SOBRE MI MAESTRO DÖBLIN
NO lo conocí nunca, y me lo imagino así: menudo, nervioso, impulsivo y miope, por lo que está situado excesivamente cerca de la realidad; visionario taquígrafo a quien la acometida de las ideas no deja tiempo para armar escrupulosos periodos. Entre libro y libro emprende nuevos comienzos, se rebate a sí mismo y sus cambiantes teorías. Manifiestos, ensayos, libros y pensamientos se pisan mutuamente los talones, creando una congestión impenetrable. ¿Dónde está el autor?
Al hablarse hoy en día de Alfred Döblin —cuando por cualquier motivo se menciona a Döblin—, la mayoría de las veces es con referencia a Alexanderplatz [Plaza Alexander], Esta simplificación de un escritor, a quien quisiera poner junto y frente a Thomas Mann, junto y frente a Bertolt Brecht, este reconocimiento exclusivo a una sola obra, tiene sus razones. El trabajo de Thomas Mann y más aún el de Bertolt Brecht encuadraron conscientemente en el plan clasicista concebido y realizado con detalle por los propios autores. De manera verificable y no desprovista de alusiones a la época clásica prolongada por ellos, estos escritores colocaron un sillar tras otro sobre los claros perfiles de la base; si bien Brecht trató de derribar el concepto con una obra como Die Massnahme [La medida], abandonó el intento con suficiente prontitud como para facilitar la nivelación de esta fase de ruptura a los intérpretes posteriores de su obra.
La bibliografía crítica sobre ambos autores abarrota las estanterías. Con tantas interpretaciones, pronto no habrá quedado nada de Brecht, como ha sucedido con Kafka. Alfred Döblin se salvó de tales secuestros a las alturas olímpicas. Este escritor anticlásico no contó nunca con una comunidad, ni con una comunidad de enemigos; la selección de sus obras efectuada por Walter Muschg para la editorial Walter Verlag ha resultado casi imposible de vender.
Generaciones enteras crecieron «platterdings» con Thomas Mann; la palabrita «kafkiano» nos sale fácilmente en cuanto tenemos problemas con las autoridades; nuestros brechtómanos se reconocen por sus construcciones participiales. Alfred Döblin es el único que no mueve los congresos, atrae rara vez el esfuerzo de nuestros germanistas y seduce a pocos lectores. Incluso el famoso Alexanderplatz no ha podido celebrar un retorno en el Berlín actual: Franz Biberkopf, por frecuentes que sean nuestros encuentros con él en la taberna de cualquier esquina, ha permanecido en Berlín Oriental, a pesar de lo tentadora que pudiera ser hoy en día la venta del Morgenpost para ese voceador esporádico de periódicos nacionales de aquel entonces.
Por ello se permitirá al que esto escribe dejar respetuosamente a un lado a Mann, Brecht y Kafka, pese a su grandeza descollante y tan a menudo citada, y expresar el agradecimiento del alumno hacia su maestro: debo mucho a Alfred Döblin, es más, no puedo imaginarme mi prosa sin los elementos futuristas de su obra, desde Wang-Lun hasta Wallenstein, y desde Berge, Meere und Giganten [Montañas, mares y gigantes] hasta Alexanderplatz; con otras palabras, puesto que los escritores no somos nunca autónomos sino que tenemos nuestro origen, afirmaré lo siguiente: procedo de aquel Döblin que, antes de derivar de Kierkegaard, había venido de Charles de Coster y quien, al escribir Wallenstein, reconoció este origen.
Lo mismo que Ulenspiegel, Wallenstein no es una novela histórica. Döblin ve la historia como un proceso absurdo. Frente a él, ningún espíritu hegeliano del siglo cabalgará sobre los campos de batalla. Sus héroes contra el absurdo —sea Franz Biberkopf en Alexanderplatz o Edward en la novela Hamlet— tienen una cosa en común con Tyll Claes de Coster: la «rectitud» de Kierkegaard, que por cierto no se percibe en Wallenstein, la epopeya influida directamente por de Coster. En la novela Wallenstein, el desarrollo histórico de un absurdo excedido en forma visionaria es expuesto fríamente y como en ausencia del autor, para luego hacerse pedazos varias veces.
Sin embargo, antes de hablar de Wallenstein, que en realidad debería intitularse «Fernando el otro», trataremos de ubicar este libro entre todos los de Döblin. En uno de sus últimos ensayos, «Epilog» [Epílogo], Döblin habla de su obra, es más, la tilda de superflua. Como si tal cosa, con desidia e impaciencia, la enumera y al mismo tiempo se distancia de ella: según él, solo tiene importancia el último libro, Hamlet oder die lange Nacht nimmt ein Ende [Hamlet o la larga noche llega a su fin]. Ha adoptado el catolicismo; con la convicción incondicional del católico converso, la propia obra se le antoja vana. Vuelta ya la espalda, echa una mirada atrás: «Nuestro espíritu infame no puede estar quieto… Satanás anda entre nosotros». Este soñador de la razón, el observador reservado e indiferente de las masas a la deriva y de una realidad contradictoria, el explorador de movimientos simultáneos, frenados y anulados recíprocamente, este arquitecto de un mundo utópico que pintó el deshielo de Groenlandia sobre la pantalla grande, es vencido por la fe; no alcanzo ya a comprenderlo.
Un hombre, el emigrante Döblin, se dedica a leer a Kierkegaard en la Biblioteca Nacional y comienza, inevitablemente, a convertirse primero en cristiano y luego en católico. Otro lee, qué sé yo, la Biblia, y se vuelve marxista. A los 14 años leí Crimen y castigo, no entendí nada y entendí demasiado. ¿Los frutos usuales de la lectura? Lo dudo. Más bien, el libro como detonador retardado: armado por el autor, explota en la cabeza del lector; podemos suponer que Döblin tuvo siempre dispuesto el detonador para el caso de que un día, como por casualidad, en medio de la búsqueda de atlas y relaciones de viaje, y tan solitario como solo es posible estarlo en la Biblioteca Nacional de París, se topara con Kierkegaard como iniciador, y con ello al menos se insinúa el efecto de un libro, que a menudo es retrasado por décadas. Sabemos poco acerca del efecto de los libros. Aún menos idea tiene el autor de dónde caerá su palabra.
