VII

Centre Street, 240 Aunque la Policía de Tráfico tiene una línea directa con la Jefatura de Policía -el viejo e imponente edificio del 240 de Centre Street-, la llamada comunicando el secuestro del Pelham Uno Dos Tres se realizó por la línea 911, sistema de urgencia instalado para acelerar la respuesta de la Policía a las llamadas más apremiantes. En tales casos, el operador que recibía la llamada no trataba con desdén a una fuerza policíaca secundaria, ni se mostraba altivamente democrático, sino que actuaba seguidamente, en interés de la eficacia y pleno rendimiento de la computadora de la Jefatura.

El mensaje indicador de datos tales, como la hora de la llamada, el lugar del suceso y la naturaleza del asunto, era suministrado a la computadora, la cual realizaba de veinticinco a treinta operaciones en tres segundos y transmitía la información a la sala de radio.

Aunque el secuestro de un tren metropolitano no era un suceso corriente, el operario que recibió la llamada no se impresionó demasiado. Cuando uno está acostumbrado a habérselas con algaradas, asesinatos en masa y catástrofes de todas las clases imaginables, el presunto secuestro de un vagón del Metro no era cosa digna de ser escrita a la familia, a pesar de su tufillo intrigante. El operario siguió, pues, el procedimiento rutinario.

La computadora le informó acerca de la docena de coches de patrulla que circulaban por los barrios más próximos al lugar del suceso y de los dos que estaban disponibles en los sectores 13 y 14. Después comunicó por radio con los citados coches, el 13 Boy y el 14 David, y les ordenó que comprobasen el suceso e informasen inmediatamente. Según el informe y su propia apreciación de la gravedad del hecho, la oficina de Planificación enviaría las fuerzas adecuadas para hacer frente a la situación, de acuerdo con una escala progresiva de señales: por ejemplo, la Señal 1041 (un sargento y veinte hombres), la 1047 (ocho sargentos y cuarenta números) u otras superiores.

En menos de dos minutos informó uno de los coches del sector:

–Catorce David llamando a Central. K.

–Adelante -dijo el operario-. K.

Pero mientras éste recibía el informe de 14 David desde el lugar del suceso, otra información era transmitida a más alto nivel. El teniente Prescott había llamado al jefe Costello, de la Policía de Tráfico, el cual había telefoneado, a su vez, al inspector jefe del DPNY, con el que le unía una amistad personal. El inspector jefe, que se disponía a salir de la oficina para tomar el avión a Washington, donde debía celebrarse una importante conferencia en las oficinas del Departamento de Justicia, comunicó inmediatamente el asunto a Planificación, ordenándole una movilización masiva, con inclusión de fuerzas de otros distritos, principalmente de Brooklyn y del Bronx. Por fin, y de mala gana, se dirigió al aeropuerto.

Los coches de patrulla de los sectores 13 y 14 se situaron en la zona afectada, para regular el tráfico y abrir paso a todas las unidades de Policía que llegasen, las cuales acudirían a toda velocidad por rutas de acceso determinadas de antemano.

Estas rutas sirven para trasladar urgentemente a hombres y vehículos a cualquier punto de la ciudad.

La Fuerza Táctica de Policía recibió el encargo de disolver las inevitables acumulaciones de gente.

Se despachó un helicóptero para que volase sobre el lugar.

Se proveyó de equipo adecuado a los miembros de la Brigada de Operaciones Especiales: ametralladoras, metralletas, gases, fusiles de mira telescópica, chalecos a prueba de balas, focos, sirenas. La mayor parte de las municiones eran del calibre 22, para reducir el peligro de los rebotes entre los propios policías y los transeúntes.

Volaron al lugar del suceso varias unidades de «jeeps grandes» (del tamaño de un pequeño camión) y de «furgonetas» (del tamaño de un gran camión de mudanzas).

Estos vehículos llevan un impresionante arsenal de armas, equipos de rescate y herramientas e instrumentos especiales, amén de generadores eléctricos y de llaves para abrir las puertas de emergencia del Metro.

Con la posible excepción de unos pocos detectives de paisano, que se distribuirían sin llamar la atención en el lugar, todas las fuerzas irían uniformadas.

En las operaciones importantes, donde debe reinar forzosamente cierta confusión, los detectives son poco numerosos y se mantienen en segundo término, pues, en el acaloramiento de la acción, y en particular si sacaban su pistola, podrían ser confundidos con los delincuentes.

El oficial encargado del mando de toda la operación era el jefe del distrito.

Tenía categoría de subinspector jefe, y su jurisdicción, conocida por Manhattan Sur, abarcaba toda la zona al sur de la Calle Cincuenta y Nueve, hasta la Battery. Su cuartel general, la oficina del distrito, se hallaba en la Academia de Policía de la Calle Veintiuno Este, a poco más de diez minutos a pie del lugar del suceso. Pero no fue andando, sino que tomó un automóvil de cuatro puertas, sin distintivo alguno, conducido por un chófer.

Cuando la operación alcanzase su punto culminante, intervendrían en ella un total de 700 policías.

Welcome Con la «Thompson» colgando junto a su pierna derecha, Joe Welcome miraba por la ventanilla de la puerta posterior del vagón. El túnel aparecía oscuro y sombrío, como si estuviese desierto. Un escenario algo fantástico, que le recordaba un carnaval al que había asistido una vez, a altas horas de la noche, cuando todo estaba ya cerrado.

La quietud lo irritaba. Le habría gustado ver revolotear un pedazo de papel, o moverse alguna de esas ratas que -según decía Longman- vivían en los túneles. Si viese una rata, podría pegarle un tiro. Al menos sería un modo de acción.

Era un centinela que nada tenía que vigilar, y se estaba poniendo nervioso.

Cuando planearon el golpe y Ryder distribuyó el trabajo, mencionó el suyo como algo importante: «Único responsable de asegurar la retaguardia.» Pero ahora resultaba que no podía ser más aburrido. Y no era que la parte delantera del vagón fuese mucho más divertida -vigilar a un puñado de honrados ciudadanos asustados-, pero al menos Steever se había distraído un poco aporreando la cabeza de aquel negro estúpido.

A partir de aquel momento, los pasajeros se habían comportado como angelitos, sin apenas moverse. Longman y Steever no tenían nada que hacer, salvo estar allí plantados. Ojalá los pasajeros se animasen un poco e intentasen alguna jugarreta. Aunque nada podían hacer. Quedarían hechos papilla antes de levantar el culo un palmo del asiento. Tal vez Longman los acribillaría, o tal vez no. Longman tenía fama de inteligente, pero era un cobarde. Steever era un hombre frío, pero tenía sesos de mosquito.

Miró a la chica de las botas y el gracioso sombrero. Parecía tener clase. Con las piernas cruzadas, balanceaba una de sus blancas botas. Él siguió la pierna hasta el muslo descubierto, suave y redondo, de un color sonrosado que, esforzando la vista, parecía carne desnuda. ¿Acaso no lo sabía ella? Se imaginóel resto del trayecto, entre las líneas de las cruzadas piernas.

Era un loco. Bueno, se lo habían dicho tantas veces, que quizá sería verdad.

Pero, ¿qué había de malo en estar loco? Vivía como le daba la gana, y no lo pasaba mal. ¿Loco? Muy bien. ¿Quién, que no fuese él, habría estado pensando en una chica, cuando estaba en juego un millón de dólares? Quizá dentro de una hora estarían todos muertos. Por consiguiente, ¿en qué podía pensar que fuese mejor que una mujer?

Volvió a mirar el túnel. Nada. Algunas señales verdes en el otro lado, algunas luces azules…, aburrimiento. ¿Por qué tardaba tanto Ryder? A él le gustaban las acciones rápidas; empezar y terminar, sin perder tiempo y sin complicaciones.

Ryder. No le entusiasmaba Ryder, aunque había que reconocerle dos cualidades: era un buen organizador y tenía valor. Pero era un tipo frío. Ni siquiera en la Organización -donde también se hablaba de disciplina, dejando aparte esa anticuada farsa del rispetto- había tanta frialdad. Eran gente vocinglera, y uno sabía siempre lo que pensaban. Si a uno le incordiaban, lo hacía saber en seguida. Y no había que buscar el diccionario para interpretar sus agudas maldiciones sicilianas. En cambio, Ryder no levantaba nunca la voz.

Y no era que los sicilianos le gustasen mucho más, pues si le gustaran no habría cambiado de nombre. Recordaba que el juez le había preguntado si sabía que Joseph Welcome era la traducción exacta de Giuseppe Benvenuto. Había que ser judío para sacar a relucir una cosa así. La gente le había gastado bromas sobre su nombre desde el día de su nacimiento. La única que lo había hecho de una manera amable era Miss Linscomb, en el Instituto, aunque más tarde se había vuelto contra él.

Miss Linscomb, de Latín I, que le había puesto un cero en su libreta escolar.

Algo inconcebible: Giuseppe Benvenuto, con su herencia latina, sacando siempre la nota más baja de latín en toda la historia del Instituto: un cero, un huevo de pato. Pero lo que nadie sabía era por qué se lo ponía ella. Una tarde le había hecho quedar después de clase, y a él se le metió una idea en la cabeza. Ella se había dejado tocar y le había besado en la boca; pero cuando se puso farruco y trató de pasar a mayores, ella se volvió remilgada. ¡Giuseppe! ¿Cómo te atreves? ¡Abróchate en seguida!, y le volvió la espalda. Pero él estaba como loco. La asió por la cintura con los brazos y la estrechó contra su cuerpo. Ella empezó a retorcerse para soltarse, pero lo único que consiguió fue excitarlo más, con el resultado de que su vestido quedó hecho un verdadero asco.

No podía denunciarle sin dar una serie de explicaciones desagradables; por consiguiente, se vengó con el cero en latín. Ahora le sorprendía lo bien que la recordaba: una vulgar y pálida joven, de senos menudos y piernas imponentes. De pronto, y por primera vez, se le ocurrió pensar que quizá la única razón de su furor y de haberle puesto el cero era que le había estropeado el vestido.

Bueno; ahora era demasiado tarde para hacerse el listo. Las ocasiones no se repiten.

Los chicos de la Organización la tomaron con su nombre; sentían debilidad por esos graciosos apelativos, y por ello, cuando apareció él una vez en la Prensa -una acusación de estupro, retirada por falta de pruebas-, los periódicos le llamaron Giuseppe (Joe Welcome) Benvenuto. Esto fue unas semanas antes de que se metiese en el lío que le valió la expulsión. La Organización le había ordenado que diese una lección a un par de tipos, y él, en vez de ello, los había liquidado. ¿Qué importaba? Él sólo había querido terminar de prisa, y nada más. Pero le metieron un rapapolvo de padre y muy señor mío. No porque les importase un bledo la muerte de aquellos tipos, sino porque había desobedecido las órdenes. Disciplina. Él, en vez de confesar que había hecho mal y de prometer que, en adelante, sería buen chico, les cantó las cuarenta, con el único resultado de que le dieron la patada. ¡Expulsado por la Mafia!

Después no se metieron con él; por tanto, es posible que sea pura monserga todo lo que se dice acerca de que nadie sale de la Organización como no sea «con los pies por delante». Sin embargo, a él le había preocupado, y tal vez, de no haber sido por su tío, su Zio Jimmy, que era un capo importante, le habría pasado algo. Bueno, ¡al diablo con los mafiosos! No los necesitaba para nada. Se había ganado la vida con sus propios medios, sin tener que ensuciarse las manos trabajando, y, si este negocio acababa bien, ganaría cien mil pavos, que era más de lo que ganaban en diez años muchos patanes de la Organización, dijesen lo que dijesen los periódicos.

Tenía los ojos lacrimosos de tanto mirar al túnel. Se los secó con el nilón y volvió a clavar su mirada en la vía desierta. Pero no, no estaba desierta. A lo lejos -y frunció los párpados para agudizar su visión- alguien avanzaba entre las vías, en su dirección.

Anita Lemoyne Las metralletas eran espantosas, pero a Anita Lemoyne no la asustaban. Nadie le haría daño; tal vez se lo harían a alguno de los otros, como aquel negro fanfarrón, pero no a ella. De vez en cuando se tropezaba con un hombre que le volvía la espalda, pero esto no era lo corriente. Incluso los que no la apreciaban de un modo especial, se dejaban seducir por sus encantos. Y, por muy rudos que fuesen aquellos pistoleros, no iban a destruir un objeto de lujo, aunque sólo lo valorasen objetivamente. Por consiguiente, no estaba asustada; sólo fastidiada, porque si no terminaba pronto aquella estúpida comedia, le costaría dinero.

Permanecía sentada tranquilamente -sabía poner cara de póquer, de la misma manera que sabía no ponerla cuando le convenía-, pero empezaba a sentirse malhumorada. No podía permitirse el lujo de esperar en un sucio vagón de Metro sólo a tres cochinas paradas de su punto de destino, con secuestro o sin él. El Don Juan a quien iba a visitar pagaba ciento cincuenta pavos, y no toleraba los retrasos. Una vez había oído cómo le metía una bronca a una chica, torciendo su boquita infantil como un gusano, mientras le decía: «Si yo no puedo perder un segundo en mi trabajo, no comprendo por qué una fulana ha de retrasarse un cuarto de hora.» Y había despedido a la muchacha y no había vuelto a verla.

Trabajaba en Televisión, y sin duda era un personaje en el Departamento de noticias. Productor o director, o algo por el estilo. El hombre indispensable, según decía él mismo. Y tal vez lo era. Al menos, vivía como si lo fuese: un piso en un barrio céntrico, una casa de verano en Southampton, canoa, coches y todo lo demás. Tenía algunas ideas raras sobre el sexo, pero, ¿quién no las tenía? ¿Y quién era ella para criticar las preferencias de los otros? Salvo que le pegasen, cosa que no habría tolerado, era capaz de aguantar todos los trucos. Al tipo de la Televisión le gustaban dos chicas a la vez y había inventado una extraña serie de «combinaciones y permutaciones», según solía llamarlo. Con ella se portaba bien, aunque recientemente le había dado la impresión, a juzgar por las cosas que más le gustaban a él, que era un homosexual inconsciente y que, si llegaba a comprenderse a sí mismo, despediría a las chicas.

Pero, desde luego, no pensaba decírselo mientras fuesen cayendo los billetes.

Cosa que pronto dejaría de ocurrir, si no salía de este lío y llegaba pronto a la estación de Astor Place. Y no sólo se perdería un «jornal», sino que aquel niño mimado no querría comprender que la causa de su retraso se había debido a que unos gamberros le habían apuntado con sus metralletas. De todos modos, le daría la patada y probablemente le diría que el tiempo también contaba para ellos.

De pronto, su pie, que había marcado el ritmo de su impaciencia, se inmovilizó. ¿No podría conquistar a uno de aquellos bastardos, para que la dejasen marchar? Tal vez era una locura, pero, ¿cómo podía saberlo si no lo intentaba? ¿Acaso aquel de la puerta de atrás no se la había estado comiendo con los ojos desde el momento en que entró en el vagón? ¿Y no lo hacía aún, desde quince o veinte metros de distancia?

Recordaba perfectamente su aspecto antes de ponerse la máscara: un chulo, un latín lover, nada feo por cierto. Conocía el tipo: un rufián, pero loco por las faldas. Bien…, pero, ¿cómo iba a operar si lo tenía a medio kilómetro de distancia? Quizás uno de los otros tres. El alto, el jefe, se había metido en la cabina del conductor. Entonces, ¿el fuerte? ¿O el nervioso? Tal vez, aunque ninguno de ellos la había mirado aún de forma «adecuada». Sin embargo, tampoco ella había hecho nada por su parte; no había echado el resto.

De pronto, el chulo empezó a gritar. Había abierto la puerta posterior y sacado por ella la metralleta, mientras lanzaba gritos mirando hacia el túnel.

Longman Primera sangre.

Era el término tradicional con que los ferroviarios designaban la primera vez que un conductor mataba a alguien en la vía, y Longman lo había aplicado -erróneamente, según comprendió después- a Steever, cuando golpeó en la cabeza al negro insolente. Evitaba mirar a la víctima, sentada allí y manteniendo en la cara un pañuelo ensangrentado; pero no verlo era una cosa, y otra no pensar en él, y sus piernas seguían temblando un poco. El porrazo de Steever, descargado con tanta tranquilidad, le había hecho sentir de nuevo lo inverosímil de su situación. Si hubiese estado en su sano juicio, ¿se habría dejado meter en un lío semejante? ¿Cómo había dejado que Ryder le hipnotizase hasta el punto de hacerle perder la cabeza?

Pero, ¿qué había ocurrido en realidad? ¿Había seguido mansamente a Ryder, contra su propia voluntad? Plantado en aquel momento en la parte delantera del vagón, con aquella extraña metralleta entre sus ateridas manos, sudando ligera pero continuamente bajo la máscara, decíase que su papel no había sido tan pasivo como quería creer. En realidad, había colaborado en serio. Y se había estado engañando cuando se decía que era sólo un juego, una gansada para divertirse mientras bebían su cerveza semanal al salir de la oficina de desempleo. La verdad era que Ryder había reconocido tácitamente que era posible el secuestro; lo que faltaba saber era si sería viable. Los sondeos de Ryder, sus comentarios, eran serios de verdad, encaminados a decidir en favor o en contra de llevar a cabo el golpe, y Longman lo sabía. Entonces, ¿por qué había picado el anzuelo? Ryder le había excitado y estimulado su imaginación. Pero, aparte esto quería ganarse el aprecio de Ryder; le interesaba mostrar su competencia, su inteligencia, e incluso su valor, a los ojos de Ryder. Por último -según había razonado en una ocasión-, Ryder había nacido para mandar, como él había nacido para obedecer y, quizá, para adorar a un héroe.

Recordó su sorpresa cuando, a la semana siguiente de haber mencionado el asunto, Ryder le dijo, sin ambages:

–He estado pensando en lo del secuestro del Metro. Parece descabellado.

–En absoluto -dijo Longman, y sólo mucho más tarde se dio cuenta de que había picado el anzuelo de Ryder-. Podría hacerse perfectamente.

Ryder comenzó a hacerle preguntas, y Longman empezó a comprender la vaguedad del plan que había tramado. Ryder puso hábilmente el dedo en la llaga de las imperfecciones, y Longman, aceptando el reto y queriendo exhibirse ante Ryder, empezó a buscar las soluciones. Por ejemplo, Ryder había observado que se necesitarían unos treinta hombres para dominar a los pasajeros de los diez vagones.

Longman se quedó pasmado al darse cuenta de su poca previsión en un punto tan importante; pero, casi inmediatamente, encontró la solución: desenganchar el primer vagón del tren. Ryder asintió con la cabeza y dijo:

–Sí; con una docena de rehenes se puede presionar lo mismo que con un centenar.

Pero no siempre era Longman tan afortunado.

Pasó la semana siguiente sopesando detalles y estudiando soluciones, y, en su próximo encuentro, desembuchó el fruto de su trabajo sin que el otro se lo pidiera.

Ryder atacó de nuevo, buscando puntos débiles, obligándolo a defenderse. Ryder no hacía el menor esfuerzo por resolver problemas o perfeccionar los planes; representaba, simplemente, el papel de abogado del diablo, de tábano que hostigaba a Longman para hacerle desplegar todo su ingenio. Sólo más tarde, una vez solventados los problemas técnicos, empezó Ryder a aportar ideas propias.

Un día -debía ser su sexta o séptima reunión-, dijo Ryder:

–Es probable que unos cuantos hombres resueltos pudiesen apoderarse del tren, pero no acabo de ver cómo podrían escapar después.

–Confieso que es difícil -dijo Longman, con naturalidad-. Muy difícil.

Ryder le miró fijamente y casi sonrió.

–Supongo que has pensado en ello.

Longman hizo un guiño, pero en seguida pensó: «Por eso había eludido siempre esta cuestión; sabía que yo no la pasaría por alto, y me daba tiempo de sobra para estudiarla.»

