Madrid, a finales de 2010
Día uno. Sábado. Parcialmente nublado
Mi editor literario me da un ultimátum. Me viene a decir, como la novia italiana que me mandó con viento fresco el día en que cumplía dieciocho años: «Giancarlo, sei finito». Obviamente, no se expresa en esos términos. Intenta una aproximación más amable y una gramática más sofisticada, pero el mensaje resulta claro y conciso: en ocho meses vence mi contrato y, salvo que se produzca un milagro y les entregue de inmediato un texto con potencial de convertirse en best seller, puedo darlo por rescindido. Al menos me ha llamado él, lo cual es muy de agradecer si tenemos en cuenta que, en todos los años de relación profesional que hemos mantenido, siempre he sido yo quien ha realizado el esfuerzo de marcar su número. Lo malo es que esta primera ocasión lleva pinta de convertirse en la última y mi editor me planta en el pecho una bomba de relojería que, según intuyo por los incómodos silencios que adornan nuestra cordial conversación telefónica, terminará conmigo inmolado en el paraíso de los escritores fracasados. Lugar de ensueño donde, por cierto y que yo sepa, no hay vírgenes esperando. ¿Escribir un libro decente en ocho meses? «Estás loco», le digo. Pero Josep María Punget, nombre compuesto con el que mi editor consta en su tarjeta de visita, no se aviene a razones y, en su lugar, trata de dulcificar la catástrofe con absurdas sugerencias del tipo: «Tómatelo como un reto y aprovecha para ponerte las pilas, nen». Yo me defiendo con un: «Oye, oye», pero él interrumpe mis inútiles protestas con un: «Ni oye, ni mierdas», porque, según su jefa, llevan demasiado tiempo sin publicar nada mío. «Nada tuyo de interés», matiza. Yo le comento que se equivoca, que no es cierto, y, para probárselo, le recuerdo un artículo a media columna en la revista Interviú. Pero Punget dice que el Interviú se la pela. Una falta de respeto monstruosa con uno de los pocos medios de comunicación que aún paga decentemente a sus colaboradores. Ya ves. Y, encima, se atreve a insinuar que la mencionada pieza fue un encarguito menor basado más en el principio de la caridad cristiana de su agencia que en la consolidada calidad literaria de quien les narra esta historia. «Tienes ocho meses para elucubrar una novela que podamos vender. Ni un segundo más. La agencia es un negocio, no la Cruz Roja». Y me cuelga. El crujido de la línea retumba en mis oídos como un pistoletazo a quemarropa. ¿Qué hacer? ¿Por dónde empezar? El agobio da paso a la rabia y esta, finalmente, al orgullo. Vale, pues escribo un best seller. Vaya que si lo escribo. Le voy a proporcionar el premio Nadal de este año y luego, en venganza, seré yo quien me despida: «No insistas, Josep María, dile a tu entrañable jefa que me las piro. Vuestra agencia no ofrece suficiente arroz para un pollo de mi categoría». Me vengo arriba de pronto. Punget se va a cagar. Con gracejo, me atuso el cuello del pijama, respiro hondo y, ya un poco más calmado, reacciono con la elegancia que siempre ha caracterizado a los escritores de prestancia: me pongo un café, me enciendo un cigarrito y salgo escopetado con urgencia a visitar el cuarto de baño. De momento, el que se caga soy yo.
Empujo con arte. Me concentro. Pienso. Transcurre un cuarto de hora y, en lugar de musas, sólo consigo atraer musarañas. No se me ocurre ni una sola trama de interés para un libro si descartamos, claro está, la biografía de un escritor maldito que se persona en la agencia literaria Farnés de Barcelona, carrer D´Aragó 33, entreplanta, con un bidón de gasolina súper y un mechero Clipper. «¿Está la jefa? Que salga, que le traigo un regalito». Vaya: no hay papel.
Me doy un baño de asiento y recapacito. Un exagerado el Punget este. Hombre, es cierto que en mis quince años de contrato con la Farnés solamente he sido capaz de alumbrar un libro. Bien. ¿Y qué? Aunque acepto que mi bibliografía pudiera parecer en principio escasa, lo justo sería reconocer que no todos los escritores pueden presumir de haber publicado algo en un reconocido sello literario. Además, el mío, una novela corta (ciento veintitrés páginas), casi llegó a estar en la lista de los más vendidos. Se titulaba Es complicado nadar en Alaska y, descontando devoluciones, se facturaron un total de seiscientos dieciocho ejemplares. A doce euros con veinte, saca tú las cuentas. Para las dimensiones de nuestro país, un auténtico bombazo editorial. Te lo digo yo, que fui a que me firmara Eduardo Mendoza en la feria del libro y me comentó que aquí, a partir de quinientos, ya te consideran autor de éxito.
Menudo día, tampoco hay toalla limpia. La vagancia me impide levantarme a por una y me lleva a agarrar el ejemplar antiguo de Interviú que está sobre el taburete. Busco mi artículo en la página 32. Que se la pela, dice Punget. No te digo… Lo releo. Que se la pela… Bueno, la verdad es que analizado con la imparcialidad que da la distancia, ahora tampoco me parece que mi escrito sea como para tirar cohetes. En fin, paso página y encuentro un publirreportaje sobre bañadores Speedo. Trae los precios. Es curioso, pero los bikinis, cuanto más pequeños, más caros. Hummm… Hay que ver qué fotos más detalladas, ¿eh? Me va a costar reconocerlo porque uno tiene también su orgullo, pero… ¿Sabes qué te digo? Pues que al final, mira tú por dónde, me parece que el Interviú se la va a pelar también a un servidor.
Día seis. Jueves. Aguaceros. Se recomienda coger paraguas
Vuelvo a hablar con Josep. En esta ocasión le telefoneo yo para preguntarle, con ironía, si el nuevo libro se lo tengo que mandar o pasaría él personalmente a recogerlo. Intento suavizar el tema, pero no le hace ninguna gracia porque el asunto, me conmina, es de suma gravedad. «Muy, muy serio, nen», según declaraciones propias. Así que quedamos en que me pondré a escribir de inmediato y le iré enviando material por adelantado para que él me diga si estoy o no en el camino adecuado. Intento concentrarme frente al ordenador, pero nada más abrir el word, se persona mi amigo invisible, que padece de los nervios.
—¿Qué pez, acuamán? —me saluda, imitando torpemente el acento mexicano.
Mi amigo invisible sufre alucinaciones y necesita estar medicado. Afirma que sigue el tratamiento, pero yo sé que no lo cumple y, como es mi deber, se lo recuerdo.
—Medícate, porque como hagas alguna tontería y caigas en manos de un juez, la cosa no va a tener solución. Te vas a ver entre rejas, y ahí yo no puedo ayudarte.
—Vale, te prometo que voy a hacerlo, José Luis —musita.
De sobra sé que a este amigo debería mandarle a hacer gárgaras, pero, siguiendo su línea habitual de actuación, reposiciona sus rasgos fisionómicos en expresión melancólica, como de ángel inocente, y consigue ablandarme. Me parte el alma en dos trozos. En dos mitades con sentimientos encontrados. A saber: una parte de mi ser queda envuelta en la profunda tristeza que causa ver a un amigo inmerso en circunstancias tan nefastas. La pena negra. Pero, por otro lado, despierta en el resto de mi ser unas ganas inmensas de romperle la crisma, debido, sobre todo, a que el pavo a quien conozco desde hace treinta años me vuelve a cambiar el nombre y se refiere a mí como José Luis. No te jode.
No sé las veces que le he podido repetir que mi nombre de pila es Juan Carlos. Ju-an-Car-los. ¿A que no es tan difícil? Pero mi amigo invisible, al no medicarse, pierde el hilo y se le va la pinza. No le enganchan los piñones del plato cerebral. Le resbala todo. Y así están las cosas: tal y como las cuento. Ahora, peor para él. A mí plin. Cada palo que aguante su vela. Cada mochuelo a su olivo. Yo no puedo hacer más. Mi amigo es invisible. Transparente para el resto de la humanidad, ¿me explico?, y, debido a estas farragosas circunstancias, no puedo ir a solicitar ayuda a la asistencia social so pena de que me consideren tarumba.
—¿Y esa onda, José Luis? —me suelta en plan tierno.
Me contengo y, por enésima vez, le vuelvo a aclarar que mis padres me pusieron de nombre Juan Carlos. Me mira perplejo. Como si le acabase de informar de que los extraterrestres visten calcetines blancos con la bandera del Betis en el reborde. Se muerde el labio superior, fuerte, con rabia, como si la carne fuera de otro, y por fin se atreve a preguntarme:
—¿De verdad que te llamas Juan Carlos?
—Sí, como el rey de España —le aclaro.
—Bueno, rey por ahora… —me apunta.
—¿Y a qué viene eso? —respondo sorprendido—. Que yo sepa al hijo no le han anunciado de momento subida de cargo en la empresa.
—Bueno, no debería de comentarte esto, pero… —Baja misteriosamente la voz mi amigo—: Lo harán en breve, Clodomiro. Al príncipe Felipe no le harán esperar tanto como a Carlos de Inglaterra para llegar al trono. Ya lo verás. Conozco el asunto de primera mano porque soy amigo íntimo de la familia real y estoy al día de lo que se cuece en palacio. Habrá relevo pronto. Y a mí Letizia me gusta.
—Sí, Letizia vale mucho.
—No, que digo que me gusta. Que tiene un tipo bárbaro, para entendernos.
Al carajo de la vela del barco, le aclaro, por si mi amigo desconoce la etimología. Pero el invisible hace caso omiso, se pone serio y empieza a entonar con solemnidad el himno de España. Chunda, chunda…
—Así que Juan Carlos… Vaya, vaya —musita.
—Pues sí, ya ves qué curioso: resulta que me llamo Juan Carlos —le respondo.
—Mira qué coincidencia, porque el otro Juan Carlos y yo también somos uña y carne.
Levanto la vista y, antes de que pueda abrir la boca para sugerirle que se evapore, me relata una batalla. Resulta que hace unas semanas, dice, le pusieron un llama/cuelga de la Zarzuela. Acudió a la cita y allí, en un encuentro informal en el que su majestad aprovechó para comentar que Gago, el del Madrid, era un paquete, se le solicitó que bajase en visita secreta a Marruecos. Dice que le ordenaron bendecir la venta de Maroc-Telecom a Francia y le pidieron mucha discreción para que Alierta, el presidente de Telefónica, no se cogiese un rebote. A cambio de esta cesión, mi amigo invisible había de conseguir que el régimen alauí reconociera la titularidad española de la bolsa de petróleo localizada por Repsol en la costa canaria. Ya ves tú la misión imposible que se saca de la manga. A mi amigo invisible se le ha fundido definitivamente la biela.
—No me crees, ¿verdad, José Luis?
—No.
¿A que me entiendes ahora? No hace falta ser un flecha para notar lo mal que le sientan a mi primo las drogas. Medicinas del alma, como las define él de forma poética para quitarle hierro a su adicción. Porque, esa es otra, el tipo no se corta un pelo y ha experimentado con todo el catálogo de estupefacientes del vademécum.
—¿A qué tanta conmoción? —me suelta de golpe, intuyendo mi frustración literaria.
—Tengo ocho meses para entregarle un libro a mi agente. Una misión imposible.
—Si tu agente trabaja en el FBI, te puedo echar un cable —ofrece solícito.
Ya estamos otra vez con la policía. No te puedes ni imaginar la obsesión que tiene el invisible con las fuerzas de seguridad. Dice que ostenta un puesto de responsabilidad en el Buró Federal de Investigación de Estados Unidos, el FBI, y que se encuentra destacado en España en misión especial. Que le han puesto a su entera disposición a lo mejor de la Benemérita.
—Debe de molar trabajar en el FBI —le comento.
—Más mola trabajar para la Guardia Civil.
—Qué dices…
—Tú has visto muchas películas; pero el FBI es una mierda comparado con la Guardia Civil. Te lo digo yo que conozco ambos cuerpos.
Acto seguido, me indica que, con los tricornios, se encuentra inmerso en «Operaciones secretas de alto estado, güey». Que le bastaría con guiñar un ojo para que la institución entera lo diera todo, primero por él y luego por la patria. Que despacha con el director del mando único los martes por la mañana, en horario de doce a dos y, los jueves por la tarde, de cuatro a seis. Que su grupo está a punto de asestarle un madrazo al cartel ruso. Le replico que los Madrazo eran unos hermanitos pintores y que habrá querido decir mazazo y me replica que me vaya a la chingada con mi instinto de puto colonizador. Así me contesta el deslenguado. Y añade que: «Un respeto, por favor», porque él es consejero personal del presidente de Estados Unidos para asuntos de seguridad. Está como una cabra. Como un cencerro. Como un perro con tres rabos. Pero es mi amigo. Invisible, pero amigo.
—¿Tu agente también es norteamericano?
—No, es catalán y muy español.
—¿De Ciutadans? —consulta, haciéndose el listo.
—No, periquito.
—¿Y qué tareas desempeña?
—O sea, no es agente, agente. Es más bien editor. Bueno, los dos, porque en teoría me busca trabajos. Yo le mando textos para que publique y él me responde: «Ja te direm coses»; que viene a significar que si te he visto, no me acuerdo. O sea, el mamón no me publica nada. Y ahora viene con que la culpa es mía y que, como no se me ocurra en ocho meses una novela sobre la Guerra Civil, tipo Almudena Grandes, me manda al carajo.
—Entonces tenemos que ponernos ya.
—¿Ponernos?
Le dejo caer que no necesito su ayuda, pero no se da por aludido. Se lleva la mano a la nuca en señal de concentración y me sugiere una idea. Ya lo tiene, me dice: la historia de unos hermanos gemelos separados por una tragedia… «Porque la relación fraternal siempre da mucho juego. Hermano rico, hermano pobre y esas cosas». «Sí, sí…», le respondo para quitármelo de en medio, pero él insiste aclarando que me lo comenta sin ánimo de lucro y que «sobre ese asunto te podría dar pelos y señales porque yo tengo un hermano mellizo». Ahora resulta que mi amigo invisible tiene familiares.
—¿Ah, sí? ¿Y cómo es que no me has presentado nunca a tu alma gemela?
—Nos separaron al nacer. Es una historia muy dura y no me gusta comentarla con nadie. Pero por ti destaparía las heridas.
—Ya. Muy generoso.
Menuda cruz. Por más que yo intente anticipar por dónde va a salir para frenarle, este amigo invisible siempre ejecuta un recorte y me sobrepasa. Se burla de mí con la técnica de regateo de Iniesta: toquecito a un inesperado espacio muerto una décima de segundo antes de que el contrario alcance a robarle la pelota.
Día doce. Miércoles. Nubes y claros
Me llama Josep para ver si ya me he puesto al tajo y, como no he empezado y me da vergüenza reconocérselo, me sorprendo contándole que he escrito el primer capítulo de una tragedia apasionante basada en la vida de dos hermanos gemelos.
—Estupendo, mándamelo ya mismo. —Y me cuelga.
Pues ahora sí que la hemos armado. A toda leche me pongo al teclado e improviso lo que puedo. Cuando llevo tres folios, mi editor me pone un mensaje de texto preguntando que qué pasa y le tengo que mentir con la excusa de que no me funciona internet pero que el técnico está ya en ello. Por fin termino y se lo hago llegar. Vía fax. Más que nada por darle salida al aparato, pues me causa pena ver cómo se queda obsoleto sin que nadie le ofrezca trabajo. Al poco suena el fijo, que ya es raro, y lo atiendo. Es Josep. «Nada. Olvídate. Ni gemelos, ni prismáticos», me desanima. Reacciono sobre la marcha y le solicito que recapacite. Que recuerde que la crítica especializada también se cebó erróneamente con Dostoievski cuando publicó Los hermanos Karamazov; que le recriminaron que la narración omnisciente era un petardo y que se apartaba con excesiva frecuencia de la trama principal para penetrar en la historia de personajes sin trascendencia. Pero el Punget se cierra en banda y me regala un consejo: vés a pastar fang. Entonces me aprieto los machos y, en legítima defensa, alego que el enganche narrativo de mi propuesta no reside tanto en la tensión fraternal que él injustamente rechaza, como en el hecho de que la acción se desarrolle en una pequeña aldea de Soria; ya que lo rural suele resultarle siempre al lector muy atractivo. Que se acuerde de Delibes, le indico.
—¿La trama ocurre durante la Guerra Civil? —me interpela.
—No —le respondo.
—¡Pues entonces, olvídate, Juan Carlitos! Además, ya te digo que la gente de hoy día demanda historias de ciudad. De progreso. El campo ha muerto.
Josep resopla. Yo no cedo. Entonces replica que haga lo que me dé la real gana, pero que el tiempo pasa, y que me tiene que dejar porque tiene en la otra línea a Isabel Allende. Me intereso por saber si la autora va a publicar un nuevo libro. Me dice que la historia de una familia que habita en una aldea remota de la cordillera andina. Le pregunto que si no la ha mandado a ella también al cuerno. Traga aire. Se toma su tiempo. Suspira. Rebufa y me explica que, a Isabelita, si se le antoja escribir el horóscopo chino del mes, se lo publica en cartoné. Que una cosa es ser Allende y otra muy distinta ser Perico el de los palotes. Y me cuelga. Ya ves qué lástima.
Día quince. Sábado. Temperaturas moderadas
Mi hijo me pide el coche porque se ha dejado las llaves de la furgoneta en la cazadora. «¿Y dónde está la cazadora?», le pregunto. «En el almacén de mamá», me responde. Le recomiendo que maneje con cuidado y me contesta que le deje en paz y que conduce bastante mejor que yo. Así se dirige a su padre el mal criado y se las pira. Mi hijo no es que sea mal chico, es que está en una edad difícil. Bueno, desde que nació. La verdad es que yo no conozco a ningún vástago de nadie, tenga los años que tenga, que no esté atravesando un periodo delicado. Cuando no es por una cosa es por otra. Mi heredero se llama Sergio y trabaja en la empresa de distribución de congelados de la que mi mujer es socia fundadora. Al chico le gusta el empleo porque le deja tiempo libre para dedicarse a la música, que es su verdadera pasión. Toca guitarra eléctrica. Arpegios de esos que se te incrustan en el tímpano los domingos por la mañana y te obligan a cuestionarte el momento en que decidiste traerle al mundo. En fin, ya veremos por dónde sale; pero para mí que va a terminar tocando gratis en el Honky Tonk los jueves por la noche. De momento, lo único que tiene claro es que, cuando monte un grupo, lo va a llamar Sergio y los Palitos de Cangrejo.
A mi mujer el hecho de haber tenido que contratar a nuestro hijo en su empresa la saca de quicio. No soporta que Sergio sea el empleado que lleve el ritmo de trabajo más relajado. Y, naturalmente, es a mí a quien le llueven las quejas en la almohada. «Es que el chico esto; es que el chico lo otro; es que hay que ver con el chico». Yo me enciendo, y cuando el holgazán regresa de la colocación, me voy a su cuarto y empiezo a pegarle ladridos. Hasta que consigo tranquilizarme y trato de explicárselo de forma más didáctica: «Hijo mío, tienes que empezar a valorar las cosas un poco. ¿Tú sabes lo que es el dinero?». Me responde que sí, que el dinero es lo que gana mamá y yo saco del cajero». ¿Será capullo? A punto estoy de pegarle un merecido sopapo en pago a su desmedida insolencia, pero valoro los métodos educativos vigentes, según los cuales los progenitores podemos ser acusados de malos tratos y terminar en el penal de Cádiz, y decido contenerme. Hago de tripas corazón y lo intento por una nueva vía más pacífica. «Mira, Sergio, no puedes permitirte privilegios por el mero hecho de ser hijo de la dueña. ¿Me sigues?». Y él pone cara de aburrimiento, me promete que sí y me indica que cierre la puerta, por favor, que se quiere echar un rato. Y que le pida a su hermana pequeña que no corra por el pasillo porque la va a matar a hostias como la coja. Esa es la amable relación que tenemos. Como Cuéntame, pero en versión postmoderna. Me abro por evitar que la confrontación pase a mayores, pero el daño moral e irreparable a mi persona ya está hecho. Que yo lo saco del cajero. Hasta mi heredero piensa que soy un flojo. El panorama no puede ser más desolador.
Tanto a Ana como a mí nos hubiera gustado mucho que nuestro chico se hubiese dedicado a una profesión más ambiciosa. No lo digo con desprecio al ramo de la congelación. Dios me libre. Todas las profesiones, practicadas con honradez, merecen la misma consideración. Pero si Sergio quería dedicarse a repartir croquetas de jamón por los restaurantes, ¿por qué insistió tanto en estudiar relaciones internacionales en el Trinity College de Irlanda? Porque esta también es buena. El niño se empeñó en estudiar fuera de España. Pues que estudie fuera el niño, nos convencimos. Lo mejor para el chiquillo. La educación lo primero. En estudios no se repara en gastos… así que tuvimos que vender nuestra casita en Jaén. El chalecito veraniego en el que pusimos todas nuestras ilusiones y todos nuestros ahorros. Pues nada, Juan Carlos, si se tiene que vender, se vende. Todo por Irlanda, Ana. Y la vendimos. Malamente, la verdad sea dicha, porque hay otro tema que se me había olvidado comentar: somos idiotas. Nos convenció un listo para que se la vendiéramos a él a bajo precio con la milonga de que iba a montar una guardería. Que conocía a mis padres del pueblo y que mejor dejar el terreno en manos de alguien que fuera a darle un empujón al comercio local antes que entregárselo a unos especuladores. Total, que se la medio regalamos y no tardó el tipo ni tres meses en revenderla por el triple para construir un edificio de cuatro plantas. Apartamentos. Menudo canalla. Si no estuviera el pueblo tan alejado de Madrid, que para llegar te tiras seis horas en un autobús de espanto, ya me habría acercado a darle su merecido. Aunque, bueno. Espérate tú que no salgamos algún día de la crisis, pongan AVE hasta Martos y me presente con un calcetín relleno de arena.
