El Gran Mahlke estaba sentado como siempre a la sombra de la bitácora. El sol le daba sólo en las rodillas. Ya debía de haber bajado una vez. Los restos de una obertura subían haciendo gárgaras, flotaban en un viento poco propicio y me venían al encuentro juntamente con el chapalear de las olas.

Así era él: bajaba a su bohardilla, daba cuerda a la caja, ponía un disco, volvía a subir con la raya central chorreando, se acurrucaba a la sombra y escuchaba su música, en tanto que, con sus chillidos, las gaviotas confirmaban arriba del bote la creencia en la transmigración de las almas.

No, antes de que sea demasiado tarde quiero tumbarme una vez más de espaldas y contemplar las grandes nubes que cual enormes sacos de patatas venían siempre y en procesión regular del Putziger Wiek, pasaban arriba de nuestro bote y seguían en dirección sudeste, proporcionando cambios de luz y un fresco a largo de nube.

Nunca más -o sólo en aquella exposición que con mi ayuda el Padre Albán organizó hace un par de años en la sala de nuestro establecimiento: "Nuestros niños pintan el verano"- he vuelto a ver unas nubes tan bonitas, tan blancas y tan parecidas a sacos de patatas. Y por ello quiero preguntarme una vez más, antes de que la herrumbre abollada del bote se materialice: ¿Por qué yo? ¿Por qué no Schilling o Hotten Sonntag?

También hubiera podido mandar al bote a los de tercero o a Hotten Sonntag con Tula. O incluso hubiéramos podido ir todos juntos, con Tula entre nosotros, sobre todo por cuanto los de tercero, y en particular uno que debía estar emparentando con ella -ya que todos le llamaban el primo de Tula-, estaban locos por aquellos huesos. Pero es el caso que yo nadé solo, dejé que Schilling cuidara que nadie me siguiera, y nadé sin apresurarme. Yo, Pilenz -¿qué tiene que ver con ello mi nombre de pila?-, antiguo monaguillo que quería ser Dios sabe qué y soy ahora secretario de un establecimiento de asistencia, no puedo desprenderme del hechizo; leo a Bloy, los gnósticos, Boll, Friedrich Heer, e impresionado a menudo por las Confesiones del buen viejo Agustín, discuto durante noches enteras ante una taza de té demasiado negro la sangre de Jesucristo, la Trinidad y el sacramento de la Gracia con el Padre Albán, franciscano inteligente y creyente a medias, y le hablo de Mahlke y de la Virgen de Mahlke, de la ternilla de Mahlke y de la tía de éste, de la raya de Mahlke, de su agua azucarada, del gramófono, la blanca lechuza y el destornillador, de las borlas de lana, los botones fosforescentes y el gato y el ratón y mea culpa y de cómo el Gran Mahlke estaba sentado en el bote, y yo, sin apresurarme, fui nadando hacia él, unos ratos de pecho, otros de espalda, porque sólo yo era lo bastante amigo suyo, si es que con Mahlke se podía ser amigo, o me esforzaba en todo caso por serlo.

Pero, ¿por qué decir que me esforzaba, si lo cierto es que iba a su lado y al de sus atributos cambiantes del modo más natural y sin el menor esfuerzo? Si Mahlke me hubiera dicho en alguna ocasión: "Haz esto o aquello", no cabe duda de que lo hubiera hecho y aun más. Pero lo cierto es que Mahlke nunca dijo nada y aceptaba simplemente, sin palabra o signo alguno, que yo lo siguiera y fuera a buscarlo a la Osterzeile, no obstante el rodeo que eso representaba para mí, por el solo privilegio de poder ir a la escuela a su lado.

Y cuando él introdujo la moda de las borlas, yo fui el primero en seguirla y en ponérmelas en el cuello. Lo mismo que también llevé por algún tiempo, aunque sólo dentro de casa, un destornillador colgando de una cordonera.

Y si seguí luego prestando mis servicios de monaguillo al reverendo Gusewski, pese a que a partir del tercer año la fe y los demás supuestos ya se me hubieran ido, no fue sino para poder contemplar durante la comunión la garganta de Mahlke.

Y cuando después de las vacaciones de Pascua del cuarenta y dos -en el Mar de Coral tenían lugar en aquel entonces batallas navales con portaaviones- el Gran Mahlke se afeitó por primera vez, yo empecé también, dos días después, a raparme la barbilla, por más que no me asomara a la cara el menor vello.

Y si después de la conferencia del comandante de submarino, Mahlke me hubiera dicho: "Pilenz, ve y escamotéale aquello con la cinta", yo habría cogido del gancho la medalla y la cinta rojo-blanco-negra y te la hubiera guardado. Pero Mahlke cuidaba de sus asuntos por sí mismo, estaba acurrucado sobre el puente a la sombra y escuchaba los restos torturados de su música subacuática: Cavalleria rusticana -arriba gaviotas; el mar ora liso, ora rizado, ora agitado por breves olas; dos gruesos barcos en la rada; sombras de nubes; hacia Putzig una formación de botes ligeros: seis estelas, y entre ellas algunos barcos pesqueros- ya el bote hace gárgaras, nado lentamente de pecho, miro a otra parte, miro adelante, miro más allá, entre los restos de los ventiladores - ¿cuántos eran exactamente?-, y antes de que mis manos se agarren a la herrumbre, te veo a ti, tal como te he estado viendo por espacio de quince años por lo menos: ¡a ti!; nado, me agarro de la herrumbre, y te veo a ti: el Gran Mahlke está acurrucado inmóvil a la sombra, el disco del sótano se atasca y va repitiendo el mismo pasaje, del que se ha enamorado, hasta que se le acaba la cuerda; las gaviotas se alejan, y tú llevas colgando del cuello el objeto con la cinta.

Se veía cómico, porque aparte de ello no llevaba puesto nada más. Estaba acurrucado, desnudo, en los huesos, bien tostado del sol, en la sombra. Sólo tenía iluminadas las rodillas. Su largo miembro semidespierto y los testículos aplanados sobre la herrumbre.

Las corvas le apretaban las manos. Su pelo, en mechones sobre las orejas, aunque partido siempre por el centro, no obstante el buceo. La cara; una expresión de redentor; y debajo, por toda prenda, la gran golosina, la enorme golosina, inmóvil, tres dedos abajo de la clavícula.

Por vez primera, la nuez, que según sigo suponiendo -y no obstante que él tuviera motores de repuesto- era al propio tiempo motor y freno de Mahlke, había hallado su contrapeso exacto. Dormía tranquilamente bajo la piel, y por cierto tiempo no tuvo necesidad de agitarse, porque aquello que la calmaba y la cruzaba armoniosamente tenía su historia, habiendo sido dibujado en 1813, época en que se cambiaba oro por hierro, por el buen viejo Schinkel, que sabía cómo atraer el ojo con un sentido clásico de la forma; pequeñas modificaciones de 1870 a 1871, pequeños retoques de 1914 a 1918, y ahora también.

Sin embargo, no tenía nada que ver con aquel Pour le mérite derivado de la Cruz de Malta, pese a que el engendro de Schinkel pasara por vez primera del pecho al cuello y preconizara la simetría como credo.

-¡Hola, Pilenz! ¿Qué te parece? Buena pieza, ¿no? -¡Fantástica! Deja que la toque. -Bien ganada, ¿eh?

-En seguida pensé que eras tú quien la había escamoteádo.

-¿Cómo que escamoteado? Si me fue conferida ayer mismo porque del convoy de la ruta de Murmansk hundí cinco barrigudos y además un crucero de la clase Southampton...

Nos entregamos a aquel juego de sandeces, esforzándonos por hacer mutuamente gala de buen humor; bramamos todas las estrofas de la canción "Vamos contra Inglaterra" e inventamos otras nuevas, conforme a cuya letra, sin embargo, no eran buques tanques ni transportes de tropas lo que en ellas resultaba perforado por el centro, sino determinadas muchachas y maestras de la Escuela Superior Gudrún; sirviéndonos del hueco de las manos como altavoz, gangueamos comunicados oficiales con cifras de hundimientos en parte fantásticas y en parte obscenas, y con los puños y los talones golpeábamos a manera de tambor la cubierta del puente.

Y el bote retumbaba, traqueteaba, saltaban excrementos secos, volvían las gaviotas, botes ligeros entraban, deslizábanse en el cielo sobre nuestras cabezas bellas nubes blancas, ligeras como penachos de humo en el horizonte; un ir y venir, felicidad, centelleo; ni un solo pez fuera del agua, el tiempo propicio; y había que verlo saltar; pero no por lo de la garganta, sino porque se sentía lleno de vida y, por vez primera, un poco alocado, sin cara de redentor; se quitó la cosa del cuello, se sujetó los extremos de la cinta en los huesos de la cadera, mientras con las piernas y los hombros y la cabeza ladeada imitaba en forma asaz cómica, haciendo remilgos y no sin gracia, a una muchacha, aunque a ninguna en particular, dejó que la gran golosina metálica le bamboleara delante de los testículos y del miembro, atributos que, sin embargo, la orden apenas alcanzaba a ocultar en un tercio.

De paso -y mientras tu número de circo empezaba ya a atacarme los nervios- le pregunté si se proponía quedarse con la cosa, insinuando que lo mejor sería sin duda estibarla en su bodega, bajo el puente, entre la blanca lechuza, el gramófono y Pilsudski.

Pero el Gran Mahlke tenía otros planes, y los llevó adelante. Porque si Mahlke hubiera estibado la cosa bajo cubierta, o mejor, si yo no hubiera sido amigo de Mahlke, o mejor todavía, si las dos cosas a la vez, esto es: aquella cosa segura en la cabina de radio y yo sólo ligado a Mahlke superficialmente, por curiosidad o porque íbamos a la misma clase, yo no tendría ahora que escribir ni que decirle al Padre Albán : "¿Fue culpa mía que después Mahlke...?" Pero es el caso que escribo porque tengo que descargar mi conciencia.

Resulta agradable, sin duda, efectuar ejercicios sobre el blanco papel; pero, ¿de qué me sirven las nubes blancas, la brisa, los botes ligeros entrando puntualmente y una bandada de gaviotas actuando a manera de coro griego? ¿De qué me sirve toda la magia con la gramática? Aunque lo escribiera todo con minúsculas y sin puntuación, no tendría más remedio que decir: Mahlke no estibó aquella cosa en la cabina de radio del antiguo dragaminas polaco Rybitwa, no colgó el aparato entre el Mariscal Pilsudski y la Virgen Morena, ni arriba del gramófono moribundo y de la blanca lechuza en descomposición, sino que, con la golosina colgándole del cuello y mientras yo contaba las gaviotas, se limitó a hacer otra breve visita abajo de apenas media hora, se regodeó con la elegante orden ante su Virgen -de eso estoy seguro-, la volvió a subir a la luz a través de la escotilla de proa, se metió provisto de su collar en el taparrabo, nadó conmigo a un ritmo moderado de regreso al establecimiento de baños y, con el pedazo de hierro en la mano cerrada, se lo llevó, ocultándolo a los ojos de Schilling, Hotten Sonntag, Tula Pokriefke y los de tercero, a su caseta de la sección para caballeros.

Sólo a medias y de mala gana informé a Tula y a su séquito; desaparecí luego a mi vez en la caseta, me vestí rápidamente, y alcancé todavía a Mahlke en la parada de la línea 9.

Durante todo el trayecto traté de convencerlo de que, si había decidido hacerlo así, devolviera en todo caso la orden personalmente al teniente comandante, cuya dirección no había de resultar difícil de averiguar. Creo que no me escuchaba.

Ibamos de pie y apretujados en la última plataforma del tranvía. A nuestro alrededor el apiñamiento de un mediodía de domingo. Entre parada y parada abría él la mano, entre su camisa y la mía, y ambos mirábamos hacia abajo, hacia el severo metal oscuro y la cinta, mojada todavía y ajada. A la altura de la Hacienda de Saspe, Mahlke levantó provisionalmente la orden, pero sin colgársela, hasta delante del nudo de su corbatín, y trató de servirse de los cristales de la plataforma como espejo.

Durante la parada en espera del tranvía contrario miré por encima de una de sus orejas, del cementerio en ruinas de Saspe y de los pinos encorvados de la playa, en dirección del aeródromo, y tuve suerte: un grueso trimotor Ju 52 que aterrizaba pesadamente en aquel instante vino en mi ayuda.

Es probable, sin embargo, que la multitud dominguera del tranvía tampoco tuviera tiempo para fijarse en las exhibiciones del Gran Mahlke, ya que por encima de los bancos y de los líos de ropa había que luchar a gritos con niños de pecho a los que la fatiga de la playa hacía más pesados.

Sus llantos y berridos, estallando, calmándose, subiendo, bajando y pasando gradualmente al sueño, resonaban de la plataforma delantera a la de atrás y viceversa, sin hablar de los olores, capaces de agriar cualquier leche. Bajamos en la terminal del Brunshoferweg, y Mahlke dijo por encima del hombro que se proponía ir a interrumpir la siesta del director del Instituto, Dr. Waldemar Klohse; que quería ir solo y que tampoco tenía objeto el que yo lo esperara.

Klohse vivía -como era bien sabido- en la avenida de Baumbach. Lo acompañé todavía a lo largo del túnel embaldosado bajo el terraplén, y dejé luego que el Gran Mahlke se fuera solo: no parecía tener la menor prisa y caminaba más bien en un zigzag de ángulos obtusos.

Tenía cogidos los extremos de la cinta con el pulgar y el índice de la mano izquierda, y la cruz giraba en el aire y lo guiaba a manera de hélice propulsora hacia la avenida de Baumbach. ¡Funesto plan, funesto cumplimiento! Si al menos hubieras lanzado la cosa a lo alto de los tilos no habrían faltado allí, en aquel barrio residencial lleno de árboles frondosos, urracas bastantes para habérsela llevado a su escondrijo, junto a la cucharita de plata, el anillo y el broche, el montón de las baratijas.

El lunes, Mahlke no vino a la escuela. En la clase empezábase a rumorear. El profesor Brunies daba alemán. Chupaba como siempre las tabletas de Cebión que habría debido repartir entre los alumnos.

Tenía abierto ante sí a Eichendorff. Sus vetustas palabras nos llegaban desde la cátedra endulzadas y pegajosas. Primero unas páginas del Tunante, luego El rodezno, El anillito,

El juglar

- Partieron dos alegres viandantes

- Si hay un cervato al que prefieras

- Dormita un canto en cada cosa

- Viene una brisa azul y tibia.

De Mahlke, ni palabra.

Apenas el martes vino el director Klohse con su carpeta gris, se colocó al lado del profesor Erdmann -que se frotaba las manos sin saber dónde ponerlas-, y por encima de nuestras cabezas resonó Klohse con aliento mentolado: se había producido algo inaudito y, lo que era peor, en tiempos cruciales, en los que todos debemos estar unidos.

El estudiante en cuestión -así dijo Klohse, sin mencionar nombre alguno- había sido expulsado del establecimiento. Sin embargo, se había desistido de dar parte a otras autoridades, como por ejemplo la dirección regional del Partido. Se encarecía, pues, a todos los alumnos que guardaran un silencio viril y que, fieles al espíritu de la escuela, trataran de compensar con la suya una conducta indigna.

Así lo deseaba un antiguo alumno, el teniente de marina, comandante de submarino, condecorado con la etcétera, etcétera...

Así nos dejó Mahlke, que fue transferido -durante la guerra apenas se expulsó definitivamente a nadie del Instituto- a la Escuela Superior Horst Wessel, en donde tampoco se hizo mucho ruido a propósito del incidente.

La Escuela Superior Horst Wessel se llamaba antes de la guerra Instituto Técnico Kronprinz Wilhelm y olía tanto a rancio como la nuestra.

El edificio, construido en 1912, creo, y que sólo exteriormente se veía más simpático que nuestra caja de ladrillo, estaba situado al sur del suburbio, al pie del bosque de Jaschkental, de modo que al reanudarse las clases en el otoño el camino de Mahlke para ir a la escuela y el mío no coincidían en ningún punto.

Pero tampoco durante las vacaciones de verano se oyó nada de él - un verano sin Mahlke-, porque, al parecer, se había inscrito en un campamento de habilitación para la defensa, en donde se le ofrecía la posibilidad de un entrenamiento premilitar como operador de radiotelegrafía.