–Pues sí -dijo Longman-. Le he dedicado algunos ratos perdidos. Creo que sé la manera de lograrlo.

–Dímela -dijo Ryder.

Longman le expuso orgullosamente el fruto de sus reflexiones y, cuando hubo terminado, miró a Ryder con aire de triunfo.

–Otra ronda -dijo Ryder al camarero. Y después, volviéndose a Longman-:

Lo haremos.

Tratando de imitar el tono despreocupado de Ryder, dijo Longman:

–Claro; ¿por qué no?

Pero se sintió súbitamente aturdido, y más tarde recordó que esta sensación era la misma que sentía cuando se disponía a acostarse con una mujer.

Pero aún estaba a tiempo de volverse atrás. Sólo tenía que decir: «No.» Claro que habría perdido el aprecio de Ryder; pero no habría habido represalias. Sin embargo, Ryder no era el único factor que jugaba en el asunto. Era como si toda su vida le empujase: un ambiente gris y miserable, la soledad, la lucha por la subsistencia, la falta de un verdadero amigo, hombre o mujer. A los cuarenta años, cuando aún era apto para el trabajo, estaba condenado, en el mejor de los casos, a una serie de empleos vulgares, serviles, sin fruto. Ésta había sido su vida, desde que había perdido su puesto en el Metro, y su situación iría de mal en peor. Lo que probablemente le decidió a hacer este último y desesperado esfuerzo en pro de una vida mejor fue el amargo recuerdo de un período en el que había sido portero de una casa de apartamentos. Abrir la puerta a personas que ni siquiera se daban cuenta de que existiese, e incluso a otras que le saludaban con condescendencia; salir bajo la lluvia para llamar a un taxi; cargar con los paquetes de gordas matronas; sacar a pasear los perros de los inquilinos que pasaban el día fuera de casa o que, simplemente, no querían salir a la calle con mal tiempo; discutir con mandaderos entremetidos; alejar a borrachos que pretendían entrar a calentarse; sonreír, hacer zalemas y tocarse la visera de la gorra. Un lacayo, un siervo bajo la simiesca capa de un uniforme castaño.

Era un recuerdo brutal, que le dio ánimos durante los meses de preparativos, aunque nunca había logrado sacudirse la agorera impresión del hombre que va a someterse a una grave operación quirúrgica, con igualdad de probabilidades de morir o salvarse…

La voz de Joe Welcome rompió el silencio; una voz tan terrorífica como un repentino acto de violencia. Longman palideció bajo la máscara. Al otro extremo del vagón, Welcome, plantado frente a la puerta, gritaba en dirección al túnel. Longman comprendió, estuvo seguro de que Welcome dispararía y de que alguien, fuese quien fuese, iba a morir. Por eso, cuando sonaron realmente los disparos, se sintió casi aliviado. Antes de extinguirse el eco, Longman golpeó furiosamente la puerta de la cabina.

Caz Dolowicz Como un escuálido y sombrío Pied Piper, el jefe de tren marchaba a la cabeza de la hilera de pasajeros que avanzaban entre las vías, envueltos en la oscuridad. En el túnel hacía frío, había mucha humedad y era fuerte la corriente de aire; pero el jefe de tren sudaba, tenía enrojecida la blanca tez y habían aparecido profundas arrugas en su tersa frente.

–Me importa un bledo que estén armados con cañones. – Su voz resonó en el túnel-. No podía usted abandonar su tren sin autorización -gritó Dolowicz.

–Me obligaron. Nada podía hacer.

–Como el capitán que abandona su barco en primer lugar; exactamente lo mismo.

Mientras hablaba con el jefe de tren, Dolowicz sentía una creciente presión en el pecho, dolor en el estómago y en la cabeza, como si cada nuevo desastre de la lista -desenganche del tren, traslado del primer vagón, intimidación de los empleados y los pasajeros, corte de la corriente- determinase una reacción peculiar en un órgano distinto.

–Dijeron que me matarían… -El jefe de tren sintió que se le quebraba la voz y se volvió a los pasajeros, como pidiéndoles que confirmasen sus palabras-. Tienen ametralladoras!

Varios pasajeros asintieron tristemente con la cabeza, y, al final de la hilera, gritó una voz:

–Salgamos de aquí, salgamos de esta cloaca.

Otras voces le hicieron eco, y Dolowicz advirtió el peligro de una ola de pánico.

–Está bien -dijo al jefe de tren-. Está bien, Carmody. ¿Carmody? Bueno, lleve inmediatamente a la estación a estos pasajeros. Encontrarán un tren parado.

Emplee su radio y diga a los del Centro de Control lo que acaba de decirme a mí.

Dígales que voy a investigar. – ¿Va usted para allá?

Dolowicz pasó junto al jefe de tren y se echó a andar por la vía. La fila de pasajeros era más larga de lo que había presumido; debía de estar compuesta por unas cien personas. Le gritaron al pasar, quejándose de su viaje interrumpido, amenazando con reclamar daños y perjuicios al municipio, exigiendo que les devolviesen el importe del billete. Algunos le aconsejaron que tuviese cuidado.

–Sigan adelante, amigos -dijo Dolowicz-. No hay peligro. El jefe de tren los conducirá a la estación, que no está lejos. Vayan aprisa y no se preocupen.

Después de haberse cruzado con los últimos pasajeros, Dolowicz pudo avanzar más rápidamente. Su enojo se incrementó al ver los nueve coches que habían sido desenganchados, inmóviles e inútiles, entorpeciendo el tránsito, con las débiles luces de emergencia que les daban una patética y exigua animación. Una bolsa de gases subió hasta su corazón y le arrancó un intenso dolor. Se esforzó por lanzar un eructo y consiguió hacerlo subir hasta la mitad de camino, lo cual le alivió o le dio una impresión de alivio. Frunció los labios y tensó los músculos abdominales, pero todo fue inútil.

Siguió avanzando tercamente, con la cabeza gacha, hasta que, a un centener de metros delante de él, vio la pálida iluminación del primer vagón del Pelham Uno Dos Tres. Inició un trotecillo, pero casi inmediatamente aflojó la marcha y volvió a caminar al paso. Al acercarse más, vio que la puerta posterior estaba abierta y que en ella se recortaba la silueta de un hombre. Le pareció oportuno seguir avanzando con más cautela; pero esa aprensión se desvaneció en seguida, para ser sustituida por una furia helada. ¡Bastardos! ¡Atreverse a jugar con su tren! Aceleró el paso, mientras se apretaba el lado izquierdo del pecho para mitigar el dolor o desalojar la bolsa de gases.

Le llegó una voz de la puerta del vagón:

–Quédese donde está, Johnny.

Era una voz fuerte, retumbante, amplificada por la acústica del túnel. Dolowicz se detuvo entre los raíles; más no para obedecer, sino a causa de su irritación.

Aspirando fuerte, para recobrar el aliento, respondió: -¿Quién diablos es usted para darme órdenes?

–He dicho que se detenga. – ¡Al diablo! – chilló Dolowicz-. Soy el jefe de servicio y voy a subir al tren.

Y reanudó la marcha. – ¡Le he advertido que no se mueva!

El hombre hablaba ahora a voz en grito, con evidente tono de amenaza.

Dolowicz agitó desdeñosamente la mano. – ¡Le he avisado, estúpido! – La voz era ahora como un chillido.

Dolowicz miró al hombre desde una distancia de unos cuatro metros, y, en el mismo instante, se dio cuenta de que aquel tipo le apuntaba con algo, vio un destello en la boca del arma, un destello brillante como un rayo de sol, y sintió un agudo e intenso dolor en el estómago. Aún tuvo conciencia de algo más: de una oleada de ira ante esta nueva ofensa, que venía a sumarse, a superponerse, al dolor de los gases.

No llegó a oír el estampido de la detonación, que retumbó en las paredes con un eco prolongado. Muerto ya, dio dos pasos atrás, antes de derrumbarse hacia la izquierda, sobre el brillante raíl.

–El tren ha sido secuestrado -chilló el empleado-. Hay que decírselo a quien sea. Hombres armados, con metralletas…

Artis levantó una mano para interrumpir la histérica palabrería del jefe de tren.

Después, cogió el aparato de radio que llevaba colgado del hombro, se lo acercó a la boca y habló:

–El agente Artis llamando al Centro Neurálgico. El agente James llamando al Centro Neurálgico.

–Hable, agente James.

–Al menos cien pasajeros llegan andando por el túnel. – Los pasajeros que esperaban que el tren abriese sus puertas, se habían agolpado a su alrededor y se confundían con los que venían del tren secuestrado-. Es imposible guardar el secreto.

Si sigo diciendo esta estupidez de las dificultades técnicas, me van a linchar. ¿No pueden hablarles por el altavoz de la estación?

–La Mesa de Comunicaciones dará una información dentro de un par de minutos. Procure tranquilizarlos, y que nadie se acerque al extremo sur del andén.

El jefe de tren seguía chillando: -…por la vía. Yo le avisé, pero…

–No cierren -dijo Artis, y, volviéndose al jefe de tren-: Repita eso.

–El jefe de servicio de Grand Central se echó a andar por la vía en dirección al tren.

–Sargento, según el jefe de tren, un hombre que dijo ser el jefe de servicio de Grand Central se dirigió al tren andando por la vía. Espere… ¿Cuánto tiempo hace de eso?

–No estoy seguro -dijo el jefe de tren-. Tal vez unos cuantos minutos.

Los pasajeros rompieron a hablar en coro disonante, confirmando unos y negando otros el cálculo del jefe de tren. – ¡Cállense! – chilló Artis-. No hagan ruido. – Y, por la radio-: Hace sólo unos minutos. – ¡Dios mío! Se ha vuelto loco. Escuche, James: Debe ir a buscarlo. Procure alcanzarle y hacerle volver. Apresúrese, pero tenga mucha prudencia y no se acerque a los secuestradores. Responda.

–Voy para allá.

Artis James había estado en el túnel sólo una vez, en acto de servicio. Había perseguido, con otro policía, a tres muchachos que, después de robar un bolso, se habían echado a correr por la vía. La caza había sido divertida, y el hecho de trabajar con un compañero provocaba un sentimiento de solidaridad. Los trenes no habían dejado de circular, y esto había dado un matiz de peligro a la operación. En definitiva, habían pillado a los tres muchachos en el momento en que se disponían a forzar una salida de emergencia, y los habían llevado, temblorosos, a la estación.

Pero esto era menos divertido. El oscuro túnel estaba poblado de sombras, y, aunque no existía el peligro de los trenes, no podía olvidar que avanzaba en dirección a una banda de criminales fuertemente armados. Y, por muchos refuerzos que enviasen, ahora se hallaba completamente solo. Se le ocurrió pensar que si hubiese estado unos minutos más charlando con Abe Rosen, otro «afortunado» policía se habría encargado del asunto. Pero esta idea le avergonzó, y, pensando en el jefe de servicio, que corría un peligro mortal, apretó el paso. Después de deslizarse junto a los lúgubres vagones desenganchados del Pelham Uno Dos Tres, que permanecían como muertos en la vía, echó a correr, apoyándose en las puntas de los pies.

Empezaba a jadear cuando aparecieron las luces del primer vagón del Pelham Uno Dos Tres. Momentos después, distinguió una oscilante silueta a cierta distancia delante de él. Volvió a correr, muy inclinado para ocultarse, y la figura del jefe de servicio adquirió una forma más definida. De pronto sonaron voces en el túnel; voces violentas, que rebotaban contra las paredes. Siguió avanzando, pero con mayor prudencia, pasando de un pilar a otro, ocultándose un momento antes de avanzar de nuevo.

Estaba a dieciocho o veinte metros del vagón, detrás de uno de los pilares, cuando un disparo resonó en el túnel, levantando un eco, que se repitió como en la casa encantada de un parque de atracciones. Cegado por el destello del fogonazo, palpitándole el corazón, se apretó contra el rígido metal de la columna.

Debió de transcurrir un mintuo antes de que se atreviese a mirar desde el borde del pilar. Una nubecilla flotaba en el aire cerca de la parte posterior del vagón. Había varias figuras mirando desde la puerta. El jefe de servicio estaba tendido sobre la vía.

De momento pensó en retroceder, en busca de un sitio más seguro; pero el riesgo de que le vieran era demasiado grande. En vez de ello, y después de tomar la precaución de bajar el volumen, descolgó su radio y llamó, con voz muy baja, al Centro Neurálgico: -¡Por amor de Dios, levante la voz! Apenas lo oigo.

En el mismo tono, explicó que no tenía más remedio que hablar bajo, y, después, refirió lo sucedido al jefe de servicio. – ¿Cree usted que está muerto?

Aguzó el oído para captar la voz del sargento; una voz desapasionada, interesada sólo por los hechos.

–Está allí tumbado -dijo Artis-; le dispararon con una metralleta; por consiguiente, debe de estar muerto. – ¿Está seguro?

–Debe de estarlo -dijo Artis-. ¿O quiere que me acerque a tomarle el pulso?

–Tranquilícese. Vuelva a la estación y espere nuevas instrucciones.

–Esto es lo malo -murmuró Artis, ansiosamente-. Si me muevo, me verán.

–Entonces, quédese donde está hasta que lleguen los refuerzos. Pero no haga nada, no haga nada, sin instrucciones concretas. Repita.

–Repito. Quedarme aquí. No hacer nada. ¿Es eso?

–Está bien. Cierro.

Ryder «Un soldado muerto», pensó Ryder, mirando por la puerta posterior; el enemigo ha sufrido una baja. Aquel cuerpo humano parecía un muñeco gordinflón, con sus ojillos entornados y sus gordezuelas manos apretadas sobre una barriga de la que brotaba aserrín colorado. Su cabeza descansaba sobre un raíl, y la mejilla parecía pintada de verde por el reflejo de una luz de señales.

–Lo he liquidado -dijo Joe Welcome, con los ojos brillantes, detrás de las aberturas de su máscara-. El muy bastardo siguió avanzando después de avisarle que no lo hiciese. Le he cosido la barriga a balazos.

Ryder observó al caído. Casi hablando consigo mismo, dijo:

–Está muerto.

Su larga experiencia no podía engañarle.

–Puedes apostarte lo que quieras -dijo Welcome-. Cinco o seis balas en el mismísimo ombligo.

Ryder miró más allá del cadáver -éste ya no contaba para nada; había dejado de ser una amenaza, si es que lo había sido en algún momento-, y oteó el terreno: el piso del túnel, los brillantes raíles, las oscuras paredes, las pilastras que podían ocultar a un hombre. No se observaba el menor movimiento; sólo la silenciosa oscuridad del túnel, interrumpida por el brillo de las señales, las luces que indicaban los teléfonos, las cajas de la electricidad, las salidas de emergencia.

–He empezado la acción -dijo Welcome, con palabras breves, entrecortadas, que hacían subir y bajar el nilón sobre su boca-. Estamos uno a cero.

«Estaba en plena aceleración», pensó Ryder; aquella muerte había enriquecido la mezcla de su sangre.

–Dile a Steever que venga aquí. Quiero que cambies de sitio. – ¿A qué viene eso? – preguntó Welcome-. ¿Por qué cambias los planes?

–Los pasajeros saben que has disparado contra alguien. Serán más fáciles de manejar si tú los vigilas.

El nilón de la máscara de Welcome se dilató en una amplia sonrisa.

–Tú mandas.

–No te pases de la raya -dijo Ryder, al empezar Welcome a separarse de él-.

No te excites; se portarán bien.

Ryder volvió a observar el túnel. Steever se plantó detrás de él y esperó a que hablase.

–Encárgate de esta puerta -dijo Ryder-. Quiero tener cerca a Welcome, para no perderlo de vista.

Steever asintió con la cabeza y miró por encima del hombro del otro. – ¿Muerto?

VIII

Artis James El agente de tráfico Artis James estaba en la calle, mejor dicho, en el vestíbulo de un edificio de oficinas de Park Avenue South, a poca distancia de la estación de la Calle Veintiocho. Aparentemente había ido a comprar un paquete de cigarrillos; pero, en realidad, estaba metiendo la pata. Había sentido la necesidad de descansar un poco charlando con Abe Rosen, concesionario del quiosco de tabacos del edificio.

Artis James y Abe Rosen se habían hecho amigos por la recíproca atracción de los polos opuestos, y esta amistad se fortalecía gracias a una buena dosis de cuchufletas étnicas, cuidadosamente pronunciadas para que no degenerasen en insulto accidental (o inconsciente). Hoy, como de costumbre, se estuvieron zahiriendo suavemente durante un cuarto de hora, y, después, Artis se despidió.

–Hasta mañana, gonif -dijo Artis.

–Hasta la vista, schwartzer.

Artis salió a la luz del sol. Al empezar a bajar la escalera de la estación, no pensó siquiera en que no volvería a estar al aire libre hasta el final de su turno de servicio. El subsuelo era su elemento, como las capas altas del aire lo eran para el aviador, o el mar para el marinero. Cruzaba la verja, después de saludar con la mano al taquillero, cuando recordó que había cerrado su radio. La puso en marcha, y en seguida oyó una llamada. Carraspeó y respondió. – ¿Dónde estaba usted? – dijo una voz.

–Lo siento, sargento. Tuve que salir. Hubo una anciana que…

–Ésta no es razón para que cerrase la radio.

–Tuve que ayudar a esa anciana a tomar un taxi -dijo James, sin pensarlo mucho. Era muy vieja y estaba tan débil que casi no podía oír su voz. Después de meterla en el taxi, tuve que dar su dirección al conductor, y, como no conseguía oírla, cerré la radio.

–Bonito cuento. Pero no importa. ¿Dónde está usted ahora?

–Calle Veintiocho, andén sur. Acabo de llegar.

–Procure mantener el orden. Enviamos refuerzos. ¿Hay mucha gente en el andén?

Artis observó que un tren estaba detenido junto al andén, con las puertas cerradas. Desde fuera, algunas personas golpeaban las puertas y las ventanillas con los puños.

–Puedo manejarla -dijo Artis-. ¿Qué sucede? Después de una pausa, dijo el sargento:

–Escuche y tenga calma. Han secuestrado un tren. No se excite. Los refuerzos están en camino. Mantenga el orden en el andén y permanezca callado. Cierro.

En cuanto Artis apareció en el andén, se vio rodeado de pasajeros, quienes le pedían que mandase abrir las puertas del tren.

–Ha surgido un pequeño problema técnico -dijo Artis-. Tranquilícense.

Pronto estará arreglado. – ¿Qué clase de problema técnico? – ¿Hay algún herido? – ¡Habría que procesar a ese maldito alcalde!

–Tranquilícense, por favor -dijo Artis-. Tengan un poco de paciencia y…

Vio que en el extremo sur de la estación una muchedumbre empezaba a subir al andén desde la vía. Se apartó de los pasajeros y corrió hacia aquel lugar. Media docena de personas empezaron a farfullar, muy agitadas. Mientras trataba de calmarlos, vio a un joven jefe de tren en el extremo del andén.

–Tal vez fue necesario. Aunque no lo creo. En cambio, él se siente dichoso.

–Ryder movió la cabeza en dirección a la parte delantera del coche-. Hay un hombre que está sangrando. ¿Lo golpeaste tú?

–Tuve que hacerlo -respondió Steever-. ¿No crees que pondrá nerviosa a la gente? Me refiero a Welcome.

–Hablaré con ellos. – ¿Marcha todo bien?

–De acuerdo con lo previsto. Ya dije que, al principio, la cosa iría despacio. Los del otro bando están todavía aturdidos. Pero en cuanto se repongan marcharán por donde digamos.

Steever asintió, satisfecho. «Era un hombre sencillo», pensó Ryder; un buen soldado. Tanto si las cosas iban bien como mal, él cumpliría su cometido. No pedía garantías. Corría el riesgo y aceptaba las consecuencias, no porque tuviese espíritu de jugador, sino porque su mente simple comprendía perfectamente las condiciones del trato. Se vive o se muere.

