Capítulo XI
Homais había leído últimamente el elogio de un sistema nuevo para curar los pies zambos; y, como era partidario del progreso, concibió la patriótica idea de que en Yonville, para ponerse al nivel, había que hacer operaciones de estrefopodia.
—Porque —le decía a Emma— ¿a qué se arriesga uno? Fíjese bien —y contaba con los dedos las ventajas del intento—: éxito casi asegurado, alivio y hermoseamiento del paciente, celebridad a muy corto plazo para el operador. ¿Por qué no podría pretender su marido, por ejemplo, librar de esa molestia al pobre Hippolyte de El León de Oro? Piense que no dejaría de hablarles de esa curación a todos los viajeros y además —Homais bajaba la voz y miraba a su alrededor—, ¿quién me iba impedir mandar al periódico un notita al respecto? Y la verdad es que un artículo circula… se comenta… acaba por crecer como una bola de nieve. Y ¿quién sabe? ¿Quién sabe?
Efectivamente, a Bovary podía salirle bien; nada le aseguraba a Emma que no fuera mañoso. ¡Y qué satisfacción para ella si lo animase a meterse en una empresa de la que saldrían incrementadas su reputación y su fortuna! Ella estaba dispuesta a basarse en algo más firme que el amor.
Charles, al insistirle Emma y el boticario, se dejó convencer. Encargó en Ruán el libro del doctor Duval y todas las noches, con la cabeza entre las manos, se sumía en esa lectura.
Mientras estudiaba el pie equino, el varo y el valgo, es decir, la estrefocatopodia, la estrefendopodia y la estrefexopodia (o, dicho más claro, las diversas desviaciones del pie, bien sea hacia abajo, hacia dentro o hacia fuera), junto con la estrefipopodia y la estrefanopodia (dicho de otro modo, torsión por abajo y enderezamiento por arriba), el señor Homais exhortaba, recurriendo a todo tipo de razonamientos, al mozo de la fonda para que se operase.
—Apenas si notarías un leve dolor; es un simple pinchazo, como una sangría de nada, menos que si te quitasen algún callo complicado.
Hippolyte movía las pupilas con expresión estúpida mientras reflexionaba.
—¡Por lo demás —seguía diciendo el boticario—, a mí me da lo mismo! ¡Yo lo hago por ti! ¡Por pura humanidad! Amigo mío, me gustaría verte libre de tu repulsiva cojera, con ese balanceo de la región lumbar que, digas lo que digas, tiene que perjudicarte mucho en el ejercicio de tu profesión.
Entonces Homais le ponderaba lo buen mozo y lo ágil que iba a estar después; y le daba incluso a entender que les gustaría más a las mujeres; y el mozo de cuadra sonreía zafiamente. Luego lo atacaba por el flanco de la vanidad:
—¿Es que no eres hombre, carape? ¿Qué habrías hecho entonces si hubieras tenido que hacer el servicio militar, que ir a combatir bajo las banderas?… ¡Vamos, Hippolyte!
Y Homais se marchaba manifestando que no entendía aquel empecinamiento, aquella ceguera en negarse a los beneficios de la ciencia.
El desdichado cedió, porque aquello fue como una conjura. Binet, que nunca se metía en los asuntos de nadie, la señora Lefrançois, Artémise y hasta el alcalde, el señor Tuvache, todo el mundo lo animó, le echó sermones, lo avergonzó; pero lo que acabó de decidirlo fue que no le iba a costar nada. A cargo de Bovary corría incluso la máquina para la operación. Este rasgo de generosidad se le había ocurrido a Emma; y Charles accedió, diciéndose en lo hondo del corazón que su mujer era un ángel.
Así que, con los consejos del boticario, y repitiendo la empresa tres veces, mandó al ebanista, a quien ayudó el cerrajero, que hiciera algo parecido a una caja que pesaba alrededor de ocho libras y para la que no se escatimaron ni el hierro ni la madera, la chapa, el cuero y los tornillos.
