura de embravecidas aguas en una oscuridad de azabache; esa especie de aguas en las que él… en las que él cayó. Es una pura tontería. Un hombre como aquél, desaparecido como una burbuja. Posiblemente nadie podría… ¡Mire! —se detuvo de pronto, mirando al sacerdote, que no se había movido, pero que estaba todavía dándole vueltas al botón y contemplando los rompientes—. ¿Qué quiere decir? ¿Por qué está usted mirando así? No pretende decir que usted…, que usted puede encontrar algún sentido en ello.

—Sería mucho mejor si continuara sin sentido —dijo el padre Brown en voz baja. Después alzó la voz—: Bien; si decididamente me lo pregunta usted… sí, creo que puedo darle sentido.

Hubo un silencio y, entonces, el agente dijo con singular brusquedad:

—¡Oh! Aquí viene el secretario del viejo caballero. Debo marcharme. Voy a hablar con el pescador loco.

Post hoc propter hoc? —preguntó el sacerdote con una sonrisa.

—Creo —repuso el otro con forzado candor— que al secretario no le agrado, y pienso que él a mí tampoco. Ha estado metiéndose en todo, con una porción de preguntas que no me parece que nos lleven a otra cosa que a reír. Tal vez está celoso de que el viejo haya llamado a alguien más y no esté satisfecho de los consejos de su elegante secretario. Le veré más tarde.

Y se marchó surcando la arena hacia el sitio donde el excéntrico pescador había montado ya su nido marítimo y miraba el verde crepuscular del agua casi como un enorme pólipo o un pez-jalea, lanzando sus filamentos venenosos al mar fosforescente. Entretanto el sacerdote estaba esperando serenamente la aproximación del secretario, visible hasta de lejos, en medio de aquella muchedumbre, por la clerical pulcritud y sobriedad de su chistera y de la levita. Sin sentirse dispuesto a tomar parte en la contienda entre el secretario y el agente preguntón, el padre Brown tuvo un débil sentimiento de irracional simpatía hacia los prejuicios de este último. Mr. Anthony Taylor, el secretario, era un joven más que presentable, tanto por su continente como por su traje. Su continente era tan firme e intelectual como agradable su figura. Pálido, con el cabello negro descendiendo por ambos lados de su cabeza como si apuntara hacia posibles bigotes, mantenía sus labios apretados, más que la mayoría de las gentes. La única cosa que la fantasía del padre Brown podía imaginar para explicarse el hecho parecía más extraña de lo que realmente era. Tuvo la sensación de que el hombre hablaba por los agujeros de la nariz. En efecto, la fuerte compresión de su boca le daba a los movimientos de las aletas de la nariz algo de anormalmente sensible y flexible a la vez como si se entrara en contacto con la vida aspirando y oliendo, con la cabeza levantada, como hacen los perros. Y si algo se ajustaba a sus facciones, era que, cuando hablaba, lo hacía con una brusca e impetuosa rapidez, como una ametralladora, lo cual resultaba chocante en una tan pulida y bruñida figura.

Por una vez fue él quien inició la conversación diciendo:

—Me figuro que no ha entrado en el puerto ningún cuerpo.

—Ciertamente, no ha sido anunciado ninguno —repuso el padre Brown.

—Ningún gigantesco cuerpo de asesino con bufanda de lana —añadió Mr. Taylor.

—No —contestó el padre Brown.

La boca de Mr. Taylor no se movió más por el momento, pero sus narices hablaron por él con tan rápido y tembloroso desdén que hubiérase podido afirmar que eran dos vocales.

Cuando habló otra vez, después de algunos corteses lugares comunes del sacerdote, fue para decir brevemente:

—Aquí viene el inspector. Supongo que habrá estado escudriñando toda Inglaterra por una bufanda.

El inspector Grinstead, un hombre moreno con barba gris en punta, se dirigió al padre Brown más respetuosamente que como lo había hecho el secretario.

—Pensé que le gustaría saber, señor —dijo—, que no hay trazas en absoluto del hombre descrito como el que escapó del muelle.

—O mejor no descrito como escapado del muelle —afirmó Taylor—. Los guardas, los únicos que pudieran haberlo descrito, nunca tienen a nadie a quien describir.

—Bien —dijo el inspector—; hemos telefoneado a todas las estaciones y vigilado todas las carreteras y ha de serle casi imposible escapar de Inglaterra. En realidad, lo que a mí me parece es que no ha ido por ese camino. No parece estar en parte alguna.

