LA DAMA Y EL LOBO

Por Gissel Escudero

© 2013 Gissel Escudero

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Portada © 2014 Gissel Escudero

Ilustración © 2013 Gissel Escudero

CAPÍTULO 1

Cansada de mirar su propio rostro en el espejo, Anna cerró los ojos y esperó a que su criada personal terminara de acicalarla. Ludovika llevaba más de una hora aplicada a dicha tarea, y aunque no debía de faltarle mucho, tampoco era probable que fuese a dejarla marchar en los siguientes quince minutos. Acostumbrada desde muy pequeña a tolerar sin quejas aquellos períodos de inmovilidad, tiempo muerto dedicado solamente a acentuar su belleza, la joven ni siquiera se molestó en soltar un suspiro de resignación. Al fin y al cabo, si lo pensaba bien, raras veces tenía algo mejor que hacer.

Respirando en forma pausada, sintiendo el aroma del perfume que su criada le había puesto hacía un rato, Anna se concentró en los sonidos a su alrededor y dejó que su mente pensara por sí sola. El roce del cepillo era tranquilizador: un largo susurro por cada mechón de pelo negro, que Ludovika trenzaba después y sujetaba al peinado con unos broches de plata y amatista. El cabello de Anna le llegaba a la cintura, espeso, brillante y ondulado; seguramente no era tan magnífico como el de la emperatriz Elisabeth, pero muchas jóvenes lo envidiaban. A ella, sin embargo, le daba lo mismo. Lucía bien en su cabeza, desde luego, pero Anna solía pensar que se lo cortaría de puro fastidio si tuviera que peinarlo ella misma. Y puestos en ello, ¿cuánto más podría dejarlo crecer? Era verdad que no tenía ningún pasatiempo, pero tampoco le apetecía que buena parte de su vida transcurriera de esa forma, ni siquiera con un libro en las manos a fin de disipar el tedio. Se lo mencionaría a Ludovika en algún momento. No más cabello. Ella sólo era la hija de un caballero, no una princesa de cuento de hadas ni tampoco la excéntrica emperatriz de Austria.

De alguna otra parte llegaban más ruidos: voces de otros sirvientes mientras llevaban a cabo los últimos preparativos para la fiesta. Cada tanto destacaban las órdenes de su padre, insistiendo en que se dieran prisa. La amenaza no estaba en sus palabras sino en el tono, a pesar de que el hombre raras veces perdía la compostura. Friedrich von Weichsner seguía siendo un general, incluso en su retiro, y sabía mantener la calma, mucho más en circunstancias tan domésticas como un simple baile de cumpleaños. Aquélla, no obstante, era una ocasión especial que tal vez justificara algo de nerviosismo por su parte, pues sólo tenía una hija y estaba a punto de ofrecer su mano en matrimonio a un nuevo candidato.

Curiosamente, Anna se sentía relajada, y, cosa rara en ella, la escasa información que había oído sobre el pretendiente en cuestión había despertado su curiosidad. Decían que Stefan von Haller era demasiado huraño y reservado para sus treinta años de edad. Añadían, no obstante, que administraba sus tierras y negocios con gran inteligencia, lo cual le había permitido acrecentar aún más la fortuna heredada de su tío. El padre de Anna le había dicho que era «fuerte y de buena apariencia», aunque ella tendría que confirmarlo desde su punto de vista femenino. Sí podía dar por seguro lo siguiente: el apellido y el título del hombre ya no tenían tanto valor en la actualidad, pero él nadaba en dinero y su hogar estaba cerca de las montañas, junto a unos bosques vírgenes.

Anna jamás había visto bosques y montañas de verdad. Había viajado a Francia, a España, a Italia y a Grecia, de palacio en palacio y de jardín en jardín, todo muy bonito y domesticado, nada que agitara en su espíritu una emoción verdadera. Después de un tiempo, incluso las obras de arte más bellas terminaban por confundirse unas con otras, así como las flores cultivadas, las esculturas y las grandiosas bóvedas pintadas por los maestros de antaño. Las personas también se mezclaban, salvo por unas diferencias irrelevantes en el idioma o la vestimenta. ¿Cómo sería un bosque salvaje, con árboles añosos capaces de soportar el viento y las nevadas? ¿Qué aspecto tendrían las altas masas de roca al amanecer? De pronto podía imaginarse a ella misma viendo todo eso a través de su ventana.

Sin abrir aún los ojos, Anna jugueteó con un mechón de cabello que faltaba por trenzar. La última pregunta daba vueltas en su mente como un cachorro travieso que buscara distraerla de su habitual indiferencia: ¿qué debía esperar de un hombre que se había criado en ese ambiente tan distinto al suyo, casi al borde de la civilización? ¿Se parecería a los demás nobles que ella había conocido, serios y educados, o tendría alguna característica especial que lo volviera más interesante? Por primera vez en sus diecinueve años de vida, Anna sintió algo de impaciencia por bajar a una fiesta y que le presentaran a un desconocido. Ojalá valiera la pena. Ella había rechazado a los demás pretendientes y su padre comenzaba a presionarla de verdad; si ese barón von Haller se las ingeniaba para no aburrirla en los primeros diez minutos, estaría dispuesta a casarse con él y vivir en su castillo. El cambio drástico de panorama también sería bienvenido.

—Ya casi termino, señorita —dijo Ludovika. Siempre llamaba así a Anna, a pesar de que la había visto crecer y de que era lo más próximo a una madre que tenía la joven. A su apático modo, Anna también la quería. Podía contarle y preguntarle cualquier cosa, pues la mujer respondía a todo con una franqueza reservada sólo para ella. En ese instante, la joven decidió aclarar una duda:

—Si yo me casara con ese invitado de mi padre... ¿tú vendrías conmigo?

—Por supuesto, señorita —respondió la mujer con su típica voz severa, otra pieza más de su fachada.

—¿Aunque tuviéramos que viajar muy lejos, a un sitio agreste y helado?

Anna abrió los ojos para mirar a la criada a través del espejo. La expresión de Ludovika, pensativa, hacía destacar las finas arrugas de su cara.

—Ya sabe que se lo prometí a su madre, que en paz descanse, en su lecho de muerte. Iría con usted a donde fuera, para asegurarme de que esté bien. El frío no me asusta, si es lo que le preocupa. Algunos de mis ancestros eran escandinavos.

Anna asintió, sonriendo un poco. Que Ludovika no le temiera a las bajas temperaturas, eso podía creerlo sin dudar. La mujer era recia como un árbol, como un caballo de tiro, y nunca se resfriaba. Anna recordaba la fuerza de sus brazos cuando la levantaba siendo una niña, y no daba señales de haberla perdido.

—Y... ¿me seguirías aunque no te gustara mi esposo? —añadió la joven.

—Tengo fe en su criterio, señorita. Estoy segura de que elegirá bien, y eso bastará para que me agrade su marido.

Anna dejó escapar una pequeña risa esta vez. Las palabras de Ludovika habían sonado más como una advertencia; era el mismo tono que solía usar cuando la joven se hallaba en una situación donde existía el riesgo de elegir muy mal. Así la había educado desde el principio, y con buenos resultados.

—Ahora sí ya he terminado —declaró la mujer—. Está perfecta.

Anna no supo si se refería a su cabellera, a su apariencia general o a ambas cosas, pero daba igual porque era cierto. El vestido, en violeta y plateado como sus broches de amatista, le sentaba bien a su espléndida figura. Era quizás demasiado oscuro y sobrio para una joven, pero tenía la ventaja de llamar la atención sobre su cara, la cual solía enmudecer a los hombres cuando la contemplaban por primera vez. La cabellera enmarcaba sus facciones, y los broches refulgían como estrellas en una noche sin luna. El cutis de Anna parecía, en contraste con el pelo negro, bastante más claro de lo que era en realidad, aunque a ella no le desagradaba ese leve tono moreno que mantenía incluso en invierno. Con esas ropas nadie iba a confundirla con una campesina, y la palidez era más propia de las jóvenes débiles y enfermizas, en su opinión. El único toque artificial eran unas pinceladas de rubor, y eso sólo porque Ludovika había insistido, seguramente por la ocasión.

—Se ve muy hermosa, señorita —agregó la mujer—. Y... feliz cumpleaños.

—Gracias, Ludovika. —La criada le dio un beso en cada mejilla. No era su costumbre prodigar muestras de afecto, por lo que Anna tomó eso como un regalo—. Bien, ya puedo bajar al salón y recibir a los invitados. Y más vale que ese pretendiente no me decepcione. Me he cansado de dar negativas.

Ludovika asintió, y Anna, tras ponerse los guantes, marchó al encuentro de su padre.

El hombre estaba de pie, mirando el salón de baile desde arriba como una especie de águila vigilante. No había mucho parecido entre él y Anna salvo por la forma de la nariz y la estatura; Friedrich tenía una cabellera fina que en su momento había sido de color miel, labios estrechos y ojos grises como la niebla. Era apuesto, pero no llamaba la atención porque raras veces decía algo que no fuera estrictamente necesario. Anna jamás lo había visto demostrar pasión o ira. Según Ludovika, se había enamorado perdidamente de su esposa, una dama de la corte española, pero eso la joven no podía atestiguarlo porque su madre había muerto cuando ella tenía dos años, en el parto de su segundo hijo. La muerte de su amada, así como la de su futuro heredero varón, debían de haber extinguido el fuego emocional de Friedrich von Weichsner. Por suerte, a Anna le habían bastado los rescoldos para sentirse a gusto con su padre, y ambos se entendían aunque ella tampoco le hablara mucho.

Al escuchar los pasos de su hija, Friedrich se volteó hacia ella y la contempló fijamente.

—Te ves como una reina, hija mía —declaró al fin.

—Gracias, padre. Ludovika se ha esforzado más de lo habitual esta noche, sabiendo quién vendrá.

En lugar de seguir con el tema, Friedrich dio unos pasos hacia Anna y apoyó sus grandes manos en los hombros de su hija. En su cara apareció una mirada suave que ella jamás le había visto, un brillo de nostalgia y tristeza que el hombre trataba, sin mucho éxito, de disimular. ¿Estaría viendo a su difunta esposa, recordando al amor perdido de su juventud? Por los retratos, Anna sabía que el parecido con su madre era extraordinario, salvo por los ojos, de color verde oscuro en lugar de castaño. De pronto sintió deseos de interrogar a su padre: ¿qué flores le habían gustado a su querida esposa?; ¿reía a menudo?; ¿amaba el arte y la música? Las preguntas no salieron de sus labios. Nunca lo habían hecho. ¿Para qué saber más sobre una persona a la que no podría conocer en vida? Por lo tanto, Anna dijo:

—Espero que el barón von Haller no haya cambiado de idea, después de todo el trabajo que se tomó Ludovika...

Friedrich cerró los ojos un momento, suspiró y dejó caer las manos a los costados.

—Él vendrá. Confirmó la asistencia hace cuatro días, y además tengo entendido que es un hombre de palabra. Espero que sea de tu agrado, o como mínimo que no te desagrade igual que los otros.

Anna hizo un mohín.

—Todos esos señores de la nobleza son tan... ¿insulsos? ¿Predecibles? Sé cuánto deseas que me case, padre, y yo tampoco pretendo mucho del matrimonio, pero al menos quisiera un esposo cuya charla no me provoque sueño.

Friedrich movió la cabeza de un lado a otro. La tristeza había dejado paso a otro tipo de amargura. Esta vez sus manos sostuvieron el rostro de Anna, tocándola apenas con sus dedos gruesos y ásperos de guerrero, y su voz sonó extraña cuando dijo:

—Habría sido mejor que heredaras el carácter de tu madre en lugar de su apariencia. Pero no, el carácter lo sacaste de mí, y mucho me temo que eso juegue en tu contra, hija. Sólo tu madre, mi adorada Isabel, consiguió llegar a mi corazón. Ella era única, como el sol. Mi mayor deseo es que encuentres a alguien así para ti, y que tengas la felicidad que el destino me arrebató. ¿Y cómo será eso posible si, por lo que veo, tú también eres difícil de complacer? Al menos has accedido a casarte. Así no estarás sola, y yo tendré nietos. Pero juro que te permitiría fugarte con un labriego si estuvieras enamorada de él.

Anna se demoró en responder, y no sólo por el mensaje sino por el hecho de que su padre hubiera dicho tantas palabras juntas. Era algo que no sucedía más de una vez por año. Retirando las manos del hombre de su cara, esbozó una sonrisa y contestó:

—No debes preocuparte por mí. A decir verdad, yo no me considero tan exigente, y si el barón von Haller se ajusta a lo que ya he escuchado, muy pronto me acompañarás al altar. Lo bueno de mi carácter es, justamente, que no sufriré por un matrimonio arreglado. Encontraré la forma de pasar el tiempo hasta el día que lleguen tus preciosos nietos; entonces te invitaré a mi nuevo hogar para que los malcríes a gusto y les enseñes el fino arte de la esgrima.

Friedrich besó a su hija en la frente. Repartía tan pocos besos como palabras, por lo que Anna apreció el gesto en todo lo que valía. Su padre era un gran hombre y ella lo respetaba profundamente.

Los invitados comenzaron a llegar en sus impresionantes carruajes, y Anna compuso la expresión adecuada para darles la bienvenida y agradecer los regalos y las felicitaciones. Puras formalidades repetitivas y sin gracia, pero fáciles de llevar a cabo. Eran parte de su educación, como caminar erguida o cuidar los modales a la hora de la cena. Una vez más, Anna dejó que su mente vagara, sin molestarse siquiera en pensar que estaba aburrida. La música llenó sus oídos, y su mirada se distrajo contemplando los vestidos y las joyas de sus invitadas. Había mucho lujo ahí, y algunas damas no carecían de belleza, pero los hombres se volteaban irremediablemente hacia Anna, una hermosa ave oscura y exótica entre simples palomas blancas.

Faltaba, sin embargo, el invitado especial de su padre, y la joven sintió una chispa de enfado que amenazaba con desbaratar su interés. ¿Qué clase de pretendiente hacía esperar a una dama? La fiesta estaba en su apogeo, y hacía rato que los sirvientes no anunciaban a nadie.

Justo cuando Anna comenzaba a pensar que quizás debiera olvidar todo y dedicarse a bailar, puesto que era su cumpleaños, el barón von Haller hizo su aparición triunfal. O mejor dicho, entró con la mayor discreción posible, pidiendo que no lo anunciaran, y Anna supo que era él por el gesto de asentimiento de su padre. Sin embargo, el recién llegado no tardó en captar buena parte de las miradas, e incluso algunos invitados se apartaron de él instintivamente, como gatos ante un tigre.

Su padre no le había mentido, fue lo primero que Anna pensó. Stefan von Haller sí tenía buena apariencia, y un físico excelente que le permitía lucir el traje de gala mucho mejor que los demás señores. La expresión de su rostro delataba una madurez superior a su edad. Se movía en forma extraña, como si existiera en una línea de tiempo diferente a la del resto del mundo; daban ganas de detenerse a verlo pasar, silenciando la música e interrumpiendo las charlas. A la joven todo eso le agradó bastante. Obligándose a reaccionar, Anna caminó hacia su padre, y juntos se aproximaron al barón von Haller. Éste, a su vez, posó la mirada en la joven y no la apartó de ahí, y ella no tardó en apreciar que sus ojos eran tan azules como un cielo de verano, igual de cálidos y deslumbrantes. Sonriendo apenas y haciendo una cortesía, el hombre saludó:

—Es un gusto verlo de nuevo, general von Weichsner.

—Bienvenido a mi humilde hogar —replicó el aludido—. Ella es mi hija, Anna Beatrice. Anna, te presento al barón Stefan von Haller.

—Yo también le doy la bienvenida a nuestra casa, barón von Haller. Mi padre ya me ha hablado de usted, es un honor conocerlo.

Aquellas palabras eran otra formalidad, por supuesto; el hombre era muy atractivo, pero Anna había sido cortejada durante años por muchos jóvenes apuestos, y no se dejaba impresionar con facilidad.

—El honor es todo mío, señorita von Weichsner —replicó él con una nueva cortesía—. Le deseo un feliz cumpleaños, y espero que sea tan amable de concederme un baile o dos.

—Desde luego —contestó Anna, preguntándose si él estaría impresionado. Seguía sin apartar los ojos de ella, pero no mostraba los típicos signos de admiración de sus anteriores pretendientes; en lugar de eso, más bien daba la impresión de que la estaba evaluando en busca de defectos potenciales, como si la joven fuera un caballo de carreras. Semejante escrutinio le pareció algo ofensivo, pero al mismo tiempo novedoso. Ningún otro hombre la había mirado así, con tanta objetividad.

—Os dejaré solos para que tengáis la oportunidad de conoceros —dijo Friedrich, y se retiró en busca de sus antiguos compañeros del ejército. Entre tanto, los músicos terminaron su concierto y arrancaron con un vals vienés. El barón extendió una mano hacia Anna.

—¿No cree, señorita von Weichsner, que podríamos conversar mientras bailamos y así emplear el tiempo de manera más eficiente?

—Es interesante que diga eso, considerando que ha llegado tarde a mi fiesta.

El hombre enarcó las cejas. Aquella observación tan descarada debía de haberlo tomado por sorpresa, pero se recuperó de inmediato y replicó:

—Ah, le ruego que me disculpe por eso, señorita. Fue por un contratiempo que surgió en el camino; la última tormenta derribó unos cuantos árboles.

Anna tomó al fin la mano de su invitado, y ambos comenzaron a bailar sin más preámbulo. La mención de los árboles había reavivado la curiosidad de la joven, y le costó un poco no mostrar su entusiasmo cuando preguntó:

—¿Las tormentas son muy frecuentes donde usted vive?

—El viento baja a menudo de las montañas con una fuerza tremenda, sí. No es conveniente estar a la intemperie en tales ocasiones, aunque puedo asegurarle que mi castillo es muy seguro.

—¿Y los animales salvajes?

—Mi propiedad está bien resguardada de ellos.

—En realidad quería saber cuáles son.

De nuevo, el barón pareció sorprendido, y a Anna le molestó la idea de que él pudiera considerarla una doncella temerosa. Por lo tanto, hizo un gesto de impaciencia hasta que su invitado respondió:

—Pues los hay de muchas clases: ciervos, conejos, zorros, aves, algún oso y... lobos. —El hombre pronunció esta última palabra con un tono sombrío, y su mano presionó la de Anna con una fuerza que probablemente no fuera intencional. Permaneció callado un rato, y la joven aprovechó para observarlo tal como él la había examinado a ella. Era muy rubio, y algunos mechones de su cabello insistían en cruzarle la frente por mucho que él tratara de mantenerlos en su sitio. Le llevaba a Anna un palmo de estatura, y se movía con ella por el salón de baile con una gracia que parecía más innata que aprendida. En suma, tenía los dones que muchos otros nobles hubieran deseado para sí mismos o sus hijos, y sin molestarse en absoluto. Sólo le faltaba la típica arrogancia de las clases altas, cosa que ella no echó de menos. Quizás fuera por eso que su padre lo había considerado un buen candidato para yerno.

—¿Qué pasó con lo de charlar y bailar a la vez para hacer un bueno uso de nuestro tiempo? —dijo Anna, sacando al hombre de su ensimismamiento. Él tomó aire y contestó:

—No le gusta dar rodeos, ¿verdad?

—Es usted muy perspicaz.

—Seré franco, entonces, puesto que yo también prefiero ir al grano: soy un hombre de negocios, y busco una esposa de buena familia para comenzar la mía. Ni más ni menos. Cuando la vi por primera vez se me ocurrió que usted podría ser la indicada, de modo que hice preguntas y por último me puse en contacto con su padre.

—¿Y cuándo fue que me vio por primera vez?

—En la fiesta del conde húngaro, hace dos meses. No llegamos a hablar entonces, obviamente.

En esta ocasión fue Anna quien permaneció callada un momento. Ella no recordaba haber visto al barón von Haller en esa fiesta, pero eso tenía sentido porque se la había pasado bailando, hasta que le dolieron las piernas y se le hicieron ampollas en los pies. No había mostrado su incomodidad, desde luego, porque la mayor parte del tiempo no tenía la oportunidad de fatigarse, y en cierta manera lo disfrutaba; además, las señales de su propio cuerpo eran una buena distracción cuando las horas se hacían eternas en aquellas reuniones sociales. Aun así, la declaración del barón le resultó... algo inquietante. ¿En verdad era tan calculador?

—¿Y qué fue exactamente lo que vio en mí que lo motivó a hacer preguntas? —dijo ella—. No soy la única joven soltera de buena familia.

—Es verdad. Pero en esa fiesta, usted era la única que parecía indiferente a todo. Quiero una esposa de carácter sosegado, que no me moleste con tonterías y que cumpla con sus deberes así como yo estoy dispuesto a cumplir con los míos.

—Igual que un negocio.

—Exactamente. La unión sería beneficiosa para ambas familias, y ya creo contar con la aprobación de su padre, señorita von Weichsner. Sólo me falta la suya.

—Ya veo. Cualquier otra dama diría que usted es muy poco romántico.

—No soy nada romántico. Y usted no es cualquier otra dama, ¿cierto? Debo añadir una última cosa: sabiendo ahora que puede ser tan directa como yo, pienso que lograríamos entendernos a la perfección.

—Sí, tenemos eso en común. Y yo tampoco soy romántica. Le diré a mi padre que le permita cortejarme, barón. O lo que sea que usted entienda por cortejo.

Los labios del hombre se curvaron en una sonrisa genuina. Quizás fuera la cara que solía poner cuando cerraba un buen trato, pero había cierto toque de humanidad ahí que a la joven le resultó agradable y familiar. Sí, ella lo había impresionado, y eso estaba bien porque el sentimiento era recíproco. Aquello funcionaría; el padre de Anna pronto tendría la satisfacción de ver a su hija apropiadamente casada.

La joven y su pretendiente siguieron bailando por un buen rato, y poco a poco se volvieron el centro de la atención.

CAPÍTULO 2

La pendiente se hacía cada vez más empinada a medida que se aproximaban al castillo del barón von Haller. Anna solía dormitar en los viajes largos, o como mínimo cerraba los ojos y esperaba a que el carruaje se detuviera, pero en esta ocasión se la pasó mirando por la ventana, casi con la nariz pegada al cristal y sintiendo una fascinación que no paraba de crecer con cada milla que recorrían. Se sentía como una niña perdida en un mundo de libro de cuentos, donde todo era nuevo y maravilloso.

No había nieve, dado que ya estaban a mediados de la primavera, pero el barón le había asegurado que en las montañas siempre quedaban unos toques de blanco. Árboles jóvenes y viejos llenaban casi todo el espacio, y aunque eran más pequeños de lo que ella había imaginado, eso no los hacía menos hermosos. Algunos ciervos le devolvieron la mirada desde el borde del camino, con sus ojos grandes y tan negros como las sombras. Muchos de ellos iban con sus crías. Contraviniendo las recomendaciones de Ludovika y de su padre, Anna abrió la ventana para sentir el olor del bosque, y una ráfaga de aire fresco y limpio le azotó la cara, disipando lo que quedaba del letargo matinal.

—Cierra la ventana, hija, te vas a resfriar —le dijo Friedrich.

—Si voy a vivir aquí, más vale que me vaya acostumbrando —replicó ella, y su padre guardó silencio. Casi siempre había permitido que Anna actuara por cuenta propia, pero últimamente no le objetaba nada en absoluto, y la joven pensó que ya la estaba dejando ir. Pronto sería una mujer casada, y no tendría que entendérselas con su padre sino con su marido. Anna se preguntó si él sentiría pena o alivio, aunque no pensaba tratar de averiguarlo. Las cosas serían como tenían que ser, y si su padre llegaba a sentirse solo, había unas cuantas viudas que hacía rato le habían echado el ojo. Anna no creía que el hombre volviera a casarse alguna vez, pero no le faltarían invitaciones para cenar.

La joven volvió a mirar hacia afuera. Más que pensar en su padre, debía concentrarse en la vida que le esperaba. Al final, ¿cuánto había durado el «cortejo» del barón von Haller? ¿Dos semanas? Bastante tiempo, sin embargo, pues Anna sospechaba que había tomado la decisión la misma noche de la fiesta. El hombre sabía bien lo que buscaba.

Al igual que su futuro marido, Anna también había hecho preguntas, pero seguía sin saber mucho más que al principio. Quizás no hubiera nada que saber, simplemente. El barón administraba sus negocios y sus tierras, cada tanto salía de caza con otros nobles, y el resto del tiempo lo pasaba en su castillo de las montañas. No era aficionado a viajar por placer, ni organizaba fiestas a modo de diversión. Le había dejado muy claro a Anna que no buscaba una esposa a fin de romper la monotonía, sino para agregarla a su rutina y preservar sus bienes y su apellido a través de un heredero. Esto último era, al parecer, lo único que en verdad le importaba.

Anna gozaba de buena salud y seguramente no tendría problema alguno para concebir, pero no se veía a sí misma como una persona de tipo maternal. ¿Cambiaría eso cuando tuviera a su primer hijo en los brazos? Bueno, si eso no ocurría, entonces Ludovika se encargaría de la crianza, como lo había hecho con ella. La mujer tampoco era muy maternal, pero sabía tratar a los niños.

El carruaje tomó una curva y Anna vio por fin el castillo que muy pronto sería su nuevo hogar. Era más grande y menos lujoso, al menos por fuera, de lo que había supuesto, pero tal cosa era de esperarse dada la situación del mismo. Se hallaba en un sitio bastante alto sobre una base de roca, emergiendo de entre los árboles como las montañas en el horizonte. Y allá estaba la nieve, salpicando la piedra gris. Anna trató de imaginar los arroyos provocados por el deshielo, deslizándose montaña abajo en pequeñas cascadas rumorosas. Era un paisaje espectacular.

—Se ve muy sólido —opinó Friedrich—. Por lo que me dijo el barón, el castillo tiene doscientos años, pero su tío lo hizo remodelar y está como nuevo. Parece que vivirás muy cómodamente en él, hija mía.

—Aún falta verlo por dentro —respondió ella, pero sólo fue por decir algo. Todos los castillos eran iguales; aquél estaba mejor preparado para resistir las fuerzas de la naturaleza, nada más. Ojalá la ventana de su dormitorio tuviera una buena vista de las montañas, pensó. No podía asegurarlo del todo, pero era muy probable que no llegara a cansarse jamás de tanta magnificencia. Aquel lugar era perfecto.