Pero, para saber qué tendón había que cortarle a Hippolyte, había que estar al tanto primero de qué tipo de pie zambo tenía.
El pie le formaba con la pierna una línea casi recta, lo cual no impedía que mirase para dentro, así que era un equino con algo de varo, o un varo poco marcado con mucho de equino. Pero con ese pie equino, ancho desde luego como el de un caballo, de piel rugosa, tendones secos y dedos gruesos donde las uñas negras remedaban los clavos de hierro, el estrefópodo corría como un gamo de la mañana a la noche. Podía vérselo en la plaza continuamente, dando saltitos alrededor de las carretas echando el paso desigual. Incluso esa pierna parecía más vigorosa que la otra. A fuerza de uso, había adquirido algo así como unas prendas espirituales de paciencia y energía, y cuando a Hippolyte le encargaban una tarea muy pesada se apuntalaba de preferencia en esa pierna.
Por lo tanto, si era un equino había que cortar el tendón de Aquiles, aunque más adelante siempre sería posible habérselas con el músculo tibial anterior para suprimir el varo; pues el médico no se atrevía a arriesgarse a ambas operaciones a un tiempo; e incluso le estremecía ya el miedo de tocar alguna zona importante que no conociera.
Ni a Ambroise Paré24, al realizar por vez primera después de Celso, con un intervalo de quince siglos, la ligadura de una arteria, ni a Dupuytren25 al sajar un absceso a través de una capa gruesa de encéfalo, ni a Gensoul26 cuando hizo la primera ablación de la mandíbula superior, les latía, desde luego, tan fuerte el corazón ni les temblaba tanto la mano ni tenían el intelecto tan en tensión como el señor Bovary cuando se acercó a Hippolyte con el tenótomo en la mano. Y, lo mismo que en los hospitales, a su lado, encima de una mesa, podían verse hilas, bramante encerado y muchas vendas, una pirámide de vendas, todas las vendas que había en la botica. Era el señor Homais quien había organizado desde por la mañana todos esos preparativos, tanto para deslumbrar al gentío cuanto para creérselo él también. Charles pinchó la piel; se oyó un crujido seco. Ya estaba cortado el tendón, la operación había concluido. Hippolyte no salía de su asombro; se inclinaba hacia las manos de Bovary para cubrírselas de besos.
—¡Vamos, tranquilízate —decía el boticario—, ya le demostrarás más adelante tu gratitud a tu bienhechor!
Y bajó a contarles el resultado a cinco o seis curiosos que estaban esperando en el patio y que pensaban que Hippolyte iba a salir andando derecho. Luego Charles, tras meter a su paciente en el motor mecánico, se fue a su casa, donde Emma, muy ansiosa, lo estaba esperando en la puerta y se le echó en los brazos; se sentaron a la mesa; Charles comió mucho, e incluso, a los postres, quiso tomar una taza de café, dispendio que no se permitía más que los domingos, cuando tenía invitados.
La velada fue deliciosa, colmada de charlas y de sueños compartidos. Hablaron de la fortuna que los esperaba, de las mejoras que iban a hacer en la casa; él ya veía cómo le tenían cada vez más consideración, cómo crecía su holgura, cómo su mujer lo seguía queriendo; y ella se sentía dichosa al remozarse en un sentimiento nuevo, más sano y mejor, y de sentir por fin cierto afecto por aquel pobre muchacho que la quería tanto. Por un momento se le pasó Rodolphe por la cabeza; pero volvió la mirada a Charles y se fijó con sorpresa en que no tenía los dientes feos.
Estaban acostados cuando el señor Homais, pese a la cocinera, entró de pronto en el dormitorio llevando en la mano una hoja de papel recién escrita. Era el aviso destinado a El Fanal de Ruán. Lo traía para que lo leyesen.
—Léalo usted mismo —dijo Bovary.