Aquí, el hombre que estudia al pueblo en lo práctico y lo mundano, que sobre todo en Alexanderplatz hace competir, directa e indirectamente, el discurso hablado con el monólogo interior; allá, la cabeza ingeniosa de un hombre cuyas visiones y utopías se dedican incansablemente a buscar el éxtasis místico. ¿Dónde está el autor? Pregunta que demanda una respuesta fija. ¿Debemos buscarlo en las selvas de una nación jesuítica del Amazonas, en el matadero de Berlín o postrado delante de un altar de la Virgen, cuyo carácter pagano nos remite a Vaneska, la reina-madre de su utópico dominio de trovadores posterior al deshielo de Groenlandia? Una cosa es segura: Döblin sabía que un libro debe ser más que el autor, que para un libro el autor es solo el medio con vistas a un fin y que el autor ha de cultivar escondites que abandona para proclamar su manifiesto y que utiliza para refugiarse detrás del libro.
El epílogo de Döblin comienza de la siguiente manera: «Existe un montón de libros… ‘existir’ es el término equivocado, debe decirse: hay, se escribieron durante un periodo de cinco décadas, pero no existen». Después de los tempranos cuentos expresionistas, compilados posteriormente en el libro Die Ermordung einer Butterblume [El asesinato de un diente de león], publica su primera novela, Die drei Sprünge des Wang-Lun [Los tres saltos de Wang-Lun], en 1912, y en el acto empieza su existencia, aunque por lo pronto sin éxito.
Wang-Lun, el líder de los débiles y los indefensos, se hace culpable al querer erigir la debilidad en una ideología. Las atrocidades de los débiles y los vagos del tiempo de los manchúes se enfrentan contra las atrocidades de los gobernantes; Wang-Lun, el apacible guerrero, fracasa y se apaga. No obstante, por mucho que este planteamiento corresponda a la mejor tradición alemana en el sentido de Kohlhaas y Karl Moor, no está desprovisto de lazos ornamentales con el arte nuevo; el lenguaje de la novela es nuevo y las descripciones de las escenas de masas resultan sorprendentemente revolucionarias: seres humanos, puestos en movimiento, toman por asalto montañas, se convierten en una montaña móvil, los elementos se lanzan junto con ellos. Con Die drei Sprünge des Wang-Lun, Döblin nos da la primera novela futurista.
Los expresionistas en torno a Walden, Hille y Stramm lo consideran en adelante como un renegado; no obstante, en una carta abierta a Marinetti, Döblin desaira también a los escritores entre los futuristas (aprecia la pintura futurista). Dice estar de acuerdo con ellos mientras se trate de acercarse a la realidad, pero Marinetti, según él, la reduce; la técnica, el mero mundo de las máquinas, es la realidad para él. Döblin se opone a las proclamaciones categóricas, a la amputación monomaniaca de la sintaxis, al vicio de colmar la prosa de metáforas, análisis y alegorías; él, Marinetti, debe renunciar a las metáforas, la renuncia a las metáforas es el problema del narrador. Y, en sus propias palabras: «… me da igual que contenga o no periodos. No quiero escuchar 50 veces trum trum, tateteretá, etcétera, lo cual no requiere de gran dominio del lenguaje… No quiero que las teorías me priven de la peculiar realidad de una agitada batalla…».
La apasionada carta termina bruscamente: «Cultive su futurismo. ¡Yo cultivaré mi Döblinismo!».
Un año más tarde, el médico, consciente de su propio valor, intenta por su parte una proclamación categórica. Presenta su «Programa berlinés». Arremete duro contra los novelistas que tenazmente remueven los «problemas de su propia deficiencia». «Escribir no significa morderse las uñas o escarbarse los dientes, sino que es ¡un asunto público!».
Döblin declara: «El objeto de la novela es la realidad desencadenada, el lector confrontado en forma completamente independiente a un proceso hecho y configurado; ¡que él juzgue, no el autor!».
Döblin exige, excluye, establece reglas:
Deben emplearse cuantiosamente periodos que permitan resumir con brevedad la conjunción de lo complejo, lo mismo que su sucesión. Desenvolvimientos rápidos, la confusión expresada con puras frases programáticas; al igual que en general debe buscarse en cada momento la mayor exactitud posible mediante expresiones sugerentes. El todo no debe parecer hablado, sino como si existiera.
Durante el año 1917, cuando Döblin ya está trabajando con un manuscrito que habrá de confirmar una parte de sus teorías y hacer reventar las reglas demasiado restrictivas, continúa su apodíctica labor teórica. Conserva su tono contundente. En el ensayo «Bemerkungen zum Román» [Observaciones sobre la novela], el autor vuelve a fijar los límites trazados por él mismo, como si deseara asegurarse contra las tentaciones:
La novela no tiene nada que ver con la acción; se sabe que al comienzo ni siquiera el drama tenía algo que ver con ella, y es discutible que haya obrado bien al comprometerse en tal forma. Simplificar, enderezar y ajustar a la acción no es cosa del poeta épico. En la novela hay que amontonar, acumular, revolver, empujar; en el drama, el actual, reducido pobremente a la acción, obsesionado con la acción, se dirá: «¡adelante!». «Adelante» no será nunca la consigna de la novela.
El médico militar Döblin escribe este dictamen en plena primera Guerra Mundial. Los hospitales militares en la Lorena y en Alsacia recogen los pedazos mandados de regreso de Verdún. Mientras la lucha técnica muestra el significado del progreso en la guerra, el médico Döblin se enfrasca, en cuanto se producen pausas entre las visitas, en textos sobre la guerra de los Treinta Años. Al principio esta remota época no es más para él que un sinnúmero de batallas cuyas facciones resultan confusas y difíciles de recordar, pero empieza a amontonar, acumular, revolver y empujar las crónicas, los documentos, las secreciones de papel de la historia. En «Epilog» escribe, 30 años después: «Chapoteaba en los datos. Estaba enamorado, fascinado con esas actas y relaciones. Me hubiera encantado emplearlas en su estado bruto». No obstante, el comienzo, antes de refugiarse como por arte de magia, con la ayuda de los documentos, en otro siglo o, como en el Wang-Lun, en una China que solo conoce del atlas; antes de desaparecer en esta forma, habrá de producirse la idea que lo sostendrá todo, la chispeante visión épica.