En fin, vuelvo a Sergio. Resulta que nos pidió dinero para un pisito en Dublín porque, ya ves tú el señorito, los dormitorios de la universidad no tenían lavadora. Cedimos. No sé cuántas libras para gastos de mantenimiento todos los meses. Le pusimos un giro. Y venga a soltar mosca hasta que, al terminar tercero, nos dio una buena noticia: «El año que viene no vais a tener que gastar ni un euro más en libros». Yo me alegré, levité de satisfacción. Le habrán concedido una beca, me dije, hasta que Ana me pinchó el globo y me hizo aterrizar de bruces.
—Lo que nos trataba de contar la criatura con eso de que no tendremos que comprar libros el próximo año es que ha repetido curso.
—No jodas…
—Ay, qué cortito eres para algunas cosas, Juanqui.
Mira, un desastre. Empezaron a llegarnos todos los meses, con cargo a la visa, doscientos euros de gastos en the library. Consultamos en el diccionario Webster´s New World Thesaurus (nueva edición completa) y ya vimos que library significaba «biblioteca». Nos aliviamos. Por fin el chico estaba hincando los codos. El sosiego duró menos que un petardo en fallas. Fuimos a visitarle en el puente de la Inmaculada y casi nos da un pasmo. Para empezar, en Ryanair sólo faltó que le hiciesen facturar a Ana la cajetilla de tabaco. Antes fumaba Camel, pero ahora le da igual la marca. Le pide al kiosquero que le dé una de las que pone «fumar puede causar impotencia» y sale un cigarrillo arrugado; porque dice que, como eso a ella no le afecta, pues no le entra yuyu. Total, que llegamos y resultó que The Library era el nombre de un pub. Le estábamos financiando al angelito las pintas de cerveza negra que se metía entre pecho y espalda todas las tardes. Sólo nos faltaba darle palmaditas en la espalda para sacarle los eructitos al nene. Con esa inclinación intelectual no me extraña que repitiera. Hay que fastidiarse. Seis años se tiró de hijo pródigo, entre pitos y flautas, hasta que pudo graduarse. Viviendo a todo trapo. Venga a sacarnos dinero por el viejo método de liquidación por derribo: llorarles a tus padres pidiendo liquidez hasta conseguir tumbarlos. La repanocha.
Ana entra en el cuartito de la plancha, que es donde tengo yo montado el despacho profesional, y me pregunta si le he prestado el coche al chico. Asiento y añado un par de comentarios críticos para la reflexión. Ana se queja de que no encuentra las medias negras y aprovecha para sugerirme que no le dé más vueltas a lo de Sergio. Que no sea tan duro con el chico; que ella le nota feliz con su cometido en la empresa y que, al fin y al cabo, eso es lo único que debería preocuparme a mí como padre.
—Si yo estoy de acuerdo —le digo—. Pero, hombre, Ana María de la Encarnación…
Así le digo, porque, cuando me enfado con mi esposa, utilizo su nombre completo.
—Pero hombre, ¿qué?
—Leche, que si tan satisfecha te sientes con el comportamiento del niño, haz el favor de no calentarme a mí la cabeza con que si Sergio esto, con que si Sergio lo de más allá y no me obligues a ladrarle.
—Ah, le ladras por mi culpa, ¿verdad? No tenemos personalidad para tomar decisiones propias.
Y entonces, mientras a mí se me va abriendo la mandíbula poco a poco hasta encasquillarse, ella encuentra los pantis, se da la vuelta y desaparece. Ya no me va a volver a hablar en dos días. Lo sé perfectamente porque ocurre lo mismo cada vez que sale el tema de Sergio a colación. Esta mujer me desconcierta.
—¿Salimos, José Luis? —me pregunta mi amigo invisible, que se persona con ganas de charla.
—No puedo. Tengo que escribir. Toma asiento, si quieres.
Dice que ni hablar y pone como excusa que ya le gustaría, pero que le resulta imposible agacharse. Que últimamente padece de ciática en la pierna derecha y cuando se inclina se le agudiza el dolor. Un pinchazo que le surge a la altura de la cadera y le baja hasta la espinilla. Muy molesto, según relata. El traumatólogo le ha recomendado que pierda peso y le ha puesto una tabla de ejercicios para fortalecer los abdominales. «Se está usted encorvando hacia delante, como la letra C de Barrio Sésamo —le ha dicho—, y a consecuencia de su postura errónea, se le ha pinzado un nervio. Tiene que montar en bicicleta. Tiene que nadar».
—¿Nos vamos a echar unos largos a la piscina municipal de La Latina?
—Que no puedo.
Mi amigo invisible tiene que recomponer el esqueleto. Intentar, con el fortalecimiento de la tripa, volver a tirar de su estructura ósea hacia atrás para que el nervio vuelva a circular libre por el conducto del tuétano que le corresponde. No sabía yo que los nervios viajaban por conductos óseos, fíjate tú la ignorancia. Le han mandado tres sesiones de rehabilitación y le han hecho una electromiografía para localizar el lugar en que se produce el cortocircuito que le causa la cojera. Como a la Tía Bastones.
—¿Eso de la electromiografía en qué consiste? —le pregunto para salir de dudas.
—¿Te la hiciste por Sanitas?
—No, a mí me corresponde Asisa por el Ministerio del Interior, pero viene a ser lo mismo. Te tumban en una camilla y te empiezan a pinchar con agujas. A destajo. Como los chinos. Se conoce que miden la actividad eléctrica en el nervio para determinar en dónde falla. La noche anterior lo consulté en internet, así que fui preparado y le dije al matasanos: «Mire, doctor, perdone mi intromisión en su campo profesional sin estar colegiado, pero me he documentado y estoy convencido de que padezco el síndrome del túnel carpiano. Una miopatía de esas, usted ya me entiende».
—¿Y qué te dijo?
—Que sí, que sí. Que me tumbase boca arriba y me remangase la pernera, por favor. Dice: «Igual siente usted un hormigueo leve», y, acto seguido, me propinó un pinchazo en el muslo que yo creo que iba con recochineo. ¡Mira que les molesta a los doctores que los pacientes accedamos al Google, ¿eh?!
—Hombre, Agenjo, macho, es que a ver si los nueve años que se tira un traumatólogo preparando la especialidad te los vas a fumar tú en una horita frente al ordenador.
A mi amigo invisible le llamo desde siempre por su apellido: Agenjo. Mantengo esa costumbre porque nos conocimos en la infancia, en la época del cole, cuando todos nos llamábamos así: Aramendi, Castaño, Esteban Ciriza, Gil Pato… Bueno, a este último compañero le colocamos un apodo. En realidad se llamaba Yáñez, pero era clavadito al tío de Donald. Recuerdo que un día le pegaron en el recreo un balonazo en sus «partes tímidas» y cayó desplomado en el cemento del patio. Pobre Gil Pato. Por lo visto, mientras nosotros le escuchábamos balbucear palabras inconexas, él observaba una luz blanca sobre la que se proyectó su vida entera en diapositivas. Y se conoce que, claro, como todavía éramos muy jóvenes, la proyección debió de terminar enseguida porque Gil Pato volvió a la vida en un periquete.
—Calla, no menciones desfallecimientos, que me acuerdo del calambre que me pegó el Mengele ese y me pongo de mal humor —suspira mi amigo invisible llevándose la mano a la rodilla—. El tipo me dijo: «Voy a tardar un rato porque he de diferenciar si su proceso es agudo o crónico; si adquirido o heredado y si focal o difuso». «¿Y eso?», le pregunté yo. «Por reducirlo a un diagnóstico que informe del pronóstico». «Ah —le contesté—. Pues ya me quedo más tranquilo». Y volvió a pincharme.
Me entra la risa. No puedo evitarlo.
—Pues no le veo la gracia.
—Es que alucino con tu historia.
—¿Sí? Pensaba que aquí quien sufría de alucinaciones himnopómpicas era yo.
Mi amigo invisible se tumba en el suelo de tarima instalado en mi hogar por Los Fernández, que son muy amables, visítelos, y empieza a hacer ejercicios de estiramiento. Primero boca arriba, con la pierna derecha flexionada hacia el pecho y la rodilla sujeta con las manos. Mantiene la tensión unos veinte segundos y, a continuación, cambia de pierna y repite el ejercicio con la izquierda. Después, se coloca boca abajo y extiende los brazos hacia delante. Los levanta sin mover la cabeza y, al bajarlos, eleva las piernas. Alterna el movimiento en plan tentetieso. Despacio. Otros veinte segundos. Resopla.
Por no verle más hacer el ridículo accedo a salir y almorzamos juntos. Agenjo carece de estómago, pero disfruta como nadie del aroma de los platos. Le llevo a Casa Salvador. Un sitio muy taurino. Donde Pepe. Pido merluza de pincho, la mejor del universo, y el dueño se nos suma a la sobremesa contándonos una anécdota de Belmonte. No te puedes hacer una idea de cómo es Pepe. Te puede relatar de memoria cualquier momento de la historia del toreo. Tanto si estuvo como si no. Da igual, porque aprendió los pormenores de muchas faenas históricas de boca de su tío Salvador, fundador de la insigne taberna, que en paz descanse.
—Pepe tiene una memoria fotográfica —le comento a Agenjo cuando el dueño se marcha para traer más vino.
—Yo también tengo memoria fotográfica, José Luis. Lo que pasa es que todavía no la he revelado. Ja, ja, ja.
—Mira que eres tonto, chaval.
—Muchas gracias. Los españoles siempre tan corteses con los extranjeros. Sólo te falta decirme que no entiendes cómo sigo teniendo tanto acento después de llevar tantos años ya entre vosotros.
—¿Pero qué dices?
—Que a ver si solicitas una Erasmus, viajas un poquito, aprendes lo que cuesta sobrevivir fuera de tu propio país y se te pasa la arrogancia.
¿Ves lo que te digo de las drogas? En fin. Vuelve Pepe y sirve el caldo de la casa. Un César del Río. Cincuenta por ciento de viura y cincuenta por ciento de garnacha. Con maceración y fermentación en frío. Un vino joven con un punto de acidez que refresca mucho. Y nada caro: tres euros con veinticinco céntimos en la tienda.
—Rico, ¿eh? —apunta, y a continuación toma asiento y se queja de que muchos diestros le deben dinero—. Los matadores no pagan nunca, Juan Carlos —se lamenta—. Es la costumbre. Se presentan en la taberna con un montón de comensales y, cuando terminan el café, en lugar de apoquinar me dan las gracias. A algunos ya les he tenido que decir que no vuelvan. Que no puede ser: temporada tras temporada comiendo de gañote. A uno que sigue vigente en la fiesta le dije: «Mire, maestro, cuando yo voy a la plaza pago mi localidad; así que, cuando usted venga a mi casa, espero que haga lo propio con la consumición». Y el tipo se puso hecho un verraco. Que si le estaba llamando esto, que si le estaba insinuando lo otro. Total, que por no sacar los colores delante de la cuadrilla, extrajo de la chaqueta una chequera y me espetó en plan chulesco: «¿Qué se debe?». «Con las dos botellas de güisqui, trescientos euros», le dije. Firmó un cheque por doscientos cincuenta. «Maestro, que se ha equivocado». «Ah, sí, es verdad, trae para acá, que te hago otro». Lo rompió. El segundo lo firmó por doscientos quince. «Hombre, maestro, que se ha vuelto a equivocar». El tercero lo redujo a ciento ochenta. «¡Pero bueno!». «Mira, Pepe, cóbrate eso, que tengo el día despistado y lo que sea que falte, que al final serán las copas, entiendo que invita la casa». Y por no montar un escándalo y, sabiendo que entre aquella cifra y la posibilidad de no ingresar nada existía una línea demasiado fina, le acepté el talón bancario.
Sin mediar palabra, mi amigo invisible deja la silla, se sienta con las piernas paralelas e inclina el tronco hacia delante, estirando los brazos en dirección a los pies. Aguanta cinco segundos y retorna a la posición inicial. Diez veces. Resulta complejo, no te creas.
—Termina la menestra, Juan Carlos, que te vas a quedar como Manolete —me indica Pepe.
—¿Tan delgado era el maestro? —inquiero dubitativo.
—Sí, además de raro estaba muy escurrido de carnes. Seco. Como la mojama. Cuando le lanzó un derrote el toro en Linares, era un andrajo, sin masa muscular ninguna. No pudo aguantar la embestida. A ver. Si llega a ser otro, igual no la hubiera palmado. Ahora, se equivocaron los médicos al hacerle una transfusión de sangre. Ya advirtió el cirujano de la plaza que el riñón no lo soportaría, que se esperasen. Pues fue ponérsela y entró inmediatamente en coma. Se le nubló la vista, preguntó por el subalterno y ahí se acabó Manolete.
—Así que era un tío raro, ¿no? Ay, Pepe, cómo se te nota que tú eres más de Dominguín.
—¿Yo de Dominguín?
—Hombre, verde y con asas… Ya me contarás. Si no, de qué va un buen aficionado a hablar así de Manolete.
Vuelve Agenjo a la mesa.
—¿Qué pedimos de postre? —me pregunta en voz baja, como temiendo que Pepe pueda escucharle.
—De postre en esta casa se toma leche frita —sentencia el tabernero como si en efecto hubiese podido oír a mi amigo.
Agenjo y yo nos quedamos a cuadros y Pepe, sin percatarse de nuestra sorpresa, nos explica el proceso. Se calienta leche en un puchero y, antes de que llegue a hervir, añadimos un puñado generoso de azúcar y unas ramas de canela. Se baja la lumbre y, poco a poco, vamos agregando el contenido de una taza en la que previamente hemos mezclado maicena con un chorro de leche fría. Pronto, si removemos con constancia y paciencia para evitar que se formen grumos, en la olla aparece una besamel fina y delicada que nos indica que hemos cumplido nuestro objetivo. Dejamos la masa reposar unas horas para que coja cuerpo y, a continuación, sólo nos queda cortarla en cuadraditos que, una vez rebozados en harina, saltarán alegres al dorarse en el aceite de la sartén. El resultado está de muerte. Aunque la masa nos quede un poco viscosa, no hay que asustarse porque la harina es el pegamento universal de la cocina y evita que se descomponga. Pepe mantiene que la harina es el superglue del cocinero. «Si no fuera por ella —nos confiesa—, al echar un boquerón a la sartén se desmenuzaría entero». A mí me entusiasma que nos revele pequeños trucos caseros; como el de agregarle una cucharadita de azúcar al bloody mary para reducir la acidez del tomate. Mano de santo. Pero a Agenjo todo esto se la sopla. No presta la más mínima atención a ninguno de sus comentarios culinarios. Él, como de costumbre, va a lo suyo. Acaba de volver a tirarse al suelo, que vete tú a saber quién habrá pisado por aquí, y se ha puesto a trabajar los abdominales. En este preciso instante, para que te hagas una idea, se encuentra en posición decúbito supino, flexionando las rodillas y llevándoselas al pecho en espiración. Una, dos… y así otras diez tandas.
—Me han enseñado a hacer la reanimación cardíaca —me suelta embebido en sus pensamientos—. Hay que golpear a la víctima en el pecho al ritmo de By the Rivers of Babylone, la canción de Boney M, porque esa melodía reproduce fielmente el traqueteo del corazón.
—Muy interesante —le respondo sin haber prestado atención alguna al desafortunado comentario.
—De nada, primo, a mandar —contesta chulesco sin coscarse de mi sutil indirecta.
Ahora resulta que le da por llamarme primo, como los gitanos. Debe de ser que se le ha contagiado al fin mi afición flamenca. Le llevé una noche a gozar del baile de Farruquito y se quedó prendado. Estaba como loco. «Mira —me indicó con la fascinación de un chiquillo—, cada vez que pega un brinco le saltan gotas de sudor del pelo». «No es sudor, Agenjo —le aclaré yo—. Eso es agua del grifo. Del Canal de Isabel II. Lo de meter la cabeza debajo de la ducha antes de cada actuación es algo que se inventó Joaquín Cortés porque queda mucho más lucido en el escenario. Puro espectáculo que ahora le copian todos». «Ah —me dijo él, volviendo a señalarme las gotas y añadiendo—: Hay que ver lo que suda Farruquito, ¿eh? Menudo arte».
Agenjo decide incorporarse, pero no retorna a la mesa. Qué va. De pie, a unos metros de distancia, me observa engullir la leche frita, en plan informal, como quien no quiere la cosa; aunque salta a la vista que se trata de una postura bien estudiada. Muchas horas de espejo tiene detrás esta pose. Seguro que él piensa que parece Rafa Nadal esperando a recibir el saque de Djokovic en la final del Open USA, pero la triste realidad es que recuerda al típico vecino barrigudo que baja a echar un partidillo de pádel a la pista de la urbanización después de la siesta. Da pena. Con esas piernas que se le abren en forma de uve a la altura de la rodilla y se le afinan hasta llegar a unos tobillos con formato de palitos de cangrejo. Con esos pies planos. Con esa chepilla incipiente, porque este, de taurino, sólo tiene el morrillo. Ahora, Dios me libre de comentarle nada. Ante todo, respeto. Yo me limito a forzar una sonrisa y Agenjo aprovecha el intercambio de miradas para colocarse la mitad del cuello de su polo hacia arriba. Como por descuido. No es presumido ni nada… Sólo le faltaría anudarse un jersey finito de pico al cuello y rebozarse el pelo con Lavanda Inglesa de Gal y estaría listo para salir a tomarse unos chiquitos por Hondarribia. Menudo veraneante madrileño pijo está hecho el invisible este.
Terminado el almuerzo, me despido de Pepe y salimos a la calle. Ni frío ni calor. Temperatura moderada para dar un paseo.
—Estoy convencido de que a Sergio le hubiese venido mejor quedarse a estudiar en Madrid —digo por iniciar una conversación.
—¿Y eso? —me pregunta Agenjo, ajeno al interés de mis declaraciones.
—Por lo menos los dos primeros años de carrera y luego, si nos hubiera demostrado que le gustaba empollar, pues que hubiera solicitado su traspaso a Dublín y ya veríamos. Pero es que eso de pagarle seis años a todo trapo para que haya terminado repartiendo espinacas Bonduelle a la crema en una Ford Compact… Hombreeee, ya me explicarás tú a mí el negocio. Ya sé que la empresa es de su madre, que la heredará algún día y toda la pesca, pero no nos engañemos, el Máster del Universo se dedica a vender croquetas. Quizás debería de haberme mantenido más firme. «Papá, quiero ir a Dublín». «Pues no vas, Sergio». «¿Por qué?». «Porque lo digo yo y punto». «Menudo facha». «Facha no, Sergio, sentido común. Primero te dejas la piel estudiando en la Complutense, como todo el mundo, y cuando vea yo que sacas seis matrículas de honor, entonces te pides una Fulbright y que te manden a donde quieras».
—Estoy de acuerdo, José Luis: acción, reacción —se incorpora por fin mi amigo al diálogo—. ¿Que no se esfuerza el chico?, palo. ¿Que se esfuerza?, pues zanahoria. El premio hay que concedérselo a quien lo merece. Entonces sí. Entonces saca uno el dinero de debajo de las piedras para financiarle al niño lo que necesite. Como si hay que pagarle un máster en Jarguar.
—Querrás decir Harvard, bestia. La universidad donde sacó el máster el Obama.
—Pues en Alabama, José Luis. Si el sitio es lo mismo. En Alabama, o donde quiera estudiar el chico; pero sólo cuando demuestre con hierro, sudor y lágrimas que el Cid cabalga.
—¿Eh?
—Que evidencie que se lo ha ganado.
—Ah.
—En eso estoy contigo. En eso llevas razón.
—Oye, Agenjo, machote, ¿tú no me habías dicho que eras yanqui y que tratabas personalmente con el presidente de Estados Unidos?
—¿Quién, yo? Qué va. Me confundes con el Ross.
—¿Con el Ross? ¿Y ese quién es?
—Buah. Otro medio invisible que anda por ahí enredando.
Me entran ganas de estrangularle. Despacito, eso sí. Hasta que se le salten los ojos como a los tapones de Rondel verde, mi espumoso preferido, aunque no le hago ascos al amarillo tampoco. Pero me contengo. Se conoce que la educación recibida en un colegio de los Sagrados Corazones, con gimnasio y pista de atletismo al aire libre para las competiciones veraniegas, me retienen en mi sitio. Ahora bien, lo que ya no alcanzo a discernir es si me contengo debido al quinto de los mandamientos que Yahvé le pasó a Moisés en una tablet, «No matarás a un semejante porque la vida humana es sagrada», o, sencillamente, sigo la recomendación de Siddharta Gautama a sus discípulos: «No privéis de vida a los animales salvajes que pueblan la Tierra». Sea como fuere, mi amigo está hecho un cernícalo de kilo y tres cuartos.