No exhibió su piel tostada ni en Brosen ni en los baños de Glettkau. Como no tenía objeto buscarlo en la capilla de Santa María, el reverendo Gusewski hubo de quedarse durante todo el tiempo de las vacaciones sin uno de sus más asiduos monaguillos, ya que el monaguillo Pilenz se decía para sí: sin Mahlke, no hay misa.

Los que quedábamos seguíamos yendo de vez en cuando al bote, pero sin entusiasmo. Hotten Sonntag trató en vano de hallar el acceso a la cabina de radio.

También entre los de cuarto se hablaba de la bohardilla fantástica y extravagantemente equipada en el interior de las estructuras del puente.

Un tipo con los ojos muy juntos, al que los muchachos llamaban con aire sumiso Stortebeker, buceaba infatigablemente.

El primo de Tula Pokriefke, un pequeñajo de lo más esquelético, vino una o dos veces al bote, pero no buceó nunca.

De pensamiento o de palabra, traté de trabar conversación con él acerca de Tula, porque Tula me gustaba. Pero también a él lo había enredado con su lana deshilachada y su indisoluble olor a cola de carpintero, lo mismo que -¿con qué sería? -a mí. -Váyase a freír espárragos -me dijo (o habría podido decirme) el primo.

Tula no venía al bote, sino que permanecía en los baños, pero había terminado definitivamente con Hotten Sonntag. Cierto que en dos ocasiones fui con ella al cine, lo cual no me sirvió de nada, porque ella iba al cine con cualquiera. Decían que se había enamorado de aquel Stortebeker, aunque en vano, porque éste estaba enamorado a su vez de nuestro bote y buscaba obstinadamente el acceso a la bohardilla de Mahlke.

A punto de terminarse las vacaciones rumoreóse mucho que sus esfuerzos se habían visto coronados por el éxito. Lo cierto es que nadie tenía pruebas, ya que no subió ningún disco enmohecido ni pluma alguna de la blanca lechuza.

No obstante lo cual, los rumores persistieron. Y cuando cosa de dos años y medio después fue detenida aquella banda juvenil tan misteriosa que se decía capitaneada por Stortebeker, parece ser que en el curso del proceso se habló reiteradamente de nuestro bote y del escondrijo en el interior de las estructuras del puente. Pero para entonces yo estaba ya en el ejército y sólo me enteré a medias, porque hasta el final, y mientras el correo colaboró, el reverendo Gusewski no dejó de escribirme cartas, mitad de padre espiritual, mitad de amigo.

Y en una de las últimas cartas de enero del cuarenta y cinco, cuando ya las fuerzas rusas se acercaban a Elbing, decía algo acerca de un asalto escandaloso que la banda en cuestión, llamada de los Curtidores, se había permitido contra la iglesia del Sagrado Corazón, en la que oficiaba el reverendo Wiehnke.

Al muchacho Stortebeker se lo mencionaba en la carta por su verdadero apellido, y creo asimismo haber leído algo a propósito de un niño de tres años, al que la banda cuidaba a manera de talismán o de mascota. A veces dudo de si en la última o la penúltima carta de Gusewski -el bulto se me perdió juntamente con mi diario en Cottbus- se hablaba o no también de aquel bote que a principios de las vacaciones de verano del cuarenta y dos pudo celebrar su día cumbre, por más que fuera luego perdiendo brillo durante las mismas; porque hasta el presente dicho verano se me antoja insípido, ya que Mahlke no estaba (¿podía haber verano sin Mahlke?) Y no es que nos desesperáramos por el hecho de no tenerlo más.

Al revés, yo mismo me sentía feliz por haberme desprendido de él, por no tener que ir tras él continuamente. Pero, ¿por qué sería que apenas reanudadas las clases me presenté ante el reverendo Gusewski para ofrecerle de nuevo mis servicios de monaguillo?

Detrás de sus lentes, los ojos del reverendo se llenaron de arrugas de satisfacción, pero en el acto se desarrugaron, detrás de los mismos lentes, y la cara se le estiró cuando, como sin darle importancia y al cepillarle la sotana - estábamos sentados en la sacristía-, le pregunté por Joaquín Mahlke.

Con voz sosegada y llevándose una mano a los lentes, declaró: -Por supuesto, sigue siendo uno de nuestros feligreses más asiduos y no falta a misa un solo domingo; sin embargo, ha estado durante cuatro semanas en uno de esos campamentos llamados de habilitación para la defensa; de todos modos, no quisiera tener que pensar que sea Mahlke la única causa de que desee usted volver a servir ante el altar.

Dígame la verdad, Pilenz.

Dábase el caso que apenas dos semanas antes habíamos recibido en casa la noticia de que mi hermano Klaus había caído con el grado de suboficial en el sector del Kuban, así que fue su muerte la que indiqué como motivo de la reanudación de mis servicios ante el altar. El reverendo Gusewski pareció creerme, o se esforzó por creernos a mí y a mi devoción renovada.

Así como no puedo recordar los detalles de la cara de Hotten Sonntag o la de Winter, recuerdo perfectamente, en cambio, que el reverendo Gusewski tenía un pelo crespo espeso, negro y con raras canas; la caspa le orlaba constantemente el cuello de la sotana.

Impecablemente afeitado, su tonsura emitía un reflejo azulado. Determinaban su olor una combinación de aceite de abedul y de jabón Palmolive. A veces fumaba cigarrillos turcos en una boquilla de ámbar de talla complicada. Pasaba por progresista, y en la sacristía solía jugar pingpong con los monaguillos y también con los muchachos que se preparaban para la primera comunión.

Toda su ropa blanca, el humeral y el alba, se la hacía almidonar exageradamente por una tal señora Tolkmit, o bien, cuando la anciana estaba enferma, por monaguillos aventajados, entre los que solía contarme yo mismo.

Con sus propias manos fijaba unas bolsitas de lavanda -con lo que al propio tiempo les confería peso- a todo manípulo, estola o casulla, lo mismo si yacían en cajones que si los tenía colgando en los armarios.

Cuando tendría yo aproximadamente trece años, me deslizó en una ocasión su fina mano lampiña espalda abajo, por debajo de la camisa, desde el cogote hasta la cintura de mi calzón de gimnasta, volviéndola luego a subir, porque el calzón no tenía tira elástica extensible y yo me lo ataba por delante con unos cordones cosidos al mismo. No atribuí mayor importancia al intento, sobre todo por cuanto el reverendo Gusewski, con su manera de ser amistosa y a ratos juvenil, contaba con mi simpatía.

Aún hoy lo recuerdo con cierto afecto irónico, de modo que ni una palabra más a propósito de inocentes manoseos ocasionales que, en definitiva, tampoco buscaban más que mi alma católica.

Total, un cura como tantos otros; mantenía a la disposición de su comunidad obrera, poco adicta por lo demás a la lectura, una biblioteca de libros seleccionados; no era excesivamente celoso, creía con ciertas restricciones -así por ejemplo a propósito de la Asunción de la Virgen- y daba a todas las palabras un mismo tono de serena unción, ya sea que hablara, trascendiendo lo corporal, de la sangre de Jesucristo, o del pingpong en la sacristía.

Lo que me pareció ridículo de su parte fue que ya a principios de los años cuarenta presentara una solicitud para cambiarse el apellido y que, apenas transcurrido un año, se llamara y se hiciera llamar Gusewing: reverendo Gusewing. Sin embargo, esta moda de germanizar los apellidos que sonaban a polaco y terminaban en ki o ke o a -como Formella- tuvo muchos adeptos en aquellos días; y así, un Lewandowski se convertía en Lengnisch; el señor Olczewski, nuestro carnicero, resultó ser el maestro carnicero Ohlwein, y los padres de Jürgen Kupka quisieron llamarse Kupkat en prusiano oriental, sólo que, váyase a saber por qué, su solicitud fue rechazada.

Es posible que conforme al modelo de aquel Saulo que se con virtió en Paulo, cierto Gusewski quisiera convertirse en Gusewing; pero sea como fuere, en este escrito el reverendo Gusewski sigue siendo Gusewski; porque tú, ¡oh Joaquín Mahlke!, no te hiciste cambiar el nombre.

El primer día que volví a ayudar en la misa temprana después de las vacaciones, volví a verlo. Lo encontré cambiado.

Acabadas las oraciones al pie del altar -Gusewski estaba del lado de la Epístola ocupado en el Introito- lo descubrí en el segundo banco, delante del altar de la Virgen. Pero sólo entre la lectura de la Epístola y el Gradual, y sobre todo durante la lectura del Evangelio, fue cuando tuve oportunidad de examinar su aspecto. Si bien su pelo seguía partido por el centro y había sido fijado con el agua de azúcar habitual, lo llevaba ahora en un largo de cerilla más largo.

Rígido y confiado, bajábale a manera de un tejado de dos vertientes por sobre las orejas: hubiera podido hacer de Cristo. Juntaba las manos libremente, o sea sin apoyar los codos, aproximadamente a la altura de la frente, dejando al descubierto por debajo del tejado de aquéllas la vista de un cuello que, desnudo e indefenso, lo mostraba todo; porque el cuello de la camisa lo llevaba doblado a la Schiller sobre la chaqueta: nada de corbatín, de borlas, de apéndices, destornillador o cualquier otra pieza de su abundante arsenal.

El único animal heráldico sobre campo libre era aquel inquieto ratón que él albergaba en lugar de nuez bajo la piel: aquel ratón que un día atrajera al gato y me tentara a mí a ponerle el gato en el cuello.

Esto aparte, podían verse en el trayecto entre la nuez y la barbilla algunos vestigios encostrados de cortes de navaja. Por poco hubiera llegado yo tarde con la campanilla para el Sanctus. En el banco de la comunión su actitud fue menos estudiada. Bajó las manos hasta más abajo de la clavícula, y le olía la boca como si en su interior estuviera hirviendo a fuego lento un pote con coles de Saboya.

Apenas hubo recibido la hostia, me llamó la atención otra novedad: el camino de retorno de la barandilla de la comunión a su lugar en la segunda hilera de los bancos, aquel camino silencioso que en otros tiempos Mahlke había seguido como los demás comulgantes sin ningún rodeo, lo interrumpió ahora y lo alargó, dirigiéndose primero lentamente y con paso zancudo hacia el centro del altar de la Virgen, en donde cayó de hinojos, escogiendo para ello no el piso de linóleo, sino una velluda alfombra que empezaba directamente ante las gradas del altar.

Levantó las manos juntas hasta la altura de los ojos, y luego al nivel de la raya, más arriba todavía, tendiéndolas ya en actitud suplicante hacia aquella gran figura de yeso de tamaño más que natural, la cual, sin niño y como Virgen de Vírgenes, se erguía sobre un cuarto de luna plateado, dejaba caer de las espaldas hasta los tobillos un manto azul de Prusia tachonado de estrellas, juntaba en su regazo aplanado unas manos de dedos alargados, y con unos ojos de vidrio ligeramente saltones miraba al techo de lo que en su día fuera gimnasio.

Cuando Mahlke volvió a levantarse, primero una rodilla y luego la otra, y volvió a juntar las manos por delante del cuello a la Schiller, la alfombra había impreso en sus rótulas un burdo dibujo encarnado.

También al reverendo Gusewski le habían llamado la atención algunos detalles de las nuevas maneras de Mahlke. No porque yo le preguntase nada, sino espontáneamente y oprimido, como si quisiera quitarse un peso de encima o compartirlo con otro, empezó a hablar del excesivo celo piadoso de Mahlke, del peligroso apego a las formas externas y de la preocupación que le tenía inquieto desde hacía ya algún tiempo.

El culto de Mahlke a la Virgen rayaba, decía, en idolatría pagana, fuera cual fuera la aflicción interior que lo llevara al pie del altar. Me esperaba frente a la salida de la sacristía. Poco faltó para que el susto me hiciera volverme atrás; pero ya él me había tomado del brazo, reía abiertamente y empezó a charlar.

Él, que antes fuera tan taciturno de por sí, hablaba ahora del tiempo, del veranillo de San Martín, del oro deshilándose en el aire. De pronto, bruscamente, pero sin bajar la voz y en el mismo tono de charla, empezó a contar:

-Me he presentado como voluntario.

Yo mismo me pregunto dónde tengo la cabeza. Ya sabes lo que pienso de todas esas bobadas: militarismo, jugar a la guerra, y esa exaltación de las virtudes bélicas. Adivina en qué arma.

Nada de eso. La Luftwaffe hace tiempo ya que no cuenta. No me hagas reír: ¡Paracaidista! Sólo te quedan los submarinos. ¡Exactamente! Esa es la única arma que brinda todavía posibilidades, por más que en una de esas cestas me habré de sentir como un niño y que, por mi parte, preferiría hacer algo útil, o incluso algo cómico.

Recordarás sin duda que en un tiempo quise ser payaso. Lo que no se le ocurre a un mocoso! Aunque no estoy seguro, después de todo, de que sea tan mal oficio. Y no creas, no me va tan mal. Sí, ya sabemos lo que es la escuela. ¡La de cosas que hicimos! ¿Te acuerdas?

Al principio me costaba trabajo acostumbrarme; creía que se trataba de una especie de enfermedad, y sin embargo todo es perfectamente normal. He conocido gente, o por lo menos la he visto, que las tiene mayores todavía, pero no se preocupan.

Todo empezó entonces con aquello del gato, ¿te acuerdas? Estábamos tendidos en la Plaza Henrich Ehler. Creo que se trataba de un juego de pelota. Yo dormía, o dormitaba, y el animal gris ¿o era negro? vio mi cuello y brincó, o fue que uno de vosotros, tal vez Schilling, muy propio de él, cogió al gato... Bueno, no hablemos más de ello. No, no he vuelto al bote.

¿Stortebeker? Sí, algo he oído. Que lo haga, que lo haga. Al fin que el bote no es mío, ¿no? Bueno, a ver qué día vienes por casa. No fue sino hasta el tercer domingo de Adviento, y después de que durante todo el año Mahlke hubo hecho de mí el más asiduo de los monaguillos, cuando me resolví a aceptar su invitación.

Hasta el Adviento tuve que servir solo, porque el reverendo Gusewski no lograba encontrar otro monaguillo. En realidad, yo me proponía visitar a Mahlke ya el primer domingo de Adviento y llevarle el cirio, pero la distribución se retrasó, con lo que no pudo colocarlo ante el altar de la Virgen hasta el segundo domingo. Cuando me dijo : "¿Puedes conseguirme alguno? Gusewski no los suelta", le dije: "Voy a ver". Y le procuré una de aquellas velas largas, pálidas como los retoños de las patatas, tan escasas durante la guerra, sino que por haber muerto mi hermano en campaña, nuestra familia tenía derecho al artículo racionado.

Y me fui a pie a la Oficina de Economía, obtuve el cupón después de haber presentado el acta de defunción, tomé luego el tranvía hasta Oliva, donde estaba la tienda que las distribuía, no las había en aquel momento, hice el viaje dos veces más, y no pude entregártela hasta el segundo Adviento; entonces te vi arrodillarte con el cirio ante el altar, tal como me lo esperaba.

En tanto que durante el Adviento Gusewski y yo vestíamos de morado, a ti el pescuezo se te salía del cuello blanco de la camisa, que el abrigo vuelto y arreglado del malogrado conductor de locomotora no alcanzaba a cubrir, sobre todo por cuanto tú -otra innovación- no llevabas ni bufanda ni imperdible. Y el segundo y tercer domingo de Adviento -día este último en que me había propuesto tomarle la palabra y visitarlo-, Mahlke se arrodilló, rígido y por mucho tiempo, sobre la burda alfombra.

Su mirada vidriosa, que no quería pestañear -o que pestañeaba así que estaba yo ocupado en el altar-, apuntaba por encima de la vela votiva al vientre de la Madre de Dios.

Con las dos manos pero sin que los pulgares cruzados le tocaran la frente, había formado ante ésta y sus pensamientos un techo puntiagudo. Y yo pensé: "Hoy sí voy. Voy y lo miro bien. A éste me lo escudriño yo a fondo.