El año anterior, el médico militar Döblin, debido a su deteriorada salud, se sometió a un tratamiento en Bad Kissingen. Una nota en el periódico, el anuncio de una obra sobre Gustav Adolf, sirvió de detonador. Menudo, inquieto y miope, se sentó debajo de los árboles en el parque del balneario y vio él Báltico, vio el movimiento incesante de las carabelas y las corbetas, vio a Gustav Adolf llegar con su flota desde Suecia.
Buques veloces, veleros hinchados, de pechos altos, azotando las vergas emergen, gotean agua, aún sin nombre, aún sin origen. Suecia permanece oscura, sin arribo ni destino político, un mero deslizarse y ganar espacios que para un médico militar venido a restablecerse en Bad Kissingen borran la realidad actual de Verdún. La visión recibirá pronto un nombre. Las naves se llaman Andrómeda, Arco Iris, Cigüeña, Delfín, Papagayo, Perro Negro. El buque insignia, Merkur, está dotado de 32 cañones. Los hombres son de Svealand y de Gotland, de Finlandia con su abundancia de lagos: desembarcan cerca de Wolgast en Pomerania.
Lo que nadaba como visión entre los árboles del parque del balneario delante del médico militar Döblin ha encontrado su lugar, es más, se ha reducido en relación con el proyecto total. La flota sueca que cruza el mar sirve para introducir el comienzo del quinto libro, llenando una sola página, pero el motivo del gran movimiento simultáneo es transmitido a toda la epopeya. El desenvolvimiento único y perseverante, al que en este punto se alude con la primera frase del tomo «Suecia». —«Sobre las olas del Báltico gris verdoso se acercó la poderosa flota de los suecos, impulsada por el viento; carabelas, galeones, corbetas»—, está sujeto a todas las variaciones habidas y por haber desde el principio hasta el fin de las seis partes del libro.
Comienzo con el banquete triunfal del emperador Fernando. El transcurso de esta bacanal, el sinnúmero de platos desbordantes decorados en forma ya culinaria, ya alegórica, la jerarquía de los comensales con golas españolas, con verdes jubones acordonados de Hungría, con chalecos franceses, bajo capas de color púrpura, se aprovecha para servir asimismo a la mesa, entretanto, la derrota bohemia y del pobre conde palatino Federico, quien ha perdido sus tierras: «De una mordida, un abad desprendió la pierna a un capón y sumó, mientras la trituraba con los dientes, la vajilla de plata perdida del elector del Palatinado, que en Bohemia le habían entregado los piadosos valones». Y junto con la música de fondo, poco antes de los pastelitos y las confituras, los cardenales, abades, generales y príncipes, cebados hasta los topes, ven el ejército vencido del… gallardo Federico, con su cabellera rubia y rizada, cruzar el salón, cabalgar a través de la música, el estrépito de las voces, los vasos, los platos, desde el tapiz colgante del coro hacia las dos arañas llameantes, embisten contra la cortina ondulante por la que pasaron los mariscales y los alabarderos: cadáveres palatinos ostentosamente descuartizados, troncos sin cabeza, ojos sin mirada, carros, carros llenos de cadáveres, tirados por burros, envueltos con el humo de la pólvora y hediondos, comprimidos en cajas como ramas de árbol, bamboleantes, oscilantes, arre, arre por el aire.
Así, Döblin pone los acentos: la victoria, la derrota, las acciones del Estado, todo lo que se ha conservado entre los datos registrados como guerra de los Treinta Años le vale para una frase incidental, a menudo solo para la omisión consciente. Le interesa el confuso ir y venir de los ejércitos en su búsqueda de cuarteles de invierno; le interesan las laberínticas intrigas de la corte, arrastradas por cancillerías, parques y discretos miradores, hasta confesionarios. Sobre labios que apenas se mueven descifra el murmullo de los jesuitas; rosarios y absoluciones desencadenan sucesos cuyos resultados anota brevemente al final. Las embrolladas ceremonias relacionadas con los preparativos astutos tramados en Viena o en la corte de Maximiliano de Baviera se extienden, desfiguradas y como colocadas delante de espejos cóncavos, dentro de una creciente mística y a lo largo de páginas enteras; mientras tanto, el producto de estos afanes de las cortes, sea la destitución de Wallenstein o la negativa del príncipe elector de Sajonia a dejar pasar a Gustav Adolf y su ejército por el territorio, debe anotarse brevemente, si bien con marcada negligencia, porque forma parte del todo; pero historia —y eso significa un sinnúmero de acontecimientos antagónicos y simultáneos— historia, tal como Döblin quiere exhibirla, eso no lo es.
La guerra de los Treinta Años fue e indudablemente seguirá siendo fuente y estímulo para la literatura en lengua alemana. El principio de la novela alemana puede fijarse con Simplizius Simplizissimus. De manera semejante a Döblin, Grimmelshausen hace caso omiso de los datos de las grandes batallas; aún más que Döblin, convierte la restringida perspectiva del sobreviviente sumiso y avisado, que no ve más que el respectivo cuartel de invierno, el sitio alargado durante semanas o el placer de forrajear, en la perspectiva principal del narrador. Wallenstein no aparece en Grimmelshausen.
Bertolt Brecht posteriormente transfirió esta perspectiva al teatro y buscó fabricar el contrario a la trilogía de Schiller sobre Wallenstein, la cual continuamente pone en escena las acciones del Estado.