Ryder se echó a andar por el vagón. Apoyado en la barra central, Welcome ocupaba, con aire desafiante, el lugar que había dejado vacante Steever; y los pasajeros tenían buen cuidado en mirar en otra dirección. Longman, incrustado en el ángulo que formaba la puerta delantera y el borde frontal de la cabina, parecía haberse encogido. Los disparos lo habían aterrorizado. En realidad, no estuvo muy lejos del pánico cuando aporreó la puerta de la cabina. Ryder había oído también los disparos, amortiguados por el aislamiento de la cabina; pero no les hizo caso, ni tampoco a las llamadas de Longman, hasta que hubo terminado de hablar con el Centro de Control. Al salir de la cabina y ver a Longman, comprendió inmediatamente su estado de ánimo. Era asombroso cómo podían captarse las expresiones a través de una máscara de nilón.

Se colocó a la izquierda de Welcome y habló, sin ningún preámbulo:

–Hace un rato, algunos de ustedes pidieron información. – Hizo una pausa y vio que los pasajeros volvían la cabeza en su dirección; algunos, vivamente; otros, sorprendidos o temerosos-. La información que más les interesa es ésta: son nuestros rehenes.

Se oyeron un par de gemidos y un grito ahogado de la madre de los dos muchachos; pero la mayoría de los pasajeros recibieron la noticia con serenidad, aunque algunos de ellos cambiaron miradas, como si no supieran lo que hacer y buscasen un consejo. El ojo derecho del negro tenía, junto al borde de su ensangrentado pañuelo, una expresión dura y disciplinada. El hippy sonreía beatíficamente, mirándose los dedos de los pies.

–Los rehenes -dijo Ryder- son una forma de seguro temporal. Si conseguimos lo que queremos, les dejaremos en libertad, sin causarles daño alguno.

Hasta entonces, deben hacer exactamente lo que les digamos.

El viejo elegante dijo, con voz tranquila: -¿Y si no consiguen lo que quieren?

Los otros pasajeros evitaron mirar al viejo, como rechazando toda complicidad con él; había hecho una pregunta cuya respuesta nadie deseaba oír. Ryder respondió:

–Esperamos conseguirlo. – ¿Y qué es lo que quieren? preguntó el viejo-. ¿Dinero?

Welcome dijo: -¡Basta, abuelo! ¡Cierre el pico! – ¿Qué otra cosa podía ser? – dijo Ryder al viejo, esbozando una sonrisa bajo la máscara.

–Ya; dinero -dijo el viejo, asintiendo con la cabeza, como si confirmase una impresión previa-. ¿Y si no lo consiguen?

Welcome dijo:

–Puedo hacerle callar, viejo; puedo meterle una bala en el gaznate.

El viejo no se achantó.

–Amigo mío, sólo hago unas cuantas preguntas lógicas. Somos personas razonables, ¿no? – Se volvió a Ryder-: Si no consiguen el dinero, ¿nos matarán?

–Lo conseguiremos -dijo Ryder-. Lo único que debe preocuparles es que no vacilaremos en matarles a todos si se pasan de la raya. No lo olviden.

–Bien -dijo el viejo-. Escuche…, sólo por curiosidad…, ¿cuál es su precio? ¿No puede darnos alguna indicación?

El viejo miró alrededor del vagón, pero todos se desentendieron de él. Se rió solo.

Ryder avanzó por el pasillo hacia la parte delantera del vagón. Longman salió a su encuentro. – ¡Atrás! – exclamó Ryder-. Estás en la línea de fuego.

Longman se apartó, pero estiró la cabeza y murmuró:

–Creo que hay un poli sentado allí. – ¿Por qué? ¿Quién es?

–Echale un vistazo. ¿Has visto a alguien que tuviese más pinta de policía?

Ryder buscó al hombre con la mirada. Estaba sentado al lado del hippy; era un tipo alto, robusto, de cara cuadrada y con un aspecto bovino que no revelaba mansedumbre, sino fiereza. Vestía chaqueta de tweed y camisa arrugada, y llevaba una corbata roja ligeramente sucia. No podía decirse exactamente que fuese muy pulcro, pero esto importaba poco; nadie se preocupaba de cómo vistiese un detective.

–Vamos a cachearlo -murmuró Longman-. Si es un poli y lleva pistola…

Su susurro se extinguió y se convirtió en un áspero y audible gruñido.

Cuando, días atrás, surgió la cuestión de cachear alos pasajeros, habían resuelto no hacerlo. Eran muy pocas las probabilidades de que alguien llevase pistola, y sólo un loco intentaría usarla contra unas fuerzas tan superiores. En cuanto a los cuchillos, que era un arma más probable, no constituían ningún peligro.

Indudablemente, el hombre tenía aspecto de detective veterano.

–Bueno -dijo Ryder a Longman-. Cúbreme.

Los pasajeros encogieron los pies con ostensible diligencia al avanzar él por el pasillo.

Ryder se detuvo frente al hombre.

–Póngase en pie.

Lentamente, sin apartar la mirada del rostro de Ryder, el hombre se levantó.

Junto a él, el hippy se rascaba concienzudamente por debajo del poncho.

Tom Berry Tom Berry oyó la palabra «cachear», un término profesional más elocuente que cualquiera otra expresión. El hombre alto, el jefe, parecía observarle, como si sopesara alguna sugerencia que le había murmurado el otro. Sintió que le invadía una ola de calor. De algún modo, lo habían descubierto. La pesada «Smith and Wesson» del 38, con su macizo cañón de dos pulgadas, estaba firmemente sujeta por su cinturón, apretándole la desnuda piel bajo el poncho encubridor. ¿Qué iba a hacer?

El asunto era urgente; las alternativas, fáciles de comprender. Según lo que le habían enseñado y lo que había jurado, la pistola era un objeto sagrado, y nadie podía permitir que se la quitasen. Había que defenderla como la propia vida; era su vida, su vida transustancial. Por consiguiente, no se podía entregar, a menos que fuese un cobarde de esos que quieren vivir a toda costa. Pues bien; él era un de ésos. Dejaría que descubriesen su pistola y su placa y que se llevasen ambas cosas, sin contraer un solo músculo en defensa de… su honor. Tal vez le zarandearían un poco, pero no era probable que hiciesen algo más. Una vez desarmado, nada sacarían con matarlo. Un policía sin pistola no era ningún peligro; sólo un hazmerreír.

Bueno, podrían reírse cuanto quisieran. Le dolería un poco, como también el desprecio de sus colegas, pero no sería nada fatal. La burla y el desprecio eran heridas que cicatrizaban con el tiempo.

Así, pues, una vez más, firme en sus principios, prefería la ignominia a la muerte. Y Deedee no lo vería así. En realidad, se sentiría complacida por varias razones, entre ellas -así lo esperaba- la apolítica de que lo apreciaba profundamente. En cuanto a la actitud del Departamento en general y de su capitán en particular era harina de otro costal. Éstos preferirían verlo muerto antes que deshonrado.

Pero entonces el jefe de los secuestradores avanzó en su dirección, y todos sus prejuicios -instrucción, condicionamiento, lavado de cerebro o como quisiera llamársele- anularon sus razones y volvió a ser el policía que creía en todos aquellos principios. Deslizó la mano bajo el poncho y empezó a rascarse, haciendo correr los dedos sobre el estómago, hasta tropezar con la pesada culata del arma.

El jefe se inclinó sobre él y, con voz al mismo tiempo impersonal y amenazadora, dijo:

–Póngase en pie.

Berry había cerrado ya los dedos sobre la culata cuando el hombre que estaba a su izquierda se levantó. Y así, mientras sus dedos soltaban el arma, Berry no llegó a saber -y se sintió aliviado por no tener que averiguarlo- si se decidiría o no a sacar su pistola. «Su conciencia profesional -pensó- se encendía y se apagaba como el rótulo de un restaurante chino.»

Por primera vez advirtió Berry la pinta de sabueso que tenía el hombre que se había levantado. El jefe, sin apartar la «Thompson» de la hebilla del cinturón del otro, le cacheó concienzudamente con la otra mano, tirando de su ropa y palpándola sin olvidar un detalle. Cuando se convenció de que no llevaba ningún arma, cogió la cartera del hombre, le dijo que se sentara y registró aquélla rápidamente. Después, la arrojó sobre las rodillas del individuo, y el giro dado a su muñeca le hizo parecer, por vez primera, casi gracioso.

–Periodista -dijo-. ¿No le han dicho nunca que parece un policía?

El hombre sudaba y tenía el rostro colorado, pero su voz fue firme al responder;

–Muchas veces. – ¿Es reportero?

El hombre meneó la cabeza y dijo, en tono ofendido:

–Cuando paso por los barrios bajos, me arrojan piedras. No. Soy crítico teatral.

El jefe pareció divertido.

–Bueno, espero que le gustará nuestra pequeña representación.

Berry contuvo una carcajada. El jefe se alejó y se metió en la cabina del conductor. Berry empezó a rascarse de nuevo, apartando poco a poco los dedos de la pistola, deslizándolos como un cangrejo sobre la húmeda piel, hasta sacarlos de debajo del poncho.

Después cruzó las manos sobre el pecho, bajó la cabeza y sonrió tontamente mientras se miraba los dedos de los pies.

Ryder En la cabina, Ryder recordaba un hermoso día de sol que acentuaba más que mitigaba los tonos chillones de las calles de la ciudad. Estaba paseando con Longman, el cual se detuvo de pronto y, casi con desesperación, le hizo una pregunta que, sin duda, le había estado royendo por dentro desde hacía semanas. – ¿Por qué va a hacer una cosa así una persona como tú? Quiero decir que eres inteligente, mucho más joven que yo, y estás en condiciones de ganarte la vida y de vivir bien… -Longman hizo una pausa, para dar más énfasis a sus palabras, y añadió-: En realidad no eres un delincuente.

–Estoy planeando un delito. Esto me convierte en delincuente.

–Bueno -dijo Longman, abandonando este aspecto de la cuestión-, lo que quiero saber es por qué lo haces.

Había varias respuestas, cada una de las cuales podía tener una parte de verdad y, por tanto, una parte de mentira. Podía haberle dicho que lo hacía por dinero, o por la emoción de la aventura, o por la manera en que habían muerto sus padres, o porque él no veía las cosas como las otras personas… Y tal vez cualquiera de estas respuestas habría sido suficiente para Longman. No porque éste fuese estúpido, que no lo era, sino porque estaba dispuesto a aceptar cualquier solución razonable del misterio.

Sin embargo, le respondió:

–Si supiese por qué lo hago, probablemente no lo haría.

La evasiva pareció satisfacer a Longman. Prosiguieron su paseo, y nunca volvió a surgir esta cuestión. Pero Ryder comprendía que había inventado aquella respuesta porque tenía cierto solemne matiz psiquiátrico, no porque la creyese o dejase de creerla, ni porque tuviese el menor interés en la pregunta y en larespuesta, ya fuese propia o de otro cualquiera. Como se decía ahora, de pie en la cabina del conductor (un lugar cerrado, como un confesonario, alegóricamente a medio camino entre la corteza terrestre y el infierno), él no era psiquiatra ni paciente. Conocía los hechos de su vida, y esto le bastaba. No sentía necesidad de interpretarlos, de averiguar el significado de su vida. Le parecía que la vida -la vida de cualquiera- era una especie de broma pesada que se gastaba a la gente, por lo cual ninguna falta hacía comprenderla. «Debemos a Dios la muerte.» Recordaba haber leído esto en Shakespeare. Bueno; él era un hombre que pagaba las facturas a su vencimiento, sin que tuviesen que apremiarle.

Una muchacha le había dicho en cierta ocasión, entre iracunda y compadecida, que le faltaba algo. Él estaba convencido de ello y pensó que la chica había comprendido su caso. En realidad, habría sido más exacto decir que le faltaban varias cosas. Había tratado de estudiarse, de buscar los ingredientes que le faltaban, pero, al cabo de una hora, había perdido su interés por el asunto y no había hecho más caso de ello. Ahora se le ocurrió pensar que esta falta de interés en sí mismo tal vez era uno de aquellos ingredientes que brillaban por su ausencia.

Conocía los hechos de su vida, y se daba cuenta de que podían haberlo inducido a actuar en uno u otro sentido. Pero él lo había permitido. Porque tanto si uno se dejaba arrastrar por la corriente como si trataba de luchar contra ella, llegaba siempre al mismo destino: la muerte. Para él era indiferente la ruta que siguiese, salvo que prefería lo espectacular a lo práctico. ¿Hacía esto que fuese fatalista? Pues bien, era fatalista.

El ejemplo de sus padres, que habían muerto de accidente con un año de diferencia, le había enseñado mucho sobre el valor de la vida. El accidente de su padre fue un pesado cenicero de vidrio que salió volando a través de una ventana, después de ser arrojado por una iracunda esposa contra su marido, el cual había agachado la cabeza. El cenicero fue a caer sobre la cabeza de su padre, y le fracturó el cráneo. El accidente de su madre fue un cáncer, un racimo de células que proliferaron de pronto en el cuerpo de una mujer robusta y la mataron después de ocho meses de agonía y de espantosa destrucción.

Si la muerte de sus padres -que él no consideraba sucesos diferentes- no fue la única causa de su filosofía, por lo menos sirvió para plantar la semilla de ésta. Él tenía a la razón catorce años, y había aceptado la pérdida sin lamentarse, tal vez porque había cultivado ya cierto despego singular, derivado de la visible falta de amor en el matrimonio de sus padres, que había influido más o menos en los sentimientos de éstos para con su propio hijo. Reconocía que algunas de las cosas que «le faltaban» eran herencia de sus padres, pero nunca se lo había reprochado. No faltaba sólo algo de amor, sino también algo de odio.

Había ido a vivir a Nueva Jersey con una tía, una hermana menor de su difunta madre. Esta tía, maestra de escuela, era una mujer nada atractiva físicamente y de carácter agrio, que rayaba en los cuarenta. Después resultó que bebía en secreto; pero, aparte esta flaqueza humana, permanecía severa y distante. Cumpliendo un extraño y último deseo de su madre, ingresó en una academia militar, cerca de Bordentown, y raras veces tenía ocasión de ver a su tía, salvo en los días de fiesta y en algún fin de semana ocasional. En verano, la mujer lo mandaba a un campamento de muchachos de los Adirondacks, mientras ella se tomaba sus vacaciones anuales en Europa. En conjunto, como él no sabía lo que era una vida familiar afectuosa, este arreglo le parecía bastante bueno.

Consideraba su escuela como una estupidez, y a su director, como un asno.

Tuvo pocos amigos, y ninguno íntimo. No era lo bastante corpulento para dárselas de matón, ni lo bastante enclenque para hacer de víctima. Se vio enzarzado en dos peleas durante la primera semana, y se ensañó de tal manera con sus rivales, que ya no tuvo que volver a pelear durante el resto de su permanencia en la academia. Aunque tenía reflejos rápidos y mucha fuerza en relación con su peso, los deportes le aburrían, y sólo participaba en ellos cuando eran obligatorios. Desde el punto de vista escolar, figuraba entre el 10% más aprovechado de la clase. Desde el punto de vista social era, por propia elección, un solitario. Jamás se sumaba a los grupos que visitaban los burdeles locales, ni participaba en ocasionales serenatas a chicas complacientes de la población. Una vez fue a un burdel por su exclusiva cuenta y riesgo y fracasó rotundamente. En otra ocasión se dejó seducir por una chica, que lo llevó en su coche a un aparcamiento de la orilla del lago. Esta vez todo marchó bien para la chica, pero él fue incapaz de eyacular. Tuvo una sola experiencia homosexual, que no le produjo más satisfacción que las heterosexuales. Después de ello, eliminó la sexualidad de su vida escolar.

Sus ejercicios militares en la escuela o en sus dos años de ROTC -al igual que su comportamiento cuando fue movilizado y recibió el adiestramiento básico en la escuela de instrucción de oficiales- no habían hecho prever que descubriría su aptitud para el oficio en cuanto entrase en combate. Fue en Vietnam, en los pacíficos tiempos en que los americanos no eran más que «consejeros» y en que parecía imposible que llegasen a tener allí más de medio millón de hombres. Con la graduación de alférez, había sido nombrado consejero de un comandante del ARVN que mandaba un centenar de hombres en una indefinida misión desempeñada en una aldea a pocos kilómetros al noroeste de Saigón. Les tendieron una emboscada en una carretera polvorienta y llena de vegetación, y habrían liquidado hasta el último hombre si el enemigo -hombrecillos del Vietcong, de sudorosos jerseys y calzones caquis cortos- hubiese estado mejor organizado. Pero cuando la unidad del ARVN se batió en retirada (en realidad, volvió la espalda y corrió presa del pánico), los guerrilleros salieron de su escondrijo y los persiguieron a campo traviesa.

El comandante y otro oficial resultaron muertos por la primera ráfaga, y los otros dos oficiales estaban aturdidos y sin saber qué hacer. Con la ayuda de un sargento que hablaba un poco el inglés, Ryder reagrupó sus tropas y organizó la resistencia. En definitiva, y descubriendo de pasada que no tenía miedo -o, más exactamente, que la idea de la muerte no le aterrorizaba ni menguaba su competencia-, Ryder montó un contraataque. El enemigo fue derrotado, es decir, puso pies en polvorosa, pero dejando un número de muertos y de heridos suficiente para que el episodio fuese considerado como una gran victoria del ARVN.

Después de esto luchó con frecuencia, mandando pequeños destacamentos en incursiones limitadas. Si no disfrutaba realmente matando, por lo menos se sentía satisfecho al descubrir su habilidad. Al terminar su misión regresó a los Estados Unidos y fue nombrado instructor de un campamento de infantería en Georgia, donde permaneció hasta que lo licenciaron.

Volvió a casa de su tía, donde se habían producido algunos cambios; su tía bebía menos y tenía un amante, un viejo abogado libidinoso y, por lo visto, vigoroso.

Por falta de algo que le interesase más, y no por verdadero interés o curiosidad, Ryder invirtió sus pagas acumuladas en un viaje por Europa. En Bélgica, en un bar de los arrabales de Amberes, conoció a un vocinglero y alegre alemán, de cara cuadrada, que lo reclutó como mercenario para luchar en el Congo.

Salvo un breve servicio en Bolivia, actuó provechosamente en África -en varias partes, en un bando u otro, en un grupo político o en otro-, y se sintió discretamente satisfecho. Aprendió mucho sobre la guerra en varios terrenos y sobre el mando de tropas de valor variable y de diversos grados de instrucción. Fue herido tres veces; dos heridas superficiales y una grave, debida a una lanza que lo ensartó como a un cordero, pero que respetó sus órganos vitales. Al cabo de un mes, volvió al combate.

Cuando se cerró el mercado de mercenarios, vivió una temporada en Tánger, sin rumbo fijo. Se le presentaron algunas oportunidades para hacer contrabando (exportación de hachís, importación de tabaco), pero las rehusó. Por aquella época establecía una rotunda distinción entre la guerra por dinero y las empresas ilegales.

Conoció a un jordano, que le prometió hacerle ingresar en el servicio del rey Hussein; pero el proyecto no prosperó. Por último, regresó a los Estados Unidos, donde se encontró con que su tía y el viejo abogado habían santificado su unión con el matrimonio. Entonces hizo los bártulos y se trasladó a Manhattan.

A las pocas semanas de trabajar como vendedor de bonos públicos, se lió con una mujer, que rehusó comprar sus participaciones, pero insistió en que compartiese su lecho. Era una compañera ávida, incluso rapaz; pero aunque él había aprendido algunas cosas, no era muy atractivo desde el punto de vista sexual. La mujer declaraba que lo amaba, y tal vez era verdad, pero permanecía indiferente a sus diversos trucos.