Día veintiuno. Viernes. Vientos racheados
Josep no me contesta. No dice ni mu. Hace días que he intentado restablecer contacto con mi editor para exponerle mi nueva idea y no he percibido ni un mísero gesto de aproximación por su parte. El de Barcelona calla como la pared trasera del sepulcro de Tutankamón y a mí me empieza a entrar un desasosiego cercano a la sensación de siniestro total. ¿Tan alejado me encuentro de la pauta que marca hoy en día el mundo editorial? Le he dejado en el contestador un nuevo titular, para que pique y, en sana conversación, ofrecerle luego más detalles. Pues nada. ¿Qué le cuesta llamar? ¿Será posible que él, que trabaja en esto, no se dé cuenta de que los creadores necesitamos un punto de apoyo? No pretendo que sea amable conmigo, pero esperaba al menos que fuese profesional y me llamase. Que entendiese que una sola palabra suya bastaría para sanarme… para hacerme sentir vivo frente a la solitaria pantalla del ordenador. Y en estas digresiones me encuentro cuando recibo un telefonazo inesperado. Es Punget. Muy cariñoso.
—¿Qué? Que no se te ocurre nada, ¿no? —me lanza de sopetón.
—¿Cómo que nada? ¿No has escuchado mi propuesta sobre el centro de rehabilitación?
—Sí, a ver, pero…
—Pero ¿a ver qué?
—A ver, que no me encaja.
—¿El qué no te encaja?
—Que no lo veo, tú. A ver, el tema es demasiado vago.
—Pues te lo concreto. Imagínatelo: un centro de rehabilitación con pacientes que entran y salen. Como en el barco del amor, pero lesionados. Una teleserie para Antena 3. Todo tipo de personajes. La fisioterapeuta jovencita a la que le confiesan sus vidas los obreros accidentados. Hay un camionero que le dedica poemas…
Pues que no y que no. Que menudo ladrillo. Que no hay acción. Y se atreve a insinuarme que: «A ver, ¿dónde está el muerto?».
—Cógete cualquier libro de éxito, Juan Carlos —me dice—. Estúdiate el Millenium de Larsson. Destripa la trama de El código Da Vinci. A la gente le gustan las novelas policíacas.
Así me lo plantea, tal y como te lo cuento. «Y date prisa —me presiona antes de colgar—, no vaya a ser que el fiambre de la historia seas tú porque tengo encima de la mesa tu contrato y empieza a oler a cadáver. Así que mueve el culo». Con esa cordialidad se expresa mi queridísimo editor. Se permite el lujo de llamarme holgazán. A mí. A un creativo, que somos gente que no paramos ni un segundo de darle al torno. Impresionante.
Arrugo el folio en el que había perfilado la fallida propuesta literaria y lo arrojo a la papelera. Canasta de tres puntos. Si no lo veo, no lo creo. La bola de papel ha dibujado una parábola perfecta. Ha logrado esquivar por décimas de milímetro el borde de la tabla de la plancha, ha rebotado con precisión sobre el espejo marroquí comprado en el mercadillo de Guadarrama y ha entrado limpiamente en el cesto. Triple de libro. ¡Triiiiiiiiiple! ¡RA-TA-TA-TA-TÁ! La emulación del estilo narrativo de Andrés Montes me hace recordar que la radio también existe y la enciendo. No hay ningún programa decente. Todo son locutores que van dando paso a una retahíla interminable de anuncios. «Adelgar, Adelgar… Estamos a la vanguardia en el tratamiento de la alopecia masculina y femenina, las arrugas, la flacidez, la celulitis, el lifting sin cirugía, la corrección de la forma y el volumen de los labios, la liposucción, la regeneración y la reafirmación de la piel del rostro y del cuerpo». Me entran ganas de deprimirme y vuelvo a apagarla. Pero, contra todo pronóstico, sigue sonando. ¿Fenómenos paranormales? No, es la voz de mi amigo invisible, que se ha presentado una vez más sin llamar a la puerta.
—Hombre, José Carlos, yo no veo el panorama tan negro.
Como viene siendo costumbre, Agenjo me ha leído el pensamiento sin permiso. Sin respetar la privacidad de los mensajes. Y encima en esta ocasión, y sin motivo aparente, le da por llamarme José Carlos.
—No es por agarrarte del chongo —declara—, pero veo que te complicas mucho la existencia. Y me preocupa porque, de este modo tan negativo, nunca vas a alcanzar la felicidad interior.
Resulta que Agenjo se ha hecho intelectual.
—Acompáñame al Thyssen —me sugiere—. Te hará bien contemplar los cuadros de Van Gogh.
—No tengo tiempo para museos —le increpo.
Agenjo me mira con displicencia y menciona que a él la pintura se la refanfinfla, pero que a mí, para recuperar la autoestima, me resultaría muy bueno, tirando a excelente, que aprendiese a valorar los detalles sencillos de la existencia. Igual que el pintor de los Países Bajos.
—Quiero mostrarte cómo el Vincent fue capaz de convertir una birria en obra de arte —me explica—. Porque los girasoles, te pongas como te pongas, son flores que tampoco valen mucho…
Le miro con cara de pocos amigos, invisibles y reales, y él insiste en la bondad terapéutica de las pinceladas del de Holanda.
—Van Gogh a mí me ha enseñado a extraer felicidad de los momentos sutiles de la vida —continúa—. Hazme caso y vámonos: un viaje de cinco paradas en metro puede convertirse en una gran aventura si adoptas la actitud de un gran explorador. Verás que no te miento.
—¿Te importaría dejarme en paz? —le indico mientras abro la ventana con intención de arrojarme por ella al vacío.
—No tengo más que añadir —concluye—. Lo único yo…
—¿Qué? ¿Lo único yo qué?
—Que tienes la historia de tu vida delante de las narices y te empeñas en buscarla en otros sitios.
—Ya, o igual resulta que no encuentro esa historia porque un pelmazo, de cuyo nombre no quiero acordarme, me impide la concentración.
—Tú estás morongas, vivorolas —me reprende—. Tienes un día malo. Pero si ese es tu deseo, este osito de peluche ya se va para su estuche. Te dejo.
—¿De repente tienes prisa?
—Sí, quiero descansar un poco porque mañana temprano tengo una cita importante en la embajada norteamericana.
—Claro, claro, y yo almuerzo con Florentino Pérez. Anda, chalado, no te olvides la medicación.
—De eso despreocúpate, que estoy yo encima, José Carlos.
Día treinta y seis. Sábado. Bajan las temperaturas
A media mañana recibo la fatídica noticia.
—A ver, tú, dice la jefa que es perder el tiempo, Juan Carlos. Que lo dejemos. Entiéndelo, ella se esperaba haber publicado ya a estas alturas dos o tres trabajos tuyos continuando la línea de humor iniciada con Es complicado nadar en Alaska. Hemos invertido demasiado en tu primer libro con promoción, firmas, ¡la gaita!, para que ahora nos salgas con proposiciones de un estilo completamente diferente.
—¿Pero qué promoción? —protesto—. Si la entrevista en el Faro de Vigo me la hicieron porque soy amigo personal de la jefa de redacción. Y además es el único medio en que sacaron una reseña.
—Hombre, te quejarás de la presentación que tuviste en la Fnac…
—¿En la Fnac? Pero si ahí te pagan a ti por llevar autores, que me lo confesaste.
—Bueno, eso no puedo comentarlo ahora. No es el momento para…
—Ah, que está la jefa delante, ¿no? Y eso te lo sacas tú por fuera, ¿verdad, perro?
—Mira. No te pongas impertinente y lo fastidies todo. Nuestra relación profesional no funciona… y punto. Creíamos que tenías potencial y no ha resultado. A ver, me sabe mal comentarlo de esta forma, pero imaginamos que tu novela de Alaska era el comienzo de una prometedora carrera y resulta que fue el culmen de una breve etapa. Dedícate a otra cosa.
Me quedo callado intentando digerir el torpedo que acaba de lanzarme mi editor, Josep María Punget, a la primera línea de flotación. Creo que me estoy mareando. De hecho, me mareo y apenas puedo sujetar el teléfono.
—¿Estás ahí?
—¡Me cago en todos tus muertos más frescos, Josep! —le respondo.
—¡Collons de fraile, Juan Carlos! No me lo pongas todavía más difícil.
—¡Canalla!
—A ver, tú, no te lo tomes a mal, pero esto es una decisión de la Farnés que yo tengo que asumir. El grupo tiene que dar beneficios. Nos presionan los inversores y hemos decidido sanear.
Me recompongo un poco. A duras penas, pero consigo recomponerme.
—Josep —le digo—. ¿Tú estás seguro de que eres mi agente? Porque es que cada vez que hablo contigo me da la impresión de estar charlando con el agente del bando enemigo, ¿sabes?
—¿Eh? Sí, bueno, a ver, tú… —se disculpa sin saber muy bien qué decir—. Mira, yo voy a mediar para que la Farnés aguante hasta el vencimiento, como habíamos quedado… Pero tú ya te puedes poner las pilas porque ya te digo yo que, tal y como está el patio, salvo que nos sorprendas con La catedral del mar 2, la cosa va a estar fastidiada. ¿Me sigues? Esta tía no está por la labor… No le caes bien. Si sigues con nosotros es por mí; así que no te queda otra que sorprenderla. ¿No eres tan bueno? Pues sácate un best seller de la manga, me lo envías i ja te direm coses.
Me cuelga. Me deja planchado y sin raya en medio, como los jeans. Se masca la tragedia. Voy en picado hacia el abismo. Una drástica sensación de vértigo que se suma al abatimiento que me invade por tener que empezar a usar gafas. Me acaban de detectar dos dioptrías en el ojo derecho y una y media en el izquierdo. Una debacle. Esto de envejecer se está convirtiendo en una agonía. Te pasas la mitad de la vida queriendo hacerte mayor y la otra mitad soñando con rejuvenecer. La parte de en medio, desgraciadamente, pasa desapercibida. Es increíble a la velocidad de crucero que transcurre la existencia. Todo marcha bien hasta que un buen día te sorprendes interesándote por los pájaros y, de pronto, te das cuenta de que estás acabado. El interés de un ser humano por las aves es directamente proporcional al tiempo de vida que le queda en el planeta. De joven ni siquiera te fijas en los bichos con alas y, si te tropiezas con uno, lo que te pide el cuerpo es meterle un perdigonazo con una escopeta de aire comprimido. De mayor, sin embargo, todas te parecen monas, hasta las urracas. Y empiezas a fijarte. A distinguir que las hembras resultan más feotas y que los machos, en cambio, suelen vestir plumas de colores llamativos. Un detalle que, según diversos ornitólogos consultados por quien les narra esta modesta epopeya, obedece a que, vestidos de gala, los ejemplares masculinos atraen con mayor facilidad a los depredadores consiguiendo salvaguardar a las hembras de la amenaza y perpetuar así la especie. Una explicación muy romántica. Ya ves. Claro que, tampoco voy a negarlo, al parecer existe otra escuela de pensamiento que rebate esta teoría al afirmar que los pájaros con sus vistosos plumajes lo que intentan es atraer, sí, pero no a los depredadores precisamente, sino a las propias hembras, con el mismo fin de perpetuar la especie. Sea como fuere, yo debo de encontrarme en la flor de la vida porque aún no se ha despertado en mí fascinación alguna por gorriones o gaviotas. Al contrario. Tampoco es que ambicione exterminarlos, pero reconozco que alguna patadita que otra le he intentado propinar a una paloma en la plaza de Cibeles.
—¿Te vienes a la alberca?
—Que no, Agenjo. Qué plasta. Eres más pesado que un avión de mármol. Tengo que ir a recoger las gafas.
Me atuso frente al espejo antes de emprender la marcha. ¡Qué pelos! La vida de un hombre podría relatarse a través de la evolución de sus cabellos. Yo venía liso de serie y, contra todo pronóstico, a los veintidós años me surgieron unos cuantos ejemplares en el pecho. Así, por las buenas, un verano me quité la camiseta para darme un chapuzón en la playa de San Juan y… me llevé la sorpresa de que me habían crecido unos pelillos. Como quince o por ahí. Alegría pal cuerpo, Macarena. Aá. Después, cumplidos ya los treinta, me empezaron a asomar otros cuantos por las fosas nasales y, cuando se tornaron en mata, me vi obligado a tomar medidas drásticas. Empecé a podarlos. Primero con un aparato eléctrico especial que, a pesar de lo que rezaba el cartel publicitario del Pryca, pegaba unos tirones de miedo. Luego con la cuchilla, aprovechando el afeitado mañanero por el labio superior, pero me rebanaba la base de las napias y la dejaba llena de cortes molestos. Y, finalmente, con las tijeras de punta redondeada que lleva mi hija al colegio. A los cuarenta el problema se contagió a las orejas. Se me reprodujo en el oído externo la selva del Amazonas, en plan bonsái. Los amigos empezaron a llamarme David el Gnomo. Me compré unas pinzas y un espejo de esos de aumento, de los que enganchas al alicatado de la ducha con una ventosa. Pensé que eso era todo, pero se conoce que el juego de la vida nos lleva de pantalla en pantalla y últimamente he notado que se me empiezan a repoblar las cejas. Dios Santo, ¿cuál será el siguiente paso? ¿Será que llevo camino de transformarme en el hombre Velcro? ¿Se me irá también a poblar de vello la espalda? Espero que no porque, de ser así, me voy a quedar en verano enganchado a la toalla. Ay…
De camino a la óptica, curiosamente paso por delante de un local que se dedica al tema de la depilación masculina. Se llama Ultimátum. Dada mi preocupación actual, me decido a entrar y les pido información, que no es para mí, les explico, sino para un buen amigo que está un poco acomplejado. Su técnica consiste en disparos de luz de muy alta energía contra los folículos. Como la luz es atraída por los colores oscuros, cuanto más contraste haya entre el pelo y la piel, mejor es el resultado. Los vellos negros desaparecen, los rubios tienen una respuesta más leve y los blancos, o sea las canas, ni siquiera son depilables. Así que, me indican, si «su amigo» quiere someterse al tratamiento, debería darse prisa antes de que se le ponga el pelo aún más blanco. Y yo, que pillo al vuelo la indirecta, ofendido, les aclaro que, perdonen, pero que a mí no me están saliendo canas; lo que pasa es que llevo el fútbol tan dentro que hasta el pelo se me está haciendo del Madrid. Me responden que ja, ja y me informan de que para obtener un resultado efectivo tendría que someterme a unas doce sesiones con intervalos de dos semanas. Y que luego podría realizar una sesión de refuerzo cada dos años. Les interesa conocer si la ingle sería una zona a tratar y yo lo niego con severidad al tiempo que explico que la consulta para mi amigo es preventiva para el hipotético caso de que le surgiese un tapiz castellano en la espalda. «¿En la espalda? —me preguntan con incredulidad—. Es para usted, ¿verdad?». «Sí, ¿qué pasa?», reconozco con gallardía mientras ellos, los dos individuos que atienden en el mostrador, me solicitan que tenga a bien alzarme el ropaje para echarle un vistazo a mi espinazo. Lo hago, lo observan y me mandan a cascarla. «Usted tiene menos probabilidades de que le crezca vello en el lomo de que a mí me toque la lotería del Niño», me dice uno de ellos mientras el otro me indica el camino de salida. Protesto, me quejo, alego mi historial de nariz, oído y cejas. Pero se creen que les estoy tomando el pelo (nunca mejor dicho en un lugar más apropiado) y me piden que me pierda. Y además, me recuerdan, el lunes se juega el clásico en el Camp Nou y el guante de oro se va a comer tres chicharros. Así me dicen los culés: al Madrid le quedan setenta y dos horitas para dejar de ser líder. O sea que me voy del dichoso Ultimátum con uno nuevo, aunque en esta ocasión futbolístico. Bueno, bueno. Ya veremos lo que ocurre. Paciencia, hermanos. El último reirá mejor.
En la óptica me clavan por las gafas seiscientos euros. Me hierve la sangre. Resulta que yo encargué, sin saberlo, lentes progresivas. Una señorita me explica que tienen los mismos efectos beneficiosos que las bifocales pero sin esa línea intermedia que resulta tan tediosa. Digo: «Oiga, si yo sólo las necesito para leer; que yo de lejos enfoco como un águila imperial». Y ella, haciéndose la sueca, insiste en que la transición me va a resultar muy suave y me detalla un ejercicio sencillo para facilitarme la adaptación. Tengo que apuntar con la nariz a un objeto y, de manera automática, los ojos se me ajustarán ofreciéndome una visión carente de borrones. «Ya —le digo—, pero ¿seiscientos euros?». «Es que, además —me explica—, sus lentes son de policarbonato, el material del futuro. Muy finas. Resistentes a los impactos y con máxima protección frente a los rayos UVA y UVB. Y la montura es de Loewe». «Pero bueno, si a mí la montura me da lo mismo», replico. «Ya —me dice—, pero es que como ya se las hemos instalado, pues se la tiene que llevar». Seiscientos euros. Y yo, como soy imbécil, en lugar de darme la vuelta y buscar una farmacia en la que vendan gafas de usar y tirar, saco la tarjeta y pago. Verás cuando se entere Ana. Antes de entregarme el recibo para la firma, la amable señorita me comenta que, si quiero, por sólo veinte euros más me puedo sacar un seguro para reemplazar los cristales en caso de que se arañen. «¿Veinte euros? —pienso—. Por ese dinero me compro yo una cristalería en el rastro». Sin embargo, estampo mi firma, le doy las gracias a la señorita y salgo de la óptica silbando disimuladamente el Moving de Macaco. Supongo que por instinto de supervivencia. Lo último es perder la dignidad. Arruinado, sí, pero bien peinado y con orgullo. Que la dependienta crea que para un tipo de mi alcurnia gastar seiscientos euros en unas gafas de presbicia resulta tan insignificante como para ella adquirir dos lonchas de chóped El Pozo en el chino de la esquina. «Moving, all the people moving, one move for just one dream. Mooooving…».
Día treinta y ocho. Lunes. Frío y soleado
Veo el Barça-Real Madrid en casa. El clásico. El derbi. Me pongo una cervecita Mahou, bien fría, y brindo por nuestras figuras. Abro una lata de berberechos. Tienen una pinta estupenda. En el minuto diez se viene todo abajo. Nos meten cinco y los berberechos tienen arena. Una hecatombe. Nosotros llegamos solamente a puerta en una ocasión, malamente y casi al final de la segunda parte. Sin comentarios. Cuelo la salsa de los berberechos y la reservo para un dry Martini. No será hoy porque no hay mucho que celebrar. Ay… Me acuerdo de los de Ultimátum, no te creas que no. Pero no me dejo embaucar por los hálitos de la depresión. Todavía queda mucha liga por delante, Juan Carlos, reflexiono. Un mundo queda. Y no lo digo yo, reproduzco palabras textuales del propio Guardiola.
Día treinta y nueve. Martes. Nieve en la sierra
Por fin me pongo. Sin ganas, pero me pongo. Primero las gafas y luego a escribir en el teclado del ordenador: «No resulta fácil dormir en Sevilla en Semana Santa, del autor de Es complicado nadar en Alaska». Ahí vamos. Pero cuando estoy a punto de teclear la primera letra de la primera palabra del primer párrafo de mi nueva obra maestra, me paraliza la voz de mi amigo invisible, que resuena como un tambor a mi espalda. Ahora no…
—Ahora no —le suplico.
—No te apures —contesta—. Precisamente venía a comentarte que no cuentes conmigo por un periodo de tiempo bastante extenso.
—¿Y eso? —pregunto sin la mínima intención de conocer la respuesta.
—No veas el lío en el que me he metido. Me ha llamado el papa para que le organice una rueda de prensa y tengo que estar al cien por cien. Ahí sí que no puedo patinar. Si fallo, pongo en tela de juicio dos mil años de historia. Menuda responsabilidad. Tengo que medir mucho lo que dice y considerar todos los detalles. Hasta el vestuario, ¿eh? Ya he sugerido que, en mi modesta opinión, su santidad debería presentarse en chaqueta y corbata para dotarle de mayor seriedad al asunto. Nada de túnicas blancas, que le dan un aspecto informal, casi de rollito ibicenco. En fin, no veas el lío, acuamán. Un agobio sin precedentes. Mira, he estado a punto de decirle a los del Vaticano que no contaran conmigo. Con eso te digo todo.
—Agenjo, machote, ¿te has tomado la medicación?
Día cuarenta y dos. Viernes. Desapacible
Vamos a nadar, pero no a La Latina. Le digo que mejor nos apuntamos a unas clases en el polideportivo de Hortaleza, al lado de la oficina de mi santa. Las instalaciones de la piscina Luis Aragonés están de vicio y al ser municipal los precios resultan muy asequibles. Mi amigo invisible no pone pegas e inicio la búsqueda del bañador. Revuelvo toda la casa y, después de darle tres vueltas de rosca al armario, se me ocurre que igual me lo ha tangado mi hijo. De un tiempo a esta parte a Sergio le da por secuestrar mi ropa, usurpar mi ordenador y sentarse al volante de mi coche. No se corta un pelo. Voy a su cuarto y, en efecto, mi bañador del Carrefour con estampado de palmeras está hecho un gurruño a los pies de su cama. La tela presenta un aspecto acartonado, reseco, con los pliegues endurecidos por haber permanecido al menos un par de semanas en la misma postura. Y huele a moho. No el bañador, sino toda la habitación. Porque esa es otra: el cuarto de la criatura se asemeja al estercolero municipal de Albacete. Y lo digo con conocimiento de causa puesto que yo hice allí vivaque una noche de verano. Tenía dieciséis años, madejas en el pelo y un amigo que respondía al apodo de Alfombrillo. Le llamábamos así porque se pasaba media vida echando la siesta en una estera. Vivíamos la época del humanismo. Habíamos leído ambos a Teilhard de Chardin y nos enteramos de que en Taizé un tal hermano Roger había montado una comunidad inspirada en dicho espíritu. Nos fuimos a dedo a Francia. Con mochilas. Pero antes teníamos que pasar por Albacete porque Alfombrillo se había enamorado y quería visitar a su chica. O sea, que se dio el caso, muy novedoso, de encaminarnos al norte haciendo autostop en dirección sur.