El carruaje dio unas vueltas más y llegó hasta un enorme portón de hierro. A ambos lados del mismo, un muro de piedra igualmente alto se perdía entre los árboles. ¿Era eso lo que el barón von Haller había querido decir al afirmar que su propiedad estaba bien resguardada de los animales salvajes? Aquello parecía una fortaleza, y aunque Anna no sabía mucho de esas cosas, igualmente se percató de que el muro y su portón no llevaban ahí tanto tiempo como el castillo.

Un sirviente les abrió de inmediato, y el carruaje siguió transitando por un terreno mucho menos silvestre. Los árboles estaban plantados en hileras, había unas pocas estatuas de mármol, y en lugar de ciervos se veían algunos perros de caza jugando al sol. Unos diez minutos más tarde, el vehículo se detuvo frente al castillo, donde el barón los aguardaba con un pequeño grupo de criados. A la joven no le pareció que su futuro marido estuviera nervioso, pero sí había un destello de expectación en sus ojos. Una vez abierta la puerta del carruaje, él mismo le tendió una mano a su prometida para ayudarla a bajar.

—Buenos días, señorita von Weichsner —saludó él—. Espero que el viaje hasta aquí haya sido de su agrado.

—Buenos días, barón. Y sí, debo admitir que había mucho para ver por el camino. No me aburrí en ningún momento.

—Me alegra saberlo. General, buenos días a usted también. ¿Disfrutó del viaje tanto como su bella hija?

—Desde luego que sí, barón von Haller. Y debo añadir que su castillo es impresionante.

—Gracias. Seguidme por aquí, por favor. Mis sirvientes se encargarán del equipaje.

Anna apoyó una mano en el brazo que su prometido había alargado hacia ella, y de este modo cruzaron el umbral. Ella contuvo la respiración un segundo. No estaba emocionada, pero sí tenía bien claro que aquél era otro paso hacia su nueva vida, lo cual le exigía cierta preparación mental. Apenas entró al castillo, miró en derredor con ojo crítico.

El barón von Haller no era aficionado a las decoraciones, fue lo primero que observó. Había muy pocos cuadros y adornos, y tanto los muebles como los objetos restantes daban una sensación de propósito, cada cosa en su sitio para cumplir una función determinada. Anna jamás había visto tanta austeridad en la casa de un noble. ¿A qué dedicaba su fortuna, entonces? Tendría que preguntárselo cuando se diera la oportunidad.

El barón los guió hasta un salón muy amplio, donde se detuvo e hizo un gesto con el brazo libre al tiempo que decía:

—La recepción de la boda será en este lugar. Vendremos aquí después de la ceremonia en la iglesia del valle. Imagino que la habrán visto por el camino.

El padre de Anna asintió sin hacer comentario alguno; Ludovika también guardó silencio, aunque al momento de pasar por la iglesia había opinado que le parecía demasiado pequeña y modesta. A la joven le daba igual, y si el barón prefería una ceremonia poco vistosa, allá él, dado que el resultado sería el mismo.

Atravesaron un salón comedor, luego una biblioteca muy bien provista, y así recorrieron más habitaciones en las que predominaba la misma falta de esplendor. En lugar de eso, había chimeneas grandes, sofás mullidos y muebles de excelente calidad; en suma, el castillo ofrecía todo lo necesario para que los largos y fríos inviernos no molestaran a sus ocupantes. Anna vio que su padre y Ludovika tenían sendas miradas de aprobación, y ella misma también se sentía muy conforme. La vista desde las ventanas, además, era tal cual había deseado: montañas, bosques y cielo, salvo en el ala este, desde donde se apreciaba un lago enorme y cristalino. Por último, en uno de los pisos superiores, el barón les indicó dónde dormiría cada uno.

—Señorita von Weichsner, ésta será su habitación hasta que luzca mi anillo en su dedo —explicó el hombre con un tono de voz en el que Anna percibió un toque de picardía. Eso la tomó por sorpresa, y mirando de reojo a Ludovika, notó que ella fruncía el ceño. A la sirvienta ya le había parecido inadecuado que Anna se mudara al hogar de su prometido pocos días antes del casamiento, y aquella alusión temprana a la noche de bodas debía de haberla escandalizado. Seguro que no perdería a la joven de vista hasta el último minuto, a fin de preservar su honor ante los ojos del mundo. El padre de Anna carraspeó.

—Veo que ha pensado en todo, barón von Haller —dijo Friedrich—. Me alegra ver que mi hija vivirá en un castillo tan confortable. Ahora, sin embargo, debería permitirle dormir una siesta antes del almuerzo, ya que debe estar fatigada por el largo viaje hasta aquí. Partimos muy temprano en la mañana.

El barón debió darse cuenta, por la expresión severa de su invitado, de que se había excedido un poco, ya que carraspeó a su vez y contestó:

—Por supuesto. Dejemos a la señorita y a su respetable acompañante para que descansen a gusto. Mientras tanto, usted y yo podríamos...

—No —interrumpió Anna, y los dos hombres se voltearon hacia ella con idénticas expresiones de asombro—. Padre, no estoy cansada en absoluto. De hecho, me gustaría que mi futuro esposo nos enseñara los terrenos del castillo, si no fuera mucha molestia. El ejercicio me abrirá el apetito. ¿Está de acuerdo, barón von Haller?

El aludido no pudo ocultar una sonrisa. Friedrich apretó los labios, pero luego dejó escapar un suspiro de resignación.

—Si es lo que deseas, hija... Aunque no veo por qué tienes tanta prisa por conocer este lugar, dado que pronto será tu hogar en forma permanente. ¿Estás segura de que no quieres dormir un rato primero?

—Muy segura. Barón von Haller, ¿sería tan amable de guiarnos por el resto de su propiedad?

—Desde luego —respondió él. El toque de picardía estaba ahora en sus ojos, y el hombre alargó de nuevo el brazo hacia Anna para continuar el recorrido. Había estado en lo cierto, durante la fiesta de cumpleaños, al afirmar que ellos dos se entenderían. Si bien la joven no lo amaba, cada uno de ellos solía mostrarse de acuerdo con lo que el otro proponía. Regresaron al exterior, por lo tanto, a través de la puerta principal, y el barón condujo a su prometida por los senderos de piedra entre los árboles, seguido por Friedrich y Ludovika. Los perros se acercaron para olfatearlos.

—¿Suele cazar en estos bosques? —le preguntó al barón el padre de Anna.

—No, aquí no. Prefiero bajar a unas tierras que poseo al sur del castillo. Hay mejores presas ahí. También llegan aves a mi lago.

—Pero usted me dijo que había muchos animales en el bosque —apuntó la joven.

El barón frunció el entrecejo, y Anna vio que sus pupilas se estrechaban.

—Eso dije, señorita. Hay muchos animales, pero también son muy salvajes. Hice construir el muro por una razón: los lobos. Ellos se esconden en la montaña, y cada tanto bajan a matar, sobre todo en invierno. En el invierno son más peligrosos que nunca, y no descartaría que pudieran matar a cualquier persona que se topara con ellos sin arma alguna.

—Lo dice como si fueran seres malignos.

—No los considero malignos, pero sí astutos y poderosos. El bosque es su territorio.

—Parece un buen reto —dijo Friedrich—. Tengo amigos del ejército a quienes les gustaría...

El barón von Haller movió la cabeza de un lado a otro con tanta vehemencia que le provocó a la joven un escalofrío.

—General, usted no tiene idea de lo que son esos animales. Mi tío organizó una partida de caza poco antes de su muerte. Quería matar a los lobos, pero lo que pasó en su lugar fue que la mitad de los hombres volvieron aterrados esa misma noche. Los demás, incluyendo a mi tío, tuvieron que regresar por fuerza al día siguiente, porque los lobos atacaron a sus caballos y los hicieron huir. Ni una sola de las bestias resultó herida por los disparos.

—Los lobos no son más inteligentes que los hombres, barón von Haller.

—Éstos, a su manera, lo son, señor. Por eso es que no me permito correr ningún riesgo, ni a mi servidumbre o a mis invitados. Con gusto lo invitaré a cazar en mis tierras del sur, general. Allí no tendrá que preocuparse por nada.

—Lo que usted diga, pues, aunque debo admitir que me resulta muy extraño lo que acaba de contarnos.

—Me sonaría extraño a mí también, si no lo hubiera vivido. Yo no era parte del grupo, pero vi llegar a mi tío y a los otros cazadores, todos con las mismas expresiones de miedo, todos contando los mismos detalles. Además, tuve la oportunidad de enfrentar a esos lobos en otra ocasión, cara a cara.

El barón no siguió hablando a pesar de las miradas inquisitivas de sus interlocutores. Continuó marchando en silencio, dando así por zanjada la cuestión, y aunque era un día soleado y tibio, Anna se sintió de pronto como si estuviera en medio de la nieve durante una noche sin luna y sin estrellas, rodeada por los fieros ojos de los lobos. Sin embargo, no halló temor en su corazón. En esos momentos agradecía la presencia del muro, pero si esas criaturas eran tan formidables, quizás valiera la pena confrontarlas alguna vez, aunque fuera a la distancia y con hombres armados junto a ella. Después de escuchar semejante historia, los perros que aún los seguían de cerca parecían simples cachorros. Anna acarició a un par de ellos, disipada ya cualquier clase de aprensión.

Llegaron hasta el lago. Algunos patos y cisnes nadaban ahí, suaves e indolentes. Anna contempló el reflejo de las nubes en el agua mientras su padre y el barón von Haller hablaban sobre peces y las mejores técnicas de pesca; aun así, no pasó por alto que su prometido había posado su mano libre sobre la de ella, y la joven sintió su calor a través de los guantes. En unos pocos días él la tocaría en formas mucho más íntimas, sin tanta ropa de por medio, pensó, y por primera vez desde que conociera al hombre en la fiesta, sus mejillas se colorearon. No duró mucho. Ya no era una niña, tenía que acostumbrarse a la idea; además, no había otra manera de concebir hijos. Supuso que sería vergonzoso al principio y que luego se volvería una tarea más, como darse un baño o comer. Por suerte él era joven y apuesto, ya que la joven no habría soportado siquiera imaginarse en los brazos de un hombre que le repugnara.

Su padre acababa de decirle algo.

—Perdona, estaba distraída —replicó ella.

—Te pregunté que si ya tienes hambre.

—Oh. Sí, la caminata me ha servido.

—Entonces volvamos adentro —propuso el barón—. La comida estará en la mesa muy pronto.

Regresaron al castillo. Una vez en el comedor, con el almuerzo frente a ella, Anna lamentó hallarse bajo techo. Tendrían que comer afuera alguna vez, especialmente en el verano; si su prometido no solía hacerlo, ella misma lo sugeriría a la menor oportunidad, y al diablo las protestas de Ludovika con respecto al bronceado. Le vendría bien tomar el sol antes del invierno, que sin duda debía de hacerse muy largo en aquella región.

Anna se retiró a su habitación al atardecer, después de la cena. Ahora sí sentía que los párpados le pesaban, y tuvo la certidumbre de que dormiría muy bien esa noche, aunque fuera en una cama nueva. Claro que tarde o temprano nada de aquello le resultaría ajeno. Sería la señora del castillo, y tal idea la llenó de satisfacción por más que ella hubiera nacido rodeada de lujos y en el seno de una familia rica.

En su dormitorio, Ludovika estaba desempacando las cosas de Anna, ayudada por una joven sirvienta del barón von Haller.

—Señorita, ella es Amalie —explicó Ludovika. La criada, de unos dieciséis años, le hizo a Anna una discreta reverencia. Era pequeña y delgada, de cabello castaño claro, con unos ojos muy juntos que no delataban una gran inteligencia. Su voz, igual de apagada que su aspecto, fue sumisa cuando dijo:

—El barón me ha encomendado que siga todas sus órdenes y que responda a todas sus preguntas, señorita von Weichsner. Estoy a su servicio.

—Me alegra saberlo —replicó Anna—. Te llamaré cuando haga falta, entonces, o lo hará la señora Hoffman. Puedes irte por ahora.

—Entiendo, señorita. Buenas noches. Y buenas noches a usted, señora Hoffman.

—Igualmente —contestó Ludovika, y una vez que la chica se hubo retirado, la mujer resopló—. Espero que no nos dé ningún problema —le dijo a Anna—. Parece algo tonta.

—Me di cuenta. —Anna se sentó; la criada buscó un cepillo y comenzó a peinarla—. ¿Y bien? ¿Te agrada este lugar?

—No tengo objeciones de ninguna clase. ¿A usted le gusta?

—No, no me gusta. Me encanta. Estaremos bien aquí.

—Me alegra que esté conforme, señorita, ya que a su padre le resultará más fácil despedirse. Igualmente sigo pensando que no debimos venir aquí antes de la boda.

Anna no contestó. Más bien trataba de recordar la cara del barón mientras hablaba de los lobos. Si él había hecho construir el muro, debía de tenerles miedo, pero él no parecía un cobarde. Todo ese asunto la intrigaba.

Un rato más tarde, Anna se metió en la cama y Ludovika se marchó a su propia habitación, que quedaba a poca distancia. El barón había sido muy considerado al otorgarle a la sirvienta un lugar de privilegio por si Anna llegaba a necesitarla. De hecho, había mostrado consideración en todo, lo cual hacía pensar a la joven que, aun sin amor de por medio, por lo menos estaba decidido a complacerla en todo lo que estuviera a su alcance. Ella no esperaba otra cosa, por supuesto.

El colchón era muy cómodo, y las sábanas se sentían ligeras pero cálidas. La joven cerró los ojos y no tardó en conciliar el sueño.

Un aullido solitario la despertó en plena madrugada. Anna se incorporó y vio que la ventana se había abierto por sí sola, dejando entrar también una brisa muy fresca con olor a tierra y pinos. La joven pensó en darse la vuelta y volver a dormir, pero el aullido sonó de nuevo y esta vez ella no pudo ignorarlo. Se levantó de la cama, por lo tanto, y cruzando los brazos se aproximó a la ventana. El aullido se prolongó durante todo ese tiempo: intenso, grave, extrañamente musical. Flotaba en el aire como un ave planeando en las corrientes más altas. Era hermoso.

Pasando el muro, que no se veía excepto por una línea oscura entre los árboles, el bosque se veía en calma. Sólo un leve estremecimiento daba vida a las espesas coníferas, y si había lechuzas o mamíferos nocturnos cazando, resultaba imposible de discernir. Excepto por el aullido, claro. Pero ¿por qué no le respondían los otros miembros de la jauría? ¿Se trataría acaso de un lobo solitario, o el líder estaba convocando a los suyos para ir en busca de alguna presa? Anna no sabía mucho sobre los lobos reales. En los cuentos de hadas siempre eran los villanos de la historia, pero ella suponía que los pastores debían detestarlos por las matanzas de ovejas. Seguro que podían romper huesos con los dientes, igual que los mastines.

El aullido cesó un momento y luego se repitió por tercera vez, más cerca que antes. ¿Se movía tan rápido el animal, o ahora sí se trataba de un segundo lobo? Como fuera, Anna cerró los ojos y se permitió disfrutar del sonido. El corazón le latía más rápido y los pelillos de la nuca se le erizaron, pero no a causa del temor. Era lo que sentía cuando escuchaba uno de sus conciertos favoritos, o cuando se hallaba bajo un cielo que amenazaba con dejar caer una tormenta en cualquier instante.

Tenía que salir del castillo. Tenía que acercarse al muro y oír aquello a la menor distancia posible, para captar el fenómeno en toda su bestial magnificencia. Fue un impulso que surgió así de repente, dominándola por entero como un golpe de viento que se originara en su propio cuerpo. Nunca había deseado algo con tanta intensidad.

La joven buscó su bata más abrigada y se la puso. Pensó también en ponerse unos zapatos, pero entonces decidió que quería sentir la hierba con sus pies. Después de colocar unas almohadas bajo las mantas, por si a Ludovika se le ocurría echar un vistazo, Anna se escabulló de su habitación en puntillas y descendió varios juegos de escaleras. No sería prudente tratar de salir por la puerta principal, pero seguro que al menos alguna puerta de servicio estaría abierta incluso a esas horas. ¿Para qué se iban a molestar en cerrar con llave, si un muro rodeaba el castillo?

El silencio era absoluto ahora, pero los pasos de Anna no lo perturbaban pues ella tenía pies ligeros. ¿En cuál habitación dormiría el barón, por cierto? Daba lo mismo, sin embargo. Ella debía de haberla dejado atrás hacía rato; aunque él se levantara en plena madrugada, Anna no pensaba estar afuera mucho tiempo, por lo que no sería probable que ambos se encontraran.

Pensando con cierta lógica, Anna llegó por fin a una puerta abierta y sin vigilancia que daba al exterior. Una sensación de triunfo y libertad volvió a acelerar sus latidos, y ella la saboreó como a un buen vino, pasándose la lengua por los labios. Bajo sus pies descalzos, las piedras del sendero estaban frías y algo húmedas, y luego la hierba le sentó como una especie de alfombra viviente, un tanto áspera en algunos sitios pero agradable. No había experimentado eso desde que era una niña, porque según Ludovika o su padre, «las señoritas no debían correr por ahí sin zapatos como vulgares campesinas». Anna contuvo una risita, como la chiquilla que había sido en esa época. ¿Había pasado tanto tiempo, y al mismo tiempo tan poco? De cualquier manera, no echaba de menos su niñez. Le gustaba la edad que tenía ahora. Era una mujer joven y había salido a explorar su futura propiedad. Estaba en su derecho, ¿cierto?

No tardó en quedar bajo los árboles, y como éstos casi no dejaban pasar la luz, Anna se desplazó con cuidado para no tropezar con las piedras o las raíces. Ahora sí percibió a las criaturas de la noche: unos ruiditos aquí y allá delataban su presencia, y algunas se alejaron de la intrusa que había interrumpido sus quehaceres animales. Anna creyó distinguir un conejo... o tal vez fuera una rata de campo muy gorda. No le desagradaban las ratas.

Minutos después, llegó al muro. Tocó la piedra y se preguntó por qué habrían cesado los aullidos; entonces, como si tal pensamiento hubiera ocasionado una respuesta, el sonido volvió a escucharse desde el otro lado, tan fuerte que la joven dio un respingo. Dios, ¿qué tan cerca estaba el animal? ¡Ojalá no alertara a los perros o al dueño del castillo! Anna pensó que debía regresar de inmediato, pero la tentación era más fuerte que su voluntad, y la hizo recorrer el muro pegando los dedos al mismo. El aullido vibraba en la roca y en el suelo, como había dicho un amigo de su padre, propenso a viajar, que sonaban los rugidos de los leones en África. A la joven se le ocurrió apoyar una oreja en el muro... pero antes de eso se topó con un portón. Dio un paso atrás, confundida al principio. Aquél no era el portón por el que había entrado su carruaje en la mañana; tenía una sola hoja y no superaba en anchura a una puerta común. Anna tocó los gruesos barrotes, que no se movieron en absoluto. El agujero en una superficie plana delataba la existencia de una cerradura, pero la llave, como era de esperarse, no se encontraba por ningún lado.

La joven intentó adivinar el propósito de aquella abertura en el muro. ¿Era una salida de emergencia, en caso de que alguien atacara el castillo? ¿O funcionaría más bien como una entrada de emergencia, para huir de los peligros del bosque? Esto último tenía sentido, dado que el castillo era el refugio más cercano, pero quienes llegaran al portón necesitarían la llave para atravesarlo. Sólo una persona muy ágil y fuerte conseguiría trepar por encima.

Anna miró hacia el otro lado por entre los negros barrotes. El bosque estaba de nuevo en silencio excepto por los animales pequeños y el susurro de la brisa en los árboles. La vista no llegaba muy lejos, ya que tarde o temprano se topaba con algún tronco. Anna aspiró el aire fragante, acercándose un poco más al portón, haciendo un esfuerzo por escudriñar la espesura. ¿Qué había pasado con los aullidos? ¿Y si el lobo, o toda su jauría, se hallaba cerca, esperando para saltar hacia ella a pesar de los barrotes? La joven creyó ver ojos en la oscuridad, ojos relucientes de depredador que la observaban con la misma atención que ella les prodigaba, aguardando, tal vez, a que abriera el portón y cruzara a su territorio. Un desafío, una trampa... ¿o una invitación?

Los pasos detrás de ella la sobresaltaron, y una mano la agarró del brazo, obligándola a darse vuelta. Era el barón von Haller, y estaba furioso.

—¿Qué estás haciendo aquí? ¿Acaso no escuchaste nada de lo que dije? ¿No escuchaste los aullidos?

—Yo... salí a tomar aire. —Anna trató de liberarse, pero los dedos aferraban su brazo como grilletes—. ¡Déjeme, no tiene derecho a tratarme así!

El barón tiró de ella, arrastrándola lejos del portón. Iba vestido a medias y el cabello despeinado acentuaba su ira, confiriéndole además un toque de locura.

—No debes acercarte al muro, sobre todo en la noche. ¡Es peligroso! ¡Los lobos podrían haberte arrancado las manos a través del portón!

—¡No soy tan estúpida como para dejar que algo así me pasara, barón! ¡Suélteme ya!

—¡Lo haré cuando estemos dentro del castillo, muchacha imprudente!

Indignada, Anna se retorció sobre sí misma para lograr que el hombre la soltara, ignorando el ramalazo de dolor que esto le provocó en las articulaciones. Ambos lucharon por medio minuto, y aunque él la superaba en fuerza, finalmente la dejó apartarse. La furia persistía en su mirada y su actitud; Anna había pensado que aquel hombre era incapaz de perder los estribos, pero era evidente que sí podía hacerlo, y también que, efectivamente, albergaba un miedo profundo en su interior. La joven sintió desprecio. Aun tomando en cuenta lo que él había dicho sobre los lobos, estaba exagerando. ¡Y se había atrevido a tutearla! Claro que eso no le habría importado en otras circunstancias, pero ahora mismo agravaba la ofensa. Irguiéndose lo más posible para estar a su altura, Anna dijo entre dientes:

—Es verdad que nuestro compromiso es por pura conveniencia, barón von Haller, pero más le vale tener esto bien claro: yo no soy la esclava de nadie. Estoy dispuesta a darle hijos y a no causarle problemas, lo cual no significa que deje de hacer cosas por mí misma. ¡Tengo una mente propia, por si no se ha dado cuenta! Y si quiero levantarme en plena noche para tomar aire, me levantaré en plena noche para tomar aire, y no venga usted a tratarme como una niña tonta. Mi padre es un general, y me ha enseñado a cuidarme sola. —Esto no era cierto, pero ella no iba a admitirlo. La furia también la dominaba ahora, cortante y aguda como un puñal.

El hombre la contempló con los ojos muy abiertos, y su enfado y su miedo se convirtieron en perplejidad.

—Anna...

—¡Y no estamos casados todavía, así que no me llame por mi nombre de pila! ¡Soy la señorita von Weichsner para usted!

Anna se dirigió al castillo. El barón trató de sujetarla una vez más, pero ella le dio una bofetada y se alejó dando largas zancadas, con su bata flotando detrás de ella como una nube de color rosa. Él no la siguió. Antes de llegar a su dormitorio, la joven se topó con Ludovika, quien seguramente había escuchado sus gritos y estaba a punto de correr a buscarla. Sin darle tiempo de hablar, Anna le espetó:

—Tranquila, sólo salí a caminar un rato. No he perdido mi virtud, si eso es lo que te preocupa.

La joven siguió de largo y cerró la puerta de su habitación detrás de ella, con las mejillas rojas y el cuerpo temblándole de rabia apenas contenida. Tampoco había pensando que ella fuera capaz de perder los estribos, pero lo más sorprendente fue descubrir que se sentía... bien. Viva.

El aullido volvió a sonar en el bosque, y ella deseó ser una loba más, para correr entre los árboles en busca de la jauría.

CAPÍTULO 3

A la mañana siguiente, Anna desayunó con su padre. La joven empezó a contar en su mente, y al llegar a veintiocho, el hombre dijo por fin:

—¿Qué fue esa escena de anoche fuera del castillo?

—Tú también la escuchaste —replicó ella en tono de afirmación.

—Por supuesto que la escuché. Seré un general retirado, pero aún no he bajado la guardia.

—El barón y yo discutimos algunas diferencias de opinión, nada más. No ocurrió nada indebido.

—Ah.

Siguió un momento de silencio.

—¿Qué, no vas a pedirme detalles? —preguntó Anna.

—Debería, pero no lo haré. Ayer me hiciste comprender que ya no debo meterme en tus asuntos, mucho menos en la relación con tu futuro esposo. Confiaré en tu criterio. Pero sí diré esto: al fin has logrado recordarme a tu madre por algo más que tu cara, hija mía. Me alegra ver que, después de todo, sí hay algo de ella dentro de ti.

—¿De verdad?

—De verdad.

Anna no supo qué decir después de eso. Aquello era totalmente inesperado.

Terminado el desayuno, Friedrich se retiró a la biblioteca. La joven, en cambio, dio vueltas sin rumbo por el castillo, evitando a las personas. Luego decidió que tenía ganas de salir otra vez, y averiguar quizás qué se sentiría andar descalza por el borde del lago, por más que eso hicieran las vulgares campesinas. Si el barón podía pescar en él, ella también tenía que disfrutarlo de alguna manera, que para eso estaba ahí.

Le pidió a Ludovika que la ayudara a cambiarse, lanzándole primero una mirada de advertencia para que no le mencionara su escapada nocturna. La mujer, sabiamente, guardó silencio, y como máximo sugirió que podría acompañarla en su paseo por los terrenos del castillo.

—Gracias, pero prefiero estar sola —replicó Anna—. Tengo cosas en qué pensar. Pronto seré una mujer casada, y debo meditar sobre mi comportamiento.

Anna no se molestó en mirar a la sirvienta para ver si había creído la mentira; le bastaba con que Ludovika la dejara en paz. De todas maneras, tampoco planeaba hacer nada escandaloso, como bañarse desnuda en el lago. Ésa era una idea interesante, sin embargo...

Vestida ya para su caminata, Anna descendió los escalones... y el barón von Haller fue a su encuentro desde un pasillo, como si la hubiera estado esperando. Había tenido toda la noche para recuperar la compostura, y se veía igual que siempre, con los cabellos en orden y seguro de sí mismo... salvo por un mínimo destello en sus ojos, que anticipaba una nueva discusión.