—Nunca estuvo en parte alguna —repuso el secretario con brusca y ofensiva voz, que sonó como el disparo de un fusil en la soledad de la playa.

El inspector parecía desconcertado, pero la cara del sacerdote se iluminaba gradualmente, y dijo al fin con cierta ostentosa indiferencia: ¿Pretende usted que el hombre es un mito o posiblemente una mentira?

—¡Ah! —dijo el secretario por sus altaneras narices—. Al fin ha pensado en ello.

—Lo pensé al principio —comentó el padre Brown—. Es lo primero que cualquiera hubiera pensado, ¿no es eso?, al oír una historia sin fundamento de un desconocido a propósito de un desconocido asesino en un muelle solitario. Hablando llanamente: usted quiere decir que el pobre Muggleton lo asesinó él mismo.

—Para mí —dijo el secretario— Muggleton tiene el aspecto de un deslucido tipo raro y no hay otra historia sino la suya acerca de lo que pasó en el embarcadero, y ésta consiste en un gigante que desaparece. Un cuento de hadas. No es una historia muy de creer, ni aún como él la cuenta. Según su propio informe, pierde su oportunidad y deja matar a su amo a pocas yardas de él. Es un pícaro loco y fracasado, según su propia confesión.

—Tengo una debilidad por las gentes locas y fracasadas, según su propia confesión —dijo el padre Brown.

—No sé qué quiere usted decir —añadió el otro.

—Quizá —dijo el padre Brown atentamente— porque existen muchas gentes que son locos y fracasados sin haberlo confesado. —Y, después de una pausa, continuó—: Pero aunque fuera un loco y un fracasado, esto no probaría que es un embustero y un asesino. Usted ha olvidado que existe una prueba de excepcional evidencia que realmente apoya su historia. Me refiero a la carta del millonario, contándole todo lo que concierne a su primo y a su venganza. A menos que pueda probar que este documento es una falsedad, deberá admitir que hay alguna probabilidad de que Bruce fuese perseguido por alguien que tenía un motivo real o más bien un motivo actualmente admitido y usado.

—No estoy seguro de entenderle —dijo el inspector— en lo que dice referente al motivo.

—Querido amigo —repuso el padre Brown por primera vez picado por la impaciencia pero dentro de la mayor familiaridad— todo el mundo tiene a su manera un motivo. Considerando la manera como Bruce hacía el dinero, considerando el modo como la mayoría de los millonarios lo hacen, casi todo el mundo hubiera hecho una cosa tan natural como es tirarlo al mar. En muchos es posible que hubiera sido también algo automático. Para casi todos había de ocurrir un día u otro. Mr. Taylor pudo haberlo hecho.

—¿Qué es eso? —exclamó Mr. Taylor, y las aletas de su nariz se hincharon visiblemente.

—Hasta puede haberlo hecho —continuó el padre Brown— nisi me constringeret ecclesiae auctoritas; podía haberlo hecho yo, usted, o el hombre de las tortas. El único hombre en la tierra en quien podía pensarse que probablemente no lo había hecho es el agente privado y preguntón a quien Bruce contrató por cinco libras semanales y que no ha percibido absolutamente nada de su dinero.

El secretario se mantuvo en silencio por un momento. Dio un bufido y dijo:

—Si la oferta está en la carta haríamos ciertamente mejor considerándola como una falsedad. En realidad no sabemos si toda la historia no es tan falsa como una falsificación. Ese mismo individuo admite que la desaparición del gigante jorobado es absolutamente increíble e inexplicable.

—Sí —dijo el padre Brown—, esto es lo que me gusta de Muggleton. Que admite las cosas.

—Razón de más —insistió Taylor, y sus narices vibraron de excitación—. El principio y el fin de todo esto es que él no puede probar que ese hombre alto con la bufanda haya existido o exista. Un hecho cualquiera de los que la Policía y los testigos han puesto al descubierto prueba que no existe. No, padre Brown. Sólo en un sentido puede usted justificar a ese tiñoso bufón de quien parece tan prendado; en el de haber inventado a su hombre imaginario; exactamente lo que no podía hacer.

—A propósito —dijo el sacerdote como distraído—, supongo que venía del hotel en que Bruce tenía habitaciones, Mr. Taylor.

Taylor miró de soslayo y pareció casi tartamudear.

—Bien, siempre las tuvo; precisamente eran suyas. Actualmente llevaba ya mucho tiempo sin ver a Mr. Bruce.