El boticario leyó:
—«Pese a los prejuicios que cubren aún parte de la faz de Europa como una red, la luz empieza no obstante a llegar a nuestras campiñas. Y, por ello, Yonville, nuestra pequeña ciudad, fue el martes escenario de una experiencia quirúrgica que es al tiempo una obra de la más elevada filantropía. El señor Bovary, uno de nuestros facultativos más eminentes…».
—¡Ay, eso es demasiado, demasiado! —decía Charles, ahogándose de emoción.
—¡De ninguna manera, en absoluto, hasta ahí podríamos llegar!… «ha operado de un pie zambo…», no he puesto el nombre científico porque, en un periódico, qué le voy a contar… es posible que no lo entendiera todo el mundo; el vulgo necesita…
—Efectivamente —dijo Bovary—. Continúe.
—Sigo, pues —dijo el boticario—: «El señor Bovary, uno de nuestros facultativos más eminentes, ha operado de un pie zambo al mozo de cuadra Hippolyte Tautain, que lleva veinticinco años en el Hotel León de Oro, que regenta la señora viuda Lefrançois y sito en la Place d’Armes. La novedad del intento y el interés que despertaba el paciente atrajeron tal concurso de vecinos que hubo auténticas aglomeraciones en la puerta del establecimiento. Por lo demás, la operación transcurrió como por arte de magia y apenas unas pocas gotas de sangre humedecieron la piel, como para dejar constancia de que el tendón rebelde acababa por fin de ceder ante los esfuerzos del arte. El enfermo, cosa extraña (lo aseguramos de visu) no mostró síntoma alguno de dolor. Su estado es inmejorable hasta el momento. Todo permite creer que la convalecencia será breve; y ¿quién sabe si, incluso, en la próxima fiesta lugareña, no veremos a nuestro buen Hippolyte participar en danzas báquicas entre un concierto de joviales acompañantes, demostrando así ante todas las miradas, con su fogosidad y sus trenzados de piernas, que está curado por completo? ¡Honremos, pues, a los sabios generosos! ¡Honremos a esas cabezas infatigables que consagran sus vigilias a mejorar o a aliviar a la especie a la que pertenecen! ¿No es acaso el momento de exclamar bien alto que los ciegos verán, que los sordos oirán y que los cojos andarán? ¡Pero eso que el fanatismo prometía antaño a sus elegidos la ciencia ahora lo lleva a cabo para todos los hombres! Tendremos a nuestros lectores informados de las fases sucesivas de esta curación tan notable».
Todo esto no impidió que, pasados cinco días, la señora Lefrançois se presentase despavorida y exclamando:
—¡Socorro! ¡Se muere!… ¡Me voy a volver loca!
Charles se abalanzó hacia El León de Oro; y el boticario, que lo vio pasar por la plaza sin sombrero, salió de la botica. A él también se lo veía jadeante, encarnado, inquieto; y preguntaba a cuantos subían las escaleras:
—Pero ¿qué le sucede a nuestro interesante estrefópodo?
El estrefópodo en cuestión se retorcía, con convulsiones atroces, tanto que el motor mecánico donde tenía metida la pierna pegaba contra la pared como si la fuera a derribar.
Con muchas precauciones para no alterar la posición del miembro, retiraron, pues, la caja y todos vieron un espectáculo espantoso. Tan hinchado estaba el pie que había perdido la forma; la piel parecía a punto de romperse y estaba cubierta de equimosis que le había causado la famosa máquina. Hippolyte ya se había quejado de dolor anteriormente; no le habían hecho caso; hubieron de admitir que no se quejaba de vicio y lo dejaron en libertad unas cuantas horas; pero, en cuanto el edema bajó un poco, a los dos investigadores les pareció oportuno volver a meter el miembro en el aparato y apretarlo más para acelerar el proceso. Por fin, pasados tres días, Hippolyte ya no aguantaba más; le quitaron otra vez la máquina y los dejó muy asombrados el resultado que vieron. Una tumefacción lívida se extendía por la pierna, con ampollas espaciadas de las que rezumaba un líquido negro. Las cosas parecían estar poniéndose serias. Hippolyte empezaba a aburrirse y la señora Lefrançois lo acomodó en la sala pequeña, junto a la cocina, para que al menos tuviera algunas distracciones.
