Capítulo 6

Llegaron refuerzos de la Tierra: doce mil aparatos de combate y cuatro mil aviones de transporte atiborrados de maquinaria, generadores de combustión atómica y expertos en minería. Con ellos vinieron también los generales Yenangyat y Power. El general Ortiz quedó en España como enlace.

—¿Qué tal van las cosas por el Mundo? —preguntó el almirante.

—El Mundo clama contra la Policía Sideral y todos los que formamos parte de ella —aseguró Power, sin empacho—. Los habitantes de la Tierra esperaban otra cosa bien distinta de nosotros.

—¿De veras? —gruñó Ángel.

—Ya lo creo. En los Estados Unidos y en la Federación Ibérica ha caído cómo una bomba la noticia de que tendrían que afrontar un largo período de restricciones y sacrificios antes de poderse liberar del espectro de la guerra.

—¿Consideran mucho tiempo dos años?

—Para los terrestres, habituados a una vida cómoda y bien surtida, privarles de algunas menudencias es un crimen.

—¡Al diablo los terrestres con su delicadeza! —Refunfuñó Ángel—. En resumen, ¿qué van a hacer?

—No pueden hacer otra cosa que resignarse a lo inevitable; en este caso, apretarse el cinturón y esperar que la Policía Sideral cumpla su promesa de mantener la paz en lo venidero. Por cierto, que nadie cree en esa utopía.

—¿Quién es «nadie»? —preguntó el profesor Stefansson metiendo baza.

—Nadie son «todos», míster Stefansson —repuso Power con exquisita amabilidad.

Para Berta Anglada, que estaba presente en esta conversación, la forma en que Miguel Ángel arrugó la nariz, tenía un significado inequívoco. Al almirante le molestó que el mundo pensara lo mismo que él; es decir, que lograr alguna vez la paz absoluta y permanente era una pura fantasía. Para el deprimido ánimo de Ángel hubiera sido de gran ayuda saber que el mundo entero confiaba y creía en él. Porque la Policía Sideral no era cualquier cosa inmaterial o abstracta. La Policía Sideral era Miguel Ángel Aznar en persona, y no confiar en aquella organización era desconfiar de Ángel.

—Lo han hecho polvo —pensó Berta para sí.

Y esperó verle más pesimista y malhumorado. Por eso se asombró cuando veinticuatro horas más tarde volvió a encontrarle vigoroso y decidido, ultimando los preparativos de marcha de los primeros 50 aviones de carga que iban a salir rumbo a la Tierra, llevando un cargamento de dedona. Estos aviones iban escoltados por cien aparatos de combate, cuya exclusiva misión era escoltar el convoy. El gasto de fabricar uno solo de los nuevos cruceros interestelares del tipo de los que formaban la dotación del autoplaneta, se calculaba en un equivalente de mil aparatos de características corrientes. Por lo tanto, fabricar mil cruceros interestelares equivaldría poco más o menos a construir un millón de aviones normales. Sin embargo, mil cruceros interestelares vendrían a ser como mil acorazados del siglo XX frente a un millón de viejas carabelas del siglo XV; prácticamente invencibles e infinitamente más poderosos.

El Mundo había afrontado un gasto tremendo al querer construir algunos miles de cruceros para la Policía Sideral; pero una vez estuvieran construidos, ninguna aeronave de las conocidas en el Universo podría enfrentarse con ellos.

El propósito de Miguel Ángel era acumular en el mismo asteroide cuanto mineral pudiera para transportarlo a la Tierra cuando esta, después de completar su viaje alrededor del Sol, volviera a aproximarse a Eros. Lo más costoso de esta gigantesca empresa iba a ser arrancar el tenaz mineral de las entrañas del asteroide 433, y la tarea más ardua, transportarlo a las fábricas ubicadas en la Tierra formando un puente aéreo de miles de aviones yendo y viniendo en afanoso trajín. Una vez en marcha las fábricas, en plena actividad las minas y con el puente interplanetario tendido, el trabajo entraría en su más hermosa fase, lanzando los nuevos y flamantes cruceros interestelares, que serían el orgullo del Universo y la seguridad de la civilización terrícola.

