–Paul ha vuelto. ¿Verdad que es genial?
Por la mirada del viejo barón cruzó un destello de miedo. Duró apenas unos segundos, pero Jürgen lo saboreó como si fuera la gran humillación que en su mente retorcida había imaginado.
Se levantó y fue hasta el cuarto de baño. Tomó un vaso y lo llenó hasta la mitad bajo el grifo. Luego volvió a sentarse junto al barón.
–Sabes que ahora vendrá a por ti. Y supongo que no querrás ver tu nombre en los titulares, ¿verdad Otto?
Jürgen sacó del bolsillo una cajita metálica, no más grande que un sello de correos. La abrió y extrajo de ella una pequeña pildora de color verde, que dejó sobre la mesa.
–Hay un nuevo departamento de las SS que está experimentando con estas preciosidades. Tenemos agentes por el mundo, gente que en un momento dado tiene que desaparecer sin ruido y sin dolor -dijo el joven, omitiendo el hecho de que la segunda parte aún no se había conseguido-. Evítanos la vergüenza, Otto.
Tomó su gorra y se la caló de nuevo. Caminó hasta la puerta y al llegar se dio la vuelta. Vio a Otto adelantar su mano izquierda hasta la pastilla y sostenerla entre los dedos, con un rostro tan inexpresivo como el que le había dedicado a Jürgen. Después la mano ascendió hasta la boca en un viaje tan lento que el movimiento era inapreciable.
Jürgen se marchó. Por un instante el joven estuvo fuertemente tentado de quedarse a ver el espectáculo, pero era mejor ceñirse al plan para evitar potenciales problemas.
A partir de mañana, el servicio se dirigirá a mí como barón von Schroeder. Y cuando mi hermano venga a buscar respuestas, tendrá que pedírmelas a mí.
El ruido del cuerpo del ex marino impactando contra el suelo del callejón había rebotado por su cabeza como un eco oscuro durante el tiempo que había pasado encerrado en la habitación que había alquilado en una pensión de Schwabing. Había ido al antiguo edificio que compartía con su madre, pero éste era ahora un bloque de pisos.
No era lo único que había cambiado en Munich en su ausencia. Las calles estaban más limpias y ya no había parados en las esquinas. Habían desaparecido las colas frente a las iglesias y las oficinas de empleo. La gente ya no iba a comprar el pan cargada con dos maletas de billetes pequeños. No había sangrientas batallas de taberna. Las enormes columnas de avisos, que se podían encontrar en las calles principales, tenían otras cosas que contar. Antes rebosaban avisos de mítines, encendidas proclamas y decenas de carteles de "Se busca por robo". Ahora mostraban pacíficas reuniones de clubes de horticultura.
En lugar de aquellos presagios funestos, Paul se había encontrado con la profecía cumplida. Grupos de niños con brazaletes rojos paseaban la esvástica por doquier. A su paso todos los transeúntes debían alzar el brazo y gritar "Heil Hitler", si no querían arriesgarse a que un par de agentes de paisano les tocasen en el hombro y les conminasen a acompañarles. Algunos, los menos, se escabullían en un portal para huir del saludo, pero esta solución no siempre era posible, y al final todos acababan levantando el brazo antes o después.
Por doquier la gente caminaba con la bandera de la araña negra bien visible, ya fuera en forma de alfiler de corbata, de brazalete o de pañuelo para el cuello. En las paradas de los tranvías y en los quioscos las vendían junto con el billete y el periódico. Aquella furia patriótica se había desatado desde que a finales de junio decenas de líderes de las SA fueran asesinados en plena noche por "traición a la patria". Hitler había mandado con ello el doble mensaje de que nadie estaba a salvo y de que en Alemania sólo mandaba él. El miedo era patente en cada rostro, por lo mucho que todos se esforzaban en disimularlo.
El paseo por la ciudad le alivió durante un buen rato, aunque fuera a costa de la preocupación que sentía por el rumbo que estaba tomando Alemania.
–¿Quiere un alfiler de corbata, señor? – le ofreció un mozalbete, después de escrutarle de arriba abajo. Llevaba una larga tira de cuero con varios modelos prendidos, desde el águila sosteniendo el escudo nazi hasta la simple cruz gamada.
Paul negó con la cabeza y siguió caminando.
–Es recomendable llevar uno puesto, señor. Una excelente señal de apoyo a nuestro glorioso Führer -insistió el chico, corriendo unos metros detrás de él. Al ver que Paul no cedía, le sacó la lengua y buscó nuevos blancos.
Moriré antes de llevar ese símbolo, pensó Paul.
Por desgracia su cabeza volvió a sumirse enseguida en el estado febril y nervioso en el que había estado desde la muerte de Nagel. La historia del que fuera asistente de su padre le había dejado inmerso en las dudas, no sólo acerca de cómo continuar su investigación, sino sobre la naturaleza de la misma. Si creía a Nagel, Hans Reiner había llevado una vida compleja y torcida, y había cometido un crimen por dinero.
El repugnante ex teniente no era desde luego el más fiable de los informadores. A pesar de ello la canción que había cantado no desentonaba con la nota oscura que siempre había resonado en el corazón de Paul cuando pensaba en el padre al que jamás había conocido.
Viendo la pesadilla tranquila, luminosa y recta en la que se sumía Alemania con entusiasmo, el joven se preguntó si él no se estaría despertando de la suya propia.
La semana pasada cumplí treinta años, pensó con amargura paseando junto a la orilla del Isar, donde las parejas de enamorados se acumulaban en los bancos, y he desperdiciado más de un tercio de mi vida buscando a un padre que tal vez no merecía el esfuerzo. Dejé a la persona que amaba, sin obtener a cambio más que sacrificios y tristeza.
Tal vez por eso idealizaba a Hans cada vez que soñaba despierto: por la necesidad de compensar la realidad oscura que se atrevía a intuir en los silencios de Use.
Cuando quiso darse cuenta, comprendió que se estaba despidiendo de Munich una vez más. Por su cabeza sólo cruzaba el deseo de abandonar, marcharse de Alemania y regresar a África, el lugar donde, sin ser feliz, al menos había podido encontrar una parte de su alma.
Pero he llegado tan lejos… ¿ cómo permitirme renunciar ahora}
El problema era que tampoco sabía cómo continuar. La desaparición de Nagel se había llevado por delante no sólo sus esperanzas sino la última pista sólida que le quedaba. Deseó fervientemente que su madre hubiera confiado más en él, pues tal vez entonces ella seguiría viva.
Podría ir a buscar a Jürgen… hablarle de lo que mi madre me contó antes de morir. Tal vez él sepa algo.
Al cabo de un rato desechó también aquella idea. Había tenido suficiente contacto en su vida con los von Schroeder, y lo más probable era que Jürgen continuase odiándole por lo sucedido en la cochera del carbonero y la pérdida de su ojo. Dudaba que el tiempo hubiese servido para aplacar una personalidad como la suya. Y si le decía, sin aportar prueba alguna, que tenía razones para pensar que ellos dos podían ser hermanos, su reacción sería terrible. Y ni el barón ni Brunhilda serían tampoco interlocutores demasiado amables. No, había topado con un callejón sin salida.
Se acabó. Me marcho.
Sus pasos erráticos le llevaron hasta Marienplatz. Decidió ir a hacer una última visita a Sebastian Keller antes de abandonar la ciudad para siempre. Camino de la librería se preguntó si aún seguiría en pie, o si por el contrario su dueño habría sucumbido a las crisis de los años veinte como tantos y tantos otros negocios habían hecho.
Sus temores resultaron infundados. El local aparecía como siempre, pulcro y ordenado, con sus amplios escaparates, en los que se ofrecía una cuidada selección de poesía clásica alemana. Entró sin entretenerse demasiado, y enseguida Keller asomó desde la parte de atrás, igual que el día que le conoció en 1923.
–¡Paul! ¡Dios santo, qué sorpresa!
El librero se adelantó y le estrechó la mano con una cálida sonrisa en el rostro. Apenas había pasado el tiempo por él. Seguía tiñéndose el pelo de blanco, y ahora lucía unas gafas nuevas con montura de oro y alguna que otra arruga en torno a los ojos, pero por lo demás mantenía el mismo aire de tranquila sabiduría.
–Buenas tardes, señor Keller.
–Pero que alegría Paul. ¿Dónde te has metido todo este tiempo? Te dábamos por desaparecido… Leí en los periódicos acerca del incendio en la pensión y temí que tú también hubieras muerto. ¡Podrías haber escrito!
Algo avergonzado, Paul se disculpó por no haber dado señales de vida durante todos aquellos años.
Keller, contra su costumbre, cerró la librería y llevó al joven a la trastienda, donde tomaron té y hablaron durante un par de horas sobre los viejos tiempos. Paul le narró sus viajes por África, los diversos trabajos que había desempeñado y sus experiencias con culturas extrañas y diferentes.
–Has vivido verdaderas aventuras… ya quisiera tu admirado Karl May haber estado en tu piel.
–Supongo que sí… aunque en las novelas las cosas son muy distintas -dijo Paul, con una sonrisa amarga, pensando en el trágico final de Nagel.
–¿Y qué hay de la masonería, Paul? ¿Has continuado en contacto con alguna logia durante todo este tiempo?
–No, señor.
–Bueno, al fin y al cabo el orden es la esencia de nuestra Hermandad. Por suerte esta noche hay una tenida. Tienes que venir, y no acepto un no por respuesta. Podrás retomar tus trabajos donde los dejaste -dijo Keller, dándole una palmada en el hombro.
Paul, incapaz de zafarse del compromiso, aceptó.
En un momento dado Keller, que seguía siendo el Gran Maestre de la Logia del Sol Naciente, se levantó y presentó a Paul a los hermanos masones. Muchos le conocían, pero al menos una decena de nuevos miembros le saludaron por primera vez.
Salvo cuando Keller se refirió a él directamente, Paul estuvo ausente durante gran parte de la tenida.
Tan sólo al final, uno de los hermanos más antiguos -alguien llamado Furst se levantó para proponer un tema que no estaba en el orden del día.
–Venerable Gran Maestre, un grupo de hermanos y yo hemos estado hablando acerca de la situación actual.
–¿A qué te refieres, hermano Furst?
–A la preocupante sombra del nazismo sobre la masonería.
–Hermano, ya conoces las normas. Nada de política en el templo.
–Pero el Gran Maestre convendrá conmigo en que las noticias que llegan desde Berlín y desde Hamburgo son preocupantes. Allí muchas de las logias se han disuelto por voluntad propia. Aquí en Baviera no queda ninguna de las prusianas.
–¿Estás proponiendo por tanto la disolución de esta logia, hermano Furst?
–En absoluto. Pero creo que podría ser conveniente que adoptásemos medidas que han adoptado otras para asegurar su permanencia.
–¿Y cuáles son?
–La primera, cortar lazos con hermandades de fuera de Alemania.
Varios murmullos siguieron a esa afirmación. La masonería era por tradición una sociedad internacional, y las logias eran más respetadas cuanto más vínculos mantuviesen con otras que las reconociesen.
–Silencio, por favor. Cuando el hermano termine, los demás podrán dar su opinión sobre el tema.
–La segunda es renombrar nuestra sociedad. Otras logias en Berlín han cambiado su denominación a "Orden de los Caballeros Teutónicos".
Aquello desató una nueva oleada de murmullos. ¡Cambiar el nombre de la orden era inaceptable!
–Y por último, creo que deberíamos dispensar de la logia, con todos los honores, a los hermanos cuya condición ponga en peligro nuestra supervivencia.
–¿Y qué hermanos son estos?
Furst carraspeó antes de continuar, visiblemente incómodo.
–Los hermanos judíos, por supuesto.
Paul saltó de su asiento, sorprendido. Intentó pedir la palabra, pero el interior del templo se había convertido en un pandemonio de gritos y de imprecaciones. El barullo se prolongó durante minutos, en los que todos intentaron hablar sin conseguirlo. Keller dio varios golpes en su atril con el mazo que le servía para moderar las tenidas, y que rara vez usaba.
–¡Orden, orden! ¡Intentemos hablar de uno en uno o tendré que disolver la tenida!
Los ánimos se atemperaron un poco, y los oradores tomaron la palabra para apoyar o rechazar la medida. Paul fue contando el número de intervenciones, y quedó muy sorprendido al ver que había un empate entre las dos posturas. Intentó pensar en algo que aportar que tuviese sentido y coherencia.
No se le ocurría nada, y sin embargo tenía la urgente necesidad de transmitir lo injusto que era lo que estaba escuchando.
Finalmente Keller le señaló con el mazo. Paul se levantó y dijo:
–Hermanos, es la primera vez que hablo en esta logia. Muy posiblemente, también será la última. He asistido atónito al debate que ha suscitado la propuesta del hermano Furst, y lo que me asombra no es escuchar vuestras opiniones, sino el mero hecho de que nos hayamos detenido por un instante a debatirlas.
Hubo murmullos de aprobación.
–Yo no soy judío. Por mis venas corre sangre aria, o al menos eso creo. En realidad no estoy muy seguro de lo que soy, o de quién soy. Llegué a esta noble institución tras los pasos de mi padre, sin otra pretensión que indagar sobre mí mismo. Circunstancias de la vida me han alejado de vosotros durante largo tiempo, pero al volver no me imaginaba que las cosas iban a ser tan distintas. Entre estos muros perseguimos supuestamente la iluminación. ¿Podéis explicarme, hermanos, desde cuándo esta institución discrimina a los hombres por otra cosa que no sean sus actos, justos o injustos?
Hubo nuevos murmullos de asentimiento, y Paul vio cómo Furst se levantaba de su asiento.
–¡Hermano, has pasado mucho tiempo fuera y no sabes lo que sucede en Alemania!
–Es cierto. Vivimos un tiempo oscuro. Pero es en estos momentos cuando hay que agarrarse con mayor firmeza a nuestras creencias.
–¡Lo que está en juego es la supervivencia de la logia!
–Sí, pero ¿a costa de que la logia deje de ser lo que es ahora?
–Si es preciso…
–Hermano Furst, si cruzando el desierto notases que el sol arrecia y que se te vacía la cantimplora ¿mearías dentro para evitar que se terminase el líquido?
El techo del templo vibró ante la carcajada general. Furst hervía de furia, pues estaba perdiendo la partida.
–¡Y pensar que así habla el descastado hijo de un desertor! – exclamó rabioso.
Paul encajó el golpe como pudo. Apretó con fuerza el respaldo del asiento que estaba frente a él. Sus nudillos se pusieron blancos por el esfuerzo. Tengo que controlarme, o de lo contrario ganará él.
–Venerable Gran Maestre ¿vais a permitir que el hermano Furst convierta mi exposición en un fuego cruzado?
–El hermano Reiner tiene razón. Ateneos a la regla del debate.
Furst asintió con una amplia sonrisa que puso a Paul en guardia.
–Con sumo gusto. En ese caso os ruego que retiréis la palabra al hermano Reiner.
–¿Cómo? ¿Con qué argumentos? – dijo Paul, tratando de no gritar.
–¿Vas a negar que sólo asististe a las tenidas de la logia durante unos meses antes de desaparecer?
Paul se azoró.
–No, pero…
–Por tanto no has alcanzado aún el grado de Compañero, y no tienes derecho a intervenir en las tenidas -le interrumpió Furst
–Hace más de once años que soy aprendiz. El grado de Compañero se alcanza a los tres años automáticamente.
–Sí, pero sólo cuando asistes regularmente a los trabajos. En caso contrario tiene que ser aprobado antes por una mayoría de los hermanos. Por tanto no puedes hablar en este debate -dijo Furst, sin poder ocultar su satisfacción.
Paul miró alrededor en busca de apoyos. Todos los rostros le contemplaban en silencio. Incluso Keller, que parecía deseoso de ayudarle hacía unos instantes, ahora callaba.
–Muy bien. Si éste es el espíritu que ha de prevalecer, entonces renuncio a pertenecer a la logia.
Poniéndose en pie salió de la bancada y caminó hasta el atril que ocupaba Keller. Se quitó el mandil y los guantes, y los arrojó a sus pies.
–Ya no estoy orgulloso de estos símbolos.
–¡Y yo tampoco!
Uno de los asistentes, alguien llamado Joachim Hirsch, se levantó. Hirsch era judío, recordó Paul. Él también arrojó sus símbolos a los pies del atril.
–No aguardaré a que se pronuncie una votación sobre si debo ser expulsado de esta logia a la que he pertenecido durante veinte años. Antes me marcharé -dijo poniéndose al lado de Paul.
Al oír aquello, muchos otros se levantaron. La mayoría eran judíos, aunque unos pocos, observó Paul con alegría, se mostraban igualmente indignados sin serlo. En un minuto más de treinta mandiles se apilaron sobre el mármol ajedrezado, entre el caos y el bochorno del resto de los asistentes.
–¡Basta! – gritó Keller, dando golpes con el mazo, tratando de hacerse oír sin conseguirlo-. Si no me obligase mi puesto, yo también arrojaría ese mandil. Respetemos a quienes han tomado esta decisión.
El grupo de disidentes comenzó a abandonar el templo. Paul fue de los últimos en salir, y lo hizo con la cabeza alta pero aun así lleno de pesadumbre. Aunque no se hubiera encontrado nunca a gusto entre los masones, le dolía ver cómo un grupo de personas inteligentes y cultas como aquél quedaba escindido por culpa del miedo y la intolerancia.
Caminó en silencio hasta el recibidor. Algunos de los disidentes habían formado un pequeño corro, aunque la mayoría habían tomado sus sombreros y estaban ya saliendo a la calle por turnos, en grupos de dos o tres para no llamar la atención. Paul cogió el suyo y se disponía a hacer lo propio cuando alguien le tocó la espalda.
–Permítame estrecharle la mano -era Hirsch, el que había tirado al suelo su mandil tras hacerlo Paul-. Muchas gracias por darnos ejemplo, pues sin usted yo no me habría atrevido.
–No hay por qué. Tan sólo reaccioné ante una injusticia, eso es todo.
–Ojalá más personas hicieran como usted, Reiner. De este modo Alemania no estaría así. Esperemos que sea sólo un viento pasajero.
–La gente tiene miedo -dijo Paul encogiéndose de hombros.