Pero el recaudador, que cenaba a diario en esa sala, se quejó amargamente de tal vecindario. Así que llevaron a Hippolyte a la sala de billar.
Allí estaba, gimiendo bajo las gruesas mantas, pálido, con la barba crecida, los ojos hundidos y girando de vez en cuando la cabeza sudorosa sobre la almohada sucia donde caían las moscas. La señora Bovary iba a verlo. Le traía paños para las cataplasmas y lo consolaba y le daba ánimos. Por lo demás, no le faltaba compañía, sobre todo los días de mercado, cuando los campesinos que lo rodeaban golpeaban las bolas de billar, blandían los tacos, fumaban, bebían, cantaban y berreaban.
—¿Cómo estás? —decían, dándole palmadas en el hombro—. ¡No muy allá, por lo visto! Pero la culpa la tienes tú. Tendrías que hacer esto, o lo otro.
Le contaban historias de personas que se habían curado con procedimientos que no eran el suyo; luego, para consolarlo, añadían:
—¡Si es que tienes mucho cuento! ¡Venga, levántate! ¡Estás ahí dándote buena vida como un rey! ¡En fin, en cualquier caso, chico, no hueles nada bien!
La gangrena iba progresando, efectivamente. El propio Bovary se ponía malo. Iba de hora en hora, continuamente. Hippolyte lo miraba con ojos espantados y balbucía entre sollozos:
—¿Cuándo me voy a curar?… ¡Ay, sálveme! ¡Qué desgraciado soy! ¡Qué desgraciado soy!
Y el médico se iba, recetándole siempre que siguiera a dieta.
—No le hagas caso, muchacho —decía la señora Lefrançois—. ¿Es que no te han martirizado ya bastante? ¡Te vas a quedar muy débil. ¡Anda, tómate esto!
Y le traía un caldo sustancioso, una loncha de pierna de cordero, un trozo de tocino y, a veces, vasitos de aguardiente que él no tenía valor para llevarse a los labios.
El padre Bournisien, al enterarse de que estaba empeorando, pidió que le dejaran verlo. Empezó por compadecerlo por aquella dolencia, al tiempo que aseguraba que había que alegrarse de ella, puesto que era voluntad de Dios, y apresurarse a aprovechar la ocasión para reconciliarse con el cielo.
—Porque —decía el sacerdote con voz untuosa— te estabas descuidando un poco en tus obligaciones; pocas veces se te veía en los oficios divinos. ¿Cuántos años hacía que no te acercabas a la santa mesa? Entiendo que tus obligaciones te desviaran de velar por tu salvación. Pero ahora ha llegado el momento de pensar en ello. Aunque no debes desesperar; he conocido a grandes culpables que, a punto de comparecer ante el Señor, imploraron su misericordia y murieron, desde luego, en las mejores disposiciones. ¡Esperemos que nos des buen ejemplo, como hicieron ellos! Digo yo que, por precaución, a nadie le iba a parecer mal que rezases un «Ave María, llena eres de gracia» por la mañana y por la noche, y un «Padre nuestro que estás en los cielos». ¡Sí, hazlo! Hazlo por mí, hazme ese favor. ¿Qué te cuesta? ¿Me lo prometes?
El pobre diablo se lo prometió. El párroco volvió los días siguientes. Charlaba con la hospedera e incluso contaba algunas anécdotas mezcladas con bromas y palabras de doble sentido que Hippolyte no entendía. Luego, en cuanto las circunstancias se lo permitían, volvía a los temas religiosos, poniendo la cara adecuada.
Su celo pareció tener éxito; pues no tardó el estrefópodo en mostrar deseos de ir en peregrinación a Le Bon-Secours si se curaba: a lo que el padre Bournisien contestó que no veía inconveniente: vale más pasarse de precauciones que no llegar. No se perdía nada.