Por tentadora que resulte la idea de comparar, desde Grimmelshausen hasta Döblin y posiblemente, más adelante, hasta Schlachtbeschreibung [Descripción de batalla] de Alexander Kluge, los testimonios de la literatura alemana sobre la guerra de los Treinta Años y la «operación Barbarroja» y sus diversos puntos de vista al respecto, me permitiré a lo sumo señalar Geschichte des Dreissigjährigen Kriegs [Historia de la guerra de los Treinta Años] de Schiller; pues hay razones para sospechar que Döblin fue un lector obsesionado con los hechos presentados en esta crónica. Es evidente que explotó la diligencia del clásico; el tratado histórico de Schiller le sirvió de material. ¿Nada más? Llaman la atención algunas coincidencias, como la determinación de Schiller en el sentido de que Wallenstein aprendió del Conde Mansfeld el principio de que la guerra debe alimentar a la guerra, determinación, por cierto, que Grimmelshausen pone en práctica y que Brecht eleva a tendencia; no obstante, Döblin derrama sobre todas las páginas la imagen de la guerra alimentada por sí misma. Nos muestra ejércitos que cual plagas invaden la tierra, arrasan con ella y siguen adelante, librando sus batallas de paso, entre saqueo y saqueo.
Schiller se empeñó en presentarnos la guerra de los Treinta Años con un orden inteligible. Una cosa deriva de otra. Su mano ordena, ata vínculos, quiere establecer un sentido. Döblin destroza todo ello reiteradas veces y de manera consciente, para recrear la realidad. No obstante, también el Duque de Friedland adopta una traza completamente diferente bajo la mirada del uno y del otro.
Para simplificar las cosas: el idealismo ilustrado de Schiller pone énfasis, para su imagen de Wallenstein, en el general y estadista; Döblin dibuja para nosotros a un banquero atormentado por la gota. Una y otra vez señala que los estribos de Wallenstein, cuando le es inevitable montar a caballo, están envueltos en algodón, en seda. El ejército de Wallenstein se distingue fundamentalmente de los otros por lo siguiente: es el producto de un genio de las finanzas.
Quedará sin analizar en el presente contexto hasta qué punto la tesis de Döblin corrige al Wallenstein de Schiller en una forma históricamente válida; asimismo, me abstengo de medir la concepción visionaria de Döblin con respecto a los conocimientos alcanzados por la investigación actual sobre Wallenstein, máxime cuando no conozco ningún ensayo histórico que haya tomado en cuenta a Döblin, para contradecirlo, corroborarlo o corregirlo. El Wallenstein de Döblin también es, incidentalmente, un general que de vez en cuando se ve obligado a librar batallas que no pudieron ser diferidas o evitadas; en el fondo, sin embargo, es el primer encargado moderno de dirigir la planificación de una guerra a largo plazo, el primer constructor de un poderoso cartel financiero que, sustentado por la guerra, alimenta a esta, sin desintegrarse incluso hasta la fecha. Wallenstein supo despertar y —como habremos de ver— enlazar los intereses más disímiles.
Cuatro nombres: el servio Michna, el banquero holandés De Witte, el juez judío Bassewi, de Praga, y el temido coronel von Wallenstein explotan a la Bohemia derrotada. El aprendiz de carnicero, Michna, desvalija, protegido por las tropas de Wallenstein, las ricas casas de los bohemios. Pinturas, joyas, oro y plata se acumulan en la judería de Praga.
Ellos, los proscritos de la boina amarilla, de la estrella amarilla, han aprendido a reunir y enterrar, entre persecuciones, las fortunas de sus opresores; de poco les sirven, excepto para amontonarlas y para pensar en Jerusalén, destruida, cada vez que contemplan sus bienes; este lastimoso placer es el único permitido a los judíos de Praga, hasta que aparece Wallenstein.
El banquero De Witte sugiere invertir el capital, obtener la concesión de la casa bohemia de la moneda. Admite que dos de sus mejores clientes le hicieron esta propuesta: el distinguido juez judío Bassewi, que con frecuencia ha apoyado al emperador romano con su dinero; y un soldado que, pese a ciertos actos valerosos en Venecia, al igual que durante la batalla de Praga, está desacreditado en Bohemia: el entonces coronel y comandante de la ciudad, Eusebio Albrecht von Wallenstein.
El emperador necesita dinero, el emperador siempre necesita mucho dinero, y se realiza el prometedor negocio. Forman un consorcio. Por seis millones, como precio anual de la concesión, se adjudica la casa imperial de la moneda de Praga a los cuatro empresarios. Pronto son solo tres los que con la ayuda de la casa de la moneda regulan la circulación del dinero, pues Wallenstein ejerce presión sobre el aprendiz de carnicero servio, Michna, y al poco tiempo lo manda detener. Amenaza con acusarlo de pillaje: afirma que Michna oculta su botín, que les suministre plata, que la casa de la moneda carece de material.
Entonces acuñan todo lo que quieren. Recortan el dinero y agregan metal común hasta que el contenido de plata solo se adivina. Las banderas de Wallenstein, en pie de guerra, defienden la casa de la moneda de día y de noche. Contratan a compradores retribuidos y voluntarios. Penetran en las casas de labor y exprimen hasta los últimos ducados. Se constituyen bandas, los trompetas imperiales proclaman en las plazas que toda la plata debe ser entregada a la casa de la moneda. Después, desaparece. Ya están ofreciéndose cuatro florines nuevos por un viejo rixdale. A menudo el especulador más grande del país, von Wallenstein, «alto, enjuto, de bigote negro y con una valiosa cadena de diamantes en el sombrero», se queda delante de las troqueladoras. Vislumbra algo. Pronto habrá llegado su hora.
Al expirar el contrato de acuñación, el emperador trata de seguir fabricando moneda. Pero no encuentra nada que pudiera imprimir como tal. Bassewi y De Witte se retiran antes que el pueblo enfurecido y empobrecido tome por asalto la casa de la moneda, donde no halla más que troqueladoras vacías.
La moneda fraudulenta de Wallenstein solo permanece en circulación durante tres meses. Mediante decreto, el florín «largo» es rebajado a la sexta parte de su valor. Se declara la bancarrota nacional. Las tropas desertan. Y Wallenstein adquiere en subasta, con su fortuna velozmente incrementada, nuevas fincas y propiedades rurales: Friedland y Reichenberg, Welisch, Schuwigara y Gitschin.