Sí, a fondo. Porque ahí dentro hay algo. Además, me ha invitado". Por corta que fuera la Osterzeile, las casitas unifamiliares con sus emparrados vacíos junto a las fachadas burdamente revocadas y el plantado regular de los árboles a lo largo de las aceras, me desanimaban y fatigaban, pese a que nuestra Westerzeile olía y respiraba igual y marcaba las estaciones del año con los mismos liliputienses jardines frontales.

Y aún hoy, cuando salgo del establecimiento del Kolpinghaus, lo que ocurre raramente, para visitar a conocidos o amigos en Stockum o Lohnhausen entre el Puerto Aéreo y el Cementerio Norte, y paso por calles de nuevas colonias que se repiten de un número a otro y de un tilo al siguiente en forma análoga e igualmente fatigante y desalentadora, creo ir todavía a la casa de la madre y la tía de Mahlke, a tu casa, la del Gran Mahlke.

La campanilla está pegada a la puerta de una valla que, de tan baja, se dejaría salvar con sólo alzar un pie, y aun sin gran esfuerzo. Unos pocos pasos por el jardín del frente, invernal pero sin nieve, con sus rosales envueltos con costales para protegerlos del frío. Unos bancales sin plantas, decorados con conchas del Báltico, enteras unas y rotas otras. La rana de zarzal, de cerámica y del tamaño de un conejo sentado, sobre una losa irregular de mármol cuyos bordes están rodeados de tierra, la cual, desmoronada o encostrada, los recubre por lugares.

Y en el bancal de enfrente, del otro lado del estrecho sendero que junto con mis pensamientos me hace dar los pocos pasos que separan la puerta del jardín de las tres gradas de ladrillo cocido frente a la puerta de arco redondo embarnizada de ocre de la casita, se yergue al nivel de la rana de zarzal un palo casi vertical, del alto de un hombre que soporta una pajarera en forma de cabaña alpina: mientras traspongo entre bancal y bancal unos siete u ocho pasos, los gorriones siguen comiendo tranquilamente su alpiste.

Cabría suponer que la colonia ha de oler fresca, limpia, arenosa y conforme a la estación. Pues no. La Osterzeile, la Westerzeile y el Barenweg, es más, todo el Langfuhr y toda la Prusia Oriental, o más aun, toda Alemania, olía en aquellos años de guerra a cebolla, a cebolla cocida al vapor en margarina; pero no quiero precisar demasiado: olía a cebolla cocida, acabada de cortar, pese a que las cebollas fueran raras y difíciles de conseguir, y pese a que, en conexión con un discurso del Mariscal Goring, quien en la radio había dicho algo a propósito de la escasez de las cebollas, se hicieran acerca de éstas unos chistes que circulaban en el Langfuhr, en la Prusia Oriental y en toda Alemania.

Tal vez por ello debería yo untar superficialmente mi máquina de escribir con jugo de cebolla, para comunicarnos a ella y a mí una idea de aquel olor a cebolla que en aquellos años infestaba a la Alemania entera, a la Prusia Oriental, al Langfuhr, la Osterzeile y la Westerzeile, arrebatándole predominio al olor a cadáver.

De un solo paso salvé las tres gradas de ladrillo cocido, y me disponía ya a agarrar el picaporte cuando la puerta se abrió desde dentro. La abrió Mahlke, que llevaba su cuello a la Schiller y unas zapatillas de fieltro. Parecía haberse rehecho la raya central unos momentos antes, tieso y en mechones recién peinados, el pelo, ni claro ni oscuro, le bajaba oblicuamente hacia atrás y aguantaba todavía; pero al despedirme, cosa de una hora más tarde, caíale ya, le trepidaba cuando hablaba sobre las grandes orejas rubicundas.

Nos sentamos en la parte de atrás, que recibía la luz a través de los cristales de la veranda. Hubo pastel, hecho según alguna receta de guerra: pastel de patata en el que predominaba el gusto a esencia de rosa, que recordaba al mazapán. Y a continuación ciruelas en conserva, de gusto normal, ya que habían madurado durante el otoño en el jardín de Mahlke: podía verse el árbol, sin hojas y con el tronco pintado de blanco, por el cristal a mano izquierda de la veranda.

Se me señaló mi lugar: quedé sentado en una de las cabeceras de la mesa, con vista hacia fuera, frente a Mahlke, que tenía la veranda detrás. A mi izquierda, iluminada lateralmente de modo que su cabello gris formaba rizos plateados, la tía de Mahlke; a mi derecha, iluminado su lado derecho pero con menor brillo por llevar el peinado más tieso. la madre de Mahlke. También los bordes de las orejas de él y el vello que los cubría, así como las puntas de sus trémulos mechones quebradizos, se dibujaban a la fría luz invernal, fría a pesar de que el cuarto estaba sobrecalentado.

Más que blanca brillaba la parte superior de su cuello a la Schiller, que le caía ampliamente sobre los hombros y se hacía gris hacia abajo: el pescuezo de Mahlke quedaba aplanado en la sombra. Las dos mujeres, huesudas, que habían nacido y crecido en el campo y no sabían bien qué hacer con las manos, hablaban mucho, pero nunca a la vez y siempre dirigiéndose a Joaquín Mahlke, inclusive cuando me hablaban a mí y me preguntaban por el estado de salud de mi madre.

A través de él, que hacía las veces de intérprete, las dos me dieron el pésame:

-Así que también su hermano Klaus se queda allá para siempre. Sólo lo conocía de vista, pero, qué mozo tan apuesto!

Mahlke dirigía la conversación con suavidad y firmeza a la vez. Las preguntas demasiado personales -mientras mi padre enviaba cartas desde el frente de Grecia, mi madre mantenía relaciones íntimas principalmente con suboficiales-, ese género de preguntas Mahlke las desviaba:

-Déjalo, tía.

En tiempos como éstos, en que todo está más o menos subvertido, ¿quién podría erigirse en juez? Además, eso no te concierne, mamá. Si papá viviera todavía, no le gustaría y no podrías hablar así.

Las dos mujeres le obedecían, a él o a aquel conductor de locomotora que él conjuraba discretamente y al que hacía imponer silencio así que madre y tía empezaban con los chismes.

También los comentarios sobre el frente -las dos confundían los teatros de operaciones de Rusia con los de África del Norte y decían El Alamein allí donde se trataba del Mar de Azov- arreglábaselas Mahlke, sin alzar la voz ni irritarse nunca, para enderezarlas por los cauces geográficos correctos:

-No, tía, esa batalla naval tuvo lugar en Guadalcanal y no en Carelia.

Sin embargo, la tía había dado la pauta, y nos enredamos todos en conjeturas acerca de los portaaviones japoneses y norteamericanos que habían participado y tal vez se habían hundido en Guadalcanal. Mahlke opinaba que unidades como el Hornet y el Wasp, cuyas quillas sólo habían sido puestas en 1939, lo mismo que el Ranger, habrían entrado entretanto en servicio y debían haber participado en el encuentro, porque lo que era el Saratoga o el Lexington, o tal vez ambos, podían considerarse como borrados ya de las listas de la flota.

Más incertidumbre imperaba todavía a propósito de los dos mayores portaaviones japoneses, el Akagi y el Kaga, este último decididamente demasiado lento. Mahlke sostenía puntos de vista atrevidos, diciendo que en el futuro sólo habría batallas entre portaaviones y que, por consiguiente, ya no valía la pena construir acorazados; porque el futuro, si es que volvía a haber otra guerra, era de las unidades ligeras y de los portaaviones. Y lo documentaba en detalle.

Las dos mujeres estaban pasmadas, y así que hubo recitado mecánicamente los nombres de los esploratori italianos, la tía dio con sus manos huesudas unas palmadas fuertes y resonantes; había en su entusiasmo algo de juvenil, y al hacerse en la estancia el silencio que siguió a su aplauso, empezó a juguetear con su pelo tratando de ocultar su confusión.

De la Escuela Superior Horst Wessel no se dijo ni una palabra. Casi me parece recordar que mientras nos levantábamos Mahlke aludió riendo a su antigua pesadilla -así la llamó- a propósito de su cuello, y volvió a repetir -con lo que madre y tía se unieron a nuestra risa- el cuento del gato: esta vez era Jürgen Kupka quien le ponía el animal en la garganta.

¡Si sólo supiera quién inventó la historia: si él, o yo, o el que aquí escribe! En todo caso -y de esto sí estoy seguro-, cuando me despedía de las dos mujeres, su madre me envolvió dos pedacitos del pastel de patata en papel de estraza.

En el corredor, al pie de la escalera que conducía al piso superior y a su bohardilla, Mahlke me explicó una foto que colgaba de la pared, al lado de la bolsa para los cepillos.

El largo de la foto apaisada lo llenaba una locomotora con su ténder de aspecto bastante moderno, de los que fueron Ferrocarriles Polacos: las letras PKP se distinguían claramente en dos lugares.

Delante de la máquina, diminutos pero dominantes, había dos hombres con los brazos cruzados. Y el Gran Mahlke dijo:

-Mi padre y el fogonero Labuda, poco antes del accidente en que perecieron en 1934 cerca de Dirschau.

Mi padre pudo evitar la catástrofe y recibió, con carácter póstumo, una medalla.

Al empezar el nuevo año quería tomar yo lecciones de violín -mi hermano había dejado uno-, pero nos hicieron auxiliares de la Luftwaffe, y hoy, pese a que el Padre Albán no se canse de aconsejármelo, es probable que sea ya demasiado tarde.

Y fue él también quien me animó a que contara lo del gato y el ratón:

-Siéntese no más, querido Pilenz, y escriba simplemente todo lo que se le ocurra.

Sin duda, sus primeros cuentos y ensayos poéticos recordaban mucho a Kafka, pero usted dispone, con todo, de un estilo propio: eche usted mano del violín o desahóguese escribiendo; por algo el Señor lo ha dotado a usted de talento.

Así pues, fuimos incorporados a la batería costera de Brosen-Glettkau, que funcionaba al propio tiempo como batería de entrenamiento, detrás de las dunas, de las matas marinas y del paseo de grava, en unas barracas que olían a alquitrán, a calcetines y a la fibra vegetal de los colchones.

Habría sin duda mucho que contar sobre la vida cotidiana de un alumno de instituto, sujeto por la mañana a la enseñanza tradicional de maestros canosos y a aprender, por la tarde, las instrucciones de un artillero y los secretos de la balística; sin embargo, no es mi historia la que ha de contarse aquí, ni la del vigor ingenuo y petulante de Hotten Sonntag, o la absolutamente banal de Winter.

Aquí sólo puede hablarse de ti, y Joaquín Mahlke nunca fue auxiliar de la Luftwaffe. De paso, y sin entrar en una prolongada conversación que empezara con el gato y el ratón, unos alumnos de la Escuela Superior Horst Wessel, que se entrenaban con nosotros en la batería costera de Brosen-Glettkau, nos proporcionaron nuevos datos : "Lo incorporaron poco después de Navidad al Servicio del Trabajo.

Le dieron el bachillerato de emergencia. No, además los exámenes nunca fueron problema para él. Era bastante mayor que nosotros.

Parece ser que su sección está en la Landa de Tuchel. ¿Si habrán de sacar turba? Parece que la cosa anda algo revuelta por allí: guerrilleros, etcétera".

En febrero fui a visitar a Esch en el hospital de la Luftwaffe de Oliva. Estaba internado con una fractura de clavícula y pedía cigarrillos. Le di algunos y él me ofreció un licor pegajoso.

No me entretuve mucho. Para ir a la parada del tranvía hice un rodeo por el Parque del Castillo. Quería ver si existía todavía la antigua Gruta de los Susurros.

Allí estaba, efectivamente, y unos Cazadores Alpinos convalecientes la estaban probando con algunas enfermeras. Susurraban junto a la piedra porosa por ambos lados, reían bajito, susurraban y volvían a reír. Yo no tenía con quién susurrar, y así, con alguna idea en la cabeza, tomé por una avenida en forma de túnel, cerrada arriba por un ramaje seco, sin pájaros y posiblemente espinoso, que llevaba directamente del estanque del Parque a la Calzada de Zopot y se iba estrechando de modo alarmante.

Y en esto, después de cruzarme con dos enfermeras que conducían a un teniente que cojeaba, reía y cojeaba, y después de dos abuelas y un niño de unos tres años que no quería verse identificado con las abuelas sino que llevaba un tambor de juguete, aunque sin tocarlo, me vino al encuentro surgiendo de la zarza gris del túnel color de febrero, otra cosa que se fue agrandando: me topé con Mahlke. El encuentro nos turbó a los dos.

Además, el toparse en semejante avenida, sin caminos laterales y hasta enmarañada por arriba, producía un sentimiento que iba de lo solemne a lo angustioso. Fue el destino o la fantasía rococó de un arquitecto francés de jardines lo que nos hizo encontrarnos, y aún hoy evito invariablemente los jardines dispuestos sin escapatoria posible conforme al espíritu del buen Le Notre.

Por supuesto, nos hablamos en seguida, pero sin lograr quitar la vista, por mi parte, de lo que él llevaba puesto en la cabeza; porque el sombrero de Servicio del Trabajo era, aunque el que lo llevara no fuera Mahlke, incomparablemente feo: formaba un bulto alto y desproporcionado arriba de las alas, tenia el color de excrementos desecados, y aunque tuviera arriba el surco central a la manera de los sombreros civiles, los dos gajos quedaban demasiado cerca uno de otro, se juntaban y daban aquella raya plástica que había valido al sombrero del Servicio del Trabajo el mote de "culo con asidero".

En la cabeza de Mahlke dicho sombrero producía una impresión particularmente lastimosa, ya que su raya central, aunque sacrificada en aras del servicio, resultaba en esta forma pintorescamente exagerada. Y así estábamos uno frente a otro como sobre agujas, entre espinas y bajo espinas, y además volvió ahora aquel rapaz sin las abuelas, pero tocando el tambor; describió a nuestro alrededor un semicírculo sonoro de dejo mágico, y desapareció finalmente con su ruido en la estrechez de la avenida.

Nos despedimos apresuradamente luego que Mahlke hubo contestado apenas y de mala gala mis preguntas acerca de las luchas de guerrilleros en la Landa de Tuchel, del rancho en el Servicio del Trabajo y de si había o no acantonadas cerca de ellos muchachas del Servicio Femenino.

Quería saber también lo que lo traía a Oliva y si había visitado ya al reverendo Gusewski. Me enteré de que en el Servicio del Trabajo el rancho era aceptable, pero que no había por allí ni asomo de muchachas del Servicio Femenino.

En cuanto a los rumores a propósito de las luchas con los guerrilleros, él los consideraba exagerados, aunque no enteramente desprovistos de fundamento. Había venido a Oliva comisionado por su jefe para buscar unos repuestos: misión oficial, dos días de permiso. -A Gusewski le he hablado un momento esta mañana, en seguida de la misa. -Y a continuación, un gesto malhumorado:

-¡Será siempre el mismo, pase lo que pase!

Y la distancia entre nosotros se agrandó, porque íbamos ya caminando. No, no me volví para verlo. ¿Increíble? En cambio, si dijera: "Mahlke no se volvió para verme" no sorprendería a nadie.

Tuve que mirar atrás varias veces, porque nadie acudió a ayudarme, ni siquiera el rapazuelo con su juguete sonoro. Y luego dejé de verte, según mis cálculos, por más de un año. Pero no verte no significaba ni significa en modo alguno poder olvidaros, a ti y a tu esforzada simetría.

Además, quedan los vestigios, y si veía un gato, fuera éste gris, negro o manchado, al punto me venía a la memoria el ratón; ello no obstante, seguía practicando el titubeo, sin acertar a decidir si había que proteger al ratón, o bien aguijonear al gato hacia la presa. Hasta el verano permanecimos en la batería costera: jugamos innumerables partidos de pelota, y los domingos nos revolcábamos en los cardos de las dunas, cada cual según sus habilidades, siempre con las mismas muchachas y las hermanas de las mismas muchachas. Yo fui el único que no logró nada, y hasta el presente no he conseguido todavía desprenderme de esa mi falta de decisión y del hábito de hacer reflexiones irónicas acerca de mi debilidad. ¿Qué más había? Reparto de pastillas de menta, aleccionamientos en materia de enfermedades venéreas, por la mañana Hermann y Dorotea, por la tarde el fusil 98-K, correo, mermelada de cuatro frutas, concursos de canto.