Llegamos al entorno de la ciudad al anochecer. Nos abandonó allí un camionero que seguía ruta hasta Murcia. Venía de Holanda. Había transportado desde Burgos un cargamento de huevos de gallina a Ámsterdam y, según nos contó, los había descargado en un almacén de un polígono industrial y, en el hangar de al lado, había cargado de nuevo el camión con huevos holandeses que tenía que entregar a un mayorista murciano. Las contradicciones de la sociedad global. ¿No sería más sencillo y más barato que los holandeses se comieran sus huevos y los españoles los nuestros? Pues ya ves. Luego tenía que acercarse a Almería, su tierra, a cargar lechugas. De la variedad romana. La buena. «La que sabe a lechuga de verdad», nos dijo. Ahora, por lo visto, ya prácticamente no se encuentran. Cultivan bajo plásticos la de tipo iceberg, una variedad francesa a medio camino entre la col y la nada, que sabe a agua. En el mundo de los invernaderos le ha pasado a la lechuga lo mismo que a Vicente del Bosque en el Madrid: que no resultó mediática. La variedad iceberg, redondita y tersa, le entra al consumidor por los ojos. La romana se marchita antes y deja los escaparates más deslucidos. Así están las cosas. Del Bosque te consigue un mundial y la lechuga romana te da el sabor a una ensalada, pero no son mediáticos. Todo esto nos contó el camionero, que resultó ser un hombre decente y calvo. También nos recomendó que, antes de hincarle el diente a una rodaja de melón, pinchásemos el tenedor en un limón. Para conjugar los sabores. «Ya veréis la diferencia», nos aseguró consciente de estarnos confiando el mayor de los secretos. Nada que ver. Le da otro aroma. Una cosa exquisita. Nos despedimos del camionero sin pelo y del casete de Joaquín Díaz que, durante todo el trayecto Pinto-Albacete, estuvo reproduciendo adaptaciones de canciones medievales de cuyo machacón recuerdo sólo conservo en la memoria un estribillo: «Cosa grande, cosa grande, cosa grande, grande cosa…».
Como en Albacete ya no eran horas civilizadas para cursarle una visita a la novia alfombrillera, decidimos hacer noche en algún descampado cercano. A oscuras dimos con una loma y en lo alto plantamos los sacos de dormir. Olía a perros. A excrementos y orines de alimañas olía. Al amanecer nos dimos cuenta de las circunstancias: habíamos pernoctado en la cima de la escombrera municipal. Bajamos sorteando latas, mondas de patata y desperdicios, porque entonces las bolsas de basura no se estilaban todavía en la península. En aquellos días se protegían los cubos con papel de periódico y se arrojaba todo lo sobrante al contenedor comunitario. Las únicas que practicaban el reciclaje entonces eran las gaviotas, que representaban el símbolo de la carroña portuaria. Pero vuelvo al cuarto de Sergio. Lo que decía: que el chico no ordena nada. No sabe ni lo que tiene, ni dónde pone las cosas. Cada vez que no encuentra algo le echa la culpa a su hermana pequeña: «¡Martita ya me ha quitado el iPad! ¡La voy a matar!». Monta un pollo, entra en cólera y diez minutos más tarde lo encuentra debajo de una maraña de calzoncillos, jerséis y pantalones de fútbol. «¿Lo ves, hijo, como no te lo había quitado Marta?». «Qué va, si yo lo había dejado en el cajón del escritorio —se excusa—. Seguro que me lo ha quitado y luego lo ha dejado ahí para que no se note». No lleva razón. Yo he hecho la prueba. Hace dos meses le coloqué encima de la mesilla un papel en el que dibujé dos garabatos y una nota en la que ponía: «Sergio es un pazguato». Me dije: cualquier persona en su sano juicio detecta que aquello no es suyo y, o bien pregunta que quién ha sido el gracioso que le ha dejado el aviso, o bien lo tira a la papelera sin más miramientos. Pues ni lo uno, ni lo otro. Ahí sigue la cuartilla. Exactamente en el mismo sitio donde la deposité hace cincuenta y cuatro días. Un desastre. Dentro de unos meses le hacen entrega del piso en el que se ha metido. Con la hipoteca Banesto para vivienda habitual. Sin suelo. Euribor más 0,45. Ha tenido que domiciliar la nómina, los recibos y hacerse un seguro de hogar y vida. Ya ves. Se ha metido hasta el cuello. Pero insiste en que está bien. Mucho mejor que la cuenta naranja. Él sabrá. Lo malo va a venir cuando se mude. No va a tener espacio en un apartamento tan chico para meter toda la morralla que lleva acumulada en la habitación. Verás tú qué sorpresa. Allá él y la chica que haya de aguantarle.
Estoy a punto de salir con el bañador del cuarto de Sergio cuando me llama la atención un cuaderno que hallo entreabierto encima del escritorio. Aunque respeto mucho la intimidad de las personas, reconozco que me tienta la curiosidad y se me pasa por la cabeza la idea de acercarme a echarle un vistazo. Una ojeada rapidilla. Sin malicia. Mi inconsciente colectivo me sugiere que no lo haga. Me digo: contente, Juan Carlos, para el carro, pero, acto seguido, sin poder evitar la tentación, lo agarro, me siento en la cama y me calzo las gafas de seiscientos euros. Lo primero que descubro es un par de poemas que mi hijo ha compuesto. Lo digo con orgullo de padre: mi heredero es un gran compositor. El Bob Dylan latino. Un monstruo de las galletas. En serio que alucino. Se me saltan las lágrimas. Sergio escribe de vicio. Bucea, igual que Azorín, por el diccionario. Trata temas que parecen banales, como las canciones de Hombres G, pero que, al fin y al cabo, son los verdaderos puntos G que excitan e inquietan a la juventud. Nada especial, pero llevado con elegancia y sencillez. Con naturalidad. Con gracia. Cosas de su edad. Su mundo. Que si me quieres, que si no me quieres. Pero muy bien, ¿eh? Mira:
Suena el reloj.
Son las doce.
Hacen el amor las agujas
al llegar la medianoche.
No me digas que no. Como La arboleda de Alberti, pero con más color. Se ha debido de inspirar en las ramas pobladas por los millares de periquitos que inundan nuestro barrio. Se conoce que la gente se los trae de Latinoamérica y al rato se cansa y los suelta. Debe de haber miles de ellos por Moncloa. Dos o tres en cada chopo. Lo comento con Agenjo, que acaba de sentarse a mi lado, y asiente. Él también se ha dado cuenta. Me informa de que acaban de abrir una pajarería en una bocacalle de Princesa donde ya los venden. Los anuncian como pichones de Melopsittacus undulatus criados a mano y totalmente manzos. «¿Manzos?», le digo. En el cartel pone manzos en lugar de mansos, me indica, porque los dueños son ecuatorianos y en Sudamérica se confunden las eses con las zetas. Se conoce que te entregan los periquitos con garantía sanitaria, ya desparasitados, y con el test de chlamydia superado. El precio incluye asesoramiento conductual gratuito durante los primeros seis meses de vida. Un chollo. Le agradezco a mi amigo invisible tan detallada información y él tiene a bien señalarme el reloj de pared para hacerme ver la necesidad de salir cuanto antes en dirección a la piscina prometida.
—Por cierto —agrega—. Tengo que pedirte un favor. Ya te avisé de que he de salir en misión especial unos días por un asunto de estado y necesito que me cuides al perro.
—¿Un perro? ¿Desde cuándo los amigos invisibles vienen con perro?
—Bueno, no es mío. Es de un amigo.
—Pues que tu amigo se busque la vida. En esta casa no entran perros. Lo que me faltaba.
—Es que no tengo a nadie más a quien pedirle ayuda.
—Pues que la solicite tu amigo. ¿No es suyo el perro?
—No.
—¿Sí o no? ¿De quién es el perro?
—Mío. El perro es mío. ¿Qué pasa?
—Agenjo, colega, me estás volviendo loco.
—O sea, no es mío en teoría… pero sí es mío en la práctica.
—Vamos, que tienes perro. ¿Pero ese amigo quién es?
—Es un alma compañera.
—Ahora resulta que los amigos invisibles, a su vez, tenéis vuestro propio amigo invisible.
—No, este es bien visible y tiene perro.
—A ver, Agenjo, que me estás volviendo loco. Tú exactamente ¿qué me estás pidiendo?
—Que te quedes con un perro una semana. Nada más.
—La madre que te trajo. Vale, estudio la propuesta —simulo que claudico, siguiéndole la corriente, aunque no pienso aceptar el compromiso. Entre otras cosas, porque a Ana de pequeña le mordió un mastín y les tiene pánico desde entonces. Así que le digo que acepto. Dicen que con este tipo de enfermos es lo mejor. Llevarles la contraria no conduce nada más que a discusiones violentas que pueden alterar todavía en mayor grado su capacidad alucinatoria. ¿Para qué me voy yo a poner a argumentarle que los perros invisibles no necesitan que los cuide nadie? Pues el tío me lee el pensamiento.
—El perro no es invisible y se llama Perpiñán. Hay que darle de comer dos veces al día.
—Que sí, vale, que no te preocupes —le digo para zanjar la conversación más absurda que me he visto obligado a mantener en toda mi historia.
En eso entra Ana en la habitación y me sorprende con el cuaderno de Sergio en las manos. Le explico el hallazgo y se apunta a curiosear conmigo. Agenjo pega un brinco para dejarle sitio en la cama y se me sube a hombros. No veas lo que pesa. Está a punto de ahogarme con el efecto pinza que me hacen sus piernas sobre la nuez y me provoca un leve regüeldo. Ana me pregunta que si quiero un vaso de agua. Le digo que no, que ha sido una falsa alarma porque me repiten las lentejas de anoche y le pego un pellizco a mi amigo invisible en el centro de las posaderas. Donde se hermanan los dos cachetes y si te pinchan te da la risa. Un pellizco con gracia. Y el tipo, por fin, se digna flojear algo la presión de sus muslos y me permite respirar. Ana me pregunta que si estoy pirado. Y le respondo que algo de eso se ha comentado por el barrio, pero que no se preocupe porque yo lo llevo con salero. Con elegancia, como han de llevarse estos menesteres.
—Mira, Ana —le digo—. Fíjate en este poema.
Fue un momento sin porqué.
Un vacío sin su nadie.
Un instante en el que yo,
borracho de sentimientos,
te pregunté:
¿Tú lo sabes?
La respuesta está en el viento.
Deja que la lleve el aire.
Nos entran a los dos muchas ganas de emocionarnos y nos damos un beso. Ninguno conocíamos las virtudes literarias de nuestro chico. Se lo tenía muy calladito el malandrín. Su madre igual sospechaba algo, porque, al fin y al cabo, ella despacha con él todos los días en la colocación, pero mis conversaciones con Sergio últimamente se limitan a monosílabos. Y además a monosílabos atípicos. Por ejemplo, en lugar de «No» me dice «Desconozco». «Sergio, ¿sabes dónde anda tu hermana?». «Desconozco». «Sergio, ¿a qué hora televisan el Madrid-Levante?». «Desconozco». Y en lugar de «Sí», utiliza «Positivo». «¿Vas a necesitar el coche este fin de semana?». «Positivo». Eso es prácticamente todo lo que responde: desconozco y positivo. Dejamos el cuaderno de nuevo en su sitio. No queremos hurgar más. Mi mujer sale del cuarto con una sonrisa en los labios.
—¿Te apetece que hoy comamos juntos?
—Dabuti.
—No te lo pregunto a ti, idiota, y haz el favor de bajarte de mis hombros, que parezco un costalero en Semana Santa y tú, José Tomás saliendo por la puerta grande de Las Ventas.
—¡Vale! —me grita Ana desde el pasillo—. ¡A las dos en donde Pepe! ¡Reserva tú!
Llegamos mi amigo invisible y yo al polideportivo Luis Aragonés, el mago de Hortaleza, con la sana intención de matricularnos en una clase de natación. Tenemos suerte y quedan plazas libres. Dos exactamente. Las saco y a los pocos segundos me doy cuenta de que he hecho el canelo. Agenjo no es de este mundo y, por ello, está exento de pagar impuestos y entradas en los festejos. Ventajas de la invisibilidad. Menudo chollo. Pero ya es tarde. No se admiten devoluciones. Bueno, sí, me indica la taquillera, pero hay que poner un burofax a la junta de distrito y no sale a cuenta el tiempo que se pierde en el papeleo. Decía que la invisibilidad tiene privilegios, pero he de reconocer que también trae de serie algunos inconvenientes. Por ejemplo: en la piscina las chicas tampoco se fijan en Agenjo. Lo de «tampoco» ha sido una indirecta por mí, por si alguien no lo ha pillado. Ja, ja, ja. Un poco de autocrítica para sortear la existencia nunca está de más. Ay, qué pena. Agenjo está feliz. Como el patito feo el día que descubrió que era un cisne. Se le nota alegre y dispuesto a zambullirse en el agua cuanto antes. Lo sé porque cuando le inunda la dicha se le escapa un tic que le delata. Primero guiña un ojo. El derecho. Una vez. Clic. Y luego dos veces seguidas el izquierdo. Clac, clac.
Damos nuestra primera clase en el turno de nueve a diez menos cuarto. Nos toca un instructor que se parece a Mortadelo pero en formato cachas. No veas qué bien lleva las clases; te corrige postura y todo. Resulta que a crol no se nada como yo creía. Hay que estirar el brazo, meter la punta de los dedos en el agua y arrastrar la mano hacia la cintura. Le digo al Mortadelo: «Macho, estas cosas se anuncian antes, que me he pasado cuarenta añitos acomplejado en la playa de San Juan todos los veranos dando palmetazos». En plan coña, le comento a Agenjo que, aunque la decisión resulte aún un poco precipitada, no descarto presentarme a los próximos Juegos Olímpicos. Y va el incauto y me replica muy serio:
—Pues déjate tú, que precisamente tengo una llamada del Canoe perdida en el móvil y no me extrañaría que la oferta fuera en ese sentido.
Mortadelo resulta ser un individuo muy agradable, a pesar de que me llama señora. Dice que como, a excepción de mi persona, la totalidad de nuestra clase la componen mujeres, prefiere referirse a todo el alumnado en femenino para no perder tiempo en duplicar las instrucciones. «Señoras, volvemos a braza y a media piscina nos sumergimos buceando hasta el bordillo. Señoras, no se me agarren a las corcheras». El pobre está muy mosqueado con la administración municipal, según nos cuenta al finalizar la instrucción. Nunca ha salido de España y su cuñado le ha invitado a ir a Venecia en el puente de la Constitución. Ya ves, Venecia. ¿Podrá existir un destino más idóneo para un tipo que encuentra su máxima satisfacción en el agua? Pues la junta de distrito no le concede el permiso. «Señoras, diez largos a espalda. Señoras, diez largos con aletas y sin utilizar los brazos».
Agenjo y yo descubrimos que lo más peligroso de la natación, aparte de la mariposa, que requiere unos niveles de forma física muy elevados, acontece fuera de la piscina. En el vestuario cuando sales de la ducha y te tienes que vestir. No veas tú lo que cuesta ponerse los pantalones. Se agarra el algodón a la piel húmeda que parece poliuretano y, como tenemos que estar con una pierna levantada para intentar no encharcar los calcetines con el piso mojado, corremos peligro de resbalarnos y dejarnos la nuca en el perchero. Pero no seré yo quien ponga pegas porque reconozco que nadar me sienta de maravilla. Me encuentro como nuevo a pesar del esfuerzo físico. Tanto que, paseando por las instalaciones del recinto, de pronto me entra un entusiasmo inusitado por el mundo del deporte y le propongo a mi amigo invisible que echemos un tenis.
—¿Se te ha ido la pinza? —me dice—. Te recuerdo que soy invisible. Yo puedo hacer contigo labores de acompañamiento pero no interactuar.
—Ah, es verdad —le respondo—. ¿Ves como cuando te tomas la medicación estás mucho más despierto?
De regreso a casa pasamos por el mercadillo que se instala todos los martes en el aparcamiento del cementerio. Un tipo con melena encanecida, pañuelo azul de pirata en el pelo, gafas de sol, pantalón vaquero y chaleco de felpa de cuadros amarillos y verdes solicita firmas para abolir la venta de foie gras. Sujeta una pancarta cuyo lema reza: «No a la crueldad con los animales». Le pregunto que qué hace allí y el individuo me responde que, desde hace un par de semanas, hay un puesto que vende paté casero. «¿De verdad?», exclamo asombrado ya que tradicionalmente lo que se ofrece en este solar son bragas de licra y cajas con veinticuatro destornilladores. «Como lo oye», me responde, señalándome indignado un tenderete. «Muchas gracias por la información», le agradezco. «¿Quiere firmar para que le retiren la licencia?», me solicita alargándome un bolígrafo mordisqueado. «De ninguna de las maneras», le respondo y, muy al contrario, me acerco encantado a felicitar al paisano del foie gras por la iniciativa y a comprarle un bloque de hígado. Diecisiete euros. Una ganga. Lo mismo que la latita de berberechos. Le voy a dar una sorpresa a Ana porque todo lo que venga del pato le entusiasma. Para el almuerzo voy a preparar unos huevos fritos, servidos sobre cama de cebolla caramelizada al Pedro Ximénez, y con unas virutas del foie ralladas sobre la yema. Verás tú qué exitazo.
Mi santa esposa me recuerda en conversación mantenida desde su iPhone 4S que me había comprometido a reservar mesa en Casa Salvador y que, como ella tiene que hacer recados por el centro, no le da tiempo a volver a casa para la comida. Guardo el foie en la nevera en espera de una mejor ocasión y me introduzco en el metro por la boca de Esperanza.
Pepe planta en el centro de la mesa un plato de pisto y una botella de Versum. Cien por cien tempranillo. Diez meses en barrica de roble francés de primer año. Embotellado sin clarificar y con un reposo en botella de seis meses como mínimo. Muestra un color rojo picota de capa alta y ribete violáceo y un aroma intenso a frutas rojas y negras maduras, con un ataque potente y amplio en boca. Un paso con carácter y estructura que nos deja un recuerdo agradable y duradero. Precio en tienda: catorce euros. Le alabo la elección y se sienta con nosotros. Mientras mojamos el huevo con pan, me reitera que él no ha sido nunca seguidor de Dominguín. Ni muchísimo menos. Que le respeta como lidiador y como amigo porque Luis Miguel pasó multitud de noches en su taberna. De vuelta de Chicote, donde se juntaban toreros y actrices a tomar unos cócteles antes de cenar.
—Cada vez que Dominguín se presentaba armaba un taco —nos relata—. Las mujeres clavaban en él sus miradas como embelesadas y los hombres no despegaban la vista de Lucía Bosé. Una belleza. Y un señor torero, oye, que no digo yo que no; pero para mí el más grande de todos los tiempos ha sido Miguelín. Lo que pasa es que se enfrentó al Cordobés y el Benítez le cerró las puertas en todas las plazas. Natural, el quinto califa era el que mandaba en la fiesta y los empresarios no dudaron en tomar partido. El Cordobés ha tenido grandes detractores que le tildaban de payaso, pero también fue un gran matador. Una vez le dedicó un toro a Antonio Bienvenida y en el brindis le dijo: «Maestro, va por usted, para que vea que yo sé torear». Y le pegó seis capotazos de gloria al morlaco. Canela fina. Derrochó clase en la muleta. Muy lucido por bajo, ceñido al traje de luces y sin ayuda del estoque. Pero el público reaccionó muy fríamente; apenas unos aplausos. Entonces el Cordobés volvió al lugar del brindis y le remató a su padrino: «Sé torear, don Antonio, pero a la gente lo que le gusta es esto». Y se adentró en el albero a esperar de rodillas la embestida. Cuando se le aproximó el toro, le hizo el salto de la rana y el graderío se vino abajo de emoción y palmas. A mí me dijo un día Julio Aparicio: «¿Tú has intentado hacer alguna vez el salto de la rana, Pepe? Porque yo lo he intentado este verano en la playa y casi me parto el lomo». Así me dijo. Manuel Benítez era un atleta, hombre. Fuera de serie. Yo le he visto en apuros en la plaza de Valencia y cuando se le vino encima el segundo de la tarde (cumplidor en varas, noble y con gran clase en el tercio final) pegó un salto de tres metros y pasó por encima del Miura para ponerse a salvo. Un monstruo, te lo digo yo que, fíjate, he sido más de Miguelín.
Ana y yo pedimos unos callos porque aquí los hacen de premio Príncipe de Asturias de las Artes, las Ciencias y la Filantropía. Cuatro horas en el horno y otras dos horitas en la cocina a fuego lento. Mantequilla pura. Se deshacen en la boca. Ana odia la casquería en general y los callos en particular, pero los de Casa Salvador los tolera sin hacerles ascos. Aunque lo que de verdad le encanta del menú es la sardina escabechada. «Ana, mujer, siempre pides lo mismo». «¿Y qué quieres, si es lo que me gusta». Bebemos vino. En mayor abundancia de la aconsejada y hablamos de todo un poco. De los chicos, del trabajo, de lo ágil que me siento después de haberme animado a ir a la piscina. A ella también le han cautivado los poemas de Sergio y coincide conmigo en su crítica literaria.