–No me extraña. Desde hace tres o cuatro semanas la Gestapo tiene autoridad para actuar extrajudicialmente.
–¿A qué se refiere?
–En la práctica pueden detener a quien quieran sólo por "caminar sospechosamente".
–¡Pero eso es absurdo! – dijo Paul, atónito.
–No lo es -dijo otro de los que aún aguardaban su turno para salir-. Al cabo de unos días la familia recibe un aviso.
–O les llaman para identificar el cadáver -intervino un tercero con tono lúgubre-. Ya le ha pasado a algún conocido mío, y la lista va en aumento. Krickstein, Cohen, Tannenbaum…
Al oír aquel último nombre, a Paul le dio un vuelco el corazón.
–¡Espere un momento! ¿Ha dicho Tannenbaum? ¿Qué Tannenbaum?
–Josef Tannenbaum, el industrial. ¿Le conoce?
–Más o menos. Podría decirse que soy… amigo de la familia.
–Entonces me entristece comunicarle que Josef Tannembaum ha muerto. El entierro tendrá lugar mañana por la mañana.
Alys no respondió. Se limitó a tomarle de la mano con fuerza.
Tiene razón, pensó mirando alrededor. Las blancas lápidas refulgían bajo el sol de la mañana, creando un ambiente de serenidad que no casaba con su estado de ánimo.
Alys, que tan poco conocía sus emociones y que tan frecuentemente era víctima de ese desconocimiento, no era capaz de identificar cómo se sentía. Había odiado a su padre con toda su alma de manera ininterrumpida desde que les obligó a volver de Ohio quince años atrás. Su odio había ido adquiriendo distintas tonalidades. Primero lo tiñó de un matiz enrabietado de adolescente despechada a la que le llevan la contraria. De ahí pasó al desprecio cuando vio a su padre en toda su dimensión egoísta y codiciosa, la del empresario dispuesto a todo para medrar. Le siguió el odio esquivo y asustadizo de la mujer que tiene miedo a convertirse en un accesorio.
Desde que los esbirros de su padre la habían capturado aquella fatídica noche de 1923, el odio hacia su padre se había convertido en la forma más fría de animadversión posible. Alys, sentimentalmente agotada tras su ruptura con Paul, había despojado de pasión la relación con su padre, enfocándola desde un punto de vista racional. El -era mejor referirse a aquella persona como él, pues dolía menos- estaba enfermo. El no comprendía que ella debía ser libre para vivir su propia vida. Él quería casarla con alguien a quien despreciaba.
El pretendía matar al niño que ella llevaba en su vientre.
Alys había tenido que luchar con todas sus fuerzas para evitarlo. Su padre la había abofeteado, llamado sucia zorra y cosas aún peores.
–¡No lo tendrás! ¡El barón no aceptará a una puta preñada como novia de su hijo!
Tanto mejor, había pensado Alys. Se replegó en sí misma, se negó rotundamente a abortar y comunicó a los escandalizados criados que estaba embarazada.
–Tengo testigos. Si lo pierdo por tu culpa te denunciaré, cabrón -le dijo con un aplomo y una seguridad que nunca había sentido.
–Doy gracias al cielo de que tu madre esté muerta y no tenga que ver a su hija así.
–¿Así cómo? ¿Vendida al mejor postor por su propio padre?
Josef, atado de pies y manos, se vio obligado a acudir al palacete de los von Schroeder y confesarle al barón la verdad. Éste, con un rostro de pesadumbre pobremente fingida, le comunicó que lógicamente en aquellas condiciones el trato debía anularse.
Alys nunca volvió a hablar con Josef después de la fatídica tarde en que el empresario regresó de su encuentro con su fallido consuegro envuelto en una manta de rabia y humillación. Una hora después de su vuelta, Doris, el ama de llaves, le comunicó que debía marcharse inmediatamente.
–El señor le autoriza a llevarse una maleta de ropa si la precisa -le dijo ella con un deje en la voz que indicaba claramente lo que pensaba al respecto.
–Dígale al señor que muchas gracias pero que no necesito nada de él -dijo Alys.
Se encaminó hacia la puerta, pero antes de salir se volvió hacia el ama de llaves.
–Por cierto Doris… procure no robar usted la maleta y decir que me la llevé, como hizo con el dinero que mi padre dejó sobre el lavabo.
Aquellas palabras pincharon por completo la engañosa fachada de superioridad moral del ama de llaves.
Se puso colorada y empezó a resoplar.
–¡Oiga, le puedo asegurar que yo…!
La joven se marchó, ahogando de un portazo el final de la frase.
A pesar de estar sola, a pesar de todo lo que acaba de ocurrirle, a pesar de la gigantesca responsabilidad que minuto a minuto crecía en su interior, la expresión de desconcierto de la mujer había sido capaz de arrancarle una sonrisa. La primera sonrisa desde que Paul la abandonó.
¿O acaso fui yo quien le obligó a que me dejase?
Pasó los siguientes once años intentando responder a esa pregunta.
Cuando Paul apareció por el camino arbolado del cementerio, la pregunta se contestó sola. Alys le vio acercarse y quedarse a un lado mientras el sacerdote pronunciaba el responso.
Alys olvidó por completo a la veintena de personas que rodeaban el ataúd, una caja de madera vacía a excepción de una urna con las cenizas de Josef. Olvidó que había recibido las cenizas por correo, junto a una nota de la Gestapo que decía que su padre había sido arrestado por sedición y que había muerto "tratando de escapar". Olvidó que lo enterraba bajo una cruz y no bajo una estrella, pues había muerto como católico en un país de católicos que votaban a Hitler. Olvidó su propia confusión y su miedo, pues en mitad de éste había una certeza que se aparecía ante sus ojos como un faro en mitad de una tormenta.
Fue culpa mía. Fui yo quien te apartó, Paul. Quien te ocultó la verdad y no dejó que escogieras libremente. Y, maldito seas, sigo tan enamorada de ti como la primera vez que te vi hace quince años con aquel ridículo mandil de camarero.
Quiso correr hacia él, pero creyó que si lo hacía podría perderle para siempre. Y, aunque había madurado mucho desde que era madre, la cadena dorada del orgullo seguía aún atándole los pies bien corto.
Tengo que aproximarme a él despacio. Saber dónde ha estado, qué ha hecho. Si aún siente algo.
El funeral terminó. Manfred y ella recibieron el pésame de los asistentes. El último era Paul, que se acercó con una mirada cautelosa.
–Buenos días. Gracias por venir -le dijo Manfred, tendiéndole la mano, sin reconocerle.
–Le acompaño en el sentimiento -respondió Paul, adelantándose a estrecharla.
–¿Conocía usted a mi padre?
–Un poco. Me llamo Paul Reiner.
Manfred soltó la mano de Paul como si quemase y se encaró con el joven. Aunque era bastante más bajo y delgado que Paul, consiguió que éste diera un paso atrás, sorprendido.
–¿Qué haces aquí? ¿Crees que puedes aparecer otra vez en su vida, como si tal cosa? ¿Después de once años sin dar señales de vida?
–Escribí decenas de cartas, pero ninguna obtuvo respuesta -se defendió Paul, azorado.
–Eso no cambia lo que hiciste.
¡No lo digas!, gritó Alys en su interior.
–Está bien, Manfred -intervino poniéndole una palmada en el hombro-. Ve yendo a casa.
–¿Estás segura? – dijo él, mirando de reojo a Paul.
–Sí -mintió ella.
–De acuerdo. Iré a casa a ver a…
–Muy bien -le interrumpió antes de que pronunciase el nombre-. Yo iré luego.
Manfred, echando un último vistazo rencoroso a Paul, se caló el sombrero y se marchó. Alys comenzó a andar por el paseo central del cementerio en silencio, con Paul a su lado. El contacto de sus ojos había sido muy breve pero intenso y doloroso. Ella no estaba dispuesta a volver a repetirlo, así que prefirió caminar para no tener que cruzar su mirada con él.
–Así que has vuelto.
–Regresé la semana pasada, siguiendo una pista que salió mal. Ayer me encontré con un conocido de tu padre que me contó lo que había ocurrido. Espero que en estos años pudieseis acercaros.
–Hay veces en que lo mejor es la distancia.
–Comprendo.
¿Por qué habré dicho eso? Ahora se va a creer que lo he dicho por él. Pero tampoco le puedo sacar del error. ¿Qué digo ahora?
–¿Qué hay de tus viajes, Paul? ¿Encontraste lo que deseabas?
–No.
Di que te equivocaste al marcharte, maldito seas. Di que te equivocaste y yo admitiré mis errores y los tuyos, hasta el último de ellos y caeré de nuevo en tus brazos. ¡Dilo!
–De hecho he decidido renunciar -continuó Paul-. Me he quedado sin salidas, sin pistas ni opciones. No tengo familia, no tengo dinero, no tengo una carrera, no tengo ni siquiera un país al que volver, porque esto que me he encontrado no es Alemania.
Ella se paró y se giró para mirarle de cerca por primera vez. Le sorprendió ver que su rostro no había cambiado gran cosa. Sus rasgos se habían endurecido, tenía profundas ojeras alrededor de los ojos y había ganado peso, pero seguía siendo Paul. Su Paul.
–¿Es cierto que me escribiste?
–Muchas veces. Envié cartas a tu dirección de la pensión, y también a casa de tu padre.
Otra cosa por la que estarle agradecida a mi padre.
–¿Y bien? ¿Qué vas a hacer? – dijo, y los labios y la voz le temblaron sin poder evitarlo. Tal vez era su cuerpo mandándole el mensaje que ella no se atrevía a enviar, y llegó a su destino, al menos en parte, pues cuando Paul respondió también lo hizo con una nota de emoción.
–Había pensado en volver a África, Alys. Pero cuando escuché lo sucedido a tu padre pensé que…
–¿Qué?
–No me interpretes mal, pero me gustaría hablar contigo más despacio, contarte por lo que he pasado todos estos años.
–No es una buena idea -se forzó a decir ella.
–Alys, sé que no tengo ningún derecho a entrar en tu vida cuando me da la gana. Yo… fue un gran error marcharme aquella vez, fue un error tremendo, y me avergüenzo de ello. Me ha costado mucho darme cuenta, y sólo te pido que quedemos para tomar un café algún día.
¿Y si te dijese que tienes un hijo, Paul? ¿Un niño precioso, de ojos azul cielo como los tuyos, rubio y testarudo como su padre? ¿Qué harías, Paul? ¿Y si te admitiese en nuestras vidas y luego saliese mal? Por mucho que te desee, por mucho que mi cuerpo y mi alma quieran estar contigo, no puedo permitir que le hagas daño.
–Necesito un poco de tiempo para pensarlo.
Él sonrió y unas pequeñas arrugas que Alys no conocía se le formaron alrededor de los ojos.
–Estaré aquí -dijo Paul, tendiéndole un papelito con su dirección-. El tiempo que necesites.
Alys tomó el papelito y sus dedos se rozaron durante un instante.
–Está bien, Paul. Pero no te prometo nada. Y ahora vete.
Paul, algo dolido por aquella brusca despedida, se marchó sin decir palabra.
Mientras el joven desaparecía paseo abajo, rogó que no se diera la vuelta para que no apreciara el temblor de sus piernas.
–Tenía razón, señor -dijo Eichmann, algo nervioso. Estaba visiblemente incómodo con aquella desviación del programa. En los seis meses que llevaba trabajando con]ürgen, el flamante barón había conseguido penetrar en varias logias exhibiendo su título, su encanto superficial y unas credenciales falsas suministradas por la Logia de la Espada Prusiana. Su Gran Maestre, un nacionalista recalcitrante conocido de Heydrich, apoyaba a los nazis con toda su alma. Sin ningún escrúpulo, le había otorgado a Jürgen el grado de Maestro y dado un curso intensivo sobre cómo parecer un masón experimentado.
Después le había entregado una carta personal suya a los Grandes Maestres de las logias humanitarias, instándoles a la colaboración "para capear el temporal de la situación política".
Con una visita a una logia diferente cada semana, y valiéndose de trucos y argucias, Jürgen había conseguido ya más de tres mil nombres de miembros de las logias humanitarias. Heydrich estaba exultante con aquel progreso, y Eichmann también, pues veía cada vez más cerca su sueño de escapar de su gris empleo en Dachau. No le había importado mecanografiar las fichas para Heydrich en su tiempo libre, incluso hacer ocasionales viajes de fin de semana con Jürgen a ciudades cercanas como Augsburgo, Ingoldstadt o Stuttgart. Pero aquella obsesión que se había desatado en Jürgen desde hacía unos días le preocupaba mucho. Prácticamente no pensaba en otra cosa que en ese Paul Reinen. Ni siquiera le había explicado qué papel representaba en la misión que Heydrich les había encargado, sólo había dicho que quería encontrarle.
–Yo tenía razón -repitió Jürgen, más para sí que para su nervioso acompañante-. Ella era la clave.
Ajustó un poco la lente de los prismáticos. Su uso le resultaba muy incómodo al tener un solo ojo, y tenía que retirarlos de tanto en tanto. Al volver a enfocar, se desvió un poco y la imagen de Alys entró en su campo de visión. Estaba muy hermosa, más madura desde la última vez que la vio. Se fijó en cómo la blusa negra de manga corta que llevaba le marcaba los pechos, y deseó que alzase la vista un poco para verla mejor.
Ojalá mi padre no la hubiera rechazado. Hubiese sido una gran humillación para esa zorra tener que casarse conmigo y hacer lo que yo quisiera, fantaseó Jürgen. Se le había formado una erección, y tuvo que meter la mano en el bolsillo y acomodarse discretamente el miembro para que Eichmann no notase nada.
Pensándolo bien, es mucho mejor así. Casarme con una judía hubiese sido letal para mi carrera en las SS. Y sin embargo ahora puedo matar dos pájaros de un tiro. Primero atraer a Paul hasta mí y segundo poseerla a ella. Ya aprenderá. Oh sí, ya aprenderá la muy puta.
–¿Continuamos con lo previsto, señor? – dijo Eichmann.
–Sí, Adolf. Síguele. Quiero saber dónde se aloja.
–¿Y luego? ¿Le denunciamos a la Gestapo?
Con el padre de Alys había sido muy fácil. Una llamada a un Obersturmführer conocido, poco más de diez minutos de conversación y cuatro hombres habían sacado al judío insolente de su piso de Prinzregentenplatz sin dar ninguna explicación. El plan había salido a la perfección, y Paul había acudido al funeral, como Jürgen estaba seguro de que haría.
Sería tan sencillo repetirlo… descubrir dónde dormía, enviar una patrulla y luego acudir a los sótanos del palacio Witelsbacher, el cuartel general de la Gestapo en Munich. Entrar en la celda acolchada -no para que nadie se arrojase contra las paredes sino para ahogar los gritos de dolor- y sentarse frente a él para verle morir. Tal vez incluso podría llevar a la judía allí y violarla delante de Paul, disfrutar de ella mientras él intentaba desesperadamente soltarse de sus ataduras.
Pero tenía que pensar en su carrera. No estaría bien que la gente fuese hablando de su crueldad por ahí, y menos ahora que comenzaba a ser más conocido, que por su título y por sus logros estaba a un paso de lograr el ascenso y un billete a Berlín para trabajar codo con codo con Heydrich.
Y luego estaba su propio deseo de medirse con Paul de hombre a hombre. Devolverle al mierdecilla todo el dolor que le había causado con sus propias manos, sin escudarse tras la maquinaria del Estado.
Tiene que haber una manera mejor.
De repente supo qué quería hacer, y los labios se le curvaron en una sonrisa cruel.
–Perdone, señor -insistió Eichmann, creyendo que no le había oído-. Le decía que si denunciaremos a Reiner.
–No, Adolf. Esto va a requerir un enfoque más personal.
–¿Hola? – gritó extrañada.
–¡Estamos en el estudio, mamá!
Alys recorrió el estrecho pasillo. Tan sólo había tres habitaciones. La de ella, la más pequeña, era tan austera como un armario. La de Manfred era prácticamente lo mismo, sólo que su hermano la tenía siempre hasta arriba de manuales técnicos, libros raros en inglés y un montón de apuntes de la carrera de ingeniería que había terminado el año anterior y que siempre decía que iba a tirar. Manfred vivía con ellos desde que comenzó la universidad y se recrudecieron las peleas con su padre. Supuestamente era un arriglo temporal, pero ya llevaban juntos tanto tiempo que Alys no se imaginaba cómo podría desarrollar su carrera de fotógrafa sin él y la ayuda que le prestaba con Julián. Tampoco él podría ir demasiado lejos sin ellos, pues a pesar de haber conseguido excelentes calificaciones en la carrera, sus entrevistas de trabajo siempre terminaban con la misma frase: Qué pena que sea usted judío. El único dinero que entraba en casa era el que Alys ganaba vendiendo fotos, y cada vez era más difícil pagar el alquiler.
El "estudio" era lo que en los hogares normales se conocía como salón. Los instrumentos de revelado de Alys lo habían copado por completo. La ventana se había cubierto con telas negras, y la bombilla que colgaba del techo era de color rojo.
Alys llamó a la puerta con los nudillos.
–¡Pasa mamá! ¡Estamos terminando!
La mesa estaba cubierta por las cubetas de revelado. Media docena de cuerdas cruzaban de pared a pared, abarrotadas de pinzas que sostenían las fotos en proceso de secado. Alys, divertida, corrió a darle un beso a Julián y a Manfred.
–¿Estás bien? – le dijo su hermano.
Alys le indicó con gestos que hablarían después. No le habían dicho a Julián dónde iban antes de dejarle al cuidado de una vecina. El niño no había tenido derecho en vida de su abuelo a disfrutar de él, ni tendría en la muerte derecho a su herencia -mucho más exigua en los últimos años, pues Josef había perdido ímpetu en los negocios-, que había pasado por completo a un fondo cultural.
La última voluntad del hombre que decía hacerlo todo por su familia, pensó Alys cuando escuchó al abogado de su padre. Pues no pienso hablarle a Julián de la muerte de su abuelo. Al menos le evitaremos ese mal trago.
–¿Qué es esto? No recuerdo haber hecho estas fotos.
–Parece que Julián ha estado utilizando tu vieja Kodak, hermanita.
–¿Ah, sí? Lo último que recuerdo es que el obturador estaba atascado.