En ocasiones, cuando teníamos libre, nadábamos también hasta nuestro bote, en donde encontrábamos invariablemente bandas de la nueva promoción de cuarto año, nos fastidiábamos, y no alcanzábamos a comprender, al nadar de regreso, qué fue lo que durante tres veranos nos había atado a aquel casco cubierto de excrementos de gaviota.

Más adelante fuimos transferidos a la batería de ocho coma ocho, de Pelonken, y luego a la del Zigankenberg. Tuvimos alarma tres o cuatro veces y nuestra batería participó en el derribo de un bombardero cuatrimotor. Por espacio de varias semanas se discutió en las oficinas militares a propósito de aquel blanco casual. Y entretanto, pastillas, Hermann y Dorotea y saludos al pasar.

Antes que yo mismo, ya que se habían presentado como voluntarios, fueron al Servicio del Trabajo Hotten Sonntag y Esch. Por mi parte, vacilando como siempre e indeciso a propósito del arma, había dejado pasar el término. En febrero del cuarenta y dos pasé, dentro de nuestra barraca de enseñanza y con una buena mitad de nuestra clase, un bachillerato prácticamente normal, no tardé en ser llamado a mi vez al Servicio del Trabajo, fui dado de baja en los auxiliares de la Luftwaffe y, comoquiera que disponía todavía de quince días y quería pasar algo más que el bachillerato, traté de posarme sobre algo.

¿Sobre quién sino sobre Tula Pokriefke, que contaba a la sazón dieciséis años o más y era prácticamente accesible a todos? Pero no tuve suerte, ni tampoco logré nada con la hermana de Hotten Sonntag. Así las cosas -consolábanme las cartas de una de mis primas, que había sido evacuada a Silesia con toda la familia debido a la destrucción total de su casa durante un bombardeo-, hice una visita de despedida al reverendo Gusewski, le prometí servirle de monaguillo durante los permisos que esperaba obtener, y recibí de él, aparte de un nuevo misal, un crucifijo de metal confeccionado especialmente para los reclutas católicos.

Y al volver a casa me topé, en la esquina del Barenweg y de la Osterzeile, con la tía de Mahlke, que en la calle llevaba unos anteojos tremendos y resultaba imposible de eludir.

Aun antes de que nos hubiéramos saludado empezó ella a hablar, gangueando a la manera campesina pero a toda velocidad. Cuando se nos acercaba algún transeúnte, me tomaba por el hombro y acercaba una de mis orejas a su boca.

Frases cálidas acompañadas de húmeda llovizna. Cosas sin importancia al principio. Historias de compras: "Ya ni se puede conseguir lo que a una le corresponde de cupones". Fue así como me enteré de que ya otra vez no había cebollas, pero que en la tienda de Matzerath, en cambio, se podía conseguir azúcar negra y sémola de cebada, y que el carnicero Ohlwein esperaba recibir conservas de carne de cerdo.

Y finalmente, sin insinuación alguna de mi parte, el tema principal:

-El muchacho está mejor ahora, pese a que no diga precisamente en sus cartas que le va mejor. Pero tampoco se ha quejado nunca: en eso es igual que su padre, mi difunto cuñado. Y ahora lo han enviado al frente, sí señor, con los tanques.

Creo que estará más al abrigo ahí que en la infantería, sobre todo cuando llueva.

Y luego su susurro se acercó a mi oreja y me enteré de las nuevas excentricidades de Mahlke, de sus garabatos, como si debajo de la firma de cada carta hubiera firmado además algún niño.

-Y lo curioso es que de niño no dibujaba nunca, a no ser que tuviera que hacer algo con tinta china para la escuela.

Pero aquí tengo precisamente su última carta en la bolsa. ¡Jesús, cómo está! Es que son tantos, sabe usted, señor Pilenz, los que quieren leer cómo le va al muchacho.

Y la tía de Mahlke me alargó la carta de Mahlke:

-Aquí la tiene, léala usted mismo. -Pero no leí. Papel entre dedos sin guantes.

De la Plaza Max Halbe soplaba en remolino un viento glacial que no había quien lo aguantara. Mi corazón golpeaba con el tacón de su bota y quería hundir la puerta. Hablaban en mí siete hermanos, pero ninguno seguía la escritura.

Volaban copos de nieve, pero el papel de la carta se hacía más visible, no obstante que era gris pardusco y sin ninguna calidad. Puedo decir hoy: comprendí inmediatamente, pero sólo miraba, sin querer ver ni comprender; porque ya desde antes de que el papel me crujiera cerca de los ojos había comprendido que, una vez más, Mahlke haría de las suyas: dibujos lineales garrapateados al pie de una esmerada escritura Sütterlin.

En una hilera que se esforzaba por ser recta, pero que, falta de base, resultaba quebrada, ocho doce trece catorce círculos irregularmente aplanados, y en cada riñón un mugrón como una verruga, y, de cada verruga, unos palos del largo de una uña de pulgar señalaban, saliendo de las bañeras abolladas, hacia el borde izquierdo del papel; y todos estos tanques -porque por muy torpes que fueran los dibujos yo identifiqué los T 34 rusos- tentaban en un lugar, las más de las veces entre la torre y la bañera, una pequeña señal: una cruz que indicaba el blanco.

Además -el autor contaba obviamente con alguna lentitud de comprensión por parte de los intérpretes de su dibujo-, otras cruces, hechas con lápiz azul y que rebasaban la superficie de los tanques garrapateados, tachaban en forma que saltaba a la vista los catorce T 34 -creo que eran catorce- hechos con lápiz común y corriente.

No sin cierta ufanía expliqué a la tía de Mahlke que se trataba manifiestamente de tanques destruidos por Joaquín. Pero la tía de Mahlke no se mostró sorprendida en lo más mínimo: ya se lo habían dicho muchos, lo que no comprendía, sin embargo, era que unas veces fueran más y otras menos, una vez sólo ocho y en la penúltima carta, en cambio, veintisiete piezas.

-Es posible que sea porque el correo llega ahora con tanta irregularidad.

Pero lea usted, señor Pilenz, lo que escribe nuestro Joaquín. Habla también de usted, de unas velas, pero ya las hemos conseguido. No hice más que echar al papel una ojeada superficial: Mahlke se mostraba solícito, preguntaba por los achaques menores y mayores de la madre y la tía (la carta estaba dirigida a las dos), por las várices y los lumbagos; quería que se le informara sobre el estado del jardín: "¿Ha vuelto a dar bien el ciruelo este año? ¿Qué hacen mis cactos?"

Breves frases a propósito del servicio, del que decía que era pesado y de gran responsabilidad. "Por supuesto, también nosotros tenemos bajas. Pero la Virgen seguirá protegiéndome." Y a continuación un ruego para que madre y tía le hicieran el favor de llevar al reverendo Gusewski uno o, de ser posible, dos cirios para el altar de la Virgen: "Tal vez Pilenz os los pueda conseguir, ya que ellos tienen cupones".

Pedía además que dedicaran unas oraciones a San Judas Tadeo - sobrino en segundo grado de la Virgen María, por donde se echa de ver que Mahlke conocía bien a la Sagrada Familia- y que hicieran decir una misa en sufragio del alma del padre, muerto de accidente, "ya que nos dejó sin haber recibido los auxilios espirituales". Para concluir, una que otra menudencia y algo de pálida descripción del paisaje: "No os podéis imaginar lo decaído que está aquí todo, lo desdichados que son aquí la gente y todos los niños.

No hay ni electricidad ni agua corriente. A veces le da a uno por preguntarse por el sentido de todo esto, pero es probable que así deba ser. Y si algún día os dan ganas y el tiempo es bueno, tomad el tranvía hasta Brosen -pero no dejéis de abrigaros bien- y mirad si a la izquierda de la entrada del puerto, no muy afuera, se ve todavía la superestructura de un barco hundido.

Allí había antes los restos de un naufragio. Puede verse a simple vista -y además la tía tiene ya sus gafas- me interesaría saber si todavía..." Dije a la tía de Mahlke:

-Para eso no tienen ustedes necesidad de ir. El bote sigue donde siempre. Y cuando le escriban, saluden a Joaquín de mi parte. Que esté tranquilo. Aquí nada cambia mucho, y no es probable que nadie nos llegue a escamotear el bote.

Pero aun suponiendo que los astilleros de Schichau lo hubieran escamoteado, es decir, sacado, desguazado o reequipado, ¿a ti qué? ¿Habrías cesado por ello de garrapatear tanques rusos en tus cartas para tacharlos con lápiz azul?

Y quién habría desguazado a la Virgen? ¿Quién habría podido encantar al antiguo Instituto y convertirlo en alpiste? ¿Y el gato y el ratón? ¿Piensas que haya historias que puedan terminarse?

Con los testimonios garrapateados de Mahlke ante los ojos, hube de aguantar tres o cuatro días más en la casa.

Mi madre mantenía sus relaciones con un capataz de la Organización Todt, o no sé si seguía ofreciendo todavía al primer teniente Stiewe, que sufría del estómago, aquella dieta insípida que lo hacía tan afectuoso.

El caso es que uno u otro de dichos señores seguía yendo y viniendo tranquilamente por nuestra casa y llevaba, sin darse cuenta del simbolismo que ello implicaba, las zapatillas que solía usar mi padre. Ella, en cambio, en medio de un confort como de revista ilustrada, llevaba su luto activo de una habitación a otra, un negro que le quedaba bien, y no sólo en la calle, sino también entre la estancia y la cocina.

En memoria de mi hermano muerto en el frente, había erigido sobre el aparador algo a manera de altar; había hecho enmarcar en negro y bajo vidrio, en primer lugar, una foto suya de pasaporte, ampliada al grado de que ya no se lo reconocía, y que lo mostraba de suboficial pero sin gorra de plato, y, en segundo, las dos esquelas mortuorias del Centinela y de Las Últimas Noticias; había atado, en tercer lugar, un lío de cartas del frente con una cinta de seda negra; en cuarto lugar, a manera de pisapapeles, había puesto sobre el lío de cartas la Cruz de Hierro de segunda clase y la medalla de Crimea, colocando todo eso a la izquierda de los marcos en pie, en tanto que, en quinto lugar y a la derecha, el violín y el arco de mi hermano, sobre un papel de música con notas - pues él había intentado reiteradamente componer sonatas para violín- trataban de formar el contrapeso de las cartas.

Si hoy echo ocasionalmente de menos a mi hermano mayor Klaus, al que apenas conocí, entonces, en cambio, sentía más bien celos de aquel altar y me representaba mi propia foto ampliada e igualmente enmarcada en negro, me entraba complejo de inferioridad y, cuando estaba solo en nuestra estancia y sentía todo el peso del altar de mi hermano, me roía las uñas.

No cabe duda de que cualquier mañana, mientras el primer teniente atendía a su estómago sobre el sofá y mi madre le preparaba en la cocina una de aquellas papillas sin sal, yo habría roto a puñetazos, con un puño sustraído a mi voluntad, la foto, las esquelas e inclusive, tal vez, el violín; pero en esto llegó el día de mi incorporación al Servicio del Trabajo, escamoteándome una entrada en escena que aún hoy y por muchos años se dejaría representar: a tal punto la muerte en el Kuban, mi madre y yo, el eterno indeciso, la teníamos estudiada.

Partí con mi maleta de cuero de imitación, fui en tren a Konitz pasando por Berent, y tuve ocasión, por espacio de tres meses, de conocer la Landa de Tuchel, entre Osche y Reetz. Viento y arena constantes. Era una primavera hecha ex profeso para los amigos de los insectos. Florecían el enebro y todos los matorrales, y todo se convertía en objetivo: había que tirar a los dos soldados de cartón que estaban detrás del cuarto pino de la izquierda.

Sin embargo, las nubes eran hermosas sobre los abedules y las mariposas, que no sabían adónde ir. Redondos estanques claroscuros en el tremedal, en los que con granadas de mano se podían pescar percas y unas carpas cubiertas de musgo. Naturaleza a mansalva.

El cine estaba en Tuchel. Sin embargo, pese a los abedules, las nubes y las percas, sólo me está permitido bosquejar burdamente y como en una batea de arena la tal sección del Servicio del Trabajo, con su campamento de barracas en un bosquecillo protector, el mástil de barracas en su bandera, sus fosos para la basura y la letrina a lado de la barraca de instrucción, porque un año antes que yo, antes que Winter, Jürgen Kupka y Bansemer, el Gran Mahlke había llevado dril y botas en aquel mismo campamento, en el que además había dejado literalmente su nombre: allí en la letrina, un tabuco hecho con tablas, abierto por arriba al murmullo de los pinos achaparrados y plantado en medio de la retama.

Allí, en efecto, las dos sílabas -sin su nombre de pila- estaban grabadas o más bien talladas en una de las tablas de pino y frente al travesaño pulido, y debajo, en un latín correcto, pero sin adornos y más bien en escritura rúnica, el comienzo de su secuencia favorita: Stabat Mater dolorosa...

El monje franciscano Jacopone da Todi hubiera podido exultar; yo, en cambio, no lograba deshacerme de Mahlke ni aun en el Servicio del Trabajo. Porque mientras me aligeraba el cuerpo, mientras detrás y debajo de mí se iban acumulando las heces surcadas de cresas de los de mi quinta, tú no me dabas, ni a mis ojos, punto de reposo: a voz en cuello y en repetición jadeante, un texto laboriosamente tallado me imponía a Mahlke y a la Virgen, por mucho que silbara para contrarrestarlo lo que se me ocurriera silbar. Y sin embargo, estoy seguro de que Mahlke no se proponía bromear.

Porque lo cierto es que Mahlke no sabía bromear. Lo intentaba a veces, pera todo lo que hacía, tocaba o decía se le convertía indefectiblemente en algo serio, significativo y monumental. Y así también aquella escritura cuneiforme en la madera de pino de una letrina del Servicio del Trabajo entre Osche y Reetz, sección Tuchel-Norte.

Había allí aforismos digestivos, versos pornográficos, anatomía burda y detallada, pero el texto de Mahlke triunfaba de todas las demás obscenidades formuladas con mayor a menor agudeza, y que, talladas o garrapateadas, cubrían de arriba abajo la valla protectora de la letrina y conferían voz sonora a la pared de madera. La cita de Mahlke, tan correctamente hecha y en lugar tan recóndito, estuvo a punto de convertirme poco a poco en devoto, con lo que no tendría ahora que dedicar mi malhumor a una labor de asistencia mediocremente pagada en el Kolpinghaus, no me vería impelido a querer descubrir en Nazareth un comunismo temprano o en los koljoses ucranianos un cristianismo tardío, me habría liberado por fin de las fastidiosas conversaciones durante noches enteras con el Padre Albán y de las investigaciones acerca de hasta qué punto puede la blasfemia reemplazar a la plegaria, y podría creer en algo, en lo que fuera, o tal vez en la resurrección de la carne.

Pero un buen día, luego de haber estado cortando leña en la cocina del batallón, tomé el hacha y suprimí con ella de la tabla tu secuencia favorita juntamente con tu nombre. Fue como en el antiguo cuento moralista y trascendente del lugar invendible; porque el lugar vacío y con su fibra fresca me hablaba ahora más claramente de lo que hiciera antes la escritura tallada. Por otra parte, tu mensaje no hizo sino multiplicarse con las virutas, porque en la sección, entre la cocina, el lavadero y el cuarto de vestir, empezaron a circular toda clase de cuentos, sobre todo los domingos, cuando el aburrimiento nos llevaba a contar las moscas.

Era siempre la misma historia, con retoques insignificantes, acerca de un individuo del Servicio del Trabajo llamado Mahlke, que había servido paco más de un año antes en la sección Tuchel-Norte y había hecho toda clase de cosas extraordinarias. Quedaban allí, de aquella época, dos conductores de camión, el jefe de cocina y el cabo de inspección, los cuales se habían escapado hasta entonces de todos los traslados; y todos decían más o menos lo mismo, sin contradecirse esencialmente: -Así se lo veía cuando vino.