El mismo día en que lo despidieron del trabajo, dejó de ver a la mujer. Ninguno de ambos acontecimientos le conmovió en absoluto.

No sabía por qué había aceptado la amistad de Longman, salvo que ésta le había sido ofrecida y no valía la pena rechazarla. Tampoco se explicaba por qué, después de haber rechazado una empresa delictiva en Tánger, se había metido en una en Manhattan. Tal vez había sido porque le atraían los problemas estratégicos y tácticos. Tal vez porque su tedio había alcanzado un punto culminante que no conociera en Tánger. Tal vez -y esto era más probable-, porque el dinero significaba que ya no tendría que ganarse la vida con trabajos que no iban con su carácter. Tal vez -más probable aún- porque le atraía el peligro. En fin, los motivos eran lo de menos; en aquel momento, sólo importaba la acción.

IX

Clive Prescott El jefe del teniente Prescott, capitán Durgin, llamó al Centro de Control para informar de lo ocurrido a Dolowicz. Prescott se inclinó sobre el hombro de Correll y asió el teléfono. Correll se tapó los ojos con la mano y se dejó caer en la silla lanzando un gemido.

–Voy a cruzar el río hasta la Calle Veintiocho -dijo el capitán-. Aunque creo que no nos dejarán hacer gran cosa. Me refiero a los policías. Los policías de verdad.

Ellos dirigirán el baile.

Correll se irguió súbitamente en su silla y levantó los brazos en gimnástica súplica a los cielos.

–Hay que seguir el orden jerárquico -dijo el capitán-. Por nuestra parte, desde el jefe Costello hasta el Presidente. Por la de ellos, hasta el jefe superior y hasta el alcalde… Pero, ¿qué es ese ruido?

Correll hablaba al techo con voz ronca y apasionada, maldiciendo a los asesinos de Casimir Dolowicz, jurando venganza y pidiéndola al cielo.

–Es el jefe de servicio -dijo Prescott-. Supongo que él y Dolowicz eran buenos amigos.

–Dígale que se calle; no puedo oír nada.

Desde todos los rincones del Centro de Control, pequeños grupos de hombres se acercaban a Correll, el cual calló súbitamente y, derrumbándose de nuevo en su silla, empezó a sollozar.

–Esté alerta, Clive -dijo el capitán-. Mantenga el contacto con el tren hasta que consigamos comunicar con él. ¿Han dicho algo más?

–Hace unos minutos que guardan silencio.

–Dígales que nos hemos puesto en contacto con el alcalde. Dígales que necesitamos más tiempo. Dios mío, ¡qué ciudad! ¿Alguna pregunta?

–Sí-dijo Prescott-. Me gustaría entrar en acción.

–Eso no es una pregunta. Quédese donde está.

El capitán colgó el teléfono.

Fueron llegando grupos de los otros departamentos del Centro de Control.

Fumando cigarrillos, rodearon la mesa y miraron con fría curiosidad a Correll. Éste, cuyas reacciones -pensó Prescott- eran violentas, pero efímeras, había dejado de llorar y daba furiosos puñetazos sobre la mesa.

–Caballeros -dijo Prescott-. Caballeros. – Doce caras se volvieron en su dirección, haciendo oscilar sendos cigarrillos entre los labios-. Caballeros, esta mesa es, en este instante, un verdadero puesto de Policía. Tengo que pedirles que se retiren.

–Caz ha muerto -dijo Correll, con trágico acento-. Muerto en la flor de su juventud.

–Caballeros -dijo Prescott.

–Nos han quitado al gordo Caz -dijo Correll.

Prescott miró severamente al grupo que rodeaba la mesa. Los rostros impertérritos le devolvieron la mirada, succionando sus cigarrillos, y después, con la misma falta de expresión, empezaron a alejarse lentamente.

Prescott dijo:

–Vea si puede comunicar con el tren, Frank.

El humor de Correll cambió una vez más, irguió el nervudo cuerpo y gritó:

–Me niego a ensuciarme las manos tratando con esos negros bastardos. – ¿Cómo puede saber su color a través de la radio? – ¿Qué color? Me refiero a su negro corazón -dijo Correll, con expresión ausente.

–Está bien -dijo Prescott-. Déjeme sentar y poner manos a la obra.

Correll se levantó de un salto. – ¿Cómo cree que podré dirigir la línea, si me quita usted la mesa?

–Emplee las mesas de sus auxiliares. Ya sé que no es normal, Frank, pero puede hacerse. – Prescott se se sentó en la silla de Correll. Se inclinó hacia delante y activó el micrófono-. Centro de Control llamando a Pelham Uno Dos Tres. Centro de Control a Pelham Uno Dos Tres.

Correll se golpeó la frente con la mano.

–Nunca pensé que pudiera llegar un día en que hablar con unos criminales fuese más importante que dirigir un ferrocarril del que depende la vida de la ciudad.

Por el amor de Dios, ¿es esto justo?

–Hable, Pelham Uno Dos Tres, hable… -Prescott desconectó el micro-.

Tenemos que salvar la vida de dieciséis pasajeros, Frank. Esto es lo más importante para nosotros. – ¡Al diablo los pasajeros! ¿Qué quieren a cambio de sus puercos treinta y cinco centavos? ¿Vivir eternamente?

«Está echándole teatro al asunto», pensó Prescott, pero no del todo. Correll era un verdadero creyente, y todos los verdaderos creyentes tenían una visión del túnel.

Más allá de Correll, Prescott veía a todos los auxiliares de la Sección A tratando frenéticamente de atender a las llamadas de los perplejos conductores de toda la línea, pero comprendiendo que era imposible responder a todas ellas.

–Si dependiese de mí -dijo Correll-, atacaría con toda clase de armas y gases, y no escatimaría las fuerzas…

–Afortunadamente, no depende de usted -dijo Prescott-. ¿Por qué no trata de poner un poco de orden y deja que la Policía haga su trabajo?

–Esto es otra cosa. Tengo que esperar órdenes del superintendente. Está consultando. – ¿Qué demonios tiene que consultar?

–Tengo que dirigir los trenes al norte y al sur del sector paralizado. Pero hay un tramo, de más de un kilómetro, en el que las cuatro vías no pueden funcionar, precisamente en el centro de la ciudad. Si al menos me diesen corriente en dos de las vías, e incluso en una sola…

–No podemos darle ninguna corriente.

–Quiere decir que esos asesinos se lo han prohibido. ¿No le repugna aceptar órdenes de una banda de piratas? ¡Porque esto es igual que un acto de piratería en alta mar!

–Trate de calmarse -dijo Prescott-. Le devolveremos su ferrocarril dentro de una hora, minuto más o menos… o vida más o menos. – ¡Una hora! – chilló Correll-. ¿Se da cuenta de que nos acercamos a la hora punta? La hora punta, ¡con todo un sector inutilizado! ¡Menudo infierno!

–Pelham Uno Dos Tres -dijo Prescott, hablando por el micro-. Llamando a Pelham Uno Dos Tres. – ¿Cómo sabe que esos bastardos no se están tirando un farol? ¿Acaso están convencidos de que nos ablandaremos temiendo por las vidas de los pasajeros?

–Que nos ablandaremos temiendo por las vidas -repitió Prescott-. Es usted un tipo extraño, Correll, muy extraño.

–Dicen que van a matar a los pasajeros, pero es posible que sólo traten de amedrentarnos. – ¿Fue un farol lo de Dolowicz? – ¡Oh, Dios mío! – Los ojos de Correll se llenaron de lágrimas, en otro brusco cambio emocional-. El gordo Caz. Un tipo estupendo. Un hombre blanco.

–Matiza usted muy bien el lenguaje, Correll.

–El viejo Caz. Un ferroviario de la antigua escuela. Pat Burdick se habría sentido orgulloso de él.

–Si se metió en la boca del lobo, fue un estúpido -dijo Prescott-. ¿Quién es Pat Burdick? – ¿Pat Burdick? Un hombre legendario. El más grande de los antiguos jefes de servicio. ¿Cuáles fueron sus hazañas? Podría contarle una docena.

–Tal vez en otra ocasión…

–Un día -dijo Correll-, un tren se paró a las cinco menos diez. ¡Las cinco menos diez! ¡ Un momento antes de la hora punta!

–Voy a ver si me contestan ahora -dijo Prescott.

–El conductor llamó por teléfono…, entonces no se podía conversar aún por radio…, y dijo que había un hombre muerto sobre la vía, justo delante del tren. Pat le dijo: «¿Está seguro de que está muerto?» «Completamente seguro -respondió el conductor-. Está tieso como un palo.» Y Patt gritó: «Entonces, ¡maldita sea!, apóyelo en una columna y ponga su tren en marcha. ¡Lo recogeremos después de la hora punta!

–Centro de Control a Pelham Uno Dos Tres…

–Caz Dolowicz era un ferroviario de esta clase. ¿Sabe lo que me diría Caz en este momento? Me diría: «No te preocupes por mí, Frank, viejo amigo; lo importante es que el tren siga corriendo.» Esto es lo que habría querido Caz.

–Pelham Uno Dos Tres llamando al Centro de Control. Pelham Uno Dos Tres llamando al teniente Prescott del Centro de Control.

El dedo de Prescott pulsó el botón del transmisor.

–Aquí, Prescott. Hable, Pelham Uno Dos Tres.

–Estoy mirando mi reloj, teniente. Son las dos y treinta y siete. Les quedan treinta y seis minutos. – ¡Bastardos! – exclamó Correll-. ¡Bastardos asesinos! – ¡ Cállese! – exclamó Prescott, y, volviendo al micro-: Sean razonables.

Queremos colaborar. Pero necesitamos más tiempo.

–Treinta y seis minutos. ¿Comprendido?

–Comprendido. Pero es un tiempo insuficiente. Esto es una burocracia. Se mueve despacio.

–Tendría que haber aprendido a hacerlo de prisa.

–El asunto es complicado. No tenemos un millón de dólares al alcance de la mano.

–Todavía no han dicho que van a pagar. El dinero nó es difícil de conseguir… si ustedes quieren.

–Sólo soy un policía. No entiendo mucho de estas cosas.

–Entonces, busque alguien que entienda. El reloj sigue su marcha.

–Se lo comunicaré, en cuanto sepa algo -dijo Prescott-. Pero tengan paciencia. No disparen contra nadie más. – ¿Contra nadie más? ¿Qué quiere decir con esto?

«He metido la pata», pensó Prescott; ellos no sabían que alguien vio, desde la vía, cómo mataban a Dolowicz.

–Los de la estación oyeron disparos -dijo-, y creemos que ha habido alguna víctima. ¿Uno de los pasajeros?

–Matamos a alguien en la vía. Y mataremos a cuantos se acerquen por el túnel.

Y a un pasajero. No lo olviden. Por cada infracción, mataremos a un rehén.

–Los pasajeros son inocentes -dijo Prescott-. No les hagan daño.

–Quedan treinta y cinco minutos. Cuando sepa algo del dinero, comuníquelo. ¿Entendido?

–Entendido. Pero le pido una vez más que respeten a esa gente.

–Mataremos a los que sea necesario.

–Llamaré en cuanto pueda -dijo Prescott-. Cierro.

Se echó atrás en su silla, agotado por su propia ira contenida. – ¡Santo Dios! – exclamó Correll-. Al oírle suplicar a ese canalla, he sentido vergüenza de ser americano.

–Lárguese -dijo Prescott-. Vaya a jugar con sus trenes.

Su Excelencia el alcalde Su Excelencia el alcalde yacía en la cama, en su casa particular del segundo piso de Gracie Mansion. Le chorreaba la nariz, tenía una horrible jaqueca, le dolían los huesos, y su temperatura había subido a 40 grados, síntomas, todos ellos, lo bastante graves para pensar en la posibilidad de un complot por parte de sus numerosos enemigos de dentro y de fuera de la ciudad. Pero reconocía que era paranoico sospechar que los del Otro Bando hubiesen puesto gérmenes de la gripe en el borde de su vaso de «Martini», ya que carecían de la imaginación necesaria para un truco de tal naturaleza.

Junto a su cama, el suelo estaba lleno de documentos oficiales que había tirado sin leerlos, en un acto de arrogancia al que se creía plenamente autorizado. Yacía incómodo sobre la espalda, sin afeitar, sacudido por los escalofríos, gimiendo de vez en cuando, compadecido de sí mismo. No pensaba en la labor municipal, puesto que alguien cuidaría de ella. En realidad, sabía que, desde primeras horas de la mañana, un grupo de ayudantes suyos despachaban los asuntos oficiales desde las dos grandes oficinas del primer piso, transmitiendo mensajes al Ayuntamiento, donde las cuestiones eran solventadas -y, a veces, complicadas- por otros ayudantes. El teléfono colocado junto a la cabecera de su cama estaba conectado; pero había ordenado que no le molestasen, salvo en caso de producirse una catástrofe tan importante como el hundimiento de la Isla de Manhattan, cosa que, en ocasiones, deseaba que ocurriese.

Desde que había entrado en posesión de su cargo, ésta era la primera mañana -aparte ocasionales vacaciones en algún lugar soleado, y los días en que una algarada o un catastrófico conflicto laboral le habían tenido levantado hasta altas horas de la noche- que no había salido de casa a las siete en punto para dirigirse al Ayuntamiento, y esto le hacía sentirse como un colegial en día de novillos y un tanto desorientado. Cuando oyó sonar la sirena de un barco en el río, frente a su ventana, pensó de pronto que sus predecesores -todos ellos, hombres buenos y honrados- habían estado oyendo aquellas sirenas durante treinta años. Un pensamiento elevado, que complacía a Su Excelencia. Hombre inteligente y educado (el Otro Bando negaba lo primero y se burlaba de lo segundo), no era, empero, aficionado a la novela de la Historia, y la casa en que vivía -por indulgencia del cuerpo electoral- despertaba muy poco su interés. Sabía, pero sólo por cuestión de rutina, que la mansión había sido construida en 1897 por Archibal Gracie, como vivienda particular; que era un típico, aunque no magnífico, ejemplo de estilo federalista, y que -en las habitaciones inferiores había un Turnbull, un Romney y un Vanderlyn, ninguno de ellos obras representativas de sus respectivos autores, pero que, en todo caso, tenían el valor de la firma. La experta de la casa era su esposa, graduada en Arte o en Arquitectura -había olvidado en cuál de ambas disciplinas-, y que era quien le había enseñado lo poco que sabía.

En este momento se había adormilado y tenía sueños apolíticos y eróticos.

Sonó el teléfono. Cogió el auricular y masculló un monosílabo flemático e incoherente.

La voz del teléfono, que hablaba desde una de las oficinas inferiores, correspondía a Murray Lasalle, uno de sus tenientes de alcalde, primero entre los de su categoría y al que solía llamar la Prensa El impulsor de la Administración.

Lasalle dijo:

–Lo siento, Sam, pero no había más remedio. – ¡Por Dios, Murray! Estoy a un paso de la muerte.

–Tendrás que retrasarla. Se ha producido una crisis terrible. – ¿No puede encargarse usted? Recuerde que solventó el tercer motín de Brownsville, ¿no? Me encuentro realmente mal, Murray. Me estalla la cabeza, no puedo respirar, me duelen todos los huesos…

–Sí que podría, como me he encargado de todos los asuntos feos de esta apestosa ciudad dejada de la mano de Dios. Pero no quiero hacerlo.

–No vuelva a decirme que no quiere. Esta palabra no figura en el léxico de un teniente de alcalde.

Lasalle, que también estaba resfriado, pero no tanto como su jefe, dijo:

–No me dé lecciones de política. No lo haga, Sam, o, por muy enfermo que esté, tendré que recordarle que…

–Estaba bromeando -dijo el alcalde-. Por muy enfermo que esté, tengo más sentido del humor que usted en toda su vida. Bueno, ¿cuál es la calamidad? Ojalá sea buena. – ¡Oh, buenísima! – dijo Lasalle, como refocilándose-. Una verdadera bomba atómica.

El alcalde cerró los ojos, esperando la revelación, como temeroso de un sol cegador.

–Bueno, dígalo de una vez. No alargue el suspense.

–Está bien. Unos cuantos bandidos se han apoderado de un tren metropolitano. – Con su propia voz, sofocó la del alcalde-. Se han apoderado de un convoy del Metro. Tienen como rehenes a dieciséis ciudadanos y al conductor, y no los soltarán si la ciudad no les paga un millón de dólares de rescate.

Por un momento, el alcalde pensó que la fiebre le hacía delirar. Pestañeó y esperó que el sueño se desvaneciese. Pero la voz de Murray Lasalle no podía ser más real. – ¡Por mil diablos! ¿Me ha oído? Digo que unos hombres han secuestrado un convoy del Metro y retienen… -¡Mierda! – exclamó el alcalde-. ¡Mierda, maldita mierda! – Su infancia se había desarrollado en un ambiente muy discreto, y jamás había aprendido a soltar tacos de un modo convincente. Sabía, sí, que los tacos, como los idiomas extranjeros, hay que aprenderlos a edad temprana; pero, considerándolo como una habilidad social, nunca había tratado de dominar el tema-. ¡Mierda! ¡Carajo! ¿Por qué se empeña la gente en atormentarme con estas cosas? ¿Ha ido ya la Policía?

–Sí. ¿Está dispuesto a hablar del asunto con sensatez? – ¿Por qué no dejamos que se queden con el maldito tren? Tenemos muchos más; ni siquiera notaremos su falta. – Tosió y estornudó-. La ciudad no tiene un millón de dólares. – ¿No? Pues tendrá que buscarlo. Donde sea. Aunque tenga que liquidar su cuenta del «Christmas Club». Subo a verle en seguida. – ¡Mierda! – exclamó el alcalde-. ¡Mierda y maldición!

–Espero que se haya serenado cuando suba.

–Todavía no he accedido a pagar. Un millón de dólares. Vamos a discutirlo.

–Murray iba demasiado aprisa; confiaba demasiado en su instinto, que era exclusivamente político-. Tal vez haya otra salida.

–No la hay. – ¿Sabe la cantidad de nieve que podrá quitarse este invierno con un millón de dólares? Quiero conocer a fondo la situación y lo que piensan otros: el comisarlo de Policía, que se jacta de estar al frente de la Oficina de Tráfico; el jefe del Centro de Control… -¿Se figura que he permanecido con los brazos cruzados? Todos van para allá.

Pero es perder el tiempo. A fin de cuentas, se hará lo que digo yo… -…y Susan. – ¿Para qué diablos necesitamos a Susan?

–Para la tranquilidad doméstica.

El alcalde oyó que el otro colgaba de golpe. Al diablo con Murray Lasalle. Era inteligente y una bestia para el trabajo y, como hombre implacable, no tenía rival; pero tenía que aprender a dominar su impaciencia ante otras mentalidades más sosegadas. Bueno, tal vez era éste un buen momento para enseñarle que también otros podían tomar decisiones.

Sí; lo haría él, por muy enfermo que estuviese.

El jefe de Policía Desde el asiento posterior de su coche, que corría hacia la parte alta de la ciudad por la Ruta FDR, el jefe de Policía hablaba por teléfono con el comisario de distrito, que se hallaba en el lugar del suceso. – ¿Qué aspecto tiene eso?

–Fatal -dijo el comisario-. Como de costumbre, la gente parece salir de todas partes. Calculo que habrá unos veinte mil espectadores, y no paran de llegar. ¡Ojalá descargase una tormenta de granizo!

El jefe de Policía se inclinó hacia la derecha para echar un vistazo al cielo azul, sobre el East River. Pero se irguió en seguida. Era un hombre incorruptible e inteligente, que había ascendido desde simple agente, y, aunque comprendía que el lujoso coche negro era una prerrogativa legítima e incluso necesaria de su rango, se resistía a sentarse en él cómodamente, como para desmentir una opulencia, que consideraba indecorosa. – ¿Han instalado barreras? – preguntó el comisario.