–El tío Manfred me la arregló -respondió Julián, con una sonrisa culpable.
–¡Chivato! – dijo Manfred, dándole un empujón en broma-. En fin, era eso o dejarle coger tu Leica.
–Te hubiera arrancado la piel a tiras, Manfred -dijo Alys, fingiendo enfado. A ningún fotógrafo le gusta que los dedos pequeños y pegajosos de un niño estén cerca de su cámara, pero tanto ella como su hermano sentían debilidad por el pequeño Julián. Desde que aprendió a hablar había hecho lo que había querido con ambos, y al mismo tiempo era el más sensato y cariñoso de los tres.
Se acercó a la hilera de fotos y comprobó que las primeras ya se podían manipular. Cogió una y la levantó con cuidado. Era un primer plano de la lámpara del escritorio de Manfred, con una pila de libros al lado. La foto estaba excepcionalmente bien conseguida, con el cono de luz iluminando a medias los títulos en un excelente contraste de luces y sombras. Había un pequeño desenfoque, producto sin duda del movimiento de las manos de Julián al apretar el disparador. Un pequeño defecto de principiante.
Y esto con sólo diez años. Cuando crezca será un gran fotógrafo, pensó Alys orgullosa.
Miró de reojo a su hijo, que la observaba con intensidad, deseando conocer su opinión. Alys fingió no darse cuenta.
–¿Qué te parece, mamá?
–¿El qué?
–¿Qué va a ser? La foto.
–Te ha salido un poco movida. Pero escogiste muy bien la apertura y la profundidad. La próxima vez que quieras hacer un bodegón con poca luz, usa el trípode.
–Sí, mamá -dijo Julián, sonriendo de oreja a oreja.
El muy canalla sabe que estoy sacándole los defectos adrede, pensó Alys, sin poder evitar sonreír a su vez. Desde que nació, su carácter se había dulcificado bastante. Le revolvió el pelo rubio, cosa que siempre le provocaba una risa.
–Julián, ¿qué te parece si hoy disfrutamos de un picnic en el parque con el tío Manfred?
–¿Me dejarás llevar la Kodak?
–Si prometes tener cuidado… -dijo Alys, con resignación.
–¡Claro! ¡Al parque, al parque!
–Pero antes ve a cambiarte a tu habitación.
Julián salió a toda velocidad, y Manfred se quedó mirando a su hermana en silencio. Bajo aquella luz roja que difuminaba rasgos y expresiones, era incapaz de saber en qué estaba pensando. Alys, por su parte, había sacado el papel que le había entregado Paul del bolsillo y clavaba la vista en él como si aquella media docena de palabras pudieran convertirse en Paul.
–¿Te ha dado un papel con su dirección? – dijo Manfred, leyendo por encima del hombro de ella-. Y encima es de una pensión. Por favor…
–Es posible que sus intenciones sean buenas, Manfred -dijo ella, a la defensiva.
–No puedo entenderte, hermanita. Todo este tiempo has sufrido sin saber nada de él, creyendo que estaba muerto o algo peor. Y de repente aparece…
–Ya sabes lo que siento por él.
–Podías haberlo pensado antes.
Ella torció la cara al escuchar aquello.
Muchas gracias, Manfred. Como si no me hubiese arrepentido lo suficiente durante todo este tiempo.
–Perdóname -dijo Manfred al notar que la había disgustado. Le acarició el hombro con cariño-. Lo he dicho sin querer. Eres muy libre de hacer lo que quieras, por supuesto. Tan sólo pretendo evitar que te hagan daño.
–Tengo que intentarlo.
Ambos guardaron silencio unos instantes. Desde la habitación del niño llegaron ruidos de cosas cayendo al suelo.
–Seguramente esté intentando coger el balón.
–¿Has pensado ya cómo se lo vas a decir a Julián?
–No tengo ni la menor idea. Gradualmente, supongo.
–¿Qué quieres decir con gradualmente, Alys? ¿Le vas a enseñar primero una pierna y le vas a decir "ésta es la pierna de tu padre"? ¿Y al día siguiente un brazo? Cuando lo hagas tendrá que ser de golpe, tendrás que admitir que llevas toda su vida mintiéndole, y será duro.
–Ya lo sé -dijo ella pensativa.
Resonó un nuevo ruido estruendoso, más fuerte que el anterior.
–¡Ya estoy! – gritó Julián al otro lado de la puerta.
–Será mejor que os adelantéis -dijo Alys-. Iré haciendo unos bocadillos y nos encontraremos dentro de media hora junto a la fuente.
Cuando se fueron, Alys intentó poner orden a la vez en sus pensamientos y en el campo de batalla en que se había convertido el cuarto de Julián, pero tuvo que desistir cuando se dio cuenta de que estaba emparejando calcetines de diferentes colores.
Fue hasta la diminuta cocina y puso en una cesta fruta, varios bocadillos de queso y mermelada y una botella de zumo. Estaba intentando decidir si llevar una o dos cervezas, cuando escuchó el timbre.
Seguro que se han olvidado algo, pensó. Mejor, así ya vamos todos juntos.
Abrió de golpe la puerta de la calle.
–Menuda cabeza que ten…
La última palabra se le convirtió en un jadeo asustado. Cualquier otro ciudadano lo hubiera exhalado al ver el uniforme de las SS. Alys lo hizo porque reconoció el rostro de quien lo vestía.
–¿Me echabas de menos, puta judía? – dijo Jürgen, con una sonrisa.
Había dejado la comida que le había subido la patrona intacta sobre la mesa, pues la emoción de su encuentro con Alys le había revuelto el estómago. Se obligó a masticar la fruta para calmar sus nervios.
Al escuchar los golpes, Paul se puso en pie, soltó el periódico y tomó la pistola de debajo de la almohada. Con ella tras la espalda, abrió la puerta. Era de nuevo la patrona.
–Señor Reiner, aquí hay unas personas que quieren verle -dijo la mujer, con cara de preocupación.
Se hizo a un lado. En mitad del pasillo estaba Manfred Tannenbaum, llevando de la mano a un niño asustado, que se aferraba a un viejo y gastado balón de fútbol como si fuera un salvavidas. Paul se quedó observándolo fijamente y el corazón le dio un vuelco. El pelo rubio oscuro, los rasgos marcados, el ligero hoyuelo en la barbilla y los ojos azules. La manera en que le miraba, con miedo pero sin bajar la vista.
–¿Es…? – dijo buscando en Manfred una confirmación que no necesitaba, pues su corazón ya se lo había dicho todo.
El otro asintió con la cabeza, y por tercera vez en la vida de Paul, todo lo que sabía del mundo se hizo añicos en un solo instante.
–Oh, Dios santo. ¿Qué he hecho?
Diez minutos más tarde, Paul y Manfred miraban al chico atacar la salchicha con patatas hervidas que su padre no había podido comer. Ambos estaban en silencio. Manfred recuperándose de la impresión de haber vuelto a casa ante la tardanza de Alys y encontrarla vacía, y Paul del tremendo choque que había supuesto mirar a su hijo a los ojos por primera vez.
–¿Es usted mi padre? – le había dicho el niño en cuanto los hizo pasar a la habitación.
Manfred y él se quedaron boquiabiertos.
–¿Por qué dices eso, Julián?
El niño, sin responder a su tío, agarró a Paul por el brazo, obligándole a acuclillarse para que los dos pudiesen estar cara a cara. Recorrió con la punta de los pequeños dedos las facciones de su padre, explorándolas como si mirarle no fuese suficiente. Paul cerró los ojos durante la exploración, sabiendo que estaba a punto de llorar y no quería hacerlo.
–Me parezco a usted -dijo Julián, finalmente.
–Sí, hijo. Te pareces mucho.
–¿Podría darme de comer? Tengo mucha hambre -dijo el niño, señalando la bandeja.
–Claro que sí -dijo Paul, reprimiendo la imperiosa necesidad de abrazarle. No se atrevía a acercarse demasiado, pues se hacía cargo de que el niño acababa de comprender que tenía un padre.
–Ve a lavarte la cara y las manos, anda -Manfred le empujó cariñosamente hacia el aseo.
–¿Qué ha ocurrido? – preguntó Paul
–íbamos de picnic. Julián y yo nos adelantamos a esperar a su madre, pero tardaba demasiado y volvimos. Cuando llegábamos a la esquina de casa, un vecino nos avisó de que alguien con uniforme de las SS se había llevado a Alys. Yo no me he atrevido a volver, por miedo a que nos estén esperando, ni tampoco tengo otro sitio a donde ir.
Paul fue hasta el armario y del fondo de una maleta sacó una botella pequeña y estrecha de color marrón, con un tapón dorado. Con un giro de muñeca rompió el sello y se la tendió a Manfred, que dio un largo trago y empezó a toser.
–Más despacio, si no quieres terminar cantando.
–Caray, cómo quema. ¿Qué diantres es?
–Se llama krügsle. Lo destilan los colonos alemanes en Windhoek. Esta botella era un regalo de un amigo. La guardaba para una ocasión especial.
–Gracias-dijo Manfred, devolviéndole el frasco-. Siento que hayas tenido que enterarte así, pero…
Julián volvió del baño y se puso a devorar el almuerzo, y los dos hombres guardaron silencio hasta que terminó. el niño se comió incluso el resto de la manzana de Paul.
–Necesito hablar a solas con el señor Reiner -le dijo Manfred.
El niño se cruzó de brazos.
–No pienso irme. Los nazis se han llevado a mamá, y quiero saber lo que habláis.
–Julián…
Paul le puso una mano en el hombro a Manfred y le interrogó con la mirada. El joven se encogió de hombros.
–Está bien -dijo, algo molesto por la intromisión.
Paul se dio la vuelta hacia el niño e intentó esbozar una sonrisa. Estar frente a aquella pequeña versión de su rostro era un doloroso recordatorio de la última noche que había pasado en Munich en 1923. De la horrible y egoísta decisión que había tomado, dejando a Alys sin luchar, sin intentar al menos comprender las razones que la habían impulsado a gritarle que la abandonara. Ahora las piezas iban colocándose lentamente en su sitio, y Paul se daba cuenta del gravísimo error que había cometido.
He vivido toda la vida sin mi padre. Culpándole a él y a los que le mataron de su ausencia. Me juré miles de veces que si yo tuviese un hijo nunca, nunca jamás crecería solo.
–Julián, me llamo Paul Reiner -dijo, tendiéndole la mano.
El niño le devolvió el apretón.
–Lo sé, ya me lo dijo el tío Manfred.
–¿Te dijo también que yo no sabía que tenía un hijo?
Julián negó con la cabeza, en silencio.
–Alys y yo siempre le dijimos que su padre había muerto -dijo Manfred rehuyéndole la mirada.
Aquello fue demasiado para Paul, que sintió proyectado en Julián todo el dolor de las noches en vela de su infancia, en las que imaginaba a su padre como un héroe. Fantasías edificadas sobre una mentira. Se preguntó con qué ensoñaciones iluminaría aquel niño los instantes previos al sueño, y sin poder resistirlo más se levantó y corrió a abrazarle. Sus fuertes manos le alzaron de la silla y le estrecharon contra su pecho. Manfred se levantó para impedirlo, temiendo por Julián, pero se detuvo al ver que Julián, con los puños crispados y lágrimas en los ojos le devolvía el abrazo a su padre.
–¿Dónde has estado?
Las lágrimas de Paul se mezclaron con las de su hijo.
–Perdóname, Julián. Perdóname.
Después de todo, nadie sabía nada de Paul desde hacía mucho tiempo.
–No sé si fue la mejor decisión. Yo era un adolescente entonces, pero tu madre tuvo que pensarlo mucho antes de hacerlo.
Julián había atendido a la explicación muy serio, y cuando terminó se volvió hacia Paul, quien intentó explicarle el porqué de su larga ausencia, aunque las palabras le resultaron tan complicadas de pronunciar como poco creíbles. Sin embargo Julián, pese a su tristeza, parecía comprender muy bien la situación y sólo interrumpía para hacer una pregunta ocasional.
Es un muchacho despierto e inteligente, y tiene un temple de hierro. Acaban de poner su mundo patas arriba, y a pesar de ello no llora ni patalea ni llama a su madre como haría cualquier otro.
–¿Así que todos estos años fuiste a buscar a quien había hecho daño a tu padre? – preguntó el niño.
Paul asintió.
–Sí, aunque fue un error. Nunca debí abandonar a Alys, porque la quiero mucho -dijo sin ninguna vergüenza.
–Te comprendo. Yo también buscaría por todas partes a alguien que hiciese daño a mi familia -respondió Julián con una voz baja y extraña, impropia de alguien de su edad.
Aquello les llevó de nuevo a Alys. Manfred le contó a Paul lo poco que sabía acerca de la desaparición de su hermana.
–Ocurre cada vez con más frecuencia -dijo el joven, mirando de reojo a su sobrino. No quería cometer un error y mencionar a Josef Tannenbaum, porque el niño ya había sufrido suficiente-. Y nadie hace nada por evitarlo.
–¿Hay alguien a quien podamos acudir?
–¿A quién? – dijo Manfred, alzando las manos con impotencia-. No han dejado denuncia, ni orden de registro, ni pliego de cargos. ¡Nada! Tan sólo un hueco vacío donde antes había una persona. Y si nos presentamos en el cuartel general de la Gestapo… te puedes imaginar. Habría que hacerlo acompañado por un ejército de abogados y periodistas, y ni siquiera eso sería suficiente, me temo. El país entero está en manos de esa gente, y lo peor es que nadie se ha dado cuenta hasta que ha sido demasiado tarde.
Siguieron hablando durante mucho rato sin llegar a conclusión alguna. Afuera, el atardecer cubría con un manto grisáceo las calles de Munich y las farolas comenzaban a encenderse. Julián, cansado de tantas emociones, daba desganados botes a su balón de cuero. Acabó por soltarlo y se quedó dormido sobre la colcha, y la pelota rodó hasta los pies de su tío, que la cogió y se la mostró a Paul.
–¿Te suena?
–No.
–Es el balón con el que te aticé en la cabeza hace unos años.
Paul sonrió al recordar su caída por las escaleras y la cadena de acontecimientos que le habían llevado a enamorarse de Alys.
–Gracias a él existe Julián.
–Eso mismo me dijo mi hermana. Cuando fui lo bastante mayor para enfrentarme a mi padre y recobrar el contacto con Alys, ella me pidió el balón. Tuve que rescatarlo de un trastero, y se lo regalamos a Julián en su quinto cumpleaños. Creo que aquel día fue la última vez que vi a mi padre -recordó con amargura-. Paul, yo…
Unos golpes en la puerta le interrumpieron. Paul, alarmado, le hizo un gesto de que guardase silencio y se levantó a buscar la pistola, que había colocado en el armario. Abrió la puerta despacio. Era la patrona de nuevo.
–Señor Reiner, tiene una llamada.
Paul cambió una mirada extrañada con Manfred. Nadie sabía que Paul estaba alojado allí, a excepción de Alys.
–¿Ha dicho quién es?
La mujer se encogió de hombros.
–Dice ser alguien con noticias de la señorita Tannenbaum. No he preguntado más.
–Gracias, señora Frink. Un momento, por favor. Voy a por mi chaqueta -dijo Paul, entornando la puerta.
–Podría ser un truco para que salgas -le dijo Manfred, agarrándole del brazo.
–Ya lo sé.
Se acercó hasta el joven ingeniero y le puso la pistola en la mano.
–Yo no sé usar esto -dijo Manfred, asustado.
–Tienes que guardármela. Si no vuelvo, mira en la maleta. Hay un doble fondo debajo de la cremallera con algo de dinero. No es mucho, pero es todo lo que me queda. Coge a Julián y lárgate del país.
Paul siguió a la patrona escaleras abajo. La mujer estaba muerta de curiosidad por todo aquel trajín en torno al misterioso inquilino que había pasado dos semanas encerrado en su habitación y ahora recibía visitas extrañas y llamadas aún más extrañas.
–Ahí tiene, señor Reiner -le dijo indicándole el teléfono en mitad del pasillo-. Tal vez después les gustaría tomar algo en la cocina. Invita la casa.
–Gracias, señora Frink -dijo Paul, tomando el auricular-. Aquí Paul Reiner.
–Buenas noches, hermanito.
Al escuchar aquella voz Paul sintió un escalofrío. Había algo en su interior que le decía que Jürgen tenía algo que ver con la misteriosa desaparición de Alys, pero su propio miedo la había acallado. En aquel instante retrocedió quince años en el tiempo, volvió a sentirse tan solo e indefenso como cuando Jürgen y sus amigos le rodearon en la fiesta. Quiso gritar, pero las palabras le salieron planas y quedas por la tensión.
–¿Dónde está, Jürgen? – dijo, apretando el puño con ansiedad.
–La violé, Paul. Le hice daño y la golpeé muy fuerte y muchas veces. Ahora está en un lugar del que no saldrá nunca.
En mitad de la rabia y del dolor, Paul se agarró a una mínima esperanza. ¡Alys estaba viva!
–¿Sigues ahí, hermanito?
–Voy a matarte, hijo de puta.
–Es posible. En realidad es la única salida que tenemos tú y yo, ¿verdad? El destino nos colgó a ambos hace muchos años de la misma cuerda, pero es una cuerda muy fina. Uno de los dos tiene que caer.
–¿Qué es lo que quieres?
–Quiero que nos encontremos.
Aquello era una trampa. Tenía que ser una trampa.
–Primero quiero que dejes libre a Alys.
–Lo siento, Paul. Eso no puedo prometértelo. Quiero que quedemos tú y yo en un lugar tranquilo donde podamos terminar esta historia sin que nadie nos moleste.
–¿Por qué no mandas a tus gorilas a por mí, sin más? ¿Por qué así?
–No creas que no lo he pensado. Sería demasiado fácil.
–¿Qué gano yo, si voy?
–Nada, porque voy a matarte. Si por alguna casualidad fueses tú el que quedase en pie, Alys morirá. Si mueres tú, Alys morirá también. Ocurra lo que ocurra morirá.
–Entonces puedes pudrirte en el infierno, cabrón.
–Ah, ah, ah. No tan deprisa. Escucha esto: Querido hijo, dos puntos. No hay una forma correcta de empezar esta carta. De hecho éste es sólo uno de los intentos…
–¿Qué diablos es eso, Jürgen?