Todo esto, riqueza y tierras, es apostado por Wallenstein a una sola carta. Ofrece su ayuda al emperador, quiere construirle un gran ejército imperial, contra los enemigos de dentro y de fuera: para que ya no dependa de Maximiliano de Baviera, con su ejército bajo Tilly, y para que disponga de un arma contra la invasión de Christian de Dinamarca.
¿En qué forma refleja el cuchicheo de los diplomáticos la generosidad de Wallenstein? «Sepan, queridos amigos, que ahora comprendo el motivo por el cual von Wallenstein simpatiza tan extraordinariamente con el emperador. Nos adelanta el dinero para el ejército, pero este debe devolvérselo con creces desde el imperio…». El ejército como inversión de fondos. La visión retrospectiva de Döblin nos hace estremecer: mucho antes de que Krupp hiciera su gran negocio frente a Verdún, Wallenstein invirtió su fortuna en el armamento. Krupp, lo mismo que Wallenstein, compraron cada uno a su emperador. Y aún nos negamos a reconocer que Hitler no fue el que compró a la industria, sino que la industria —adepta a Wallenstein— se compró a su Hitler. El médico militar Döblin no volvió sin fundamento la mirada de Verdún hacia atrás en el año 1917. Krupp, al igual que todos los que quieren a un Krupp, al igual que todos los que hacen posible a un Krupp, tiene a sus antepasados: un aprendiz de carnicero, un banquero, un juez judío y un coronel integran un consorcio y crean, de esta manera, las condiciones materiales para la prolongada duración de una guerra, la cual continúa hasta el día de hoy, con ciertos respiros que llamamos paz. Los héroes de Schiller y sus semejantes son, en todo caso, los valores máximos en un paquete de acciones cuyo curso ascendente solo llega a tropezarse por la amenaza de haber negociaciones por la paz. Desde que Döblin nos enseñara a interpretar a Wallenstein como maestro en las altas finanzas, sabemos que las negociaciones por el desarme no siempre fracasan a causa de la falta de voluntad de los que participan en ellas, sino, con gran frecuencia, debido a los intereses de una industria que ha sabido erigirse en defensora de los intereses económicos de todo el mundo: el desarme pudiera meternos en dificultades. El sistema de Wallenstein requiere ejércitos permanentes.
Este banquero, el verdadero vencedor en la batalla del Monte Blanco, se dirige a Viena con veinte carrozas. Es esperado con angustia, es más, con repulsión, y no obstante se quiere su dinero. Habrá festividades, representaciones dramáticas e incineraciones de judíos, para su edificación. Corre la palabra: «… ahí viene uno de los nuevos alquimistas, que fabrican oro con sangre bohemia».
Se aloja en casa de un comerciante, donde ya vive uno de sus camaradas de Praga, el juez judío Bassewi. Afuera, se amontona la plebe. Los deshollinadores vocean canciones satíricas contra los judíos. «Príncipe judío», así llaman a Wallenstein porque se ha propuesto ofender a la orgullosa Viena: invitado por el emperador, se hospeda con un judío. Este pacto de Wallenstein con los judíos, un tema que se repite a lo largo de las seis partes de la obra, merece nuestra atención, pues mediante él Döblin confronta a las causas del antisemitismo medieval, de naturaleza cristiana, con la emancipación anticipada de los judíos durante el siglo XIX, y dibuja, simultáneamente, el comienzo del sionismo, su firme perseverancia y sus peligros ideológicos.
Poco antes de negociar Wallenstein su monopolio, vemos al juez judío Bassewi consultar con cinco ancianos en la sinagoga de Praga. Uno de ellos se preocupa: de hacer causa común con Wallenstein y así lograr fama y prestigio, los judíos de Praga sufrirán la misma suerte que los de Francfort: serán expulsados fuera de las murallas de la ciudad; el segundo anciano opone: aquello duró solo tres años, y luego el mismo trompeta que los había echado fue a proclamar su regreso. Bassewi señala que los católicos han arrojado de Bohemia a todos los calvinistas y partidarios de la Reforma, y ahora hay espacio ahí para los pobres y apiñados judíos; deberían extenderse por Bohemia. La objeción reza así: aunque los dejen entrar al país, no irán, no se establecerán: «¿Qué hay escrito sobre la tierra de Bohemia? ¿Dónde hay algo escrito sobre la tierra de Bohemia? En ninguna parte. Sería un viejo loco si abandonara mi casa para asentarme en Bohemia». Su vecino replica: «¿Y por cuánto tiempo piensan tú y tus hijos permanecer aquí, en la oscuridad?». La respuesta inmemorial, imperante hasta la actualidad, dice así: «¿Para qué he de preguntármelo? Todo está claro para nosotros, los judíos. Cuando se diga que hagamos otra vez el hatillo para ir a pie hasta Jerusalén, alabado sea, alabado sea nuestro Señor: entonces lo haré».
Bassewi procura transigir. Es posible aguardar pacientemente a Jerusalén y no obstante disfrutar, junto a los cristianos, la luz en toda su plenitud. Esto es rebatido: una vez alcanzada la luz por los hijos de Israel, olvidarían Jerusalén y se avergonzarían de ser circuncisos, accediendo a vender Judea por un pueblo de Bohemia.
El juez judío y los cinco ancianos suspiran en la sinagoga. Bassewi es el que halla la solución: deben dar dinero al emperador para recibir, a cambio, una pequeña carta que en adelante permita a los judíos bohemios comerciar en el campo, en los pueblos y en los mercados. Así sucede. No obstante, la Bohemia católica, que acaba de perseguir y desterrar a los otros cristianos mediante perros feroces, incendios y tortura, considera una ofensa el privilegio otorgado a los judíos. El odio se intensifica rápidamente. Por el momento, Wallenstein puede proteger a los judíos bohemios; por el momento, el banquero Wallenstein requiere el apoyo de todos los proscritos de la boina amarilla, de la estrella amarilla. Por eso no se deja amedrentar en Viena y soporta con calma que lo llamen «príncipe judío».