En los quince días que siguieron a la partida de los aviones que iban a llevar a la Tierra las primeras toneladas de dedona, la actividad creció en el planetillo 433 hasta alcanzar un grado de efervescencia delirante. El profesor Erich von Eiken, auxiliado por Pedro Mendizábal y un ejército de eficientes hombre de ciencia de todas las razas, empezó a hacer cálculos sobre la posibilidad y el costo de crear una fundición en el propio asteroide.

Era un sueño que, a poder realizarse, les haría ganar tiempo y economizar gastos.

En efecto, el peso específico de la dedona era tanto que cada avión no llegaba nunca a utilizar todo su espacio disponible. Cada metro cúbico de mineral pesaba aproximadamente 80 000 kilos. Este peso no significaba mucho en Eros, donde la fuerza de la gravedad era pequeñísima, pero al llegar a la Tierra creaban dificultades insalvables para los aviones, que no podían frenar su descenso con tan enormes pesos.

Hubiera sido mucho más práctico traer a Eros el utillaje necesario y, aún a riesgo de tener que levantar toda una ciudad aislada del vacío por una gigantesca campana de vidrio, fundir la dedona allí mismo, junto a sus fuentes de procedencia.

Solo había un grave inconveniente, y era este el hombre gris. El alucinante hombre gris, que podría llegar de un momento a otro con sus poderosas escuadras de platillos volantes y reducir a polvo en un minuto lo que tanto esfuerzo costaría levantar.

Para montar una industria en Eros capaz de sobrevivir a un bombardeo atómico, habría que enterrar a esta a varios miles de metros de profundidad y guarecerla luego con formaciones masivas de aparatos de combate. Pero para esto sería indispensable retirar las fuerzas aéreas de la Tierra y Venus, dejando desamparados a los planetas, y esto no podía hacerse. Hubiera sido el colmo del sarcasmo acumular todas las defensas en Eros para que, mientras, se presentaran los marcianos en la Tierra y ocuparan el planeta.

El problema hubiera tenido solución, únicamente, contando con aviones suficientes para guarnecer a Eros y a la Tierra y Venus. Y sabido es que la aviación terrestre había quedado bastante mermada después de la última guerra.

—Hemos de abandonar por imposible ese proyecto —dijo el almirante al profesor von Eiken—. El camino más largo es el de transportar el mineral a la Tierra. Es el más difícil… pero el que ofrece más garantías de seguridad.

En este momento sonó el zumbador del televisor. Se encontraban en el confortable despacho del almirante. Este interrumpió su conversación con von Eiken y los generales para empujar la palanquita del aparato.

En la pantallita apareció la cara rubicunda de Richard Balmer con los auriculares puestos. El radiotelegrafista parecía excitado.

—Escuche esto, almirante —dijo sin más preámbulos.

Hizo un movimiento rápido con la mano, conectando sin duda con otra línea. Inmediatamente se escuchó una voz excitada diciendo en español:

—¡Atención, autoplaneta Rayo! ¡Aquí cohete sideral 301! ¡Nos atacan los platillos volantes! ¿Me escuchan? ¡Oiga, autoplaneta!

—Hable usted, le escucha el propio almirante Aznar —dijo Richard.

El micrófono oculto en el televisor dejó escapar un poderoso zumbido que ahogó la voz del distante piloto ibero.

—Interferencia —comentó Richard, moviendo las manos sobre el cuadro de mandos, no visible en la pantalla de Ángel.

El zumbido bajó de tono. Entre él se oyó débilmente la voz del angustiado aviador:

—¡Nos atacan unos mil platillos volantes…! (Zumbido)… pero no pudimos escapar… (Zumbido)… más veloces que nosotros. Están disparando como demo… (Zumbido)… ocupo el centro de la formación y veo caer aparatos propios a mí alrededor… (Penetrante zumbido)… no caen aunque han encajado varios de mis disparos… parecen invulnerables ante los Rayos Z… (Zumbido)… ¡No! ¡Ahora veo caer a uno! ¡No son totalmente invulnerables, pero muestran una extraordinaria resistencia…!