El pelo hasta aquí. Bueno, primero hubo que mandarlo al peluquero. Pero de poco le sirvió: tenía unas orejas como batidores de cocina, y una nuez, vaya, ¡qué nuez! Tenía también... y en una ocasión... cuando por ejemplo... Pero lo más divertido fue cuando mandé a toda la banda de reclutas a Tuchel para que me los despiojaran, porque, en mi calidad de cabo de inspección, yo... Y cuando los tengo a todos bajo la ducha, que me digo: no debes ver bien; vuelvo a mirar, y que me digo, caray, no sientas envidia, porque lo que es su rabo, un mástil, podéis creerme, como para que una vez lanzado alcanzase lo suyo, o más todavía; en todo caso, bien que le sirvió con la mujer del comandante, una cuarentona jamona, por delante y por detrás, porque el muy idiota del comandante (un chiflado, lo trasladaron después a Francia) lo mandó a su casa, la segunda a mano izquierda de las casas de los oficiales, para que le construyera una conejera.

Al principio, el tal Mahlke, que así se llamaba, se negó; no en un plan violento, no, sino con mucha calma, al contrario, invocando el reglamento y demás.

Entonces el jefe lo tomó por su cuenta, hasta que no sabía ya ni dónde tenía las posaderas, y luego por dos días a sacar miel de la letrina. Tuve que ducharlo con la manguera, desde lejos por supuesto, porque los muchachos no lo querían dejar entrar en el lavadero; al fin cedió y se fue con unos tablones y los utensilios necesarios, pero lo que es conejos... Con todo, hubo de trabajar bien con la vieja, porque ésta pidió que se lo mandaran por más de una semana para cuidarle el jardín.

Y el tal Mahlke se iba todas las mañanas y no regresaba hasta el atardecer, para la revista. Y no fue sino al ver que la conejera no avanzaba y no avanzaba cuando el jefe se dio cuenta. No sé si los sorprendió en cueros, ya sea sobre la mesa de la cocina o en la cama, bien calentitos, como papá y mamá, pero lo que es seguro es que al ver el aparato del Mahlke de marras hubo de quedarse patidifuso, aunque desde luego que en la sección no dijo ni pío.

Y en el acto empezó a mandarlo cada dos por tres a Oliva o a Oxhoft, a buscar repuestos, decía, pero en realidad la que quería era alejar lo más posible del campamento al macho con su verga. Claro que la jamona del jefe debía de ser de armas tomar, ya que, en fin, lo que pasa. Y aún hoy nos llegan de vez en cuando rumores de la oficina de ordenanzas: parece ser que se siguen escribiendo.

Yo creo que detrás de todo ello tuvo que haber algo más, sino que nunca se llega a saber el todo de las cosas. Por lo demás, ese mismo Mahlke, y eso lo presencié yo con mis propios ojos, descubrió él solo, junto a Gross-Bislaw, un depósito subterráneo de municiones de los guerrilleros. Algo extraordinario, también. Tratábase, en efecto, de un estanque común y corriente, como los hay tantos por aquí.

Habíamos salido, en parte a trabajar y en parte a explorar, y hacía ya como media hora que estábamos tendidos al borde del estanque. Y Mahlke mira que mira, y de pronto: "Un momento, aquí hay algo". Bueno, el sargento, ¿cómo se llamaba?, que empieza a bromearle, y nosotros también, pero al fin que lo deja.

Y Mahlke que se quita la ropa en un segundo y se mete en el charco.

Y ¿qué os decía?, ya a la cuarta zambullida encuentra en el centro mismo del estanque, apenas cincuenta centímetros abajo de la superficie, la entrada de un depósito ultramoderno de hormigón, con un montacargas hidráulico y todo, que se podía hacer subir fuera del agua. No os digo más sino que nos llevamos cuatro camiones repletos, y el jefe hubo de citarlo al frente de todo el batallón.

Y parece ser que, pese a lo de la vieja, hasta lo recomendó para una condecoracioncita. Se la enviamos al frente, porque para entonces ya se había ido. Quería ir a los tanques, si es que lo admitieron. De momento no dije nada. También Winter, Jürgen Kupka y Bansemer callaban siempre que se hablaba de Mahlke. A veces, cuando pasábamos frente a las casas de los oficiales, a la hora del rancho o al salir de servicio al campo, cambiábamos los cuatro, al ver que la segunda de la izquierda seguía sin conejera, una mirada rápida.

O bien, si entre la hierba verde y ligeramente ondulante del prado percibíamos un gato inmóvil al acecho, nos entendíamos también con sólo mirarnos, convirtiéndonos así en una especie de grupo secreto, pese a que Winter y Kupka, y no digamos ya Bansemer, me eran bastante indiferentes.

Apenas cuatro semanas antes de que nos dieran de baja -estábamos constantemente de servicio contra los guerrilleros, aunque no capturamos a ninguno ni tampoco tuvimos bajas-, o sea, pues, en un tiempo en que prácticamente no llegábamos a quitarnos la ropa de encima, empezaron a circular los rumores. Aquel cabo que había entregado el uniforme a Mahlke y lo había llevado a despiojar trajo las noticias de la oficina:

-En primer lugar, se ha recibido otra carta de Mahlke para la vieja del antiguo jefe.

Se la ha hecho seguir a Francia. En segundo lugar, hay un cuestionario acerca de Mahlke que viene de las más altas instancias. Se está estudiando. En tercer lugar, y esto os lo digo yo: el tal Mahlke lo llevaba dentro desde el principio.

Pero, ¡caray, en tan poco tiempo! Bueno, la cosa es que antes, por mucho que te doliera la garganta, tenías que ser oficial para que te pusieran la bufanda, mientras que ahora, en cambio, el grado ya no cuenta para nada. Seguramente será el más joven. Cuando me lo imagino, ¡con aquellas orejas!... Aquí fue cuando las palabras empezaron a salirme de la boca. Y luego a Winter. También Jürgen Kupka y Bansemer metieron su cuchara.

-Ese Mahlke, sabe usted, hace tiempo que lo conocemos.

-Ya lo teníamos en la escuela.

-A él la garganta le ha dolido siempre, desde antes de los catorce años,

-Y la cosa con el teniente comandante, ¿recuerdas?, cuando durante la lección de gimnasia le escamoteó del gancho el aparato junto con la cinta.

-Eso fue así...

-No, no, hay que empezar con lo del gramófono.

-Y las latas de conservas, ¿o es que eso no cuenta? Al principio llevaba siempre un destornillador...

-¡Un momento, un momento! Si quieres empezar desde el principio, has de empezar con el campeonato de pelota en la Plaza Heinrich Ehler.

Aquello fue así: estamos tendidos sobre la hierba y Mahlke duerme. En esto, un gato gris viene a través del prado y se va derechito al cuello de Mahlke. Y al ver el gato su nuez, cree que aquello que se mueve es un ratón, y pega el brinco...

-¡Qué va! Fue Pilenz quien cogió al gato y se lo... ¿acaso no?

Dos días después nos lo confirmaron oficialmente. Se comunicó al batallón al pasar la revista de la mañana: Un an tiguo miembro del Servicio del Trabajo de la sección Tuchel-Norte ha destruido, primero como simple soldado y luego como suboficial y comandante de tanques, dando pruebas de un arrojo singular y en un lugar estratégicamente importante, tantos y cuantos tanques rusos, y además, etcétera, etcétera.

Empezábamos ya a entregar la ropa, pues nos iban a dar de baja, cuando recibí de mi madre un recorte del Centinela. Y en él se decía en letra impresa: Un hijo de nuestra ciudad ha destruido, primero como simple soldado y luego como suboficial y comandante de tanques, dando pruebas de un arrojo singular, etcétera, etcétera.

Margal de cantos rodados, arena, el tremedal centelleante, matas, grupos de pinos en fuga, estanques, granadas de mano, percas, nubes arriba de abedules, guerrilleros detrás de la retama, enebro, más enebro, el viejecito Lons -que era de por allí- y el cine de Tuchel; todo quedó atrás. No me llevé más que mi maleta de cuero de imitación y un manojo de brezo seco. Pero ya durante el viaje, cuando pasado Karthaus hube echado la hierba a la vía, en todas las estaciones suburbanas y luego en la Estación Central, frente a las taquillas, entre la multitud de los soldados que venían del frente con licencia, a la entrada de la oficina de control militar y en el tranvía de Langfuhr empecé de modo absurdo pero obstinado a buscar a Mahlke.

Me sentía ridículo y en evidencia en mi ropa civil de escolar y no me fui a casa - ¡para lo que en ella me esperaba!-, sino que me bajé en la parada del Salón de los Deportes, que queda cerca de nuestro viejo Instituto. Dejé la maleta al bedel, no le pregunté nada, porque estaba absolutamente seguro, sino que me lancé por la escalera de granito subiendo los peldaños de tres en tres.

No es que esperara encontrármelo en el aula, que tenía las puertas de par en par, aunque no había allí más que las mujeres que cuidaban normalmente de la limpieza y que estaban en aquel momento poniendo los bancos en uno de los lados y enjabonando la madera quién sabe para quién. Tomé a la izquierda: macizas columnas de granito, para refresco de frentes ardientes.

La placa conmemorativa de mármol dedicada a los muertos de las dos guerras, con un buen hueco todavía. Lessing en su nicho. En todas las clases se trabajaba normalmente, pues los corredores estaban desiertos, con excepción de un alumno de tercer año y de piernas esqueléticas que llevaba un mapa enrollado a través de aquel hedor octogonal que penetraba hasta el más recóndito rincón. 3a, 3b, sala de dibujo, 5a, la vitrina con los animales disecados... ¿qué había ahora allí? Un gato, por supuesto.

Pero, ¿dónde estaba el ratón febril? Más allá de la sala de conferencias. Y cuando el corredor dijo amén, allí estaba él, con la clara ventana frontal a la espalda, entre la secretaría y la dirección: él, el Gran Mahlke, pero sin ratón, porque llevaba en el cuello el singular objeto, el abretesésamo, el magneto, lo contrario de una cebolla, el trébol galvanizado de cuatro hojas, el engendro del buen viejo Schinkel, la golosina, el aparato, la cosa cosa cosa, el no quiero hablar de eso. ¿Y el ratón?

Dormía, invernaba en pleno junio. Dormitaba debajo de una gruesa manta: Mahlke había engordado. No porque nadie, el destino o algún autor, lo hubiera eliminado o tachado, a la manera como Racine tachara la rata de su blasón y sólo tolerara el cisne. El ratón seguía siendo el animal heráldico y se movía en sueños cuando Mahlke tragaba, porque, por mucho que lo hubieran condecorado, el Gran Mahlke tenía que seguir tragando de vez en cuando.

¿Qué traza tenía? Ya dije que la actividad del frente te había hecho engordar como el grueso de dos hojas de papel secante. Estabas medio reclinado y medio sentado en la tabla blanca barnizada de la ventana. Como todos los que servían en los tanques, llevabas aquel uniforme de fantasía, cuadriculado a lo bandolero, mezcla de pedazos negros y verdegrises: un pantalón bombacho gris ocultaba la caña de las botas negras y relucientes.

Una guerrera negra de cazador de tanques, ceñida, que te apretaba y te formaba arrugas en los sobacos -porque tus brazos estaban separados del cuerpo, como dos asas-, y era bonita sin embargo, te hacía parecer esbelto no obstante el par de libras que habías engordado. Sobre la guerrera no llevabas condecoración alguna, y sin embargo tenías ambas Cruces e inclusive algo más, aunque ninguna medalla por heridas en el frente: como que la protección de la Virgen te hacía a prueba de balas. Se comprende, por lo demás, que faltaran del pecho todos los accesorios susceptibles de distraer la atención respecto del nuevo centro de todas las miradas.

Del cinturón, usado y negligentemente lustrado, sólo sobresalía hacia abajo como un palmo de tela: así de cortas eran las guerreras de los cazadores de tanques, a las que por lo demás llamaban chaquetas de mono. Si con la ayuda de aquella pistola que te colgaba muy atrás, casi sobre el trasero, el correaje trataba de desvirtuar la rigidez de tu porte haciéndolo oblicuo y osado, la gorra gris, en cambio, la llevabas estrictamente horizontal, sin esa inclinación hacia la derecha de moda entonces como ahora, y recordaba, con su surco en rectángulo, tu gusto por la simetría, como lo había hecho en tus años de escolar y buceador, cuando aspirabas a ser payaso, la raya central de tu peinado.

Por otra parte, ya desde antes y luego de que te curaran los dolores crónicos de la garganta con un pedazo de metal, no llevabas aquella cabellera de redentor. Te habían impuesto o te habías impuesto tú mismo el ridículo corte de cepillo que adornaba entonces al recluta y confiere hoy a los intelectuales con pipa su aire de ascetismo moderno.

Y sin embargo, conservabas la cara de redentor; el águila majestuosa de tu gorra inexorablemente derecha extendía sus alas sobre tu frente, como si fuera la paloma del Espíritu Santo. Tu piel delgada y sensible a la luz. Los granos en tu carnosa nariz. Bajos los párpados superiores, atravesados por venitas rojizas.

Y cuando llegué sin aliento ante ti, con el gato disecado detrás, en su vitrina, apenas se te agrandaron los ojos.

Primer sondeo humorístico: -¡Buenos días, suboficial Mahlke! -Éxito fallido.

-Espero aquí a Klohse. Está dando matemáticas en algunas de las clases.

-¡Claro! ¡Lo que se va a alegrar!

-Quiero hablarle acerca de la conferencia.

-¿Estuviste ya en el aula?

-Tengo ya preparada la conferencia en todos sus detalles.

-¿Viste a las mujeres de la limpieza? Están enjabonando ya los bancos.

-Echaré luego una ojeada con Klohse y veremos cómo quedan las sillas en la tarima,

-¡Lo que se va a alegrar!

-Insistiré en que la conferencia sea sólo para los alumnos del cuarto año en adelante.

-¿Ya sabe Klohse que lo estás esperando?

-La señorita Hersching, de la secretaría, se lo ha comunicado.

-¡Claro! ¡Lo que se va a alegrar!

-Será una conferencia muy breve, pero concentrada.

-Bueno, hombre, cuenta un poco cómo lo has conseguido, y en tan poco tiempo.

-Paciencia, querido Pilenz, en mi conferencia trataré de todos los problemas relacionados con la condecoración.

-¡Hombre, sí que se va a alegrar Klohse!

-Le pediré que ni me introduzca ni me presente.

-¿Y Mallenbrandt?

-Puede anunciar la conferencia el bedel, y basta.

-¡Hombre, sí que...!

El timbre retumbó de un piso a otro y puso fin a todas las clases del instituto. Sólo en ese momento fue cuando Mahlke abrió completamente ambos ojos. Unas pocas pestañas, escasamente separadas unas de otras.

Su actitud había de dar la impresión de relajamiento, pero estaba listo para el salto. Inquieto por algo que parecía venir de atrás, me volví hacia la vitrina: no era un gato gris, sino más bien un gato negro el que se deslizaba hacia nosotros sobre sus patas blancas y nos mostraba su babero blanco. Los gatos disecados se deslizan de modo más real que los vivos. En una tarjeta de cartón se leía en bella caligrafía: Gato doméstico.

Viendo que después del timbre se había hecho el silencio y que el ratón se despertaba y el gato iba adquiriendo cada vez mayor importancia, me puse a mirar a la ventana e hice un par de chistes; dije asimismo algo acerca de su madre y de su tía, hablé, para animarlo, de su padre, de la locomotora de su padre, de la muerte de su padre en Dirschau y de la medalla del valor concedida a su padre con carácter póstumo:

-¡Cómo se alegraría tu padre, si viviera!

Pero antes de que hubiera yo acabado de conjurar al padre y de tranquilizar al ratón respecto del gato, el director Waldemar Klohse se introdujo con voz firme y sonora entre nosotros.

Klohse no pronunció una sola palabra de felicitación, ni dijo "suboficial y portador del abretesésamo", o "señor Mahlke, me alegro mucho", sino que, como de paso y después que hubo manifestado especial interés por mi estancia en el Servicio del Trabajo y por las bellezas naturales de la Landa de Tuchel -allí se formó Lons, ¿recuerdas?-, lanzó sobre la gorra de Mahlke unas cuantas palabritas aseadas:

-Ve usted, Mahlke, después de todo lo ha logrado usted. ¿Ha ido ya a la Escuela Superior Horst Wessel? Mi estimado colega, el señor director doctor Wendt, se alegrará mucho. Supongo que no dejará usted de dar a sus antiguos condiscípulos una pequeña conferencia encaminada a fortalecer la fe en nuestras armas. ¿Quiere usted hacerme el favor de pasar un momento a mi despacho?