—Buenos días... señorita von Weichsner —saludó él con una reverencia. Era difícil saber si su tono era de burla o de admiración. Anna se preguntó qué tan a menudo le llevaría alguien la contraria a ese hombre tan rico e imponente.

—Buenos días, barón von Haller.

—Espero que haya dormido bien.

—Lo siento, pero no es mi costumbre perder el tiempo con este tipo de charlas. ¿Hay algo que quiera decirme? ¿Desea ofrecerme una disculpa, tal vez?

La amabilidad de él tembló como un espejo de agua al que le hubieran tirado una piedra, pero enseguida volvió a su estado anterior.

—Me disculparé por mi rudeza, señorita von Weichsner, y no espere más que eso. Como su futuro esposo tengo todo el derecho, y también la obligación, de preocuparme por su seguridad. A menos, claro, que nuestro pequeño altercado de anoche la haya hecho cambiar de opinión con respecto a la boda, en cuyo caso pondré un carruaje a su disposición para que usted y su padre vuelvan a casa lo antes posible.

—¿Acaso es usted quien tiene dudas?

—No en realidad. Por lo que sabía de usted, ciertamente no me lo esperaba, pero no crea que me voy a dejar intimidar por un episodio de rebeldía. Hice construir el muro porque los lobos son más peligrosos de lo normal; usted es sólo una mujer, no una loba. Ni siquiera es una loba común y corriente, que tampoco me asustaría.

Anna sintió calor en las mejillas.

—Debería abofetearlo de nuevo, barón von Haller.

Él tuvo la desfachatez de reírse.

—Mucho me temo que no lo conseguiría, señorita. Si volviera a intentarlo, la vería venir y sería capaz de detenerla.

Apretando los puños, Anna se aproximó al hombre hasta quedar a un palmo de él, y le dirigió una mirada tan fría que borró la sonrisa de su cara.

—No, no he cambiado de opinión, barón von Haller. No es mucho lo que espero de un matrimonio arreglado, ni siquiera con usted, pero sepa que yo tampoco me dejaré intimidar. No olvide lo que le dije anoche: seré su esposa, no su esclava.

—No lo olvidaré, señorita von Weichsner. Pero estoy muy seguro de algo: si alguna vez se encontrara con una jauría de lobos dispuestos a destrozarla, vería las cosas con una mayor perspectiva. Le es muy fácil desafiarme en mi propio castillo, sabiendo que mi educación me obliga a tratarla con respeto. No hay valor en eso, sino bravuconería. Como sea, me alegra que hayamos negociado nuestras diferencias. Siga su camino ahora, no pienso detenerla más.

—Bien. Hasta luego, barón von Haller.

—Hasta luego.

Anna se esforzó por no apretar el paso mientras se alejaba del hombre, y de igual manera aflojó los puños, procurando no demostrar que aún seguía enfadada. No iba a darle esa satisfacción a su irritante prometido. Recién cuando estuvo fuera del castillo, con el sol en su cara y el aire fresco en sus pulmones, caminó a toda velocidad para que el ejercicio pusiera en orden sus emociones alteradas.

Sus pasos la llevaron hasta el lago, pero una vez ahí se dio cuenta de que prefería estar en otra parte. Las aves acuáticas lucían demasiado... domésticas para su estado de ánimo. Bordeó el lago, por lo tanto, y desobedeciendo específicamente las órdenes del barón, se dirigió hacia el muro. Quería recorrerlo en toda su extensión aunque le llevara el resto del día; además, haría bien en mantenerse lejos de su prometido hasta la hora de la cena, por lo menos, a fin de evitar que la sacara de quicio una vez más. No estaba acostumbrada a sentirse fuera de control.

Le llevó un rato alcanzar el muro. Para ese entonces ya estaba mucho más tranquila, casi alegre, y hasta se permitió cantar en su mente mientras caminaba. Qué agradable era pasear entre los árboles, pensó. En la casa de su padre solía pasar las tardes sentada en alguna parte, leyendo un libro sin prestarle atención o tratando de mejorar su técnica en el piano, aunque tampoco era muy buena para la música. Los jardines tenían flores de todos colores y en la primavera le daba cierto placer admirarlas, pero al llegar el verano habían perdido su encanto en base a la repetición. Aquello era cien veces mejor: desplazarse entre las sombras sintiendo con sus dedos la textura de la corteza, viendo por entre las ramas el perfil de la montaña. Por una vez, creía estar en un lugar del que nunca se aburriría.

Halló el portón de la noche anterior. Sus huellas seguían ahí... y del otro lado parecía haber otras. Las agujas de pino lucían revueltas, como si un animal hubiera escarbado justo frente a los barrotes. ¿Había sido el lobo de los aullidos? ¿O algo menos impresionante, como un zorro o una ardilla? Anna quiso creer que era algún tipo de mensaje, dándole a entender que las criaturas del otro lado habían detectado su presencia en la noche.

No se veía nada más, sin embargo, sólo los árboles. La joven continuó andando, y de esta manera descubrió dos portones más, igualmente recios y bien atrancados. Era algo frustrante no poder ir al bosque a echar un vistazo, aunque fuera por cinco minutos y sin adentrarse mucho.

Anna oyó un relincho dentro de la propiedad. Retrocedió para investigar su origen, y no tardó en ver a un caballerizo que paseaba a dos hermosos animales, uno casi rojo con patas blancas, el otro del color de la madera barnizada. Eran caballos grandes y peludos, puro músculo y hueso bajo la piel lustrosa. El hombre, que rondaba los sesenta años, se inclinó ante la joven.

—Buenos días, señorita von Weichsner. ¿Se ha perdido?

—Buenos días. No, no me he perdido. Sólo estaba... paseando. Asumo que usted trabaja aquí.

—Sí, señorita. Yo cuido a los caballos del barón. Mi nombre es Otto Schäffer, pero puede llamarme Otto si quiere. Todos me llaman así.

El hombre le dirigió una sonrisa afable, pero guardando las distancias como todo buen sirviente. Ella se limitó a asentir. Avanzó despacio hacia los caballos, que se alteraron un poco ante su presencia; Otto, sin embargo, los tranquilizó con unas pocas palabras, y luego le dijo a Anna:

—No se preocupe, son mansos. Actúan así porque no la conocen, pero puede tocarlos si quiere, no la morderán. Sópleles en la nariz. Así es como uno debe presentarse ante ellos.

A la joven esta idea le pareció muy divertida, pero siguió las instrucciones del caballerizo y los animales dejaron de moverse. No era la primera vez que Anna veía caballos, por supuesto, pero nunca antes le habían llamado la atención. Aquellos ejemplares eran especialmente bellos, como el bosque y las montañas. Debían ser capaces de marchar por la nieve sin cansarse.

—¿Le gustan, señorita?

—Son preciosos. Un poco ásperos. Pero también me agrada que sean ásperos.

—Hace mucho frío aquí en invierno, pero estos muchachos lo aguantan bien. Podría ensillarle alguno, si quiere. A ellos les gusta trotar por ahí en esta época, y chapotear en el lago. No pueden hacerlo en invierno, claro, porque el agua se congela.

—Yo... no sé montar a caballo —dijo Anna, y permaneció callada un momento. Luego añadió—: Pero estoy segura de que podría aprender. Después de la boda, le pediré al barón que me enseñe a cabalgar.

—Seguro que lo hará bien, señorita. ¿No dicen que la emperatriz Elisabeth es una gran amazona?

Anna movió la cabeza en un gesto de asentimiento. Se volteó unos segundos en dirección al muro y luego preguntó:

—¿Ha vivido aquí mucho tiempo... Otto?

—Nací en esta propiedad, señorita.

—Entonces, ¿ha visto a los lobos del bosque alguna vez? ¿Son tan poderosos como asegura el barón von Haller?

El hombre se puso tenso de un segundo a otro. No se veía asustado, pero sí muy incómodo. Su voz sonó más ronca que antes al contestar:

—Son lobos muy extraños, señorita, y debería creer cualquier cosa que el barón diga sobre ellos. Nunca han matado a una persona... pero la verdad es que me siento mucho más tranquilo desde que el muro está ahí. Lo mismo les pasa a los caballos y a los perros, ¿sabe? A ninguno de ellos le gustaba salir al bosque, y los aullidos los ponían como locos. Ahora sólo se inquietan, aunque los perros se esconden de vez en cuando. No estuvieron en esa cacería del barón Franz von Haller, pero tontos no son.

—¿Esa historia es cierta? Creí que mi prometido sólo trataba de asustarnos. Especialmente a mí.

Otto negó con la cabeza.

—El barón no miente ni adorna sus historias. Lo que le haya dicho, es verdad.

—Pero... si los lobos nunca han atacado a la gente, ¿para qué construir un muro tan grande? ¿Realmente hacía falta?

El hombre consideró la pregunta, como si temiera contestar. Sus cejas, pobladas y grises, casi se habían convertido en una sola línea. Finalmente respondió:

—El barón está convencido de que los lobos van tras él porque mató a uno de ellos hace muchos años. Aunque tal cosa no debería ser posible, porque los lobos de esa época tienen que haber muerto ya, incluso los cachorros.

—¿Y usted le cree?

—Sí, le creo. Ya se lo he dicho, esos lobos son extraños. Quizás hayan pasado su deseo de venganza de una generación a otra, como las familias humanas.

—Suena tan... absurdo —respondió Anna, aunque no conseguía tomar el asunto en broma.

—Muy absurdo, sí. Por favor, no le cuente al barón lo que acabo de decirle. Se enfadaría mucho. Y le daré un consejo, si me lo permite: trate de no mencionarle a los lobos para nada, y no se acerque al muro. Esas bestias podrían captar su olor... y recordarlo.

—No se preocupe, guardaré el secreto. Y seguiré su consejo sobre no mencionar a los lobos. Ya he notado que el barón es muy sensible al respecto.

—Gracias, señorita. Y ahora, si me disculpa, tengo que devolver los caballos al establo. Bienvenida al castillo, por cierto.

—Gracias. Hasta luego, Otto.

El hombre se marchó llevando a los animales por las bridas, como a dos enormes mascotas. Anna volvió al muro. Al fin y al cabo, sólo había prometido que no hablaría de los lobos.

Llegó a un nuevo portón, que se hallaba en la misma dirección que las montañas. Desde ahí se veía otro lindo pedazo de bosque, que a la joven también le pareció irresistible. ¿O lo era solamente porque no podía cruzar al otro lado? Ah, el encanto de lo prohibido... El bosque sí debía de ser peligroso, con lobos o sin ellos, por el hecho de que parecía muy fácil perderse en él, como mínimo. Y ella se había criado en palacios y jardines; no sabía nada de armas ni de técnicas de supervivencia. Estaría más indefensa que un conejito.

Suspirando, la joven decidió que dejaría el resto de la inspección para otro día y volvió al castillo.

CAPÍTULO 4

El vestido de novia, que Ludovika había extendido sobre la cama, era bellísimo, de seda y encaje salpicado de diminutas perlas. Anna, sin embargo, no lo miraba. Envuelta apenas en una bata, aguardando a que su sirvienta y Amalie subieran para vestirla, contemplaba el horizonte a través de su ventana. Ésta daba al valle, no a las montañas, de modo que la joven podía distinguir la torre de la iglesia. Estaría allí en unas pocas horas y su padre la entregaría al barón von Haller, al cual permanecería unida hasta que uno de los dos muriese. Anna buscó en su interior alguna emoción, pero lo único que sentía en ese momento era la satisfacción de saber que muy pronto quedaría ligada a aquel lugar, primero por el matrimonio y luego por la herencia de sus futuros hijos varones. Por fin tenía esa sensación de pertenencia que siempre le había faltado, aun sin saberlo. La joven sonrió para sí.

Se oyeron unos pasos en el corredor. La puerta se abrió y cerró, y Anna giró la cabeza esperando ver a Ludovika... pero se trataba del barón. Él no dijo una palabra, sino que se limitó a observarla y también al vestido. Anna cruzó los brazos, cerrando bien la bata sobre sus pechos.

—No debería estar aquí, barón. Es de mala suerte ver a la novia antes de la boda.

Él sonrió sin mostrar los dientes, resoplando a la vez en un gesto desdeñoso.

—No creo en esas supersticiones, señorita. ¿O puedo llamarla ya por su nombre de pila?

—Hasta que el cura nos declare marido y mujer, seguiré siendo la señorita von Weichsner. ¿Cree acaso en otras supersticiones? —El hombre no contestó. Su mirada se había detenido en los tobillos y los pies descalzos de su prometida—. Debería irse, barón. Aunque no crea en supersticiones, aún no tiene el derecho de verme en ropa interior.

—¿Y qué más da? Antes de que acabe el día estará en mi cama, no lo olvide. Sólo habría unas horas de diferencia.

—¿No le importa arruinar la sorpresa?

El barón se reclinó contra la pared. Ya estaba vestido para la boda y se veía increíblemente apuesto, pero Anna no se dejó deslumbrar. La expresión arrogante de su prometido comenzaba a molestarla.

—No sería una gran sorpresa —dijo él—. Usted no tiene nada que no haya visto en otras mujeres. —Ella enarcó las cejas—. Oh, sí, he estado con otras mujeres. Eso no debería sorprenderla, aunque seguramente no es algo que se les diga a las jovencitas vírgenes sobre sus futuros esposos. Pues sepa esto: los hombres no necesariamente nos mantenemos... ejem... alejados de los placeres carnales antes del matrimonio, y a menudo tampoco después de él.

—¿Me está advirtiendo de que piensa serme infiel?

—Bueno, no es que lo esté planeando, en realidad. Dependerá de qué tan bien nos llevemos en la cama.

Aquello era insólito, pensó Anna. Quién se creía que era él para hablarle de esa manera? Respirando hondo, la joven decidió seguirle la corriente a su prometido.

—Pues tal vez me encuentre poco interesante, debido a mi falta de experiencia.

—Ya veremos. De todas maneras, las esposas no están para ser interesantes, sino para cumplir con sus deberes y producir hijos. Uno por año no estaría mal.

Anna estuvo a punto de caminar hacia el barón para darle una bofetada, pero luego recordó que él no se lo permitiría. Permaneció quieta, entonces, y se dijo que él sólo trataba de provocarla; esto lo supo por la mirada hambrienta en sus ojos azules, que delataba su deseo a pesar de las burlas. Otros hombres la habían contemplado así, y hacía tiempo que no lo consideraba muy halagador... pero esta vez sintió que una oleada de calor la recorría por entero, deteniéndose en la parte baja de su vientre. El hombre había mencionado una inquietante verdad: la poseería esa misma noche, y quizás no se detendría aunque ella se lo pidiera. Pero ¿por qué se lo pediría? Había aceptado casarse con él, y a pesar de las últimas discusiones, la idea de que le pusiera las manos encima le producía... cierta curiosidad. Aunque el barón la creyera ingenua, Anna ya le había preguntado a Ludovika qué hacían los hombres con las mujeres en la cama, y por más que la sirvienta hubiera enviudado catorce años atrás, los detalles seguían frescos en su memoria. Hasta había agregado, en voz baja, que las mujeres podían llegar a disfrutar de ese acto tanto como sus esposos. Recuperando la calma, Anna preguntó:

—¿A qué vino, barón von Haller?

Él sonrió de nuevo, sin mostrar desdén en esta ocasión.

—A decirle hasta luego. Me voy a la iglesia. Nos vemos allá... futura baronesa von Haller.

Ludovika y Amalie entraron en ese momento, y la primera de ellas lanzó una exclamación de dama horrorizada ante una visión escandalosa. Sin perder la sonrisa, el barón pasó junto a ella haciéndole un gesto de reconocimiento, y escapó antes de que la mujer tuviera tiempo de formular una reprimenda.

—No me culpes, él entró por su cuenta —explicó Anna. Ludovika gruñó.

—Qué bueno que la boda es hoy, señorita, porque esto ya era insostenible. Bien, vamos a ponerle ese vestido de una vez.

La indignación de su criada había convertido el enfado de Anna en buen humor. En cierto modo, también era refrescante que al barón no le preocuparan tanto las tradiciones de la nobleza, las normas sociales y los buenos modales en general.

Stefan. Tenía que acostumbrarse a pensar en el barón como Stefan. No sólo él podría llamarla por su nombre de pila después de la boda, y sería raro que ella lo tratara de barón von Haller una vez que le hubiera quitado la virginidad.

Ludovika y Amalie ya le habían hecho los últimos ajustes al vestido el día anterior, de modo que ahora sólo tuvieron que ponérselo y abotonarlo. Anna siempre se había rehusado a usar corsés, en parte porque eran incomodísimos y en parte porque su cintura ya era pequeña por naturaleza. Trenzar el cabello tardó un poco más, a pesar de la práctica que tenía su sirvienta. Los broches que el barón... que Stefan había comprado tenían perlas similares a las del vestido, y parecían flores nocturnas. Sentada frente al espejo, Anna vio que Amalie observaba todo con una intensa expresión de envidia. No podía culparla. La pobre era muy poca cosa en todos los sentidos, y aunque Anna procuraba ser amable con ella, la criada seguía reaccionando con la misma inteligencia que un pollo. Por lo menos cumplía sus órdenes al pie de la letra.

—Ya está, señorita —dijo Ludovika después de colocarle a Anna los zapatos—. A ver, póngase de pie y dé una vuelta.

La joven así lo hizo. La tela susurró al moverse los pliegues de la falda, que era amplia y más larga por detrás. No parecía haber nada fuera de sitio, y el gesto de aprobación de Ludovika le confirmó a Anna que estaba en lo cierto.

—Será la novia más hermosa que esa gente haya visto en mucho tiempo —dijo la sirvienta.

—Supongo —replicó Anna, y aunque no podía negar las palabras de Ludovika, no estaba del todo conforme con su aspecto. Tardó un par de minutos en identificar el problema: era el color. Demasiado... blanco. Demasiado angelical, y ella no se sentía nada angelical, sobre todo después de la charla que acababa de tener con el b... con Stefan. ¿Qué pensarían los invitados a la boda si se presentara con un vestido de otro color, como púrpura o rojo sangre? ¡Oh, sería muy divertido ver sus caras de asombro! Aunque... quizás Stefan no se sorprendería. Quizás a él también le parecería divertido.

No había nada que hacer, sin embargo, pues ya era tarde para conseguir otro vestido. Anna suspiró y bajó las escaleras, y poco después Ludovika la ayudó a meter la enorme falda por la puerta del carruaje. Los caballos, ambos de color blanco igual que el vestido, se pusieron en marcha al unísono. El golpeteo de sus cascos era relajante. Aun así, la joven sintió una punzada de ansiedad a medida que el vehículo descendía por el camino, y aunque al principio se le ocurrió que era por la boda, luego comprendió que era la primera vez desde su llegada que se alejaba del castillo. ¿Tan rápido le había tomado cariño al lugar? ¿Era eso... el equivalente al amor? Pero ya volvería, pensó. Solamente estaría lejos un rato, para la boda, y ni siquiera tendría que dormir en otro lado. La joven cerró los ojos y procuró tranquilizarse. No quería que Stefan la viera agitada y creyera, erróneamente, que era por su causa; Anna no iba a darle ese gusto.

Por fin llegaron a la iglesia, y una vez más Ludovika tuvo que ayudarla con la dichosa falda. Dios, qué incómoda era aquella ropa. Seguro que los hombres no sufrían tantas molestias por culpa del vestuario. Cuando estuvieran de regreso en el castillo...

—Está sonriendo, señorita. ¿Se siente feliz por la boda? —preguntó Ludovika.

—Oh, sí. Es un buen arreglo —mintió Anna. En realidad estaba pensando que sería un alivio cambiarse de vestido para la recepción, aunque eso la condujera, no mucho después, a la cama y a los brazos de Stefan. Eso no podía decírselo a la criada, por supuesto, o se ganaría otra de sus fieras miradas reprobatorias.

Anna subió los escalones de la iglesia al tiempo que su padre los bajaba para ir a su encuentro.

—Estás preciosa, mi niña —dijo Friedrich.

—Ya no soy una niña, padre.

—No seas mala, déjame disfrutar de este último momento antes de entregarte a tu marido.

—¿Desde cuándo eres tan sentimental? —preguntó ella riendo.

—Sólo ahora, hijita. Es mi derecho como padre, sobre todo considerando que tu madre no está aquí para derramar algunas lágrimas.

Friedrich besó a Anna en la frente, puso el velo en su lugar y le ofreció el brazo, que ella tomó con la mano que no sostenía el ramo. Llevaba unas flores que ella no conocía, de un color celeste tan pálido que apenas si destacaba sobre el vestido.

Y así fue como Anna caminó hacia el altar: junto a su querido padre, pisando los pétalos que unas niñas iban arrojando delante de ella, con la espalda bien recta y dejando sin aliento a todos los caballeros. Ella no conocía a la mayor parte de los invitados, pero supo, por las caras de algunas jovencitas y sus madres, que su futuro esposo había sido una presa muy codiciada. Allá estaba él, junto al cura, con un fastidioso aire de orgullo que la joven perdonó porque sabía que era por su causa. Ella también había sido una presa codiciada. Friedrich le entregó el brazo de Anna a su prometido. Stefan lo tomó con solemnidad, pero ella le notó las ganas de hacerle un guiño burlón. Lo que él no pudo evitar fue que una sonrisa asomara de vez en cuando a sus labios, como un pajarillo sacando la cabeza por el hueco de un árbol. Anna sintió deseos de darle un pisotón, y luego se reprendió a sí misma por pensar en seguirle el juego. De nuevo, era un intento de provocarla.

El cura habló por media hora, el típico discurso sobre los designios del Señor para los hombres y las mujeres, la crianza de los hijos, la fidelidad y etcétera, hasta que Anna recordó por qué solía detestar las bodas. Estaba próxima a bostezar cuando al fin llegó el momento de decir los votos. Ella recitó las palabras que había memorizado, sin pensar realmente en lo que significaban, y de igual manera escuchó las palabras del novio, hasta que intercambiaron los anillos y el cura determinó que ya estaban casados y que podían besarse. Stefan se inclinó hacia ella, le levantó el velo de la cara, y Anna cerró los ojos justo antes de que los labios de ambos se encontraran.

El tedio de la joven desapareció en ese instante, sustituido por algo a lo que no supo dar un nombre. Stefan le pasó un brazo por la cintura para atraerla hacia él y con la otra mano le tocó una mejilla, acariciando la piel sonrosada y tersa mientras la besaba. No se suponía que aquello durara más de cinco segundos, pero algo se había creado entre ellos, como una semilla echando raíces, y la joven no quiso que terminara tan rápido. Él debió de pensar lo mismo, porque continuó besándola mientras el cura carraspeaba, presionando sus labios contra los de ella una y otra vez, saboreando el momento. Quizás había encontrado algo que no esperaba encontrar, o al menos era eso lo que Anna sentía. De pronto le temblaban las piernas y su corazón latía muy rápido; no había imaginado que los labios de Stefan serían tan cálidos, tan... agradables.

El cura susurró algo. Ella no entendió sus palabras pero Stefan sí debió de hacerlo, porque interrumpió el beso y ofreció una mirada de disculpa en la que no había ni una gota de sinceridad. Soltó a Anna excepto por la mano del anillo, que oprimió contra su pecho un instante. La visión de ella dejó de dar vueltas, y pudo mantenerse de pie por sí sola una vez más.

Había muchos ceños fruncidos entre la concurrencia, incluido el de Friedrich von Weichsner. A Anna le pareció gracioso, muy gracioso, y en lugar de causarle irritación, la mirada cómplice de Stefan la llevó al borde de la risa. Qué conveniente: así todos verían en ella a una joven y feliz esposa. Los ceños fruncidos se transformaron poco a poco en expresiones de alegría.

Anna no prestó mucha atención al camino de regreso. Ella y Stefan pasaron de la iglesia al carruaje y de ahí al castillo, y no se dijeron una sola palabra durante el recorrido. Él, sin embargo, no soltó la mano de su esposa, y su pulgar acarició varias veces el costoso anillo como si fuera un símbolo de propiedad. Cada tanto acudía a los labios de Anna alguna frase irónica, pero decidió guardarlas todas para otro día, ya que en ese momento prefería admirar el paisaje igual que la primera vez. Ahora estaba regresando a su hogar.

Stefan la ayudó a descender del carruaje, y la expresión altanera volvió a su cara cuando le dijo:

—Bienvenida a su castillo, baronesa von Haller. Anna.

—Gracias, barón von Haller. Stefan.

Él pareció complacido de escuchar su nombre, pero luego ella lo dejó atrás y caminó sola hacia la puerta, como si fuera una segunda emperatriz de Baviera. No le interesaba asumir ese papel, desde luego, pero tenía ganas de molestar un poco a su flamante esposo, y no se le ocurría una mejor manera que dejarlo atrás como si fuera un sirviente. Stefan no corrió detrás de ella, sin embargo. Le permitió dirigirse sola al salón de baile... y luego la hizo esperar. Recién a los diez minutos, y con un aire casual, la buscó para decirle:

—¿No deberías ir arriba, para cambiarte y hacer una segunda aparición triunfal acompañada por tu esposo, o sea yo?

Anna se quitó el velo, tratando de no arruinar su complejo peinado, y lo depositó en una silla doblado de cualquier manera.

—He decidido que quiero lucir este vestido un poco más, aunque apenas si me pueda mover en él. Y ya que estoy aquí y todavía falta un rato para que lleguen los invitados, me gustaría tomar una copa de vino.

—Eso puede arreglarse —dijo Stefan con voz neutra, y dio las órdenes correspondientes a un mayordomo. Éste volvió enseguida con una bandeja en la que también había algunos bocadillos.

Stefan sirvió el vino en dos copas y le entregó una de ellas a Anna; luego tomó el plato de la comida y se lo ofreció a la joven.

—No he dicho que tenga hambre —protestó ella.

—No debes beber con el estómago vacío. Además, desde ahora me corresponde alimentarte, ¿o no?