–¿Estás sordo? Una carta, cinco cuartillas en papel cebolla. Tu madre tenía una letra muy pulcra para ser una fregona, ¿sabes? El estilo es deplorable, pero el contenido es de lo más informativo. Ven a buscarme y te la daré.
Paul, desesperado, desplomó la frente contra el frontal negro del teléfono, que emitió unos quejidos metálicos. No veía otra solución que plegarse a sus deseos.
–Hermanito… ¿no habrás colgado, verdad?
–No, Jürgen. Sigo aquí.
–¿Y bien?
–Tú ganas.
Jürgen emitió una risita de triunfo.
–Aparcado frente a la pensión verás un Mercedes negro. Dile al chófer que te envío yo. Tiene instrucciones de entregarte las llaves y decirte dónde estoy. Ven solo y sin armas de fuego.
–Así lo haré. Y, Jürgen…
–¿Sí, hermanito?
–Puede que matarme no te resulte tan fácil.
La comunicación se cortó y Paul corrió hacia la salida, casi derribando a la patrona de la pensión. Afuera esperaba el lujoso coche, completamente fuera de lugar en un barrio como aquél. Un chófer con librea se puso en pie al acercarse él.
–Soy Paul Reinen Me envía Jürgen von Schroeder.
El hombre le abrió la puerta al instante.
–Pase, señor. Las llaves están puestas.
–¿Dónde debo dirigirme?
–El señor barón no me dio una dirección concreta, señor. Tan sólo que acudiese al lugar en el que gracias a usted tuvo que empezar a usar un parche. Dijo que usted lo entendería.
El apretón de manos secreto del maestro masón es el más complejo de los tres grados. Conocido comúnmente como "la garra del león", los dedos pulgar y meñique sirven de agarre, mientras que los otros tres han de apretarse contra la cara interna de las muñecas del hermano masón. Históricamente se daba en una posición determinada del cuerpo, conocida como los cinco puntos de la amistad: pie con pie, rodilla con rodilla, pecho con pecho, la mano en la espalda y las mejillas juntas. En el siglo XX se abandona esta práctica. El nombre secreto del apretón es MAHABONE, y la manera especial de deletreo es dividiéndolo en tres sílabas: MA-HA-BONE.
Al cabo de un par de minutos se atrevió a bajar del coche. Hacía catorce años que no pisaba aquel callejón a la orilla del Isar. Aún olía tan mal como siempre, a turba mojada, restos de pescado y moho. A esas horas de la noche, el único sonido que se oía era el de sus pisadas sobre la acera.
Llegó ante la puerta del almacén. Nada parecía haber cambiado. El conjunto descascarillado de manchas verde oscuro que salpicaba la madera era tal vez más grande que cuando Paul cruzaba el umbral cada mañana. Los goznes seguían emitiendo el mismo quejido agudo al abrirse, y la hoja seguía atascándose a mitad de camino y necesitaba un golpe para abrirse por completo.
Paul entró. Había una bombilla desnuda colgando del techo. Las cuadras, el suelo de tierra y el carro del carbonero.
Y sobre él, Jürgen con una pistola en la mano.
–Hola, hermanito. Cierra la puerta y pasa con las manos en alto.
Jürgen llevaba tan sólo los pantalones negros y las botas de su uniforme. De cintura para arriba estaba desnudo a excepción de su parche.
–Dijimos que nada de armas de fuego -dijo Paul, alzando los brazos con cautela.
–Levántate la camisa-dijo Jürgen, haciendo gestos con la pistola mientras Paul obedecía sus órdenes-. Despacio. Así, muy bien. Ahora gírate, poco a poco. Muy bien. Parece que has respetado las normas, Paul. Así que yo también las voy a respetar.
Sacó el cargador a la pistola y lo arrojó lejos, por encima de las maderas que protegían las caballerizas.
Sin embargo la pistola debía tener aún una bala en la recámara, y su cañón seguía apuntando a Paul. Éste miró en derredor.
Estaban solos allí.
–¿Lo encuentras todo tal y como lo recordabas? Eso espero. El negocio de tu amigo el carbonero quebró hace cinco años, y yo me hice con este almacén por una miseria. Tenía la esperanza de que regresases algún día.
–¿Dónde está Alys, Jürgen?
Su hermano se pasó la lengua por los labios antes de responder.
–Ah, la puta judía. ¿Has oído hablar de Dachau, hermanito?
Paul asintió, despacio. El campo de concentración de Dachau era un lugar del que se hablaba poco, pero todo lo que se decía acerca de él era malo.
–Seguro que allí está muy cómoda. Al menos pareció contenta cuando mi amigo Eichmann se la llevó esta tarde.
–Eres un cerdo repugnante, Jürgen.
–¿Qué puedo decir? No sabes proteger a tus mujeres, hermanito.
Paul se tambaleó ante aquellas palabras como si hubiera recibido un puñetazo. Ahora comprendía la verdad.
–Tú la mataste, ¿verdad? Mataste a mi madre.
–Joder, pues sí que te ha costado tiempo llegar a esa conclusión -se mofó Jürgen con una carcajada despectiva.
–Estuve con ella antes de morir. Ella… me dijo que no habías sido tú.
–¿Qué te parece? Con su último aliento mintió para protegerte. Sin embargo, aquí no dice mentiras, Paul -dijo Jürgen, alzando la carta de Use Reiner-. Aquí lo tienes todo, toda la historia, desde el principio hasta el final.
–¿Vas a dármela? – dijo Paul, mirando aquel rectángulo de papel con ansiedad.
–No. Ya te lo dije, no hay posibilidad alguna de que ganes. Voy a matarte con mis propias manos, hermanito. Pero si por casualidad baja un rayo del cielo y me fulmina… aquí la tienes.
Jürgen se inclinó y atravesó la carta sobre un clavo suelto que sobresalía de la pared.
–Quítate la chaqueta y la camisa, Paul.
El joven obedeció, arrojando al suelo ambas prendas.
Quedó al descubierto su torso, que ya no era el del adolescente esmirriado y esquelético que había sido tiempo atrás. Potentes músculos se ocultaban bajo su piel morena, que aparecía surcada de pequeñas cicatrices.
–¿Satisfecho?
–Vaya, vaya… parece que alguien ha estado tomando sus vitaminas -dijo Jürgen, pensativo-. Me pregunto si debería pegarte un tiro y ahorrarme las molestias.
–Hazlo, Jürgen. Siempre fuiste una nenaza cobarde.
–Ni se te ocurra llamarme así, hermanito.
–¿Seis contra uno? ¿Navajas contra manos desnudas? ¿Cómo llamas tú a eso, hermanito?
Con un gesto de furia, Jürgen arrojó lejos la pistola y cogió un cuchillo de caza que reposaba junto a él en el pescante del carruaje.
–Ahí tienes el tuyo, Paul -dijo señalando al otro extremo del carro-. Acabemos con esto.
Paul se acercó al carruaje. Catorce años atrás era él quien estaba subido a él, defendiéndose de una banda de matones.
Era mi barco. El barco de mi padre, asaltado por los piratas. Hoy los papeles han cambiado tanto que ya no sé quién es el bueno y quién es el malo.
Se acercó hasta los pies del carruaje. Allí había otro cuchillo de mango rojo, idéntico al que sostenía su hermano. Lo tomó en la mano derecha, con la punta hacia arriba, tal y como le habían enseñado los herero. Jürgen lo sostenía con la punta hacia abajo, lo cual le obligaría a evitar cualquier movimiento de sus brazos.
Puede que ahora yo sea más fuerte, pero él lo es mucho más. Tengo que cansarle como sea, impedir que me arroje al suelo o contra los lados del carro. Usar el ángulo muerto de su ojo derecho.
–¿Quién es el gallina ahora, hermanito? – dijo Jürgen, llamándole con un gesto.
Paul apoyó la mano libre en el borde del carro y se impulsó hacia arriba. Ahora ambos estaban frente a frente por primera vez desde que Jürgen quedase tuerto en una pelea que contra todo pronóstico había acabado perdiendo.
–Jürgen, no hay necesidad de hacer esto. Podríamos…
Su hermano no le escuchó. Enarbolando el cuchillo, lanzó un tajo a la altura de la cara que falló por milímetros porque Paul basculó el cuerpo hacia la derecha. A punto de caer del carro, tuvo que apoyarse con la mano en el borde del vehículo, lo que dejó el flanco de Jürgen a tiro de sus piernas. Lanzó un puntapié que impactó en el tobillo de su hermano, que trastabilló hacia atrás, lo que dio tiempo a Paul para enderezarse.
Ambos se estudiaron de frente a dos pasos de distancia, cada uno con la vista clavada en la del otro.
Paul apoyó el peso del cuerpo sobre la pierna izquierda, un gesto que Jürgen interpretó como que iba a lanzar una cuchillada por el lado contrario. Intentando adelantarse a ella, Jürgen atacó por la izquierda, que era lo que Paul había estado esperando. Cuando el brazo de Jürgen se estiró hacia delante, Paul se agachó y lanzó un viaje corto y rápido hacia arriba. No muy fuerte, lo suficiente para cortarle con el filo del arma. Al notar el dolor, Jürgen soltó un chillido, pero lejos de echarse atrás como Paul esperaba, largó dos veces el puño contra el costado indefenso de Paul, que gritó a su vez.
Retrocedieron los dos. Paul con los pies rozando el borde del carro, notando cómo la cadena que servía para desplazar aquel costado chirriaba con cada movimiento. Jürgen con la espalda apoyada contra el fondo, sintiendo el borde del pescante contra su nuca. El primero apretaba el brazo contra las costillas doloridas, el segundo tenía el antebrazo derecho sangrante por el corte, largo pero poco profundo.
–La primera sangre es mía. Veremos quién vierte la última -dijo Jürgen.
Paul no respondió. Apenas le quedaba aliento después de los dos golpes de su hermano, y no quería que él se diese cuenta. Necesitaba unos segundos para recobrarse, pero no iba a poder disponer de ellos.
Jürgen avanzó hacia él a toda velocidad, el cuchillo levantado en ángulo sobre el hombro, en una letal versión del ridículo saludo nazi. En el último instante, cuando parecía que iba a golpear, inclinó el torso hacia la izquierda y trazó con el filo un tajo corto y paralelo al pecho de Paul. Éste, que se había quedado sin espacio para retroceder, tuvo que dejarse caer del carro, pero no consiguió evitar un corte que le marcó desde debajo del pezón izquierdo hasta el esternón.
Cuando sus pies tocaron el suelo se obligó a no hacer caso del dolor y a lanzarse debajo del carro para evitar la acometida de Jürgen, que ya había saltado a por él. Rodó por el suelo, y la sangre, el sudor y la tierra negruzca formaron una pasta pegajosa sobre su pecho. Salió por el lado contrario e intentó subir de nuevo al carro por la parte delantera, pero Jürgen había anticipado ese movimiento y se había subido a su vez. Corría hacia él dispuesto a ensartarle en cuanto pusiese el primer pie sobre las maderas, y tuvo que retroceder.
Jürgen aprovechó para apoyarse en el pescante y saltar hacia él, de nuevo con el cuchillo por delante.
Paul tropezó en su intento por esquivar la acometida. Se cayó, y aquél hubiera sido su final de no ser porque la lanza del carro quedó entre Jürgen y él, y su hermano tuvo que agacharse por debajo de la gruesa madera. Paul, que intentaba ponerse en pie, aprovechó el momento para lanzarle una patada al rostro que le golpeó en plena boca.
Paul se dio la vuelta y pugnó por arrastrarse lejos del alcance de Jürgen. Este, loco de furia y con espumarajos de sangre cayéndole de los labios, consiguió sujetarle por un tobillo, pero perdió el asidero cuando un taconazo hacia atrás de su hermano le golpeó en el brazo.
Respirando afanosamente, Paul consiguió ponerse en pie, casi al mismo tiempo que Jürgen. Este, agachándose, agarró un cubo de madera desportillado que encontró en el suelo y se lo lanzó a Paul. El joven no consiguió apartarse de la trayectoria y el cubo le dio en el pecho.
Con un grito de triunfo, Jürgen corrió hacia él. Paul, atontado por el golpe del cubo, cayó derribado por el peso de su hermano. Ambos quedaron en el suelo, forcejeando. Jürgen intentaba rajar la garganta de Paul con el filo del cuchillo paralelo al antebrazo, mientras que Paul interponía sus propios brazos para que no le alcanzase.
A costa de varios cortes, impidió que Jürgen le degollase, pero aquella situación no podía durar. Su hermano era casi veinte kilos más pesado que él, y además estaba situado encima. Antes o después, los brazos de Paul cederían y el acero le seccionaría la yugular.
–¡Estás listo, hermanito! – chilló Jürgen, salpicando de sangre la cara de Paul.
–Y una mierda.
Paul, reuniendo todas sus fuerzas, lanzó un rodillazo contra el costado de Jürgen, quien salió despedido hacia un lado, pero enseguida volvió a arrojarse sobre Paul. Su mano izquierda le agarró por el cuello, y la derecha intentaba zafarse de la presa con que su hermano alejaba el filo de su garganta.
Demasiado tarde, se dio cuenta de que había perdido de vista la mano con la que Paul empuñaba su propio cuchillo. Inclinó la vista y vio como la punta de la hoja de Paul rozaba su abdomen. Alzó de nuevo la cara, con el miedo dibujado en el rostro y los labios temblorosos.
–No puedes matarme. Si me matas, Alys morirá.
–Error, hermanito. Con tu muerte, Alys vivirá.
Al escuchar aquello, Jürgen se revolvió desesperado, y consiguió liberar la mano que sostenía su arma.
La alzó y la dejó caer sobre la garganta de Paul, pero el movimiento se produjo con lentitud exasperante, y el brazo de Jürgen llegó abajo sin fuerzas.
El cuchillo de Paul estaba hundido hasta la empuñadura en su vientre.
Con gran dificultad, Paul consiguió levantarse. Tenía varias costillas rotas, cortes superficiales por todo el cuerpo y uno bastante más feo en el pecho, el que estaba cubierto de tierra. Debía buscar ayuda cuanto antes.
Tuvo que pasar por encima del cadáver de Jürgen para alcanzar su ropa. Hizo jirones las mangas de la camisa, y fabricó unas precarias vendas con las que cubrir las heridas de los antebrazos. Se le empaparon de sangre al momento, pero ahora no podía pensar en eso. Por suerte la chaqueta era oscura, y camuflaría un poco el efecto.
Salió al callejón. En el estado en que se encontraba, no se dio cuenta de que cuando la puerta se abrió las sombras a la derecha del callejón se agitaron, mientras una figura trataba de ocultarse. Paul pasó a su lado sin advertir la presencia de quien le espiaba, tan cerca que hubiera podido tocarle con sólo extender el brazo.
Llegó hasta el coche. Al sentarse al volante sufrió un ramalazo intenso de dolor en su pecho, como si una mano gigantesca le estuviera oprimiendo sin compasión.
Espero que no me haya perforado un pulmón.
Arrancó, tratando de olvidar el dolor. No tuvo que ir lejos. Al llegar se había fijado en un hotel barato, un lugar de baja estofa, desde el que probablemente su hermano le había llamado. Estaba a poco más de seiscientos metros de la cochera.
El empleado palideció tras el mostrador cuando Paul entró.
Menuda pinta debo tener para que alguien se asuste de mí en un antro como éste, pensó Paul.
–¿Tiene teléfono?
–En aquella pared, señor.
El aparato era viejo, pero funcionaba. Al sexto timbrazo contestó la patrona de la pensión, con voz despierta a pesar de la hora intempestiva. Solía acostarse tarde, escuchando música y seriales en su radio de galena.
–¿Dígame?
–Señora Frink, soy el señor Reinen Me gustaría hablar con el señor Tannenbaum.
–¡Señor Reiner! Estaba muy preocupada por usted, me preguntaba qué haría por ahí fuera a estas horas. Y con esa gente aún en su habitación…
–Estoy bien, señora Frink. Podría…
–Sí, sí, claro, el señor Tannenbaum. Enseguida.
Los cinco minutos que tuvo que esperar Paul se le hicieron larguísimos. Se dio la vuelta hacia el mostrador, y vio cómo el recepcionista le estudiaba atentamente por encima de un ejemplar del Volkischer Beobachter.
Lo que me faltaba. Un simpatizante de los nazis.
Bajó la vista y se dio cuenta con pavor de que la sangre le goteaba del brazo derecho, resbalando por sus manos y formando un extraño dibujo sobre el suelo de madera. Levantó el brazo para evitar el goteo, y arrastró la suela del zapato por encima de la sangre, confiando en que pareciesen simples manchas de porquería.
Se dio la vuelta. El empleado no le quitaba ojo de encima, y lo más probable es que si notaba algo sospechoso avisase a la Gestapo tan pronto Paul pusiese un pie fuera del hotelucho. Y eso sería el final.
Paul no tendría modo de explicar las heridas que sufría, ni el hecho de que conducía el coche de un barón. El que hallasen el cadáver si Paul no se deshacía de él pronto era tan sólo cuestión de un par de días, en cuanto algún vagabundo notase la peste que desprendería el cuerpo.
Ponte al teléfono, Manfred. Ponte, por Dios.
Finalmente escuchó la voz del hermano de Alys, llena de ansiedad.
–¿Paul, eres tú?
–Soy yo.
–¿Dónde diablos te habías metido? Al ver que no subías, yo…
–Escúchame atentamente, Manfred. Si quieres volver a ver viva a tu hermana, escúchame. Necesito que me ayudes.
–¿Dónde estás? – dijo Manfred, muy serio.
Paul le dio la dirección del almacén.
–Súbete a un taxi y que te lleve allí. Pero no vengas directamente. Antes tienes que buscar una farmacia de guardia y comprar gasas, vendas, alcohol y utensilios para coser heridas. Y muy importante, antiinflamatorios. Y mi maleta con todas mis cosas. No te preocupes por la señora Frink, le he…
Aquí tuvo que hacer una pausa. Comenzaba a marearse, fruto del cansancio y de la pérdida de sangre.
Tuvo que agarrarse al teléfono para no derrumbarse.
–¿Paul?
–… le he dejado pagados dos meses por adelantado.