—Son muy buenos —afirma.
—Creo que se los debería pasar a Josep.
—Juan Carlos, atiéndeme, que tú cuando te tomas dos chatos de más te pones muy entusiasta. ¿Para qué vas a llamar a Punget?
—¿Para qué va a ser? Para que los mueva. Igual los coloca en alguna revista literaria.
—¿Vas a llamar a tu editor sin consultárselo al chico?
—Hombre, por no levantarle falsas expectativas. Mejor darle una sorpresa.
No hay cobertura. Me salgo a la calle. No me lo coge. Estará en la hora del almuerzo. Me vuelvo para dentro y a punto de sentarme me suena el móvil. Es Josep. No logro entender lo que me dice. Se entrecorta. Vuelvo a salir y pierdo la comunicación. Marco de nuevo. Lo coge.
—Agencia Farnés. Digui?
—¿Está el señor Punget?
—Le paso con don José María.
—Ah, Juan Carlos, que se ha cortado. Dime, ¿alguna novedad?
—No —le digo—. Es otra cosa… te llamo porque mi hijo mayor, Sergio, ¿le recuerdas?
—Sí, claro…
—Pues resulta que ha escrito unos poemas y, oye, no es porque yo sea su padre, pero tienen una calidad excepcional y estoy seguro de que te interesará moverlos porque…
—Frena, frena, frena… Es que poesía nosotros no trabajamos. Lo nuestro es ficción.
—Pero es que este material es muy bueno, Josep, y como tú tienes contactos con…
—A ver, entiéndeme, Juan Carlos, que no es un problema de calidad; es un tema de empresa porque la poesía no deja margen.
—Bueno, pero por lo menos me podrás orientar con quién podría…
—A ver, no es mi campo pero… Sé que para estos días por la Barceloneta el Ulises Lima. Sabes quién te digo, ¿no?
—Sí —le respondo, pero qué diantres lo voy a saber.
—Me dicen que va a montar una revista con Simone Darrieux y están buscando material.
—Ya.
—Lo único que ya te anticipo es que odia a Baudelaire. El mexicano este, como sabes, es un visceralista de la onda de Barbara Patterson. De los de la cuerda de García Madero. Te lo comento porque ¿el Sergio en qué corriente está?
—En corriente alterna, no te jode. A doscientos veinte voltios. Pues yo qué sé. En poesía. En eso que rima.
—Ah, ¿que los poemas de tu hijo riman?
—Claro.
—A ver, Juan Carlos, entonces olvídate. No pierdas el tiempo. Ahí sí que yo no puedo ayudarte. Es que eso de la rima está más pasado de moda que el fumar, tú.
—¿Qué me cuentas?
—Lo que oyes. Tú ponte a lo tuyo y déjate de versitos.
—Bueno, gracias de todos modos.
—Nada, a mandar.
Siento como si el meteorito que terminó con la vida de los dinosaurios me hubiese caído a mí encima. Regreso a Casa Salvador cabizbajo. Humillado. Como el toro de Osborne que aparece fotografiado frente a Belmonte en una tarde memorable en Burgos. Como debió de sentirse Miguel Mateo Salcedo, Miguelín, al comprobar que no le colocaban ya más en los carteles. No era para menos. Un torero valiente. Gran conocedor de los toros. Con mucho poder. Gran banderillero. Aguerrido. Rebelde. Un diestro muy completo pero sin hueco en las plazas. Como las poesías de mi hijo. Como yo. Un hombre de letras. De adjetivos vibrantes. De sufijos concatenados. De acentuaciones excelsas… pero sin sitio en las repisas de las librerías.
Ana me pregunta por el resultado de mi conversación con Josep María. Le solicito que lo olvide. Sin comentarios. Tomamos la leche frita en silencio. Apartando con la cuchara la hoja de albahaca. Por fin ella se anima a hablar y se lamenta de que sigan cayendo en picado las ventas de los congelados. «No te quejes —le digo—, que peor lo tienen los de las tahonas». Es así. Conviene poner la desgracia personal en perspectiva. Los panaderos españoles afrontan la triste realidad de que los niños ya no comen bocadillo en el recreo del colegio y por eso venden cada vez menos barras. Se conoce que los chicos prefieren llevar bolsas con porquerías de esas a las que técnicamente hay que denominar snacks. Bueno, no creo yo que sean los niños. Serán los padres, que no tienen tiempo ni para hacerles un bocata de salchichón y paran por las mañanas un minuto en la gasolinera, antes de entregarlos en la escuela, a comprar una bolsa de Fritos. Ya te digo. Tanta dieta mediterránea, tanto aceite de oliva y tanto jamón de bellota para terminar en esto.
Después de despedirnos de Pepe, pasamos por una mesa en la que está sentado Enrique Tenazas con un marchante. Nos invita a una copa. Ana se disculpa porque tiene curro, nos dice adiós y yo me siento con él un rato. Acepto un chupito de pacharán casero elaborado personalmente por el maître de la casa. Enrique era un amigo del veraneo en un pueblo de León, Campo de Lomba, pero ahora es un artista conceptual. Lo que se venía llamando hasta hace nada escultor. Pero se conoce que los tiempos cambian. Como decía el otro, en lugar de «pinícula» nos obligan ahora a decir «flim». Pues mira tú qué bien, si eso le hace feliz a Tenazas, le llamamos artista conceptual. Tampoco vamos a regañar por una nimiedad. Hace poco se presentó en el almacén de Ana un ingeniero de alimentación. El señor se ganaba la vida armando los castillos de botellas de JB en el Alcampo. Pues en la tarjeta puso ingeniero. Con dos pelotas.
Enrique me relata que se ha hecho director de cine y elogia las mejoras que ha introducido en la profundidad de campo la llegada de la jay definision. Me lo suelta así, en inglés, jay definision, para causarme más impacto. Por lo visto, las películas que dirige, en lugar de estrenarse en los cines de la Gran Vía, se pasan en una pantalla de plasma en el Reina Sofía. «Pero me las pagan igual o mejor», ríe Tenazas. Momento que aprovecha el marchante para comentar, con orgullo, que Enrique ha construido una macroescultura de treinta metros de altura en madera maciza. Un SI enorme. Una ese y una i. Dos letras que juntas simbolizan la esperanza y con las que recorre desde hace meses el planeta. Acaban de regresar de China. Enrique, muy fino, indica que ha terminado del pato Pekín hasta el culo. Así menciona la parte corporal trasera y añade que, en Shanghái, el equivalente a los restaurantes chinos para nosotros son los restaurantes rusos. Que a un ruso es adonde van los chinos cuando quieren comer barato. No sé si será verdad o se lo habrá inventado, pero el dato mola.
—El objeto del viaje iniciático universal con el SI a cuestas —me comenta— es un documental que estrenaremos en el IVAM de Valencia. Vamos grabando la instalación del monumento en diferentes países.
—La proyección reflejará una ósmosis del comportamiento humano —me especifica su representante.
La instalación pesa doce toneladas y hay que montarla con grúa. En Nueva York contrataron dos docenas de trabajadores, porque allí la mano de obra se conoce que sale muy barata y los oficios están regulados por los sindicatos. El que maneja la grúa no puede tensar la cuerda. El que cementa no puede apuntalar y el que apuntala no puede rematar con arena el asentamiento. En Alemania, por el contrario, lo llevó todo a cabo un solo tipo, muy serio, y con una precisión que parecía el reloj de la Puerta del Sol. Y en España le dieron la contrata a Andamiajes Zapata.
—Te puedes imaginar. —Arquea las cejas el marchante—. Niño, endereza el cable que te llevas el pino. A la derecha. No, a la izquierda. Sube. Baja. Mantenlo ahí, quillo, que yo te retiro la furgoneta. ¡Hale, animal! ¡Ole tu madre, has plantado el bicho encima de un Ford Mustang GT cabrio!
Enrique empezó con la pintura, pero se pasó a conceptual tras el fallecimiento de su madre. Su pérdida le afectó mucho. Y menos mal que encontró un motivo para dejar los pinceles, dicho sea de paso, porque el óleo se le daba peor que a mí hacer las camas. Y la acuarela ya no te cuento. En los veranos siempre dibujaba unas birrias tremendas con nombres presuntuosos. Por ejemplo: Estructura Premutacional IV, que la tenía colgada en su cuarto, consistía en una cuartilla con dos líneas a boli Bic naranja, que escribe fino, acompañadas de un borrón acrílico en Bic cristal, que escribe normal. El título no se me olvida.
La pérdida de su madre fue un palo. Se quedó sin la referencia de su vida. Sin el punto de fuga en su perspectiva personal. Para que te hagas una idea del afecto que les unía, la señora Tenazas guardaba todos los catálogos de las exposiciones de su hijo clasificados por orden alfabético. Una carpeta: Barcelona, Benalmádena, Burgos. Otra carpeta: Cádiz, Casablanca, Coria del Río. Y así. En los catálogos, debajo de cada una de las obras de Enrique, anotaba sus reflexiones personales. Enrique tuvo oportunidad de leerlas el mismo día del entierro y, del disgusto, casi se introduce él también en la caja. Si no lo hizo fue solamente porque los de Santa Lucía le cobraban el doble por sepultar dos cuerpos y él ha sido de siempre más agarrado que la manga de un chaleco. De lo contrario, se quita la vida allí mismo. Es que no te puedes ni imaginar los comentarios de la difunta. Demoledores. Al lado de un collage la madre había escrito: «Menuda mierda». Al margen de un supuesto retrato de su esposa: «¿A esto le llamas tú colorear, chaval? Pero si se sale el rojo por los bordes…». Y junto a un paisaje urbano: «Ernesto, ¿para qué comprometes el apellido familiar?». La crítica más positiva consistía en un «Bueno: ni fu, ni fa» junto a una marina de agua dulce. La composición estaba un poco fuera de foco, pero, al menos, se intuía que era el embarcadero del embalse de Lomba.
El descubrimiento de tan insospechados documentos tuvo que resultar espeluznante. Un mazazo. Un golpe de gracia. Enrique anduvo un tiempo tan confuso que se dio al limoncello. Luego mejoró una época, pero enseguida cayó en el moscatel de Pantelleria. Y así, pasando por una etapa crítica de total apego al Cynar, un día, por fin, se rehízo y nos confesó que dejaba la pintura y se metía a escultor. Lo primero que se le ocurrió fue reproducir en 3D bodegones de pintores clásicos. Pegó a una tabla un trapo de cocina con un racimo de uvas y dos plátanos. Naturaleza viva lo bautizó y, claro, la obra se le marchitó en menos de una semana. Los plátanos marrones y tal, pero él estaba plenamente convencido de haber conseguido darle cuerpo a la pintura de Cézanne. La summa artis. A partir de ahí le perdí la pista durante años y no le volví a ver hasta una Noche en Blanco. Coincidimos en la cola de la Biblioteca Nacional. Tenazas iba acompañando a un tal Santiago Torrente. Un tipo con cara de acelga que también era conceptual.
—¡Hombre, Miró, que sorpresa! —le saludé yo en tono adulador para dotarle de emoción al inesperado encuentro. Pero me salió el tiro por la culata. No le gustó nada la comparación.
—¿Miró? No me jodas, ¿eh? Que ese se ha vendido a las multinacionales.
—¿Qué me dices? —repuse yo, extrañadísimo por tamaños insultos.
—Sí, a la Coca-Cola —me aclaró su acompañante.
—¿A la Coca-Cola? No me lo creo —dudé yo, sacando pecho por uno de los máximos representantes mundiales del surrealismo—. Entre otras cosas, porque, como mi mujer es de Mallorca, resulta que Ana es íntima amiga de una sobrina del pintor, la Juncosa, y yo he tenido la suerte de poder saludar al maestro en su estudio en más de una ocasión. Y me consta, porque tiré yo personalmente de la arandela del bote, que Miró era más de Pepsi.
—Acércate al Museo de Esculturas al Aire Libre del puente de Juan Bravo y lo comprobarás tú mismo. Nosotros venimos precisamente de allí.
—Ah, ¿sí? ¿Y qué habéis visto si se puede saber?
—Que en el pedestal de su Mere Ubu, 1975, bronce, han colocado una placa que reza: patrocinado por Coca-Cola. Madrid, 1 de agosto de 2010.
—Enrique, machote —le dije—, que Joan Miró se murió en el ochenta y tres… Eso lo habrá puesto Gallardón para que le sufraguen el mantenimiento del museo. A mí no me parece tan mal.
—A ti no te parecerá mal porque seguramente no tienes sensibilidad para entender lo que significa la pureza en el arte —me soltó de sopetón el Torrente.
—¿Perdón, puede repetir? —repliqué yo lo más cordialmente que pude por dejarle abierta una posibilidad a retractarse de la bordería que me acababa de lanzar sin fundamento.
—Nada, déjalo, que ya se ve que no entiendes.
—¿Y qué es lo que tengo que entender? —Iba a llamarle cara de acelga, pero me reprimió la caballerosidad y la elegancia que un ciudadano español y decente siempre lleva por bandera.
—De arte, tu amigo no entiende de arte —le comentó el lechuguino en plan chuleta a Tenazas, ignorándome. Sin siquiera dignarse dirigirme la mirada. Como si yo no existiera. Y luego remató—: A este seguro que le gusta Chillida.
—Pues claro que me gusta Chillida. ¿Pasa algo?
—¿Lo ves como no tienes ni idea, chico? Chillida es un autor fallido. Sólo ha varado sirenas. En hormigón o en acero corten. Igual me da que me da lo mismo. Peine de los Vientos I, Peine de los Vientos II, Peine III… Un impostor.
—Enrique —ya me puse serio—, ¿se puede saber quién es este tarugo que te acompaña?
—No os alteréis, hombre, que no hay motivo. Perdona, Juanqui, creí que ya os conocíais. Es mi colega Santiago Torrente.
—¿Torrente? Hombre, como el de El día de la bestia.
—Mira, chaval, no provoques con tu ignorancia —replicó el borde—. Si quieres tirarte el pisto con conocimientos de arte, mejor mencionas a Subirachs o a Palazuelo. Pero no mentes a Chillida porque se te ve el plumero.
Ahí ya me tocó las partes menos tocables el individuo ese. Y ya me encendí. ¿A qué venía tamaña insolencia? Así que contraataqué con un sermón, quizás no tan enjundioso como el de la montaña, pero con los puntos básicos igualmente esclarecidos.
—Yo, Segura —comencé en tono pausado—, en el mundo del arte menciono a quien me sale de la punta del nabo, ¿me sigues? Los menciono a todos, menos a ti, naturalmente, porque resulta que nadie sabemos quién eres tú. Ni tiene pinta de que vayamos nunca a descubrirlo. Gilipollas.
Lo pilló al momento. Le quedó clarísimo. Si es que, como dice siempre Ana, a todo el mundo, incluidos los conceptuales, cuando les explicas bien las cosas…
Como el recuerdo del encuentro con Torrente vuelve a encenderme de nuevo, decido despedirme de Enrique antes de que se me escape lo que pienso sobre la ósmosis humana. No merece la pena. Y hay que reconocer que tiene mérito dedicarte a eso y conseguir que te sufrague el Ministerio de Cultura, la Comunidad de Madrid y la Fundación Salvatierra. Y, espérate tú, que puede que le haya sacado algo a La Caixa. Pues nada, hombre. «Que te vaya muy bien, Enrique», le deseo y salgo a la calle. Sin prisas, voy a darme un paseo por Chueca. Al solecito de la tarde porque, como decía mi otro amigo, Alfombrillo, «Un hombre bien comido y bien bebido, ni Dios mismo sabe el tiempo que puede aguantar sin trabajar».
Tiro por la calle Fuencarral, que desde que la dejaron peatonal está muy apetecible. Cruzo Gran Vía, bajo a Sol y, antes de darme cuenta, estoy en La Latina. Donde el teatro de Lina Morgan. Paso por delante de la piscina y me acuerdo de Agenjo. «Señoras, diez largos a braza. Señoras, diez largos a espalda». Qué raro que hoy no se me haya presentado. Seguramente habrá sido porque me ha visto con Ana. Es muy egocéntrico y no le gusta compartir mi compañía. Bueno y también sabe que yo no puedo atenderle cuando están otros presentes. De pequeño sí. Entonces era otra cosa. A mis padres les hacía gracia que tuviera un amigo invisible. Pero de adulto no. Imposible. Aunque me consta que no soy el único ser humano que mantiene este tipo de amistades. Escuché otro caso en una entrevista en la radio, en un programa que ponen de madrugada. Llamó un señor mayor que decía que tenía una amiga invisible a la que apodaba cariñosamente la Tía Bastones. Se quejaba de que se encontraba muy solo, sin familia, con una única hija en Argentina, y que la Tía Bastones, debido a los achaques de la edad, ya casi nunca se le presentaba. Porque los amigos serán invisibles, pero envejecen igual que nosotros. Yo, cuando conocí al mío, Agenjo debía de tener seis años. O siete. Pero no muchos más. Y ahora ya le ves: con ciática. Bueno, pues la Tía Bastones, que según este oyente vivía en Ortega y Gasset 72, a dos manzanas de su casa, tardaba en desplazarse de su residencia a la del oyente más de hora y media. Como el Correcaminos, pero a la inversa. Por lo visto, cruzar Conde de Peñalver suponía una hazaña comparable a la de Aníbal cuando atravesó los Alpes. Tardaba cinco semáforos en alcanzar la orilla opuesta. Tres en rojo y dos en verde. Con frenazos de coches en seco e insultos de conductores a la tercera edad. Algo que, ya ves tú, debería estar penalizado; eso de denostar a una señora indefensa, que se ve que no puede. Pero bueno, se conoce que la Bastones había desistido de visitar a su amigo, y el anciano, lo normal, la echaba mucho de menos.
La locutora no debió de escucharle ya que, seguramente, vivía con la única obsesión de que la sacaran de ese horario nocturno tan perro cuanto antes y la colocaran en el matinal de los fines de semana. Así que no fue capaz de valorar las dimensiones del fenómeno paranormal relatado. Le dijo que lo sentía mucho, le dedicó el Loca de Shakira y la invisibilidad quedó zanjada. Estuve por llamar y ejercer una protesta formal del tipo: «Pero, oiga, ¿usted de qué va?»; pero opté por el silencio. Para qué perder el tiempo. De sobra sé que la gente sólo atiende a lo que conoce y no demuestra interés especial por amigos invisibles. Ya desde pequeño, los adultos luchan por apartarte de ellos sin remedio. Es lo que hay.
Día cuarenta y tres. Sábado. Frío y soleado
Regreso a Casa Salvador a por las gafas, que me las dejé el otro día. Las saqué para mirar el menú y se debieron de quedar en la mesa. Aunque la temperatura debe de rondar los doce grados, el bullicio de la calle me anima a caminar y continúo andando hasta casa. No veas lo bien que sienta un paseo. Es el mejor ejercicio. Para los pies y para el alma. Observo los escaparates de los comercios y entiendo de golpe mi ciudad. Lo que compra la gente es una fuente de información magnífica para intuir por dónde van los tiros de la actualidad. Mejor que los periódicos. Como estamos ya en vísperas de Navidad, en los árboles de las calles empiezan a colocar las luces. Llego a casa. Martita tiene que hacer un trabajo para el colegio y me pregunta si sé por qué se regalan huevos de chocolate en Pascua.
—Será porque están bien ricos —me sopla al oído mi amigo invisible.
—Están ricos porque son de chocolate, no porque sean huevos, ceporro —le respondo—. Si lo importante fuera el chocolate, podrían haberlo moldeado con la forma de una alcachofa o de una pelota de pimpón, pero resulta que no, que tienen forma de huevos.
—Hombre, habrán elegido los huevos por el tamaño. Los huevos tienen una dimensión muy buena, José Luis. Ni muy grandes, para no atragantarte; ni muy pequeños para que el regalo no resulte una menudencia. No van a hacer balones de fútbol de chocolate para que te los metas en la boca, no te digo.
—Marta, lo que pasa es que los humanos vivimos separados de la naturaleza y ya no sabemos enlazar lo que hacemos con el sentido que tenía cuando alguien empezó a hacerlo —le explico a mi hija pequeña.
—Vale, papá, que sí. Si sabes lo de los huevos, me lo dices, y si no, pues no pasa nada y ya lo miro yo. ¿Vale?
—Yo, José Luis —me recrimina mi amigo invisible—, cuando te pones metafísico también prefiero permanecer al margen. La chiquilla tiene su punto de razón.
—¿Tú has visto alguna vez un nido de pájaros con huevos, Marta?
—Sí. Una vez. En Palau de Santa Eulalia.
—¿Y te acuerdas de en qué época lo viste?
—Pues en verano, porque es cuando fuimos a Palau. ¿No recuerdas que me lo enseñaste tú el día que bajamos a bañarnos al Fluviá?
—Claro que me acuerdo. Entonces, ¿a que nunca has visto un nido de pájaros con huevos en invierno?
—Jopetas, papá, te acabo de decir que sólo he visto uno contigo y que fue el verano ese.
—Vale. Pues ya te advierto yo que ni has visto un nido con huevos en invierno, ni lo verás. Los pájaros ponen solamente huevos en las épocas de calor para que las crías puedan salir adelante. Si los pusieran en enero, se les congelarían los polluelos. ¿Me sigues?