Anna observó el rostro de su marido. Se veía calmado ahora, sin rastros de picardía, serio como el día en que ella lo había conocido. ¿Sería posible que él hubiera estado nervioso antes de la boda? Solamente sus ojos mostraban cierta agitación. Quizás estuviera deseando que acabara el día para consumar al fin el matrimonio. Anna bajó su propia mirada al vino, masticó un bocadillo y luego bebió la mitad de la copa. Comenzaba a sentirse un poco insegura, porque toda la situación difería bastante de lo que había imaginado cuando aceptó casarse. Stefan era mucho más... interesante, aquel lugar parecía haber despertado en ella emociones que nunca antes había sentido, y ¿qué podía salir de esa nueva combinación? De pronto estaba pisando terreno desconocido... y no le desagradaba la idea. Además, aún quería averiguar cómo era el bosque detrás del muro, dijera lo que dijese Stefan sobre los lobos.

Él también comió algo y bebió su vino. Fue un momento silencioso, cómodo, y a ella se le contagió la tranquilidad de su esposo. Todo estaba bien, en realidad: muy pronto comenzaría la fiesta, y cuando despertara a la mañana tendría una nueva vida por delante, con algunos misterios por resolver. No podía quejarse.

—No te lo dije antes, pero te ves hermosa con ese vestido —declaró Stefan—. Antes de que subas a cambiarte, ¿bailarías conmigo un rato?

—¿Sin música?

Stefan llamó una vez más al mayordomo, el cual, tras escuchar la siguiente orden, se fue a paso veloz y regresó poco después con un violinista de cabello blanco.

—Mi esposa y yo queremos bailar —dijo simplemente el dueño del castillo, y el músico empezó a tocar con sus manos largas y ágiles. Stefan sujetó a Anna por ambas manos para levantarla de la silla, y al instante siguiente ambos daban vueltas por el salón. Ninguno de ellos habló. La joven ya no tenía ganas de soltar frases irónicas, y él se veía muy concentrado en la música y en la cara de ella.

Ludovika y el padre de Anna regresaron al castillo, y más cosas debieron pasar entre un baile y otro, pero la joven vivió todo eso como en un sueño. De pronto estaba de nuevo en los brazos de su marido, y sólo la música, el vestido y la cantidad de observadores eran diferentes. La sensación de paz se mantenía. Pero sí tomó más vino, y por ello la recepción también acabó por convertirse en un sueño donde Stefan se convirtió en lo único que la mantenía anclada a la realidad. Qué fuerte era, pensó; la sostenía como si no pesara nada, y no hubo un solo instante en el que se notara que ella estaba un poco ebria, dado que el hombre no le permitía tambalearse. Anna nunca llegó a recordar qué les dijo a los invitados, aunque supuso que daba lo mismo porque ellos también se habían pasado con las copas. Poco a poco se marcharon, y entonces Stefan dejó a su esposa en manos de Ludovika, para que la ayudara a cambiarse en su nuevo dormitorio. Anna ya lo conocía: era la habitación contigua a la de Stefan, bastante más grande y bonita que aquella donde había dormido hasta ese día. Una puerta sin cerradura conectaba ambos dormitorios.

Ludovika deshizo el peinado de Anna y, tras cepillar bien la larga cabellera negra, la ató con una cinta de seda. El camisón también era de seda, de color lila con lazos blancos, y tan suave que apenas se sentía sobre la piel. La sirvienta le colocó encima una bata a juego. Anna mantuvo los ojos cerrados la mayor parte del tiempo; se sentía bien, ligera y un poco adormilada.

—¿Desea que le traiga alguna otra cosa... baronesa? —preguntó Ludovika.

—Extrañaré que me llames «señorita» —replicó Anna con una lánguida sonrisa.

—Ahora es una mujer casada.

—Lo sé. Gracias por todo. Ya puedes retirarte.

—Bien... Buenas noches, entonces.

—Igualmente.

Ludovika se marchó, dejando a Anna sola y a la espera de que su marido fuera a buscarla. Qué extraño, no habían vuelto a hablar de eso. Ella se preguntó si debía tenderse en la cama, o acomodarse en el sillón mirando a la puerta que daba al dormitorio de Stefan. No se escuchaba nada ahí, por cierto; tal vez él se hubiera demorado con los últimos invitados.

Anna se frotó los ojos. Aún sentía los efectos del vino en su cabeza, por lo que decidió continuar de pie a fin de no dormirse. Fue hasta la ventana y la abrió de par en par, esperando que el aire nocturno reavivara sus sentidos. Ah, por fin tenía una buena vista del bosque y las montañas, todo de un hermoso color plateado bajo la luna. A diferencia de los últimos días, no se escuchaban aullidos, y sólo un ave muy grande, probablemente un búho, cruzó el cielo despejado. La joven se apoyó contra el alféizar, dejando que la brisa hiciera ondear unos mechones sueltos de su cabello.

Cerró los ojos al oír el sonido de la puerta. Pensó que él diría algo, una frase sarcástica o arrogante, pero en lugar de eso caminó hacia ella en silencio y la abrazó por el torso, con las manos cruzadas justo por debajo de sus pechos. Se mantuvo así un rato, admirando quizás el paisaje como ella lo había hecho, y después la besó en el cuello varias veces, desde la base hasta la oreja. Sin pensarlo, Anna inclinó la cabeza hacia el otro lado para dejarle más espacio, más piel que él pudiera tocar con sus labios calientes. Cada beso le provocaba una sensación maravillosa que la recorría por entero, y cuando Stefan empezó a acariciarle los pechos, Anna contuvo un gemido. Él no iba a burlarse. No esa noche. Tampoco había entrado con la idea de obligarla a cumplir con sus «deberes de esposa» y dar por consumada la unión; estaba ahí porque la deseaba, y quería que ella lo deseara a él. Pues lo estaba consiguiendo, pensó Anna, y giró la cabeza hacia atrás buscando un beso en la boca que Stefan no se demoró en otorgarle. La joven se volteó hacia él por completo, rodeándole el cuello con los brazos, y de pronto las manos de Stefan la levantaron por la cintura para sentarla en la ventana. El hombre se apretó contra ella colocándose entre sus piernas, sujetándola por la espalda y las caderas sin dejar de besarla. Anna sintió que todo su cuerpo despertaba y latía, como cuando había escapado al muro aquella noche siguiendo un impulso más físico que intelectual. Buscaba placeres animales, ella, que había vivido hasta entonces como una muñeca de lujo, permitiendo que los días transcurrieran despreocupadamente con el tic-tac de los relojes. ¿Cómo lo había soportado? Una mano de Stefan levantó su camisón, deslizándose por el muslo desde la rodilla. Se detuvo al final y ahí permaneció, trazando círculos con los dedos, rozando apenas la entrepierna de Anna, donde la piel era más sensible. Iba a tomarse su tiempo, al parecer, pero ella se lo agradeció en su mente dado que tampoco tenía prisa. Estaba dispuesta a aprender todo lo que él quisiera enseñarle, si se sentía igual de bien que aquello.

Stefan la bajó de la ventana y la condujo paso a paso hasta la cama, siempre besándola. Por el camino le quitó la bata, aprovechando para acariciar sus brazos, y finalmente desató los lazos del camisón hasta que el mismo acabó en el suelo. A Anna no le importó quedar desnuda. El deseo había superado la modestia o la posible vergüenza, y lo único que esperaba ahora era que él se desnudara para que ya no hubiera más ropa entre ambos. Stefan irradiaba un calor intenso, como un felino, y sus movimientos eran igual de fluidos y poderosos. Recostó a Anna sobre la cama con extraordinaria facilidad, demostrando la misma fuerza que en la recepción, y como aún seguía vestido, ella misma comenzó a desabotonarle la chaqueta. Entonces el hombre aferró sus manos y la miró a los ojos. Parecía buscar algo en el rostro de la joven, porque su expresión era atenta y muy seria. Ella se limitó a devolverle la mirada. Ya no estaba para desafíos ni juegos mentales; en ese instante sólo quería descubrir qué más podía hacer con su cuerpo, llevar la situación hasta el final y no perderse nada. Estaba muy consciente del roce de las caderas de Stefan contra las suyas, de la presión en sus senos, de los latidos acelerados de su corazón.

Con un gesto similar a la decepción, Stefan le soltó las manos y besó el hueco entre sus clavículas a la vez que aferraba su cintura. Luego la besó en los pechos, en el vientre, en la cara interna de los muslos. Anna cerró los ojos una vez más. Él tardó en regresar a sus labios, y una vez en ellos no paró de besarla al tiempo que sus dedos volvían a tocarla entre las piernas, ahora en el centro mismo de sus partes femeninas. ¿Acaso él no iba a poseerla esa noche? Ella misma solía acariciarse ahí de vez en cuando, sabía lo que pasaba después de un rato. Y sin embargo... nunca se había imaginado a un hombre haciéndole aquello. Era la diferencia entre estar de pie en un risco, embriagada por el viento y la altura, y lo que debía de sentir un pájaro al echarse a volar desde ese mismo sitio. Se aferró a la espalda de Stefan mientras el placer crecía dentro de ella, y le devolvió cada beso hasta que su cuerpo se estremeció. Él dejó de besarla un momento para verla de nuevo a los ojos. Ella trató de decir algo, pero se había quedado sin aliento. Stefan se desabotonó la chaqueta. Anna lo ayudó con eso, y también con la camisa y los pantalones. Ahí estaba el origen de su fuerza, pensó ella: un cuerpo joven y atlético, firme y sano. Atractivo. No pudo evitar recorrerlo con las manos así como él había explorado el cuerpo de ella, pero Stefan, mostrando ahora algo de impaciencia, volvió a empujarla sobre la cama. Reanudó los besos y las caricias, y poco a poco separó las piernas de Anna. Presionó dentro de ella con suavidad, para no causarle dolor, y luego se movió hacia arriba y abajo, arriba y abajo, encendiendo de nuevo el deseo de la joven. Las barreras entre ellos habían desaparecido, el contacto era pleno y los cuerpos de ambos parecían estar en sincronía como la brisa en los árboles. Stefan iba cada vez más rápido, llenando el espacio en el interior de Anna, y ella vio en su expresión cuánto había esperado para llegar a ese momento. Él no la estaba poseyendo, se estaba entregando, y quizás no lo supiera. Anna lo rodeó con sus piernas, lo besó en la boca, le acarició la espalda y la nuca con ambas manos, aceptando la ofrenda. Stefan llegó a su propio clímax, pero logró mantenerse en ella un poco más hasta que Anna lo alcanzó. El hombre, quien recién ahora tenía la respiración agitada, se recostó junto a su esposa sin apartarse del todo, apoyando la cara y los labios contra el cuello y el pelo suave de la joven. Ella tomó una de sus manos, que tanta satisfacción le habían dado, y la mantuvo sobre su estómago. Se quedaron en esa posición hasta que él se rindió al sueño. Había sido un día muy largo, después de todo.

Anna permaneció despierta otro rato. Pensaba que el matrimonio iría sobre ruedas si había más noches como ésa. Pensaba que, tal vez, podría llegar a simpatizar de verdad con su marido. Y también pensaba que le gustaba mucho esa parte de sí misma que recién ahora se abría en ella como una flor roja y orgullosa, resistente a las lluvias del verano. Sí, estaba segura de que las cosas saldrían mejor de lo planeado...

CAPÍTULO 5

La primera semana después de la boda se le pasó volando. No era mucho lo que hacía en las horas diurnas, pero se mantenía entretenida hasta la puesta del sol y por las noches dormía como un bebé, ya fuera en su cama o la de Stefan. Sólo una vez no habían hecho el amor, cuando él llegó tarde por unos compromisos en el valle y no quiso despertarla. Anna se preguntaba a veces quién le habría enseñado a complacer a una mujer en la cama. ¿Una prostituta, una simple amante o una combinación de ambas? Sin embargo, no pidió detalles, de la misma forma que no había tratado de saber más acerca de su difunta madre. Prefería dejar las cosas tal como estaban. ¿Por qué iba a molestarle no ser la primera, si las consecuencias eran favorables?

Ella y su esposo no hablaban mucho. Stefan salía a menudo a administrar sus tierras y negocios, y Anna ocupaba las tardes paseando por los terrenos del castillo. Se había dado el gusto de caminar descalza por el lago. Cada tanto alimentaba a las aves o veía jugar a los perros, que medían sus fuerzas como gladiadores. Miraba los cambios que producía la luz en el paisaje, y otras veces... otras veces se sentaba durante horas junto a los portones secundarios del muro, esperando ver algo interesante. Diversos animales habían desfilado ante sus ojos, algunos asustados, otros indiferentes al darse cuenta de que ella no podía alcanzarlos. Las ardillas iban y venían, atravesando el muro por medio de los árboles a pesar de que la distancia entre ellos era bastante larga. Anna veía a las ágiles criaturas saltar sobre su cabeza y esto le provocaba una sonrisa... y también algo de envidia.

Seguía sin ver a los lobos, aunque había vuelto a escucharlos en alguna otra ocasión. Ahora podía distinguir sus voces. Si era de noche y estaba con Stefan, percibía la tensión en el cuerpo de su marido, pero nunca le hacía comentario alguno. ¿Para qué perturbarlo en el mejor momento del día, cuando podía involucrarse con él en formas mucho más placenteras? La hora del almuerzo era más adecuada para las pullas, aunque él no se dejaba provocar con tanta facilidad. En sus ojos aparecían chispas de fastidio, pero el hombre contraatacaba con ingenio y elegancia, como si aquello fuera un deporte. Quizás lo tomara así, no obstante. Nunca demostraba enfado en la cama ni trataba de humillarla en forma alguna, sino que la ponía a su altura y respetaba su personalidad. Anna sabía que otros maridos la habrían castigado por su atrevimiento.

En la mañana del octavo día, estando ella en alguna parte del jardín, su esposo fue a buscarla.

—Desayunamos juntos hace media hora —dijo Anna—. ¿No puedes pasar tanto tiempo sin mí?

—En realidad tengo cosas que hacer, pero acaba de llegar algo que compré para ti y quiero que lo veas antes de que suba a mi estudio. Acompáñame. Es un regalo.

—Ahora sí has picado mi curiosidad, querido. ¿Un regalo? ¿Por qué motivo?

—Digamos que... por haber superado mis expectativas.

—Qué halagador. Gracias —dijo Anna, caminando junto a su esposo hacia otra parte del jardín. Allí, en medio del claro, estaba Otto, sujetando por las bridas a un caballo. La joven se detuvo.

Aquel animal era la criatura más hermosa que Anna hubiera visto en su vida, lo cual no era poca cosa ya que todos los caballos de Stefan parecían obras de arte vivientes. Tenía el pelo blanco salpicado de manchones grises en las ancas, una larga cola plumosa que casi llegaba al suelo, y crines también largas y espesas que se derramaban sobre su frente, enmarcando unos ojos castaños y expresivos. Al igual que los demás caballos en la propiedad, era robusto y de patas anchas y peludas. En esos momentos arañaba el pasto con uno de sus cascos grises. Detrás de Anna, su marido explicó:

—Otto me dijo que mostraste interés en mis caballos, y en aprender a cabalgar. Entonces me puse a buscar, y cuando vi este semental pensé que sería perfecto para ti. Tiene cuatro años. Se llama Blitz, pero no por el color sino porque es muy veloz para su tamaño, según su dueño anterior. Ese hombre también me advirtió sobre su carácter, aunque supongo que no será un problema para ti, ya que no te dejas intimidar.

—Me alegra que no hayas olvidado mis palabras.

—¿Cómo podría, esposa de mi corazón? Las dijiste con particular fiereza.

Los labios de Anna formaron una media sonrisa. Dio unos pasos hacia el caballo como Otto le había enseñado dos días atrás, despacio y sin mirar al animal de frente para no asustarlo, y dejó que la bestia olfateara su mano antes de soplarle en la nariz. Luego le acarició la frente por debajo de las crines. El animal no se relajó; estaba tenso, pero no de miedo sino por toda la energía almacenada. Al parecer tenía ganas de correr un poco.

—¿Te gusta o no? —inquirió Stefan.

Anna miró a su esposo. La expresión del hombre no era ansiosa, pero sí había en ella un deseo genuino de hacerla feliz, y la joven se sintió algo incómoda por no haber pensado en hacerle a él un obsequio.

—Es precioso. Me gusta mucho, gracias —respondió ella, tratando de reflejar en su voz que el agradecimiento era sincero. Stefan sonrió e hizo un gesto con la cabeza.

—Excelente. Me alegra que te parezca bien el regalo. Y si de verdad quieres aprender a cabalgar, haré venir a un instructor mañana mismo.

—Eso también lo agradecería.

—Envía a tu criada esta tarde a comprar la ropa adecuada, entonces. Y que sea de buena calidad, porque estoy seguro de que Blitz va a zarandearte mucho.

—¿No te preocupa que me haga daño?

—Para nada. Tú también tienes carácter. Os llevaréis bien, como nosotros dos. —Esto último era una especie de broma, pero Anna no le hizo caso—. Bien, tengo que irme. Nos vemos en el almuerzo, querida.

—Hasta luego.

Stefan se marchó a paso vivo. No solía caminar así antes de la boda, observó Anna; por ese entonces era más formal, más reposado. Pero ella también había cambiado, ¿cierto? ¿O sería que cada uno tenía cierta influencia sobre el otro? Como si hubiera adivinado sus pensamientos, Otto dijo:

—Hace mucho que no veía al barón tan contento.

—¿Usted cree?

—Nunca fue un joven muy alegre, en realidad. Pensé que estaría mejor después de morir su tío, pero recién ahora está progresando.

—Oh. Qué interesante —dijo Anna. Aquello la intrigaba, pero no iba a analizar el comportamiento de Stefan con un caballerizo—. Otto, me gustaría ver correr a Blitz. Llevémoslo al lago.

El hombre asintió y no dijo nada más. Fueron hasta el lago y Blitz corrió sobre el agua, y era verdad que parecía un relámpago. Anna lo alimentó por primera vez con unas frutas, y tuvo la certeza de que ella y el animal terminarían siendo muy buenos amigos.

Stefan cumplió su promesa. El instructor de equitación llegó a la hora convenida, y la joven no tardó en descubrir que montar a caballo era menos fácil y más doloroso de lo que había esperado. Esa noche se fue a la cama hecha trizas a pesar del baño caliente. Stefan se burló un poco de ella, pero luego tuvo la gentileza de masajear su espalda y sus miembros entumecidos. El hombre era muy hábil para eso también. Anna se quedó dormida en sus brazos y él se fue a su propia cama para dejarla descansar.

Las siguientes clases también fueron complicadas, lo cual no era de extrañarse porque Blitz pesaba diez veces más que ella y no había manera de que Anna lo dominara por la fuerza. «Todo está en la voluntad», le repetía el instructor, hasta que ella asimiló la lección y consiguió ponerla en práctica. Tenía que ser una con el animal. Tenía que transmitirle sus deseos con cada movimiento de su pequeño cuerpo, de tal modo que el caballo reaccionara sin un gran esfuerzo para su jinete. Anna le hizo comprender a Blitz que eran un equipo y que debían confiar uno en el otro, y finalmente galoparon juntos como si hubieran nacido para ello. Al animal le gustaba tanto correr que con el tiempo empezó a saludar a su dueña con relinchos de entusiasmo.

Durante esas tardes que Anna pasaba con el caballo, a veces notaba que Stefan tenía la mirada puesta en ella desde alguna ventana. ¿Era orgullo lo que había en su cara? Tal vez. Anna estaba muy orgullosa de sí misma, al menos, y todo ese ejercicio le sentaba de maravilla. Siempre había sido esbelta, pero ahora tenía los músculos firmes bajo la piel y se sentía ágil y fuerte. Algunas noches era ella quien dejaba a Stefan sin aliento en la cama.

En sus cabalgatas, a menudo bordeaba el muro de la propiedad. Sólo entonces le costaba un poco más controlar a su caballo, porque la visión del bosque a través de los portones lo ponía nervioso. Tal vez sintiera el olor de los lobos, o quizás él también escuchara los aullidos en la oscuridad del establo. Aun así, ella se moría de ganas por salir con Blitz y dar una vuelta por el bosque. ¿Qué animal se atrevería a molestarla sobre el enorme caballo? Y seguramente sería más rápido que los lobos, a los que también podría aplastar con sus cascos provistos de gruesas herraduras.

En esas ocasiones, Anna regresaba al castillo sintiéndose algo frustrada. No se lo decía a Stefan porque de nada le serviría; el hombre incluso se agitaba en sueños cuando sonaban los aullidos, por lo que no se dejaría convencer de ninguna manera.

Una noche en la que Amalie estaba con ella, peinándola, Anna preguntó en voz baja:

—¿Sabes si sólo el barón tiene las llaves de los portones pequeños del muro?

Amalie parpadeó. Parecía como si no hubiera entendido la pregunta, pero luego sus ojos se enfocaron y respondió:

—Yo... no lo sé, baronesa. No llevo mucho tiempo aquí. Pero debería haber más de un juego de llaves, ¿no?

—Sería lo lógico. —Anna suspiró, decepcionada.

—¿Quiere salir al bosque? Yo no me atrevería. Dicen que es muy peligroso.

—Me gustaría echar un vistazo, nada más. Y soy la baronesa. Yo también debería tener un juego de llaves.

¿Qué estaba haciendo? Acababa de admitir ante una sirvienta que no tenía el dominio completo de su propio castillo. Por Dios, qué humillante. Además, ¿qué podía saber esa chica, si era como un ratón? Entonces Amalie la sorprendió al decir:

—Podría... podría tratar de conseguirle unas llaves, si hay más de una copia. Podría... no sé, vigilar hasta que alguien las use.

—¿Y por qué harías eso, Amalie?

La chica se encogió de hombros. Tenía una expresión algo triste, con algunos mechones de pelo lacio y fino cayendo sobre su cara.

—Usted y la señora Hoffman han sido buenas conmigo —susurró Amalie—. Me fui de casa porque mi madre me pegaba, y mi padre... en fin, no importa. La cocinera siempre me grita. Dice que soy estúpida. Todos creen que soy estúpida.

—Yo no creo que seas estúpida —mintió Anna, sintiéndose horriblemente culpable—. Escucha: si prometes guardar el secreto y me consigues esas llaves, o por lo menos me dices quién las tiene, te regalaré algo muy bonito, lo que quieras. Y les prohibiré a todos que te traten mal, ¿de acuerdo? Eres una buena chica, nadie debería gritarte ni hacerte sentir inferior.

Amalie sonrió. No era mucho más joven que Anna, pero en ese instante no aparentaba más de doce años, inocente y frágil a pesar del maltrato. Anna le sonrió a su vez como si fuera su hermana mayor.

—Gracias, baronesa —dijo la chica—. Veré qué puedo hacer. Me alegra que haya venido aquí.

—A mí también me alegra estar aquí, Amalie. ¿Sabes qué? Es tarde. Vete a dormir, yo terminaré de peinarme sola. Que duermas bien.

—Gracias. Buenas noches, baronesa.

La sirvienta se marchó, todavía sonriendo y caminando más derecha, igual que una niña pobre a la que su madre le hubiera dicho que parecía una princesa.

Anna tomó el cepillo y recogió su largo cabello en una trenza al costado. Luego cerró los ojos y prestó atención a lo que escuchaba: el roce del viento en el techo, los sonidos propios del castillo... y el silencio en la habitación de Stefan. Él aún debía de estar abajo, ocupado en sus aburridos asuntos administrativos, y la joven no pudo menos que hacer una mueca. ¿Por qué era todo eso tan importante como para mantenerlo despierto hasta tarde? Anna ya sabía lo que hacía él con su fortuna: comprar más tierras, sumar barcos mercantes a su flota, negociar con otros nobles locales y extranjeros. El dinero iba y venía... y luego se diluía, salvo el que Stefan invertía en el mantenimiento de sus propiedades. Toda la gente que dependía de él se beneficiaba de su riqueza, pero él guardaba muy poco para sí mismo exceptuando la gratitud de esas personas. Sin embargo, Anna tenía la fuerte impresión de que no ayudaba a otros por la bondad de su corazón, sino para compensar un vacío muy profundo en su interior. Pues bien, a ella le daba igual que su marido fuera tan burgués... pero no estaba dispuesta a esperarlo toda la noche. Que luego no se quejara si la encontraba dormida.

Anna se metió en la cama y no tardó en conciliar el sueño. Al principio había oscuridad a su alrededor, luego el brillo de la luna, y de pronto estaba a lomos de Blitz, cabalgando entre los árboles. Cabalgando en el bosque. Ya no había un muro delante de ella, sólo millas y más millas cuadradas de terreno salvaje y puro. La falta de actividad humana era allí tan evidente que la joven se sintió como una intrusa, pero al mismo tiempo como una pionera, igual que los primeros conquistadores de América. El caballo sorteaba los obstáculos sin disminuir la velocidad, increíblemente ligero para su peso, y Anna se apretó contra él a pesar de que sus crines le azotaban la cara. Su propio cabello ondeaba suelto detrás de ella, y a la joven no le importó saber que acabaría sucio y enredado. Aquella sensación de libertad era intoxicante, mucho mejor que el vino, incluso mejor que la intimidad con su esposo. Iba montando a pelo, a horcajadas, y los flancos del caballo raspaban sus muslos, pero Anna simplemente clavó sus talones en el animal para sujetarse mejor y continuó avanzando de camino a alguna parte. El animal le contagiaba su vigor a través de la piel. Anna no estaba desnuda, pero sólo la cubría un vestido muy ligero que no la protegía mucho del aire fresco. Por suerte, el caballo también le contagiaba su calor, y ella misma se sentía como si ardiera por dentro. El animal resoplaba; la joven reía para sí.

Sin previo aviso, Blitz empezó a corcovear y Anna salió disparada de su lomo en una curva que terminó violentamente contra un árbol. El impacto la dejó aturdida y ciega por un momento, hasta que al fin logró levantarse. El caballo había enloquecido: se retorcía con unos movimientos imposibles para un equino, y los sonidos que salían de su garganta eran penetrantes y espantosos. Anna se cubrió los oídos, apretándose contra el árbol y temiendo que Blitz se arrojara contra ella y la aplastara como a un insecto. Entonces el animal cambió de forma. Se estaba haciendo más pequeño, más flexible; los cascos se dividieron en dedos con uñas largas, las crines desaparecieron, los pelos de su cola se acortaron. El caballo se volvió un enorme lobo gris, que clavó en ella unos ojos amarillos y fosforescentes. Ahora la joven deseaba escapar, pero descubrió que su cuerpo no le respondía; estaba paralizada, tiesa como el árbol a sus espaldas, indefensa. El sudor le corría por la frente y el cuerpo... pero no gritó de miedo, pues no era miedo lo que sentía. ¿Cómo era posible? El lobo tenía la boca abierta, dejando ver sus largos colmillos, y sus ojos reflejaban un poder sobrenatural; aun así, había en ella algo más fuerte que el temor. Tal vez fuera el instinto de supervivencia, o una especie de valor irracional ante la muerte. Como fuera, esto rompió la parálisis y Anna se apartó del árbol, aproximándose al lobo que también avanzaba hacia ella. Los ojos de la bestia se rodearon de oscuridad, y la oscuridad avanzó por el resto de su pelaje hasta que el lobo entero se volvió negro como el carbón. El animal gruñó y saltó sobre ella...