–Así lo haré, Paul.
–Date prisa, Manfred.
Colgó y se encaminó hacia la puerta. Al pasar junto al empleado, le saludó haciendo una versión breve y espasmódica del brazo en alto nazi, confiando en que no se fijase en las manchas de sangre. El empleado le respondió con un entusiasta ¡Heil Hitler!, que hizo que los cuadros de las paredes se removiesen en sus herrumbrosos clavos. Adelantándose a Paul, le abrió la puerta de la calle y se sorprendió al ver un lujoso Mercedes aparcado allí.
–Menudo coche, amigo.
–No está mal.
–Hace mucho que lo tiene.
–Un par de meses. Es de segunda mano.
Por Dios, no llames a la policía… sólo has visto a un honrado trabajador parando un momento a hacer una llamada.
De nuevo sintió sobre su nuca la mirada de sospecha del empleado mientras se subía al coche. Tuvo que apretar los dientes con fuerza para no gritar de dolor al sentarse.
Todo está normal, pensó, poniendo todos sus sentidos en arrancar el coche sin desmayarse. Vuelve a tu periódico, amigo. Vuelve a tu noche tranquila. Tú no buscas complicaciones con la policía.
El recepcionista no apartó la vista hasta que el Mercedes dobló la esquina, pero Paul no podía estar seguro de si simplemente estaba admirando la carrocería o tomando nota mental de la matrícula. Por suerte desde aquel punto no podía ver que se dirigía a la cochera.
Cuando llegó, se desplomó sin fuerzas hacia delante, abrazando el volante en un intento de no caer.
Le despertaron unos golpes sobre el cristal. El rostro de Manfred le contemplaba con preocupación. Al lado había otro rostro más pequeño.
Julián.
Mi hijo.
Los siguientes minutos fueron un cúmulo de escenas inconexas en su memoria. Manfred arrastrándole desde el coche al interior de la cochera. Lavándole las heridas y cosiéndolas. Escozor. Julián ofreciéndole una botella de agua. Él bebiendo durante lo que parecía una eternidad, sin conseguir saciar su sed. Y luego de nuevo el silencio.
Cuando volvió a abrir los ojos, Manfred y Julián estaban sentados en el carro, contemplándole.
–¿Qué hace él aquí? – dijo Paul con voz ronca.
–¿Qué querías que hiciera? ¡No podía dejarlo solo en la pensión!
–Lo que vamos a hacer esta noche no es labor para niños.
Julián se bajó del carro y corrió a abrazarle.
–Estábamos muy preocupados.
–Gracias por venir a salvarme -dijo Paul, revolviéndole el pelo.
–Mamá también me hace eso -dijo el niño.
–Iremos a buscarla, Julián. Te lo prometo.
Se levantó y fue a lavarse al pequeño aseo que había en la parte de atrás. Era poco más que un cubo -ahora cubierto de telarañas- colocado debajo de un grifo, y un viejo espejo mellado y lleno de desconchones.
Paul estudió su reflejo con cuidado. Tenía vendados los dos antebrazos y el torso por completo. En el lado izquierdo la sangre pugnaba por salir a través de la tela blanca.
–Tenías unas heridas muy feas. No veas cómo gritaste cuando te eché el antiséptico -dijo Manfred, que se había acercado a la puerta.
–No recuerdo nada.
–¿Quién es el muerto?
–El hombre que se llevó a Alys.
–¡Julián, deja ese cuchillo en el suelo! – gritó Manfred, que de vez en cuando echaba un vistazo por encima del hombro a ver qué hacía el niño.
–Siento que él haya tenido que ver el cadáver.
–Es un chico muy valiente. Te sostuvo la mano todo el rato, y puedo jurarte que no fue agradable. Yo soy ingeniero, no médico.
Paul sacudió la cabeza, intentando despejarse.
–Tendrás que ir a comprar sulfamidas. ¿Qué hora es?
–Las siete de la mañana.
–Descansaremos un poco. Esta noche iremos a buscar a tu hermana.
–¿Dónde está?
–En Dachau.
Manfred abrió los ojos de par en par y tragó saliva antes de continuar.
–¿Sabes lo que es Dachau, Paul?
–Uno de esos campos de concentración que los nazis se han sacado de la manga para meter a sus enemigos políticos. Básicamente una cárcel al aire libre.
–Cómo se nota que acabas de volver a Alemania -dijo Manfred meneando la cabeza-. Oficialmente, esos lugares son maravillosos campamentos de verano para niños díscolos e indisciplinados. Pero si escuchamos a los pocos periodistas honrados que quedan ahí fuera, los sitios como Dachau son infiernos en miniatura. De los que nadie escapa, por cierto.
–Alys no va a escapar.
Paul le explicó a grandes rasgos su plan. Fueron apenas una decena de frases, pero al terminar Manfred estaba aún más preocupado que antes.
–Hay un millón de cosas que podrían salir mal.
–También podría funcionar.
–También podría salir una luna de color verde esta noche.
–¿Vas a ayudarme a salvar a tu hermana o no?
Manfred miró a Julián, que se había vuelto a subir al carro y jugaba a rodar la pelota contra las paredes.
–Supongo que sí -dijo dando un suspiro.
–Entonces ve a descansar un rato. Cuando despiertes, me ayudarás a matar a Paul Reiner.
Minutos más tarde, al ver a Manfred y Julián tendidos en el suelo intentando descansar, Paul se dio cuenta de lo agotado que estaba. Sin embargo, aún le quedaba algo por hacer antes de poder dormir un rato.
Al otro extremo de la cochera, atravesada en un clavo, estaba la carta de su madre.
Paul debía cruzar de nuevo por encima del cuerpo de Jürgen, y esto resultó ser una prueba mucho más dura de lo que había sido la vez anterior. Se quedó mirándolo durante largos minutos, observando su ojo desencajado, la palidez creciente de su piel a medida que la sangre se iba acumulando en las zonas inferiores, la simetría de su torso alterada por el cuchillo atravesado de manera oblicua en el abdomen.
A pesar de que durante toda su vida aquella persona no le había causado más que sufrimiento, no pudo evitar sentir una lástima profunda por él.
Las cosas debían haber sido de otra forma, pensó, decidiéndose por fin a traspasar el muro de aire sólido que se había formado encima del cadáver.
Arrancó la carta con sumo cuidado del clavo.
El cansancio actuaba como un bálsamo sobre sus nervios, pero aun así la emoción que sintió al abrir la carta fue enorme.
No hay una forma correcta de empezar esta carta. De hecho éste es uno de los intentos que realizo cada cuatro o cinco meses. Al cabo de un tiempo, que cada vez es más breve, tengo que tomar de nuevo el lápiz para reescribirla. Siempre espero a que no estés en la pensión para quemar la versión anterior y esparcir sus cenizas por la ventana. Luego me pongo a la tarea, este pobre sucedáneo de lo que necesito, que es contarte a ti la verdad.
Tu padre. Cuando eras pequeño me preguntabas una y otra vez por él. Yo te daba largas o callaba, pues tenía miedo. En aquella época nuestra vida dependía de la caridad de los von Schroeder, y yo era demasiado débil para buscar una alternativa. Si en aquel momento… pero no, no me hagas caso. Mi vida ha estado llena de frases como ésa, y hace tiempo que me cansé de arrepentirme.
También hace tiempo que tú te cansaste de preguntarme por tu padre. En cierto modo eso me afectó aún más que tu agobiante interés cuando eras pequeño, porque sé que sigues obsesionado con él. Sé lo mucho que te cuesta dormir por las noches, y sé que en tu corazón lo que más deseas es conocer lo que le sucedió.
Por eso he de callar. Mi mente no funciona muy bien, y en ocasiones pierdo la noción del tiempo y de dónde me encuentro, y sólo espero que en esos instantes de ofuscamiento no te revele la situación de esta carta. El resto del tiempo, mientras estoy lúcida, lo único que siento es miedo de que el día que descubras la verdad corras a enfrentarte con los hombres que le dieron muerte a Hans.
Sí, Paul, tu padre no murió en un naufragio como te dijimos, algo que ya intuíste poco antes de que nos expulsasen del palacete del barón. Hubiera sido una muerte apropiada para él, no obstante.
Hans Reiner nació en Hamburgo, en 1876, aunque su familia se trasladó a Munich cuando él era un niño.
Al final acabó amando ambas ciudades, pero el mar fue su única pasión.
Él era un hombre ambicioso. Quería ser capitán, y lo consiguió. Ya lo era cuando nos conocimos en un baile, poco después de iniciado este siglo. No recuerdo exactamente la fecha, creo que era finales de 1902, pero no puedo estar segura. Me pidió bailar, y yo acepté. Era un vals. Antes del final de la pieza yo estaba perdidamente enamorada de él.
Entre viaje y viaje procuraba cortejarme, y acabó estableciendo en Munich su residencia permanente sólo para complacerme, por incómodo que le resultase por su profesión. El día que entró en casa de mis padres para pedirle mi mano a tu abuelo fue el más feliz de mi vida. Mi padre era un hombretón campechano y jovial, pero ese día se puso muy serio, e incluso se le escapó una pequeña lágrima. Es una pena que nunca le conocieses, te hubiese gustado mucho.
Mi padre dijo que había que celebrar una fiesta, una gran pedida de mano como las tradicionales. Un fin de semana completo, con decenas de invitados y un buen banquete.
Nuestra pequeña residencia no era apropiada para la celebración, así que mi padre le pidió a nuestra hermana permiso para celebrar el evento en la casa de campo del barón, en Herrsching. En aquella época la afición al juego de tu tío aún estaba bajo control, y tenían numerosas propiedades repartidas por toda Baviera. Brunhilda aceptó, más por quedar bien con mi madre que por otra cosa.
Cuando éramos pequeñas, mi hermana y yo nunca estuvimos demasiado unidas. Ella disfrutaba más de los chicos, de los bailes y de los trajes bonitos. Yo prefería estar en casa con mis padres. Aún jugaba con muñecas cuando Brunhilda fue a su primera cita galante.
Ella no es mala persona, Paul. Nunca lo fue, tan sólo egoísta y consentida, pero no mala. Cuando se casó con el barón, un par de años antes de que yo conociese a tu padre, fue la mujer más feliz del mundo.
¿Qué la hizo cambiar? No lo sé. Tal vez el aburrimiento, tal vez la infidelidad de tu tío, que era un mujeriego declarado, algo que ella no supo ver nunca antes, porque estaba cegada por el brillo de su dinero y de su título. Después, sin embargo, fue demasiado evidente como para no darse cuenta. Ella tuvo un hijo con él, algo que nunca me hubiera esperado. Eduard fue un niño dulce y solitario, que creció cuidado por criados y nodrizas. Su madre no le hizo nunca demasiado caso porque el niño no le había servido para el objetivo de atar en corto al barón y alejarlo de sus fulanas.
Volvamos al fin de semana de la fiesta. El viernes al mediodía comenzaron a llegar los invitados. Yo estaba radiante, paseando al sol con mi hermana y esperando a que llegase tu padre para presentársela. Al fin llegó, con su guerrera y su gorra de capitán, y una espada de gala, y guantes blancos. Vestía tal y como debía ir en la pedida del sábado por la noche, y dijo que lo hacía sólo para impresionarme. Yo me reí ante la ocurrencia.
Cuando le presenté a Brunhilda, sin embargo, ocurrió algo extraño. Tu padre le estrechó la mano y la sostuvo un poco más de lo decoroso y conveniente. Y ella pareció trastornada, como herida por un rayo.
En aquel momento, tonta de mí, creí que sería cuestión de vergüenza, pero ésa es una cualidad que Brunhilda nunca ha poseído en modo alguno.
Tu padre acababa de volver de una misión en África. Me traía un perfume exótico de los indígenas de las colonias, hecho con sándalo y melaza, según creo. Tenía un olor fuerte y muy característico, pero a la vez delicado y hermoso. Yo aplaudí como una tonta. Me hizo mucha ilusión y le prometí que lo usaría para la pedida.
Aquella noche, mientras todos dormíamos, Brunhilda se introdujo en la habitación de tu padre. El cuarto estaba completamente a oscuras, y Brunhilda desnuda debajo de su bata, sin más vestido que el perfume que tu padre me había regalado. Se metió en la cama en silencio, y le hizo el amor. Aún me cuesta escribir estas palabras, Paul, y eso que hace casi veinte años de ello.
Tu padre, creyendo que yo había querido darle un adelanto de nuestra noche de bodas, consintió. Al menos eso fue lo que me dijo al día siguiente, mientras yo le miraba con cara de circunstancias.
Me juró y me perjuró que no se dio cuenta de nada hasta que terminaron, y Brunhilda habló por primera vez. Le dijo que le amaba y le pidió que se fugasen juntos. Tu padre la expulsó de la habitación discretamente y por la mañana me llevó aparte y me contó lo sucedido.
–Podemos anular la boda si quieres -dijo.
–No -respondí yo-. Te quiero, y me casaré contigo si me juras que creías que no sabías que era mi hermana.
Tu padre volvió a jurar, y yo le creí. Con el paso de los años no estoy tan segura de sus palabras, pero ahora hay demasiada amargura en mi corazón.
Siguió adelante la petición de mano, y la boda en Munich tres meses después. Para entonces la tripa abultada de tu tía ya era perfectamente apreciable bajo el vestido rojo de encaje que llevaba. El barón lucía orgulloso de ser padre de nuevo, y todo el mundo era feliz menos yo, que sabía perfectamente de quién era ese niño.
Finalmente, el barón lo supo también. No por mí. Yo nunca me enfrenté a mi hermana para recriminarle lo que hizo, porque soy cobarde, y tampoco le conté a nadie lo que sabía. Pero aquello tenía que salir a la luz tarde o temprano, y Brunhilda debió echárselo en cara al barón como venganza por sus múltiples devaneos. No lo sé a ciencia cierta, pero el caso es que lo supo, y eso tuvo parte de culpa en lo que sucedió después.
Yo quedé también embarazada enseguida, y tú viniste al mundo mientras tu padre estaba en la que sería su última misión en África. Las cartas que me escribía eran progresivamente más oscuras, y aunque no sé exactamente por qué, él se sentía cada vez menos orgulloso de la tarea que estaba desempeñando.
Un día dejó de escribir. La siguiente carta que me llegó fue de la Marina Imperial, avisándome de que se había declarado a mi marido desertor, y de que yo tenía la obligación de alertar a las autoridades si volvía a tener noticias de él.
Lloré amargamente. Aún no sé lo que le motivó a desertar, ni quiero saberlo. He descubierto demasiadas cosas sobre Hans Reiner tras su muerte, rasgos que no pertenecen en absoluto al retrato que yo me había hecho de él. Por eso nunca te he hablado de tu padre, pues no fue alguien que tomar como modelo ni de quien sentirse orgulloso.
A finales de 1904 tu padre volvió a Munich, pero yo no lo supe. Lo hizo a escondidas, con su asistente, un tal Nagel que siempre le acompañaba a todas partes. En lugar de venir a casa, fue a buscar refugio al palacete de tu tío el barón. Desde allí me mandó una breve nota, que decía textualmente.
"Querida Use: He cometido un grave error, y estoy tratando de subsanarlo. He pedido ayuda a tu cuñado y a otro buen amigo, quienes tal vez puedan socorrerme. A veces el mayor tesoro se oculta en el mismo lugar que la mayor destrucción, o al menos siempre he pensado eso. Te ama, Hans".
Nunca he comprendido qué es lo que quería decirme tu padre con esas palabras. Leí una y otra vez la nota cuando la recibí, aunque la quemé al cabo de unas horas por miedo a que cayese en malas manos.
Sobre la muerte de tu padre, sólo sé que se alojaba en el palacete de los von Schroeder y que hubo una fuerte discusión una noche, una discusión tras la que murió. Su cadáver lo arrojaron al Isar desde un puente entre varias personas, amparados por la madrugada.
No sé quién mató a tu padre. Tu tía me contó esto, empleando casi las mismas palabras que yo he empleado, aunque ella no estaba presente cuando sucedió. Me lo contó con lágrimas en los ojos, y yo supe que seguía enamorada de él.
El niño que dio a luz Brunhilda, Jürgen, era la viva imagen de tu padre. No es de extrañar el amor y la devoción enfermiza que siempre le demostró. No fue lo único torcido y enfermizo que comenzó con aquella noche terrible.
Yo, indefensa y asustada, acepté la propuesta de Otto de irme a vivir con ellos. Para él era al mismo tiempo una expiación por lo que habían hecho con Hans, y una manera de castigar a Brunhilda, recordándole a quién había preferido él. Para Brunhilda era su manera de castigarme a mí por haberle robado al hombre de quien se encaprichó, aunque ese hombre no le perteneciese.
Para mí era una manera de sobrevivir, pues de tu padre no quedaron más que deudas cuando el gobierno se dignó darlo por muerto, al cabo de unos años. Su cadáver jamás apareció. Y tú y yo sufrimos el destino de vivir en aquella mansión en la que no había más que odio.
Hay una cosa más. Para mí Jürgen no ha sido nunca tu hermanastro, sino tu hermano, pues aunque concebido en el seno de Brunhilda fue siempre como mi hijo. Nunca pude darle cariño, pero él era una parte de tu padre, del hombre a quien amé con toda mi alma. Al mirarle a diario, aunque no fuera más que unos instantes, era como tener de nuevo a Hans junto a mí.
Mi cobardía y mi egoísmo han condicionado tu vida, Paul. Nunca he querido que la muerte de tu padre también lo hiciese. Intenté mentirte y ocultarte los hechos para que cuando fueses mayor no buscases una venganza absurda. Por favor, no lo hagas.
Si es ésta la carta que por fin llega a tus manos, cosa que dudo, quiero que sepas que te quiero muchísimo, y que si algo he buscado con mis acciones ha sido protegerte. Perdóname.
Tu madre que te quiere,
58
Vertió lágrimas por Use, que había tenido una vida de sufrimiento por amor, y que por amor se había equivocado. Vertió lágrimas por Jürgen, que había nacido en el lugar menos apropiado. Vertió lágrimas por él mismo, que había llorado por un padre que no lo merecía.
Cuando se quedó dormido lo hizo rodeado de una extraña paz, un sentimiento que no recordaba haber experimentado nunca. Fuera cual fuese el desenlace de la locura que iban a intentar unas horas después, él había conseguido su objetivo.