—Yo contigo hasta la muerte, José Luis. A pecho descubierto. Como los gladiadores romanos. Ya lo sabes —interviene el pesado de mi amigo invisible, que podría tener el tacto de mantenerse al margen en una conversación paternofilial de esta trascendencia.
—Bueno, papá, ¿lo sabes o no lo sabes?
—Marta, si te lo acabo de decir. Si las aves no ponen huevos en invierno, ¿por qué narices los iban a poner las gallinas? ¿Qué son las gallinas? ¿Coleópteros? Es lo mismo. Lo que pasa es que estamos acostumbrados a comer huevos todo el año porque las engañan en los criaderos con luces y eso, pero no es lo natural. Lo suyo es que a mediados de otoño las gallinas dejen de poner huevos y no vuelvan a hacerlo hasta la llegada de la primavera. Cuando vuelve el calorcito. Por eso tradicionalmente se festeja la Pascua regalando huevos. Porque el huevo es el producto de temporada en esas fechas. Si la Pascua se celebrase en enero, se regalarían alcachofas. La Pascua es la fiesta de la primavera, el renacer a la vida, cuando los árboles sin hojas vuelven a brotar, ¿comprendes? El huevo es un símbolo de ese milagro que no ha dejado nunca de asombrarnos. El que las gallinas pongan otra vez huevos significa que retorna la vida y por eso se utilizan como ofrenda. Digo yo que, al principio, cuando la gente vivía en el campo, se regalarían huevos normales, del corral de cada uno. Luego, en las ciudades, la cosa empezó a complicarse y a algún artista pastelero se le ocurriría hacerlos de chocolate.
—Vale. Entonces ¿qué pongo en el trabajo, papá?
—Pues lo que te acabo de explicar, hija.
—Que sí, papá. No te he entendido nada, como siempre. Te hago una pregunta y te tiras un rollo de dos horas. ¿No me puedes decir sólo una frase? Lo que me has contado no me cabe en el espacio del cuaderno para esa respuesta. Ya lo busco yo, ¿eh? Gracias, papá. Muy simpático. Cómo se nota que al único que quieres es a Sergio.
—Oye, oye, que eso no es verdad, Marta.
—¿Ah, no? Y entonces ¿por qué le llevas sólo a él a ver el fútbol?
Me duele mucho la alegación porque me parece del todo injusta. A ella no la habré llevado conmigo al Bernabéu, pero la he llevado a… Bueno, es que yo ignoraba que mi hija fuera entusiasta del deporte. Voy a comunicárselo, pero no me deja tiempo para la defensa. Martita sale del cuarto echando humo. Se conoce que siempre me paso de largo en las respuestas. Pero para darse impulso hay que coger carrerilla, ¿no te parece? Ya me lo advirtió Ana una vez: «Si te pregunta la niña algo sobre los romanos, le respondes sobre los romanos; pero no te remontes a la tercera glaciación». «Pero es que para mí todo está interrelacionado, Ana. Yo lo hago por su bien». «Que sí, Juan Carlos, que eres un plomo, hijo».
Agenjo se marcha. Mañana sale de viaje de negocios. Dice que tiene que volar a la ciudad que tiene el nombre más largo del mundo: ciento sesenta y siete letras. Le solicito alguna pista y me suelta el nombrecito completo: Krungthep Mahanakhon Bovorn Rattanakosin Mahintharayutthaya Mahadilokpop Noparatratchathani Burirom Udomratchanivet Mahasathan Amornpiman Avatansathit Sakkathattiyavisnukarmprasit. Lo que comúnmente se conoce como Bangkok, vamos, la capital de Tailandia. Le pregunto que a qué va y se hace el sueco alegando que tiene que resolver unos asuntillos sin importancia. Le digo que me parece muy oportuno y le despacho. Antes de largarse me explica que ya se encuentra mejor de la pierna y que gracias por preguntar. Me alegro mucho por su mejoría y me molesto bastante por su sarcasmo. Quedamos para nadar la semana que viene. Desaparece. «Cada chango a su mecate». De camino hacia la cocina atravieso el pasillo y encuentro la puerta del cuarto de Sergio entreabierta. Todavía no ha regresado del almacén. Siento como si una fuerza magnética me llamase: «¡Juaaaaan Caaaaarlos!». No puedo evitarlo y me sorprendo una vez más sentado en la cama de mi hijo, con las gafas instaladas y su cuaderno en las manos.
Yo quiero irme más lejos,
más allá de una poesía,
darle la vuelta al espejo.
Y soñar,
que mientras sueño,
esa silueta que es mía
se transforma en sentimiento.
—¡Este chico está enamorado! —me digo—. ¡Anaaaaaa!…
—¡Mamá no ha llegado todavía! —me grita desde su cuarto Martita.
Vas a ver tú como este pájaro haya dejado a alguna compañera del trabajo embarazada. ¡Si es que los congelados tienen mucho peligro! Que las espinacas son afrodisíacas. Que ya se lo he dicho yo a Ana más de una vez: tú te vas y le dejas al chico en el taller solo mucho tiempo y en el despacho hay aire acondicionado y el chaval se aprovecha.
—¿Qué tal te ha ido con Tenazas? —me pregunta Ana, que acaba de llegar a casa.
—Déjate de Tenazas y de alicates, Ana, que tenemos un problema con el chico.
—Este se acuesta hoy caliente. Precisamente de Sergio quería yo hablarte.
Ana me comenta que está muy preocupada por nuestro hijo. Que se nos está torciendo. Ha iniciado el mal camino, y como no hagamos algo pronto por remediarlo, será ya demasiado tarde. Me enciende todas las alarmas. El asunto es muy, pero que muy serio. Le pregunto que si está convencida de lo que me dice. Me lo confirma. Asegura que esas cosas a una madre no se le escapan. La intuición femenina. Que se lo nota en la cara. En todo el cuerpo se le nota. Que ha pegado un cambiazo en los últimos meses. Y me dice que parte de la culpa la tengo yo. Ni siquiera intento defenderme. Aunque la acusación me parece injusta, entiendo que Ana trata de salvar al chico de la mala vida, no de rescatarme a mí de la injusticia, y sumiso le planteo si se le ocurre algo que podamos hacer.
—Pues hablar con él —replica—, que nunca dialogas con él. Yo estoy con Sergio todo el día y a mí me confía sus cosas, pero tú no tienes ningún contacto. Te pasas todo el santo día pegado al ordenador.
Eso ha sido un tiro a quemarropa por cuyo motivo, ahora sí, paso al contraataque.
—¿Qué quieres que le diga a Sergio si cada vez que intento entablar un diálogo lo único que me contesta es positivo y desconozco? —le dejo caer.
—Pues que, en lugar de hacerle preguntitas estúpidas, le hables de lo que tienes que hablarle.
—¿Ah, sí? —le suelto—. ¿Y de qué se supone que tengo que hablarle?
—De sexo y de drogas —me responde—. De las dos cosas que tiene que hablarle un padre a su hijo si no quiere que, por puro desconocimiento, eche su vida a perder. Y yo con Sergio, la verdad, no sé si ya será demasiado tarde. —Y se echa a llorar.
Día cuarenta y seis. Martes. Posibilidad de chubascos
Todavía no he encontrado una ocasión para dialogar con el chico. El fin de semana lo ha pasado fuera y no vuelve hasta mañana. Igual me lo llevo el miércoles al Bernabéu, aunque normalmente pasa de ir conmigo al abono y prefiere ver el partido de pie con su peña. Pero no nos vendría mal tener una conversación de hombre a hombre en el templo que consagró los principios sagrados inculcados por Di Stéfano: ambición, carácter, valentía, entrega, solidaridad con tus compañeros, talento, respeto y lealtad. Los valores imprescindibles para lograr esa fortaleza que nos ha acompañado en toda nuestra historia madridista. Los mismos que tengo que inculcarle yo a Sergio, en una conversación de urgencia, antes de que sea demasiado tarde.
Día cuarenta y siete. Miércoles. Persiste la posibilidad de chubascos
El caso es que, problemas relacionados con el sexo, el alcohol y las drogas aparte, las poesías de mi hijo me han dejado muy pensativo y llevo dándole todo el día vueltas de campana. No sé si comentarle algo cuando hablemos. Ana dice que ni se me ocurra. Que me limite a hablarle de una vez de lo que le tengo que hablar y que no vuelva a hurgarle en sus papeles. Sinceramente creo que lleva razón. No tenemos derecho a infiltrarnos en la intimidad de nuestro hijo. Es como jugar al póquer después de haberle visto las cartas a tu adversario. Dice Ana que, como siga curioseando en el cuaderno, ella le pasa el taco de postales que conserva de cuando éramos novios para que el chico esté en igualdad de condiciones. Pero es que no es eso. Si ya no es tanto lo de Sergio como lo del amor. Me llama a mí la atención que los humanos tengamos que hablar del amor todo el rato. Porque hablar de amor es una contradicción en sí misma ya que el verdadero amor consiste en escuchar. Y lo digo con conocimiento de causa, ¿eh?, que me pasé dos semanas y media en Taizé donde ya conté, me parece, que Alfombrillo y yo fuimos a dedo. A Alfombrillo le entró un rollo más místico y se pasó las jornadas tocando a la guitarra una adaptación del Moon Shadow de Cat Stevens. La letra iba en francés y decía: «Le partage c’est n’avoir rien». O sea, que el amor es compartir y que compartir implica la capacidad de olvidarse de uno mismo y dedicar tu energía a que se sienta más a gusto la persona que tengas a tu lado. «Fíjate en el sexo, si no —decía mi amigo—. Cobra mayor sentido cuando caes en la cuenta de que el verdadero placer reside en hacerle disfrutar a tu pareja. ¿O no?». A mí me aburrió el rollo pseudobudista-cristiano y me sumé a un grupo de italianos que declararon en su tienda de campaña una comuna libertaria. Allí me enamoré de una chica de Módena y luego nos hicimos juntos un viaje en plan mochilero por Grecia. Se llamaba Daniella y cuando sonreía le salían dos hoyuelos en los mofletes. Algo gordita para el gusto de la época, pero muy dulce. De aquella gira conservo algunos escritos que iba anotando en la agenda. Recuerdo que nos alucinaron las iglesias griegas de ración. Templos minúsculos, como para colocarlos de centro de mesa, que se levantaban en las cunetas de las carreteras. Maquetas del tamaño de una caseta de perro que unas veces rememoraban a los muertos en un trágico accidente y otras daban gracias al cielo por haberlos salvado. Recordatorios, todas, de lo mal que estaba el pavimento en Grecia por aquellos años.
Llaman al timbre. Abro la puerta. Es Agenjo, mi amigo invisible. Como estoy embebido en mis pensamientos, no le doy demasiada importancia a este hecho, que me resulta inédito. Mi amigo invisible, que yo recuerde, hasta ahora nunca me había anunciado su presencia. Se presentaba y punto. O sea, yo tampoco sé cómo funciona el mecanismo de la invisibilidad (supongo que se filtrará por las paredes o algo de eso), pero, vamos, me consta que no necesita tocar al telefonillo. Qué raro. Quizás sea una manía nueva. Otra más. En cualquier caso, me lo tomo como un detalle. Una cortesía especial motivada, quizás, por haberle pedido el otro día que no se entrometiera en mi vida familiar. Mira tú qué majo. Tampoco, hasta la fecha, le había visto yo colgar su gabardina en el perchero. Igual soy yo el que delira, pues, acostumbrado a tratar lo irreal con naturalidad, cuando analizo mi relación con Agenjo me chirría el subconsciente. Los amigos invisibles no llevan ropa. Ropa de verdad, me refiero. ¿O sí? Da lo mismo. Le pido que entre, por favor, y me sigue por el pasillo. Oigo que, a medio camino, cierra la puerta del baño. ¿Para qué lo hace? Hoy le encuentro algo rarito. Llegamos a mi despacho. Bueno, si a un ordenador portátil encima de la mesa de la plancha se le puede tildar de oficina.
—No has venido hoy a natación, mano —me increpa, poniendo ese acento mexicano que de vez en cuando le da por imitar. Esas cosas que tiene él.
Encojo los hombros y me vuelve a repetir la frase mientras se tumba sobre la alfombra de nudos gordos a ejecutar abdominales.
—No, es que hoy no tenía yo cuerpo.
—Pues de eso se trata, güey. De que, como no tienes cuerpo, vengas a echarte unos largos a la alberca a ver si ensanchas pecho, te salen hombros de una vez y te dejas de chingaderas.
—Muy gracioso.
—El Mortadelo ha contado hoy una historia increíble, compadre. No veas lo que le pasó ayer en el banco. Dice que le calzaron una boleta de tráfico injusta. Le llegó una carta comunicándole que le pillaron circulando a ciento sesenta kilómetros por hora por la M-40 y, según afirma él, eso resulta imposible de todo punto porque su carro no alcanza tanta velocidad. Dice que no era su bronca, pero que, aun así, se acercó a pagar a Caja Madrid. ¿Qué iba a hacer? Había una cola del demonio. Llevaba allí veinte minutos esperando y le estaban entrando ganas de gritarle al cajero que era un escuincle despreciable. Cuenta que ya le iba a tocar cuando aparece un pibe con una capucha y grita: «¡Esto es un atraco!». Dice: «Mira, yo no sé lo que me pasó. Debí de volverme loco. Estaba tan cabreado con lo de la espera que la pistola me valió madre. En lugar de apantallarme, pegué un paso al frente, me salí de la fila y me enfrenté al atracador». Y nos representó la escena en el bordillo, que ya sabes tú cómo le gusta gesticular al Mortadelo cuando cuenta una historia. Dice que le soltó: «Usted habrá venido a atracar y a mí me la suda si atraca o no, sus motivos tendrá, pero por lo menos se espera a que le toque la vez. Se pone a la cola y espera turno; que los demás llevamos aquí perdida la mañana y usted no se cuela por mis santos cojones».
—¿Qué me dices?
—Lo que te cuento. El atracador se arrugó como frijoles viejos. Se cagó en las aletas de su madre, pero se piró de allí confundido. El director del banco felicitó al Mortadelo y le ofreció un trago de una botella de Terry Centenario que tenía guardada en el mueble metálico. «Pásele no más, don Mortadelo, que esto es puritita salud, agua de la vida. Éntrele sin desconfianza». Cuando ya pasó la tensión, lo que le entró al Mortadelo fue una lipotimia. Al darse cuenta de que había arriesgado la vida de una forma tan idiota, casi se desmaya. Le tuvieron que traer una tila del bar de al lado y vinieron los del Samur y toda la pesca a atenderle. Ladrones del carajo. A la hora de la verdad los machitos siempre resultan fuleros.
—Vaya con el Mortadelo, un héroe de leyenda.
—Y que lo digas. Había hoy un cachondeo de miedo en el agua con el asunto. Todo el mundo le gritábamos: «¡Mortadelo, supersujeto, que me ahogo, venga a rescatarme!». Te has perdido unas risas. Bueno, ¿qué hubo? —musita, sacando algo de hierba de un morral—. Atáscate, ora, que hay lodo. Cosecha catalana.
Me ofrece un porro. ¿Cómooooo? Se suponía que me había prometido que no iba a seguir perjudicando su cerebro con la droga. Si para algo sirve hacerse mayor, digo yo, es precisamente para volverse más consecuente con las decisiones que uno adopta.
—Un gallo de marihuana no va a dañarme el organismo —se excusa, pegando una calada—. Lo único que perjudica al cuerpo son las malas ondas.
—Eres incorregible.
—¿Qué hubo? —insiste.
—Nada. Aquí estoy pensando en qué carajo hago con mi vida.
Mi amigo invisible pega otra calada larga. Carraspea.
—Te ves muy serio. ¿Te paso una Risperidona? A mí, como ves, me funciona de maravilla. Relaja los ánimos. Permite ver las cosas claras. Gracias a esta medicación yo he sido capaz de decirle que no al papa. Lo he visto claro: demasiada sal para este humilde huevo. Le he pasado al Santo Padre el teléfono de Benito Berceruelo, que lleva un estudio de comunicación muy serio. En la plaza de la Lealtad. Asesoran a todo quisque de importancia. Le he dicho: «Santidad, le dejo en buenas manos porque esos consiguieron que ganara las elecciones del Madrid Ramón Mendoza cuando hasta sus partidarios las daban por perdidas. Así que les pone un llama cuelga y ya se apañan entre ustedes».
Si yo hubiera crecido en el DF, le habría respondido a mi amigo invisible, ya que tanto le gusta imitar el acento mexicano, que deje de jalarme, que clochea. Pero, como resulta que soy castizo, me sale un «Menda, castigas la húmeda más que un purela» y Agenjo se encoge de hombros. Apaga el porro, confiesa que tiene algo de prisa, como siempre, y se larga. Me deja el despacho cargado de humo. Abro la ventana para que entre un poco de aire fresco del patio. Fuera llueve. Oigo un ladrido en el pasillo. Me asomo. Alguien rasca con fuerza la puerta del baño intentando echarla abajo. ¿Será posible? El pendenciero ha cumplido su amenaza. Me ha traído un perro y me lo ha dejado en casa. Habemus can. Perpiñán ya habita entre nosotros. Y por espacio de una semana, me temo, según lo estipulado en el contrato verbal contraído hace unos días.
Día cuarenta y ocho. Jueves. Desapacible
Sergio me dice que no quiere ir al partido. Que no le viene bien. Yo sospecho que tiene otro plan; posiblemente verlo en casa de alguno de su pandilla, pero no le insisto puesto que accede a hablar conmigo. Nos sentamos los dos en el salón y entro directo al tema.
—Sergio, ¿tú sabes para qué te he pedido que te quedes?
—Desconozco —me responde.
—Es que tu madre y yo estamos muy preocupados contigo.
—¿Y eso? —exclama sorprendido.
—Mira, hijo, sé que quizás la culpa haya sido mía por no haberte mencionado abiertamente los peligros que acechan esta vida. Sabes a qué me refiero, ¿verdad?
—Desconozco.
—Bueno, hijo, ya sabes que a tu edad hay dos temitas… dos cosas serias que conviene afrontar sin medias tintas.
—Desconozco.
—Leñe, Sergio, pues el sexo, las drogas y el alcohol.
—¿De qué vas, papá? —me espeta molesto—. Además has mencionado tres.
—Mira, no le voy a dar más vueltas. Hijo, tu madre y yo sospechamos que vas demasiado al gimnasio.
—Claro que voy, ¿y qué pasa?
—Qué pasa, qué pasa. Pues pasa.
—¿El qué pasa?
—¿Es que tú no te das cuenta de dónde te estás metiendo?
—Pues no, sinceramente.
—Pues que de ahí estás a un paso de hacerte vegetariano, Sergio, y la juventud es para disfrutarla. ¿No tienes novia? ¿No tienes amigos con los que tomarte unas cervezas? ¿No te apetece fumarte de vez en cuando un canuto para diseñar con otros de tu edad una revolución que mande de una vez por todas a tomar por saco los cimientos de este mundo burgués que hemos creado los mayores y que no lleva a ninguna parte?
—Papá, ¿tú estás de coña?
—Oye, mocoso, no insultes, ¿eh? Y menos a tu padre.
—Bueno, pues ¿qué quieres?
—Que hagas algo propio de tu edad. Y que no malgastes la vida haciendo gimnasia y bebiendo agua. Que ese es el problema que tienen ahora las chicas, que todos los hombres solteros sois unos muermos.
—Vale. ¿Me puedo ir ya?
—Desconozco —contesto, utilizando su propio lenguaje.
Se produce un silencio molesto y Sergio hace ademán de levantarse.
—¿Me puedo ir ya? Es que yo tengo vida propia, ¿sabes, papá?
Encajo con donaire la impertinencia y continúo la faena.
—Lo que intento hacerte entender, hijo mío, es que tenerle miedo a la vida es natural. A mí me lo explicó de maravilla Curro Romero una tarde en Casa Salvador. Te acuerdas de Pepe, ¿verdad?
—Positivo.
—Bueno, pues Curro Romero, que es un torero con trapío, pero que ha dado muchas espantadas, nos contó que él le tiene al toro el mismo miedo que un taxista. «La única diferencia —nos aclaró—, es que yo, aunque me cague, me pongo delante del bicho y los demás no». ¿Me sigues? ¿Pillas la moraleja?
Sergio me observa altivo, amenazante, mientras se pasea la lengua, jugueteando, una y otra vez por debajo de los labios. Se me hace la luz.
—Oye, machote, ¿tú no te habrás hecho un piercing? A ver si te has clavado un cascabel de esos en la boca.
—¿Pero qué dices? Lo que pasa es que me están saliendo las muelas del juicio.
—Bueno, bueno —intento retomar el diálogo en un tono conciliador—. Pero que sepas que a nosotros no nos importa si eres gay o metrosexual o como se diga ahora. Que te queremos lo mismo y no tienes por qué esperar a que yo esté en el lecho de muerte para comunicármelo. Hijo mío, te aceptamos como eres.
—¡Mira, papá, tú dedícate a clavarles espadas a los animales indefensos, si es eso lo que te hace sentirte más gallito, pero a mí déjame en paz!
Lo que me faltaba por oír, el chico me ha salido antitaurino.
—Oye, cuidadito con lo que decimos, machote, que te quito el móvil —le amenazo mientras él se levanta, desaparece por el pasillo y se encierra en el cuarto de un portazo.