Y el Gran Mahlke, con los brazos en arco a manera de asas, siguió al director Klohse al despacho de la dirección, y al llegar a la puerta se quitó la gorra, dejando al descubierto su peinado descuidado: el bulto del cogote. Un alumno en uniforme camino de una solemne entrevista cuyo resultado no esperé, no obstante mi interés por saber lo que el ratón, ya muy despierto y emprendedor, le diría después a aquel gato disecado, sin duda, pero que seguía deslizándose.

¡Miserable triunfo! Una vez más sacaba yo ventaja. Bueno, espera y verás. Pero él no podrá ni querrá ni podrá ceder. Le echaré una mano. Puedo hablar con Klohse. Buscaré palabras que le vayan derecho al corazón. Lástima que se llevaran a Papá Brunies a Sutthof. Con su Eichendorff en el bolsillo, habría podido ayudarlo. Pero a Mahlke no había quien pudiera ayudarlo. Tal vez si yo hubiera hablado con Klohse. Así lo hice: por espacio de media hora me dejé echar palabras mentoladas a la cara, para acabar en una lamentable retirada: - Conforme a los criterios humanos, es probable que tenga usted razón, señor director. Pero, ¿es que teniendo en cuenta, quiero decir, en este caso particular, no se podría tal vez? Por una parte lo comprendo a usted perfectamente.

El factor incontrovertible: la disciplina del establecimiento. Lo que se ha hecho una vez no puede deshacerse, pero, por otra parte, como perdió tan tempranamente a su padre... Hablé también con el reverendo Gusewski, y con Tula Pokriefke, para que ella hablara a Stortebeker y su banda.

Fui a ver a mi antiguo jefe de grupo de la Nueva Promoción. A resultas de Creta, tenía una pierna de madera, estaba sentado detrás de un escritorio en la dirección regional de la Winterplatz, se entusiasmó con mi propuesta y se puso a echar pestes contra los maestros:

-¡Claro que lo haremos! Que venga a verme, ese Mahlke. Lo recuerdo vagamente. ¿No fue él quien? Bueno, eso es otro cuento.

Convocaré a todos los que pueda. Inclusive la Federación de Muchachas Alemanas y la Asociación Femenina. Organizaré una sala frente a la Administración de Correos, con trescientos cincuenta asientos... Y el reverendo Gusewski quería reunir en su sacristía, ya que no disponía de otra sala pública, a las damas de la parroquia y a una docena de trabajadores católicos. -Para que la conferencia encaje en el marco eclesiástico -propuso el reverendo Gusewski-, su amigo podría tal vez empezar con algo sobre San Jorge y terminar señalando la eficacia y la fuerza de la plegaria en los momentos de grandes peligros y calamidad. -Daba por descontado un gran éxito.

Lo mismo con aquel sótano que los adolescentes de Stortebeker y de Tula Pokriefke querían poner a disposición de Mahlke.

Un tal Rennwand, al que yo conocía ya superficialmente -era monaguillo en la iglesia del Sagrado Corazón- me fue presentado por Tula, hizo una serie de alusiones misteriosas y dijo que le extenderían a Mahlke un salvoconducto, pero que tendría que depositar su pistola:

-Por supuesto, si viene tendremos que vendarle los ojos.

Y tendrá también que firmar una declaración jurada comprometiéndose a no delatarnos, etc.; meros formalismos, claro. Por supuesto, pagamos bien. Ya sea en dinero o en relojes del ejército. Tampoco nosotros hacemos nada gratis. Pero Mahlke no aceptó ni lo uno ni lo otro, ni que se le pagara. Traté de picarlo:

-¿Qué quieres, pues? Nada te parece bastante. ¿Por qué no vas a Tuchel- Norte? Allí hay ahora otra quinta. El cabo de inspección y el cocinero jefe te conocen ya de antes y se alegrarán sin duda alguna si te presentas allí y les das una conferencia.

Mahlke escuchaba todas las propuestas con calma y aun sonriendo ocasionalmente, aprobaba can la cabeza, hacía preguntas concretas acerca de la organización de los actos planeados, pero, cuando ya nada parecía oponerse al proyecto en consideración, acababa rechazándolo todo en forma brusca y malhumorada, incluso una invitación de la dirección regional del Partido; porque desde el principio no había tenido más que un solo objetivo: el aula de nuestra escuela. Quería aparecer en aquella luz cuajada de polvo que se filtraba por los ventanales neogóticos.

Quería hablar ante el hedor de los trescientos escolares que ventoseaban sonora o silenciosamente. Quería tener a su alrededor y detrás las bruñidas cabezas de sus antiguos maestros. Quería tener frente a sí, al otro extremo del aula, el retrato al óleo que mostraba, lechoso e inmortal bajo un espeso barniz, al fundador del Instituto, Barón de Conradi.

Quería entrar en el aula por una de las puertas de dos hojas, pardas de viejas, y salir por la otra después de un breve discurso posiblemente intencionado; pero allí estaba Klohse con sus pantalones a cuadritos y ante ambas puertas a la vez: "Como soldado debería usted saberlo, Mahlke. No, esas mujeres enjabonaban los bancos sin motivo especial, y, en todo caso, no para usted, no para su discurso.

Por muy ingenioso que sea su plan, no se puede llevar a cabo: mucha gente, reténgalo bien, se desvela toda su vida por tener ricas alfombras, y sin embargo muere sobre las rudas planchas del piso. Aprenda usted a renunciar, Mahlke".

Y Klohse cedió un poco, convocó una conferencia, y la conferencia decidió, de acuerdo con el director de la Escuela Superior, Horst Wessel: "La disciplina del establecimiento exige que..." Y Klohse se hizo confirmar por el Consejo Superior de Enseñanza que un antiguo alumno cuyos antecedentes, incluso si, o precisamente habida cuenta de la gravedad de la situación, aunque sin atribuir al asunto en cuestión, con todo, una importancia exagerada, mayormente por cuanto el caso de referencia quedaba ya bastante atrás, no obstante y debido a carecer el mismo de precedente, los claustros de ambos Institutos habían llegado al acuerdo de que...

Y Klohse escribió una carta estrictamente personal. Y Mahlke leyó que Klohse no podía obrar como sería su deseo hacerlo. Que por desgracia el tiempo y las circunstancias eran tales que un educador experimentado y consciente de las responsabilidades de su cargo no podía dejar que su corazón hablara simple y paternalmente; hacía un llamado, en beneficio de la Institución y de acuerdo con el tradicional espíritu conradino, a su sentido del deber; por lo demás, se proponía asistir de buen grado a la conferencia que a no tardar y sin resentimiento alguno, así lo esperaba, daría Mahlke en la Escuela Superior Horst Wessel a menos que, de acuerdo con lo que ha constituido desde siempre el más honroso galardón del verdadero héroe, optara por la parte más excelsa de la oratoria y se decidiera, así, a guardar silencio.

Pero el Gran Mahlke se encontraba en una avenida parecida a aquella avenida en forma de túnel cerrada arriba por el ramaje, espinosa y huérfana de pájaros, del Parque del Castillo de Oliva, que no tenía salidas laterales y constituía sin embargo un laberinto: se pasaba el día durmiendo o jugando a las damas con su tía, como esperando, cansado e inactivo, el fin de su licencia, y de noche, en cambio, vagaba conmigo -él delante, yo detrás o, a lo sumo, a su lado- por el barrio de Langfuhr.

Pero no vagábamos al azar, sino que recorríamos en ambos sentidos aquella silenciosa y distinguida avenida de Baumbach que observaba escrupulosamente las prescripciones de la defensa antiaérea y en la que había ruiseñores y vivía el director Klohse.

El cansancio me vencía detrás de su uniforme: "No hagas tonterías. Ya ves que es imposible. Por otra parte, ¿a ti que más te da? Para los pocos días que te quedan de licencia. ¿Cuántos días te quedan todavía exactamente? Mira, no hagas tonterías..." Pero el Gran Mahlke no escuchaba esa letanía de consejos.

Tenía en sus oídos separados de la cabeza una melodía muy distinta. Hasta las dos de la madrugada asediábamos la avenida de Baumbach y a sus dos ruiseñores.

En un par de ocasiones tuvimos que dejarlo porque iba acompañado. Pero cuando después de cuatro noches de acecho el director Klohse apareció por fin solo hacia las once de la noche -alto y delgado, con sus pantalones a cuadros pero sin sombrero ni abrigo, porque el aire era tibio- y, viniendo del Schwarzer Weg, empezó a subir por la avenida de Baumbach, la mano del Gran Mahlke salió disparada del bolsillo y agarró el cuello de la camisa de Klohse juntamente con su corbata de paisano.

Aplastó al educador contra una verja de hierro forjado tras la cual florecían unas rosas que, por estar todo tan oscuro, olían particularmente fuerte -más fuerte aún de lo que trinaban los ruiseñores- e inundaban el aire de fragancia. Y

Mahlke siguió el consejo epistolar de Klohse, escogió la parte mejor de la oratoria, el silencio heroico, y sin decir palabra le dio al director a izquierda y derecha de la cara afeitada, con el dorso y con la palma de la mano.

Los dos, rígidos y formales. Sólo las palmadas sonoras y elocuentes, porque también Klohse tenía cerrada su boquita y no quería mezclar su aliento mentolado con el aroma de las rosas. Esto sucedió un jueves y duró apenas un minuto.

Dejamos a Klohse junto a la verja. Mejor dicho, Mahlke dio media vuelta primero y se fue al paso largo de sus botas por la acera sembrada de gravilla bajo el arce rojo, que proyectaba desde arriba una sombra negra.

Yo traté de presentar a Klohse, en nombre de Mahlke y del mío, algo así como una excusa. Pero el abofeteado declinó con un gesto de la mano; no parecía ya abofeteado, sino que se mantenía erguido, y su silueta oscura, soportada por el olor de las flores y por las voces de los pájaros, encarnaba en aquel momento la Institución, la escuela, la fundación conradina, el espíritu conradino, el Conradinum; porque tal era el nombre de nuestro Instituto.

De allí y a partir de aquel minuto nos fuimos por las desiertas calles suburbanas y ya no se volvió a pronunciar entre nosotros el nombre de Klohse.

Mahlke hablaba derecho ante sí, en forma pronunciadamente objetiva, de problemas que en aquella edad podían preocuparle, lo mismo que en parte también a mí. Tales como: ¿Hay otra vida después de la muerte? O bien: ¿Crees tú en la transmigración de las almas? Mahlke charlaba por los codos:

-Últimamente he leído bastante a Kierkegaard. Tendrás que leer sin falta a Dostoyewski, sobre todo cuando estés en Rusia.

Te aclarará una cantidad de cosas, la mentalidad y todo eso. Varias veces nos detuvimos en los puentes que cruzan el Striessbach, arroyuelo lleno de sanguijuelas. Daba gusto reclinarse sobre el pretil y esperar a que salieran las ratas. Cada puente hacia pasar la conversación desde lo banal, tal como la consabida erudición escolar acerca de los buques de guerra, su blindaje, dotación y velocidad en nudos, hasta la religión y las llamadas últimas preguntas.

Sobre el pequeño puente de Neuschottland contemplamos primero un buen rato el cielo estrellado de junio, y luego, cada cual por su parte, dejamos vagar la mirada por el arroyo. Y dijo Mahlke, a media voz, en tanto que abajo, arrastrando consigo los vapores de levadura de la cervecería de Aktien, el desagüe superficial del estanque de ésta se rompía contra las latas vacías de conservas allí amontonadas: -Por supuesto, no creo en Dios.

La clásica patraña para idiotizar a la gente. La única en quien creo es la Virgen María. Por eso no me casaré nunca. La frasecita era demasiado grave y confusa como para pronunciarse sobre un puente.

Se me quedó grabada. Y ahora, dondequiera que un puentecito se tiende sobre un arroyuelo o un canal, siempre que abajo el agua hace gárgaras y se rompe contra todo lo que la gente desordenada suele echar en todas partes desde los puentes a los arroyos y canales, veo a mi lado a Mahlke, con sus botas, sus pantalones bombachos y su chaqueta de mono de cazador de tanques; lo veo inclinarse sobre el pretil, dejando que el gran objeto cuelgue verticalmente de su cuello, como un solemne payaso triunfador, por la fe irrefutable, del gato y el ratón:

-Por supuesto, no en Dios. La clásica patraña. La única es la Virgen.

No me casaré. Y dijo todavía una porción de cosas que cayeron en el Striessbach.

Tal vez dimos diez vueltas a la Plaza Max Halbe y recorrimos una docena de veces el Heeresanger de arriba abajo y viceversa.

Nos detuvimos indecisos en la terminal de la línea número 5. Contemplamos, no sin envidia, a los conductores y conductoras -estas últimas con ondulación permanente- que estaban sentados en los remolques de cristales pintados de azul oscuro, hincando el diente en sus emparedados y bebiendo de sus termos....y una vez vino un tranvía -o habría debido venir- en el que Tula Pokriefke, que desde hacía ya varias semanas prestaba servicio militar auxiliar, operaba como conductora, con la gorra ladeada sobre la cabeza.

Habríamos conversado los tres y yo le hubiera pedido indudablemente una cita si hubiera manejado la línea 5. Pero sólo vimos vagamente su pequeño perfil detrás del turbio cristal azul oscuro, y no estábamos seguros. Dije:

-Tendrías que probarlo con ésa.

Y Mahlke, atormentado: -Te acabo de decir que no me casaré.

Yo: -Eso te cambiaría las ideas.

Él: -¿Y quién me las volvería luego a cambiar?

Traté de bromear: -La Virgen María, claro.

Parecía tener reparos: -¿Y si estuviera ofendida?

Me ofrecí de mediador: -Si quieres, mañana ayudaré a Gusewski en la misa. Su respuesta fue rápida y sorprendente: -¡De acuerdo!

Y se fue hacia aquel remolque que seguía prometiendo el perfil de Tula Pokriefke como conductora. Antes de que subiera, le grité:

-¿Cuántos días te quedan aún de licencia?

Y el Gran Mahlke dijo desde la puerta del remolque:

-Mi tren salió hace cuatro horas y media, y si no ha ocurrido nada anormal debe estar ya llegando a Modlin.

Misereatur vestri omnipotens Deus, et dimissis peccatis vestris... Las palabras salieron ligeras como burbujas de jabón de los labios fruncidos del reverendo Gusewski, tomaron todos los colores del arco iris, se balancearon un momento en el aire, indecisas al desprenderse de la caña invisible, subieron finalmente, reflejaron las ventanas, el altar y la Virgen; te reflejaron a ti a mí a todo, y explotaron sin dolor así que la Bendición empezó a su vez a, desprender burbujas: Indulgentiam, absolutionem et remissionem peccatorum vestrorum...

Pero en cuanto el Amén de los siete u ocho feligreses hubo hecho estallar también estas nuevas bolas aladas, Gusewski levantó la Hostia, infló con los labios perfectamente en círculo la mayor de las burbujas, que tembló por un momento como asustada en la corriente de aire, y la desprendió con la punta de su lengua carmesí: fue subiendo, subiendo, y finalmente cayó cerca del segundo banco frente al altar de la Virgen y se desvaneció sin ruido: Ecce Agnus Dei... Mahlke fue el primero en arrodillarse en el banco de la comunión, aun antes de haberse repetido por tres veces el "Señor yo no soy digno de que tú ingreses en mi morada".

Y no había yo terminado todavía de guiar al reverendo Gusewski hasta el pie de las gradas y hacia el banco, cuando ya él echaba la cabeza para atrás, ponía su cara, que el desvelo de la noche anterior hacía más larga, paralela al techo de cemento enjalbegado de la capilla, y se separaba los labios con la punta de la lengua.

Era el momento en que el sacerdote esbozaba arriba de él, con la hostia que le estaba destinada, la pequeña y breve señal de la cruz: su cara sudaba.