Le despertó Manfred, dándole unos golpecitos en la espalda. Julián comía un bocadillo de salchicha, a pocos metros.
–Es la hora. Son las siete de la tarde.
–¿Por qué me has dejado dormir tanto?
–Necesitabas descansar. Mientras, he ido a comprar, y he traído todo lo que me dijiste. Las toallas, una cuchara de acero, la pala, todo.
–Entonces empecemos.
El joven le hizo tomar a Paul la zulfamida para evitar que sus heridas se infectasen. Luego ambos mandaron a Julian al coche.
–¿Puedo ponerlo en marcha?
–¡Ni se te ocurra! – le gritó Manfred.
Entre los dos le sacaron al muerto los pantalones y las botas y le vistieron con las ropas de Paul. En el bolsillo de la chaqueta colocaron sus documentos. Después cavaron un agujero profundo en el suelo de tierra y le colocaron dentro.
–Eso les confundirá durante un tiempo, supongo. No creo que le encuentren hasta dentro de unas semanas, y para entonces no quedará mucho de él -dijo Paul.
Colgado de un clavo en las cuadras encontraron el uniforme de Jürgen. Más o menos tenían la misma altura, aunque su hermano era más corpulento. Con los aparatosos vendajes que Paul llevaba en torno a los brazos y el pecho, el uniforme le quedaba aceptablemente bien. Las botas le apretaban, pero el resto encajaba.
–El uniforme te queda como un guante. Lo que no va a colar de ninguna manera es esto.
Manfred le mostró la cédula de identidad de Jürgen. Estaba metida en una carterita de piel, junto al carnet del partido nazi y una tarjeta de las SS. El parecido de Jürgen y Paul se había ido acrecentando con el paso de los años. Ambos tenían una mandíbula fuerte, ojos azules y unos rasgos similares. El pelo de Jürgen era más oscuro, pero eso se solucionaría con la grasa para el pelo que Manfred había comprado.
Mirando la foto de la cédula de identidad, Paul podría pasar por Jürgen perfectamente. Salvo por un pequeño detalle, que era lo que señalaba Manfred con el dedo. Bajo el apartado "rasgos destacables" figuraba claramente escrito tuerto del ojo derecho.
–Un parche no va a ser suficiente, Paul. Si te lo mandan levantar…
–Ya lo sé, Manfred. Por eso necesito que me ayudes.
El joven se le quedó mirando completamente atónito.
–No estarás pensando en…
–Tengo que hacerlo.
–¡Pero es una locura!
–Igual que todo el plan. Y éste es el punto más débil.
Finalmente, Manfred aceptó. Paul se sentó en el pescante del carro, con las toallas cubriéndole el pecho como si estuviese en la barbería.
–¿Listo?
–Espera -dijo Manfred, que parecía aterrado-. Repasémoslo una vez más para que no haya errores.
–Ahora yo voy a poner la cuchara en el borde de mi párpado derecho y a arrancarme el ojo de cuajo. En cuanto lo saque, tú tienes que echarme los antisépticos y luego ponerme las gasas. ¿De acuerdo?
Manfred asintió. De tan asustado como estaba apenas podía hablar, y Paul comprendió que el pavor del muchacho le estaba ayudando a ignorar su propio miedo.
–¿Listo? – preguntó de nuevo.
–Listo.
Diez segundos después, sólo hubo gritos.
Hacia las once de la noche, Paul había consumido casi un tubo entero de aspirinas de los tres que Manfred le había comprado. La herida había dejado de sangrar, y Manfred la desinfectaba cada quince minutos, poniendo gasas nuevas en cada ocasión.
Julián, que había entrado un par de horas antes, alarmado al escuchar los gritos, se había encontrado con su padre agarrándose la cabeza y aullando a pleno pulmón, y con su tío chillándole histérico que se marchase de allí. Se había encerrado en el Mercedes de nuevo y roto a llorar.
Cuando todo se hubo calmado, Manfred salió a buscar a su sobrino y le explicó el plan. Julián entró y se acercó a Paul.
–¿Estás haciendo esto sólo por mi madre? – preguntó, y en su voz había un respeto casi reverencial.
–Y por ti, Julián. Porque quiero que estemos todos juntos.
El niño no contestó, pero se agarró fuerte al brazo de Paul, y allí continuó cuando éste decidió que había llegado la hora de partir y se subió con Julián al asiento trasero del coche.
Manfred condujo los dieciséis kilómetros que les separaban del campo de concentración con una mueca tensa en los labios. Les llevó casi una hora alcanzar el lugar, pues Manfred apenas sabía conducir, y el coche se calaba cada poco tiempo.
–Cuando lleguemos allí el coche no puede calársete bajo ningún concepto, Manfred -dijo Paul, preocupado.
–Haré lo que pueda.
Al aproximarse a la ciudad de Dachau, Paul observó un cambio radical respecto a Munich. Incluso en la oscuridad de la noche, la pobreza de la ciudad era evidente. Las aceras estaban mal cuidadas y sucias, las señales de tráfico apedreadas, las fachadas de los edificios viejas y desconchadas.
–Que triste sitio -dijo Paul.
–De todos los lugares a donde podían haber traído a Alys, éste es sin duda el peor.
–¿Por qué lo dices?
–Nuestro padre era el dueño de la fábrica de pólvora que había en esta ciudad.
Paul estuvo a punto de decirle a Manfred que su propia madre había trabajado en esa fábrica de municiones y que la habían despedido, pero se encontraba demasiado cansado para entablar conversación.
–Lo jodidamente irónico es que mi padre vendió los terrenos a los nazis. Y éstos construyeron en ellos el campo.
Finalmente vieron un cartel amarillo con letras negras en el que se anunciaba que el campo estaba a ochocientos metros.
–Para, Manfred. Da la vuelta despacio y retrocede un poco.
Manfred obedeció, y desanduvieron el camino hasta una pequeña edificación que habían dejado atrás hacía unos minutos. El lugar parecía una caseta de guardabosques, aunque tenía aspecto de llevar deshabitada un tiempo.
–Julián, escúchame atentamente -dijo Paul tomando al niño por los hombros y obligándole a mirarle a la cara-. Tu tío y yo vamos a entrar al campo de concentración e intentar sacar a tu madre. Pero tú no puedes venir con nosotros. Ahora quiero que te bajes del coche junto con mi maleta, y que esperes en la parte de atrás del edificio. Escóndete bien, no hables con nadie ni salgas, a no ser que nos oigas a tu tío o a mí llamándote, ¿me has entendido?
Julián asintió, con los labios temblorosos.
–Chico valiente -dijo Paul abrazándole.
–¿Y si no volvéis?
–Ni se te ocurra pensar en eso, Julián. Porque vamos a volver.
Instalado Julián en su escondite, Paul y Manfred volvieron a subir al coche.
–¿Por qué no le has dado instrucciones de qué hacer si no volvemos? – preguntó Manfred.
–Porque es un chico listo. Mirará en la maleta, cogerá el dinero y dejará lo demás. Y de todas maneras no tengo nadie con quien enviarle. ¿Cómo me ves la herida? – dijo Paul, encendiendo la luz de lectura de mapas y apartando las gasas.
–Está inflamada, pero no mucho. Los párpados no están rojizos. ¿Te duele?
–Muchísimo.
Paul se miró en el espejo retrovisor. Donde antes estaba el globo ocular había ahora un vacío plano de piel arrugada. Un pequeño hilillo de sangre descendía por la comisura del ojo, como una lágrima escarlata.
–Tiene que parecer antigua, joder.
–Puede que no te manden quitarte el parche.
–Gracias por recordármelo.
Sacó el parche del bolsillo y se lo colocó, arrojando las gasas a la cuneta por la ventanilla. Cuando volvió a mirarse al espejo sintió un escalofrío.
Era Jürgen quien le devolvía la mirada en el reflejo.
Miró el brazalete con la bandera nazi que lucía en su brazo izquierdo.
Recuerdo que una vez pensé que moriría antes que llevar este símbolo, pensó Paul. Y hoy Paul Reiner está muerto. Ahora soy Jürgen von Schroeder.
Abandonó el asiento del copiloto y ocupó el de atrás, intentando recordar cómo era su hermano, cómo era su aire despectivo, sus maneras altaneras. La forma en que proyectaba la voz hacia delante, como una extensión de él mismo, pretendiendo hacerte sentir un ser inferior.
Puedo hacerlo, se dijo Paul. Veamos…
–Arranque, Manfred. No perdamos más tiempo.
EL TRABAJO LIBERA
Cuando el Mercedes se detuvo ante la entrada, un guardia soñoliento con uniforme negro salió de una garita lateral, echó un breve vistazo al interior con su linterna y les hizo señas de que pasasen. La puerta comenzó a abrirse al instante.
–Qué sencillo -susurró Manfred.
–¿Conoces alguna cárcel en la que sea difícil entrar? Los problemas suelen surgir a la salida -replicó Paul.
La puerta se abrió por completo, pero el coche no se movió.
–¿Qué diablos te pasa? ¡No te quedes ahí parado!
–No sé hacia dónde ir, Paul -respondió Manfred, las dos manos crispadas sobre el volante.
–Mierda.
Paul abrió la ventanilla y le hizo señas al guardia de la garita de que se acercase. Éste acudió corriendo.
–¿Sí, señor?
–Soldado, tengo un dolor de cabeza insoportable. Haga el favor y explíquele al necio de mi conductor cómo llegar con quien esté al mando. Traigo órdenes de Munich.
–Ahora sólo queda gente en el retén de guardia, señor.
–Pues proceda, soldado. Este idiota y yo hablamos idiomas distintos.
El guardia le dio instrucciones a Manfred, que no tuvo que fingir la cara de enfado que tenía con su "amo".
–¿No te has pasado un poco?
–Si hubieras conocido a mi hermano con el servicio… estoy imitando uno de sus días buenos.
El coche de Manfred recorrió una zona vallada. Al otro lado se podía ver a un grupo de prisioneros corriendo en círculos alrededor de un poste, los pies derechos de cada uno de ellos atados a la extremidad del que venía detrás. Cuando uno se caía, al menos cuatro o cinco le seguían al suelo.
–¡Arriba, perros! ¡Así vais a estar hasta que deis diez vueltas seguidas sin tropezaros! – gritaba un guardia que contemplaba la escena.
–No hay nada como el hogar -dijo Manfred.
El coche se detuvo en donde había indicado el soldado de la garita, frente a un edificio bajo, pintado de blanco, cuya puerta iluminada por varios focos era custodiada por otro par de soldados. Paul puso la mano en la manija del coche cuando Manfred le detuvo.
–¿Qué haces? – susurró-. ¡Tengo que abrirte yo la puerta!
Paul se detuvo justo a tiempo. Su dolor de cabeza y su desorientación no habían hecho más que aumentar en los últimos minutos, y le costaba coordinar sus pensamientos con claridad. Sintió un ramalazo de miedo ante lo que iba a hacer. Por un instante estuvo tentado de mandar a Manfred dar la vuelta y poner kilómetros de por medio lo antes posible.
No puedo hacerle esto a Alys. Ni a Julián, ni a mí mismo. Tengo que entrar… pase lo que pase.
La puerta del coche ya se estaba abriendo. Paul puso un pie sobre el suelo de cemento, asomó la cabeza y los dos soldados se cuadraron al instante y levantaron el brazo. Paul bajó del Mercedes y devolvió el saludo.
–Descansen -dijo cruzando la puerta.
El interior del retén de guardia consistía en una sala pequeña con aspecto de oficina, tres o cuatro escritorios pulcros y despejados, cada uno con su minúscula banderita nazi junto al portalápices, y un retrato del Führer como única decoración en las paredes. Cerca de la puerta había una mesa alargada, parecida a un mostrador, tras la que aguardaba un único funcionario de cara avinagrada. Al ver entrar a Paul enderezó la espalda.
–¡Heil Hitler!
–Heil Hitler -respondió Paul, estudiando la habitación. Al fondo había un ventanal que daba a lo que parecía ser una sala de descanso. A través del cristal se veía a una decena de soldados jugando a las cartas entre una nube de humo.
–Buenas noches, señor Obersturmführer -dijo el funcionario-. ¿En qué puedo servirle a estas horas?
–Puede servirme si se da prisa. Tengo que llevarme a una interna a Munich para un… interrogatorio severo.
–Cómo no, señor. ¿Nombre?
–Alys Tannenbaum.
–Ah, la que trajeron ayer. No tenemos muchas internas, no más de medio centenar, ya sabe. Es una pena que se la lleven. Es una de las pocas… pasables -dijo con una sonrisa lasciva.
–¿Quiere decir para ser judía, funcionario?
El hombre tras el mostrador tragó saliva ante el tono de Paul.
–Por supuesto. Para ser judía, señor. Por supuesto.
–Por supuesto. En fin ¿a qué espera? ¡Tráigala!
–Enseguida, señor. ¿Me muestra la orden de traslado, señor?
Paul, que llevaba los brazos cruzados tras la espalda, apretó muy fuerte los puños. Ya se había preparado la respuesta para esa pregunta. Ahora soltaría su pequeño discursito. Si funcionaba, sacarían a Alys, subirían al coche y saldrían de allí libres como el viento. En caso contrario habría una llamada de teléfono, tal vez más de una. Y en menos de media hora, Manfred y él serían invitados de honor del campo, sólo que con unas ropas bien distintas.
–Escúcheme atentamente, funcionario…
–Faber, señor. Funcionario Gustav Faber.
–Escuche, funcionario Faber. Hace dos horas yo estaba tumbado en mi cama junto a una preciosa chica de Frankfurt a la que llevaba días cortejando. ¡Días! De repente sonó el teléfono y ¿sabe quién era?
–No, señor.
Paul se inclinó sobre el mostrador y adoptó un tono confidencial.
–El mismísimo Reinhard Heydrich. Me dijo: "Jürgen, amigo mío, tráeme a esa judía a la que mandamos ayer a Dachau, porque parece que no la exprimimos bien del todo". Y yo le dije, "¿No puede ir otro?" Y él me dijo, "No, porque quiero que la trabajes en el viaje. Que la asustes con tu método especial". Así que me subí al coche y aquí estoy. Cualquier cosa por hacerle un favor a un amigo. Pero eso no quita que esté de un humor horrible. Así que traiga a la puta judía de una vez, a ver si consigo regresar con mi amiguita antes de que se duerma del todo.
–Señor, lo siento pero…
–Funcionario Faber, ¿sabe con quién está usted hablando?
–No, señor.
–Soy el barón von Schroeder.
Ante aquello el rostro del hombrecillo cambió.
–¿Señor, cómo no lo dijo usted antes? Yo soy muy amigo de Adolf Eichmann. Él me ha hablado mucho de usted -bajó la voz con tono confidencial- y sé que ustedes han estado haciendo un trabajo especial para el señor Heydrich. En fin, no se preocupe, enseguida le arreglaré todo. Traeré a la judía.
Se levantó y caminó hasta la sala de descanso. Mandó salir a uno de los soldados, quien dio claras muestras de fastidio por interrumpir la partida. Tras unos instantes desapareció por una puerta que no estaba a la vista de Paul.
Entretanto el funcionario regresó. Sacó un impreso de color morado de debajo del mostrador y comenzó a rellenarlo.
–¿Me permite su identificación? He de anotar su número de las SS.
Paul le tendió la carterita de piel.
–Tiene todo aquí. Abrevie.
El funcionario sacó la cédula de identidad y se quedó mirando la foto durante unos instantes. Paul le observaba atentamente. Aquél era el momento decisivo. Vio que una sombra de duda cruzaba por el rostro del funcionario, que levantaba la vista hacia él y la bajaba de nuevo hacia la foto. Tenía que actuar. Distraerle, darle el golpe de gracia para que dejase de dudar.
–¿Qué pasa, no lo encuentra? ¿Quiere que le eche un ojo?
Cuando el funcionario le miró extrañado, Paul se levantó el parche durante un instante y soltó una risita desagradable.
–No… no señor. Ya… ya lo estoy apuntando.
Le devolvió la carterita de piel con los documentos a Paul.
–Señor… no crea que intento meterme donde no me llaman pero… tenía usted unas gotas de sangre en el ojo.
–Ah, gracias funcionario. El médico me está vaciando los tejidos que se me forman con el paso de los años. Dice que podría ponerme un ojo de cristal. Mientras tanto tengo que sufrir sus instrumentos. En fin…
–Ya está señor. Mire, aquí la traen.
A espaldas de Paul se abrió una puerta, la misma por la que él había entrado, y se oyeron unos pasos.
Paul no se volvió a mirarla en ese instante, por miedo a que su rostro delatase la más mínima emoción al verla, o peor aún, que ella le reconociese. Tan sólo cuando la pusieron a su lado se atrevió a dirigirle una breve mirada de soslayo.
Alys, vestida con una especie de sayo de basta tela gris, tenía la cabeza gacha y miraba al suelo. Sus pies estaban descalzos y sus manos esposadas.
No pienses en cómo está ella, pensó Paul. Piensa sólo en cómo sacarla de aquí con vida.
–Pues si eso es todo…
–Sí, señor. Fírmeme aquí y aquí, por favor.
El falso barón tomó la pluma, teniendo mucho cuidado de hacer un garabato ilegible. Luego tomó a Alys por el brazo y se dio la vuelta, arrastrándola con él.
–Tan sólo una cosa más, señor.
Paul volvió a girarse.
–¿Qué diablos pasa ahora? – gritó exasperado.
–Tendré que llamar al señor Eichmann para que autorice la salida de la prisionera, ya que fue él quien firmó el ingreso.
Paul, aterrado, buscó con desesperación algo que decir, cualquier cosa, con tal de impedir que aquel hombre siguiese adelante.
–¿Cree necesario despertar al bueno de Adolf por una nimiedad como ésa?
–Será sólo un minuto, señor -dijo el funcionario, que ya tenía el teléfono en la mano.
No pueden notar que estoy nervioso.
–¿Señor Eichmann?
La voz chillona del funcionario resonó por toda la sala. Era una de esas personas que levantan la voz cuando hablan por teléfono para ayudar a los cables a transmitir mejor la voz.