—Creía que había venido en automóvil con él —observó Brown—. ¿O vinieron en tren?

—Vine en tren y me traje el equipaje —dijo impaciente el secretario—. Algo le retuvo, creo yo. No le he vuelto a ver desde que lo dejé en Yorkshire, ocupado en sus cosas, hace una o dos semanas.

—Según parece —dijo el sacerdote suavemente—, si Muggleton no fue el último que vio a Bruce junto a las salvajes olas, usted fue el último que lo vio en los igualmente salvajes pantanos de Yorkshire.

Taylor había palidecido, pero forzó su ingrata voz a calmarse.

—Nunca dije que Muggleton no viera a Bruce en el muelle.

—No; ¿y por qué no? —preguntó el padre Brown—. Si fabricó un hombre en el muelle, ¿por qué no podía fabricar dos? Claro está que nosotros no sabemos que Bruce existió, pero tampoco parece que sepamos qué le ha pasado en varias semanas. Tal vez fue dejado atrás en Yorkshire.

La estridente voz del secretario subió hasta gritar. Su tono de social suavidad desapareció.

—Usted está tramando algo. ¡O simplemente eludiendo! Trata de deslizar extravagantes insinuaciones, sencillamente porque no puede contestar a mi pregunta.

—Déjeme pensar —dijo el padre Brown reminiscente—. ¿Cuál era su pregunta?

—Demasiado sabe usted cuál era: está anonadado por ella. ¿Dónde está el hombre de la bufanda? ¿Quién lo ha visto? ¿Quién ha oído algo de él o le ha hablado, excepto su pobrecito embustero? Si quiere convencernos, tendrá que fabricarlo. Si ha existido alguna vez, debe de estar escondido en las Hébridas, más allá del Callao. Ha tenido necesidad de forjárselo, aunque yo bien sé que no existe. ¡Y bien! ¿Dónde está?

—Creo que debe de estar por ahí —dijo el padre Brown señalando hacia las olas más cercanas que rompían contra los pilares de hierro del muelle, donde las dos figuras, la del agente y la del viejo pescador y predicador, aparecían oscuras contra el verde fulgor del agua—. Me refiero a esa especie de cosa parecida a una red.

Mientras el inspector Grinstead se lanzaba a correr como un rayo hacia la playa, le gritó:

—Lo que quiere decir es que el cuerpo del asesino está en la red del viejo.

El padre Brown asintió con un signo de cabeza. Y se apresuró a seguirle por aquella cuenta formada con cascotes. Y el pobre Muggleton, el agente, volvía hacia ellos por aquella misma cuesta, como una oscura silueta de sorpresa y revelación.

—Es cierto, pues, lo que hablamos —dijo sofocado—: el asesino trató de ganar la playa nadando y se ahogó, como no podía suceder de otro modo con aquel temporal. A no ser que se suicidara. Sea lo que fuere, ha ido a parar a la red del viejo Azufre, y esto es lo que aquel maniático quiso decir cuando hablaba de pescar muertos.

El inspector corrió hacia la playa con una agilidad que dejó atrás a todos. Se le oyó dando órdenes a gritos. En pocos momentos el pescador y algunos espectadores, ayudando a los policías, habían rastreado la red hasta la playa, dejando su carga sobre la mojada arena que reflejaba la luz del crepúsculo. El secretario contempló lo que había tendido sobre la playa y las palabras murieron en sus labios. Porque lo que había tendido sobre la arena era, realmente, el cuerpo de un hombre gigantesco vestido de andrajos, con enormes espaldas algo gibosas, cara huesuda de águila y una gran bufanda roja de lana, desgarrada, extendida bajo la luz de la puesta del sol como una mancha de sangre, Pero Taylor no contemplaba con tanta fijeza la ensangrentada bufanda o la fabulosa estatura del muerto, sino su rostro; y su propio rostro era un conflicto entre la incredulidad y la sospecha.

El inspector se volvió rápido hacia Muggleton con aire de simpatía.

—Esto en realidad confirma su historia —dijo.

Hasta que oyó el tono de estas palabras, Muggleton no hubo adivinado que su historia no había sido creída. Nadie la creyó. Nadie, excepto el padre Brown. Viendo que éste se separaba del grupo, hizo un movimiento para unirse a él, pero desistió al descubrir que el sacerdote se iba a hundir otra vez en las mortales atracciones de las maquinillas automáticas. Y hasta vio cómo hurgaba en sus bolsillos buscando un penique. Se detuvo con el penique entre su índice y su pulgar porque el secretario habló por última vez con su aguda y discordante voz.