Durante los días siguientes, la ciudad es colmada de obsequios monetarios. Los telegramas de Wallenstein recorren todas las escribanías de Viena. En forma impertinente y brusca deposita las libranzas de varias cifras extendidas por su banquero De Witte sobre las mesas frente a dignatarios, confesores y ministros. El monto de las dotaciones provoca risas nerviosas, aun escandalizadas, pero se las guardan en las bolsas.
La Viena imperial no es desmoralizada por los turcos ni por algún ejército de los estados protestantes o los príncipes electores, sino por el dinero de Wallenstein. Pues el emperador lo recibe. Los chambelanes se alegran de que haya ido solo, sin el judío Bassewi. Döblin omite el encuentro entre el usurero de Praga y el emperador. Una breve espera, se saca el abrigo en la antecámara, un corte cinematográfico y Wallenstein regresa, dejando solo al emperador. Este queda asombrado y se cubre los ojos con la mano. ¿Quién estuvo con él? Tiene la impresión de haber visto ya a esa cabeza; tiene la impresión de haberse «encontrado ya muchas veces con [esos] ojillos silenciosamente claros».
Esta primera reunión entre Wallenstein y Fernando es resumida por el autor en un sueño del monarca. Renuncia a diálogos, negociaciones y fintas y enfoca bajo reflectores la imagen total del emperador, al cruzar los zapatos de hebillas, buscar el brazo del sillón y cubrirse los ojos con la mano hasta que aparece la visión: anda a caballo sobre el musgoso suelo de un bosque, mientras corre una suave brisa.
Clareaba, con el color claro de la boca de los gatitos jóvenes, rosa pálido. Advirtió que hasta ese momento no había oído el sonido de algo que se derramaba, que fluía. Y entonces apareció contra el cielo, encima de la tierra, algo negro, ancho, en lento movimiento. El caballo seguía corriendo. No podía girar el tronco ni apartar la cabeza, para escaparse del aliento que soplaba sobre él desde arriba… Un velloso pecho humano se arrimaba sobre él, cabellos que se deslizaban encima como nubes, como telarañas, brazos humanos hacia los cuales cabalgaba. Entonces, una protuberancia, columnitas carnosas, tersas y resbaladizas, frías como la piel de una salamandra. Había movimientos elásticos; con un impulso hacia aquí y hacia allá, descendió más sobre él. Y fue deslizándose debajo de los brazos siempre nuevos, respiraba con dificultad, jadeaba. Un ciempiés bajo cuya panza avanzaba. Tuvo que encorvarse más sobre el inquieto y ondulante lomo del caballo. Un suave agitar de ese vientre le cortó la respiración, unas bolsas hinchadas, llenas de aire, se sacudían constantemente; el conocimiento lo abandonaba por segundos. Su garganta trató de emitir un «eh, eh», sus oídos pugnaban por escuchar algún sonido. La cola del monstruo golpeó de arriba abajo, dio una vuelta baja, como un látigo, le rozó primero las plantas de los pies y luego, con un estremecimiento eléctrico, se aproximó al corazón para picarlo; después, finos aguijones contra las narices, para matar profundo, profundo hasta el cerebro. Entonces se dirigió contra el ombligo, desde el frente, giraba como un taladro, hacia el vientre, el cuerpo, la espalda. Y de golpe retumbó una tubería de órgano completa, con un estruendo sin sentido y terrible desde la profundidad hasta la altura, se detuvo en un penetrante silbido que soltaba y callaba, gruñendo como un perro que, atado de las patas a una estaca, se contrae convulsivamente, se estira, se contrae, se estira y muerde, muerde… Despertó con un chillido ronco. Lentamente, se quitó la mano de los ojos; escudriñó la palma, como si un vestigio del sueño se le hubiese podido pegar, y ge la frotó en la rodilla.
Este sueño, esta síntesis de la fascinación y amenaza que emanan de Wallenstein, intensifica el efecto de los decretos y los privilegios otorgados por el emperador al ciempiés y fundador del cartel. La cuenta es simple y conocida por todos los involucrados: «Si Habsburgo no forma un ejército, es probable que esté perdida, con todo y la Liga impotente. De ganar la Liga, por su parte, el emperador será aplastado por el bávaro dentro de pocos años».
Por lo tanto, se da un decreto imperial al recién designado duque de Friedland, nombrándolo adalid de toda la gente del imperio y de los Países Bajos. Bassewi y De Witte se encargan de arreglar las transacciones monetarias: por un préstamo de 900 mil florines renanos al 6%, compran esta ley de plenos poderes.
Lo que a continuación sucede y se desarrolla es solo el fruto de la gran acción financiera. Imaginada con amplios alcances, enredada en sus contradicciones y no obstante proyectada de manera consecuente dentro de la cabeza de Wallenstein. Los regimientos se integran pronto: «¡Tomen lo que haya!». «Cuando no se tiene halcón, hay que cazar con cuervos». Gente peligrosa, ávida de botín, se agrupa bajo las banderas de Wallenstein: las ciudades son extorsionadas para dar una caución con el fin de evitar la amenaza de su acuartelamiento. Un ejército cada vez mayor, cuya provisión de grano debe ser requisada por el entretanto indultado y recién ennoblecido aprendiz de carnicero Michna, inunda el país, comienza a alimentarse de la guerra, se moviliza —al principio una banda abigarrada y mal armada— hasta constituir la perfecta máquina de guerra. Salen las cuentas de Wallenstein.
No hay oportunidad, en el presente contexto, para contemplar los detalles en el fresco de Döblin. Si bien el libro se intitula Wallenstein, Maximiliano y la Liga, el cruzado puritano Gustav Adolf, las intrigas sajonas y del electorado palatino, así como las francesas y las bohemias del Conde Slawata, ocupan un espacio considerable. Y una y otra vez Fernando, del que se dice que confía en Wallenstein como una mujer en su marido. Un emperador ciegamente arrebatado, a merced de otro hombre, cuyo plan de humillar a este, al dueño del poder, a este que es la voluntad encarnada, se afianza más al crecer su sometimiento.