–Lamento molestarle a estas horas. Está aquí el barón von Schroeder, que viene a recoger a la prisionera que… -Las pausas en la conversación eran un alivio para los oídos de Paul y una tortura para sus nervios. Hubiese dado lo que fuera por poder escuchar la otra midad del diálogo-. Ya. Ya, en efecto. Sí, sí, comprendo.
En ese momento el funcionario levantó la cabeza y le miró, muy serio. Paul le sostuvo la mirada, con una nueva gota de sudor recorriendo el camino abierto por la anterior.
–Sí, señor. Lo he comprendido. Así lo haré.
Colgó el teléfono, despacio.
–¿Señor barón?
–¿Qué sucede?
–¿Le importaría esperar aquí un instante? Vuelvo enseguida.
–¡Está bien, pero dése prisa!
El funcionario volvió a salir por la puerta por la que había salido cuando fue a buscar a Alys. A través del cristal, Paul vio cómo se dirigía a uno de los soldados, y éste a su vez a todos los demás.
Nos han descubierto. Han encontrado el cadáver de Jürgen y ahora vendrán a detenernos. Si no se han abalanzado sobre mí es porque quieren cogernos con vida. Bien, pues eso no va a ocurrir.
Paul estaba completamente aterrado. El dolor de su cabeza había paradójicamente descendido, seguramente por los ríos de adrenalina que corrían ahora mismo por sus venas. Era consciente sobre todo del roce de su mano con la piel de Alys. Ella aún no había levantado la cabeza desde que entró. Al lado contrario, el soldado que la había traído esperaba dando impacientes golpecitos en el suelo.
Si vienen a por nosotros, lo último que haré será besarla.
El funcionario regresaba por la misma puerta, y lo hacía acompañado por otros dos soldados. El grupo dio la vuelta al mostrador y Paul se giró para quedar frente a ellos, obligando a Alys a hacer lo propio.
–¿Señor barón?
–¿Sí?
–He hablado con el señor Eichmann y me ha dado noticias sorprendentes. No he podido evitar compartirlas con el grupo de soldados. Estos hombres quieren hablar con usted.
La pareja que había salido de la sala de descanso se adelantó.
–Permiso para estrechar su mano, en nombre de toda la compañía, señor.
–Permiso concedido, soldado -acertó a decir Paul, absolutamente atónito.
–Es un honor conocer a un auténtico Viejo Luchador, señor -dijo el soldado, señalando la pequeña medalla en el pecho de Paul. Un águila en pleno vuelo, con las alas desplegadas, sosteniendo una corona de laurel. La Orden de la Sangre.
Paul, que no tenía la más remota idea de qué era aquella medalla, se limitó a asentir y a estrechar la mano de los soldados y del funcionario.
–¿Fue entonces cuando perdió el ojo, señor? – le preguntó el funcionario, con una sonrisa.
Una alarma sonó en el cerebro de Paul. Aquello podría ser una trampa. Pero no tenía ni idea de qué responder, ni de a qué se podría estar refiriendo el soldado.
¿Qué diablos le contaría Jürgen a la gente? ¿Diría que fue un accidente durante una absurda pelea en su juventud o mentiría para aparentar ser lo que no era?
Los soldados y el funcionario le miraban atentos, pendientes de sus palabras. Eligiese la respuesta que eligiese, tenía que ser ya.
–Toda mi vida ha estado dedicada al Führer, caballeros. Y también mi cuerpo -dijo intentando ganar tiempo.
–¿Entonces se hirió durante el golpe de estado del 23? – le apremió el funcionario.
Antes de aquello él ya estaba tuerto, y no se hubiera atrevido a contar una mentira tan evidente.
¡Luego la respuesta es que no! Pero ¿qué excusa podría haber puesto?
–Me temo que no, caballeros. Esto fue un accidente de caza.
Los soldados parecieron ligeramente decepcionados, pero el funcionario no perdió la sonrisa.
Tal vez no era una trampa, después de todo, pensó Paul con alivio.
–¿Ha acabado con sus formalidades sociales, funcionario Faber?
–En realidad no, señor. El señor Eichmann me ha dado esto para usted -dijo tendiéndole una cajita-. Son las noticias de las que le hablaba.
Paul tomó la cajita de manos del funcionario y la abrió. Dentro había una cuartilla mecanografiada y algo envuelto en papel de estraza.
Querido amigo:
Enhorabuena por su excelente desempeño. El trabajo que le encargué está más que completado, según mi opinión. Con las evidencias que usted ha reunido, empezaremos a actuar muy pronto. También tengo el honor de transmitirle la gratitud personal del Führer. Él me preguntó personalmente por usted, y cuando le dije que ya colgaban de su pecho la Orden de la Sangre y la insignia de oro del partido, me preguntó qué distinción especial podríamos concederle. Conversamos unos minutos y al Führer se le ocurrió esta brillante broma. Es un hombre con un gran sentido del humor, tanto que mandó fabricarla a su joyero de confianza.
Venga cuanto antes a Berlín. Tengo grandes planes para usted.
Cordialmente,
Era el emblema de un masón del grado 32.
Jürgen, ¿qué es lo que has hecho?
–Señores -dijo el funcionario señalándole- un aplauso para el barón von Schroeder, un hombre que, según me ha contado el señor Eichmann, ha realizado un trabajo tan importante para el Reich que el mismo Führer ha creado una condecoración única para él.
Los soldados aplaudieron, mientras un confuso Paul se dirigía al exterior con la prisionera. El funcionario les acompañó, le abrió la puerta y le puso algo en la mano.
–La llave de las esposas, señor.
–Gracias, Faber.
–Ha sido un honor, señor.
El coche se encaminó hacia la salida. Manfred, volviéndose ligeramente, con la cara empapada en sudor, le preguntó:
–¿Por qué diablos has tardado tanto?
–Después, Manfred. No hasta que salgamos de aquí -susurró Paul.
Buscó con sus manos las de Alys, y ella le devolvió el apretón con fuerza y en silencio. Así se mantuvieron hasta traspasar las puertas.
–Alys -dijo él, tomándole de la barbilla- tranquila. Somos nosotros.
Ella por fin alzó el rostro. Estaba lleno de moratones y cardenales por todas partes.
–Supe que eras tú desde que me agarraste del brazo allí dentro. Oh, Paul, qué miedo más grande he pasado -dijo ella, apoyando la cabeza en su pecho.
–¿Estás bien? – dijo Manfred.
–Sí -dijo ella con voz débil.
–¿Te hizo algo ese bastardo? – preguntó de nuevo su hermano, a quien Paul no le había contado cómo Jürgen había presumido de haber violado a Alys con gran violencia.
Ella tardó unos instantes en contestar, y cuando lo hizo rehuyó la mirada de Paul.
–No.
Nadie lo sabrá nunca, Alys, pensó Paul. Y sobre todo, nunca dejaré que sepas que lo sé.
–Mejor. De todas formas te alegrará saber que Paul mató a ese hijo de puta con sus propias manos. No sabes lo lejos que ha llegado este hombre para sacarte de allí.
Alys miró a Paul a la cara y comprendió entonces en qué había consistido el plan, lo lejos que había llegado su sacrificio. Levantó las manos, aún esposadas, y le quitó el parche.
–¡Paul! – gritó, conteniendo un sollozo, y él la abrazó.
–Chis… no digas nada.
Manfred sacó el coche de la carretera y lo estacionó junto a la caseta del guardabosques, y Paul aprovechó para quitarle las esposas a Alys.
–Vayamos a buscarle todos juntos. Se llevará una gran sorpresa.
–¿A buscar a quién? – preguntó ella sorprendida.
–A nuestro hijo, Alys. Está escondido detrás de la caseta.
–¿A Julián? ¿Habéis traído a Julián aquí? ¿Es que estáis locos? – gritó ella.
–No teníamos otra opción -se defendió Paul-. Han sido unas horas terribles.
Ella no le escuchó, pues ya se estaba bajando del coche y corriendo hacia la parte de atrás.
–¡Julián! ¡Julián, tesoro, soy mamá! ¿Dónde estás?
Paul y Manfred se apresuraron a ir tras ella, temiendo que se cayera y se hiciera daño en el estado de nervios en el que se encontraba. Se tropezaron con ella en la esquina de la caseta, que se recortaba a la luz de los focos del Mercedes como el último bastión de luz antes de la oscuridad del bosque. Allí se había parado Alys, completamente consternada, con los ojos desencajados.
–¿Qué sucede, Alys? – dijo Paul.
–Sucede, amigo mío -dijo una voz desde las tinieblas- que los tres deberíais comportaros si sabéis lo que le conviene a este hombrecito.
Paul contuvo un grito de asombro y de rabia cuando una figura dio unos pasos hacia la luz de los faros, sin entrar de lleno en el área iluminada. Apenas lo necesario para que se pudiese reconocer quién era y qué hacía.
Era Sebastian Keller. Y lo que hacía era apuntar con una pistola a la cabeza de Julián.
–Hola, Paul. Te sienta bien el uniforme.
–¡Mamá! – gritó Julián, totalmente aterrado. El viejo librero le sostenía con el brazo izquierdo por el cuello, encañonándole con la otra mano-. Lo siento, me ha cogido desprevenido. Luego registró la maleta, sacó la pistola…
–Julián, cariño -dijo Alys, con suavidad-. No te preocupes de eso ahora. Yo…
–¡Silencio todos! – gritó Keller-. Esto es una cuestión privada entre Paul y yo.
–Ya le habéis oído -dijo Paul.
Intentó apartar a Alys y a Manfred de la línea de tiro de Keller, pero el librero le interrumpió apretando aún más fuerte el cuello de Julián.
–Quieto, Paul. Es mejor para la salud del niño que te quedes detrás de la señorita Tannenbaum.
–Es usted una rata, Keller. Sólo una rata cobarde se escondería detrás de un niño indefenso.
El librero comenzó a caminar hacia atrás, internándose en las sombras, hasta una zona en la que ellos no podían verle, tan sólo escuchar su voz proveniente de algún punto situado cuatro o cinco metros por delante de ellos.
–Lo siento, Paul. Créeme que lo siento. Pero no quiero terminar como Clovis y como tu hermano.
–¿Cómo…?
–¿Cómo lo sé? Te he estado siguiendo desde que pusiste los pies en mi librería hace tres días. Y las últimas veinticuatro horas han sido agotadoramente instructivas. Ahora estoy cansado y quiero ir a dormir, así que entrégame lo que estoy buscando y yo soltaré a tu hijo.
–¿Quién diablos es este loco, Paul? – interrumpió Manfred.
–El hombre que mató a mi padre.
La sorpresa en el rostro de Keller fue visible incluso a través de la penumbra.
–Vaya… así que no eres tan ingenuo como pareces.
Paul se echó hacia delante, colocándose entre Alys y Manfred, que asistían mudos a aquella horrible confesión en la oscuridad.
–Cuando leí la nota de mi madre decía que estaba con su cuñado, con Nagel y con una tercera persona, "un amigo". Y entonces comprendí que usted me había estado manipulando desde el principio.
–Aquella noche tu padre me llamó para que intercediese por él ante algunas personas poderosas. Quería que el asesinato que había cometido en las colonias y su deserción desaparecieran como por arte de magia. Era complicado, aunque tal vez entre tu tío y yo lo hubiéramos logrado. Nos ofreció un diez por ciento de las piedras a cambio. ¡Un diez por ciento!
–Así que ustedes le mataron.
–Fue un accidente en el calor de la discusión. Él sacó la pistola, yo me abalancé sobre él… ¿qué importa eso?
–Solo que sí importaba, ¿verdad, Keller?
–Contábamos con encontrar el mapa del tesoro entre sus papeles, pero no había mapa. Sabíamos que le había enviado un sobre a tu madre y creímos que ella lo había guardado, que algún día… Pero pasaron los años y nunca apareció.
–Porque no le había enviado un mapa, Keller.
Entonces Paul lo comprendió todo. La última pieza del rompecabezas encajó en su sitio, ajustándose con perfecta simetría.
–¿Lo has descubierto ya, Paul? No me mientas, porque puedo leer en ti como en un libro abierto.
Paul miró a su alrededor antes de contestar. La situación no podía ser peor. Keller tenía a Julián, y ellos tres se hallaban desarmados. Con los faros del coche en marcha iluminándoles, eran un blanco perfecto para él, que seguía cubierto por las sombras de la caseta. Incluso aunque Paul decidiese atacar y Keller desviase el arma de la cabeza del niño, tendría un blanco perfecto en el cuerpo iluminado de Paul.
Tengo que desviar su atención. Pero ¿cómo?
Lo único que se le ocurría era usar la verdad.
–Mi padre no le dio ningún sobre para mí, ¿no es cierto?
Keller soltó una risotada despectiva.
–Tu padre, Paul, era uno de los mayores cabrones que me he echado a la cara. Era putero, mentiroso y cobarde, pero también un alegre compañero. Lo pasábamos bien juntos, pero la única persona por la que Hans se preocupó en su vida fue por Hans. Lo del sobre me lo inventé para ponerte en marcha, para que removieses el polvo después de todos estos años. Cuando recuperaste la Mauser, Paul, recuperaste el arma que mató a tu padre. Que, por si no te has fijado, es la misma que apunta a la cabeza de Julián.
–Todo este tiempo…
–Todo este tiempo he esperado para tener el premio. Tengo cincuenta y nueve años, Paul. Con suerte me quedan diez buenos. Seguro que un baúl lleno de diamantes me alegrará la jubilación. Y ahora dime dónde está el mapa, porque sé que lo sabes.
–Está en mi maleta.
–No es cierto. La he mirado de arriba abajo.
–Le digo que está ahí.
Hubo unos segundos de silencio.
–De acuerdo -dijo Keller, por fin-. Esto es lo que vamos a hacer. La señorita Tannenbaum dará unos pasos hacia la oscuridad y seguirá mis instrucciones. Arrastrará la maleta hasta la luz de los faros y entonces tú te agacharás y me enseñarás dónde está el mapa. ¿Ha quedado claro?
Paul asintió.
–Repito ¿ha quedado claro? – insistió Keller, elevando el tono.
–Alys -dijo Paul.
–Sí. Está claro -dijo ella con voz neutra, comenzando a caminar hacia delante.
Preocupado por el tono, Paul la sujetó por el brazo.
–Alys, no hagas ninguna tontería.
–No la hará, Paul. No te preocupes -dijo Keller, más amenazador que nunca.
Alys movió el brazo y se soltó. Había algo en su manera de andar, en su aparente pasividad, en el modo en que abandonaba la zona iluminada y se adentraba en las sombras sin que su rostro ni su voz destilasen ni la más mínima emoción, que encogió el corazón de Paul. De repente tuvo la certeza desesperada de que todo había sido inútil. De que en pocos minutos habría cuatro fogonazos en el bosque y cuatro cuerpos tendidos sobre un lecho de agujas de pino, contemplando la silueta oscura de los árboles con ojos fríos y muertos.
Pero Alys estaba demasiado aterrorizada por la suerte de Julián como para intentar nada. Siguió las breves y secas órdenes que le lanzó Keller sin oponer resistencia, y apareció enseguida en la zona iluminada caminando hacia atrás, arrastrando una maleta abierta y repleta de ropa amontonada.
Paul se agachó y comenzó a hurgar entre el revoltijo de enseres.
–Mucho cuidado con lo que haces -dijo Keller.
Paul no respondió. Había encontrado lo que estaba buscando, la pista a la que le habían conducido las palabras de su padre.
A veces el mayor tesoro se esconde en el mismo lugar que la mayor destrucción.
La caja de madera de caoba donde su padre guardaba la pistola.
Con movimientos muy lentos y manteniendo las manos a la vista, la abrió. Hincó los dedos en el esmerado relleno de fieltro rojo y pegó un fuerte tirón. El paño se desgarró con un leve chirrido, y en el hueco que ocupaba la pistola apareció un cuadradito de papel. Lo tomó con la punta de los dedos y lo abrió. Había varios dibujos y números manuscritos, con tinta china.
–¿Qué, Keller? ¿Cómo se siente al saber que usted tuvo el mapa al alcance de la mano durante todos estos años? – dijo alzando el papel, que quedó brillando bajo los faros del coche.
Hubo un nuevo silencio. Paul hubiera dado lo que fuera por poder ver la rabia y el desencanto que en estos momentos debían estar cruzando por el rostro del viejo librero.
–Está bien -dijo Keller, con voz ronca-. Ahora dale ese papel a Alys y acércate muy despacio.
Paul, tranquilamente, se guardó el papel en el bolsillo del pantalón.
–No.
–¿Es que no me has oído?
–He dicho que no.
–¡Paul, haz lo que te dice! – dijo Alys.
–Este hombre mató a mi padre.
–¡Y va a matar a nuestro hijo!
–Tienes que obedecer, Paul -dijo Manfred.
–Está bien -dijo Paul, metiéndose la mano en el bolsillo de nuevo y sacando el papel-. En ese caso…
Con gesto rápido, arrugó el papelito y se lo metió en la boca, comenzando a masticarlo.
–¡Nooooo!
El grito de furia de Keller resonó por todo el bosque. El viejo librero salió de entre las sombras, arrastrando con él a Julián, aún con la pistola apuntando a su cráneo. Pero al aproximarse a Paul la desvió y apuntó a su pecho.
–¡Maldito hijo de puta!
Acércate un poco más, pensó Paul, preparándose para saltar.
–¡No tenías derecho!
Keller se detuvo, aún lejos del alcance de Paul.
¡Más cerca!
Comenzó a apretar el gatillo. Paul tensó los músculos de las piernas, dispuesto a que, si la bala tenía que alcanzarle, al menos lo hiciese en pleno salto.
–¡Esos diamantes eran míos!
La última palabra de la frase se convirtió en un chillido agudo e informe. La bala salió de la pistola, pero el brazo se había desviado hacia arriba. Keller soltó a Julián e hizo un giro extraño sobre sus pies, como si quisiera alcanzar algo que había tras él. Al darse la vuelta, la luz incidió sobre un extraño apéndice de mango rojo que le había surgido en la espalda.
El cuchillo de caza que veinticuatro horas atrás había caído de la mano de Jürgen von Schroeder.