—Y supongo que podemos añadir que los monstruosos e imbéciles cargos contra mí han terminado.

—Mi estimado señor —repuso el sacerdote—, nunca formulé cargos contra usted. No soy tan loco para suponer que usted pudiera asesinar a su amo en Yorkshire y después venirse aquí a despistar con el equipaje. Todo lo que dije es que yo no podía componer un caso mejor contra usted que el que usted estaba componiendo contra el pobre Muggleton. Por esto, si usted desea conocer la verdad sobre este asunto (y le aseguro que la verdad no ha sido todavía alcanzada), puedo sugerirle algo incluso para sus propios negocios. Es un poco extraño y significativo que Mr. Bruce, el millonario haya estado oculto de sus habituales y de sus íntimos durante semanas antes de ser asesinado. Como usted parece ser un excelente aficionado a la investigación detectivesca, le aconsejo trabaje en esa dirección.

—¿Qué quiere usted decir? —preguntó Taylor agriamente.

Pero no obtuvo respuesta. El padre Brown, una vez más, se había concentrado en el manejo de la manecilla de la máquina que hacía saltar un muñeco y otro alternativamente.

—Padre Brown —dijo Muggleton con su vieja preocupación avivada de nuevo—, ¿quiere explicarme por qué le gusta tanto esta tontería?

—Por una razón —replicó el sacerdote apuntando al cristal de la caja de los muñecos—, porque contiene el secreto de toda esta tragedia.

Y enderezándose de pronto miró muy serio a su compañero.

—Me di cuenta en seguida —dijo— de que usted me había contado la verdad y lo opuesto a la verdad.

Muggleton lo miró sin comprender.

—Es muy sencillo —añadió el sacerdote bajando la voz—. El cadáver con la bufanda roja que estaba ahí es el cadáver de Braham Bruce, el millonario. Allí no podía haber otro.

—Pero los dos hombres… —dijo Muggleton boquiabierto.

—Su descripción de los dos hombres era admirablemente viva —repuso el padre Brown—. Yo le aseguro que no soy hombre para olvidarlo. Si me lo permite, le diré que tiene usted talento literario. Tal vez el periodismo le proporcionará más éxito que su profesión actual. Creo recordar perfectamente cada detalle acerca de cada persona. Sólo que, vea usted, y ello es bastante extraño, cada punto le afecta a usted en un sentido y a mí en otro exactamente opuesto. Empecemos con el primero que mencionó. Dijo usted que el primer hombre que vio tenía un indescriptible aire de autoridad y dignidad. Y usted se dijo: «Éste es el verdadero magnate, el gran príncipe mercader, el señor de los mercados». Pero cuando yo oí lo del aire de dignidad y autoridad me dije: «Es el actor; todo en él es de actor». Usted no hubiera recibido esa impresión si él hubiera sido el presidente de la Compañía de Bazares reunidos. La citada impresión pudo aprenderla representando el papel de Hamlet, el del espectro del padre, el del Julio César o el del Rey Lear. Y nunca se desprendió usted de ella enteramente. No le fue posible ver sus vestidos suficientemente para decir que estaban ajados realmente, sino que vio una banda o forro de astracán y una clase de corte aparentemente a la moda. Y entonces yo me dije otra vez: «El actor». Ahora, antes de entrar en detalles acerca del otro hombre, noté una cosa en él, evidentemente ausente en el primero. Dijo que el segundo personaje no sólo era andrajoso, sino que iba sin afeitar hasta el punto de aparecer barbudo. Ahora bien, hemos visto actores afeitados, actores sucios, actores borrachos, actores desacreditados y sin reputación. Pero un actor con la barba como un estropajo, trabajando o buscando trabajo, raramente ha sido visto en este mundo. Además, que afeitarse es la primera cosa que deja de hacer un caballero o excéntrico hacendado cuando se decide a disfrazarse. Ahora tenemos todas las razones para creer que su amigo el millonario se había disfrazado. Pero no era sólo la negligencia lo que hacía aparecer pobre y con la cara barbuda. ¿No comprende que el hombre estaba prácticamente escondido? Por esto no fue al hotel y su secretario no le había visto desde hacía varias semanas. Era un millonario, pero todo su deseo era ser un millonario disfrazado. ¿Ha leído alguna vez La mujer de blanco? ¿No recuerda al elegante y atildado conde Fosco huyendo para salvar su vida de la acción de una sociedad secreta y que luego es encontrado asesinado, vistiendo la blusa azul de un vulgar obrero francés? Volvamos por un momento a la conducta de nuestros dos hombres. Usted vio al primer hombre tranquilo y sereno y usted se dijo: «Ésta es la víctima inocente», aunque la cara de la víctima inocente no era tranquila ni serena. Oí que estaba tranquilo y sereno y me dije: «¡Éste es el asesino!». ¿Por qué había de estar de otra manera sino tranquilo y sereno? Sabía lo que iba a hacer. Por largo tiempo estuvo haciéndose a su idea. Y si alguna vez hubiera tenido alguna duda o remordimiento se hubiese endurecido contra ellos antes de salir a escena… que en su caso podría decirse su escenario. No empuñó su pistola ni la esgrimió. ¿Por qué iba a hacerlo? La guardó en su bolsillo hasta que la necesitó y muy probablemente dispararía desde su bolsillo. El otro hombre sacó su pistola porque era cobarde como un gato y es muy posible que nunca hubiera tenido una pistola hasta entonces. Lo hizo por la misma causa que su mirada giraba en derredor. Y recuerdo que aun en su propia inconsciente evidencia dejó usted particularmente establecido que la volvía hacia atrás. El hecho es que miraba hacia atrás. En meras matemáticas o mecánicas cada uno corría detrás del otro… justamente como los otros.