Día cincuenta y tres. Martes. Viento y chubascos de nieve
Ana me vuelve a echar en cara que haya aceptado a Perpiñán y me pregunta otra vez que de quién es. Le repito que de un amigo. Me pregunta que de qué amigo. Le digo que de Agenjo. Que ya se lo he dicho. Que de uno que ella no conoce. Me responde que estoy colgado y, antes de marcharse a trabajar, me pide que haga la cama. «¡Pero si ya la he hecho!», protesto. «¿A esto le llamas tú hacer la cama?». «Pues sí, Ana», le respondo. Es que lo de tener que hacer la cama bien me exaspera. Me parece que una cama tiene varias posibilidades de hacerse, como un chuletón a la brasa. Muy hecha, poco hecha o al punto. Y, a mí, la cama me gusta poco hecha, pero se conoce que mi mujer la prefiere pasadita. ¿Qué le vamos a hacer? Habrá que esmerarse más con el embozo.
—Adiós, ¿eh?
Ana se iba sin despedirse. La alcanzo en la puerta. Se da la vuelta y noto que está alterada.
—¿Qué pasa? —le pregunto.
—¿Que qué pasa? —me responde.
—Que qué pasa, sí —le digo.
—Pues me pasa que ya está bien. Que aquí soy la única que trae el sustento a casa y tú, por lo menos, podrías no ponerle pegas a tareas tan sencillas como hacer una cama. ¿O es que te supone mucho esfuerzo? Vale que no pegues ni palo, Juan Carlos, pero por lo menos no estés de vacaciones, ni me metas un chucho asqueroso en el piso.
Ana María de la Encarnación da un portazo al ascensor y desaparece en línea recta hacia las profundidades del abismo. Yo me quedo observando la lucecita roja que marca el descenso de la cabina: 3, 2, 1, PORTAL. No doy crédito. ¿Que no pego ni palo? ¿Que yo no trabajo? Se encontrará alterada por culpa de los congelados, pero esta vez se ha pasado tres pueblos. ¿Que yo no pego ni palo? ¿Tendré yo la culpa de que Josep no me coloque ni siquiera un mísero artículo en el Spendin, la revista de estilo de vida que dan en los hoteles de La Rioja? Mira, se le habrá escapado; lo habrá hecho sin mala intención, lo que tú quieras, pero ya me ha dejado psicológicamente destrozado para todo el día.
—¡Papi, que llegamos tarde!
—¡Ya voy, Martita!
—Se ha meado el Perpiñán. Perpi, bonito. Ven, Perpi. ¡Papáaa!
—¡Que ya voy!
Termino de ahuecar la almohada y llevo a Marta al colegio. Regreso al hogar. Me subo por las paredes. ¿Cómo se atreve a decirme eso mi mujer? ¿No me prometió en el altar que me querría en la salud y en la enfermedad, en el éxito y en la cola del paro? Pues si mantienes una postura, Ana, la tienes que defender hasta el final. En el cielo o en el infierno. Imagínate que Jesucristo en la cruz se hubiera quejado: «Ay, ya no aguanto más estos clavos, que me pinchan un poco». No es eso. Hay que resistir hasta las últimas consecuencias. Hay que ser valiente como el mesías.
—Yo con Jesús me identifico mucho —me confiesa mi amigo invisible conmovido con mi relato de los acontecimientos matutinos.
—No eres el único —le hago saber yo en el vestuario al terminar la clase con Mortadelo, quien, por cierto, me ha ratificado la historia del atraco.
—No, pero es que yo creo en la reencarnación, José Luis —me apunta.
—¿Y? —vuelvo a insistirle para ver si esta vez hilvano el pensamiento.
—Pues que yo algunas veces me sorprendo, como en un acto reflejo, estirando mucho los brazos. ¿No me has visto en la ducha? A veces me da por alargar los brazos y ladear la cabeza dejándola así caída. ¿Me sigues?
No. No quiero seguirle.
—Pues que yo, José Luis… —continúa, bajando la voz para que no le escuche un señor mayor que entra para la clase siguiente porque los viejos vuelven a relajar las defensas y suelen ser también sensibles a este tipo de presencias. Que yo… A veces pienso que tal vez en una vida anterior fui…
—Agenjo, ¡por favor! —le atajo—. ¿Tú de verdad te crees que porque estires los brazos en la ducha vas a haber sido en una vida anterior el Niño Jesús? Tú eres mucho más tonto de lo que me pensaba, machote. Pero muchísimo más tonto.
—No es sólo eso, José Luis. Hay más detalles. —Ya he dicho que no quiero escucharle, pero, como está tan cerca, no me queda más remedio—. Por ejemplo, yo les tengo mucho cariño a las palomas, ya lo sabes. Y en el bordillo de la piscina, me parece obligado confesarlo, a veces… me entran tentaciones como de echarme a caminar sobre las aguas.
Idiota de remate es poco.
Día cincuenta y ocho. Domingo. Riesgo de tormenta
Saco a pasear a Perpiñán por el barrio. Me he echado al bolsillo un par de bolsas del DIA por si arrecian aguas mayores. Yo siempre he sido partidario de recoger los bártulos perrunos. El que tenga bicho que apalanque. Pero de momento no parece necesario. Levanta la pata aquí, allí, y va meando en morse y dejando por todas partes un reguero con su pista. No entiendo cómo le queda orina dentro después de la cantidad que ha soltado en el parqué de casa. Pero el animalillo parece simpático y me da la impresión de que es francés. No lo digo solamente por el nombre, Perpiñán, sino por el acento. Cuando ladra pronuncia «wa», en lugar de «guau», igual que hacía Milú en los álbumes originales de Tintín. Le dejo que tire de la correa y que arrastre mi cuerpo de zombi. Así es como me siento después del cóctel molotov que me ha lanzado mi mujer al corazón. ¿Que yo no trabajo? Si se pensaba que aquello iba a servirme de revulsivo, ha conseguido exactamente el efecto contrario. Yo sí trabajo. Y mucho. Otra cosa muy distinta es que no produzca, Ana María de la Encarnación. Pero eso ya no es culpa mía. Y ahora, gracias a tu sano comentario, ni produzco ni trabajo, porque no me queda ánimo para escribir ni una línea. Mi mujer me ha destrozado el orgullo de varón. Me ha dejado en pelotas. La odio.
Entro al bar de Juli. «¡Eh, que no puedes pasar con perro!». Lo ato a una farola y le digo a Perpiñán que me espere. Que es un minuto. Lo justo para tomarme una cañita que me ayude a sobrellevar las penas y ya regreso. Me decido por un botellín y me lío la manta a la cabeza, dejándome llevar por la autocompasión, y encargo también media ración de anchoas con alegría riojana, el picante ese que les da tanta vida. «Con pan para mojar en el aceite, por favor». Me veo reflejado en el espejo y me doy pena. Soy un fracaso. Un fiasco. Las doce tribus de apenados soy. A lo mejor es verdad que no valgo para escribir y me empeño en ello inútilmente. ¿Qué he conseguido yo? La entrevista con Mark Knopfler que coloqué en el EPS ha sido el punto más álgido de mi carrera. La cima. La ascensión a la gloria. Y de esto debe de hacer lo menos quince años. Entonces yo creí ingenuamente que publicar en El País supondría el inicio de una brillante trayectoria. Hasta el infinito y más allá. El puerto de Palos desde el que zarpar a descubrir otros mundos aún de mayor prestigio. Que me esperaba el premio Doncel, una columna semanal en el ABC o un programa fijo en Telemadrid. Pero va a tener razón Punget. Resultó que el puerto de partida era en realidad el de llegada. Que lo de Knopfler habría de ser el peldaño más alto que escalara en mi ascenso profesional. Y de ahí otra vez para abajo, Juan Carlos, machote. ¡Qué pena! No me ha ido bien. No. Lo reconozco. Ahora, Ana María de la Encarnación, de ahí a que yo no trabaje…
—Juli —le pido al camarero—. Ponme otro tercio y una de bravas.
Se conoce que la angustia y la piscina me han abierto el apetito. Así es la vida humana. Uno nunca sabe si lo mejor le estará por llegar o si, por el contrario, ya habrá disfrutado de ello. Con esa incógnita nos toca torear todos los días. A los que creen que lo suyo no da para más les llamamos pesimistas. A los que confían en que aún les entren mejores cartas: optimistas. Y a los que, como un servidor, sospechan que la fortuna no les va a sorprender ya pero se obstinan en seguir tirando los dados por si acaso: soplagaitas.
—¿Qué te debo, Juli?
—Diez euros.
No me llega el dinero y me indigno.
—No te apures, Juan Carlos, si eso, ya me lo pagará Ana cuando baje mañana a desayunar.
—No, Ana, no —le digo—. ¡Ana no! ¡Te lo pago yo, ¿entiendes?! Me lo cobras a mí, que es cosa mía.
—Vale, vale, tío. Tranquilo, que hoy estás encendido.
Salgo y de repente me acuerdo de que tenía perro. Perpiñán, harto de esperarme, ha soltado una cagarria de composición más bien viscosa y, ante la imposibilidad de retirarse debido a que la cuerda le amarra a la farola, ha decidido rebozarse bien en ella. Con regodeo. Como los jabalís cuando ven una mancha de aceite. El chapuzón ha provocado daños colaterales también en la correa. No sé por dónde agarrarla. Me desespero. Me entra una rabia imposible de expresar sin audio. Cojo la cadena con dos deditos y me llevo la mano a la nariz. Pasan a mi lado dos extranjeros que se me quedan mirando muy extrañados como si trataran de entender las costumbres de España. Y, de pronto, se me ilumina el horizonte. ¿Que yo no trabajo? Me giro sobre mis pies y entro como un ciclón de nuevo al bar.
—Déjame un papel y un bolígrafo, Juli, hazme el favor.
Sobre la cuartilla que me pasa escribo el texto de mi anuncio: «Se dan clases particulares de inglés. Profesor nativo». Y luego, en vertical, apunto seis veces seguidas mi número de móvil. Recorto con las manos las líneas que separan cada numeración. Le devuelvo el rotulador al Juli y le pido papel celo. Me dice que no tiene, pero me ofrece una chincheta porque ya se ha coscado de mis intenciones. «Gracias». «A mandar. Y por las cañas no te preocupes, que ya me lo pagarás». Recojo a Perpiñán, que huele que apesta, y clavo el anuncio en el arbolillo que hay junto a la boca de metro. ¿Que yo no trabajo? Se va a enterar esta.
Mientras le doy un remojón al perro en la bañera, recapacito y pienso que tal vez me he excedido un poco con lo de profesor nativo. Pero luego me digo: «¿Tú no eres profesor?». Me respondo: «Puedes serlo, que para eso te tiraste varios años estudiando en la escuela de idiomas». «¿Tú no eres nativo?». Digo: «Hombre, nativo de Madrid, pero nativo al fin y al cabo». «Pues eso». Y tras estas agudas deducciones, se conoce que me entra el relax y me quedo más a gusto conmigo mismo. Voy a la cocina y le preparo una tortillita a la francesa a Perpiñán. De dos huevos. No he recibido instrucciones precisas sobre su alimentación, pero, conociendo a Agenjo, no me extrañaría que el perro fuera vegetariano. De hecho, Perpiñán se zampa la tortilla sin apenas masticar y se relame. El animal goza de un apetito altamente saludable. Con el tema de la alimentación, cuando tienes invitados extranjeros en casa, es mejor tomar precauciones. Servirles alimentos de su país de origen, con los que estén familiarizados, hasta que se vayan haciendo a nuestras costumbres. Estoy convencido de que Perpiñán ha apreciado la omelette al estilo de su Galia natal y por ello no le ha hecho ni un asco. Y eso que los huevos eran nacionales. Pascual. De Burgos. Para la cena le voy a preparar una sopita de cebolla. Y le voy a leer El extranjero de Camus para que se duerma. Aujord´hui maman est mort. Peut être hier…
Terminado el almuerzo, el animal se tumba en mi cama. Le bajo. Se vuelve a subir a la colcha. Le empujo de nuevo y me tumbo yo en diagonal para ocupar todo el espacio y evitar nuevas incursiones. En ese estado, y tras las dos cervezas, concilio el sueño.
Me despierta el móvil. Estoy seguro de que es Ana. Lo agarro y no es. Número desconocido. Contesto. Es una tal Evelin, que ha leído mi anuncio y quiere tomar clases. Me pregunta que cuánto cobro. Vacilo y le digo que quince euros la hora. Al terminar la frase, me doy cuenta de que he puesto el precio demasiado bajo, pero ya es tarde. «¿Cuándo podemos empezar?». «¿Cuándo puedes tú?». «Cuanto antes». Quedamos para esta misma tarde a las cinco en casa y le proporciono mi dirección. Colgamos. Vuelvo a quedarme sopa y suena de nuevo el teléfono. El portátil, como se llamaban antes. Lo cojo. Seguro que es la alumna que se ha arrepentido. Ya me parecía a mí que el pez había picado el anzuelo demasiado pronto. Contesto.
—¿Evelin?
—¿Cómo que Evelin?
Es mi mujer. En efecto, si me hubiera fijado en la pantalla, habría visto su nombre, Ana, escrito en letras blancas sobre el azul del plasma.
—Perdona —le digo—. Esperaba una llamada de trabajo.
A pesar de la sorpresa, Ana se muestra más cariñosa de lo habitual. Me da que tiene remordimientos.
—Ah —responde—. Bueno, cielo, ¿y tú qué tal vas?
¿Cómo que bueno-cielo-y-tú-qué-tal-vas? Habrase visto. ¿Esta mujer de qué va? Me somete a escarnio. Me humilla. Me escalfa los huevos en vinagre ¿y ahora me saluda como si nada?
—Hola, Ana, mi amor —le respondo—. Todo bien.
—Ah, me alegro. Es que me parecía que estabas enfadado o algo porque te he llamado un par de veces y no me lo has cogido.
Ni se me ocurre decirle que estaba reposando porque ya es lo que me faltaba. Miro el móvil: tengo dos llamadas perdidas de ella.
—No estarás mosqueado, Juanqui, ¿no?
—¿Yo? ¿Y por qué iba a estarlo, mujer?
—Por lo que te he dicho esta mañana de que no trabajas.
—Pues, hombre, ya que sacas el tema, me ha molestado un poquillo.
—Pues no le des ninguna importancia, cariño. Lo he soltado sin pensar porque estaba un poco histérica por las prisas. Ya me conoces.
—Ya, Ana, pero conviene pensar lo que se dice porque a mí me ha dejado muy rayado el tema.
—Anda, Juan Carlos, no seas teatrero. Te lo tomas todo a la tremenda, hijo. Cómo sois los hombres de exagerados, Dios mío.
—Pues que sepas que ya tengo trabajo.
—¿Qué me dices?
—Voy a dar clases particulares de inglés.
—¿Tú?
—Sí, yo. ¿Qué pasa, que tampoco te parece que valgo para eso?
—Al revés, Juanqui, tú vales mucho más. Pero no hagas una tontería. A ti no te gusta la docencia y además no tienes necesidad. Concéntrate en escribir, que es lo tuyo. Tarde o temprano darás el pelotazo. Porque tú eres bueno, Juanqui. Muy bueno.
—Ya.
—No seas chiquillo, que te tomas todo de una forma que…
—Ya.
—Mira, cielo, a mí no me importa que sigas escribiendo. Eso tenlo claro. Olvida lo de esta mañana. Todo lo contrario: sabes que lo que haces me encanta. Así que, por mí, no vayas a dar las clases, ¿eh?
—No, Ana, si lo hago por mí. Me va a venir bien. A los dos.
—No, a los dos no. Si tú quieres hacerlo por ti, me parece fenomenal. Pero, cielo, que te quede claro que por mí no lo haces.
—Ya.
—Bueno. —Escucho un timbre en el fondo—. Te dejo, que me vienen a ver los de las pizzas. Qué rollo. Me quieren recortar el margen de distribución. Menudo morro, ¡si son de los pocos que se están forrando con la crisis! Como las congeladas salen más baratas, les están comiendo el mercado a los Telepizzas y a todos esos. Pero van de listos. Bueno, ya te contaré. No sabes la suerte que tienes con no tener que ir a una oficina todos los días, hijo. Adiós, un beso.
Me quedo a cuadros. Cuadriculado me quedo. Al final del pasillo Perpiñán rasca la puerta de la calle con la pata. Insistentemente. Ras. Ras. Ras. Otra vez hay que sacarle.
Salgo con el perro sin rumbo fijo. Echo a andar y, para cuando me quiero dar cuenta, estoy en la calle Cartagena. Pasa el tiempo despacio y yo dejo, desganado, que las cuatro patas de mi amigo me marquen un sendero. No tengo prisa. No tengo objetivo en la vida. Me hundo en las aceras de una ciudad que no sabe reconocer el valor de sus héroes. Solamente me detengo un momento en un cajero a sacar cuarenta euros para poder pagarle mi deuda al Juli y, por segunda vez, en las cercanías de un árbol paro a recoger dos cagarrutas en la bolsa del DIA. Aprieto el paso y me identifico con la sustancia hedionda. Soy una cagada. Eso es lo que yo soy: una mierda pinchada en un palo. Un simulacro de escritor engañándose a sí mismo porque yo, Juan Carlos González Ingelmo, jamás en mi vida he sido capaz de engañar a nadie, pero, tristemente, me miento a mí delante del espejo todos los días. Me pasa lo mismo que al planeta Venus, que giro, pero en dirección contraria.
En el parque de las Avenidas nos sorprende el aguacero. Una lluvia de proporciones colosales. La madre de todas las tormentas. En dos minutos Perpiñán y yo estamos calados hasta los huesos. Paramos un taxi.
—Ah, no. Con perro no le cojo.
—¿Cómo que no me coge con perro?
—Son las normativas. Antes teníamos obligación. Se le aplicaba un canon de dos cincuenta por el bicho y listo. Ahora ya no. Si no lo trae usted en jaula, el perro no se monta. Yo perros no quiero, que dejan pelos y cosas.
—Entonces, ¿qué hago?
—Bueno, ya sabe que el dinero es lo que abre puertas en todos lados; así que si me da diez euros extra le dejo que suba.
—¡Me cago en Chido, Lido y el vampiro Clodomiro!
—¿Cómo dice?
—Nada, nada, perdone. Es la expresión que utiliza en estas circunstancias un amigo americano que tengo. No es nada personal. Está bien, llévenos, por favor.
—Suba, pero cuidadito con el vocabulario, que estamos en España y aquí cagarse está muy feo.
Subo. A disgusto, pero subo. A ver, no me queda alternativa. El taxista lleva puesta Radio Olé. «Al acordarme de Francia, me acuerdo de tu presenciaaaaa, porque de Francia a Francisca va mu poca diferenciaaaaa». Perpiñán se acurruca en el asiento, junto a la ventanilla, y limpia el vaho del cristal a lametones. «Sujete usted a la alimaña —me increpa el conductor—, ¿no ve que me está comiendo el utilitario?». Intento bajarle al suelo, pero no cabe. Demasiado perro para un espacio tan limitado entre los asientos. En la salida a la avenida de América agarramos un atasco de tres pares de narices. Los coches permanecen adheridos al asfalto. Como piojos en alquitrán. Tardamos tres discos en reanudar la marcha. Yo observo por el rabillo del ojo el taxímetro con desconfianza. Marca doce euros y aún nos faltan por recorrer las dos terceras partes del trayecto. «Arsa y toma, arsa y toma». Intento entablar un diálogo complaciente con el chófer por quitarle hierro a la tensión que se masca en el ambiente.
—Y, dígame, jefe, ¿qué tal marcha el negocio del taxi?
—Sobre ruedas —me dice con una risita floja.
—¿No nota usted la crisis?
—¿Yo? Si no me he hecho rico todavía, no creo que me vaya a hacer ya. Así que me da igual la recesión. Es verdad que ahora se monta menos personal, pero para judías aún me alcanza.
De nuevo nos atascamos en el túnel que cruza Velázquez. Inmovilizados en la oscuridad. Lo único que no se detiene es la radio. En eso, ¿ves tú?, en lo de la cobertura en los subterráneos sí que se lo ha currado bien el ayuntamiento. «Arsa y toma. Trabili traaaaan». Por fin salimos del agujero: diecisiete euros. Me acuerdo de los mineros chilenos y no quiero ni imaginar lo que tuvieron que padecer encerrados en el abismo durante un tiempo tan prolongado.
—¿Bajo la música? —me pregunta el taxista.
—No, a mí no me molesta.
—¿Es usted entendido?
—Aficionado. Conozco a los que más suenan. A Arcángel, a Poveda, a Mercé y a esos.
—Buá. Entonces no controla usted nada. Lo antiguo, lo de los discos de pizarra, es lo mejor. Hágame caso: después de Caracol no hay nada más.
—¡Wa!
—Ya llegamos, Perpiñán. Tranquilo, que ya llegamos.
—Sí, eso. Usted sujéteme al perro que se me va a comer las tarjetas de publicidad del radioteléfono. Tiene ese bicho más arranque que la Tía Juana. La del Pipa, ya sabe usted a quién me refiero.
Accedemos a la Castellana de un modo ya más fluido, pero como algún desconsiderado ha dejado el coche en doble fila a la entrada del centro comercial ABC, tardamos una infinidad en girar a la izquierda. Veinte euros. Miro el reloj. ¡Madre mía! Entre pitos y flautas se me ha ido el santo al cielo y ya son casi las tres y media. Tengo que recoger a Martita en el colegio. Le indico que cambiamos de rumbo. Qué desesperación. Menuda mañanita. Llegamos al colegio y le pido que me espere al ralentí. Salgo. Ha dejado de llover. Al menos eso que llevamos ganado. Veo a mi hija, le hago un gesto y se acerca al taxi. Arrancamos de nuevo. En el rostro dulce de Marta, mi tesoro, mi vida entera, mi reina de las galaxias, reconozco los rasgos de mi esposa y me deprimo. «Arsa y toma, arsa y toma». Por fin estamos frente al portal de casa. Treinta y dos euros con sesenta. Le doy los cuarenta y me devuelve una cantidad miserable que no me alcanza para saldar mis cuentas en el bar del Juli. « El que se tenga por grandeeee, que se vaya al cementerio y verá lo que es el mundoooo: es un palmo de terrenoooo».