Anna despertó de golpe, con un movimiento tan brusco que apartó las sábanas de ella hasta su cintura. Tenía la respiración agitada pero, a diferencia del sueño, su cuerpo estaba seco. Se frotó la cara. ¿Qué había sido eso? Ella no solía recordar sus sueños, y por lo general tampoco eran tan vívidos.

Se giró en la cama y miró hacia la ventana, donde el resplandor de la luna y las estrellas apenas si se filtraba por una rendija entre las cortinas. Escuchó los aullidos en el bosque, esta vez formando un coro, y la joven decidió que ni siquiera un sueño escalofriante iba a lograr que la espantaran. Se levantó de la cama, por lo tanto, y abrió las cortinas de un tirón, y luego abrió también la ventana para que toda la esencia del bosque se colara en su dormitorio. Ah, así estaba mejor. Anna pensó que le gustaba no sentir miedo; claro que nunca había tenido razones para temer, pero había supuesto que, al hallarse en una situación de riesgo o frente a algo desconocido, se asustaría como todos los demás. Que no fuera así le resultaba... emocionante.

La puerta que daba al dormitorio de Stefan continuaba cerrada. Él ya debía de estar ahí, pero se había abstenido de ir con ella. Bien, que hiciera lo que le diera la gana; ella no dependía de él. Anna volvió a la cama y, sin taparse siquiera los pies, volvió a quedarse dormida, con los aullidos de los lobos sonando en sus oídos como una canción de cuna.

CAPÍTULO 6

Era un día gris y húmedo. Se veía un poco de niebla en los árboles, como un manto blanquecino por donde asomaban unos picos de color verde oscuro. Aun así, Anna ensilló a Blitz ella sola, pensando que a los dos les vendría bien el ejercicio a pesar del clima poco favorable.

—¿Te importa si te acompaño? —dijo Stefan a sus espaldas. La joven se dio vuelta para mirarlo. Él también iba vestido para cabalgar, con finas ropas de cuero que le daban un aspecto deportivo pero elegante. Ella, sin embargo, sintió un pinchazo de fastidio que procuró disimular; se había acostumbrado a salir sola, y aquella solicitud imprevista no era exactamente bienvenida. Pero Stefan era su marido y le había comprado el caballo, y por lo tanto sería una gran falta de educación decirle que no. Fingiendo una sonrisa, Anna contestó:

—Por mí está bien, pero tu caballo tendrá que llevarle el paso al mío. Blitz adora galopar.

—Si es tu única condición, por mí no hay problema.

Anna esperó mientras su esposo ensillaba a su animal favorito, un brioso semental marrón con crines y cola negras. Mientras hacía esto, cada tanto miraba de soslayo a la joven, sin molestarse en esconder su admiración. ¿Y por qué no iba a sentirse atraído por ella? Anna también se veía elegante con su atuendo de amazona, y aunque el bronceado se considerara de mal gusto entre las damas de la nobleza, en ella realzaba su sangre española y el color de sus ojos, tan similar al de los árboles que rodeaban el castillo.

Stefan y Anna salieron juntos del establo... y ella espoleó a Blitz para dejar a su marido atrás. Era un castigo y un desafío a la vez, pero él también hizo galopar a su caballo, y aunque éste no superaba en velocidad al de la joven, su jinete tenía más experiencia. Pronto estuvieron lado a lado de nuevo, y la expresión de triunfo de su marido le daba tanto brillo a sus ojos que Anna no consiguió enfadarse con él. En lugar de eso, aminoró el paso y le dijo:

—Eres bueno. ¿Por qué no me enseñaste tú a cabalgar en lugar de pagar un instructor?

—¿Habrías preferido eso?

—No, pero...

—Es lo que imaginé. Eres demasiado orgullosa, se me ocurrió que no te gustaría que te viera montar hasta que fueras una experta. Por supuesto, no podía aplicar ese mismo criterio en la cama. Esas lecciones tenía que dártelas personalmente.

—Qué gracioso, barón von Haller —replicó ella entre dientes.

—Oh, no te pongas así, sólo trato de hacer conversación.

Estaban en algún sitio bajo los pinos. La humedad ambiental hacía que el aire oliera más fuerte que de costumbre, como si parte del bosque se hubiera infiltrado en los terrenos del castillo.

—Pues si quieres hablar —replicó ella al fin—, podrías contarme algo sobre ti. No me has dicho nada acerca de tu familia, por ejemplo.

La mirada de Stefan se ensombreció.

—Es que no hay mucho para decir. Mis padres murieron cuando yo tenía cinco años. Su carruaje se despeñó en una avalancha. Entonces vine aquí a vivir con mi tío, el hermano de mi padre. La esposa de él también había muerto, por una enfermedad, y a falta de otros parientes más cercanos, me convertí en su heredero. Eso es todo.

—Lamento lo de tus padres. ¿Te criaste como hijo único, entonces?

—Algo así.

—¿Y con quién jugabas de niño?

—No jugaba mucho. Mi tío era muy estricto, él insistía en que yo pasara las horas estudiando o recorriendo sus propiedades con él. Me enseñó la importancia de nuestra herencia.

—No parece una infancia muy divertida —comentó ella, pensando a la vez que esa historia explicaba bastante bien el carácter de su marido.

—La verdad, no solía pensar en eso. ¿Tu infancia fue más divertida que la mía?

—No lo sé. Yo también tenía mis horas de estudio. Mi padre me regaló una casa de muñecas, pero nunca jugué mucho con ella. Prefería escabullirme en las reuniones de los adultos y escuchar sus conversaciones. Las de los caballeros. Las damas sólo hablaban de vestidos y fiestas, pero los amigos de mi padre compartían anécdotas de la guerra.

—Qué apropiado para una niña —dijo Stefan, riendo a medias—. Pero no me sorprende en absoluto.

—¿Cuándo hiciste construir el muro? ¿Después de que murió tu tío?

Él volvió a recuperar la seriedad.

—¿Qué más da? —respondió—. Ahí se va a quedar mientras yo viva.

—Es simple curiosidad.

—Cuando te conocí, no me pareció que fueras tan curiosa.

Stefan hizo trotar a su caballo, y esta vez fue Anna quien tuvo que seguirlo para ponerse a su lado.

—Pues a mí tampoco me pareció que fueras tan endemoniadamente sensible cuando hablamos por primera vez —dijo ella—. Sólo te hice una simple pregunta sobre el muro. No la contestes si no quieres; buscaré a alguien más que me responda.

—Lo siento, no pretendía ser descortés. Ya sabes que los lobos del bosque...

—Te ponen los pelos de punta, sí, me he dado cuenta.

—Ah, lo dices como si yo estuviera loco. Espero que nunca tengas que comprobar por ti misma la verdad de mis palabras. Cambiando de tema, lamento no haberte acompañado anoche. Ya estabas dormida cuando subí.

—Eso supuse.

—Pero me quedé observándote un buen rato en la oscuridad. Te veías muy hermosa... e inocente. Como si no fueras capaz de hacer las cosas que haces cuando estamos en el mismo lecho. A veces me pregunto si realmente las aprendiste de mí o las sabías de antes.

—Eso que acabas de decir es inapropiado y vulgar.

—¿Y desde cuándo te preocupas por esas cosas, tú, que preferías escuchar anécdotas de guerra en lugar de jugar con tus muñecas?

Anna soltó un bufido y volvió a adelantar a su esposo, a pesar de que Blitz protestó como si no entendiera todos esos cambios de marcha repentinos. Stefan la alcanzó de nuevo, y puso a su caballo frente al de Anna para obligarla a frenar.

—De acuerdo, lo siento, me excedí —se disculpó el hombre—. Pero tengo una pregunta muy razonable para ti: ¿te sientes a gusto en mi castillo, y con nuestro matrimonio?

—¿De verdad quieres saberlo? ¿Acaso te importa que yo sea feliz? Dijiste que las esposas sólo estamos para cumplir con nuestros deberes y parir un hijo cada año. ¿Tratas de averiguar si ya estoy embarazada?

Stefan, visiblemente airado, hizo andar a su caballo hasta que llegó junto a su esposa; entonces alargó una mano para sujetarla por la cara y atraerla hacia él, inclinándose a su vez hasta que logró besarla con fuerza en la boca. Ella se lo permitió unos segundos a causa de la sorpresa, pero luego apartó al hombre de sí, haciéndole perder el equilibrio sobre su montura. Mientras él recuperaba el balance, Anna obligó a su caballo a galopar a toda velocidad, y tras dejar a Blitz en el establo, a cargo de Otto, entró rápidamente al castillo. Estaba enojada con Stefan por haberla acompañado, por ocultarle información, por ese beso repentino que la había hecho estremecerse; y, sobre todo, estaba enojada porque su enojo no era del todo real. ¿Cómo podía gustarle que su marido la sacara de quicio a propósito? A ella la habían educado de otra manera, y durante años había valorado su carácter apático, pero las cosas habían cambiado para siempre. Ya no tenía un refugio.

Ludovika no tardó en prepararle el baño. Una vez en el agua, rodeada por el calor, el perfume del jabón y la suave espuma blanca, Anna contestó en su mente la pregunta de Stefan: sí, estaba a gusto con el castillo y su matrimonio. ¿Y por qué no? Cuando miraba hacia atrás, su vida de soltera se le antojaba muy tediosa y vacía.

Anna salió de la bañera sintiéndose limpia y renovada. Ludovika la envolvió en unas toallas esponjosas y luego le dijo que esperara un momento, pues había olvidado sus zapatillas en la otra habitación. La joven aprovechó para secar su cabellera empapada.

No estaba mirando cuando la puerta se abrió de nuevo, pero supo por el sonido de los pasos que no se trataba de Ludovika. Era Stefan. Sostenía en su diestra las zapatillas de Anna, que dejó caer al suelo de cualquier manera. El rostro del hombre estaba tenso, sus ojos se veían más oscuros por las pupilas dilatadas y miraba a la joven como una persona sedienta a un arroyo. Dio tres pasos hacia ella y la tomó en sus brazos, apretándola contra él por encima de las toallas y besándola con el mismo ardor que afuera del castillo. Avanzó hasta llevarla contra la pared, y sin dejar de besarla le quitó las toallas de un tirón. Anna no se lo impidió. Las manos de Stefan recorrieron su cuerpo desnudo y húmedo, sabiendo dónde tocar para excitarla, y sólo se detuvieron unos segundos para abrir los pantalones a fin de que él pudiese penetrarla, todavía de pie y contra la pared. El hombre la sostenía por las nalgas y los muslos, y ella a su vez le pasó los brazos por los hombros y lo rodeó con sus piernas, siguiéndole el ritmo sin perder un aliento. Stefan la recostó en el piso unos minutos después, donde le sujetó las manos por encima de los hombros mientras seguía penetrándola con una rudeza que nunca antes había empleado en ella, haciéndola sentir una mezcla de dolor y placer. Anna se permitió esta vez gemir contra el cuello de Stefan, quien tenía los labios pegados al de ella de tal forma que la joven percibía el calor de su respiración. Trató de soltarse al final, empujando con sus brazos y piernas, pero el hombre no se lo permitió. El forcejeo los llevó a ambos al éxtasis.

Un poco más tarde, y sin soltar aún sus manos, Stefan la miró a la cara y dijo:

—No me contestaste allá afuera. ¿Estás a gusto conmigo o no?

—¿Solías hacerle esa pregunta a las mujeres que tuviste antes que a mí?

—¡Maldita seas, Anna!

Stefan se levantó de golpe, subió sus pantalones y se marchó dando un portazo. Anna recuperó las toallas y terminó de secarse, aunque las manos le temblaban un poco y su corazón seguía latiendo con rapidez. Cuando al fin apareció Ludovika, la sonrisa de la joven aún persistía en sus labios.

Esa misma tarde, poco antes de la cena, Amalie fue a su dormitorio. La pobre se veía tan nerviosa como si acabara de cometer un crimen, e incluso caminaba igual que un gatito asustado.

—¿Qué sucede, muchacha? —le preguntó Anna. Ojalá Ludovika no entrara en ese momento, o se daría cuenta de que algo estaba fuera de lugar.

Amalie extendió una mano cerrada. Anna extendió la suya, y la criada depositó en su palma una pesada llave de hierro.

—Es del portón frente a la montaña —susurró Amalie—. La tenía el ama de llaves. Eran muchas llaves, no creo que eche ésta de menos. Si usted manda hacer una copia, podré devolverla sin que lo note.

Anna sonrió. Una oleada de emoción nació en su pecho y se extendió al resto de su cuerpo, erizando los pelillos de sus brazos.

—Bien hecho, Amalie —susurró la joven a su vez—. Bien hecho. Excelente. Sabía que lo conseguirías. Ahora cálmate, por el amor del cielo, que parece como si fueras a estallar. Tranquilízate. Te compré un vestido muy bonito. Ludovika te lo llevará mañana.

—¿De verdad, baronesa? ¡Gracias! Es usted tan buena...

—No digas más, querida. Regresa abajo y no te preocupes. Nadie sabrá lo que hiciste. Yo guardaré tu secreto y tú guardarás el mío.

Amalie asintió y se fue de la habitación con una actitud mucho más feliz. Anna cerró sus dedos en torno a la llave, asimilando su textura y su peso. ¡Por fin! Ahora nada le impediría echar una mirada al bosque y apreciar sus encantos. De pronto se sentía como si el mundo entero fuera suyo.

Anna ocultó la llave en un compartimiento secreto de su joyero. Nadie la encontraría ahí, ni siquiera Ludovika, y la próxima vez que bajara al valle le haría una copia, la cual le pertenecería por completo.

Se miró al espejo una última vez antes de dirigirse al comedor. Estaba bellísima, radiante. Ojalá Stefan pensara que era por el encuentro en el baño, porque si llegaba a intuir que ella le ocultaba algo... No debía averiguar jamás su secreto; o, como mínimo, no debía averiguarlo antes de que ella tuviera la oportunidad de conocer el bosque y saturarse de él.

Su marido ya estaba en el comedor, esperándola pero sin dar señales de ello, poniendo más bien una máscara de indiferencia. Anna también se comportó como si no se hubieran apaleado uno al otro verbalmente dos veces en una misma tarde, sonriendo a menudo y guardando silencio la mayor parte del tiempo. Ella comió igual que siempre, pero no pasó por alto que Stefan dejó todos los platos por la mitad. Era gracioso cómo trataba de no mirarla, pensó la joven, y sin embargo resultaba obvio que él estaba pendiente de todos sus movimientos, quizás hasta del sonido de su respiración.

Cuando ella terminó de comer, dijo un simple «buenas noches» y subió a su dormitorio, preguntándose qué haría Stefan. No tardó en saberlo. Apenas Ludovika la dejó sola, él entró a su habitación y caminó hacia ella para tomarla de una mano con suavidad. Llevó esa mano hasta sus labios y la besó en el dorso y la palma.

—Quédate en mi cama esta noche —dijo él. No era una orden ni una súplica; más bien sonaba como un ofrecimiento de paz. Anna no respondió. Le devolvió a Stefan su mirada neutra, y poco a poco él se acercó para besarla en los labios, acariciándole la espalda con la mano libre en un lento recorrido hacia abajo que acabó en sus nalgas. La suavidad se mantenía en su toque y ella le respondió de igual manera, hasta que él comenzó a llevarla poco a poco a su propia habitación. Anna avanzó con Stefan, desvistiéndolo por el camino. No parecía el mismo hombre que la había poseído en el suelo del baño esa misma tarde; la brusquedad había dejado paso a la ternura, y la joven acabó por entender que todos esos cambios de humor se debían a que ella tenía un fuerte dominio sobre su esposo. Seguramente ocupaba sus pensamientos la mayor parte del día, y para un hombre como él, que solía dar órdenes en lugar de recibirlas, aquello debía de resultarle enloquecedor. Ya bastante le perturbaba no tener a los lobos bajo control.

Stefan tendió a la joven en su cama, midiendo sus fuerzas en todo momento para no herirla. También se tomó el tiempo que no se había tomado en el baño, quitándose hasta la última prenda de ropa. La unión entre ellos fue esta vez como la de dos aves planeando en círculos entre las nubes, con un roce delicado de plumas. Siguieron así incluso después de separarse, ya que Stefan continuó besándola en todo el cuerpo y ella oprimió el de él con sus dedos, apreciando la firmeza de la piel y los músculos. Cuando se cansaron al fin del juego, Anna permaneció de espaldas contra su marido, disfrutando de su tibieza, y él mantuvo una mano sobre ella para acariciarle la cintura y el muslo de ese lado.

—No eres lo que esperaba cuando decidí casarme contigo —dijo él en algún momento.

—¿Y eso te parece mal?

—No.

Se quedaron callados el resto de la noche. Stefan no repitió la pregunta que había hecho más temprano, y Anna resolvió dejarlo con la duda. Había valido la pena, al fin y al cabo; no creía que Stefan volviera a descuidarla en favor de su trabajo.

La joven se durmió. Soñó que estaba frente al portón con la llave en la mano, a punto de meterla en la cerradura. Una sensación de frío recorría su espalda, excitación pura e incontrolable. Del otro lado, los aullidos parecían voces llamándola una y otra vez. Anna usó la llave... y el sueño se desvaneció en un mar de oscuridad.

CAPÍTULO 7

El carruaje esperaba afuera, ya con los baúles cargados y el cochero en su sitio. Anna acompañó a Stefan para despedirse de él, manteniendo la calma por fuera a pesar de las emociones que bullían en su interior. Junto a la puerta del vehículo, Stefan se volteó hacia ella y la sujetó por los hombros, mirándola a los ojos con una mayor atención que de costumbre.

—¿Me echarás de menos? —preguntó el hombre.

—Dijiste que sólo estarías fuera dos semanas. No es mucho tiempo.

—Lo sé, pero... ¿aun así me extrañarás?

—No lo sé... Dependerá de qué tanto frío haga por las noches... y como ya estamos en verano...

Stefan chasqueó la lengua.

—Eres dura de roer, Anna querida. Pero ya me daré cuenta a mi regreso si me extrañaste o no. Lo veré en tus ojos.

—¿Acaso tú sí me echarás de menos?

Por toda respuesta, Stefan se inclinó hacia ella y le dio un corto beso en los labios. Titubeó al separarse, como si quisiera ofrecerle más que eso, pero el cochero y otros sirvientes los miraban. Además, ya había tenido la ocasión de saciarse la noche anterior, pues le había hecho el amor como si no fueran a verse en años.

—Aprovecharé para dormir más horas en tu ausencia, esposo mío. Que tengas un buen viaje.

—Gracias. Cuídate.

La última palabra sonó cargada de sinceridad, pero Anna la pasó por alto. Estaba pensando en su joyero, en la llave que éste ocultaba y en el portón que dicha llave abriría. Había esperado la mejor oportunidad para salir al bosque y por fin estaba a su alcance, pues evitar a los criados sería mucho más fácil que burlar a Stefan, ya que él solía vigilarla desde las ventanas por todo el castillo.

El hombre subió al carruaje de mala gana y miró a su joven esposa una vez más antes de decirle al cochero que arrancara. Anna alzó una mano; Stefan devolvió el gesto hasta que ambos dejaron de verse.

Sonriendo para sí, Anna volvió al castillo. Haría su primera escapada esa misma tarde, pensó. Y no correría peligro alguno, además, puesto que no había escuchado aullidos en varios días. Quizás los lobos hubieran cazado recientemente y no tuvieran hambre, o hasta era posible que ni siquiera se hallaran en las proximidades del castillo. El bosque era muy extenso.

No comió mucho en el almuerzo a causa del entusiasmo. La impaciencia se había apoderado de ella como cuando Blitz pasaba mucho tiempo en el establo por culpa de alguna tormenta; en tales ocasiones, el animal apenas si se aguantaba quieto mientras ella lo cepillaba, y cuando por fin regresaba el tiempo bueno, él salía disparado igual que el relámpago del que había tomado su nombre.

Llegó la tarde. Anna le pidió a Ludovika que la vistiera para cabalgar, apegándose a la rutina, y si la mujer notó algo diferente en el rostro de su ama, no dijo una sola palabra al respecto. Minutos después, con la llave bien guardada en un bolsillo, Anna se dirigió a los establos. Blitz asomó la cabeza al oír su voz, y ella lo acarició en la nariz y en la frente como sabía que al animal le gustaba.

—Creo que hoy viviremos una gran aventura —le susurró Anna al espléndido caballo—. Prepárate.

La joven ya no necesitaba apoyo de ninguna clase para montar. Sus piernas se habían fortalecido, y por lo tanto subió a lomos de Blitz con un mínimo esfuerzo. Ambos se hallaron muy pronto bajo los árboles, luego junto al muro, y finalmente llegaron al portón. Anna se bajó entonces para usar la llave por primera vez.

Una oleada de nerviosismo la sacudió en ese momento. ¿Y si Amalie se había equivocado de llave? ¿Y si la copia que ella había mandado hacer no encajaba en la cerradura? ¿Y si...? No. Ya era tarde para esas consideraciones. Estaba ahí, y si la llave servía o no, eso lo comprobaría en unos segundos.

El bosque y las montañas, con sus árboles de ramas oscuras y sus animales salvajes, aguardaban a que ella tomara una decisión. Conteniendo el aliento, Anna introdujo la llave en la cerradura y la giró. Hubo una fuerte resistencia al principio, pero luego algo chasqueó dentro del mecanismo y la resistencia desapareció. El portón se abrió con un ligero chirrido y Anna dejó escapar una exclamación. Detrás de ella, Blitz pateó el suelo, inquieto.

—Tranquilo. Todo está bien. Tú y yo sólo iremos a explorar un rato, amigo.

Anna sujetó al caballo por las riendas y tiró de él a través del portón. Blitz tenía los ollares dilatados y no parecía muy dispuesto a obedecer, pero la joven ya había aprendido a controlarlo con su voz y su fuerza de voluntad, de modo que el animal acabó por seguir sus órdenes. Una vez que ambos estuvieron fuera, Anna cerró el portón, guardó la llave en su bolsillo y volvió a montar a Blitz.

¡Lo había conseguido!, fue lo primero que pensó. ¡Estaba en el bosque! Por un momento se quedó allí, saboreando la victoria y sin saber qué dirección tomar, pero luego hizo andar al caballo junto al lado exterior del muro, reconociendo primero su nuevo territorio. Los árboles eran de la misma especie, el suelo se veía igual, pero aun así la diferencia era enorme, como si tuviera frente a ella a dos animales casi idénticos, uno doméstico y el otro salvaje; el primero buscaría afecto, mientras que el segundo no dudaría en morderle una mano. Podía sentirlo en el aire, incluso a tan corta distancia del muro. Además, los pájaros callaban al verla y algunos mamíferos diurnos se ocultaban de inmediato bajo tierra o entre las plantas. Anna dirigió a Blitz colina arriba, en línea recta y perpendicular al muro, así le sería fácil hallar el camino de vuelta. No planeaba ir muy lejos ni permanecer ahí mucho tiempo, no en esa primera aventura, pero poco a poco el encanto del bosque la sedujo, haciendo que perdiera el sentido del tiempo y la cautela. Dejó de mirar por dónde iba, y de igual manera tampoco prestó atención al miedo creciente de su caballo. Aquello era demasiado hermoso. Los rayos del sol se colaban entre los árboles, dando un resplandor casi mágico a todo lo que tocaban, y no había ninguna forma, textura o color que no llamara su atención de alguna manera. Ni el artista más habilidoso habría podido captar tantos detalles, especialmente por las sensaciones que despertaban esos elementos en el espíritu. ¿Así habían vivido los humanos en épocas antiguas? ¿Rodeados de tal esplendor natural? Con razón habían creído en dioses paganos; resultaba difícil pensar que un bosque como ése no poseyera sus propias deidades. Los nudos en la corteza parecían ojos y los susurros en las hojas parecían voces. Anna no se habría sorprendido si en ese instante hubieran aparecido hadas frente a ella, con cabelleras de plata y alas coloridas de mariposa. Tampoco se habría sorprendido de ver ogros o unicornios.

Ninguna criatura mítica salió a su encuentro... pero un joven lince vio llegar a Blitz y le gruñó mostrando sus afilados colmillos. El caballo, que ya estaba al borde del pánico, no pudo soportarlo más y echó a correr en otra dirección, mas no de regreso al castillo, sino zigzagueando entre los árboles como si el bosque fuera un laberinto del que deseaba escapar cuanto antes. Aceleró y frenó varias veces para no chocar con los troncos, indiferente al dolor que debían de producirle los tirones a las riendas.

—¡Blitz! ¡Ya basta! ¡Detente! —ordenó la joven, pero su caballo no respondía. Anna se sujetó con todas sus fuerzas. Estuvo a punto de caer en varias ocasiones, pero llegó a pensar que tarde o temprano el animal tendría que parar debido al cansancio. Sólo esperaba aguantar más que él, porque ella misma comenzaba a debilitarse. Si se desprendía del caballo a esa velocidad...

Una figura les bloqueó el paso al equino y su jinete. Blitz se encabritó, y en ese segundo de confusión, en el que Anna tuvo que emplear todos sus músculos para mantenerse sobre el animal, pareció que la figura era un lobo gris. Pero no se trataba de un lobo, porque estaba haciendo un gesto con sus brazos y además llevaba ropa.

Blitz retrocedió dos pasos sobre sus patas traseras, tambaleándose al borde del desastre, y volvió a apoyarse en las patas delanteras. La figura aprovechó para saltar hacia él y sujetarlo por las bridas. El caballo resoplaba y estaba cubierto de sudor, pero ya había empezado a calmarse.