–Sí. Y la Fuerza de Policía Táctica nos ha prestado hombres. Mantenemos nuestro terreno y empujamos hacia las calles adyacentes a los recién llegados. He dicho empujamos. No creo que esta acción nos gane muchos amigos.

–He colocado un agente en cada cruce, desde la Calle Treinta y Cuatro hasta la Catorce, y desde la Quinta hasta la Segunda: Supongo Supongo que alguien armará jaleo en la retaguardia, pero la zona inmediata está bajo control. – ¿Quién lo secunda?

–El inspector Daniels, de la Brigada de Operaciones Especiales. Está deseoso de meterse en el túnel y liquidar a todos esos bastardos. Y con eso estoy de acuerdo con él. – ¡Guárdese sus opiniones! – exclamó el jefe de Policía, ásperamente-.

Permanezcan donde están, ocupen posiciones tácticas y esperen órdenes. Nada más.

–Sí, señor; así lo hacemos. Sólo quería decir que esto me remueve la sangre.

–Deje su sangre en paz. ¿Tienen controladas todas las salidas de emergencia?

–A ambos lados de la calle, hasta Union Square. He apostado unos cincuenta hombres en el túnel, bien resguardados, al norte y al sur de donde se halla el tren.

Todos llevan chalecos a prueba de balas, así como fusiles ametralladores y gases; todo un arsenal. Y media docena de tiradores provistos de armas con miras telescópicas.

Podríamos hacer la guerra de Vietnam.

–Limítese a asegurarse de que nadie se mueva. Esa gente está dispuesta a matar. Ya lo han demostrado dando muerte al jefe de servicio. Hay que tomar en serio sus amenazas.

–Así me lo han ordenado, señor. – El comisario de distrito hizo una pausa-.

Escuche, señor: algunos de los hombres apostados cerca del Metro secuestrado dicen que pueden ver personas moviéndose en el interior del vagón, y una pareja situada al sur del tren informa que el secuestrador que se halla en la cabina del conductor ofrece un blanco muy fácil. – ¡Maldita sea! ¡No! ¿Quiere que asesinen a todos los pasajeros? Repito: tomamos muy en serio sus amenazas.

–Sí, señor.

–No lo olvide. – El jefe de Policía calculaba su avance por los mojones de la orilla del río. El chófer, haciendo sonar la sirena, esquivaba el tráfico como un corredor de campo traviesa-. ¿Interrogó a los pasajeros que dejaron en libertad?

–Sí, señor; a todos los que pudimos pescar. La mayoría de ellos se perdieron entre la muchedumbre. Los otros dieron versiones contradictorias. Pero el jefe de tren, un simpático joven irlandés, nos ha sido muy útil. Sabemos el número de los secuestradores y cómo… -¿Una docena?

–Cuatro. Sólo cuatro hombres enmascarados y armados, al parecer, con metralletas «Thompson». Todos llevan impermeable y sombrero oscuros. Según el jefe de tren, están bien organizados y conocen los métodos operacionales del Metro. – ¡Ya! Sin duda alguno de ellos trabajó en el Metro y fue despedido. Aunque, de momento, esto nos sirve de poco.

–Diré a la Policía de Tráfico que investigue este punto. Varios centenares de agentes suyos están aquí. Incluido su jefe, en persona.

–Quiero que sea tratado con el mayor respeto.

–Las comunicaciones son difíciles. El Centro de Control de la JT es el único que tiene contacto directo con el vagón secuestrado. El subinspector jefe ha montado su puesto de mando en la cabina del conductor de un tren parado en la estación de la Calle Veintiocho, y puede emplear su radio para hablar con el Centro de Control, pero no con el coche secuestrado. Su radio es corriente, por lo cual puede hablar con el Centro de Control, pero no con los secuestradores. Pedí a éstos, a través del Centro de Control, que nos dejasen comunicar directamente con ellos por un altavoz situado en el túnel; pero se negaron de plano. Les gusta complicar las cosas.

El jefe de Policía se agarró al asiento del coche al salir éste de la avenida, mientras los automóviles se apartaban como pájaros asustados al oír la sirena.

–Hemos dejado la avenida atrás. ¿Alguna otra noticia?

–Otra advertencia de los secuestradores sobre la hora límite. Se muestran inflexibles. Las tres y trece. – ¿Quién está en contacto directo con ellos?

–Un teniente de la Policía de la JT. Parece un hombre sagaz, según el subinspector jefe. Pero, ¿por qué se opondrán esos tipos al empleo de altavoces?

–Supongo que por motivos psicológicos. Para demostrarnos que son dueños de la situación. Voy a cortar, Charlie. Procure que se mantenga la calma. Volveré a llamarle en cuanto hayamos tomado una decisión.

El coche se lanzó por el empinado paseo contiguo a Carl Schurz Park. Apenas aflojó la marcha frente a la garita, donde los dos centinelas de guardia se cuadraron y saludaron a su paso. En lo alto de la cuesta, el coche enfiló una avenida circular que rodeaba la mansión y desde la cual se veía el río, discurriendo entre unos inmensos prados, y, más allá, el Puente de Hellgate.

El chófer detuvo bruscamente el automóvil detrás de otros tres coches negros oficiales. El jefe de Policía se apeó de un salto y emprendió una carrera hacia el pórtico de la mansión.

X

La ciudad: medios informativos Los reporteros y fotógrafos de la Prensa llegaron a Park Avenue South y a la Calle Veintiocho pocos minutos después que la Policía; en realidad, muchas unidades de ésta estaban aún en camino. Con su aplomo y audacia peculiares, consiguieron filtrarse entre las líneas de la Policía, una aglomeración de barreras, policías montados y agentes de a pie, la mayoría de los cuales llevaban los cascos azules, distintivo de la Fuerza de Policía Táctica. Los periodistas corrieron hacia las entradas del Metro en dirección sur, situadas en las esquinas sudoeste y noroeste. Trataron de entrar, pero fueron rechazados por la Policía. Abriéndose paso entre los agentes que ocupaban la acera, cruzaron Park Avenue South y llegaron a las entradas de la línea que se dirigía al Norte. Rechazados una vez más, cruzaron de nuevo la avenida y empezaron a interrogar a los jefes. – ¿Cuál es la situación en este momento, inspector?

–No soy inspector; soy capitán. Y no sé nada. – ¿Ha decidido el Ayuntamiento pagar el rescate? – ¿Sigue todavía allí el cadáver del jefe de servicio? – ¿Cómo saben que está muerto? – ¿Quién manda la operación?

–No contestaré a ninguna pregunta -respondió el capitán-, puesto que ignoro las respuestas. – ¿Le han ordenado que no diga nada?

–Sí. – ¿Quién se lo ordenó?

–Estas órdenes no rigen para la Prensa. ¿Cómo se llama usted, capitán? – ¿Quién dio las órdenes?

–Yo. Y ahora, lárguense.

–No estamos en Alemania, capitán.

–Ahora, sí. Estamos en Alemania. – ¿Cuál es su nombre, capitán?

–Capitán Midnight.

–Joe, saca una foto al capitán Midnight.

Los reporteros de la Radio, cargados con sus magnetófonos y levantando los micrófonos por encima de la cabeza para protegerlos, mientras se abrían paso entre la muchedumbre, concentraron su fuego sobre «el hombrecillo».

–Oficial, ¿cuánta gente calcula que se ha reunido aquí?

–Mucha. – ¿La mayor muchedumbre que haya visto jamás en el escenario de un crimen?

El hombre de la FPT, tensos los músculos de la espalda y de los hombros en su lucha contra el alud de espectadores, gruñó:

–Así parece. Pero es difícil calcular las multitudes. Tal vez no sea tanto. – ¿Diría usted que una multitud irrefrenable?

–Comparada con otras, debo decir que se comporta ordenadamente.

–Comprendo que, si bien no tan espectacular como cazar ladrones, lo que están haciendo ustedes es un trabajo muy arduo e importante, los felicito por su labor. ¿Cómo se llama usted, señor?

–Melton.

–Acaban ustedes de escuchar al oficial Melton, de la FPT, es decir, de la Fuerza de Policía Táctica, en el escenario del secuestro del Metro, en la esquina de la Calle Veintiocho y Park Avenue South. Gracias, oficial Melton, por contener a la multitud.

Pero aquí está otro caballero, precisamente a mi lado. Creo que es un detective de paisano, que ayuda también a mantener el orden. ¿He acertado, señor, al decir que es usted un detective de paisano?

–Lamento decirle que se equivoca. – ¿No es usted un detective?

–No, señor.

–Sin embargo, está usted ayudando a la Policía a contener la muchedumbre.

–No estoy conteniendo a nadie; son ellos los que me retienen aquí. Lo único que quisiera es poder salir y marcharme a casa.

–Comprendo, señor. Me he equivocado. Muchas gracias. Parece usted un detective de paisano. ¿Quiere decirnos a qué se dedica?

–Auxilio social.

–Como ya ha visto, lo confundí con un detective de paisano. Le deseo mucha suerte, señor, en sus esfuerzos por salir de aquí y llegar sano y salvo a su casa.

Con una sola excepción, las emisoras de Televisión lanzaron la noticia del secuestro a los pocos segundos de recibirla en sus teletipos. La mayor parte de ellas interrumpieron su serial, su película o sus consejos a las amas de casa, para anunciar el suceso, y seguidamente volvieron a su programa. Algunas, menos dispuestas a contrariar a su fiel público del mediodía, insertaron unas líneas al pie de la pantalla, para suministrar ficción y realidad al mismo tiempo. El canal de sucesos se retrasó cuarenta y cinco segundos en relación con los otros, sorprendido en medio de una emisión comercial cuando llegó la noticia.

Los departamentos de actualidad de las emisoras -nacionales y locales- enviaron equipos móviles a la parte baja de la ciudad. La red más importante, la «Universal Broadcasting System», envió el grupo más nutrido y mejor equipado, y por si esto fuera poco, incluyó en él a Stafford Bedrick en persona. En general, Bedrick sólo se ocupaba de los acontecimientos más notables -toma de posesión del Presidente, asesinatos a nivel de embajadores, como mínimo-, pero esta vez se había ofrecido voluntario para la misión, previendo que podía tener un alto interés humano.

Algunos cámaras ocuparon oficinas en los edificios próximos al lugar del suceso y, a través de las ventanas, transmitieron vistas panorámicas de la multitud; del paisaje urbano circundante, con su helado brillo de ladrillos y hormigón bajo la luz del sol; de los centenares de coches de la Policía, y, gracias a los lentes zoom, de las caras más interesantes y de las chicas más bonitas. Mientras tanto, otros reporteros y equipos trabajaban el nivel callejero. La mayoría de ellos, defraudados en su intento de acercarse al puesto de mando de la Policía, situado en el aparcamiento del rincón sudoccidental, cerca de la entrada del Metro, se entretenían entrevistando al «hombre de la calle». – ¿Y usted, señor…? – En el programa de las seis, el conocido reportero de noticias de la ciudad plantó el micrófono ante la cara de un hombre de gran papada, llena de pliegues, que tenía un cigarro en la boca y un puñado de programas de carreras en la mano derecha-. ¿Quiere hacer algún comentario sobre el drama que se está desarrollando debajo de esta misma acera?

El hombre se acarició el mentón y miró directamente a la cámara. – ¿Qué aspecto particular desea que comente?

–Abordemos el tema de la seguridad en el Metro. Algunas personas opinan que nuestro Metro es una jungla. ¿Qué opina usted? – ¿Una jungla? – El hombre del cigarro hablaba con una voz rica en matices callejeros-. Yo opino que es una jungla. Sí, señor. – ¿Por qué?

–Porque está lleno de animales salvajes. – ¿Utiliza usted regularmente el Metro?

–Todos los días, si llama usted a esto regularidad. ¿Qué quiere que haga? ¿Que venga andando desde Brooklyn? – ¿Teme estos viajes diarios? – ¿Cómo no temerlos? – ¿Se sentiría más seguro si, en vez de ocho horas al día, los trenes y los andenes fuesen dirigidos por la Policía de Tráfico durante las veinticuatro horas del día?

–Veinticuatro horas, como mínimo.

Al volverse para agradecer las risas de los que estaban detrás de él, el hombre dejó caer sus programas de carreras. La cámara lo siguió detenidamente mientras se agachaba para buscar entre un bosque de piernas; el micrófono captó los bufidos que lanzaba a causa del esfuerzo. Pero cuando se incorporó le había quitado el sitio un muchacho negro, delgado y de grandes ojos, que había sido empujado a primera fila por la apretujada multitud. – ¿Y usted, señor? ¿Quiere decirnos lo que piensa del ferrocarril metropolitano?

El chico bajó los ojos y murmuró:

–Hace su servicio.

–Usted opina que… hace su servicio. Entonces, ¿disiente usted del caballero que acaba de decirnos que el Metro es peligroso? – ¡Oh! Muy peligroso. – ¿Sucio, triste, inadecuadamente calentado o refrigerado?

–Sí, señor. – ¿Y con grandes apreturas?

El chico movió picarescamente sus grandes ojos. – ¡Hombre! Usted lo sabe tan bien como yo.

–Entonces, resumiendo…

–Hace su servicio.

–Gracias, señor. ¿Y usted, señorita?

–Usted y yo nos conocemos ya. ¿No fue en el incendio de Crown Heights, el año pasado? – La señorita era una mujer madura con una imponente cabellera rubia en forma de colmena-. Yo opino que es un escándalo. – ¿A qué se refiere en particular?

–A todo. – ¿Puede concretar un poco más? – ¿Quiere algo más concreto que todo?

–Muy bien, gracias.

El reportero estaba aburrido. Sabía que la mayor parte de sus entrevistas serían arrojadas al cesto en favor de otras informaciones más interesantes, aunque los directores salvarían tal vez algunos recortes cómicos para mitigar el horror del suceso.

–Usted, señor, ¿quiere acercarse?

–Hola, Wendell. ¿Puedo llamarle Wendell?

–Señor, los secuestradores piden un millón de dólares a cambio de los rehenes. ¿Qué cree usted que debería hacer la ciudad?

–Yo no soy el alcalde. Pero si fuese el alcalde (Dios no lo quiera), si lo fuese, gobernaría mejor esta ciudad. – Frunció el ceño ante un coro de risas y maullidos-.

Lo primero que haría, si fuese alcalde, sería liquidar la beneficencia. Después, velaría por la seguridad en las calles. Después, reduciría las tarifas. Después…

Wendell convirtió su bostezo en una sonrisa un tanto forzada.

Stafford Bedrick sabía emplear su famosa cara y su no menos famosa voz como instrumentos de su voluntad. Eran sus heraldos, los rayos láser de su personalidad, y ellos le abrieron paso hasta el centro mismo de la acción, el puesto de mando de la Policía, situado en la zona de aparcamiento. Le seguían sus auxiliares, bestias de carga que transportaban las cámaras, los cables y el equipo de sonido. – ¿Inspector? Soy Stafford Bedrick. ¿Cómo está?

El comisario del distrito giró en redondo, pero su enojo se extinguió al momento, al reconocer una cara que le resultaba más familiar que la suya propia. Casi automáticamente, observó la posición de la cámara y sonrió.

–Usted no lo recordará -dijo Bedrick, con fingida modestia-, pero nos hemos encontrado muchas veces antes de ahora. Cuando aquellos desalmados trataron de quemar a un ruso frente a la puerta de su Consulado. Y creo que también cuando el Presidente se dirigió a las Naciones Unidas.

–Lo recuerdo -dijo el comisario, cortando prudentemente su sonrisa; al jefe no le gustaba la intimidad con los medios de información, considerándola como una forma sutil de venalidad-. Lo siento, pero en este momento estoy muy ocupado, Mr.

Bedrick.

–Llámeme Stafford.

–Stafford.

–Ya sé que no es el momento ideal para una entrevista, inspector. Espero tener este placer en otra ocasión, en las Conferencias en la Cumbre, que es donde suele actuar regularmente. Pero unas palabras tranquilizadoras sobre las precauciones tomadas por la Policía para salvar la vida de los infortunados rehenes…

–Se han tomado todas las precauciones.

–Claro que, de momento, la decisión crucial debe estarse discutiendo a varios kilómetros de aquí, en Gracie Mansion. ¿Opina usted, inspector, que se acordará, en definitiva, pagar el rescate?

–Esto les incumbe a ellos.

–Si usted, como oficial de Policía, tuviese que decidir, ¿pagaría el rescate?

–Yo sólo hago lo que me mandan.

–La disciplina es, desde luego, la principal servidora del deber. ¿Le importaría, señor, decir lo que piensa sobre el rumor que ha empezado a circular de que este crimen es obra de un grupo político o, dicho en otras palabras, una acción revolucionaria?

–No había oído ese rumor. – ¡Inspector! – llamó el chófer, uniformado, del comisario, desde la abierta portezuela del coche-. Lo llaman por radio. El jefe superior de Policía.

El comisario del distrito dio media vuelta y se dirigió al automóvil, seguido de cerca por Bedrick y su equipo. Entró en el automóvil, cerró de golpe la portezuela y subió los cristales de las ventanillas. Al alargar la mano para coger el micro, vio una cámara apoyada en el cristal de la ventanilla. Se volvió de espaldas. Otra cámara apareció en la ventanilla opuesta. A los cinco minutos de haberse anunciado el secuestro por Radio y Televisión, recibióse en la redacción de sucesos del Times, de Nueva York, una llamada telefónica de un hombre que dijo ser el hermano Williamus, ministro de Sabotaje del BRAM, sigla del Black Revolutionists of America Movement

[Movimiento de los Revolucionarios Negros de América. (N. del T.)]. Con voz pastosa, cortésmente amenazadora, dijo el ministro de Sabotaje:

–Deseo informarles que ese secuestro del Metro es una acción revolucionaria de sabotaje del BRAM. ¿Comprende? Las fuerzas de choque del BRAM, que, como sabe, atacan rápidamente y con ferocidad, tienen que emplear estos medios para convencer a los opresores blancos de que el Movimiento ha decidido herirles donde más les duele, es decir, en su cartera. El dinero que obtengamos con este acto de expropiación revolucionaria será empleado por el BRAM en favor de las aspiraciones revolucionarias del hermano negro, dondequiera que se encuentre, y de la liberación del hombre negro. Y de la mujer. ¿Entendido?

El subdirector, que fue quien recibió la llamada, pidió al hermano Williamus que le diese algunos detalles todavía ignorados por el público, a fin de demostrar que su organización era la verdadera responsable del secuestro. – ¡Vaya, hombre! Si le diese los detalles, sabría usted tanto como yo.

El subdirector replicó que, sin ofrecer detalles como prueba, cualquiera podía atribuirse el crimen.

–Cualquiera que así lo hiciese, sería un puerco embustero. Y no me venga con esas monsergas de crimen. Ha de saber que es una acción política revolucionaria.

–Está bien, señor ministro -dijo el subdirector-. ¿Tiene algo más que añadir?

–Sólo una cosa: el BRAM recomienda a los hermanos negros de todo el país que imiten su acción política y secuestren sus propios Metros, ¿sabe?, para derrocar al capitalismo blanco. Siempre que haya Metro en su ciudad, claro.

Inmediatamente después de esto llamó otra persona, en cuyo acento, extraño, pero indiscutiblemente auténtico, se combinaban las tonalidades de Brooklyn y de Harvard Yard. – ¡Óigame bien! Por encargo del Comité Central de los estudiantes y obreros revolucionarios, SWAM, tengo que informarle que el secuestro del Metro es obra de la SWAM. Además, debo decir que es sólo la primera jugada, una escaramuza, si quiere llamarlo así, de un plan de terrorismo revolucionario trazado por el Comité Central de la SWAM para aterrorizar a los lacayos de la clase de cerdos dominadores y explotadores de América, a la que obligaremos a hincarse de rodillas. – ¿Conoce usted el BRAM? – preguntó el subdirector. – ¿Bram? Existe un Bram Stoker. El que escribió el guión de la película Drácula.