El proyecto épico de Döblin —pues no es posible calificar a Wallenstein como una novela redonda y bien equilibrada— termina con una escena que da la espalda a todos los hechos históricos y ya no tiene en cuenta el montón de documentos. Enviado al reino de la fábula, el emperador huye. Se retira de la corte, del imperio, del poder terreno. Al final lo vemos vagar con merodeadores, una figura anónima e igualada, balbuciente, loco ya, alejado de su responsabilidad. Mientras que el asesinato de Wallenstein aún es puesto en escena con base en los datos tomados de las secreciones preformadas de la historia, a pesar de lo cual no se desarrolla en forma paralela al escenario de Schiller —pues no muere el traidor sino el acreedor con el que están endeudados el emperador y el imperio—, Fernando, el emperador fugitivo, es asesinado por un duende del bosque, por una especie de gnomo. El gozo y el arrobamiento impulsan el arma. Del emperador no queda nada. En el regocijo desmaterializado y la irrealidad desprovista de vínculos con la historia, desemboca un libro que tuvo una relación difícil con las narraciones documentales y el lento rodar de la rocalla de los datos. Fernando busca y encuentra la inmovilidad; se desintegra.
No obstante, este capítulo, tan visionario como el desencadenamiento de todo el conjunto de sucesos complejos, o sea, la travesía de la flota sueca, ya tiende el puente de conexión con el siguiente borrador épico de Alfred Döblin: Ferdinands Tod [La muerte de Fernando] es, por una parte, conclusión de la epopeya del Wallenstein y, por otra, comienzo de la novela utópica de aventuras Berge, Meere und Giganten. En sus anotaciones sobre este libro, Döblin escribe: «Cuando al finalizar la guerra traje el Wallenstein a casa desde Alsacia y la Lorena, sin capítulo final, busqué a tientas dentro de mí una forma de determinarlo. Lo mejor, pensaba a veces, sería no hacerlo. Entonces, me conmovió profundamente el aspecto de los troncos negros de unos árboles sobre la calle, a principios de 1919 en Berlín. Entre esos debe quedar, pensé, el emperador Fernando».
Valdría la pena investigar en qué medida y con cuánta frecuencia influyó la imagen de unos troncos de árboles, de sus cortezas lisas y secas o negras, húmedas y sudorosas, entre los que algo se lleva a cabo, en la obra de Döblin, o hasta qué grado tuvo el autor conocimiento de esta fijación. Recordaremos: en el parque del balneario, el doctor del ejército ve navegar entre los árboles a la flota sueca; recordaremos: Wallenstein se reúne por primera vez con el emperador Fernando y provoca un sueño; entre árboles cabalga el emperador sobre el suelo cubierto de musgo, debajo del velloso vientre, agitado por la respiración, de un ciempiés; escuchamos: un duende del bosque mata al emperador a puñaladas. «Llovía. Las gotas salpicaban. Fernando estaba tendido sobre dos ramas muy altas. El agua menuda y fresca fluía sobre sus ojos claros. El gnomo había bajado unas ramitas, cuyas hojas lo protegían. Mecía el cuerpo sobre las ramas grandes y gruñía, frunciendo el entrecejo».
En Alexanderplatz, el séptimo libro también termina en el bosque, que una vez más es testigo de un asesinato. Reinhold estrangula a la Mieze de Biberkopf. Después del hecho, una tormenta convulsiona el bosque. La naturaleza participa. No obstante, mientras la novela Wallenstein conduce al emperador, en su huida del mundo, a un bosque mítico sin lugar determinado, en Alexanderplatz se mata en el Freienwald, cerca de Berlín, o sea, en un sitio preciso, como con la ayuda de un posterior informe policiaco.
Me seduce la idea de buscar este motivo del bosque, estos troncos mojados y sudorosos, en Berge, Meere und Giganten. La magna escena después de la guerra de los Urales: Marduk, el prefecto de la Marca de Brandemburgo, se retracta de la investigación, de la técnica y del progreso. Como él mismo es investigador, prende a la élite científica del país para llevarla a un bosque experimental que ha sembrado; y este bosque comienza a crecer. Los troncos se hinchan, segregan jugos pegajosos, privan a los científicos de espacio, aire y aliento, los absorben y convierten en árboles, que asimismo se amalgaman, tronco con tronco, hasta que, finalmente, una masa de vegetación tropical asimila al espíritu humano, el impulso a la investigación y su voluntad destructora.
Entre la muerte en el bosque mítico de Bohemia y el asesinato de Mieze en el Freienwald cerca de Berlín, Döblin concibió este utópico asesinato masivo en un bosque utópico; y ninguno se reprodujo con mayor realismo fuera del libro para mí, el lector, que la creación sintética del investigador Marduk, el cual, al querer poner fin a toda la ciencia, cuando él mismo era un pensador destructivo, encerró el razonamiento en la vegetación, como causa de todo cataclismo; solo su pensamiento quedó afuera y pudo continuar.
Sin embargo, antes de embarcarme en aventuras utópicas con ustedes, antes de perderme en Berge, Meere und Giganten y hablar en favor de los velos de turmalina y el deshielo de Groenlandia, antes, pues, de ponerse bestialmente en movimiento los bosques que proliferaron después del deshielo y que ahora están invadiendo Europa,
… en el límite occidental de Hamburgo, en la costa del mar, el acercamiento de los monstruos desvastó secciones enteras de la ciudad. Las fuertes medidas de prevención tomadas por el Senado no sirvieron en absoluto y solo aceleraron el fin de la población. Los llameantes tiros y rayos desgarraban a los animales, pero las partes de estos, arrojando líquidos, seguían arrastrándose, se llevaban a otros seres ensartados por las calles y los edificios. Aparecían las desfiguraciones más horripilantes. Arboles calcinados de cuyas copas sobresalían largos cabellos humanos, sobrepuestos por cabezas humanas, terribles caras muertas, del tamaño de casas, de hombres y mujeres. Las aletas caudales de un animal marino, al caer a un pueblo delante de la ciudad, acumularon a su alrededor montones de material muerto, rastrillos, carros, arados, tablas. Campos de papas, perros que corrían, seres humanos, atrapados por la masa al avanzar, brotar, exhalar vapores. Bullía como un pastel, se hinchaba, reptaba sobre el llano sembrado, rodaba despacio hacia el frente, asolador, como una masa de lava. Y por todas partes brotaban de la plasta rezumante, redondeada, troncos, hojas hasta la altura de un piso.