El rocío brillaba en sus poros y empezaba a correr.

No se había afeitado: los cañones de su barba hendían las perlas. Los ojos se le salían como si estuvieran cociéndose. Es posible que el negro de la guerrera de cazador de tanques realzara la palidez de su cara. Tenía la lengua espesa, pero no tragaba.

El objeto aquél de hierro que había de recompensar el garrapateo infantil y el tachado de tantos tanques rusos formaba la cruz sobre el botón superior del cuello de su camisa y permanecía indiferente.

Sólo cuando el reverendo Gusewski depositó la hostia sobre la lengua de Mahlke y éste recibió la frágil oblea, tuviste que tragar; el metal siguió el movimiento. Celebremos los tres una vez más y para siempre el sacramento: tú estás arrodillado y yo detrás, a cubierto. El sudor te agranda los poros.

El reverendo deposita la hostia sobre tu lengua sucia. Hace sólo un instante, los tres nos juntábamos todavía en una misma palabra, pero ahora un mecanismo tira de tu lengua.

Los labios se vuelven a juntar. Tu deglución sigue su curso, y al ver que el gran objeto reproduce el movimiento sé que el Gran Mahlke abandonará la capilla de Santa María fortalecido, que su sudor se secará; y si inmediatamente después tu cara brillaba húmeda todavía, era por la lluvia.

Fuera delante de la capilla, lloviznaba. En la seca sacristía dijo Gusewski: -Estará afuera esperando. Tal vez deberíamos invitarlo a entrar, pero... Y yo dije:

-No se preocupe usted, reverendo, yo me ocuparé de él.

Gusewski, con las manos en las bolsitas de lavanda del armario:

-Supongo que no hará ninguna tontería. Lo dejé con sus vestiduras, sin ofrecerme a ayudarlo.

-Será mejor que se las quite usted mismo, reverendo.

-Pero a Mahlke, cuando lo tuve delante de mí, empapado en su uniforme, le dije:

-Idiota, ¿qué haces aquí parado? Apresúrate a llegar cuanto antes al cuartel de tu unidad en Hochstriess. Inventa cualquier cosa para explicar tu retraso. Yo no quiero complicaciones.

Con estas palabras hubiera debido dejarlo, pero me quedé, y me mojé. La lluvia une. Lo intenté con buenas razones:

-No te van a comer por ello. Puedes, decir que le pasó algo a tu madre o a tu tía. Hice una pausa.

Mahlke asentía con la cabeza, dejaba de vez en cuando pender su mandíbula inferior y se reía sin motivo. De pronto se soltó:

-Fue fantástico lo de anoche con la pequeña Pokriefke. Nunca lo hubiera creído. Es totalmente distinta de lo que aparenta. Así que te lo confieso honradamente: es por ella por lo que no quiero volver. Al fin, ya he hecho mi parte, ¿o no? Presentaré una solicitud. Pueden trasladarme a Gross Boschpol como instructor, si quieren. Ahora les toca a otros. No es que tenga miedo, no; lo que pasa es que ya estoy harto. ¿Comprendes? No me dejé enredar y lo apreté:

-Así que a causa de la Pokriefke, ¿eh? Pues has de saber que ella conduce la línea 2 a Oliva, y no la 5. Eso lo sabe aquí todo el mundo. Lo que tú tienes es miedo; eso sí lo comprendo. Se empeñaba en que había habido algo entre ellos:

-Sí, con Tula, te lo aseguro. Y fue en su casa, en la Elsenstrasse; a la madre le tiene sin cuidado. Pero tienes razón, estoy harto. Y tal vez sea cierto que tengo miedo. Lo tenía hace un momento, antes de la misa. Pero ahora ya pasó.

-Y yo que pensaba que no creías en Dios y en todo eso.

-Eso nada tiene que ver.

-Bueno, olvidémoslo. Y ahora ¿qué?

-Tal vez podríamos ver con Stortebeker y sus muchachos. Tú los conoces, ¿verdad?

-No, querido. Con la banda ya no quiero tener nada que ver. Empiezas con el meñique y luego... Mejor se lo hubieras pedido a la Pokriefke, si es que estuviste en su casa...

-Pero entiéndelo, es evidente que no me puedo dejar ver en la Osterzeile. Si a estas horas no están allí ya, es seguro que no tardarán mucho, ¿no podría quedarme un par de días en vuestro sótano?

Tampoco con esto quise tener nada que ver:

-Escóndete en cualquier otro sitio. Tenéis parientes en el campo, ¿no?, o bien en casa de la Pokriefke, o en el cobertizo de la ebanistería de su tío... o en el bote.

La palabra surtió su efecto. Cierto que Mahlke dijo todavía:

-¿Con este cochino tiempo? -pero, en realidad, ya todo estaba decidido: por más que yo me negara obstinadamente y con abundantes razones a acompañarlo al bote y hablara a mi vez del cochino tiempo, es evidente que ya empezaba a vislumbrarse que tendría que hacerlo: la lluvia une.

Tardamos más de una hora en hacer el viaje de Neuschottland a Schellmühl y regreso, y luego otra vez el largo Posadowskiweg arriba. Nos resguardamos un par de veces por lo menos bajo las columnas anunciadoras, llenas siempre todo alrededor de los mismos carteles contra el robo de carbón y el despilfarro, y proseguimos luego la carrera.

Desde la entrada principal del Hospital Municipal para Mujeres percibimos ya el escenario familiar: detrás del terraplén del tren y de los copudos castaños se asomaban el tejado de dos vertientes y el campanario del Instituto, el cual, pese a los años, seguía manteniéndose incólume; pero él no miraba hacia allí, o veía otra cosa.

Luego esperamos media hora, con tres o cuatro alumnos de la escuela pública, bajo el techo sonoro, de lámina, de la caseta de la parada de la Reichsholonie.

Los muchachos practicaban el boxeo y se empujaban unos a otros fuera del banco. Mahlke les volvía la espalda, pero de nada le sirvió.

Dos de ellos se nos acercaron con los cuadernos abiertos y dijeron algo en dialecto cerrado, y yo les pregunté:

-¿Es que no tenéis escuela?

-Sí, pero sólo a las nueve, si es que vamos.

-Está bien, pero daos prisa.

Mahlke escribió en la última página de ambos cuadernos y en la primera línea de arriba, a la izquierda, su nombre y grado. Pero los muchachos no se dieron por satisfechos, sino que querían que anotara también el número exacto de los tanques destruidos, y Mahlke condescendió: escribió, como si llenara giros postales, primero en cifras y luego con letras, y con mi pluma hubo de repetir el verso en otros dos cuadernos más. Estaba ya a punto de tomarle la pluma cuando uno de los muchachos quiso saber todavía:

-¿En dónde los voló usted, en Byelogrado o en Zhitomir?

Mahlke hubiera debido asentir simplemente con la cabeza y nos habrían dejado en paz. Pero en lugar de eso susurró con voz empañada:

-No, muchachos, la mayoría de ellos en la región de Kovel-Brody-Brezany. Y en abril, cuando desbaratamos el Primer Ejército Motorizado junto a Buczacz. Tuve que volver a destornillar mi pluma, porque los muchachos querían tenerlo todo por escrito, y silbaron para que vinieran a la caseta otros dos escolares que estaban afuera, bajo la lluvia. Seguía sirviendo de escritorio la misma espalda de muchacho.

Su dueño quería enderezarse y presentar también su cuaderno, pero los demás no lo dejaron: alguien tenía que sacrificarse. Y Mahlke, con escritura cada vez más temblorosa -aparte de que volvía a salirle el sudor por los poros-, hubo de escribir Kovel y Brody-Brezany, Cerkassy y Buczacz. Era un disparadero de preguntas de aquellas relucientes caras pringosas:

-¿Estuvo usted también en Krivoi Rog?

Todas las bocas abiertas. En todas faltaban dientes. Los ojos, del abuelo paterno. Las orejas, en cambio, de la madre. Pero todos con sus agujeros de la nariz.

- Y ¿adónde lo van a transferir ahora?

-No seas tonto, ¿no sabes que eso no lo puede decir? ¿Por qué preguntas?

-Apuesto a que va a tomar parte en la invasión.

-No, a éste lo guardan para después de la guerra.

-Pregúntale si ha estado también en el CG del Führer.

-¿Estuviste, tío?

-Idiota, ¿no ves que es un suboficial?

-¿No lleva usted de casualidad alguna foto suya encima?

-Es que las coleccionamos, ¿sabe usted?

-¿Cuánto tiempo tiene usted todavía de licencia?

-Sí, ¿cuánto tiempo?

-¿Estará aquí mañana todavía?

-¿O cuándo termina su licencia?

Mahlke se abrió paso por entre las mochilas. Mi pluma se quedó en la caseta. Carrera de resistencia en pleno diluvio.

Hombro con hombro saltando charcos: la lluvia une. Sólo pasado el Estadio nos deshicimos de ellos.

Siguieron gritando todavía por algún tiempo y no fueron a la escuela. Todavía a la fecha tratan de devolverme la pluma.

Entre los huertos suburbanos atrás de Neuschottland tratamos de recobrar el aliento.

Yo estaba furioso y mi cólera iba en aumento. Con índice acusador señalé la maldita golosina, y Mahlke se la quitó rápidamente del cuello. También ella pendía, corno antes el destornillador, de una cordonera. Mahlke me la quiso dar, pero decliné:

-No, gracias: ¡para lo que sirve!

Sin embargo, no arrojó el hierro a los matorrales; tenía un bolsillo en la parte trasera del pantalón. ¿Cómo iba a salir de allí? Las grosellas estaban verdes; Mahlke empezó a cogerlas con las dos manos.

Mi pretexto buscaba palabras. El comía y escupía los pellejos.

-Espérame aquí como media hora. No tienes más remedio que llevarte algunas provisiones, porque si no, no vas a poder aguantar mucho en el bote.

Si Mahlke hubiera dicho: "Bueno, pero vuelve", es seguro que yo me habría escabullido. Pero sólo dijo que sí con la cabeza. Con los diez dedos siguió cosechando por entre las tablas del vallado en las matas, y con la boca llena forzó mi lealtad: la lluvia une.

Abrió la tía de Mahlke. Qué bueno que su madre no estuviera en casa. Cierto que yo hubiera podido juntar algunos comestibles en la mía. Pero me dije: ¿para qué tiene él a su familia? Por otra parte, sentía cierta curiosidad en relación con la tía. Pero me llevé una decepción. Parapetada tras su delantal, no hizo ninguna pregunta. A través de las puertas abiertas olía allí a algo que embotaba los dientes: en casa de Mahlke cocían ruibarbo.

-Es que estamos organizando una pequeña fiesta en honor de Joaquín, ¿sabe? De beber tenemos bastante, pero, en caso que tuviéramos apetito...

Sin decir más se fue a buscar a la cocina dos latas de carne de cerdo de a kilo, y trajo también un abrelatas.

Pero no era el mismo que Mahlke había subido del bote cuando encontró las ancas de rana en la despensa del barco. Mientras ella buscaba y ponderaba lo que mejor podría llevarme -los Mahlke tenían siempre los armarios repletos, ya que, con sus parientes en el campo, sólo necesitaban abrir la boca- sentía yo que me flaqueaban las piernas en el corredor y contemplaba aquella foto apaisada que mostraba al padre de Mahlke y al fogonero Labuda.

La caldera no estaba encendida. Al volver la tía con una red para provisiones y papel de periódico para las latas, dijo:

-Y si queréis comer de la carne de cerdo, conviene que la calentéis primero un poquitín, porque si no es demasiado fuerte y os va a dar dolor de barriga.

Suponiendo que al despedirme hubiera preguntado si había ido alguien por allí preguntando por Joaquín, la respuesta habría sido negativa. Pero no pregunté nada, y ya en la puerta dije simplemente:

-Joaquín les envía muchos saludos -pese a que Mahlke no me hubiera encargado saludo alguno, ni siquiera para su madre.

Tampoco él mostró la menor curiosidad cuando de regreso volví a toparme con su uniforme, bajo la misma lluvia. Colgué la red de una de las estacas de la valla y me froté los dedos estrangulados. El seguía devorando las grosellas verdes, obligándome, lo mismo que su tía, a preocuparme por su bienestar físico:

-¡Te vas a estropear el estómago con eso!

Pero Mahlke, después que hube dicho: "Vámonos", arrebató todavía tres puñados a las matas goteantes, se las metió en los bolsillos y, mientras dábamos un gran rodeo en torno a Neuschottland y las calles entre el Wolfsweg y el Barenweg, siguió escupiendo los pellejos duros. Y seguía tragando grosellas cuando estábamos ya en la plataforma trasera del remolque y dejábamos atrás en la lluvia, a mano izquierda, el Puerto Aéreo. Me irritaba con sus grosellas.

Por otra parte, la lluvia amainaba. El gris del cielo se hizo lechoso, y me daban ganas de bajar y de dejarlo plantado con ellas. Pero me limité a decir:

-En tu casa habían ido ya dos veces a preguntar por ti. Unos de paisano.

-¿Ah, sí? -Siguió escupiendo pellejos sobre los listones del piso de la plataforma.- Y mi madre, ¿sospecha algo?

-Tu madre no estaba, sólo vi a tu tía.

-Habría ido de compras.

-Lo dudo.

-Entonces estaría en casa de los Schielkes para ayudarlos a planchar.

-Por desgracia, tampoco estaba allí.

-¿Quieres unas grosellas?

-La fueron a buscar y se la llevaron a Hochstriess.

No quería decírtelo. Sólo poco antes de llegar a Brosen se le acabaron las grosellas, pero él seguía buscando en los bolsillos empapados cuando caminábamos ya por la playa, donde la lluvia había marcado su impronta. Y cuando el Gran Mahlke oyó el chapaleo del agua en la playa y sus ojos vieron el Báltico con el bote a manera de telón lejano y las sombras de algunos barcos en la rada, dijo: "No puedo nadar" al tiempo que yo me quitaba los zapatos y el pantalón. El horizonte trazaba una línea recta en sus pupilas.

-No me vengas ahora con bromas de mal gusto.

-No, en serio, tengo dolor de vientre. ¡Condenadas grosellas!

Me puse a echar pestes y a buscar y a maldecir, y acabé hallando en el bolsillo de mi chaqueta un marco y algunas monedas. Con ello corrí a Brosen y alquilé una barca al viejo Kreft por un par de horas. No fue ni mucho menos tan fácil como aquí se dice por más que Kreft sólo hizo unas cuantas preguntas y me ayudó él mismo a empujar la barca. Cuando llegué a la playa, Mahlke se estaba revolcando en la arena, con todo y su uniforme de cazador de tanques. Tuve que darle de puntapiés para que se levantara. Temblaba, sudaba y se apretaba los dos puños en el hueco del vientre; con todo, todavía me cuesta trabajo creer que su dolor de vientre fuera cierto, no obstante las grosellas verdes en su estómago en ayunas.

-¿Por qué no vas detrás de las dunas? ¿Qué esperas? ¡Anda!

Se fue encorvado, arrastrando los pies, y desapareció detrás del matorral. Tal vez hubiera podido ver su gorra, pero no aparté la vista del rompeolas, aunque el mar estaba desierto. Volvió encorvado todavía, pero me ayudó a poner la barca a flote. Lo hice sentarse a la popa, le puse la red con las latas de conservas sobre las rodillas, y el abrelatas, envuelto en el papel de periódico, en las manos. Cuando el agua se fue oscureciendo pasado el primer banco de arena y luego el segundo, le dije:

-Ahora puedes remar un poco tú también.

El Gran Mahlke ni siquiera sacudió la cabeza; seguía encorvado en su asiento, agarrándose con fuerza al abrelatas envuelto y mirando a través de mí, pues estábamos sentados el uno frente al otro. Aunque desde entonces no he vuelto jamás a poner los pies en un bote de remos, aún seguimos así sentados uno frente a otro: y sus dedos se agitan nerviosos.

El cuello sin nada alrededor, pero la gorra bien derecha. De los pliegues de su uniforme se escurre algo de arena. No llueve, pero le perlea la frente.

Todos y cada uno de sus músculos, rígidos. Los ojos como para vaciárselos con una cuchara. ¿Con quién ha cambiado la nariz? Le tiemblan las rodillas.