El boticario se indignó con lo que llamaba las maniobras del párroco; aseguraba que eran perjudiciales para la convalecencia de Hippolyte; y le repetía a la señora Lefrançois:
—¡Déjelo en paz! ¡Déjelo en paz! ¡Le altera el buen ánimo con ese misticismo suyo!
Pero la buena mujer no quería ni oírlo ya. Él tenía la culpa de todo. Por espíritu de contradicción, llegó incluso a colgar a la cabecera del enfermo una pila de agua bendita llena hasta arriba y con una rama de boj.
Pero la religión no parecía aliviar a Hippolyte más que la cirugía, y la putrefacción invencible seguía subiendo desde las extremidades hacia el vientre. Por más que le variasen las pociones y le cambiasen las cataplasmas, los músculos estaban cada día más despegados y por fin Charles respondió con un movimiento afirmativo de la cabeza cuando la señora Lefrançois le preguntó si podía, como último remedio, llamar al señor Canivet, de Neufchâtel, que era una celebridad.
Doctor en medicina, de cincuenta años de edad, en muy buena posición y seguro de sí mismo, el colega no tuvo empacho en reírse desdeñosamente cuando vio la pierna gangrenada hasta la rodilla. Luego, tras decir tajantemente que había que amputar, se fue a ver al boticario para despotricar contra los borricos que habían puesto a aquel infeliz en estado tal. Zarandeando al señor Homais por un botón de la levita, vociferaba en la botica:
—¡Ésos son inventos de París! ¡Éstas son las ideas que se les ocurren a los señores de la capital! ¡Como todo eso del estrabismo, del cloroformo y de la litotritia, un montón de monstruosidades que el gobierno debería prohibir! Pero se quieren hacer los listos y meternos en curaciones sin pensar en las consecuencias. Nosotros no somos tan doctos; no somos ni unos sabios, ni unos mirliflores, ni unos niños bonitos; somos médicos de a pie, que curamos, ¡y ni se nos ocurriría operar a alguien que gozase de perfecta salud! ¡Enderezar los pies zambos! ¡Como si se pudieran enderezar los pies zambos! ¡Es igual que si, por ejemplo, quisiera alguien enderezarle la espalda a un jorobado!
Homais padecía al oír esa perorata, y disimulaba el apuro tras una sonrisa de cortesano, ya que necesitaba tener consideraciones con el señor Canivet, cuyas recetas llegaban a veces hasta Yonville; no defendió, por lo tanto, a Bovary, ni siquiera hizo comentario alguno y, dando de lado sus principios, sacrificó la dignidad a los intereses, más importantes, de su negocio.
¡En el pueblo esa amputación por el muslo que iba a hacer el doctor Canivet fue un asunto de considerable importancia! Todos los vecinos madrugaron más ese día y la calle mayor, aunque llena de gente, tenía un toque lúgubre, como si se tratase de una ejecución capital. En la tienda de ultramarinos hablaban de la enfermedad de Hippolyte; nadie compraba en los comercios, y la señora Tuvache, la mujer del alcalde, no se despegaba de la ventana por la impaciencia que tenía de ver llegar al cirujano.
Llegó en su cabriolé, que conducía personalmente. Pero como, con su corpulencia, la ballesta de la derecha había acabado por ceder, el coche se inclinaba un poco al rodar; y, en el otro almohadón, a su lado, se veía una caja grande, forrada de badana roja y con tres cierres de cobre que relucían magistralmente.
Según entraba como un torbellino bajo el porche de El León de Oro, el doctor ordenó a voces que desenganchasen el caballo y fue luego a la cuadra a ver si se comía bien la avena; porque, cuando llegaba a casa de los pacientes, lo primero que hacía era ocuparse de su yegua y de su cabriolé. E incluso decían de él, al respecto: «¡Ah, el señor Canivet es muy particular!». Y lo valoraban más por aquel aplomo imperturbable. Podrían haber reventado todos los hombres del mundo, hasta el último, y él no habría faltado a la mínima costumbre suya.