El micrófono dejó oír un silbido penetrante intercalado por zumbidos y gruñidos. Miguel Ángel se inclinó sobre el televisor y gritó con ansiedad:

—¡Richard…! ¡Richard…! ¡Trate de sintonizar nuevamente con ese aparato!

—Imposible, almirante —dijo Richard moviendo la cabeza—. La interferencia es muy eficaz. Por otro lado, es muy posible que ese muchacho haya sucumbido a su vez.

—¡Trate de localizarlo! —bramó Ángel.

Súbitamente cesaron los zumbidos del micrófono.

—¡Atención CS-301! ¡Atención CS-301! —llamó Richard.

No hubo más respuesta que el suave zumbar del aparato.

—Inútil, Ángel —gruñó Richard—. No contestan. Probaré otra vez.

—Déjalo, Richard —suspiró Ángel—. Creo que el cohete sideral 301 ha corrido la misma suerte que sus compañeros. Ese aparato formaba parte del convoy en ruta a la Tierra, ¿verdad?

—Sí, jefe.

Cerró la comunicación con un movimiento mecánico de su mano, y al alzar los ojos fue a posarlos en los enormemente abiertos de Berta Anglada. Luego, su mirada resbaló hasta las caras de los cinco generales, donde podía leerse el estupor y el desconcierto.

—¿Qué significa esto? —Balbuceó Kisemene, cuya cara negra había tomado color gris—. ¿La guerra tal vez?

Ángel había palidecido. Sus pupilas centelleaban siniestramente.

—Ignoro si esto es el comienzo de una guerra total entre Marte y la Tierra —dijo con voz ronca—. De lo que no me cabe duda es que los thorbod han comprendido el significado de nuestra presencia en Eros. Espero que no se encuentren todavía en condiciones de lanzarse a un ataque global.

—¿Por qué? —preguntó el general Limoges.

—Porque si se deciden a atacarnos aquí, nuestra situación va a ser muy comprometida.

Apenas acababa de pronunciar el almirante estas palabras cuando el autoplaneta entero vibró, sacudido por una fuerza invisible.

No se produjo ningún ruido, porque el sonido no se propaga en el vacío, pero todos comprendieron inmediatamente de qué se trataba.

—¡Una bomba atómica! —exclamó Berta Anglada. Miguel Ángel encendió de nuevo, el aparato de radiotelevisión, conectado con la sala de control:

—¡Una explosión atómica sobre el polo Norte del asteroide…! ¡Atención, Rayo… atención, Rayo…! ¡Ha caído justamente sobre el yacimiento doce…! ¡Comandante Martín a patrulla tercera…! ¡Cuidado, ahí viene otro…! ¡Atención, Rayo! ¡Habla el comandante Davos… una nube de proyectiles dirigidos están lloviendo sobre nosotros… tratamos de aniquilarlos… pero su velocidad es tremenda…! ¡No podemos contenerlos a todos…!

Un terremoto pareció sacudir la inmensa mole del autoplaneta. Los objetos de adorno de la mesa cayeron. Berta Anglada se sujetó a un enorme armario de acero, que a su vez vibraba como una plancha golpeada con un martillo. Miguel Ángel se inclinó sobre el micrófono y bramó rápidamente varias órdenes:

—¡Pronto! ¡Thomas… profesor Stefansson… que salgan los aparatos de reserva… hagan funcionar las defensas del Rayo… averigüen de dónde procede el ataque y pongan rumbo hacia allá para interceptar a los proyectiles dirigidos…!

Entre el coro de voces, llamadas y órdenes que salían del pequeño aparato, se oyó la de Richard Balmer, diciendo:

—¡OK, jefe… allá vamos…!

Ángel se precipitó hacia la puerta del despacho. Berta le siguió casi instintivamente, y los generales echaron a correr detrás de ellos. Entraron atropelladamente en el ascensor. Mientras descendían hacia las entrañas del autoplaneta, se percibía nuevamente la ruda vibración de todas las partes de la colosal nave del espacio.