No hay gato alguno en el mar, y sin embargo el ratón está asustado. Y eso que no hacía frío. Solamente cuando las nubes se partían y el sol se filtraba por los huecos la superficie apenas ondulante se llenaba aquí y allá de escalofríos que asaltaban también nuestra barca. "Rema tú un poco, para que entres en calor." La respuesta de la popa era un castañetear de dientes, y palabras entrecortadas que llegaban al mundo entre gemidos periódicos : ..."de qué le sirve a uno.

Si alguien me hubiera prevenido. Por semejantes tonterías. Y sin embargo mi conferencia hubiera estado realmente bien. Hubiera empezado con la descripción del sistema de puntería, luego las granadas perforantes, los motores Maybach y demás.

De artillero, tenía que salir cada dos por tres, inclusive bajo el fuego, para apretar los pernos. Pero no hubiera hablado sólo de mí. También de mi padre y de Labuda. Brevemente del accidente ferroviario de Dirschau.

Y cómo por la abnegación de mi padre. Y que en mi puesto de artillero pensaba siempre en mi padre.

Murió sin los auxilios cuando. Gracias también por los cirios. Oh, siempre pura. La que en tu resplandor inmaculado. Llena de gracia. Sí, señor. Porque lo demostró desde mi primera entrada en campaña al norte de Kursk. Y en medio de la confusión, cuando el contraataque junto a Orel.

Y como en agosto la Virgen en el Vorskla. Todos se burlaban de mí y hasta llegaron a convencer al capellán de la División. Pero luego logramos estabilizar el frente.

Lástima que me trasladaran al sector central. De no haber sido así, lo de Jarkov no habría sido tan rápido. Y no tardó en aparecérseme de nuevo junto a Korosten, cuando el 59° Cuerpo.

Y nunca llevaba al Niño, sino siempre la foto. Ésta, ¿sabe usted, señor director? La tenemos colgando en nuestro corredor junto a la bolsa de los cepillos. Y no la mantenía a la altura del pecho, sino más abajo.

Muy claramente percibía yo en ella la locomotora. Necesitaba sólo apuntar entre mi padre y Labuda. Cuatrocientos. Tiro directo.

Ya lo viste tú, Pilenz, doy siempre entre la torre y la bañera. Para ventilarlos. No, señor director, no me ha hablado. Pero, si he de decir la verdad, conmigo no tiene ninguna necesidad de hablar. ¿Pruebas? Le digo que tenía la foto.

O bien en matemáticas. Cuando usted explica y parte del hecho de que las paralelas se cortan en el infinito, resulta de ello, no puede usted negarlo, algo así como trascendencia. Y así fue también en el dispositivo de defensa junto a Kasatin.

El tercer día de Navidad, por más señas. Venía de la izquierda, en dirección al bosquecillo a velocidad de marcha treinta y cinco.

Sólo necesitaba apuntar, apuntar y apuntar. A la izquierda, Pilenz, nos estamos desviando del bote". Durante su conferencia, sólo castañeteada al principio pero esbozada luego con dientes controlados, Mahlke se las arreglaba para vigilar el curso de nuestra barca y para imponer mediante su dicción un ritmo que me tenía la frente bañada en sudor, en tanto que sus poros se secaban y cesaban.

Ni durante el tiempo de un solo golpe de remos estuve seguro de si arriba de las superestructuras del puente que se iba agrandando veía él o no algo más que las gaviotas habituales. Antes de que atracáramos, había recuperado su tranquilidad, jugaba distraídamente con el abrelatas sin papel y no se quejaba de dolor de vientre.

Subió al bote antes que yo, y cuando hube amarrado la barca, empezó a manipular alrededor de su cuello: la gran golosina del bolsillo trasero volvió arriba a su sitio. Frotación de manos, irrupción solar, estirar de miembros.

Mahlke iba de un lado a otro de la cubierta como en una toma de posesión, canturreaba para sí un fragmento de letanía, saludaba con la mano a las gaviotas de arriba y hacía el papel del tío jovial que después de una ausencia prolongada y aventurera viene a vernos, trayéndonos a sí mismo de regalo y dispuesto a celebrar el acontecimiento:

-¡Hola, niños, los años no pasan por vosotros!

Me costaba trabajo seguirle la corriente:

-¡Anda, acaba de una vez! El viejo Kreft sólo me ha alquilado la barca por hora y media.

Mahlke encontró en seguida el tono objetivo:

-Está bien, está bien. No hay que retener a los viajeros. Por lo demás, ¿ves aquel buque? Sí, el que está al lado del buque tanque, ese tan bajo. Me juego cualquier cosa a que es sueco. Pues ése es el que vamos a abordar esta noche en cuanto oscurezca, para que lo sepas. Procura estar aquí hacia las nueve. Bien puedo pedirte eso, ¿verdad?

Por supuesto, la visibilidad era mala y no había manera de distinguir la nacionalidad del carguero. Mahlke empezó a desvestirse con parsimonia y hablando al mismo tiempo por los codos. Cosas sin importancia: un poco de

Tula Pokriefke: "¡Vaya pieza! ¡Palabra!". Chismes a propósito del reverendo Gusewski: "Dicen que trafica en el mercado negro, y con los paños del altar, o, por lo menos con los correspondientes cupones. Le han enviado un inspector de la Oficina de Economía".

A continuación algún chiste acerca de su tía: "Pero hay que decir en su favor, por lo menos, que siempre se llevó bien con mi padre, ya de niños, cuando los dos vivían en el campo". Y acto seguido el viejo cuento de la locomotora: "Y a propósito, podrías darte otra vuelta por la Osterzeile y traerte la foto, con el marco o sin él. Pero mejor déjala. Es mucho lastre".

Estaba allí con el calzón rojo de gimnasta que constituía un pedazo de tradición de nuestro Instituto. El uniforme lo había plegado cuidadosamente, formando con él el lío reglamentario y estibándolo detrás de la bitácora, su sitio habitual. Las botas en orden una al lado de otra, como a la hora de acostar se. Le pregunté:

-¿Lo tienes todo, las latas? No te olvides del abridor.

Se hizo pasar la cruz del lado derecho al izquierdo y siguió disparatando desenfrenadamente toda clase de sandeces escolares, sin olvidar el antiguo jueguecito:

-¿Cuál es el tonelaje del acorazado argentino Moreno? ¿Su velocidad en nudos? ¿Grueso del blindaje? ¿Año de construcción? ¿Cuándo fue transformado? ¿Cuántas piezas de quince coma dos tiene el Vittorio Veneto?

Contestábale yo de mala gana, y, sin embargo, contento al ver que no se me habían olvidado todavía las respuestas.

-¿Vas a llevarte las dos latas a la vez?

-Veremos.

-No te dejes el abrelatas, ahí está. -Eso se llama amor de madre.

-Está bien, pero si yo fuera tú me iría bajando de una vez a la bodega. -De acuerdo. Aunque todo estará seguramente bien enmohecido abajo, -Ni que te fueras a pasar el invierno.

-Lo principal es que el infiernillo funcione; alcohol no ha de faltar.

-Y si yo fuera tú, no tiraría esa cosa. Tal vez puedas venderla allá como recuerdo. Nunca se sabe.

Mahlke se lanzó el objeto de una mano a la otra. Y al alejarse sobre el puente, buscando la escotilla pasito a paso, iba balanceándose juguetonamente con las dos manos, pese a que la red con las dos latas le estrangulaba el brazo derecho.

Sus rodillas levantaban pequeñas olas. Una nueva irrupción del sol hacía que sus tendones y la columna vertebral proyectaran una sombra hacia la izquierda.

-Serán ya como las diez y media pasadas.

-Ni está esto tan frío como suponía.

-Suele ser siempre así después de la lluvia.

-El agua debe estar a diecisiete y el aire a diecinueve.

Más adelante de la boya de entrada había una draga en el canal. Se la veía trabajando, aunque el ruido sólo fuera ilusorio, ya que el viento iba en sentido contrario. También era ilusorio el ratón de Mahlke, porque cuando encontró con los pies el borde de la escotilla, sólo seguía mostrándome la espalda. Vuelve siempre a aguijonearme el oído la misma machacona pregunta: "¿Dijo algo más antes de bajar?"

De lo único que estoy seguro a medias es de aquella mirada de soslayo hacia el puente, por encima del hombro izquierdo. Se agachó un momento para mojarse, tiñendo de rojo oscuro el rojo-bandera del calzón de gimnasta, y con la derecha agarró fuertemente la red con las dos latas... pero, ¿y la golosina? No le colgaba del cuello, de eso estoy seguro. ¿La arrojaría sin que yo me diera cuenta? ¿Qué pez me la devolverá? ¿Dijo algo más por encima del hombro? ¿Hacia las gaviotas? ¿O hacia la playa y los barcos de la rada? ¿Maldijo a los roedores? No creo haber oído que dijeras: "¡Bueno, pues, hasta la noche!"

Se zambulló de cabeza cargado con dos latas de conservas: la espalda y el trasero siguieron al cogote. Un pie blanco dio una patada en el vacío. El agua arriba de la escotilla reanudó el juego habitual de su breve ondular.

En esto quité el pie del abrelatas. El abrelatas y yo nos quedamos atrás. ¡Si hubiera saltado a la barca y lo hubiera dejado, diciéndome: "Bah, ya se las compondrá sin él!" Pero me quedé, conté los segundos, dejé que la draga adelante de la boya de entrada llevara la cuenta con su noria, y también con mi angustia: treinta y dos, treinta y tres segundos herrumbrosos. Treinta y seis, treinta y siete segundos subiendo barro.

Cuarenta y uno, cuarenta y dos segundos mal aceitados; durante cuarenta y seis, cuarenta y siete, cuarenta y ocho segundos hizo la draga lo que pudo, con sus cubos que subían, se volcaban y volvían a bajar al agua; iba ahondando el canal de la entrada del puerto de Neufahrwasser y me ayudaba a mí a medir el tiempo. Mahlke debía de haber llegado a su meta y haberse introducido con las latas de conservas, sin abrelatas y con o sin aquella golosina que combinaba el dulzor con la amargura, en la antigua cabina del dragaminas polaco Rybitwa. No habíamos convenido señal alguna, pero bien pudiste haber dado algunos golpes.

Una vez y luego otra vez dejé que la draga contara por mí treinta segundos. Según todas las previsiones humanas, o como se diga, él había de... Las gaviotas me irritaban. Cortaban figuras en el aire, entre el bote y el cielo. Pero cuando sin motivo legible alguno las gaviotas dieron vuelta de repente y se alejaron, entonces me irritaron las gaviotas ausentes. Y empecé a golpear la cubierta del puente, primero con mis tacones y luego con las botas de Mahlke: saltaba en plaquitas la herrumbre, y a cada golpe se desmoronaba y se agitaba algo de los calcáreos excrementos de gaviota. Pilenz, con el abrelatas en el puño martilleante, gritaba :

-¡Vuelve! ¡Vuelve! Te has olvidado el abrelatas, el abrelatas... -Pausas entre golpes y llamadas precipitadas, y luego rítmicamente acompasadas.

Desgraciadamente no conocía el sistema Morse, y sólo se me ocurría martillear dos-tres, dos-tres. Me enronquecía gritando:

- ¡A-bre-la-tas! ¡A-bre -la-tas! Desde aquel viernes sé lo que es el silencio. El silencio se produce cuando las gaviotas dan la vuelta y se van. Nada es capaz de provocar mayor sensación de silencio que una draga trabajando, cuando el viento se lleva en sentido contrario su estrépito de hierro.

Pero el mayor silencio lo produce Joaquín Mahlke, al no contestar a mi ruido. Así, pues, remé de regreso. Pero antes de remar, lancé el abrelatas en dirección de la draga, a la que sin embargo no atiné.

Así, pues, arrojé el abrelatas, remé de regreso, devolví la barca al pescador Kreft, tuve que pagar treinta pfennigs extra y dije:

-Es posible que vuelva al anochecer y vuelva a necesitar la barca.

Así, pues, arrojé, remé, devolví, pagué extra, me propuse volver, me senté en el tranvía y me fui, como suele decirse, a casa. Así, pues, después de todo no fui directamente a casa, sino que toqué el timbre en la Osterzeile, no formulé pregunta alguna, pero dejé que me entregaran la locomotora con el marco, ya que les había dicho a él y al pescador Kreft: "Es posible que vuelva al anochecer..." Así, pues, cuando llegué a casa con la foto apaisada, mi madre acababa de preparar la comida.

Comía con nosotros uno de los directivos del sindicato de la fábrica de vagones de ferrocarril. No había pescado, y además había para mí, al lado de mi plato, una carta de la comandancia del distrito militar. Así, pues, leí, leí y releí mi orden de incorporación. Mi madre empezó a llorar, poniendo en situación embarazosa al señor del sindicato.

-Pero si sólo me voy el domingo por la noche -dije, y a continuación, sin preocuparme por aquel señor-:

-¿Sabes dónde están los binoculares de papá?

Con los binoculares, pues, y con la foto apaisada, me fui el domingo por la mañana, y no aquella misma noche como se había convenido (la niebla habría dificultado la visibilidad, y además había empezado de nuevo a llover), a Brosen, y busqué el sitio más alto entre las dunas de la playa poblada de pinos: el lugar delante del Monumento del Soldado. Subí al peldaño más alto de la plataforma del monumento (detrás de mí se erguía el obelisco que soportaba la bola dorada oxidada por la lluvia) y me estuve con los binoculares ante los ojos más de media hora, si no fueron tres cuartos.

Sólo cuando todo empezó a hacérseme borroso me los quité de los ojos y volvía la mirada hacia las matas de escaramujo. Así, pues, nada se movía en el bote. Se veían claramente dos botas vacías. Y revoloteando sobre la herrumbre algunas gaviotas, que de vez en cuando se posaban y llenaban de polvo la cubierta y los zapatos, pero, ¿qué más daban ya las gaviotas?

En la rada se veían los mismos buques de la víspera, pero no había ningún sueco entre ellos, ni tampoco ningún neutral. La draga apenas había cambiado de lugar. El tiempo prometía mejorar. Regresé a casa, Mi madre me ayudó a hacer la maleta de cartón.

Así, pues, hice la maleta: la foto apaisada la había sacado del marco y, como tú no la reclamaste, la puse abajo de todo. Sobre tu padre, el señor Labuda y la locomotora de tu padre, que no estaba bajo presión, apilé mi ropa interior, las baratijas usuales y mi diario, que luego se me perdió en Cottbus junto con la foto y las cartas. ¿Quién me escribiría ahora un buen final?

Porque lo que empezó con el gato y el ratón me atormenta hoy en forma de garza crestada en charcos rodeados de juncos. Y si rehuyo la naturaleza, son las películas documentales las que me muestran esas hábiles aves acuáticas. O bien las actualidades cinematográficas me deparan intentos de sacar a flote cargueros hundidos en el Rin, o trabajos subacuáticos en el puerto de

Hamburgo: hay que hacer saltar los fortines de hormigón al lado de los astilleros de Howaldt, hay que dragar las minas aéreas.

Bajan unos hombres con cascos relucientes ligeramente abollados y vuelven a subir: se tienden brazos hacia ellos, se desatornillan la escafandra y se quitan el casco.

Pero no es nunca el Gran Mahlke el que enciende un cigarrillo en la pantalla centelleante: siempre son otros los que fuman.

Si viene algún circo a la ciudad, tiene asegurada mi entrada. Los conozco prácticamente todos, he hablado con este y con el otro payaso, en privado y detrás de los carros vivienda; pero estos señores suelen estar de mal humor y pretenden no haber oído nada acerca de uno de sus colegas llamado Mahlke. ¿Necesito añadir que en octubre del cincuenta y nueve fui a Regensburgo, a la asamblea de aquellos supervivientes que como tú habían conseguido la Cruz de Caballero?

No me dejaron entrar. Dentro tocaba o descansaba alternativamente una banda del Ejército Federal.

Durante una de las pausas te hice llamar desde el tablado de la banda por el teniente que mandaba el personal de guardia: "¡Se llama a la entrada al suboficial Mahlke!"

Pero tú no quisiste salir a la superficie.