–Este BRAM es un movimiento revolucionario negro. Uno de sus ministros llamó hace un momento, responsabilizándose del secuestro del Metro.

–Con todo mi fraternal respeto y mi consideraciónpor el hermano negro, su afirmación es una sucia mentira. Repito, categóricamente: es una acción revolucionaria de la SWAM, el primer acto de un programa terrorista contra los cerdos…

–Sí. Pero voy a pedirle a usted, como hice con mi primer interlocutor, que demuestre su afirmación citando detalles del secuestro que aún no han sido revelados… -¡Trampa! – ¿Debo interpretarlo como un no?

–Son ustedes endiabladamente astutos; ustedes, los esbirros de la Prensa servil de los cerdos. ¿Publicarán la noticia?

–Es posible. Mi jefe habrá de decidirlo. – ¡Su jefe! Pero, hombre, ¿no comprende que le explotan igual que a los obreros y a los campesinos? Salvo que el puño del opresor se oculta bajo un guante de seda. Recobre el juicio, hombre, y reconozca que es un esclavo sólo un poco más privilegiado que sus hermanos de la fábrica y del campo.

–Gracias por su llamada, señor.

–No tiene que llamarme señor, hombre. ¡ A nadie tiene que llamar señor!

Recobre el juicio…

En total, el Times recibió más de doce llamadas como éstas; el News, un número igual, y el Post, unas cuantas menos. Además, todos los periódicos se vieron asaltados por personas que ofrecían peyorativas descripciones de los secuestradores, claves para su identificación y planes para vencerlos; personas que pedían información sobre parientes y amigos que podían encontrarse entre los pasajeros del tren secuestrado; personas que exponían su opinión sobre si la ciudad tenía que pagar o no el rescate, sobre las motivaciones filosóficas, psicológicas y sociológicas de los secuestradores y, en particular, sobre las iniquidades del alcalde.

Los teléfonos del Ayuntamiento estaban saturados. Empleados de relaciones públicas, escribientes e incluso secretarios fueron encargados de recibir estas llamadas, con instrucciones de no hacer comentarios y, sobre todo, de evitar irritar a los que llamaban en detrimento (se omitió cuidadosamente la palabra «mayor») del alcalde.

–Si la ciudad paga a esos bandidos, será una invitación a todos los canallas y chiflados de la población para que secuestren algo. Yo soy un contribuyente, y no quiero que mi dinero sirva para mimar a los criminales. ¡Nohay que darles ni un centavo! Si el alcalde cede, perderá para siempre mi voto y el de mi familia.

–Tengo entendido que el alcalde está discutiendo la cuestión de pagar o no el rescate. ¿Qué hay que discutir? ¿Qué es más importante, la vida humana o unos cochinos dólares? Si uno de los pasajeros muere o sufre algún daño, pueden decirle a nuestro magnífico alcalde que no sólo no votaré por él, sino que dedicaré el resto de mi vida a presentarlo como el monstruo que es. – ¡Movilicen a la Guardia Nacional! Envíenlos allí con bayoneta calada, ¡y que liquiden a esos bandidos! Por mi parte, estoy dispuesto a colaborar, aunque el próximo mes cumpliré ochenta y cuatro años. Estas cosas no ocurrían cuando yo era chico. Por lo demás, nunca tomo el Metro. Prefiero el aire libre. – ¿Pueden ustedes averiguar si mi hermano está en el tren? Dijo que hoy vendría a mi casa. Generalmente, sale de la suya a la una y media; y tengo la corazonada de que está en ese tren. Tiene muy mala pata, y siempre la ha tenido. Si no está en el tren, le habrá atropellado un camión, lo cual quizá sería aún peor…

–Que Dios bendiga al alcalde. Decida lo que decida, quiero que sepa que es un hombre maravilloso. Díganle que rezo por él.

–Soy un Young Duke, ¿sabe? Si hay algún puertorriqueño en ese tren, pedimos que la ciudad los indemnice por los perjuicios o malos tratos que sufran. La gente de Puerto Rico está ya bastante oprimida para que tenga que verse atropellada cuando toma uno de sus Metros a precio abusivo. Y si entre los secuestradores hay algún hermano puertorriqueño, los Young Dukes exigimos su amnistía total. Estas demandas no admiten transacciones.

–No digo que los secuestradores sean negros; pero si el noventa por ciento de los delitos que se cometen en esta ciudad son perpetrados por negros, es lógico que haya nueve probabilidades contra una de que los secuestradores sean personas de color.

–Digan a la Policía que lo único que ha de hacer es inundar el túnel…

XI

Su Excelencia el alcalde En circunstancias normales Su Excelencia el alcalde habría disfrutado dirigiendo el debate, mientras sus subordinados discutían las ventajas de determinada acción, aferrado cada cual a la posición dictada por su convencimiento o su interés.

Pero ahora, ahogándose en sus desbocados humores, aturdido por la fiebre, temía que su criterio se hallase en inferioridad de condiciones y le hiciese tomar una decisión desacertada, es decir, que no fuese políticamente provechosa. Y no es que careciese de principios, como podría pensarse al leer esto, pues él trataría, como siempre, de coordinar lo práctico con lo honrado, fatal defecto humano que era incapaz de remediar.

Junto a su cama se hallaban su mujer y su médico, además del jefe de Policía, el interventor, el presidente de la Comisión de Tráfico, el presidente del Consistorio Municipal y Murray Lasalle.

Incorporado sobre las almohadas, gruñendo y resoplando, esforzándose por mantener abiertos los irritados ojos y fija la atención en el tema que se discutía, Su Excelencia el alcalde permitió que Murray Lasalle actuase de moderador, con su acostumbrada mezcla de aguda inteligencia, impaciencia y agresiva rudeza.

–La cuestión -dijo Lasalle- que se ha de resolver sin pérdida de tiempo, es la de si vamos a pagar o no el rescate. Todo lo demás, es decir, si tenemos el dinero; si podemos ofrecerlo legalmente y de dónde vamos a sacarlo; si podremos pillar a los secuestradores y recuperarlo…, todo esto, repito, es secundario. Además, la discusión ha de ser rápida, si no queremos encontrarnos con diecisiete cadáveres más entre las manos. Que cada cual exponga su opinión, dentro de un tiempo total de cinco minutos, y, después, resolveremos. ¿Listos?

El alcalde escuchó a medias el debate. Sabía que Lasalle había tomado ya una decisión, y esperaba que la hiciese triunfar. Por una vez, coincidían las ventajas políticas con los dictados de su instinto. Las alabanzas superarían con mucho a las censuras. El Times le apoyaría rotundamente, por razones humanitarias. El News lo haría también, aunque de mala gana y aprovechando la oportunidad para acusarlo de no haber impedido el suceso. Siguiendo la línea tradicional, Manhattan estaría a su favor, y Queens, en contra. La gente acomodada diría sí; el conductor de taxi, no, y la comunidad negra permanecería indiferente. Sabía que la ciudad había tomado posiciones en pro o en contra de su derecho a tener la gripe.

Se sonó ruidosamente con un pañuelo de papel y lo arrojó al suelo. El doctor lo miró con aire profesional; su mujer, con un poco de asco.

–Sean breves -dijo Murray Lasalle-. Un minuto cada uno, y, después, Su Excelencia resolverá lo procedente.

–No se puede limitar a un número exacto de segundos una discusión tan importante como ésta -dijo el interventor.

–Apoyo la moción -dijo el presidente del Consistorio.

Lo mismo que el interventor, era considerado como «no amigo del alcalde» por cuestiones de partido.

–Escuchen -dijo Lasalle-, mientras discutimos inútilmente, los asesinos que están en esa cloaca, en ese inmundo agujero, cuentan los minutos que faltan para empezar a liquidar a sus rehenes. – ¿Cloaca? ¿Agujero inmundo? – preguntó el presidente de la JT-. Está usted hablando del sistema metropolitano más largo, más activo y más segurodel mundo.

La Jefatura de Tráfico era una complicada operación combinada del Estado y la ciudad, y su presidente gozaba de la confianza del gobernador. No era muy popular en la ciudad, y el alcalde sabía que podría cargarle al menos una parte de la culpa, si algo marchaba mal.

–Empecemos -dijo Lasalle, moviendo la cabeza en dirección al jefe de Policía.

–Bueno; hemos movilizado a todas las fuerzas -dijo el jefe de Policía-. Podría entrar allí con armas y productos químicos suficientes para borrarlos del mapa. Pero no podría garantizar la seguridad de los rehenes.

–En otras palabras -dijo Lasalle-, es usted partidario de pagar el rescate.

–Me repugna ceder a las exigencias de unos criminales -dijo el jefe de Policía-, pero tampoco creo que deban morir los inocentes junto a los culpables.

–Vote -dijo Lasalle.

–Me abstengo. – ¡Bah! – dijo Lasalle, y se volvió al presidente de la JT-: ¿Qué dice usted?

–Sólo me importa la seguridad de mis pasajeros -dijo el presidente.

–Vote.

–Una negativa a pagar nos haría perder la fe y la confianza de nuestros pasajeros. En todo caso, los ingresos disminuirán durante una temporada. Debemos pagar el rescate.

–Pagar, ¿con qué? – dijo el interventor-. ¿Saldrá el dinero de su caja.

El presidente sonrió amargamente.

–Estoy a dos velas. No tengo ni un centavo.

–Tampoco yo -dijo el interventor-. Aconsejo a Su Execelencia que no contraiga compromisos económicos hasta que sepamos de dónde vendrá el dinero.

–Interpreto esta respuesta como un voto negativo -dijo Lasalle.

–Todavía no he expuesto mis razones sobre este asunto -dijo el interventor.

–No hay tiempo para razones -dijo Lasalle.

–Pero supongo que lo habrá para las de ella.

El interventor señaló bruscamente con la cabeza a la mujer del alcalde, que, en una ocasión, había dicho de él que era «un Scrooge» [Personaje de una novela de Dickens. (N. del T.)] sin esperanzas de redención».

La esposa del alcalde torció la boca y respondió en el argot aprendido en sus días de estudiante en Wellesley, con aprovechamiento muy superior al de su marido:

–Por mí, ¡que lo zurzan!

–Gracias, señora alcaldesa -dijo Lasalle, y señaló al presidente del Consistorio-. Su turno.

–Yo voto no, por las siguientes razones…

–Está bien -dijo Lasalle-. Una abstención, un sí y dos noes. Yo voto sí. Por tanto, hay empate a dos. ¿Sam?

–Espere un momento -dijo el presidente del Consistorio-. Quiero explicar mi decisión.

–No hay tiempo -dijo Lasalle-. Se está jugando la vida de muchas personas.

–Voy a explicar mis razones -insistió el presidente del Consistorio-. Primera y principal: hay que defender la ley y el orden. Soy partidario de luchar contra los criminales, no de mimarlos con grandes cantidades de dinero.

–Gracias, señor presidente.

–Tengo que decir algo más. – ¡Maldición! – gritó Lasalle-. ¿No comprende que nos acercamos a una hora fatal?

–Debo añadir que, si pagamos a esos criminales, fomentaremos una situación parecida a la de las líneas aéreas. Si cedemos ante esos bandidos, cualquiera se dedicará a secuestrar trenes metropolitanos. ¿Cuántos millones de dólares tendremos que pagar?

–Sin tenerlos -añadió el interventor.

–Por eso, señor alcalde -dijo el presidente del Consistorio-, le pido enérgicamente que vote no, en lo referente al pago del rescate.

–Repito -dijo Lasalle-: dos síes, dos noes y una abstención. El voto decisivo corresponde a Su Excelencia. – ¿Y si hubiésemos quedado tres a uno? – preguntó el interventor.

–El voto decisivo habría sido el de Su Excelencia -respondió Lasalle, tranquilamente-. Sam. Decida, por favor.

El alcalde estornudó fuerte y ruidosamente, lanzando una tenue rociada al aire.

Le divirtió ver que todos se estremecían.

–Pensé que usted había decidido ya, Murray.

–Déjese de bromas -dijo. Murray, frunciendo el ceño. Si le importan algo esos pobres ciudadanos cautivos…

–Viniendo de usted, estas palabras son cosa de risa -dijo la mujer del alcalde-. La palabra ciudadano la escribe usted así: V-O-T-O.

El alcalde se vio sorprendido por un sofocante acceso de tos. El médico lo observó fijamente y dijo:

Este hombre no está en condiciones de ser presionado. No lo permitiré. – ¡Dios mío! – exclamó Lasalle-. Esposas y matasanos. ¿No se da cuenta, Sam, de que no tenemos alternativa? Hemos de salvar a esos rehenes. ¿Habré de recordarle que…?

–Ya sé lo de la elección -respondió el alcalde-. Pero no me gusta su manera de imponerse a todo el mundo. Quisiera ver un poco de democracia en este ambiente.

–Olvídelo -dijo Lasalle-. Estamos tratando de gobernar una ciudad, no una maldita democracia. – Miró fijamente su reloj-. Sam, será mejor que se dé prisa.

El alcalde se volvió hacia su esposa. – ¿Querida?

–Hay que ser humanitario, Sam. Todo por la Humanidad.

–Adelante, Murray -dijo el alcalde-. Arregle la cuestión del pago.

–Esto lo había dicho yo hace diez minutos. – Lasalle apuntó con el dedo al jefe de Policía-. Haga saber a esos tipos que vamos a pagar. – Y, volviéndose al interventor-: ¿Con qué Banco trabajamos más?

–Con el «Gotham National Trust». Odio tener que hacerlo, pero telefonearé…

–Yo telefonearé. Vamos, ¡todos abajo! De prisa.

–Humanidad -dijo la mujer del alcalde a su marido-. Rebosas sentimientos humanitarios, querido.

–Así es -dijo Lasalle.

Ryder Incluso con la luz de la cabina apagada, Ryder sabía que ofrecía un blanco fácil.

Estaba seguro de que había policías en el túnel, ocultos y alerta, y que varios de ellos podían apuntarle perfectamente a través de la amplia ventana delantera. Pero, a menos que la Policía decidiese luchar, en vez de pagar el rescate -caso en el cual él no sería más que el primero en morir entre otros muchos-, o que uno de los agentes apostados cediese a un impulso irracional, su riesgo no era mayor que el de los otros tres, a pesar de que éstos se hallaban más resguardados. Su defensa estaba en las circunstancias, que le ofrecían una protección bastante racional. Como en la guerra, no pedía más ni aceptaba menos.

Le molestaban los conceptos románticos o idealistas de la guerra. Frases tales como «resistir hasta el último hombre», «luchar con absoluto desprecio de la propia seguridad» o «contra fuerzas incomparablemente superiores», le parecían arengas desesperadas y propias de los que se disponen a perder. Conocía los ejemplos clásicos, casi todos tomados de guerras de la Antigüedad y que constituían monumentos a la ineptitud, al orgullo idiota o al error de cálculo: la Brigada Ligera, El álamo, la Carga de Pickett, las Termópilas. Otros tantos errores militares. Resistir hasta el último hombre quería decir que no se salvaba ni uno; el desprecio a la propia seguridad servía para multiplicar innecesariamente las bajas; luchar contra un enemigo muy superior equivalía a verse dominado (cierto que los israelíes habían ganado la Guerra de los Seis Días, pero habían anulado la superioridad numérica del otro bando con su mayor rapidez y descargando el primer golpe). Aceptaba la idea de sacrificio para su pequeño comando, pero sólo por ventajas tácticas, no por cubrirse de gloria.

Su «comando»: irónico nombre de fantasía para una pequeña banda de malhechores que había reclutado casualmente. A excepción de Longman, apenas los conocía. Eran simples reclutas escogidos para llenar las filas. En realidad, incluso podía discutirse si él había reclutado a Longman o éste lo había reclutado a él. Tal vez había un poco de ambas cosas, con la diferencia de que él se había ofrecido voluntario y Longman lo había reclutado de mala gana. Si el miedo de Longman excedía a su entusiasmo, era, empero, menor que la suma de su entusiasmo y su codicia, y por esto se había metido en el fregado… y continuaba en él.

«Hasta cierto punto -pensó Ryder-, había reclutado a Welcome y a Steever como contrapeso de Longman, que era inteligente, imaginativo y cobarde.» Los había descubierto gracias al hombre que le había vendido las armas, un ex mercenario como él, que se había tenido que retirar a consecuencia de una herida grave. Ahora traficaba en armas y tenía un almacén en una casucha de Newark y una pequeña oficina en Pearl Street. Una representación de un negocio de pieles y cueros le servía de pantalla, y en su oficina, además de una mesa viejísima, había un teléfono, unos cuantos objetos de escritorio y varios montones de pieles curtidas a las que quitaba el polvo una vez al mes, para cubrir las apariencias.

Unas cuantas metralletas eran poca cosa para él. En caso necesario, podía suministrar tanques, coches blindados, morteros, minas de tierra e incluso un submarino de bolsillo armado con torpedos. Cuando quedó cerrado el trato para la venta y entrega de cuatro metralletas «Thompson» y algunos accesorios, el traficante sacó una botella de whisky, y ambos recordaron algunas viejas batallas (incluidas varias en las que habían luchado en bandos opuestos). En éstas estaban cuando sonó el teléfono y, tras una breve, pero bronca conversación, el traficante colgó y dijo, furioso:

–Uno de mis muchachos. Más loco que una cabra. Ryder meneó la cabeza con indiferencia, pero el traficante siguió diciendo:

–Quisiera que alguien me lo quitase de las manos y me ahorrase el trabajo de matarlo. – Después miró reflexivamente a Ryder-. Tal vez te interesaría. – ¿Para qué?

–No lo sé. Se me ha ocurrido… al ver que compras cuatro metralletas. ¿Tienes completo tu personal?

Ryder le respondió que no y que podía hablarse del asunto. Era muy propio de él, pensó en aquel momento, haber dado prioridad a las armas sobre los hombres.

–Ese loco podría interesarte.

–No lo presentas como una mercancía muy atractiva.

–Sabes que soy sincero, ¿no? – El traficante hizo una pausa, y, como Ryder le mirase sin comprometerse, se encogió de hombros y siguió diciendo-:Resulta que ese chico se encuentra fuera de su ambiente. Le puse al frente de mi almacén, pero se aburre como una ostra. Es un hombre de acción, un tipo de pelo en pecho. Si yo planease un golpe y necesitase un pistolero, un soldado, lo contrataría sin pensarlo.

Si tuviese, por ejemplo, una ametralladora, y necesitase alguien para manejarla, no vacilaría en encomendársela. Tiene redaños para dar y vender.

–Pero está loco.

–Sólo un poquito. Eso de loco, es un decir. No padece ninguna psicosis. Es un valiente. Digamos que no tiene escrúpulos. Pero es audaz, rudo y… -Se interrumpió, buscando la palabra adecuada, y él mismo se sorprendió al encontrarla-:…y honrado. Honrado.

Ryder sonrió. – ¿Crees que voy a hacer un trabajo honrado con esas metralletas?

–Lo que hagas con ellas no es de mi incumbencia. Pero si necesitas un buen tirador, ese chico cumple todos los requisitos. Al llamarlo honrado, quiero decir que no es traidor, que es incapaz de vender a un compañero. Y esto no es fácil de encontrar en estos días. ¿No te satisface este aspecto de su carácter?

–Es una ventaja pero puede que sea demasiado honrado.

–Nadie es demasiado honrado -dijo el traficante, en tono rotundo-. Oye, ¿por qué no le echas un vistazo?

Ryder «le echó un vistazo» a la semana siguiente. Era un muchacho duro y engallado y demasiado vehemente para su gusto; pero Ryder no consideraba estas cualidades como inconvenientes graves. La cuestión principal consistía en ver si era capaz de aceptar órdenes y, sobre esto, Ryder tuvo siempre sus dudas.

Por fin, se refirió a la Organización.