Anna apartó de su frente los cabellos que se le habían soltado en la carrera. Su cuerpo temblaba por la tensión y el corazón le golpeteaba en el pecho a un ritmo trepidante, pero ella misma también comenzaba a relajarse. Mientras tanto, contempló a la figura de pie junto al caballo. Era un hombre, por supuesto, no un lobo. Había sido un error muy extraño por parte de la joven, y sólo se explicaba porque el desconocido, quien no debía pasar de los veinte años, tenía el cabello gris y los ojos de un sorprendente color ambarino. Llevaba un atuendo de cazador y por lo tanto iba armado; sin embargo, miraba a la joven con expresión atenta y algo risueña, esperando a que ella y su animal se recuperaran del susto. Ella consiguió decir:

—Gracias por la ayuda, señor. Me las habría arreglado de todas maneras... pero así fue más rápido.

Anna se maldijo por sonar como una niña orgullosa incapaz de admitir su error, por más que en el fondo estuviera convencida de que sus palabras eran ciertas. El hombre, no obstante, se limitó a sonreír. Con una voz respetuosa y agradable, contestó:

—Una mujer capaz de salir al bosque con semejante bestia seguro que puede cuidarse sola, pero se me ocurrió que no estaría de más ayudarla un poco. ¿Se encuentra bien?

Anna asintió y bajó del caballo. Las piernas le fallaron entonces, como si hubiera perdido todos los huesos durante la cabalgata, pero unas manos fuertes la sujetaron por la cintura, evitando que se desplomara. La joven se apoyó en Blitz mientras esperaba a que su cuerpo volviera a pertenecerle por completo, consciente de la respiración masculina que sonaba tan cerca de ella. Cuando se sintió firme de nuevo, se apartó del desconocido y lo miró a la cara una vez más.

No era tan apuesto como Stefan, pensó ella. Le faltaba el encanto de la madurez... pero vaya que lo compensaba con esos ojos tan raros y penetrantes. Anna tuvo que reprimir el impulso de cruzar los brazos sobre su pecho, como si de pronto tuviera que proteger un corazón expuesto. En cambio, se estiró lo más que pudo y dijo:

—Ya estoy bien, señor. Puede seguir con sus asuntos y dejarme sola, que yo volveré a casa. Me están esperando ahí.

—No lo dudo, baronesa.

Ella frunció el entrecejo.

—¿Sabe quién soy?

—Por supuesto. Las novedades viajan a todas partes, incluyendo a este bosque no profanado por la humanidad. —El hombre inclinó la cabeza a un lado en un gesto especulativo—. Pero no debería regresar aún, baronesa. No por usted, claro, sino por su caballo. Le convendría dejarlo descansar un rato. A veces les falla el corazón, ¿sabe?, y me sentiría muy culpable si no la informara de eso y usted tuviera otro percance con el animal. Hay un lago cerca de aquí. Llevémoslo al agua para que beba, si le parece bien.

Anna observó a su caballo. Era verdad lo que el hombre decía; además, el pobre Blitz había sudado mucho y tenía arañazos en las patas. La joven volvió a asentir, aun sabiendo que no era del todo prudente confiar en un extraño, pero ¿no se había arriesgado ya al escapar al bosque? Y no podía negar que el hombre la había auxiliado, poniéndose delante del equino en un acto de sorprendente valentía.

—Acepto la oferta, señor, pero si usted ya sabe quién soy, me gustaría al menos conocer su nombre.

Él sonrió por segunda vez, y su rostro se iluminó de tal manera que Anna sintió un revoloteo en el estómago. Era algo que no le pasaba desde que tenía trece años, dado que el coqueteo de los muchachos había dejado de parecerle interesante en muy poco tiempo.

—Me llamo Maximilian, baronesa. Ahora sígame. Llegaremos al lago en pocos minutos.

El hombre empezó a caminar. Se movía como los animales, ágilmente y en silencio. ¿Un cazador, había determinado ella? Eso ya estaba muy claro, pero Anna también observó que sus ropas eran de muy buena calidad, y aunque Maximilian no hubiera dicho su apellido, su forma de expresarse correspondía a un joven de clase alta. Anna trató de recordar si había otras familias adineradas en la región. No lo consiguió, lo cual tenía sentido porque nunca le había preguntado a Stefan por sus vecinos, y él tampoco solía mencionar el tema. Ninguno de los dos era aficionado a las relaciones sociales.

Maximilian apartó unas ramas... y allá apareció el lago, más pequeño que el del castillo pero mucho más impresionante, con pilares de roca asomando en la orilla opuesta y un arroyo que partía de él pendiente abajo, saltando entre las piedras. Todavía admirando el entorno, Anna acercó a Blitz al agua y lo dejó beber, mientras el hombre se inclinaba para refrescarse las manos y la cara. Su actitud despreocupada no le pasó desapercibida a la joven.

—Me da la impresión de que viene aquí muy a menudo, ¿verdad?

—Así es —replicó él, poniéndose de pie—. Este lugar es precioso, ¿no cree? Todo el bosque es así. Mucho más bonito que las ciudades y los castillos.

La última frase parecía alguna clase de indirecta, que Anna decidió no contestar.

—¿Viene aquí a cazar, entonces? ¿Dónde vive usted?

—¿Acaso no es obvio? El bosque es mi hogar.

—Pero usted no suena como...

—¿Como un campesino iletrado? Recibí una educación en su momento, baronesa.

—Lo siento. No pretendía...

—No se preocupe, no me ha ofendido. Sí, vivo aquí y voy de un lado a otro. Raramente hablo con otras personas. De no haber sido por el incidente con su caballo, ni siquiera me habría presentado ante usted. Al fin y al cabo, estas tierras le pertenecen al barón von Haller.

—¿Conoce usted a mi esposo?

En lugar de responder, Maximilian entrecerró los ojos y preguntó a su vez:

—¿No la asustan los lobos, baronesa?

—¿Debería asustarme? Mi esposo sí les teme.

—Y lo bien que hace, porque son peligrosos.

—¿A usted no lo asustan?

—Para nada. Ellos y yo... nos entendemos. Es una cuestión de respeto, por decirlo de alguna manera. También sirve regalarles carne fresca de vez en cuando.

Anna trató de apartar de su cabeza las imágenes sangrientas provocadas por semejante explicación, aunque en el fondo estaba fascinada. ¿Un cazador errante, viviendo solo en el bosque e interactuando con los lobos? ¿Y aun así hablaba como un caballero? Era una combinación... inusual. ¿Cómo podía tener el cabello gris a pesar de su juventud, por cierto? Y ¿por qué se mostraba amable con ella pero tan indiferente a su belleza? Claro que esto no le importaba mucho a la joven, pero habría pensado que un hombre solitario sería más sensible a la presencia de una mujer. Hasta era casi ofensivo que no hubiera ni un poquito de lujuria en su mirada. Él más bien la contemplaba... como lo haría un lobo, evaluando otras cualidades. Anna sintió de nuevo el impulso de cubrir su pecho, pues no deseaba exponer sus debilidades ante alguien así.

—Está anocheciendo, baronesa. Debería regresar al castillo antes de que alguien comience a preocuparse; su marido, por ejemplo. La acompañaré para que no se pierda.

—Se lo agradezco, señor.

—Maximilian.

—Perdón, Maximilian.

El hombre empezó a andar y ella lo siguió. Habría podido decirle que sería capaz de orientarse por la posición de las montañas, lo cual no dudaba, pero no quería separarse tan rápido de él, aunque fuera tan peculiar. ¡Maximilian vivía en el bosque! ¿Cuántos secretos podría revelarle sobre el mismo? ¿Qué tanto vería a lo largo de una sola tarde? ¿Cómo se las arreglaba para cazar? Ella tenía cientos de preguntas más, que se agolpaban en su lengua de tal manera que la joven no fue capaz de formularlas. Por si lo anterior fuera poco... que Dios la perdonara, siendo una mujer casada, pero había algo en Maximilian que se le antojaba irresistible, como si él fuera uno de esos seres legendarios en los que había pensado más temprano. Que él no se hubiera dejado distraer por su hermosura le daba ganas a ella de tentarlo un poco hasta que reaccionara. Como una especie de reto, nada más. Aunque...

—No me acercaré más al castillo, baronesa —declaró él, interrumpiendo los pensamientos de la joven—, pero lo encontrará en pocos minutos si continúa en línea recta.

—Entiendo. Y gracias de nuevo por frenar a mi caballo, aunque no fuera necesario.

—Seguro que no lo era —replicó él con una media sonrisa—. Adiós.

—Adiós.

Maximilian se alejó sin apresurarse, pero en poco tiempo desapareció entre los árboles. Anna permaneció un buen rato observando el último lugar donde viera al hombre. Esperaba que retrocediera para hacerle alguna advertencia, a fin de estar con ella un poco más, pero los minutos pasaron y la joven continuaba sola con su caballo. Sintiéndose algo estúpida, Anna sujetó las riendas de Blitz y se dirigió al castillo. Había sido una gran aventura, sin embargo, y pensaba repetirla al día siguiente, considerando, sobre todo, que Maximilian no le había advertido que tuviera cuidado con los lobos.

Anna se detuvo unos segundos. Acababa de darse cuenta de algo: Maximilian no le había hecho ninguna advertencia, en realidad. No la había reprendido por andar sola, ni le había dicho que volviera de inmediato al castillo o que no visitara el bosque nunca más, como habría hecho cualquier hombre sensato. Quizás ella no le fuera indiferente después de todo.

La joven sonrió. Había llegado al muro, que rodeó hasta hallar el portón por el que había salido. Estaba sonriendo, y la sonrisa no dejó de aflorar a su rostro de vez en cuando por el resto del día.

CAPÍTULO 8

Aquel verano no podía ser más espléndido, reflexionó Anna mientras desayunaba. No se sentía así en las ciudades, donde simplemente hacía calor; allí arriba no había polvo, la vegetación deleitaba la vista y había más pájaros cantando aquí y allá. Pájaros libres, no en jaulas.

La joven terminó de comer. No tenía mucha gracia desayunar sola, pensó; ella y Stefan no solían conversar por las mañanas, pero... bueno, él también formaba parte del bello paisaje, incluyendo las pocas veces en que aparecía con un aspecto adormilado. Se veía más humano entonces. Salvo por los encuentros maritales, a menudo era demasiado formal para el gusto de ella, quien había tenido suficiente de eso en la casa de su padre. A Anna ya no le gustaba la formalidad, y en un sitio tan agreste hasta parecía fuera de lugar. Eso la llevó a pensar en Maximilian. Él se había mostrado muy correcto... pero la joven estaba segura de que no lo sería tanto si se veían de nuevo. En el medio del bosque no hacía falta apegarse a las normas de la sociedad.

Anna siguió mirando por la ventana. La ausencia de Stefan convenía a sus propósitos, pero... ¿por qué él no le había pedido que lo acompañara en su viaje de negocios? ¿Acaso había pensado que ella se aburriría, y que por lo tanto le vendría mejor quedarse en el castillo? ¿O sería que... él deseaba estar solo para visitar a algunas de las damas que había conocido antes de su matrimonio? No, él no podría haberse cansado tan rápidamente de Anna, con lo bien que se llevaban en el lecho.

La joven depositó su tenedor en el plato. De repente ya no tenía apetito y se sentía de mal humor; luego se enojó consigo misma por haberse enfadado. Se rehusaba a tener celos. Era otra experiencia nueva para ella, y no le gustaba en absoluto.

Sin llamar a Ludovika o Amalie, subió a su dormitorio y se vistió ella sola para salir a cabalgar. Peinó su cabello en una trenza a la espalda, se colocó las botas, tomó la llave del portón y fue al establo. Otto se sorprendió al verla llegar.

—Buenos... días, baronesa —dijo el hombre—. No... no esperaba verla a esta hora.

—Buenos días. Voy a dar una vuelta antes del almuerzo. No se moleste, puedo ensillar a Blitz sin ayuda.

—Desde... luego, baronesa. Usted manda.

Anna fue a buscar a su caballo, y entonces decidió que no usaría su silla de montar para damas. ¿Qué le impedía montar como un hombre? Puestos en ello, sería más seguro de esa forma, porque la cabalgata desenfrenada de la tarde anterior le había enseñado que esas estúpidas sillas para damas no le proporcionaban suficiente estabilidad. La joven le colocó a Blitz una silla normal, pues, y subió al animal procurando no rasgar su falda. Maldijo la ropa femenina, de paso, y consideró la idea de mandarse hacer unos pantalones. No creía que a Stefan le molestara, y si Ludovika llegaba a criticarla, ella la ignoraría. ¿De qué le servía ser una baronesa si no podía estar cómoda?

Salió del establo a todo galope, esquivando a Otto por unos palmos. No fue hasta el portón de inmediato, sin embargo, sino que agotó al caballo dentro de la propiedad para evitar que se hiciera el loco afuera. Recién entonces se dirigió a donde realmente quería ir, y al poner la llave en la cerradura la embargó la misma excitación que en su primera salida. No, se corrigió: ahora estaba más emocionada que antes, y se le ocurrió que podría tener algo que ver con la posibilidad de hallar a Maximilian. El hombre había dicho que no solía hablar con las personas, pero si ambos volvían a encontrarse «por casualidad», ella no creía que el cazador fuera a darle la espalda.

Blitz apenas si forcejeó al cruzar el portón, de modo que bastaron unas palabras firmes para terminar de controlarlo. Ya en el bosque marcharon a paso tranquilo, y Anna pensó que se sentía como si hubiera vivido ahí desde siempre, igual que le había pasado con el castillo y sus alrededores. Quizás era el destino que la había estado esperando, y su indiferencia previa a todo había sido el silencio antes de abrir el telón. Decidió entonces que ella no se parecía a su padre ni a su madre; era más bien una mezcla de ambos, con el coraje de uno y la pasión de la otra. Tendría que conocerse a sí misma, por lo tanto, y llegar al fondo de su auténtica personalidad. Sería una aventura tan interesante como la exploración del bosque virgen ante ella.

Tras una hora o algo así de caminata, Anna bajó del caballo para permitirle descansar. Mirando alrededor, no supo determinar con exactitud dónde estaba, pero ya no tenía miedo de perderse; en caso de duda, tal vez pudiera trepar a un árbol y buscar un punto de referencia. Tendría que quitarse la falda, por supuesto. Esta posibilidad la hizo reír por lo bajo: ella, una baronesa, trepando a un árbol en ropa interior como si fuera un muchachito. ¡Ah, si Ludovika o su padre pudieran verla! Sería desternillante, sin duda.

Anna dejó de prestar atención a su caballo unos segundos... y ese lapso fue suficiente para impedirle que evitara lo que sucedió a continuación. El animal movió las orejas en otra dirección y sus ojos parecieron desorbitarse; después, pegando un tirón que arrancó las riendas de la mano de su dueña e hizo caer a la joven, Blitz huyó a tal velocidad que Anna solamente lo vio como un borrón blanco y gris saltando entre los árboles hasta perderse de vista.

—¡Regresa aquí, caballo tonto! —exclamó ella, lo cual no sirvió de nada. ¿Qué le pasaba ahora al animal? Anna se puso de pie agradeciendo que sus ropas fueran gruesas, de lo contrario se habría despellejado las manos y las rodillas. Miró en derredor buscando lo que fuera que hubiese espantado al equino... y sus ojos se detuvieron por fin en una sombra. Excepto que no era una sombra. Tenía un espeso pelaje negro, algo enredado en algunas partes, y unos ojos amarillos que la contemplaban fijamente. No había confusión posible con un perro salvaje: ella estaba frente a un lobo, y uno gigantesco, además. De pronto Anna se sintió muy pequeña, y el aire pareció congelarse en su pecho de tal modo que le cortó la respiración. La bestia dio unos pasos hacia ella con la cabeza baja. No era un encuentro fortuito, ni un juego; el lobo la estaba enfrentando con la misma seriedad que un asesino armado y dispuesto a degollarla. Aún no mostraba los dientes ni había empezado a gruñir, pero si ella hacía un movimiento equivocado, el que fuera, seguro que el animal se le echaría encima. Era el lobo de su sueño, pensó Anna, y el frío en sus pulmones se extendió al resto de su cuerpo a pesar del calor veraniego.

Su padre le había dicho algo, siendo ella una niña, acerca de los perros de caza: no debía mirarlos a los ojos. En el mundo animal, mirar a los ojos era un desafío, y despertaba en los carnívoros el deseo de atacar y ver sangre. Sin embargo, ahora que ella tenía a un depredador ante sí, descubrió que no podía apartar la vista, aunque ello provocara su muerte. La expresión del animal era hipnótica como las llamas, y revelaba una inteligencia superior a su especie. Anna sintió como si más bien la estuviera contemplando una fuerza encarnada de la naturaleza. El otro consejo de su padre había sido que no hiciera movimientos bruscos, lo cual sí era más fácil de cumplir. De hecho, la joven no habría podido moverse aun queriendo. Tenía los músculos agarrotados salvo por el corazón, que latía a una velocidad incompatible con la conciencia; si seguía así un solo minuto más, Anna se desmayaría. ¿La perdonaría el lobo entonces, o aprovecharía su debilidad para desgarrarle el cuello? El mundo ya no existía alrededor de ellos dos; el bosque se había convertido en una bruma silenciosa de siluetas desenfocadas.

Dando unos pasos más hacia la joven, el lobo abrió la boca para mostrar sus poderosos colmillos. Detrás de él se escucharon unos crujidos, y Anna asumió que debía de ser el resto de la jauría. Iba a terminar sus días como alimento para los lobos, pensó, con una mezcla de sorpresa y desencanto. Pero ¿por qué no estaba horrorizada? ¿Era un mecanismo de defensa para disminuir el dolor cuando esos dientes se clavaran en su piel?

No aparecieron más lobos en la escena. Fue Maximilian quien salió de entre los árboles, y el lobo giró su cabezota hacia él, tapando sus colmillos.

—Vete —dijo el cazador; sólo esa palabra, corta y dura, no precisamente amenazadora. El lobo negro miró a Anna una vez más, permaneció en su lugar un momento... y luego se marchó en tres zancadas rápidas. Entonces fue como si jamás hubiera estado ahí para empezar, ya que los árboles se enfocaron de nuevo y los pájaros volvieron a cantar. Anna aspiró una larga bocanada de aire. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no derrumbarse cuando sus músculos recuperaron la flexibilidad.

Maximilian caminó hacia ella, sonriéndole a medias.

—Buenos días, baronesa —dijo el hombre en un tono completamente normal.

—Mi caballo escapó —fue toda la respuesta que se le ocurrió a la joven; él, no obstante, pareció tomarla como si no esperara escuchar otra cosa.

—Busquémoslo juntos. No puede haber ido demasiado lejos. Los caballos no son demasiado buenos para orientarse en ambientes desconocidos.

Maximilian buscó las huellas de los cascos y empezó a seguirlas; Anna fue tras él, a dos pasos de distancia. Seguía aturdida por la fuerte impresión. El hombre debió de notarlo, porque siguió hablando sin esperar a que ella le contestara.

—Ése era Krieger, el macho líder de la jauría. Es muy viejo, aunque no lo parezca, pero ningún otro macho se ha atrevido a retarlo. Tuvo suerte usted de que haya cazado anoche y de que yo estuviera cerca, o pudo haberle ido bastante peor. Krieger no caza humanos, pero es territorial.

—Me pareció hermoso —dijo Anna sin pensar. Maximilian soltó una risa.

—Oh, es muy bello, sin duda. Pero también es capaz de destrozar a un ciervo en pocos minutos. Suele rasgar primero el vientre, para devorar las tripas. ¿A qué ha venido, baronesa? ¿En busca de más emociones? ¿La tediosa vida de la nobleza le resulta agobiante?

Anna tardó en reaccionar ante el brusco cambio de tema, pero logró responder:

—Sólo quería... tomar aire.

Maximilian rió por segunda vez.

—Ya. Seguro que en el castillo y el terreno circundante no hay mucho de eso.

—¿Se está burlando de mí?

—No en realidad. Pero me hace gracia, porque salir al bosque sin compañía y sin armas no es lo que suelen hacer las damas de su posición.

—Las damas de mi posición podemos hacer lo que nos dé la gana, y lo que hagamos no es asunto suyo, señor.

El cazador se dio vuelta. Su expresión era agradable y simpática, como la de un joven bien educado en una reunión para tomar el té.

—Ya le he dicho que mi nombre es Maximilian. Puede llamarme así, y tutearme. Nunca me he preocupado mucho por esas absurdas formalidades.

—Muy bien. Maximilian. A mí tampoco me gustan las formalidades, así que puedes llamarme Anna.

—Anna. De acuerdo. Sigamos buscando a tu caballo perdido.

La joven disimuló una sonrisa. No le había permitido a Stefan tratarla con familiaridad hasta después de la boda, pero no le importaba hacerlo con Maximilian. Le agradaba esa confianza entre ambos. Se sentía... muy natural.

—¿Y qué opina tu marido de estas salidas tuyas, Anna? ¿No tiene miedo de que algo malo te suceda?

—No estoy pegada a mi marido —contestó ella deliberadamente—. De hecho, ahora mismo ni siquiera está en el castillo. Tuvo que ausentarse por unos asuntos de negocios, así que estoy aprovechando para visitar el bosque por mi cuenta. He descubierto que me gusta mucho la naturaleza salvaje.

Maximilian se volteó hacia ella una vez más, y de repente estuvieron muy cerca uno del otro, mirándose a la cara. Él era un poco más alto que Stefan, y se inclinó hacia la joven proyectando su sombra encima de ella.

—Te gusta la naturaleza salvaje, ¿eh? —replicó el hombre con un tono más grave, menos cordial—. ¿Te das cuenta de que estás sola en un lugar donde nadie te escucharía gritar, y de que eres una mujer joven y hermosa pero indefensa, una presa fácil para... cualquiera? Hay otros peligros aparte de los animales...

Anna no retrocedió, aunque esta vez sí la recorrió un chispazo de algo que podía ser miedo. ¿Qué significaba esa declaración? ¿Después de tanta indiferencia, ahora él estaba insinuando que podría violarla impunemente o algo así? Decidió aplastar ese miedo, sin embargo, y no dejar que Maximilian lo notara. Probablemente sólo fuera una especie de broma. Anna dio un paso adelante, acercándose más al cazador, manteniendo la cabeza en alto y la mirada clara.

—No me considero indefensa, Maximilian. A decir verdad, me creo bastante capaz de luchar contra cualquiera, hombre o lobo. Quizás moriría... pero moriría arañando, mordiendo y pateando. Mi padre fue un general. Estoy segura de que he heredado algo de eso.

Los ojos del hombre se iluminaron una vez más, y él le dirigió a Anna una sonrisa tan amistosa que la joven se preguntó cómo pudo haber sentido miedo, aunque fuera por un segundo.

—¿Sabes qué? Te creo —dijo Maximilian—. Es más, hasta sentiría lástima por aquellos que osaran meterse contigo. Eh, mira eso: las huellas de tu animal son más frescas por aquí. Debemos de estar muy cerca.

Hallaron a Blitz unos minutos después. El animal se veía confundido y aún muy asustado, pero Anna lo sujetó bien y acarició su frente y su cuello hasta que logró calmarlo del todo.

—Es temprano —observó Maximilian—. Supongo que no te marcharás todavía, y que ésta no será tu última excursión por el bosque. Debería enseñarte los puntos de referencia más importantes, al menos, para que no vuelvas a tener problemas.

—¿Harías eso por mí? Qué amable. Acepto la oferta.

—¿Qué esperamos entonces? Ven conmigo. A tu caballo también le servirá una visita guiada.

Anna pensó que Maximilian le ofrecería el brazo, pero no fue así. Él se lo había explicado, sin embargo: no le interesaban las formalidades. Aun así, la joven sintió que su corazón se aceleraba un poco ante aquella muestra de gentileza; quizás fuera solamente un gesto amistoso, pero denotaba un mínimo de preocupación por ella. Era un buen comienzo para... algo. No se atrevía a imaginar qué.

Caminaron juntos por un par de horas, entre los árboles y a través de claros con hierba donde había huellas de ciervos. Maximilian le describió las corrientes principales de agua, los posibles refugios entre las rocas, y también le enseñó a orientarse según la posición del sol a lo largo del día. Era como si tuviera un mapa detallado del bosque en su cabeza, y la joven tuvo que concentrarse para asimilar tanta información de una sola vez. Quizás debiera anotarla cuando volviera al castillo. Y luego tendría que esconder sus apuntes, claro, en el mismo sitio donde guardaba la llave del portón. Mientras tanto, la excitación de Anna crecía. Todo aquello podía interpretarse como una invitación para que regresara al bosque, aun considerando lo que ella había dicho al respecto. Se preguntó entonces por qué ese hombre tenía un efecto tan marcado sobre su espíritu, cuando muchos otros habían fracasado en su primer intento de conquistarla. Y no era porque Maximilian hiciera justamente lo contrario, o sea, evitar cualquier tipo de flirteo; había algo más en él, una fuerza que irradiaba desde su interior. Él representaba, en forma humana, todo lo que Anna comenzaba a amar de ese bosque: la libertad, el riesgo, la lucha de la inteligencia contra los elementos. Y también era hermoso, no podía negarlo. Hermoso como ese lobo negro que había conocido en sueños antes de verlo en persona, hermoso como las montañas, los halcones y los ríos de nieve derretida. Si era peligroso además de apuesto, eso añadía otra cualidad positiva a su encanto personal.

—Veo que estás prestando mucha atención a lo que digo —observó él—. O pensando en cualquier otra cosa. Tal vez deba tomarte la lección como hacen los maestros, para saber cuál alternativa es la correcta.

—Acabas de explicar que esa planta es venenosa y que no debo permitir que Blitz la mastique. Y antes de eso dijiste que es posible pescar con las manos en los remansos, pero que tenga cuidado porque los osos también lo saben. En lo que a mí concierne, no pienso meterme con los osos. No me gusta el pescado crudo.

Maximilian sonrió otra vez, provocando que ella sintiera ganas de tocar los hoyuelos en sus mejillas.

—Si volvemos a encontrarnos —dijo él—, te enseñaré a preparar una fogata. El humo de algunas maderas le da un sabor delicioso al pescado.

—No estaría mal.

—Y hablando de comida, ¿no te esperan en el castillo para el almuerzo? Mira el sol: ya casi es mediodía.

—Oh. Oh, es verdad. Sí, debería irme ya. Gracias por las lecciones.

—De nada. Te acompañaré otro rato, igual que ayer.