Julián, que había guardado el cuchillo en el cinturón todo aquel tiempo, había esperado una ocasión en la que la pistola dejase de apuntarle para clavar la hoja con todas sus fuerzas. Lo había hecho en un ángulo extraño y demasiado débil, sin embargo, y la herida no había hecho más que enfurecer a Keller.
El librero, aullando de dolor, apuntó a la cabeza del niño.
En ese momento Paul completó su salto y su hombro golpeó de lleno en la cintura de Keller. El librero cayó al suelo e intentó revolverse, pero Paul ya estaba sentado encima de él, golpeándole una y otra vez con los puños en el rostro, sin darle la más mínima tregua, empujándole los brazos hacia atrás con las rodillas.
Golpeó más de dos docenas de veces, sin notar el dolor en las manos -que al día siguiente tendría completamente hinchadas-, sin notar los nudillos despellejados, sin notar cómo su conciencia desaparecía y en su lugar quedaba un animal salvaje.
Tan sólo le importaba el dolor que estaba causando, y no paró hasta que no pudo causar más.
–Paul. Ya basta -le dijo Manfred, poniéndole la mano en el hombro-. Está muerto.
Paul se dio la vuelta. Julián estaba en brazos de su madre, con la cabeza enterrada en el pecho de ella.
Rogó al cielo que no hubiera visto lo que acababa de hacer. Se quitó la guerrera de Jürgen, empapada hasta los codos en la sangre de Keller, y se acercó a abrazar a Julián.
–¿Estás bien?
–Siento no haberos obedecido con lo del cuchillo -dijo el niño, echándose a llorar.
–Fuiste muy valiente, Julián. Y nos has salvado la vida a todos.
–¿De verdad?
–De verdad. Y ahora tenemos que irnos -dijo encaminándose al coche-. Alguien podría haber oído los disparos.
Alys y Julián subieron en la parte de atrás, y Paul se acomodó en el asiento del copiloto. El joven ingeniero puso el coche en marcha y volvieron a la carretera.
–Quisiera saber una cosa, Paul -dijo Manfred, rompiendo con un susurro el silencio del interior del vehículo media hora después, cuando ya Alys y Julián dormían abrazados en el asiento trasero.
–Dime.
–¿Ese papelito conducía de verdad a un baúl lleno de diamantes?
–Eso creo. Enterrado en África del Suroeste.
–Ya veo -dijo Manfred decepcionado.
–¿Te hubiera gustado ir a buscarlo?
–Tenemos que irnos de Alemania. Ir a buscar un tesoro no sería un mal destino. Una pena que te lo tragaras.
–En realidad -dijo Paul, sacando con gran dificultad el mapa del bolsillo- lo que me tragué fue una nota en la que le concedían una medalla a mi hermano. Aunque a estas alturas no creo que le importe.
Paul comenzó a preocuparse cuando las olas golpearon el improvisado bote. La travesía no debía ser difícil, apenas unas pocas millas en un mar en calma, protegidos por la noche.
Luego todo se había complicado.
Nada había sido demasiado normal en los últimos años, desde luego. Habían escapado de Alemania a través de la frontera con Austria sin demasiados contratiempos, y alcanzado África del Suroeste a principios de 1935.
Aquella fue una época de comienzos. Alys comenzaba a recuperar la sonrisa, a ser la mujer fuerte y cabezota que siempre había sido. Julián tenía un miedo tremendo a la oscuridad, que poco a poco comenzaba a remitir. Y Manfred comenzaba a llevarse muy bien con su cuñado, sobre todo porque éste se dejaba ganar al ajedrez.
La búsqueda del tesoro de Hans Reiner fue más compleja de lo que podía parecer. Paul volvió a su trabajo en una mina de diamantes durante varios meses, esta vez acompañado por Manfred, que gracias a su título de ingeniero se convirtió en jefe de Paul. Alys por su parte no tardó en convertirse en la fotógrafa oficiosa de cualquier acontecimiento social del mandato.
Entre todos ahorraron suficiente dinero para comprar una pequeña granja en la cuenca del Orange, la misma en la que Hans y Nagel habían robado los diamantes treinta y dos años atrás. La propiedad había cambiado varias veces de manos en las últimas tres décadas, y muchos decían que estaba maldita.
Varias voces se alzaron para avisar a Paul de que estaría derrochando su dinero si compraba aquel lugar.
–No soy supersticioso -dijo Paul-. Y tengo el presentimiento de que podría cambiar mi suerte.
Fueron discretos. Dejaron pasar varios meses antes de ir a buscar los diamantes. Lo hicieron los cuatro juntos una noche de luna llena, en el verano de 1936. Conocían perfectamente los terrenos colindantes tras haberlos recorrido domingo tras domingo armados con cestas de picnic, fingiendo ir de excursión.
El mapa de Hans era sorprendentemente preciso, como cabría esperar de alguien que había pasado media vida inclinado sobre cartas de navegación. Dibujaba una cañada y el curso de un arroyo, y en la intersección de ambos una roca con forma de punta de flecha. A treinta pasos al norte desde la roca, cavaron. La tierra era blanda, y no tardaron mucho en encontrar el cofre. Manfred dio un ligero resoplido cuando lo abrieron y vieron las bastas piedras a la luz de las linternas. Julián se había puesto a jugar con ellas, y Alys bailó con Paul, sin más música que la de los grillos de la cañada, un animado fox-trot.
Tres meses más tarde celebraban su boda en la iglesia del pueblo. Seis meses después Paul se presentó en la oficina de tasación gemológica de la mina y dijo que había encontrado un par de piedras en el arroyo de su propiedad. Llevó algunas de las más pequeñas y se quedó mirando al tasador con el alma en vilo mientras éste las examinaba al trasluz, las rascaba sobre fieltro, se atusaba los bigotes, y todos esos sortilegios añadidos e innecesarios que los expertos en un campo realizan para darse importancia.
–Son de bastante buena calidad. Yo que tú me compraba una criba y empezaba a remover esas aguas, muchacho. Te compro todo lo que me traigas.
Estuvieron "sacando" diamantes del arroyo durante dos años. En la primavera de 1939, Alys intuyó que la situación en Europa se estaba poniendo demasiado fea.
–Los sudafricanos están del lado de los ingleses. Dentro de poco seremos personas non gratas en las colonias.
Paul comprendió que era hora de partir. Vendieron un lote de piedras más grande de lo normal -tanto que el tasador tuvo que llamar al administrador de la mina para que le enviase efectivo- y una noche abandonaron la granja sin despedirse de nadie, sin nada más que unos pocos efectos personales y cinco caballos.
Habían tomado una decisión importante sobre lo que hacer con el dinero de los diamantes. Se dirigieron al norte, hasta la península de Waterberg. Allí malvivían los supervivientes de los herero, aquellos a los que su padre había contribuido a exterminar, aquellos con los que Paul había convivido largas temporadas durante su primera estancia en África del Suroeste. Cuando Paul volvió a entrar en el poblado, el brujo de la tribu le recibió con un cántico de bienvenida.
–Ha vuelto Paul Mahaleba, Paul el cazador blanco -decía agitando su varita emplumada- ¡Alegraos!
Paul fue derecho a hablar con el jefe de la tribu y le entregó una enorme cartera que contenía las tres cuartas partes de lo que habían conseguido con la venta de los diamantes.
–Esto es para los herero. Para devolver la dignidad a vuestra gente.
–Eres tú quien recupera así la dignidad, Paul Mahaleba -replicó el brujo de la tribu-. Los herero nunca la perdieron. Pero tu regalo será bienvenido entre nuestro pueblo.
Paul asintió con humildad ante la sabiduría de aquellas palabras.
Pasaron en el poblado varios meses maravillosos, ayudando en lo que podían a la reconstrucción de lo que antaño había sido. Hasta que un día Alys escuchó noticias terribles de uno de los vendedores ambulantes que pasaba cada cierto tiempo por Windhoek.
–La guerra en Europa ha empezado.
–Nosotros ya hemos hecho aquí suficiente -dijo Paul, pensativo, mirando a su hijo-. Es hora de pensar en Julián. Tiene ya quince años, y necesita una vida normal, en un lugar con futuro.
Así comenzaron la larga peregrinación hacia el otro lado del Atlántico. Primero hasta Mauritania en barco, luego hasta el Marruecos francés, del que habían tenido que escapar de aquella manera extraña con destino a Portugal cuando las fronteras se habían cerrado para todo aquel que no tuviera visado.
Una formalidad que no era muy factible para una judía sin papeles y para alguien oficialmente muerto que no tenía más identificación que una vieja célula de identidad de un desaparecido oficial de las SS.
Tras hablar con varios refugiados, Paul decidió intentar el cruce del Estrecho desde un lugar a las afueras de Tánger.
–No será difícil. Las condiciones son buenas, y son sólo trece millas.
Pero al mar le encanta contradecir las palabras necias de los hombres confiados, y aquella noche se levantó una tormenta repentina. Lucharon contra ella durante largo rato, y Paul llegó al extremo de atar a toda su familia con cuerdas a la patera, para que las olas no les arrancaran de la patética embarcación comprada a precio de oro a un mañoso tangerino.
De no haber aparecido providencialmente aquella patrulla española, los cuatro hubieran muerto sin remedio.
Irónicamente, Paul pasó aún más miedo en la bodega de la embarcación que durante el espectacular abordaje, en el que estuvo colgado del costado de la patrullera durante segundos interminables. Una vez a bordo, todos temieron que les llevasen a Cádiz, algo que podría dar de nuevo con sus huesos en Alemania. Paul se maldijo por su imprudencia de no haber intentado aprender siquiera algunas palabras en español.
Su plan había sido alcanzar una playa al este de Tarifa, donde supuestamente estaría esperándoles un contacto del mafioso que les había vendido la embarcación, quien les cruzaría hasta Portugal en una camioneta. Pero nunca tuvieron ocasión de comprobarlo.
Paul pasó muchas horas en la bodega intentando hallar una solución. Rozó con sus dedos un bolsillo oculto de la camisa, donde escondía una docena de los diamantes más grandes, los últimos de Hans Reiner. Tanto Alys, como Manfred como Julián tenían en sus ropas un alijo similar. Tal vez si sobornasen a la tripulación con un puñado de ellos…
Su sorpresa fue grande cuando el capitán español les sacó de la bodega en plena noche, les dio una barca y les indicó por señas dónde estaba la costa de Portugal.
A la luz del fanal que iluminaba la cubierta, Paul se quedó mirando el rostro de aquel hombre, que debía tener su misma edad. La misma edad que tenía su padre cuando murió, la misma profesión. Paul se preguntó cómo habrían sido las cosas en su vida si su padre no hubiese sido un asesino, si él no hubiera empleado la mayor parte de su juventud buscado a quienes le mataron.
Se metió la mano entre las ropas y sacó él único recuerdo que le quedaba de aquella época. El fruto del lado malvado de Hans, el emblema de la traición de su hermano.
Tal vez para Jürgen las cosas habrían sido diferentes si su padre hubiese sido un hombre honrado, pensó.
Se preguntó cómo podría hacérselo entender a aquel hombre. Le colocó el emblema en la mano y luego repitió dos palabras sencillas.
–Traición -dijo tocándose el pecho con el dedo índice-. Salvación -dijo tocando el pecho del español.
Tal vez algún día el capitán encontrase a alguien que le explicase lo que significaban.
Subió a la barca de un salto, y se puso a remar con los demás. A los pocos minutos escucharon el rumor del agua en las riberas del río, y el leve roce de la barca contra las piedras del fondo.
Estaban en Portugal.
Miró alrededor antes de bajar de la embarcación para asegurarse de que no había peligro, pero no pudo encontrar ninguno.
Es curioso, pensó Paul. Desde que me arranqué el ojo tengo que girar la cabeza constantemente para ver bien lo que sucede a mi alrededor.
Y sin embargo ahora lo veo todo mucho más claro.
Nota del autor
La novela ha terminado, lector, pero no así la historia del emblema del traidor. Y eso merece una explicación.
Cuando hace tres años conocí a Juan Carlos González no me imaginaba hacia qué derroteros se iba a encaminar nuestra amistad. Por aquel entonces ya era director de una famosa librería de Vigo, que no nombro para preservar su intimidad. Una tarde tonta le conté, muy por encima, el argumento de la novela para la que en ese momento estaba investigando, y que sería la que ahora podrías no estar sosteniendo en la mano. Así habría sido de no haber él abierto la boca y dicho:
–¿Quieres que te cuente algo digno de una novela?
Asentí con resignada cortesía. Si me hubieran dado diez céntimos cada vez que he escuchado esa frase podría invitar a mi familia a comer a un buen restaurante.
Pero esta vez era distinto.
Esta vez era verdad.
Juan Carlos me contó la historia de cómo la patrullera en la que servía su padre salvó de morir ahogados en el Estrecho a cuatro misteriosos alemanes, y cómo uno de ellos le recompensó con un emblema de oro. Su historia iba más allá de la mía, ya que su padre se volvió a encontrar al hombre que le regaló el emblema, aunque fue a cinco mil kilómetros de distancia y veinte años más tarde. Eso es otro cuento y tal vez me anime a contároslo en otra ocasión.
Cuando me despedía de Juan Carlos, antes de subirme al coche con Moncho Paz, un buen amigo periodista, les comenté a ambos que pese a que el relato era muy bueno jamás sostendría una novela.
Cuando llegué a casa le conté toda la historia a Katuxa, mi mujer.
–Veo que vas a cambiar de argumento -dijo ella, meneando la cabeza.
–Es imposible escribir un libro con estos mimbres. No hay interés humano, no hay matices, no hay conflicto. Es apenas una anécdota. Además, ya he terminado la documentación para [censurado].
–Créeme… escribirás ésta -dijo Katuxa con esa insultante seguridad que me hace quererla y detestarla tantísimo.
He descubierto -gracias a ella- que cuando insisto tanto sobre lo poco que quiero o me interesa una cosa todos los que me rodean inmediatamente saben que es lo único que me preocupa en ese instante.
Así que pasé las siguientes diez semanas intentando demostrar a todo el mundo que estaban equivocados.
Evidentemente fui el último en enterarme de que el único equivocado era yo.
Afortunadamente en ese momento ya tenía un centenar de libros y un millar de folios de documentación. Y de ésta, la más importante cabía en dos párrafos:
Los masones fueron objeto de persecución durante la dictadura nazi en Alemania: murieron más de ochenta mil de ellos en los campos de concentración. Cuenta una antigua leyenda masónica que la causa de la caída de las logias fue un solo masón, uno que vendió a todas a los nazis.
Como recompensa por ello, dicen que Hitler mandó a su orfebre de confianza fabricar una cruz de oro, una réplica burlesca de la medalla de latón del grado 32 del masón traidor. El orfebre engastó en ella un diamante muy especial, uno que había pertenecido a un juego desparejado de diamantes de la propia sobrina -y amante- de Hitler, Geli Raubal.
¿Es el objeto de oro macizo de Juan Carlos González el famoso emblema del traidor? No lo sabemos con certeza, pero su manufactura y la tasación que han hecho de él expertos joyeros independientes indican que es posible. Y ello unido al hecho de que Juan Carlos ha recibido ofertas millonarias por parte de elevados masones a cuyo conocimiento llegó "casualmente" la existencia del objeto…
Leyenda o no, en aquel momento comprendí que aquella historia sí podía sostener una novela. Faltaba un componente esencial, no obstante, que era el por qué alguien cometería una traición como aquélla. Ahí es donde mi historia se separa por completo de la leyenda y viaja al alma de Paul, Jürgen y Alys, quienes, luchando contra los pecados de sus padres, cometieron unos cuantos de su propia cosecha. Al final, como en todos los buenos relatos, los personajes y sus problemas acabaron fagocitando a la excusa de la que partieron.
Por cierto, como bien dice Paul hacia el final de la novela, la masonería es tremendamente aburrida. Por eso las ceremonias de los masones han sido drásticamente acortadas en aras de la historia (y para no dormir al lector).
Tres han sido las fuentes de inspiración de El naufragio. La primera la propia historia de Juan Carlos González, su emblema y la leyenda. La segunda han sido los ensayos autobiográficos de Sebastian Haffner y Viktor Klemperer, que me ayudaron a entrar en la mentalidad complejísima de la Alemania de entreguerras. La tercera, la novela de Alejandro Dumas El Conde de Montecristo, a la cual la mía no se parece en nada (por desgracia para mí), pero que parte de la misma idea, una venganza dormida durante décadas.
Hay una última, y ésta es sobre todo para las lectoras. El personaje de Alys es mi intento de expandir en palabras los sentimientos contenidos en la canción Who's gonna your wild horses, una de las mejores canciones del mejor grupo de rock de todos los tiempos: U2. Un aplauso por favor para su primera estrofa:
You 're dangerous 'cause you 're honest
You 're dangerous 'cause you don 't know what you want
En la Alemania de entreguerras fue donde por primera vez surgió en Europa la figura de una mujer independiente, sexualmente liberada, con igualdad de oportunidades, o algo bastante aproximado, teniendo en cuenta las circunstancias. Llegó a esa posición por sí misma, aunque muchos intentaron poner piedras en el camino.
Fue la primera vez que brilló una luz que nunca debe apagarse.
Agradecimientos
Quiero dar las gracias.
Como siempre, a Antonia Kerrigan por ser la mejor agente del mundo, así como a Lola Gulias y Víctor Hurtado por su trabajo impecable.
En Vigo, a Juan Carlos González, quien me dio la idea para esta novela.
En Munich, a Isold y Berdy Brugmann, que no se cansaron de hacerme patear la ciudad; al individuo desconocido que me robó la cartera en el autobús, ya que me permitió conocer las comisarías de Baviera por dentro y a los agentes Schmidt y Ziegler quienes, cuando les conté el objeto de mi investigación, me enseñaron el piso de Hitler en Prinzregenten Platz, una planta por debajo del piso de la familia Tannenbaum. El piso pertenece ahora a la policía y el único mueble que ha quedado del dictador es una estantería que soporta los trofeos deportivos de la comisaría.
En Nueva York, a Tom y Elaine Colchie, a quienes no sólo debo la posición de privilegio de la que gozan mis libros en el mundo anglosajón sino también el cariño y la atención con los que leen y aconsejan.
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bookdesigner@the-ebook.org
18/05/2009
LRS to LRF parser v.0.9; Mikhail Sharonov, 2006; msh-tools.com/ebook/