–Tengo entendido que los dejaste para establecerte por tu cuenta. Pero supongo que trabajarás para alguien. – ¿Se lo dijo el jefe? – preguntó el muchacho, en tono despectivo-. Son una porquería. Los dejé porque son un puñado de viejos imbéciles, y sus métodos, muy anticuados: Espero que lo que lleva usted entre ceja y ceja no sea anticuado.

–Supongo que no. En realidad, creo que es algo que no se ha hecho nunca. – ¿Lo que llaman sin precedentes?

–Y peligroso -dijo Ryder, mirando al chico a los ojos-. Podría costarte la vida.

Welcome se encogió de hombros.

–No esperaba que me ofreciese cien de los grandes por algo en lo que no hubiese peligro. – Fijó su chispeante mirada en Ryder y dijo, en tono agresivo-: No tengo miedo. Ni siquiera lo tuve a la Organización.

Ryder asintió con la cabeza.

–Te creo. ¿Aceptas órdenes?

–Depende de quien las dé.

Ryder dobló el dedo índice y se tocó el pecho.

–Voy a serle franco -dijo Welcome-. En este momento no puedo prometerle nada. No lo conozco, ¿sabe?

–Bien dicho -dijo Ryder-. Volveremos a hablar de esto dentro de unos días.

–Es usted reservado -dijo Welcome-. Y yo soy parlanchín. Pero el hombre que calla no tiene que ser forzosamente malo. El jefe me ha contado algunas cosas de usted. Tiene una carrera. Y esto es algo que me infunde respeto.

A la semana siguiente, después de otra charla y no sin un poco de aprensión, Ryder contrató a Welcome. Mientras tanto, había conocido a Steever, y éste le había inspirado confianza. También se lo había recomendado el traficante de armas.

–Ha venido un tipo en busca de trabajo. Mi negocio está muy parado, y no pude admitirle. ¿Por qué no hablas con él? Parece un buen soldado.

En el sistema de castas del bajo mundo, Steever era la fuerza bruta, en oposición a Longman, que era un cerebro. Ryder estudió a fondo sus antecedentes.

Procedía del Medio Oeste; había pasado de la ratería y del hurto al robo a mano armada, y había cumplido condena una vez -y bien merecida-, al salirse de su campo e intentar una estafa. Luego fue detenido siete u ocho veces y juzgado en dos ocasiones, pero sin ser condenado. Ryder estaba seguro de que aceptaría órdenes.

–Si la cosa sale bien -dijo Ryder- te ganarás cien mil dólares.

–Es mucho dinero.

–Lo tendrás bien ganado. El golpe es peligroso.

–Lo supongo -dijo Steever, queriendo significar: «Es justo; no espero mucho por nada.»

Y de este modo, para bien o para mal, había reclutado su «ejército».

Murray Lasalle Murray Lasalle dejó que su secretaria buscase el número de teléfono del Banco, pero le advirtió que quería iniciar él mismo la conversación; no era momento de observar el protocolo, aunque, en circunstancias normales, sabía su valor y lo explotaba. Su secretaria, una ex veterana funcionaria pública, se sintió indignada por esta usurpación de sus derechos, y todavía más cuando Lasalle, sentado en el borde de una mesa del histórico salón de Archibaid Gracie, le dijo que «se diese prisa, pues no estaba para cuentos». Desde que había empezado a trabajar para Murray Lasalle, su antisemitismo, fomentado en su infancia por la exquisita cultura de sus vecinos irlandeses de Brooklyn, pero mitigado por años de servicio con personas de «todas las clases», había sufrido una violenta reactivación.

Lasalle marcó el número con impacientes movimientos de dedo índice y dijo a la telefonista que llamaba desde la oficina del alcalde, que el caso era muy urgente y que tenía que hablar en seguida con el presidente del Consejo de Administración.

Le pusieron con la secretaria del presidente.

–El señor presidente está hablando por otra línea -dijo la secretaria-. Le llamará a usted con mucho gusto en cuanto…

–Me importa un bledo que le guste o no. Quiero hablar con él sin pérdida de tiempo.

La secretaria respondió con amabilidad a su rudeza:

–Tiene una conferencia con ultramar, señor. Espero que lo comprenda.

–No me replique, joven. Se trata de un asunto de vida o muerte, de diecisiete vidas como mínimo. Por consiguiente, interrumpa su conferencia y basta de monsergas.

–No puedo hacerlo, señor.

–Oiga: métase en su oficina y dele mi recado, si no quiere verse procesada por entorpecer la acción de la Justicia.

Por primera vez, la voz de la secretaria vaciló:

–No se retire, señor. Veré lo que puedo hacer.

Murray esperó, tamborileando con los dedos sobre la mesa, hasta que una voz melosa llegó a su oído: -¡Murray! ¿Cómo estás, viejo amigo? Soy Rich Tompkins. ¿A qué viene tanta prisa? – ¿Cómo diablos me han puesto contigo? ¡Maldita sea! He preguntado por el jefe, no por un piojoso agente de Prensa. – ¡Murray!

Protesta, miedo y súplica estaban contenidos en estas dos sílabas, tal como había previsto Lasalle; acababa de darle un golpe bajo. Rich Tompkins era vicepresidente encargado de relaciones públicas del «Gotham National Trust», cargo digno e importante cuyo principal objeto era impedir que llegase a conocimiento del público cuanto pudiera enturbiar la imagen de pureza del Banco. Estaba bien considerado, como pilar conservador de la comunidad bancaria, pero tenía un esqueleto comprometedor oculto en el armario de su pasado, pues, durante cinco alocados meses, después de graduarse en Princeton y antes de encontrar su verdadero oficio, había trabajado como agente de Prensa cinematográfica. En su mundo actual, esto era lo mismo que haber sido judío, y vivía en constante alerta para que no se descubriese el terrible secreto y lo echara todo a rodar: un salario de cien mil, una finca en Greenwich, un yate de doce metros de eslora, almuerzos con el presidente de la Bolsa de Valores… Había estudiado en Princeton gracias a una beca, y sus antepasados no habían sido nobles ni ricos. Si le quitaban su posición y sus enchufes, no volvería a ser alguien en el mundo.

Murray Lasalle le dijo, fríamente: -¿Qué estás haciendo en ese teléfono? – ¡Oh! Esto es fácil de explicar -dijo Tompkins, ansiosamente.

–Explícalo.

–Mira, estaba en la oficina del presidente cuando entró Miss Selvyn y me habló de… ¿Puedo hacer algo por ti, Murray? Ya sabes que si puedo servirte…

En tres palabras, Lasalle informó a Tompkins de la situación.

–Por tanto, a menos que puedas autorizar personalmente la transferencia de un millón de dólares, quiero que interrumpas la conversación de ese viejo parlanchín.

Inmediatamente. ¿Lo has entendido?

–Murray… -La voz de Tompkins era casi un gemido-. No puedo hacerlo. Está hablando con Burundi. – ¿Quién diablos es ese Burundi?

–Es un país. De África. Una de esas Repúblicas africanas subdesarrolladas que se constituyeron recientemente.

–No me importa. Interrúmpelo y ponlo en comunicación conmigo.

–No lo comprendes, Murray. Se trata de Burundi. Nosotros los financiamos. – ¿A quiénes?

–Ya te lo he dicho. A Burundi. A todo el país. Comprenderás que no puedo…

–Sólo comprendo que un antiguo parásito del cine está obstruyendo la actuación del Gobierno de la ciudad. Descubriré tu secreto, Rich, puedes estar seguro.

Si no hablo con él en treinta segundos, voy a dar al traste con toda tu combinación. – ¡Murray!

–Empieza la cuenta. – ¿Qué puedo decirle?

–Pues que diga a los de Burundi que tiene una llamada local urgente y que les telefoneará más tarde. – ¡Dios mío, Murray! Se necesitan cuatro días para establecer comunicación con ellos; su sistema telefónico es muy rudimentario.

–Quedan quince segundos. Luego, empezaré a darles el soplo a los medios de difusión. «Republic Pictures», Vera Hruba Ralston, chulillos para las actrices maduras que visitan Nueva York…

–Te pondré con él. No sé cómo, pero lo haré. ¡No cuelgues!

La espera fue tan breve, que Lasalle presumió que Tompkins había cortado la conferencia con Burundi a media frase.

–Buenas tardes, Mr. Lasalle. – La voz del presidente era grave y pausada-. Me dicen que la ciudad se encuentra en un apuro urgente.

–Ha sido secuestrado un tren metropolitano. Diecisiete personas están retenidas como rehenes: dieciséis pasajeros y el conductor. Si no entregamos un millón de dólares antes de media hora, los diecisiete morirán.

–Un tren metropolitano -dijo el presidente-. La idea no puede ser más nueva.

–Sí, señor. ¿Comprende ahora nuestra prisa? ¿Hay algo que impida disponer de esta cantidad?

–Nada, si lo hacemos a través del Banco de Reserva Federal. Somos miembros de él, naturalmente.

–Bien. ¿Quiere usted hacer que nos den el dinero lo antes posible? – ¿Que les den el dinero, Mr. Lasalle? ¿Qué sentido debo dar a la palabra den?

–Que nos lo presten -dijo Lasalle, levantando la voz-. Necesitamos un préstamo de un millón de dólares. Lo pide la ciudad soberana de Nueva York.

–Un préstamo. Bueno, Mr. Lasalle, hay que cumplir ciertas formalidades.

Autorizaciones, firmas, condiciones, plazo para la devolución y, tal vez, otros detalles.

–Permita que le diga, con el debido respeto, que no tenemos tiempo para todo eso, señor presidente.

–Pero todo eso, según dice usted, tiene su importancia. También nosotros tenemos que dar cuenta de nuestros actos. Los directores, los consejeros y los accionistas del Banco, que nos preguntarán. – ¡Escuche, estúpido mamón! – chilló Murray, y se interrumpió, asustado por su propia audacia. Pero era demasiado tarde para pedir disculpas o retractarse, y, en todo caso, esto no se avenía con su estilo. Siguió adelante, con voz francamente amenazadora-: ¿Quiere usted que sigamos siendo clientes suyos? Sabe muy bien que podemos acudir a otro Banco. Y esto, sólo para comenzar. Si empiezo a investigar, ¡descubriré infracciones en cada una de sus malditas operaciones!

–Nadie -dijo el presidente, con verdadero asombro-, nadie me había llamado así antes de ahora.

Era la ocasión de rectificar generosamente; pero Lasalle siguió, implacable:

–Bueno; pues le diré algo más, señor presidente. Si no busca inmediatamente ese dinero, el epíteto estará en boca de todo el mundo.

Prescott La decisión de Gracie Mansion pasó de la alcaldía al comisario de distrito; del comisario de distrito al subinspector jefe Daniels, en la cabina del Pelham Uno Dos Ocho, detenido en la estación de la Calle Veintiocho, y del subinspector jefe, a Prescott, en el Centro de Control. Prescott llamó al Pelham Uno Dos Tres.

Accedemos a pagar el rescate -dijo-. Repito: pagaremos el rescate. Responda.

–Enterado. Voy a darle más instrucciones. Deberán cumplirse al pie de la letra.

Responda.

–De acuerdo -dijo Prescott.

–Primero. Entregarán el dinero en billetes de cincuenta y de cien, en la proporción siguiente: quinientos mil dólares en billetes de cien, y otros quinientos mil en billetes de cincuenta. Repita.

Prescott repitió el mensaje lentamente y con claridad, en beneficio del subinspector jefe, que tenía intervenida la llamada y debía oír este extremo de la conversación.

–Esto equivale a cinco mil billetes de cien dólares y diez mil billetes de cincuenta. En total, quince mil billetes. Segundo: Deben colocarlos en fajos de doscientos billetes cada uno, sujetos con una cinta de goma gruesa a lo largo, y otra a lo ancho. Repita.

–Cinco mil de cien y diez mil de cincuenta, en fajos de doscientos billetes, sujetos a lo largo y a lo ancho con cintas de goma.

–Tercero: Todos los billetes deben ser usados, sin continuidad en los números de serie. Repita.

–Billetes usados -dijo Prescott- y con números de serie que no sean seguidos.

–Esto es todo. Cuando tengan el dinero, póngase al habla conmigo y recibirá ulteriores instrucciones. Prescott llamó al Pelham Uno Dos Ocho.

–He captado sus respuestas -dijo el subinspector jefe- y transmitido el mensaje a la Alcaldía.

Pero Prescott lo repitió, por si el jefe de los secuestradores lo estaba oyendo.

Probablemente, a éste no le importaría que la Policía estuviese escuchando, pero no valía la pena arriesgarse a contrariarlo, si no era así.

El subinspector jefe le dijo:

–Hable con ellos y trate de conseguir más tiempo. Prescott llamó al Pelham Uno Dos Tres y dijo:

–He cursado sus instrucciones; pero necesitamos más tiempo.

–Son las dos y cuarenta y nueve. Tienen veintiticuatro minutos.

–Sea razonable -dijo Prescott-. Hay que contar el dinero, empaquetarlo y traerlo… Es prácticamente imposible.

–No.

Aquella voz pausada e inflexible le causó a Prescott una impresión de impotencia. Al otro lado de la estación, Correll chillaba desaforadamente, luchando, al parecer, con los problemas de la circulación. «Es tan ruin como los secuestradores -pensó Prescott-; le preocupa lo suyo, y que se fastidien los pasajeros.» Procuró calmarse y volvió a la radio.

–Escuche -dijo-, denos quince minutos más. ¿Por qué matar a unos inocentes, si no es necesario?

–Nadie es inocente.

–«¡Dios mío -pensó Prescott-, ese hombre es un lunático!»

–Sólo quince minutos -dijo-. ¿Vale la pena asesinar a toda esa gente por quince minutos? – ¿A toda esa gente? – La voz pareció sorprendida-. A menos que ustedes nos obliguen a ello, no tenemos intención de matarlos a todos.

–Claro que no -dijo Prescott, y pensó: «Es el primer sentimiento humano o casi humano que ha expresado esa voz»-. Denos, pues, el tiempo que le pido.

–Porque si los matásemos a todos -dijo tranquilamente la voz-, no nos quedaría nada para ejercer presión. En cambio, si matamos a uno o dos, e incluso a cinco, todavía nos quedarán bastantes para presionarles. Perderán un pasajero por cada minuto que pase de la hora límite. Es mi última palabra.

Prescott se tambaleó al borde de un acceso de furor, impotente, ansioso de hacer lo necesario para hallar una solución, pero sabiendo que tropezaría siempre con una voluntad implacable. Por consiguiente, pugnó por serenar su voz y cambió de tema: -¿Podemos recoger al jefe de servicio? – ¿A quién?

–Al hombre sobre el que dispararon. Quisiéramos enviar una camilla para recogerlo.

–No. No podemos permitirlo.

–Tal vez esté vivo. Tal vez esté sufriendo.

–Está muerto.

–No puede estar seguro de ello.

–Está muerto. Pero, si insiste, le meteremos unas cuantas balas más en el cuerpo y dejará de sufrir, si es que aún sufre.

Prescott cruzó los brazos sobre la mesa y bajó lentamente la cabeza. Cuando volvió a levantarla, sus ojos estaban llenos de lágrimas, y ni él mismo habría podido decir si eran de ira o de piedad o de una terrible combinación de ambas cosas. Hizo una bola con su pañuelo y la apretó fuertemente sobre cada uno de sus ojos; después llamó al subinspector jefe y le dijo, en tono contenido:

–No hay prórroga de tiempo. Se ha negado en redondo. Matará a un pasajero por cada minuto de retraso. Y habla en serio.

El subinspector jefe, con una voz tan inexpresiva como la de él, respondió:

–Creo que es materialmente imposible.

–Las tres y trece -dijo Prescott-. A partir de esta hora, empezarán a liquidar pasajeros: uno por minuto.

Frank Correll Atribulado, vocinglero, saltando frenéticamente de una mesa a otra, Frank Correll trazó un plan para evitar que toda la línea quedase paralizada.

Los trenes de la línea de Lexington Avenue, que salían de Dyre Avenue y de la Calle 180 Este, en el Bronx, fueron desviados hacia las líneas del West Side, en las estaciones de la Calle 149 y Grand Concourse.

Los trenes que habían pasado ya al sur de la Calle 149 fueron desviados en Grand Central hacia la línea del West Side.

Al sur de la Calle Catorce, algunos trenes fueron enviados a Brooklyn; otros fueron desviados en City Hall o en South Ferry y dirigidos a la estación de Bowling Green, donde empezaron a acumularse.

Se movilizaron autobuses de la MABSTOA para transportar a los pasajeros a otras líneas de la zona media de la ciudad.

El desvío de los trenes hacia el West Side exigía enormes precauciones, para evitar que estas líneas quedasen atascadas.

Fue una improvisación confusa; pero, al menos, evitó una catastrófica paralización.

–Si el correo no puede parar -gritó Frank Corell-, si las representaciones no pueden interrumpirse, el Metro no puede dejar de circular.

Murray Lasalle Murray Lasalle subió de dos en dos los peldaños de la gran escalinata y entró en la habitación del alcalde. Su Excelencia estaba tumbado de bruces, mientras el médico se disponía a pincharlo con una aguja hipodérmica. El médico clavó la aguja.

El alcalde lanzó un gemido, se incorporó y se subió el pantalón del pijama.

Lasalle dijo:

–Salte de la cama y vístase, Sam. Vamos a ir a la parte baja de la ciudad.

–Está usted loco -dijo el alcalde.

–Ni hablar de ello -dijo el médico-. Es absurdo.

–Nadie le ha pedido su opinión -dijo Lasalle-. Las decisiones políticas son de mi exclusiva incumbencia.

–Su Excelencia es mi paciente, y no permitiré que se levante de la cama.

–Bueno, buscaré otro médico que se lo permita. Queda usted despedido. Sam, ¿cómo se llama aquel interno del «Flower Hospital»? Me refiero a aquel que ingresó en la Facultad de Medicina por recomendación de usted.

–Este hombre está muy enfermo -dijo el médico-. Puede peligrar su propia vida… -¿No le he dicho que se largue? – preguntó Lasalle, mirando al médico con ojos chispeantes-. Sam, ese interno… Revillion…, voy a pasarle la papeleta.

–No lo traiga aquí, ¡por mil diablos! ¡Ya estoy harto de médicos!

–No hará falta que venga. Puede diagnosticar su enfermedad por teléfono. – ¡Por el amor de Dios, Murray! – exclamó el alcalde-. Estoy realmente enfermo. ¿A qué viene todo esto? – ¿Y todavía pregunta a qué viene? Peligra la vida de diecisiete ciudadanos, y el alcalde se preocupa tan poco de ellos que ni siquiera hace acto de presencia. – ¿Y qué voy a sacar con hacer acto de presencia? ¿Que me abucheen?

El médico pasó al otro lado de la cama y asió la muñeca del alcalde.

–Suéltele la mano -dijo Lasalle, vivamente-. Ha sido usted sustituido por el doctor Revillion. – ¡Pero si ni siquiera es médico! – exclamó el alcalde-. Creo que está estudiando el cuarto año.

–Escuche, Sam, todo lo que tiene que hacer es ir allá, decir unas cuantas palabras a los secuestradores por un altavoz, volver y meterse en la cama. – ¿Me escucharán?

–Lo dudo. Pero hay que hacerlo. El Otro Bando estará allí. ¿Quiere usted que sean ellos quienes utilicen el altavoz pára pedir que se respeten las vidas de los ciudadanos?

–Ellos no están enfermos -dijo el alcalde, tosiendo.

–Recuerde a Attica -dijo Lasalle-. Lo compararán con el gobernador.

El alcalde se incorporó bruscamente, sacó los pies por encima del borde de la cama y se irguió. Lasalle le sostuvo, mientras el médico, después de un movimiento instintivo, permanecía inmóvil donde estaba.

El alcalde levantó la cabeza, haciendo un esfuerzo.