Mientras andaban, Anna se dio cuenta de que había aprendido a orientarse bastante bien, pues llegó a anticipar la dirección que tomó Maximilian y algunos desvíos que debió efectuar por el trayecto. Una vez más, el hombre se detuvo antes de que el muro apareciera ante ellos. Su expresión cambió entonces, haciéndolo parecer unos cuantos años mayor. Estaba apretando los puños, además, de tal forma que sobresalieron algunas venas en sus antebrazos. No era buena idea hacer la pregunta de nuevo, pero Anna sentía demasiada curiosidad.

—¿Conoces a mi esposo?

Hubo una pausa en la que reinó un silencio impenetrable, hasta que Maximilian al fin respondió:

—Sí, nos conocimos hace tiempo.

Y eso fue todo. No hubo explicaciones de ninguna clase, y el tono de voz de Maximilian había dejado muy claro que él no deseaba hablar del asunto. Sus ojos entrecerrados sugerían una fuerte enemistad. Ella pensó que era muy extraño, considerando la juventud de Maximilian y el hecho de que Stefan nunca salía al bosque. ¿Bajo qué circunstancias podría haberse generado una rivalidad entre ellos? Anna no consiguió imaginarlas. Buscando aligerar el ambiente, ella dijo:

—Gracias de nuevo por ayudarme a conocer este lugar. Hasta la próxima.

La aparente ira de Maximilian se disolvió en otra de sus increíbles sonrisas.

—Hasta la próxima, Anna. Me gustaría que no hubiera más percances de por medio, sin embargo. No siempre estaré ahí para rescatarte.

—Lo tendré en cuenta.

Ella le devolvió la sonrisa al cazador, esperando sacudirlo un poco con su propia belleza, pero la joven se dio vuelta antes de observar su reacción, y cruzó el portón asegurándose primero de que no hubiera nadie en los alrededores. Listo. Ya estaba de regreso en el castillo, y minutos después comprobó que nadie se había percatado de su ausencia.

Le pidió a Ludovika que le preparara un baño, a pesar de que no se sentía sucia ni quería remover de su piel la fragancia de los pinos y abetos que se le había pegado en el bosque. Estando ya en la bañera, recordó al lobo negro. Éste podría haberla matado de unas pocas dentelladas; en tal caso habría acabado sobre la tierra, ensangrentada y probablemente a medio devorar, en lugar de en su castillo, envuelta en agua caliente y jabonosa. La línea entre la vida y la muerte era muy delgada, sin duda. Su padre debía saberlo mejor que ella, a causa de su paso por la guerra.

Pero ¿por qué alimentar pensamientos tan desagradables en ese preciso instante? Todo estaba bien, y el baño le sentaba de maravilla a su cuerpo después de la caída en el bosque. Se alegró de haberlo pedido, a pesar del cambio de olores.

Aprovechando que Ludovika había salido un momento, Anna recorrió todo su cuerpo con el jabón, muy despacio, disfrutando del suave roce sobre la piel. Luego se tocó los pechos con las manos como solía hacerlo Stefan, presionando hasta que la sensación se extendió a sus partes más íntimas. ¿Y si no fueran sus manos ni las de Stefan las que hicieran eso? ¿Y si fueran las de Maximilian, el apuesto cazador que pasaba sus días recorriendo el bosque en ese cuerpo modelado por la naturaleza? Ella había probado su fuerza, y sólo faltaba imaginar cómo sería el contacto directo con su piel. Sus manos debían de ser ásperas y rudas. Esa idea no le desagradaba a la joven.

Ludovika regresó al cuarto de baño, interrumpiendo la fantasía.

—¿Volverá a salir hoy, baronesa?

—No —replicó Anna muy a su pesar. En realidad quería volver al bosque, pero ese encuentro con el lobo la había fatigado, quizás no físicamente, pero sí desde el punto de vista emocional. Necesitaba ordenar sus impresiones.

La joven decidió tomar una siesta después del almuerzo. Se acomodó en un sillón de la biblioteca, junto a una ventana que daba al lago. Para variar, se preguntó cómo estaría su esposo. Tal vez no hubiera llegado aún a su destino, pues por algo el viaje duraría tanto. Parecía como si hubiera estado lejos más que dos días. Él tenía una forma especial de llenar los espacios del castillo con su mera presencia, de tan profunda que era su relación con el lugar; en cierta manera, equivalía a los aullidos de los lobos, marcando su dominio a lo largo y ancho del territorio.

Maximilian tenía un poco de eso también. Ahora Anna no podía contemplar el bosque sin pensar que él estaba ahí, en alguna parte, escabulléndose entre los árboles sin perturbar a las criaturas en sus madrigueras... hasta que fuese la hora de cazarlas, por supuesto.

La joven suspiró y cerró los ojos. Le molestaba un poco no tener otros intereses, algo que la distrajera de todo aquello. Empezaba a convertirse en una obsesión, y ella no podía permitir que otros se adueñaran de sus pensamientos. Tratando de enfocarse en la comodidad del sillón y el descanso que procuraba, aspiró hondo, cruzó los brazos sobre su estómago y esperó a que el sueño bajara sobre ella.

Su inconsciente se negó a cambiar de tema, pues la llevó a un bosque onírico donde los árboles eran diez veces más grandes y casi no permitían que la luz tocara el suelo. Anna ni siquiera fue capaz de determinar si era de día o de noche, y caminó en la penumbra guiándose por sus otros sentidos, tratando de averiguar qué era lo que buscaba. En su corazón palpitaba un anhelo, un vacío que debía llenar, y la clave se encontraba ahí, como un tesoro oculto en una isla.

Algunas zarzas rasguñaron sus piernas, y recién entonces se dio cuenta de que estaba desnuda. Se tapó los senos con el cabello, aunque en realidad no le dio mucha importancia a su desnudez. ¿Quién iba a verla ahí, excepto los animales? Y los animales no llevaban ropa, sólo sus pelajes. Además, aunque se encontrara con Maximilian... no resultaría para nada incómodo. Él también era un ser del bosque, y seguramente su propia vestimenta obedecía a fines prácticos, no morales. Bajo los pies de Anna, el suelo se sentía como si estuviera vivo y respirara. Los árboles se hablaban unos a otros en un lenguaje que ella no podía comprender, y cada tanto los ojos de algún animalito la observaban desde la espesura.

—Anna —dijo una voz masculina a pocos metros de ella, pero como si viniera desde todas partes. Era la voz de Maximilian, profunda y seductora. La joven dio vueltas sobre sí misma, buscando al cazador, hasta que al fin localizó un destello de ojos ambarinos y cabello gris. Él la contemplaba, recorriendo su cuerpo desnudo de arriba abajo, mostrando más curiosidad que deseo. Anna, sin embargo, sintió como si el hombre la tocara, y un estremecimiento de placer hizo que le temblaran un poco las piernas. Esperaba que Maximilian avanzara hacia ella, pero pasaron los minutos y él no se movió, por lo que Anna fue a su encuentro caminando muy despacio. ¿Cómo podía no ser una tentación para él? Era un hombre y tenía sangre en las venas, ¿cierto? Ella lo haría desearla, aunque fuera por una cuestión de orgullo.

El rostro de Maximilian acabó por definirse, pero no tanto su cuerpo, por el color oscuro de sus ropas. Anna le tocó las mejillas con ambas manos y luego, apretándose contra él, lo besó en la boca. Maximilian le devolvió el beso. Ella quería sentir el cuerpo del hombre rozando el suyo, pero las ropas eran demasiado gruesas, incluso duras en algunos sitios; además, él llevaba guantes. La joven soltó, sin pretenderlo, un gemido de frustración. Entonces Maximilian la hizo girar y la sostuvo por el vientre y los pechos, pegándose a ella de tal forma que la joven pudo notar su erección contra las nalgas. Él la besó en el cuello, la tendió en el suelo boca abajo... y desapareció. No se había marchado; simplemente ya no estaba ahí, y la luz disminuyó hasta esfumarse por completo. La joven se sentó, sin saber adónde ir ahora. Estaba sola y desnuda, no del todo perdida, pero ¿cómo iba a orientarse en la negrura? Decidió permanecer donde estaba. De pronto supo que aquello era otro sueño, y que si no pasaba nada más, empezaría a soñar otra cosa o despertaría en la biblioteca, vestida y a salvo.

De nuevo vio un destello de ojos entre las sombras... y oyó un gruñido suave. Ahí estaba el lobo, no Maximilian, y se aproximaba muy lentamente, quizás para infundirle temor. Ella, no obstante, mantuvo la calma. Después de todo, era un sueño.

Krieger olfateó su cara, tan cerca que Anna sintió varias veces el toque de su nariz fría. También olió su cuello, su pelo, incluso el hueco entre sus pechos. ¿Buscaba una presa o solamente la estaba reconociendo como a otro habitante del bosque? El gruñido había cesado, y no quedaba más que el sonido pausado de su respiración. Anna también creyó escuchar sus latidos, el palpitar de un corazón antiguo y poderoso. Sin pensarlo, extendió una mano hacia el animal. Sus dedos encontraron el pelaje de la bestia, seco y tibio, algo polvoriento. No olía a sangre ni a muerte, sino a vida y calor. Era agradable.

El lobo dio vueltas alrededor de ella sin dejar de examinarla, y varias veces restregó sus flancos contra los brazos y la espalda de Anna. Era una sensación fabulosa, saber que la criatura podía matarla en cualquier momento pero que había decidido no hacerlo. ¿Qué pretendía el lobo de ella, si acaso buscaba algo? No había forma de preguntarlo. En lugar de eso, la joven esperó a que el lobo estuviera de nuevo frente a ella y poco a poco le pasó un brazo por el cuello, rodeándolo. El animal recostó su cabezota en el hombro de Anna, quien sentía su propio corazón desbocado. Tampoco podía controlar del todo su respiración. Como si hubiera estado haciendo el amor con Stefan o acariciándose ella misma, su cuerpo llegó al clímax por sí solo mientras continuaba abrazando al lobo. En ese momento, Anna despertó.

CAPÍTULO 9

Stefan regresó en la fecha señalada, y su joven esposa salió a recibirlo según le correspondía. Con una sonrisa en la que también se apreciaba la fatiga por el largo viaje, él acarició el rostro de Anna y preguntó:

—¿Y bien? ¿Me extrañaste, querida?

—Dijiste que lo verías en mis ojos. ¿Se encuentra en ellos tu respuesta?

Stefan dio un pequeño paso atrás, todavía sujetando la cara de Anna. Lo que observó en ella debió de complacerlo, puesto que besó a la joven en los labios y luego le pasó un brazo por la cintura para conducirla de regreso al interior del castillo.

—Ah, es bueno estar en casa —declaró el hombre—. Por cierto, te he traído unos cuantos regalos, aunque no sé si serán de tu agrado. Jamás te he visto preocuparte por los vestidos y las joyas, o las demás cosas que los maridos suelen obsequiar a sus mujeres.

—Si no llegan a gustarme tus regalos, al menos agradeceré la intención. ¿Qué tal tu viaje? ¿Salieron bien tus negocios?

—Desde luego. ¿Qué hiciste tú en mi ausencia?

—Oh, me entretuve cabalgando. Leí un par de libros, también.

—Por supuesto. Ya me he dado cuenta de que no eres como esas damas que se sientan a bordar. Aunque me decepcionaría si alguna vez lo intentaras. Ya sé qué he de traerte la próxima vez que viaje: otro par de caballos.

Anna contempló a su marido. Sus palabras habían reflejado un orgullo que la joven no esperaba, y entonces comprendió, aunque no iba a admitirlo, que sí lo había extrañado un poco. Sobre todo el contacto físico por las noches, y la imagen de él circulando por el castillo. Stefan la aceptaba tal como era, y eso significaba mucho por parte de alguien que no era un familiar. Sin embargo, esos días ella había pasado incontables horas en el bosque, paseando a veces con Maximilian, y el choque de intereses la hizo sentir algo confundida. Cuando Stefan se acercó a ella para besarla de nuevo, Anna dio un paso atrás.

—Ya es hora de cenar, querido. Debes de tener hambre.

—Sí —replicó él en un tono menos alegre, y dejó que Anna subiera a su dormitorio para cambiarse de ropa.

No hablaron mucho durante la cena. Ninguno de los dos estaba realmente interesado en los detalles de las actividades del otro, pero Anna sí notó que su marido no dejaba de observarla. Estaba a punto de preguntarle a qué se debía el escrutinio cuando él por fin declaró:

—Te ves cambiada.

—¿En qué sentido?

—No estoy seguro, pero sí hay algo diferente en ti.

—Qué específico —dijo ella, resoplando—. Pero ha de ser por todo el ejercicio que he hecho últimamente. —Mucho ejercicio, sin duda. Debía de haber recorrido ya la mitad del bosque adyacente al castillo, y aunque al principio había puesto algunas marcas para orientarse, como rocas al pie de los árboles, en la actualidad había desarrollado su propio mapa mental. Si seguía así, no tardaría en conocer la región tan bien como Maximilian. Y hablando del cazador, ahí estaba la segunda razón de tanto ejercicio: dejando de lado los dos primeros días, él no era tan fácil de hallar. Hasta parecía ocultarse a propósito algunas veces, cuando la joven cabalgaba toda la tarde sin encontrar ningún rastro de él. Eso le parecía a ella algo irritante.

Anna dejó la cucharilla en el plato del postre, del que apenas si había consumido la mitad.

—Ya no tengo apetito. Estoy cansada, me iré a dormir. Buenas noches, Stefan.

Sin esperar una respuesta, la joven se levantó de la silla y abandonó el comedor. Iba por la mitad del camino cuando Stefan logró alcanzarla y la tomó del brazo, impidiendo que siguiera adelante.

—¿Así es como vas a recibirme, después de dos semanas?

Ella fingió sorpresa.

—Dos semanas no es mucho tiempo, querido. ¿De verdad me has echado tú de menos? Supuse que no te faltarían acompañantes femeninas durante tu viaje. ¿O acaso te mantuviste célibe por respeto a mí, la mujer que desposaste únicamente para cumplir con sus deberes y darte hijos?

—¿Por qué sigues usando esas palabras en mi contra?

—¿Han dejado de ser ciertas?

Stefan no respondió. Sus dedos apretaron un poco más el brazo de Anna... y luego la soltaron. Ella continuó subiendo y llegó finalmente a su habitación. Pensó en llamar a Ludovika o Amalie para que la ayudaran a cambiarse, pero no deseaba ver a nadie más, de modo que acabó por hacerlo ella sola. No era tan complicado, después de todo, excepto por la breve lucha que representaba deshacer su peinado y reordenar la abundante cabellera en una simple trenza al costado. Durante ese lapso creyó que Stefan irrumpiría en el dormitorio en cualquier momento, pero aunque él sí entró a su propia habitación, comenzó a dar vueltas por ella como un animal enjaulado. Por el sonido de sus pasos era evidente que estaba enfadado, lo cual le produjo a Anna cierta satisfacción.

La joven se recostó en su cama. Pensaba en Maximilian ahora; él era lo opuesto a un animal enjaulado, y como un espíritu libre y poderoso, resultaba difícil de atrapar. Y la persecución era tan entretenida... Ella misma empezaba a sentirse como una cazadora.

Una hora más tarde, mientras Anna continuaba despierta e imaginando situaciones que hacían subir la sangre a sus mejillas, Stefan salió de su dormitorio y bajó las escaleras. Ella pensó que no tardaría en regresar, pero el tiempo pasó sin que esto sucediera y la joven sintió curiosidad. Poniéndose una bata, fue a averiguar qué estaba haciendo su marido.

Tardó bastante en hallarlo, pues había ido a refugiarse en una sala de estar que raramente se usaba. Sentado en un sillón de espaldas a la ventana, sostenía una copa en las manos. La botella junto a él, sobre una mesita, apenas si conservaba una tercera parte de su contenido, y el olor a alcohol flotaba en la habitación. Anna se quedó de pie en el umbral, mirándolo sin decir palabra, hasta que él le preguntó:

—¿Qué haces aquí? No estabas preocupada por mí, ¿verdad?

—Para nada. Más bien se me ocurrió que podrías haberte ido a un burdel.

Stefan soltó una risa nada alegre, cargada de ironía.

—No hay burdeles cerca del castillo, querida, y no bajaría al valle a estas horas.

—Por supuesto. Sigue bebiendo, entonces. Hasta mañana.

Anna se dio vuelta para irse.

—Espera —dijo él. La joven se detuvo y lo miró—. Bebe conmigo un rato.

Ella consideró rehusarse, pero luego pensó que un trago no le vendría mal. Caminó hacia Stefan, por lo tanto, y terminó de vaciar la copa de él. No era vino sino algo más fuerte, y aunque le hizo arder la garganta, ella no permitió que se notara. Poco después sintió el efecto de la bebida en su cuerpo, relajando sus músculos y aturdiendo un poco su mente.

—No me gusta estar lejos del castillo —dijo Stefan, empleando un tono poco usual en él, como si estuviera confesando un secreto—. Tuve que construir el muro para mantener a esos condenados lobos afuera, y cada vez que aúllan me dan ganas de irme a cualquier otra parte, pero luego me marcho y no soporto a la gente ni el bullicio de las ciudades. Este lugar siempre me obliga a volver, aunque la mitad de mis recuerdos aquí sean... poco agradables. ¿Puedes entender eso?

—Lo entiendo. ¿A qué recuerdos poco agradables te refieres?

—¿Me extrañaste, Anna?

—¿Otra vez? ¿Por qué insistes con eso?

—Quiero oírtelo decir.

—Pues deberías decirlo tú primero, ¿sabes? Sería lo justo.

Stefan se levantó del sillón, le quitó la copa a Anna para ponerla en la mesita y luego, aferrando a la joven por los hombros, la besó. Las manos de él se movieron al resto de su cuerpo, ávidas, y ella supo que su esposo no había tocado a ninguna otra mujer durante su viaje, y que sí la había echado de menos. Stefan empezó a desvestirla... y ella se apartó.

—Aquí no —dijo Anna.

—Entonces ven a mi cama.

—No sé si tengo ganas de...

Él la besó de nuevo, posando sus labios en la boca y el cuello de la joven una y otra vez, acariciándole mientras tanto la cintura y la espalda, subiendo hasta detenerse en sus pechos.

—Ven a mi cama —repitió él, esta vez en un susurro al oído. Ya no estaba muy lejos de rogárselo. Maximilian jamás suplicaría, pensó ella, pero también se le ocurrió que su propia cama debía de estar fría a estas alturas, y puestos en ello, Stefan no era el único que necesitaba saciar sus impulsos. Anna le devolvió los besos a su marido, entonces, y lo tomó de ambas manos para conducirlo hasta la puerta, pero no llegaron muy lejos de esa forma porque él la levantó en brazos con un solo movimiento rápido. Así fue como llegaron al dormitorio: Stefan cargando a su esposa y ella rodeándole el cuello con ambos brazos mientras ambos continuaban besándose. Él tuvo mucho cuidado de no tropezar con nada, y depositó a Anna sobre la cama tras cerrar la puerta con un pie. Se desnudaron uno al otro en la oscuridad, sin decir una palabra, y a continuación él estaba dentro de ella, meciéndolos a ambos con un ímpetu que seguramente no era premeditado. Stefan quedó satisfecho antes que la joven, pero aun así empleó sus manos para llevarla hasta el final. Aquello le gustaba, pensó Anna, aunque otra parte de ella estaba en el bosque, esperando escuchar algún tipo de señal. Stefan la mantuvo en sus brazos por un rato, y cuando estuvo listo de nuevo le hizo el amor por segunda vez, más despacio. Susurró unas palabras en medio del acto, pero ella no consiguió prestarles atención. Se había dejado ir por completo, su cuerpo disfrutando del placer físico y su mente volando en el exterior como una lechuza blanca. Stefan no repitió la frase. Anna percibió que estaba cansado, y lo dejó recostar la cabeza en su hombro a la vez que acariciaba su pelo rubio. ¿De verdad él la necesitaba? ¿O el matrimonio seguía siendo un arreglo conveniente? Anna se preguntó si las respuestas a esas preguntas cambiarían algo. Luego decidió que no quería pensar en ello, no esa noche.

Stefan se durmió, pero ella permaneció despierta varias horas hasta que, harta del insomnio, se levantó de la cama sin despertar a su marido y fue a su propio dormitorio, cerrando la puerta que separaba una habitación de la otra. Se dirigió a la ventana y la abrió del todo, dejando que el aire fresco envolviera el cuerpo que ella no se había molestado en volver a cubrir. Sí, era como sentir el viento en unas alas imaginarias. Quizás debiera salir al bosque desnuda alguna vez, igual que en el sueño con el lobo. Había tenido ese sueño varias veces ya. No siempre aparecía Maximilian en él, pero la presencia de Krieger era una constante. En una ocasión, sólo una, ella se había convertido en una loba de pelaje oscuro y había corrido lado a lado con la enorme bestia negra, olvidando hasta el amanecer todos los frívolos pensamientos humanos. Pero sí buscaba algo: alimento. Una presa. La perseguiría hasta hacerla caer y se alimentaría de su carne y su sangre.

No entró más que aire por la ventana. Esa noche los lobos estaban silenciosos. Todavía desnuda, esta vez fue Anna quien dio vueltas por la habitación como un animal enjaulado.

CAPÍTULO 10

Fue una semana difícil tras el regreso de Stefan. Él insistió varias tardes en acompañarla a cabalgar, y cuando no lo hizo, mantuvo la vista fija en Anna a través de las ventanas. Por fin ella logró escaparse un día para salir al bosque, y entonces dejó que Blitz galopara a su aire, al comprender que el animal también se había sentido un poco encerrado. Después la joven buscó durante horas hasta que halló a Maximilian sentado sobre un tronco caído, afilando uno de sus cuchillos de caza. Él levantó la mirada y le dedicó una sonrisa muy arrogante.

—Hola, Anna. ¿De nuevo por aquí? Pensé que habías encontrado otra forma de pasar el tiempo, pero ya veo que no puedes mantenerte lejos de mí. ¿O acaso te has enamorado de este humilde cazador? ¿No te basta con tu adinerado esposo?

Anna se irguió sobre el caballo.

—Vine a pasear por aquí y me topé contigo por pura casualidad. ¿Enamorada de ti? ¡Ya quisieras ser tan importante!

La joven hizo dar media vuelta al equino, incapaz de soportar que Maximilian adivinara sus intenciones con tanta claridad. Quería humillarla, además, burlándose como ella hacía con Stefan de vez en cuando, pero no le daría el gusto de verla alterada. Se alejó a paso lento, maldiciendo el nudo en su estómago. Entonces el hombre la llamó. Anna tiró de las riendas para frenar a Blitz y miró hacia atrás.

—No te vayas así enfadada. Era una broma, nada más. A decir verdad, tu compañía me resulta... entretenida.

—Debería abofetearte por tu descaro. Soy la esposa del barón von Haller, ¿recuerdas?

Maximilian soltó una risa en la que había una nota de desprecio tan afilada como su cuchillo.

—Oh, Anna, no esperes que mencionar ese título tenga algún efecto sobre mí. ¿Te ha contado tu importante marido su historia completa?

—¿Cuál historia? ¿La de cómo murieron sus padres?

—No, no seré yo quien revele sus secretos. Que él mismo te lo diga, si es que tiene el valor de admitir que no es el hombre de reputación intachable que pretende ser.

—¿Y qué podrías saber tú sobre mi esposo? Todavía no me has dicho cómo os conocisteis.

—Eso es parte del secreto, baronesa von Haller. No arruinaré la sorpresa.

—No estoy de humor para tonterías. Y ahora que lo veo, es tarde y debería irme. Adiós, Maximilian.

Anna emprendió de nuevo el regreso, y por segunda vez detuvo al caballo cuando Maximilian dijo:

—Cobarde.

Furiosa, la joven se volteó.

—¿Disculpa?

—Eres una cobarde. Y muy orgullosa, además. Sé que viniste a buscarme pero no quieres admitirlo, y ahora te enojas porque te he dicho algunas cosas que no son de tu agrado. ¿Temes que tu mundo cómodo y perfecto se derrumbe?

—Si quisiera comodidad, no estaría aquí.

Maximilian rió.

—¿Paseos por el bosque a caballo en pleno verano? Eso no es nada. Ven conmigo a pasar una semana entera en pleno invierno, sin cocineros que preparen tu comida o sirvientas que te den baños de esponja. Y ven también al inicio de la primavera, a enfrentar a algún oso hambriento recién salido de la hibernación.

Anna sintió que se le erizaban los vellos de los brazos. El desafío de Maximilian, más que atemorizarla, le parecía emocionante.

—¿Así es como vives tú? ¿Desde hace cuánto? Jamás me has contado tu historia completa. Y vas demasiado bien vestido, además, para ser un cazador. A veces dudo de que realmente vivas aquí, porque pareces otro noble que hubiera salido al bosque a pasar el rato. Como yo.

—Vivo aquí desde hace más tiempo del que podrías imaginar, Anna, entre los árboles y los lobos. Pero no me creas si no quieres. A diferencia de tu esposo, sin embargo, he sido bastante sincero contigo.

El sol estaba bajando, y la mención de los lobos pareció desatar sus aullidos. Blitz se inquietó.

—Deberías irte —añadió Maximilian—. Conozco bien el lenguaje de los lobos, y ahora mismo se están llamando unos a otros para salir a cazar. Tal vez podría protegerte a ti de ellos, pero me resultaría más difícil convencerlos de no atacar a tu precioso caballo. Vete. Yo seguiré aquí por si quieres venir a verme otro día. No me gustaría privarte de mi encantadora presencia.

—Espero no volver a encontrarte nunca más —replicó Anna, aún furiosa, y espoleó a Blitz para que se diera prisa en llegar al castillo. No se desquitó con el caballo, pero en ese instante ardía en deseos de golpear algo o a alguien. ¿Cómo se atrevía Maximilian a hablarle de esa manera? Ya encontraría la manera de darle una lección, cuando él por fin estuviera a su merced igual que Stefan. Lo haría jadear detrás de ella igual que un perro.

Los aullidos de los lobos la seguían como si tales sonidos tuvieran patas o alas y estuvieran determinados a alcanzarla; mientras tanto, la luz ambiental era cada vez más tenue: el cielo anaranjado se había vuelto púrpura y no tardaría en cambiar al índigo. ¿De verdad había pasado tanto tiempo buscando a ese sinvergüenza de Maximilian? ¡Cuánta imprudencia! Esta vez sí debían de haber notado su ausencia en el castillo. Anna se preparó mentalmente para un enfrentamiento con Stefan.