—¿Qué ocurriría si alguno de esos proyectiles atómicos alcanzara al autoplaneta? —preguntó Berta a Ángel.

—Dentro de la atmósfera de la Tierra nos lanzaría a gran distancia y altura como una pelota, aún tratándose de una pelota que pesa treinta millones de toneladas. En el vacío, una explosión atómica es menos peligrosa que dentro de una atmósfera. No podría hacernos mucho daño, aún suponiendo que un proyectil atómico pudiera llegar hasta el autoplaneta, lo que es en realidad imposible.

—¿Por qué?

—Porque cuando el Rayo avanza por el espacio lleva a su alrededor una coraza de átomos de cien millas como mínimo de espesor. Es a modo de una atmósfera invisible, pero tan eficaz como la que rodea a la Tierra. Ya sabe usted que por el vacío interestelar navegan a velocidades terribles y en todas direcciones multitud de aerolitos, que constituyen lo que ustedes llaman en su jerga «escollos del espacio». Estos aerolitos están cayendo continuamente sobre la Tierra, aunque ninguno o muy pocos llegan a su superficie. Por su tremenda velocidad, cuando estos aerolitos entran en contacto con las capas superiores del aire que envuelve a nuestro mundo, estallan por efectos de la violenta frotación y se convierten en cenizas. Lo mismo ocurre con el envoltorio atómico de nuestro autoplaneta. Mientras viajamos por el vacío interestelar a velocidades iguales a la de la aceleración de la gravedad, llevamos por delante y a nuestro alrededor una espesa coraza atómica contra la que se pulverizan todos los astrolitos y, por consiguiente, también cualquier proyectil dirigido atómico o avión que se precipite contra nosotros a gran velocidad.

—Muy ingenioso, —murmuró Berta, admirada—. Pero si un proyectil dirigido o avión se precipitara a poca velocidad sobre el autoplaneta podría atravesar sin dificultad esa barrera atómica, ¿no es cierto?

—Podría cruzarla, desde luego, como la cruzan nuestros propios aparatos cuando se disponen a volver al Rayo. Pero un proyectil o avión que entrara a poca velocidad en nuestra atmósfera sería un blanco excelente para los proyectiles de Rayos Z que defienden el autoplaneta.

Berta se disponía a seguir preguntando, pero el ascensor acababa de detenerse y las puertas se abrieron automáticamente.

Al irrumpir precipitadamente en la sala de control, Berta cayó en la cuenta de que había cesado la dolorosa vibración.

—¡Atmósfera a cien millas! —ordenó Ángel con voz estentórea apenas puso los pies en la sala de control. Y volviéndose hacia Thomas Dyer, que estaba frente a los mandos, añadió—: Thomas, procure imprimir al Rayo una velocidad constante que nos mantenga siempre sobre el mismo punto de Eros mientras este gira sobre su eje. Richard, mande aviso a toda la gente del asteroide para que acuda a refugiarse en este hemisferio. Dígales solamente esto: Aquel punto de la superficie del planetillo desde el cual alcancen a ver al Rayo será zona de seguridad para ellos.

Berta se admiró del genio previsor de su ídolo, quien entre otras providencias estaba ordenando:

—Sesenta millas de altura sobre Eros. Póngame en contacto con el comandante Arxis.

Era evidente que si la atmósfera del autoplaneta tenía un radio de acción de cien millas y este solo se encontraba a sesenta sobre la superficie de Eros, debajo del Rayo se extendería un espacio donde los proyectiles dirigidos del enemigo no podrían entrar. El diámetro del asteroide 433, solo tenía unos quinientos kilómetros. La atmósfera emanante del autoplaneta sobraba, pues, para proteger todo el hemisferio sobre el que se hallara suspendida la maravillosa astronave.