Homais apareció.
—Cuento con usted —dijo el doctor—. ¿Estamos listos? ¡Vamos allá!
Pero el boticario, ruborizándose, confesó que era demasiado sensible para presenciar una operación así.
—¡Cuando está uno de simple espectador —decía— la imaginación se impresiona, ya sabe! Y además tengo un sistema nervioso tan…
—¡Tonterías! —lo interrumpió Canivet—. Me parece usted, antes bien, propenso a la apoplejía. Cosa que, además, no me extraña, porque ustedes, los señores farmacéuticos, están siempre metidos en sus cocinas, lo que en última instancia debe de alterarles el temperamento. Míreme a mí en cambio: me levanto todos los días a las cuatro, me afeito con agua fría (no tengo frío nunca), no llevo ropa interior de franela y no me cojo ningún catarro. ¡El armazón es de buena calidad! Vivo tan pronto de una forma como de otra, como buen filósofo, y como de lo que haya. Por eso no soy remilgado, como ustedes, ¡y me da exactamente igual trinchar a un cristiano que la primera ave de corral que se me ponga a tiro! Así que después de eso, ya me dirá usted, la costumbre… la costumbre…
Y, sin ninguna consideración por Hippolyte, que sudaba de angustia entre las sábanas, los buenos señores se enfrascaron en una charla en que el boticario comparó la sangre fría de un cirujano con la de un general; y la comparación le gustó a Canivet, que se explayó acerca de las exigencias de su arte. Lo consideraba como un sacerdocio, aunque los titulados en sanidad lo deshonrasen. Por fin, volviendo al enfermo, examinó las vendas que había traído Homais, las mismas que habían salido a relucir cuando la operación del pie zambo, y pidió que alguien sujetase el miembro. Fueron a llamar a Lestiboudois y el señor Canivet, tras remangarse, entró en la sala de billar, mientras el boticario se quedaba con Artémise y con la hospedera, más blancas ambas que sus delantales, pegando el oído a la puerta.
Bovary, entretanto, no se atrevía a moverse de casa. Estaba abajo, en la sala, sentado junto a la chimenea apagada, con la barbilla hundida en el pecho, las manos juntas, la mirada fija. ¡Qué mala ventura!, pensaba; ¡qué chasco! Y eso que había adoptado todas las precauciones imaginables. Había sido cosa de la fatalidad. Pero qué más daba, si Hippolyte se moría más adelante, lo habría asesinado él. Y, además, ¿qué explicaciones iba a dar en las consultas cuando le preguntasen? ¿Sería posible que, a lo mejor, pese a todo, se hubiera equivocado? Le daba vueltas, aunque no se le ocurría nada. Pero hasta los cirujanos más famosos se equivocaban. ¡Eso era lo que no se le iba a ocurrir a nadie! Antes bien, la gente se burlaría y andaría criticando. ¡Y llegaría la noticia hasta Forges! ¡Hasta Neufchâtel! ¡Hasta Ruán! ¡A todas partes! ¿Quién sabe si no habría colegas que se meterían con él por escrito? Vendría luego una polémica y habría que replicar en los periódicos. El propio Hippolyte podía demandarlo. ¡Ya se veía deshonrado, arruinado, perdido! Y la imaginación, asaltada por una multitud de hipótesis, daba tumbos de una a otra como un tonel vacío que arrastra el mar y rueda de ola en ola.
Emma, enfrente de él, lo miraba: no compartía su humillación, sentía otra; la de haberse imaginado que un hombre así pudiera valer algo, como si, en veinte ocasiones, no se hubiese ya dado cuenta de sobra de lo mediocre que era.
Charles se paseaba arriba y abajo, por la habitación. Las botas le crujían en el suelo de tarima.
—Siéntate —dijo ella—, que me crispas.
Él se volvió a sentar.