Antes de que deje que el bosque experimental de Marduk destruya los paisajes urbanos y llegue a sus límites máximos de crecimiento —y no dije ni una sola palabra sobre las selvas de la novela ubicada en el Amazonas, ni una sola palabra sobre la función de juez desempeñada por el bosque en el temprano cuento expresionista sobre los dientes de león—, antes de que rastree este tema hasta el final del relato sobre su vida —Döblin se despide como un manzano—, quiero pasar a la última fase de mi reverencia ante el maestro: quien se mete con él y sus bosques míticos, reales y utópicos corre al final el peligro de pasar por alto la salida de entre tantos árboles mojados, sudorosos y proliferantes, de perder al autor entre libros y teorías que buscan anularse y contradecirse mutuamente.
No obstante, esto era lo que Döblin quería: refugiarse detrás de sus libros. En 1928 contestó de la siguiente manera a la pregunta de un periódico: «Como médico, solo conozco de lejos al escritor con mi nombre». Un esbozo autobiográfico nos revela que nació en Stettin en el año 1878. Y también: «Carrera de medicina, doctor en un manicomio por varios años, luego cambio a la medicina interna, ahora consultas como especialista en el este de Berlín».
Palabras sucintas acompañan la búsqueda del autor. ¿Hasta qué punto influyó en él su padre, un sastre de Stettin, que a los 40 años dejó plantada a su mujer, con cinco hijos, y se largó por vía marítima? Al reflexionar sobre los motivos que pudo tener, Döblin produjo diversas variaciones de la historia de su padre prófugo, caracterizadas por la burla mordaz; no obstante, desfogó sus propios deseos de viajar, el ansia de escapar, con mapas y en archivos. La severidad prusiana lo ató a Berlín Oriental. Por mucho que una excursión a Leipzig lo incitara, en abril de 1923, a intentar la pequeña evasión, el deber lo llamaba y nos legó solo un suspiro: «Ah, qué bien les va en Leipzig. Debo volver con Ziethen y Scharnhorst».
Un hombre resignado: encontrará la técnica con Siemens y Borsig; el mito de las turbinas será concebido mediante sus manifiestos caseros. ¿Una especie de creador del mundo con domicilio permanente? ¿Un nuevo Jean Paul entre ficheros?
Aún anda en busca del autor; sigue siendo menudo, nervioso, impulsivo y miope y es, al mismo tiempo, un hombre de la política diaria que no teme intervenir de manera directa. Militante del USPD desde 1921; después, del SPD. Su corte prusiano le permite, por un lado, participar con paciencia en las menudencias del partido y después abandonarlo, por otro, cuando los socialdemócratas también aprueban la «Ley de Basura y Porquerías», sin que sienta la necesidad de proclamar inmediatamente el hecho de haberse vuelto más radical, quemado las naves o experimentado una gran desilusión. Döblin se atrevía a vivir con sus contradicciones. El baile de moda del distanciamiento personal, practicado asiduamente hasta la fecha, no correspondía a su forma de moverse. En un sinnúmero de ensayos habló en favor de la democracia social. Si bien admiraba en los escritos de Marx su «clara visión histórica y económica de la realidad», el marxismo del siglo XX era para él la doctrina de un rígido centralismo, el sistema de la fe absoluta en la economía y el militarismo. El médico del seguro en Berlín Oriental declaró no pertenecer a una nación alemana ni judía; su nación era la de los niños y la locura.
¿Filántropo y soñador? ¿Un chiflado productivo? ¿Militante socialdemócrata que en su poema épico Manas celebra a una India mística? ¿Qué más fue? Un verboso detractor del arte y miembro de la Academia Prusiana de las Artes; un judío emancipado y católico kierkegaardiano; un sedentario berlinés e inquieto viajero cartográfico, hasta que junto con Hitler asumieron el poder los Kolbenheyer y Grimm, hasta que fue desterrado y la emigración supo ponerlo en movimiento, contra su voluntad.
Como oficial francés regresa a casa, con su última novela, y no encuentra editor en la República Federal. No es sino hasta 1956 que la novela sobre Hamlet se publica en la RDA, con Rütten & Loening. ¿Cómo va el prosaico dicho sobre la tierra de los poetas y los pensadores? Olvidado en tiempo de vida. Döblin no era oportuno. No fue bien recibido. Para la izquierda progresista resultaba demasiado católico; para los católicos, demasiado anarquista; negó tesis sólidas a los moralistas; era muy poco elegante para el horario nocturno de la radio, y las transmisiones escolares lo consideraban demasiado vulgar; ni Wallenstein ni la novela Giganten se dejaban consumir; y el emigrante Döblin osó volver en 1946 a una Alemania que al poco tiempo habría de venderse al consumismo. Hasta ahí la situación del mercado: el valor Döblin no se cotizaba ni se cotiza. En uno de sus sucesores y discípulos recayó un poco de la herencia, en forma de fama, y hoy he tratado de pagarla, aunque sea con morralla.
Al restringirme a la única banda futurista de producción dentro del sistema de trabajo de Döblin, con sus múltiples madejas y productivo hasta el final; al tratar de dirigir nuestra atención sobre la novela Wallenstein, como testimonio de una técnica futurista dentro del género; o sea, al pasar por alto al Döblin de los ensayos políticos y católico; al poner de relieve, dentro del complejo llamado Wallenstein, solo el análisis del general como gran banquero, esta referencia, diez años después de la muerte de mi maestro, en todo caso contribuirá a despertar la curiosidad de mis lectores, a seducirlos con Döblin para que este sea leído. Los inquietará; agobiará sus sueños; será un trago difícil, de sabor desagradable; es duro de digerir, indigesto. Cambiará a su lector. Queda prevenido contra Döblin todo el que se baste a sí mismo.
1967