Los partes que llegaban desde los aparatos que guarnecían a Eros indicaban que algunos centenares de proyectiles dirigidos, al parecer procedentes de Marte, habían caído por sorpresa sobre Eros. Por su tremenda velocidad, transcurrieron muy pocos segundos desde que fueron descubiertos hasta infiltrarse entre las escuadras de protección. Los cañones Z no hubieran permitido llegar uno solo de estos proyectiles a Eros, si los proyectiles en cuestión hubieran sido tan vulnerables a la ardiente caricia de los Rayos Z como todos los que hasta hoy se conocían. Pero los proyectiles dirigidos marcianos demostraron una extraordinaria resistencia contra el calor.

De tres a cinco segundos bastaban a los cañones Z para aniquilar cualquier avión de tipo conocido. Los proyectiles dirigidos o aviones suicidas —todavía no se sabía cómo calificarlos—, resistieron en ocasiones hasta diez o doce segundos a los Rayos Z antes de reventar en el espacio. Y al hacer explosión estaban ya entre las densas formaciones de aparatos defensores, de modo que arrastraron a muchos de estos a la catástrofe.

Miguel Ángel ordenó a los aviones que fueran a proteger el hemisferio opuesto al que ocupaba el autoplaneta. Acto seguido, Berta pudo presenciar a través de las pantallas de televisión, como si estuviera asomada a dos enormes ventanales de tres metros de lado para cada uno, la llegada de unos cincuenta proyectiles dirigidos más.

Eran como una bandada de proyectiles cazados en plena trayectoria por el objetivo de una máquina fotográfica de rapidez inverosímil. Iban en formación de cuña, y el poderoso teleobjetivo del Rayo los divisó perfectamente, relampagueando al Sol, cuando todavía se encontraban a ochocientas millas de distancia, fuera del alcance de los cañones Z.

En un momento estuvieron a solo trescientas millas del Rayo, y, acto seguido, se estrellaron contra la atmósfera del autoplaneta, haciendo explosión en deslumbrantes fogonazos color blanco intenso.

Un centenar de otros proyectiles o aviones suicidas que intentaron alcanzar a Eros por Oriente sucumbieron igualmente sin alcanzar sus objetivos. Del hemisferio opuesto llegaban incesantes noticias de las fuerzas aéreas, empeñadas en feroz combate contra el enemigo, al que estaban rechazando con mayor eficacia en razón de la mayor concentración de proyectores de Rayos Z sobre un mismo objetivo.

El ataque acabó a los veinte minutos de haber empezado. Desde que el autoplaneta se elevó para defender a Eros, ni un solo proyectil consiguió llegar a su objetivo. En cambio, unos doscientos cincuenta aviones terrestres habían sucumbido al estallar entre ellos varios de los proyectiles dirigidos o aviones suicidas.

—¿Bajamos otra vez a Eros?

—Si. Richard, procura averiguar lo ocurrido en el asteroide.

Mientras el Rayo volvía a descender sobre Eros, llegaron los partes y pudo hacerse un balance de los daños causados por las explosiones atómicas.

De doce a quince proyectiles habían estallado sobre la superficie de Eros en los primeros segundos del ataque por sorpresa. Todos cayeron sobre el hemisferio en sombras, o sea el que miraba a Marte. Gran cantidad de máquinas excavadoras estaban reducidas a montones de hierros retorcidos e impregnados de radioactividad. Los hombres muertos se calculaban en unos ciento y pico. En aquel hemisferio se hallaban también dos mil aviones posados sobre el polvo mientras sus tripulaciones descansaban. Más de seiscientos de estos aparatos fueron totalmente destruidos con gran parte de su tripulación. Además, unos cincuenta aviones de transporte estaban igualmente fuera de combate.

—Teniendo en cuenta que solamente llegaron a sus objetivos una pequeñísima parte de las bombas, el daño es considerable —murmuró el profesor von Eiken.

En este momento llego a bordo del Rayo otra noticia. Uno de los proyectiles no hizo explosión. Estaba profundamente enterrado en el polvo de Eros, donde abrió un cráter de cuarenta metros de diámetro.

—Me gustaría echarle un vistazo a ese proyectil —dijo míster Stefansson.