¿Cómo se las había apañado (¡ella que era tan inteligente!) para equivocarse otra vez? Por lo demás, ¿por qué deplorable manía se había destrozado así la existencia con sacrificios continuos? Recordó todos sus instintos de lujo, todas las privaciones del alma, las bajezas del matrimonio y del cuidado de la casa, sus sueños que siempre acababan en el barro como golondrinas heridas, todo lo que había deseado, todo aquello a lo que había renunciado, ¡todo cuanto habría podido tener! Y ¿por qué? ¿Por qué?
En medio del silencio que llenaba el pueblo, cruzó el aire un grito desgarrador. Bovary se puso tan pálido como si se fuera a desmayar. Emma frunció el ceño con mueca nerviosa, luego siguió pensando. ¡Por él había sido, sin embargo, por aquel ser, por aquel hombre que no entendía nada, que no sentía nada! Porque ahí estaba, tan tranquilo, y sin sospechar siquiera que en adelante el ridículo de su apellido la mancillaría a ella tanto como a él. Se había esforzado en quererlo y se había arrepentido, llorando, de haberse entregado a otro.
—Pero ¡es que, a lo mejor, era un pie valgo! —exclamó de pronto Bovary, que andaba dándole vueltas.
Ante el choque imprevisto de esta frase, que le cayó en el pensamiento como una bala de plomo en una fuente de plata, Emma, sobresaltada, alzó la cabeza para adivinar qué quería decir; y se miraron en silencio, casi atónitos de verse, de tan ajenas que estaban mutuamente sus conciencias. Charles la contemplaba con la mirada turbia de un hombre borracho, al tiempo que oía, quieto, los últimos gritos del amputado, que se iban sucediendo en modulaciones prolongadas, que interrumpían sacudidas agudas, como el aullido lejano de un animal al que están degollando. Emma se mordía los labios lívidos y, dando vueltas entre los dedos a una de las briznas del polipero, que había roto, clavaba en Charles la aguja ardiente de sus pupilas, como dos flechas de fuego a punto de salir disparadas. Todo en él le irritaba ahora, la cara, el traje, lo que no decía, toda su persona y, en último término, su existencia. Se arrepentía, como de un crimen, de su virtud anterior, y lo que de ella quedaba lo derrumbaban las acometidas rabiosas de su orgullo. Se deleitaba con todas las ironías perversas del adulterio triunfante. Le volvía el recuerdo de su amante y un entusiasmo nuevo la atraía de forma vertiginosa; ponía en él el alma y la arrastraba hacia esa imagen; y Charles le parecía tan alejado de su vida, tan ausente para siempre jamás, tan imposible y reducido a la nada como si fuera a morirse y estuviera agonizando ante sus ojos.
Sonaron pasos en la acera. Charles miró y, a través de la celosía cerrada, divisó, a la orilla del mercado, a pleno sol, al doctor Canivet que se secaba la frente con el fular. Homais, detrás, llevaba en la mano una caja roja de buen tamaño y ambos iban en dirección a la botica.
Entonces, presa de ternura súbita y de desaliento, Charles se volvió hacia su mujer, diciendo:
—¡Dame un beso, anda, querida mía!
—¡Déjame! —dijo ella, roja de ira.
—¿Qué te pasa? ¿Qué te pasa? —repetía Charles, estupefacto—. ¡Cálmate! ¡Vuelve en ti!… ¡Ya sabes que te quiero!… ¡Ven!
—¡Basta! —exclamó Emma con expresión terrible.
Y escapando de la sala dio tal portazo que el barómetro saltó desde la pared y se hizo añicos en el suelo.
Charles se desplomó en el sillón, trastornado, buscando qué podía haberle sucedido a su mujer, suponiendo alguna enfermedad nerviosa, llorando y notando de forma inconcreta que rondaba algo funesto e incomprensible.
Cuando Rodolphe llegó esa noche al jardín, se encontró con que su amante lo estaba esperando al pie de las escaleras de la fachada, en el primer peldaño. Se abrazaron y todos sus rencores se derritieron como la nieve al calor de aquel beso.