–Esto es una locura, Murray. Ni siquiera puedo mantenerme en pie. Si salgo, me pondré peor. – Abrió mucho los ojos-. Incluso puedo morir.

A un político pueden ocurrirle cosas peores que la muerte -dijo Lasalle-. Le ayudaré a ponerse los pantalones.

XII

Ryder Ryder abrió la puerta de la cabina, y Longman, al echarse atrás para dejarlo pasar le tocó el brazo con dedos temblorosos. Ryder siguió caminando y se dirigió al centro del vagón. En la parte posterior, Steever estaba sentado, apoyado en la pared metálica exterior del coche, cubriendo la vía con su metralleta. Welcome estaba en el centro, de pie y con las piernas separadas, sosteniendo la metralleta con una mano.

«Se balanceaba incluso cuando nada se movía», pensó Ryder.

Se situó a poca distancia delante de Welcome, pero ligeramente a un lado, para no cruzarse en su línea de fuego.

–Presten atención, por favor.

Observó que las caras se volvían hacia él, despacio y de mala gana, o en una súbita reacción casi automática a su voz. Sólo dos pasajeros le miraron a los ojos: el viejo, con grave pero vivo interés, y el belicoso negro, desafiadoramente, por encima del borde de su ensangrentado pañuelo. El conductor estaba muy pálido y movía los labios en silencio. El hippy seguía con su sonrisa ausente y soñadora. La madre de los dos chicos continuaba tocándolos nerviosamente, como para grabarlos en su memoria. La muchacha del sombrero anzac permanecía sentada muy tiesa, actitud calculada para hacer resaltar sus senos y acentuar la curva de los muslos. La mujer aficionada al vino babeaba una saliva descolorida…

–Tengo más información para ustedes -dijo Ryder-. La ciudad se aviene a pagar su rescate.

La madre estrujó a sus hijos y los besó apasionadamente. La expresión del negro belicoso no se alteró en lo más mínimo. El viejo juntó las pequeñas y bien cuidadas manos en un aplauso silencioso, en el que no había, o parecía no haber, el menor matiz irónico.

–Si todo se desarrolla según lo previsto, no sufrirán daño alguno y podrán marcharse a sus quehaceres.

El viejo preguntó: -¿Qué quiere decir con eso de «si todo se desarrolla según lo previsto»?

–Que la ciudad cumpla su palabra. – ¡Ya! – dijo el viejo-. Por pura curiosidad, ¿podría saber cuánto dinero?

–Un millón de dólares. – ¿Cada uno? – Ryder negó con la cabeza, y el viejo pareció disgustado-. Esto representa unos sesenta mil por cabeza. ¿Tan poco valemos?

–Cierre el pico, viejo.

Era la voz de Welcome; pero mecánica, desprovista de interés. Ryder comprendió la razón: se estaba timando con la chica. La actitud provocativa de ésta iba exclusivamente dirigida a Welcome.

–Señor -dijo la madre, estrujando a sus hijos, que se rebullían incómodos-.

Señor, ¿nos dejará marchar en cuanto tenga el dinero?

–No; pero poco después. – ¿Por qué no en seguida?

–No más preguntas -dijo Ryder. Dio un paso atrás, para acercarse a Welcome, y le dijo en voz baja-: Deja de tontear con esa chica.

Casi sin bajar la suya, Welcome respondió:

–No te preocupes. Puedo tener a raya a ese montón de imbéciles y cargarme a esa ramera al mismo tiempo.

Ryder frunció las cejas, pero no replicó. Volvió a la cabina y entró, sin responder a la ansiosa mirada de Longman. Nada podía hacer, salvo esperar. No se tomó el trabajo de calcular si el dinero podría o no llegar antes de la hora fijada. Ni siquiera miró el reloj.

Tom Berry En cuanto el jefe de los secuestradores volvió a la cabina del conductor, Tom Berry lo apartó de su mente y volvió a pensar en Deedee, particularmente en el día en que la conoció y, de modo general, en la forma en que ella había influido en sus ideas.

No era que él no hubiese tenido ya algunas ideas propias, vagamente inadecuadas para un policía; pero éstas no habían sido apremiantes. En cambio, Deedee había hecho que reflexionase en serio sobre sus presunciones.

Hacía tres meses que prestaba servicio de paisano en East Village. Era un servicio voluntario, y Dios sabría por qué se había metido en él, si no era por la circunstancia de que se aburría terriblemente en su coche de patrulla y le fastidiaba su compañero, un tipo de cuello gordo y pinta de nazi, que odiaba a los judíos, a los negros, a los polacos, a los italianos, a los puertorriqueños y a casi todo el mundo, y que era violento partidario de la guerra: de la de Vietnam y de todas las guerras pasadas y futuras. Por consiguiente, se había dejado crecer la barba, el cabello, que le llegaba hasta los hombros, se había ataviado con ponchos, cintas en la cabeza y abalorios, y se había ido a vivir con los ucranianos, ladrones de motos, vagabundos, toxicómanos, invertidos, estudiantes, radicales, aventureros, adolescentes fugados de casa y toda clase de extraña población hippy del East Village.

La experiencia había resultado un tanto extravagante, pero no aburrida. Había llegado a conocer a algunos de los hippies y a simpatizar con ellos; con algunos de los chivatos vestidos de hippy (como él mismo); con algunos animados negros, que llevaban una vida alegre y carismática gracias a un color de piel muy de moda en aquellos andurriales, y, por último, a través de Deedee, con algunos muchachos idealistas y revolucionarios, que habían abandonado las comodidades de la clase media y los distinguidos campi de Harvard, Vassar, Yale y Swarthmore. Aunque habría sido incapaz de alistarse junto a ellos para una revolución y aunque, probablemente, ni el propio Mao se habría sentido muy entusiasmado al verlos.

Había conocido a Deedee durante su primera semana de servicio cumpliendo sus instrucciones de aclimatarse y de captar las costumbres de la comunidad. Estaba leyendo los títulos de las obras exhibidas en el escaparate de la librería de St. Marks Place -una mezcla de maestros del tercer mundo, maoístas y del Movimiento Americano, desde Marcuse hasta Jerry Rubin-, cuando ella salió de la tienda y se detuvo también a mirar los libros del escaparate. Vestía pantalón azul y camisa de punto sin mangas, y pertenecía, visiblemente, al tipo inconformista: largos cabellos sueltos sobre los hombros y nada de sujetadores ni de maquillaje. Pero el cabello era brillante y limpio; los pantalones y la camisa, recién lavados (incluso ahora recordaba estas sus primeras observaciones); la figura, esbelta, y las facciones, francas y muy cercanas a la belleza.

Ella advirtió que la estaba observando.

–Los libros están en el escaparate, niño.

No era una voz arrabalera, sino dulce y bien modulada, y esto disimuló la rudeza de las palabras. Él sonrió.

–Estaba mirando atentamente los libros, hasta que salió usted. Pero usted me gusta más.

Ella frunció el ceño.

–Tampoco usted está mal; pero no pretendo halagarle al decirle esto.

Él reconoció el tono polémico de las mujeres de la nueva ola.

–No soy chauvinista en lo que atañe a la virilidad. Palabra.

–Tal vez crea que no lo es. Pero se ha delatado. Se alejó, en dirección a la Segunda Avenida. Sin ninguna razón particular, él la siguió. Ella frunció el ceño por tercera vez, al colocarse él a su lado. – ¿Me invita a una taza de café? – preguntó Tom.

–Lárguese de una vez.

–Estoy sin blanca.

–Váyase a chulear a la parte alta de la ciudad.-Después, le dirigió una aguda mirada-. ¿Tiene hambre?

Él respondió que sí y ella le llevó a un café y le compró un bocadillo. Daba por seguro que él pertenecía al Movimiento -el amorfo grupo de jóvenes buscadores de un mundo mejor, y que tenía a veces fines políticos; otras, sociales; otras, sexuales; otras, puramente ficticios, y otras, una mezcla de todo esto- y, mientras charlaban, ella se impacientaba cada vez más, al observar su ignorancia de los diversos aspectos de aquél.

La joven le parecía encantadora e irritante al mismo tiempo. No quería despertar sus recelos, aunque no parecía tenerlos, y sí, únicamente, una especie de indignación por el hecho de que él estuviese tan mal informado. Por tanto, le dijo:

–Escuche: acabo de ingresar en el Movimiento y estoy empezando a aprender lo que éste significa. – ¿Tenía algún empleo normal?

–Trabajaba en un Banco, si quiere saberlo -dijo él, tranquilamente-. Pero pronto me cansé y empecé a buscar la manera de vivir mi vida.

–Ya. Y aún no sabe cuál es ésta, ¿verdad?

–Pero quiero aprender -dijo él, y desvió la mirada, en una actitud que había de atraer otra mirada, escrutadora, por parte de la chica. Al menos, estaba aprendiendo algo de ella con bastante rapidez-. Lo deseo de veras.

–Bueno; creo que puedo ayudarle.

–Se lo agradezco -dijo él, con toda seriedad-. ¿Le gusto ahora un poco más? – ¿Un poco más que cuándo?

–Que hace un rato. – ¡Oh!-dijo ella, sorprendida-. Me gustó desde el principio.

Volvieron a encontrarse el día siguiente, y ella inició su educación ideológica.

A la semana siguiente, ella lo llevó a su habitación, donde fumaron un poco de hierba y se metieron en la cama, ya medio enamorados. Él tuvo que hacer una especie de juego de manos con su pistola, para que ella no la viese. Pero, unos días más tarde, se descuidó, y ella vio cómo se la metía debajo del cinturón al vestirse. – ¿Esto? Tal vez es una locura; pero una vez me dieron una paliza, y no me gustó nada.

En los ojos de ella se pintó una expresión de asco mientras señalaba el corto cañón del 38. – ¿Por qué llevas la misma arma que los polis? – preguntó.

Tom podía haber seguido improvisando, pero no se sintió con ánimos para mentirle.

–Yo…, bueno, Deedee, lo cierto es que soy un poli.

Ella le sorprendió con un puñetazo en la mandíbula que le hizo tambalearse, y, después, se sentó en el suelo y, hundiendo la cabeza entre los brazos, lloró desconsoladamente, como cualquier chiquilla burguesa. Al cabo de un rato, después de recriminaciones y vituperios, de acusaciones y confesiones y de protestas de amor, resolvieron no reñir, y Deedee juró en secreto -aunque no guardó el secreto mucho tiempo- que dedicaría todos sus esfuerzos a la liberación del poli.

Longman Longman no se había convencido nunca de la necesidad de imponer un tiempo límite muy reducido para la entrega del dinero del rescate, y había discutido enérgicamente la liquidación de los pasajeros como penalidad.

–Tenemos que intimidarlos -había dicho Ryder y mostrarnos convincentes.

En el momento en que crean que nos tiramos un farol, estamos perdidos. Los intimidaremos fijando una hora tope, y los convenceremos cumpliendo nuestra amenaza de matar.

Dentro del marco de locura de la empresa, Ryder tenía siempre razón. Sus argumentos tendían directamente al éxito de la operación, y, desde este punto de vista, su lógica era irrebatible, por muy terrible que fuese. En cambio, no se mostraba tan «radical» en otros aspectos del problema. Por ejemplo, en la cuestión del dinero había adoptado una actitud más conservadora que el propio Longman, el cual había propuesto exigir cinco millones de dólares.

–Demasiado -había dicho Ryder-. Podrían negarse. Un millón es una cantidad que la gente puede comprender y tolerar. Podríamos llamarlo un precio corriente.

–Esto no es más que una suposición. Tú no sabes si pagarán cinco millones.

Y, si te equivocas, perderemos muchísimo dinero.

Ryder se había permitido una de sus raras sonrisas al oír esta frase. Pero se había mantenido firme.

–No vale la pena correr el riesgo. En definitiva, te embolsarás cuatrocientos mil, libres de impuestos. Es cuanto necesitas para el resto de tu vida. Y mucho más que la pensión de desempleo.

No se habló más del asunto, pero aquella conversación hizo que Longman se preguntase qué importancia tenía el dinero para Ryder; si, en realidad, no era algo secundario en relación con la aventura misma, con la emoción de la empresa, con el reto a sus dotes de mando. El mismo motivo se aplicaba tal vez al pasado de Ryder como mercenario. ¿Quién arriesgaría su vida en el combate, si no le impulsase algún motivo más fuerte que el dinero?

En realidad, Ryder no había escatimado nada para comprar lo que llamaba su matériel. Lo había pagado todo de su bolsillo, sin preguntar siquiera a Longman si podía participar en los gastos o si le rembolsaría algo cuando consiguiesen el botín.

Longman sabía que las cuatro metralletas habían costado muy caras, y eso sin hablar de las municiones, las pistolas, las granadas, los cinturones para el dinero, los impermeables confeccionados a propósito y la construcción metálica que él había diseñado a sugerencia de Ryder y a la que llamaban el Truco…

Longman observó a Welcome y a la chica del sombrero anzac. A pesar de la reprimenda de Ryder, nada había cambiado. Si dos personas podían establecer una relación íntima a tres o cuatro metros de distancia, esto era lo que estaban haciendo Welcome y la muchacha. Era algo chocante, retorcido. Y no es que él fuese timorato.

Lo había hecho todo, primero con la zorra de su ex mujer y, más recientemente, con prostitutas complacientes, siempre que tenía dinero para ello. Lo había hecho todo, y había gozado con ello, ¡pero no en público!

Anita Lemoyne Anita Lemoyne dirigió una larga mirada apasionada al bandido, para conservar su ardor, antes de transferirla a su diminuto reloj de pulsera. Aunque pudiese salir del maldito vagón en aquel mismo instante y echar a correr como un galgo, desnudándose por el camino, no llegaría al cubil del tipo de la Televisión y a lo que él llamaba su juerga.

Eran una vida podrida y una ciudad podrida. Si sumaba todo lo que había tenido que aguantar sólo para pagar el alquiler de su lujoso pisito (sin contar las propinas a los porteros y los favores a los agentes y polizontes), tenía que reconocer que había hecho un mal negocio. Si tuviese manera de hacerlo, prendería fuego a toda la ciudad y buscaría una casita con un pequeño jardín en los suburbios o, mejor aún, en el campo. Sí…, pero, ¿cómo viviría? ¿Montaría una cabaña para atraer a los rústicos galanes? ¿Fornicaría en un macizo de flores, con el susurro de los árboles mezclándose con sus propios y fingidos suspiros de amor? Puros sueños. Ya no había galanes. En los suburbios, los hombres se entendían con las mujeres de otros, y, en el campo, perseguían a las ovejas en verano y se pasaban todo el invierno jugando al póquer, hasta que se fundía la nieve y volvían con sus ovejas.

El bandido seguía mirándola fijamente, casi saliéndosele los ojos por los agujeros de la máscara. Estaba excitado, cosa muy halagadora para una mujer, y lanzaba chispas incendiarias. Una cosa era segura: había que estar loco para pensar en «eso» mientras tenía secuestrado un vagón del Metro. Pero, ¿y ella? ¿Tenía sentido estar timándose con él en tales condiciones?

Bueno, ella era una profesional y debía reaccionar forzosamente como tal.

Además, se hallaba en una situación apurada, y nada perdería con hacer amistad con un miembro de la dura pandilla. Aunque no creía que le hiciesen daño deliberadamente, siempre podían producirse accidentes, con tantas armas desenfundadas. Naturalmente, ella se encontraba allí por casualidad, pero había visto, en la primera página del News, muchas fotografías de inocentes transeúntes en medio de un charco de sangre, mientras los policías se inclinaban sobre ellos, como pidiéndoles perdón. «Yo no quiero ser una víctima inocente -pensó-, ¡tengo que salir de aquí! Si pudiese servirme de algo, me `liaría' con ese bandido ahora mismo…»

Lo miró con pánico, pero en actitud incitante. El bandido captó el mensaje y reaccionó en seguida.

Welcome Joe Welcome recordó que una chica le había dicho en cierta ocasión: «Jamás conocí un gallito que estuviese siempre tan a punto como tú.» Y aquella chica era una verdadera gata; bastaba «dirigirle» un sucio pensamiento para que se tumbase de espaldas. Recordaba una vez en que habían saltado del catre y se habían dirigido a la cocina, y, cuando la «gata» terminó de preparar el café y se dirigió a la mesa, se encontró, sorprendida, con que él la estaba esperando de nuevo. Entonces fue cuando hizo aquel comentario.

«En cualquier momento -pensó Welcome- y en cualquier lugar. En el suelo, en la cama, en el rellano, en un callejón oscuro, sentado, de pie o montado en bicicleta. ¡O en mitad de un apestoso vagón de Metro!»

En aquel mismo instante, con una metralleta en la mano, con un millón de policías en el túnel, muy próximo el momento de la difícil escapada, se encontraba a punto. Y la chica del extraño sombrero lo sabía y seguía incitándolo con su actitud.

Era una locura pensar lo que pensaba él en un momento como aquél; pero, ¿no decían todos que estaba loco? Pues sí, lo estaba. ¿Y qué había de malo en la locura de un garañón como él? ¡Eran cosas de la Naturaleza!

Ahora mismo, con las ingles doloridas y aquella gallinita que se lo estaba pidiendo, estallaría si no podía desfogarse. ¿Cómo? ¿Dónde? ¡Caray, en cualquier sitio! Podía llevarla al otro extremo del vagón y hacer que se tumbase en el asiento.

Y que lo viesen los pasajeros. Les daría una buena lección.

Ryder se pondría furioso. Pero Ryder estaba en la cabina, ¡y que se chinchase Ryder! ¡Al diablo con él! Le había trasteado la primera vez, cuando salió de allí, y volvería a hacerlo. Si Ryder quería probarle, él estaba a punto. Siempre.

Komo Mobutu La herida de Mobutu había dejado de sangrar, aunque todavía rezumaba algo en el empapado pañuelo. Pensó: «He perdido la serenidad; he dejado que me abriesen la cabeza por un par de negros.» Contempló su rojo pañuelo y se dijo: «No me importaría verter mi sangre hasta la última gota, si con ello contribuyese a liberar a mi pueblo. Pero hay que ver las cosas como son: no serviría de nada, de nada.»

Sintió que le tocaban el brazo. El viejo que se sentaba a su lado le ofrecía un gran pañuelo doblado.

–Tómelo -dijo el viejo.

Mobutu rechazó el pañuelo.

–Tengo el mío -dijo.

Mostró el ensangrentado trapo, y el viejo palideció, pero no se dio por vencido.

–Vamos. Tome mi pañuelo. Estamos en la misma barca.

–Usted viaja en su barca, viejo, y yo, en la mía. No me venga con monsergas.

–Está bien. Somos dos barcas que se cruzan en la noche. Pero, de todos modos, tome mi pañuelo. Seabuen chico.

–No acepto desperdicios.

–Yo tiro los desperdicios -dijo el anciano-. Este pañuelo lo compré hace quizás un mes.

–No tomaré nada de un cerdo blanco; por consiguiente, déjeme en paz de una vez.

–Blanco, sí -dijo el viejo, y sonrió-. En cuanto a lo de cerdo, se equivoca.

Vamos, hombre, seamos amigos.

–Es inútil, viejo. Soy un enemigo, y algún día le cortaré el gaznate.

–Cuando llegue ese día -dijo el anciano-, yo le pediré que me preste su pañuelo.

Mobutu se llevó su pañuelo a la maltrecha frente. Estaba demasiado empapado para absorber algo más. El negro miró los gruesos pliegues del pañuelo del viejo, seguramente adquirido con ganancias extraídas de la sangre de sus hermanos y hermanas de color. En realidad, aquel pañuelo les pertenecía, le pertenecía. Era una compensación bien menguada.

–Deme el trapo -dijo Mobutu, cogiendo el pañuelo.

–No es un trapo -dijo el viejo-; sólo un pañuelito.

Mobutu se quedó mirando fijamente la cara arrugada y solemne del viejo. Y tuvo la impresión de que le estaba tomando el pelo.

XIII