—¿Qué otros? —inquirió el deslumbrado detective.

—Pues éstos —gritó el padre Brown golpeando la máquina automática con la pequeña pala de madera, la cual había continuado incongruentemente en sus manos a través de todos aquellos sangrientos misterios—, estos pequeños muñecos mecánicos que se cazan uno a otro girando y girando constantemente. Llamémoslos Mr. Azul y Mr. Rojo, por el color de sus chaquetas. Ocurrió que empecé con Mr. Azul y así los chiquillos dicen que Mr. Rojo está corriendo tras él. Pero hubiera parecido exactamente lo contrario de haber empezado con Mr. Rojo.

—Sí, empiezo a ver claro —repuso Muggleton—. Y supongo que el resto concuerda con lo demás. El parecido de familia confundió naturalmente los caminos y de este modo los guardianes no vieron salir del muelle al asesino.

—Porque nunca buscaron al asesino saliendo del muelle —dijo el otro—. Nadie les dijo que buscaran al tranquilo y bien rasurado caballero con el abrigo de astracán. Todo el misterio de su desaparición gira alrededor de un individuo que vestía un gabán y una bufanda roja. Pero la simple verdad es que el actor con el abrigo de astracán mató al millonario vestido de harapos y allí está el cadáver del pobre individuo. Es justamente como los muñecos rojos y azul; sólo que porque vio usted primero a uno, adivinó, equivocadamente, cuál vestía el rojo de la venganza y cuál el azul del miedo.

En este momento dos o tres niños empezaron a vagabundear por la arena y el sacerdote agitó su pala para llamarlos, golpeando teatralmente en la máquina automática. Muggleton presumió que lo más importante era impedir que se desviasen hacia el horrible bulto de la playa.

—Otro penique más perdido en el mundo —dijo el padre Brown—. Ahora debemos ir a casa para el té. ¿Sabes, Doris, que me gustan estos juegos giratorios? Dar vueltas y más vueltas como si jugáramos al Mulberry-Bush[2]. Después de todo. Dios hizo los soles y las estrellas para jugar al Mulberry-Bush. Pero esos otros juegos donde uno debe cazar al otro, donde los dos corredores son rivales, alcanzándose y adelantándose uno al otro… Cosas peores parecen haber pasado. Me gusta pensar en Mr. Rojo y Mr. Azul saltando siempre con libre e irreductible espíritu; los dos iguales, sin hacerse nunca daño el uno al otro… «¡Apasionado amante, nunca, nunca se marchitan tus besos… hasta la muerte!». ¡Feliz, feliz Mr. Rojo!

Él no puede cambiar aunque no tenga tu ventura Sakarás eternamente y él será azul.

Recitando estas nobles palabras de Keats con cierta emoción, el padre Brown se puso la pequeña pala de madera bajo el brazo y, dando las manos a dos de los chiquillos, dejó la playa, renqueando, para ir a tomar el té.