En el portal encontramos a una chica centroamericana pulsando el telefonillo de nuestro piso. «¿Evelin?», le pregunto. «Sí», me responde. Es mi alumna. Tiene una edad indefinida entre los diecisiete y los treinta y cinco años. Grosso modo, porque yo nunca he sido bueno a la hora de calcular la edad. Resalta el pelo teñido a mechas, sobre un rostro de piel trigueña y con labios abultados. Viste una cazadora de imitación de cuero, con flecos en las mangas, y unos pantalones de espumilla ceñidos. Apretadísimos. A reventar. Subimos los tres en el ascensor y yo le explico a mi hija que voy a dar clases de inglés. «Ah», me dice, y marcha a la cocina en busca de una torta de aceite de Inés Rosales.
Evelin y yo nos metemos en mi despacho. Ella se quita la cazadora y se queda con una camiseta de generoso escote que deja a la vista más de la mitad del pecho. Bajo el algodón de la prenda se marcan estrepitosamente dos generosos pezones. Me aclaro la voz y le pregunto si quiere agua. Me dice que no y me excuso un momento para salir a la cocina a por un trago para mí. Por el pasillo veo que Perpiñán se ha subido a la cama. ¡Anda y que le den! Paso de pelearme con el perro. Ya sabemos por Napoleón el mal genio del que pueden hacer gala los franceses. Además es un país que posee la bomba atómica y no puedes echarle un órdago si de verdad no vas a por todas. Es así. Desde lo del 2 de mayo, como no han sabido superarlo, nos miran siempre de soslayo; como si en cualquier momento fuéramos de nuevo a tenderles una emboscada. Pero qué va. Yo no estoy para escaramuzas. Para cortarme las venas estoy yo si no fuese porque me da grima la sangre. Fíjate tú, a mí, que me gustan tanto las corridas. Bebo en la cocina directamente del grifo y me seco con la manga de la camisa. Menudo ejemplo de padre, pienso, mientras le preparo a Marta un Cola Cao. «Con espumita, ¿eh?, papi, que sabes que me gusta así», me solicita. Se lo entrego y regreso al estudio. Al cuarto de la ropa sucia. Evelin me espera curioseando la cesta de la plancha.
—¿Qué nivel de inglés tienes tú?
—Ninguno. Quiero aprender porque no sé nada y me quiero salir de interna y hacerme secretaria internacional.
—Eso está muy bien. ¿Has traído cuaderno?
—Yo no. Como en el anuncio no ponía nada de eso…
Le dejo mi bolígrafo y un taco de folios.
—Pues vamos a empezar —le digo—. Lo primero son los nombres. Vamos a presentarnos. My name is Juan Carlos. What is your name?
—¿Cómo?
—Evelin. Cuando te pregunte tu nombre me dices Evelin.
—Ah.
—Vamos a intentarlo otra vez. My name is Juan Carlos. What is your name?
—¿Cómo?
—A ver. What is my name?
—Es que no sé lo que me dice. Yo lo que quiero es aprender inglés porque no lo sé, ¿comprende?
—Ya. Mira: «name» significa «nombre». Si yo te pregunto «What is your name?», tú me dices «Evelin». Y luego yo te respondo «Juan Carlos» cuando tú me preguntes «What is your name?».
—Evelin.
—Espera. Vamos por partes.
Evelin se rasca el canalillo con el bolígrafo y aprovecha el garfio del capuchón para bajarse la camiseta y dejar uno de sus pechos al descubierto. Parece un membrillo. Carnoso. Firme. Tentador. Yo me pongo de los nervios. No sé qué decir; pero ella posa su mano sobre la mía y me la arrastra hasta rozarle el pezón. Me quedo inmóvil un instante observando la sonrisa pícara que me regala mientras repasa mis labios con la estilográfica. Aparto la mano bruscamente y le pido que se marche. Que la clase ha terminado.
—¿A qué hora vuelvo mañana, cariñito? —me pregunta al despedirse en la puerta.
Le digo que no se moleste en regresar. Que ni mañana, ni pasado, ni al otro. Que se acabaron las clases. Llama al ascensor. No hacía falta porque ya estaba en nuestro piso. Mi casa no tiene demasiado trajín y nadie lo había utilizado después de haber subido nosotros. Abre la puerta y, antes de meterse, se agacha y me contonea el trasero.
—¿No quiere que repasemos en otro sitio, profesorsito? —me suelta.
Pego un portazo, vuelvo a mis aposentos y me acuesto con Perpiñán. Lo que me faltaba. No consigo dormir. Se conoce que no me caben ya más pesadillas. Permanezco inmovilizado sobre la colcha por horas y, en estado de shock, me encuentra Ana. Durante la cena le digo que ya no voy a dar más clases. Que he tenido una experiencia negativa. Que no me gusta ser profesor. Ella me dice que no sea tonto. Que lo intente de nuevo con otro alumno. Que seguro que lo de ganar un dinero fijo me va a venir bien. Que lo de escribir todo el rato sin conseguir beneficio me está minando. Que está muy preocupada por mí porque «Tú no lo notas, Juanqui, pero los que te queremos vemos que estás mal. Tú estás muy mal y tienes que dar clases para salir del bache. Además, unos ingresos extras nos vendrían de perlas ahora que los proveedores me están apretando las tuercas». Y remata con que, si me quedo en casa para escribir bien está, pero que eso de pasarme el día tumbado a la bartola en la cama está resultando un mal ejemplo para los niños. Ah, y que el puto perro (así le llama al bueno de Perpiñán, faltándole el respeto a un ciudadano extranjero) lo quiere fuera de casa mañana mismo. Me quedo a rayas. Como los cuadernos con tapa azul de espiral que llevaba yo a clase de caligrafía en primaria.
Día sesenta y dos. Jueves. Neblinas matinales
Cuando regreso de dejar a Marta en el cole, ya no está Perpiñán. Ha venido un señor a buscarlo. Un tipo mexicano, me dice Sergio, que hoy sale tarde a trabajar. Habrá sido Agenjo imitando el dichoso acento, pienso yo, pero no acierto a entender cómo lo ha podido ver mi hijo. Esto de los amigos invisibles constituye un misterio cada vez más insondable. ¿No era mi amigo? ¿No era invisible? Me da la impresión de que me estoy volviendo loco. Tarumba. A ver si el que necesita medicación voy a ser yo. Te digo que va a resultar que soy esquizofrénico, bipolar, y veo fantasmas donde no los hay. Sufro un ataque de ansiedad. Me entra la angustia y doy por hecho que Agenjo no existe, que es una proyección de mi imaginación. Pero, entonces, ¿quién me ha dejado a mí en casa el perro? El puto perro. Así le llamo yo también al pobre Perpiñán, con lo bien que se ha comportado estas dos semanas. Qué bajo has caído, Juan Carlos. Te encuentras francamente necesitado de ayuda psicológica. Me desespero. Bueno, más bien me entran ganas de desesperarme porque lo que estoy es confuso. Llamo a Josep, sin saber muy bien para qué porque no tengo ninguna propuesta literaria que ofrecerle y lo único que acierto es a ponerme a llorar. Ya ves tú la papeleta. Noto que no sabe cómo reaccionar, pero, por vez primera, le sale un lado compasivo y me solicita que no me ofusque. Que el mundo de la literatura y del periodismo es confuso, difícil, pero que hay sitio para mis escritos. Que tenga paciencia. «Hombre —me suelta—, desde luego tú no eres Julio Cortázar, pero en el mundo editorial hay cabida también para autores menores. Si no es en esta agencia, será en otra de menos pelaje». Menudo comentario. Sé que no ha sido su sana intención, pero me deja todavía más jorobado. Saco fuerzas para atreverme a comentárselo y Josep, que ya te digo que le percibo más sensible que nunca, se disculpa.
—No es eso, collons, Juan Carlos. Estas crisis son siempre buenas para reflexionar. A ver, a ti lo que te pasa es que te estás quedando un poco, como te diría yo, anquilosado.
—¿De temática? —le pregunto dubitativo.
—De formato. Estamos en el mundo del ebook y tú sigues aferrado al método tradicional. No quieras competir con Javier Sierra. Ese ya está. Apúntate a lo nuevo porque ahí tenemos un vacío terrible y el primero que ponga el pie en la playa se hace con el castillo.
—¿Qué quieres decir?
—Mira, Random House planea su desembarco en España y, en literatura infantil, tenemos una demanda de títulos del carajo y no hay material. Los niños ya no quieren leer, quieren pinchar en el ordenador y que salgan dibujos, que les canten canciones, que les propongan juegos. Tú tienes una hija pequeña. Conoces sus gustos. ¿Por qué no haces un libro interactivo de temática infantil? Ahí sí que puedo ayudarte, ¿ves tú?
—Pero es que yo de eso de ordenadores no tengo ni pajolera idea.
—Collons de fraile, apúntate a un curso. Que los hay.
Día ochenta y cuatro. Viernes. Frío y soleado
He pasado muchos días inactivado e inactivo. Del sofá a la cama. De la cama a la mesa y de la mesa al sofá. Como en el anuncio ese de Ikea. ¿Para qué agravar la situación con alguna reacción nefasta? ¿No dicen que si corres bajo la lluvia te empapas el doble que si permaneces quieto? Hoy Ana se ha despedido de mí con un besito cariñoso en la mejilla que parece haberme reanimado un poco. Consulto por internet los cursos básicos de creatividad por ordenador y me apunto a uno que se llama «Aplicaciones y Accesibilidad a las Redes». Me parece el más adecuado. Busco un taller que me oriente sobre las posibilidades del universo digital y me proporcione herramientas para componer un cuento interactivo. Como he de esperar una semana a que comiencen las clases, me dedico a tareas domésticas. Ana se muestra entusiasmada con mi cambio de ánimo. Paso la aspiradora. Pongo lavadoras. Tiendo la ropa en la cuerda y plancho las camisas. Preparo comida y cena. Un día pisto con huevo; otro lenguado a la plancha y, el siguiente, croquetas con jamón. Y así, hasta atreverme incluso con postres. Anoche hice flan. Tres huevos enteros y dos yemas. Tres vasos de leche y uno de azúcar. Ralladura de limón y veinte minutos al microondas. Ni baño maría ni gaitas. Hombre, no nos engañemos, la textura no es la misma que el que te sirven en el Burgo de Osma, pero da el pego bastante bien.
Día noventa. Jueves. Nublado. Vientos racheados del sudoeste
Por fin llega el ansiado fin de semana. Curso intensivo. De viernes a domingo. Doscientos cincuenta euros más foto de carné. Ana dice que la inversión compensa. Yo también lo creo. Dejo a Marta en el colegio y me acerco al Centro de Nuevas Profesiones. Es un edificio antiguo de la Gran Vía. Cerca de la plaza de España. De esos con la fachada de granito que tienen encumbrado en la azotea un coloso. El portal conserva aún un letrero de bronce con el nombre de sus antiguos propietarios: Seguros Saturno. El conserje me informa de que la academia esa de donde sale la gente con los ojos verdes está en la planta siete. En el ascensor coincido con el Gran Wyoming, el que presenta El intermedio. Le saludo y me sorprendo a mí mismo pidiéndole un autógrafo. Ya ves tú. A mí que los de la tele nunca me han llamado la atención. Pues se lo pido. Muy amable, me cuenta que va a grabar un anuncio de radio a una productora que está en la novena, Santos Creativos, y me planta un garabato en el cuaderno de apuntes que he comprado en la papelería Miñón. Reza así: «Para Juan Carlos, del artista más grande que jamás haya poblado la Tierra. Con humildad, Wyoming». Se lo agradezco y me bajo en mi parada. «Que tengas suerte en la vida, campeón —me dice—, y que los designios de los dioses te sean placenteros». Le agradezco los ánimos y me despido. Esa actitud me infunde valor y entro en la academia en plan guerrero. Hoy me como yo el mundo de un mordisco, oiga. No podemos bajar nunca la guardia, me recuerdo. No podemos permitírnoslo. Hay que estar conquistando parcelas de libertad todos los días. Vamos, Juanqui. ¡Vamooooos!
Mientras espero a que comparezca el profesor, sin venir a cuento, me acuerdo del viaje a Chile. Fui de mochilero a los Andes en la época de universitario. Con Alfombrillo y Tenazas. Lo pasamos de maravilla. ¡Pedazo de país! Tenazas y yo nos echamos cada uno un ligue en la playa de Valparaíso, pero Alfombrillo no mojó en todo el viaje porque, según él mismo sentenciaba, «Follar es de pobres». Yo sospecho que, más bien, estaba descubriendo tardíamente la homosexualidad que se le presentaría en años posteriores. Sin embargo, con Alfombrillo era con quien mejor me llevaba. Tenía la virtud de los hombres silenciosos: saber escuchar y permanecer siempre atento a las necesidades de sus compañeros. Un gran tipo Alfombrillo. Aún le recuerdo con cariño. ¡Lástima que se lo llevara por delante el sida! Siempre caen abatidos los mejores.
Un timbre sordo anuncia el comienzo de la clase. Somos media docena de alumnos. Al más mayor le saco fácilmente quince años. Nadie saluda a nadie. Todo el mundo abre de forma hermética el manual por la primera página y levanta la vista hacia la profesora. Rubia, espigada y con gafas. Comienza la lección. Se inicia mi nueva vida. Me introduzco alegre y jovial en el mundo de la accesibilidad a los portales de internet.
—Buenos días, señores. Como el curso dura solamente unas horas y el material que tenemos que repasar requeriría de un tiempo más prolongado, si les parece vamos al grano. ¿Cuántos de ustedes tienen experiencia en el campo de la programación?
Levantan la mano todos los alumnos menos yo. Empezamos bien.
—Estupendo. Entonces nos saltamos los prolegómenos.
Conecta su iPad por medio de un cable blanco a la pizarra electrónica y aparece un cuadro esquemático que no hay bicho viviente que lo entienda. Se arranca. Sin contemplaciones. Con bravío. Como lo hiciera el toro Avispado en aquella maldita tarde en Pozoblanco. Y yo, no me preguntes muy bien por qué, comienzo a sentirme un poco Paquirri.
—Aunque procedo, como muchos de vosotros, de las tecnologías Flash y Silver Light, propongo que nos centremos hoy en la WCAG sin focalizar demasiado en el software.
Yo tomo notas por si alguno de estos conceptos cayera en el examen.
—En el esquema observamos un metamodelo de apoyo DCU con marcos de trabajo en los que se infiere la accesibilidad. Está basado en el ISO - 13.407 y permite todos los contextos de uso para satisfacer la interacción. ¿Alguna pregunta?
Levanto la mano.
—Por favor, ¿me puede indicar dónde queda el baño?
Con esa disculpa abandono el curso y salgo de nuevo a la Gran Vía. En la acera respiro hondo y miro hacia el firmamento siempre tan azul de mi querida ciudad de Madrid. Me conformo con que el coloso de Seguros Saturno no me arroje en la cabeza el templo de bronce que sujeta en sus manazas de piedra granítica.
Día ciento dos. Martes. Mayormente despejado
Hace bastante tiempo que no disfruto de una buena relación de pareja. Nada grave, pero Ana y yo ya no nos entendemos. Yo mando señales. Me esfuerzo. Hace dos días le dediqué un poema. Ayer saqué la basura. Hoy he establecido diálogo en la sobremesa… Pero ninguno de estos intentos aportados con ilusión al matrimonio consigue jamás producir un avance. Nada. Al revés, Ana se las ingenia para encontrar siempre un hueco por el que colarme un reproche. No digo yo que me odie. Eso tampoco. Pero nuestra relación es como una hoguera sin chispas. Como si hubiésemos sustituido la chimenea de leña por unas llamas de gas ciudad. Avanzamos juntos, en la misma dirección, cerca, pero sin posibilidad de encontrarnos. Como las vías del tren. En paralelo. Guardando siempre las distancias. Sin mezclarnos nunca y especialmente en el lecho… porque la dichosa cama anda siempre o poco hecha o demasiado, pero nunca conseguimos que esté al punto.
—¿Qué te inquieta, Juan Carlos? —me pregunta ella.
—Nada —miento—. Estaba pensando en ideas para el libro.
—No te agobies, ya verás como el curso ese de internet te inspira.
—Seguro.
Le insinúo una caricia, pero ella me aparta la mano con la misma firmeza que yo rechacé a Evelin. Había atesorado la ilusión de que mi esmero de esta noche en la cocina tornaría nuestra conversación en romántica y haríamos el amor. Pero no ha ocurrido. Besugo al horno sobre cama de patatas. Aceite y ajo. Quince minutos y, al sacarlo, un chorretón de vinagre de manzana para matar el sabor a mar. «Ay, Juan Carlos, vamos a dormir, que estoy reventada».
A las tres de la madrugada abro los ojos y, en medio de la oscuridad negra del cuarto, lo veo todo claro. La solución al problema se encuentra oculta en el mismo enunciado del enigma: el problema no tiene solución. Así de sencillo. Así de triste. No es la escritura lo que me falla, sino la propia vida.
Me levanto. Voy a la cocina, abro la nevera y me sirvo un vaso de leche Priégola. Bien fría, que es la única manera en la que yo tolero el zumo de vaca. A temperatura ambiente me provoca el estornudo. Debo de ser alérgico a los mamíferos porque, cuando Ana estaba dando el pecho a nuestros hijos, yo tenía que abandonar la habitación para no empezar con un ataque de asma. Me la bebo de un trago. Me gusta sin edulcorantes ni ingredientes adicionales. Entro al baño y me miro en el espejo. «¿Quién eres?», le pregunto al reflejo. De forma coqueta me atuso el flequillo e intento esbozar una sonrisa, pero mi boca, al otro lado del cristal, no me sigue la mueca. Me siento vacío. O, mejor dicho, incompleto. A mi vida le falta un trozo, como a la maqueta del Titanic que fabricaron para la película. Procuro calmarme. «Vamos a dormir, Juanqui, que estoy reventada», imito con ironía el tono agudo de mi esposa. ¿Pero cuándo he sido yo feliz con esta mujer, si de la luna de miel volvimos ya prácticamente divorciados? Dejo la tapa del váter levantada a mala idea y regreso a la cama.
Día ciento tres. Miércoles. Bajan las temperaturas
—¿Cómo que te vas de casa?
—Que me voy, Ana María de la Encarnación. Que nos separamos. Que tú y yo ya no tenemos nada que compartir.
—¿Pero tú te has vuelto majareta o qué te pasa?
La que se monta es de órdago. Parecemos un melodrama italiano. Los niños no paran de llorar. Se ahogan. Hiperventilan. Sergio se encierra en su habitación de un portazo. Martita se me agarra a la pernera del pantalón y me pide entre sollozos que no me vaya. Ana pasa del susto al cabreo y me manda a hacer puñetas. Que me marche, me dice. Que me largue si quiero, pero que ni se me ocurra regresar. Que me den por el culo. Que soy un egoísta. Que solamente pienso en mí. Que todo es Juan Carlos y Juan Carlos. Que la única que trabaja es ella y ahora, por si fuera poco, le salgo con que estoy insatisfecho, pero que la que tendrá que sacar a los niños adelante será ella. Que yo me iré con la Evelin esa, que ya se lo ha contado mi hija. Que todos los hombres somos iguales. Que aquí se ha separado hasta Felipe González. Que me den por el culo y que me den por el culo y que cómo se me ha podido ocurrir hacerle esto. Y luego se encierra en el cuarto con otra patada a la puerta. Desde luego, lo que más está sufriendo con nuestra separación es la carpintería. Desde el pasillo, sin atreverme a entrar, la oigo gemir contra la almohada y se me parte el corazón. A punto estoy de decidirme a tocar con los nudillos cuando aparece mi amigo invisible. Muy oportuno. Sin mediar preámbulos, le mando a tomar por saco. «¡Vete a tomar por saco!», le grito. Y Martita, que se cree que se lo he dicho a ella, exclama dolida: «¡Encima, papá!», me pega una patada en la espinilla y también se encierra en sus aposentos con un tercer desaire a las jambas que con tanto cariño nos instaló en su momento el ebanista. Yo caigo de rodillas y le pido a Dios que me perdone. Fíjate qué cosas, uno que no es nada de ir al Rocío ni de visitar la parroquia en Pascua de Resurrección. Y mi amigo invisible, intuyendo la magnitud de la tragedia que acecha mis días, estira mucho los brazos, deja caer la cabeza hacia un lado, con la media melenita que tiene colgando, y me susurra:
—Dimas, hoy estarás conmigo en el paraíso.
Entonces ahí, como te puedes imaginar, ya pierdo por completo los papeles y me cago en la madre que le parió a Agenjo. Y, eso, mira tú por dónde, me tranquiliza un poco los ánimos. Me incorporo y, por solidaridad con los encierros familiares, me meto en el cuarto de la plancha e intento cerrar también pegando un portazo. Las previsiones resultan fallidas. La madera contrachapada con lámina de pino tropieza con el cesto plástico de la ropa sucia, rebota y me estampa un mamporro en la sien que me hace caer de espaldas. Fundo a negro.