No había nadie cerca del portón cuando ella llegó hasta ahí. Sacó la llave de su bolsillo... pero no alcanzó a desmontar, puesto que Blitz giró por sí solo, miró hacia el bosque y se alzó sobre sus patas traseras, asustado. Antes de caer, Anna vio la cabeza del lobo negro asomando entre dos árboles, y también vio sus ojos amarillos clavados en ella. Luego sufrió el duro impacto contra el suelo. No soltó las riendas, sin embargo, e incluso en medio del aturdimiento luchó para evitar que su caballo escapara, lo cual le ganó ser arrastrada unos cuantos pasos hasta darse de cara contra un arbusto. Sólo su brazo libre impidió que algunas ramas prominentes se le clavaran en los ojos.

—¡Blitz, quieto! —ordenó la joven, y el caballo, por una vez, obedeció. Anna se apoyó en él para levantarse, a pesar del mareo por el golpe que aún la dominaba. Algunos hilillos de sangre le corrían por las mejillas.

Krieger no se había movido de su lugar. La joven se colocó entre él y Blitz como si su caballo, el más voluminoso de los tres seres, fuera también el más indefenso.

—¿Qué es lo que quieres? —le dijo ella al lobo, protegida del miedo por la ira y el dolor. El cuerpo le temblaba por la tensión contenida, y apretaba las riendas con tanta fuerza que, de no haber sido por los guantes, se habría marcado la palma de la mano con sus propias uñas. Anna sostuvo la mirada del lobo sin parpadear, en contra de todo sentido común, hasta que Krieger simplemente dio media vuelta y se fue.

No había tiempo para adivinar el significado de tal encuentro; debía cruzar el portón cuanto antes y volver al castillo. Ella así lo hizo, todavía llevando a Blitz por las riendas, y no tardó ni dos minutos en toparse con Stefan. El hombre se veía nervioso, y cuando notó que su esposa estaba herida, corrió para llegar a su lado.

—¿Qué te sucedió? —exclamó él—. ¿Dónde has estado? Llevamos un buen rato buscándote por la propiedad, al ver que no regresabas.

Anna suspiró. Ahora se sentía cansada además de adolorida, y estaba segura de que a la mañana siguiente apenas si podría moverse.

—Me caí del caballo. Creo que estoy bien.

—La sangre en tu cara aún está fresca —observó Stefan, y sacó un pañuelo de su bolsillo para limpiar las heridas—. Son sólo arañazos, por suerte. Pero ¿dónde estabas antes de caerte?

—Dando vueltas por ahí. Quería estar sola.

Stefan miró a Anna a los ojos, tratando quizás de averiguar si mentía o no. Ella, sin embargo, había aprendido hacía tiempo a guardar sus secretos, y el hombre acabó por tranquilizarse. Tras besarla en la frente, dijo:

—No me molesta que necesites privacidad, pero agradecería que me lo avisaras de antemano, para no preocuparme. Ven, tienes que lavarte la cara o los rasguños no sanarán bien.

Stefan sujetó a Anna por la cintura y le quitó las riendas del caballo, que entregó a Otto a la menor oportunidad. La joven se dejó llevar hasta su cuarto, y aunque su esposo dio órdenes a las criadas, él mismo se encargó de limpiar suavemente el rostro de Anna con espuma de jabón y agua tibia. También la ayudó a quitarse la ropa, buscando otras heridas o contusiones.

—¿Has hecho esto antes? —preguntó ella.

—Alguna vez me ha tirado un caballo a mí también. En pocos minutos estará listo tu baño caliente, eso te hará sentir mucho mejor. Ahora come.

Stefan deshizo las trenzas de Anna con dedos ágiles y luego comenzó a peinarla mientras ella terminaba la cena que Ludovika le había entregado en una bandeja. Pensando en lo que había dicho Maximilian, la joven preguntó:

—¿Recuerdas a tus padres?

—No mucho. Pero sí recuerdo que mi madre era muy hermosa, y que mi padre siempre sonreía y me cargaba sobre sus hombros. Éramos... felices.

—¿No fuiste feliz con tu tío? ¿Te maltrataba?

—Ya te lo dije, era muy estricto. No me golpeaba, si a eso te refieres, pero tampoco era un hombre afectuoso. No llegué a conocer a mi tía. Raras veces se mencionaba su nombre, y el único retrato de ella en el castillo es pequeño y está mezclado con muchos otros, como si nunca hubiera tenido importancia.

Anna estaba de espaldas a Stefan y no podía verle el rostro, pero todas sus palabras habían sonado cargadas de tristeza. Dicha emoción aún persistía cuando él añadió:

—¿A qué viene todo esto? Ya te he contado lo que necesitas saber sobre mí. Y no hay mucho que saber, puestos en ello. No esperaba cambiar radicalmente mi vida cuando me casé contigo, pero sí hacerla un poco más... variada, quizás. Un poco menos solitaria. No te importa, ¿o sí? Creo que por ahora vamos bastante bien.

—Concuerdo —respondió ella, preguntándose qué diría Stefan si supiera de sus encuentros con Maximilian o de los sueños que había tenido sobre él. No podría afirmar entonces que las cosas marchaban bien... Más le valía a ella manejar sus asuntos con mucha discreción o seguramente se metería en serios problemas. Su marido parecía tener nociones bien establecidas sobre el honor familiar, y las relaciones clandestinas de cualquier tipo con otros hombres no debían de formar parte de ellas.

Amalie llamó a la puerta para anunciar que el baño de la baronesa estaba listo.

—Ve —dijo Stefan—. Tu cara ya está mejor, por cierto; no creo que vaya a quedarte ninguna cicatriz.

—¿Te molestaría que así fuera? ¿O vas a ponerte romántico y a decirme que no te casaste conmigo por mi belleza?

—Sabes que no soy un romántico, pero no, no me casé contigo por tu belleza.

Esta vez fue Anna quien buscó la verdad en los ojos de su esposo, y ahí estaba, tan clara como su color azul. Stefan había hablado con sinceridad. Anna concluyó entonces que Maximilian había mentido, por alguna razón que ella desconocía. Stefan no guardaba ningún secreto. Nada que a ella le concerniera, al menos.

La joven marchó a darse el baño, y el agua caliente hizo maravillas con el dolor. Los moretones, sin embargo, ya empezaban a tomar un color intenso, y les tomaría una semana o dos borrarse por completo, aunque eso no le importaba a la joven. Por lo menos no se había roto ningún hueso... o el cuello. Maldito fuera aquel lobo, que tendía a aparecer en momentos tan inoportunos. Maldito... y fascinante. No la había atacado, y esta vez tampoco le había gruñido. Más bien se había acercado a ella como en sus sueños. Anna se preguntó si los lobos también soñaban.

Stefan seguía en su dormitorio cuando ella salió del baño. No dijo una palabra más; sólo la ayudó a acostarse en la cama, la tapó con las sábanas y se quedó sentado en el sillón hasta que la joven por fin se durmió.

CAPÍTULO 11

Anna se mantuvo lejos del bosque por varios días, en parte para hacer escarmentar a Maximilian y en parte porque realmente había quedado mal después de la caída. Esto no la sorprendió; ya sabía, por sus primeras lecciones de equitación, que el precio en dolor por semejantes lesiones solía pagarse con retraso. Aguantó sin quejarse, como era su costumbre, hasta una tarde en que Stefan le preguntó:

—¿Ya te has recuperado del todo?

—Estoy bien, gracias.

—¿Segura?

—Claro que estoy segura. ¿Acaso parezco una muñeca de porcelana? No me rompo con tanta facilidad, querido.

Stefan sonrió.

—Eso es verdad. Ven conmigo, entonces, tengo algo para ti.

—¿Esos caballos que me ofreciste hace un tiempo?

—Pues... no. Pero seguramente será algo más acorde a tu personalidad que las joyas o los vestidos.

Anna había estado leyendo, sentada en un muro del jardín. Se puso de pie y siguió a su marido hasta el lago, donde él había hecho colocar una serie de objetos. La joven observó lo que había sobre una mesa... y se detuvo frunciendo el ceño.

—¿Escopetas y rifles? —dijo—. ¿En serio?

Stefan se volteó para mirarla.

—Sí, escopetas y rifles. Se me ocurrió que podría enseñarte a disparar.

—¿Para que pueda acompañaros a ti y a mi padre a cazar perdices, o qué? Ya me imagino la cara que pondría él... ¿Y qué pensaría de ti, que eres su yerno, cuando supiera que fue tu idea?

El hombre se rió.

—Francamente, me encantaría ver su reacción. Estoy seguro de que cuestionaría mi cordura, pero... mira, no quiero enseñarte por una razón en particular. Sólo buscaba alguna actividad que pudiéramos hacer juntos, aparte de cabalgar y... lo otro. Si es obligatorio que tenga una utilidad, bueno, podría servir para que te defendieras en caso de que algún animal peligroso entrara a la propiedad.

—¿Hablas de los lobos? No creo que les interesara cruzar el muro, aunque dejaras los portones abiertos todo el día.

—¿Y qué sabes tú de los lobos para afirmar eso?

—Corrígeme si me equivoco. ¿Has tenido que matar a algún lobo en defensa propia?

Stefan miró al suelo, pensativo, y respondió:

—No en defensa propia, pero sí maté a un lobo una vez. Y no finjas sorpresa, sé que Otto te lo dijo. Se le escapó cuando me habló sobre tu interés en mis caballos.

—Oh.

—Él también cree que estoy un poco loco, ¿verdad?

—No. En realidad piensa que tienes razón.

—¿Ah, sí? No sé si debo sentir alivio o preocuparme de que Otto se esté volviendo senil. Nadie me ha creído hasta ahora.

—¿Por qué mataste a ese lobo?

Stefan resopló, esbozando una sonrisa irónica.

—Porque era muy joven y estúpido, y no sabía entonces que la lealtad entre los lobos es más poderosa a veces que la lealtad entre las personas. Era un lobo también joven, probablemente un hijo o un hermano del líder de la jauría. Te contaré la historia, pero hoy no. Hoy no quiero pensar en eso, y tampoco quiero que me veas con esa expresión de incredulidad que suele poner todo el mundo. ¿Te enseño a disparar o no?

Anna recordó su última charla con Maximilian, y cómo él la había tratado igual que a una niña tonta. ¿Se atrevería a repetir el insulto si ella se presentara en el bosque con un rifle cargado? Sólo había una forma de averiguarlo...

—De acuerdo, enséñame. Quizás sea divertido, y a decir verdad, el libro que estaba leyendo no era la gran cosa.

Stefan sonrió y le hizo un gesto de que se acercara.

—Eso es. No esperaba menos de ti, cariño. Ahora presta atención. Conociéndote, estoy seguro de que esto no nos llevará mucho tiempo.

La joven escuchó atentamente mientras él explicaba cómo cargar las distintas armas, y no cometió ningún error al poner en práctica sus instrucciones. Luego sostuvo uno de los rifles y le apuntó al blanco que Stefan había hecho preparar en el terreno, permitiendo que su esposo acomodara sus brazos y la ayudara a mantenerse firme. Recién entonces oprimió el gatillo.

El estampido hizo volar a todos los patos del lago y resonó por la propiedad generando algunos ecos. Ensordecida por un momento, Anna bajó el rifle y se permitió una pausa a fin de evaluar lo que había sentido, porque al principio no lo entendió. Era una combinación extraña de otras experiencias, como cabalgar a Blitz a toda velocidad por un campo despejado, y la emoción que la inundaba a veces cuando los lobos dejaban oír sus aullidos de triunfo en una noche de cacería. Pero había una nota menos agradable en esa mezcla, el conocimiento de que su nuevo poder estaba ligado a la muerte. El objetivo final de esas armas, al fin y al cabo, era destruir.

—No estuvo mal —dijo Stefan—. Casi diste en el centro del blanco. ¿Quieres intentarlo de nuevo?

—Por supuesto. Me conoces, soy perfeccionista.

—Adelante, entonces. Ahora ya sabes cómo hacerlo sola.

Anna disparó una y otra vez, indiferente al dolor en el hombro causado por los culetazos y también a las manos de Stefan, que a menudo rodeaban su cintura o sus caderas. Tampoco se dejó distraer por los besos que él le dio en el cuello. Estaba muy concentrada, y no sólo llegó a acertar en el centro del blanco sino que además lo logró a mayores distancias. A pesar del zumbido en los oídos, quedó muy satisfecha con su desempeño.

—Tal vez sí vaya a cazar contigo y con mi padre después de todo. Y nos reiremos cuando él se escandalice. Aunque antes de eso tendremos que enfrentar la indignación de Ludovika...

Anna aún sujetaba el rifle, pero se había sentado en el borde de la mesa para descansar un poco.

—Quieres mucho a tu padre, ¿no es cierto? —preguntó Stefan en un tono más serio.

—Sí, lo quiero. Y lo respeto. Pero todos lo hacen, es un buen hombre.

—¿Y qué hay del resto de tu familia?

—Están bien, no tengo quejas sobre ellos.

—¿Te habría gustado tener hermanos o hermanas? ¿Extrañas a tu familia?

—Nunca me detuve a pensar si me agradaba o no ser hija única. Mi familia... estaba ahí, y con eso tenía bastante. ¿Para qué iba a querer más gente a mi alrededor? ¿Para consentirme y echarme a perder? Y sí, a veces extraño un poco a mi padre, pero tarde o temprano vendrá de visita, y ya sabes que le escribo a menudo. ¿Adónde quieres llegar con todo esto?

Stefan se paró frente a ella, abrazándola por la cintura.

—Ojalá mi vida hubiera sido diferente —dijo él—. Ojalá mis padres no hubieran muerto. Mi tío... bueno, ya te he dicho cómo era. No me gusta mucho hablar sobre él. Como sea... ahora estás aquí. —El hombre guardó silencio un rato. Anna pensó que había terminado, pero luego él continuó—: Por primera vez en mi vida, estoy convencido de que podría tener una familia de verdad. Igual que en las historias, donde las parejas se casan, tienen hijos y son felices. Dios, me suena raro incluso a mí, de veras, pero es lo que pienso últimamente. ¿Qué te parece la idea?

—Yo... nunca he sido aficionada a los cuentos de hadas. No sé si...

—Es que no tendría por qué ser como un cuento de hadas. Los cuentos de hadas son sueños y castillos en el aire para los niños. ¿No lo ves? Nosotros podríamos construir algo real sin problemas. ¿Y por qué no, si tenemos todo lo necesario? Somos dos personas con suerte, para lo que hay en este mundo.

Anna no supo qué contestar. Estaba sinceramente confundida, y su cabeza le daba vueltas a la posibilidad sugerida por Stefan como si fuera un objeto extraño caído del cielo o depositado en la playa por las olas del mar. Todos los matrimonios que ella conocía eran arreglados. El de su padre no, pero su madre había muerto antes de que Anna fuera lo bastante mayor para recordar su interacción. Desde pequeña había observado a esas parejas unidas por la compatibilidad... de sus títulos nobiliarios, y aunque solían tratarse amablemente y criaban bien a sus hijos, a menudo se notaba que llevaban vidas muy tediosas. Anna, no obstante, había asumido que ésa era la norma, sin plantearse nada distinto, y ahora Stefan le soltaba todo aquello de repente.

Ella había tenido su último sangrado unos pocos días atrás, de modo que aún no estaba embarazada. Tampoco había conseguido verse a sí misma como una futura madre, cariñosa, indiferente o de cualquier otra clase. ¿Tendría que esperar a que su cuerpo empezara a hincharse? No era una perspectiva muy alentadora...

La joven inclinó la cabeza para mirar sus manos... y sus ojos encontraron el rifle. Demonios, no podía pensar en dar vida mientras sujetara un instrumento diseñado para arrebatarla.

Stefan aguardaba una respuesta. Ella contestó:

—No sé si lo que quieres es posible, pero... podríamos intentarlo. Sería bueno tener un objetivo concreto, para variar. Nunca he estado muy segura de lo que quiero.

Esto último no era del todo cierto. Había estado bien segura de que quería salir al bosque, y en la actualidad estaba más que segura de que quería seducir a Maximilian, aunque no supiera exactamente qué obtendría de ello aparte de la euforia por haber atrapado una presa esquiva. Era un deseo oscuro, fuerte e insidioso pero no menos estimulante, como un vino de la mejor calidad bebido hasta que se subiera a la cabeza y ahogara todas las inhibiciones.

Stefan se inclinó sobre ella y la besó. Mantuvo sus labios en los de Anna por un largo rato, recorriéndolos suavemente hasta que la joven no pudo pensar en nada más. A veces él lograba eso, alejarla de todo, aunque no ocurría tan seguido como a ella le habría gustado.

—Eres fuerte —susurró Stefan—. Más fuerte de lo que yo imaginaba cuando pedí tu mano en matrimonio. Cuando te miro, pienso que entre los dos podríamos iniciar todo un linaje, como las grandes familias reales a lo largo de la historia. La gente hablaría de nosotros.

Anna se volteó un poco hacia el lago. No tenía el corazón para decirle a Stefan que nada de eso le importaba en absoluto: la nobleza, los apellidos o los títulos. Comprendía el desprecio de Maximilian por tales cosas, y en parte también compartía su opinión. Las personas debían valer por sí mismas, no por haber nacido en un palacio o una choza. En un ambiente hostil, ¿quién sobreviviría? ¿Quien tuviera un árbol genealógico más largo o quien fuera lo bastante listo para cazar y defenderse? Además, si ella aún no se veía a sí misma como una madre, mucho menos se veía como una matriarca. Eso era para las señoras robustas que hubieran parido diez hijos y ahora sólo desearan permanecer en sus cómodos hogares, malcriando a sus numerosos nietos.

Stefan debió de intuir que Anna no concordaba del todo con su visión del futuro, porque volvió a besarla y añadió:

—Pero me sentiría conforme aunque sólo fuéramos tú y yo, sin hijos. No creo que llegue a aburrirme de ti jamás. De hecho, hasta es posible que no vuelva a pisar un burdel en mucho tiempo.

Él bromeaba, y ella le dio una suave bofetada también en broma.

—Ten cuidado con lo que digas de aquí en adelante —le advirtió Anna—; si insistes en provocarme, ahora podría dispararte en un pie.

Stefan rió y la tomó de la mano.

—Vamos a cenar. Mañana seguiremos con las lecciones de tiro... y así tendré tiempo de comprarme unas botas a prueba de balas.

Comieron juntos en la larga mesa del comedor. La cena estuvo bien, pero Anna se dio cuenta de que incluso aquel ambiente tan austero para un castillo le parecía demasiado lujoso. ¿Candelabros? ¿Decenas de sillas vacías? ¿Un juego de cubiertos para cada plato? Qué absurdo. Sería mucho más natural y agradable aprovechar los últimos días veraniegos para comer a la intemperie, aunque no fuera en el bosque. Prepararían una hoguera para asar la carne, como debían de hacer los cazadores rurales; buscarían los frutos silvestres ellos mismos y sentirían el viento en la cara, el olor a tierra y los llamados de las aves nocturnas. El fuego espantaría a los insectos. Y después de cenar... después de cenar podrían hacer el amor bajo las estrellas, sobre una manta extendida en un colchón de agujas de pino. Ella estaba dispuesta a vivir esa aventura y le daría igual con quién fuera, Stefan o Maximilian. Hasta podría llevar la situación un poco más lejos e imaginarse durmiendo en el bosque, sola, protegida por un rifle. Se acomodaría en alguna rama alta, y quizás pudiera ver cazar a los lobos desde una distancia segura. Sería maravilloso.

Stefan dijo algo.

—Lo siento, estaba distraída —se disculpó Anna.

—Justamente acabo de preguntarte en qué estás pensando. Por tu mirada perdida, es como si te hubieras ido a otro mundo.

—No es nada. Creo que... el ruido de los disparos me afectó un poco. Se me pasará en un rato, supongo.

—Ya veo. Me alegra que no sea nada grave.

Anna sonrió y no hablaron más después de eso. La joven se fue a su cama, y pocos minutos después de acostarse, Stefan entró a su dormitorio.

—Quería darte un beso de buenas noches —dijo él.

—¿Sólo eso?

—No.

Anna abrió las sábanas y Stefan se metió con ella en la cama. El beso de buenas noches se convirtió en algo más profundo, y el camisón de la joven terminó hecho un bulto de seda en el piso. Antes de penetrarla, él susurró:

—Tal vez concibamos un hijo antes del otoño.

—Tal vez. Pero no ahora. Bésame.

Stefan la besó de nuevo. Ella pensó que no podría llevar un bebé al bosque. ¿Y si además de las escopetas y rifles aprendía también a usar cuchillos de caza, o un arco y flechas? Maximilian nunca portaba armas de fuego. Sabiendo que se entendía con los lobos, quizás desdeñara las técnicas modernas de cacería.

Ella tendría que vestirse como un hombre, también, con pantalones y botas. Eso eliminaría las pocas limitaciones restantes. Stefan había dado en el clavo con eso: ella era fuerte, y no tenía miedo de explorar su propia fuerza hasta el límite.

Anna se apretó más contra el cuerpo de su marido, usando los brazos y las piernas, gimiendo de placer. Quizás estuviera viviendo la mejor época de su vida, y en caso de que así fuera, se aseguraría de aprovecharla al máximo.

CAPÍTULO 12

Hacía ya tres cuartos de hora que Amalie peleaba con el cabello de su ama, tratando de peinarlo tal como Ludovika le había enseñado. La chica se esforzaba y tenía manos pequeñas y hábiles, pero aquella tarea era más complicada de lo que parecía y a ella le faltaba práctica. Finalmente Anna resopló, deshizo las pocas trenzas que estaban en su sitio y dijo:

—Busca unas tijeras.

—¿Qué? Baronesa...

—No pongas esa cara, como si hubiera dicho que voy a asesinar a alguien. Busca unas tijeras. Ahora.

—Sí, baronesa.

La chica se apresuró a obedecer; mientras tanto, Anna dividió su cabellera en dos gruesos mechones que peinó hacia adelante. Una vez que halló las tijeras, Amalie contempló a su ama y abrió mucho los ojos al comprender de qué iba todo aquello.

—Pero... usted no debería...

—Soy la baronesa, Amalie, y es mi cabello. Puedo hacer lo que me dé la gana con él. Pásame las tijeras.

La chica obedeció de nuevo, todavía con una expresión horrorizada en su tonta cara. Esgrimiendo las tijeras de manera firme y decidida, Anna estiró bien ambas mitades de su cabellera y las cercenó a la altura de sus pechos. Dejó caer el pelo cortado al suelo sin dedicarle una segunda mirada; en lugar de eso, le devolvió a Amalie las tijeras y el cepillo.

—Ya está. ¿Lo ves?, no fue como amputarme una pierna o un brazo, si era eso lo que te preocupaba. El cabello no sangra. Ahora emparéjalo un poco, ¿quieres? Ah, ¡qué bueno será no tener más ese peso sobre mi cabeza!

La criada volvió a poner manos a la obra, apretando los labios de tal forma que perdieron todo su color. Anna pensó, divertida, que la pobre se echaría a llorar en cualquier momento, pero luego de pasar un rato haciendo de peluquera, Amalie recuperó su buen humor. Al terminar, dio un paso atrás y se animó a decir:

—Creo... que quedó bien. El corte... la favorece.

—Francamente, estoy de acuerdo. Y míralo de este modo: te daré menos trabajo con el pelo así. Ahora limpia la alfombra, por favor.

—Sí, baronesa.

Amalie comenzó por recoger los montones de cabello más grandes. Aprovechando que no había nadie más en la habitación, Anna dijo:

—Puesto que andas por todo el castillo y escuchas hablar a los sirvientes... ¿ha llamado tu atención algo que ellos comentaran sobre el pasado de mi esposo? ¿Algo que al barón no le gustaría que se supiera?

Amalie tenía la cabeza gacha, pero aun así pareció que se ruborizaba.

—Baronesa, yo no... no ando pendiente de los chismes. Pero no he escuchado nada raro, de todas maneras. ¿Desea que averigüe algo por usted?

—No lo sé, sólo... mantente alerta por si pescas algo interesante. No estaría bien que mi esposo me ocultara cosas, ¿verdad?

La criada siguió mirando al suelo y no respondió. Se veía muy incómoda, cosa que Anna podía entender perfectamente dado que la conversación, al igual que el asunto de las llaves, no era apropiada para una relación entre ama y sirvienta. De todos modos, la joven tampoco estaba segura de que valiera la pena insistir sobre aquel asunto. ¿No había decidido ya que si Stefan guardaba algún secreto, seguramente era algo de poca importancia? ¿Por qué debería tomar en cuenta las palabras de Maximilian si era él quien se escondía en el bosque? Condenado fuera, por hacerla dudar una vez más. No necesitaba nada de eso, sólo... encontrar la manera de encajar adecuadamente las piezas de su vida que parecían incompatibles entre sí como el agua y el aceite.

Ludovika entró a la habitación, se detuvo de golpe y profirió un gemido al ver la cabellera mutilada de Anna. Soltó un gemido adicional al detectar los largos mechones cercenados entre los dedos de Amalie.

—Pero ¿qué has hecho? —le preguntó la mujer a esta última.

—Déjala en paz —intervino Anna—. Fue mi idea. De hecho, yo me corté el pelo. ¿No te gusta?

—¡Pero si era tan bonito...! ¿Qué dirá el barón cuando la vea?

—¡Por el amor del cielo, no es para tanto! ¡Era sólo cabello! Me da igual lo que diga mi esposo. Si no le agrada, será su problema, no el mío. Ya se lo dije a Amalie: es mi cabellera y puedo llevarla como se me antoje, incluso suelta y al viento como una amazona griega. ¡Y no quiero que se hable más de ello!

Amalie dejó escapar una risita; Ludovika la fulminó con la mirada.

—Sal de aquí, yo terminaré de limpiar —le ordenó la mujer a la otra sirvienta, quien no perdió un segundo en esfumarse—. Lo siento, baronesa. Tiene... tiene usted razón, no me corresponde opinar. ¿Desea que la peine o no?

—Eso ya no será un problema. Mira esto. —Anna tomó un par de broches de su joyero y apartó con ellos los mechones que caían sobre su frente—. ¿Qué tal? Podría comenzar una nueva moda. En fin, me voy a desayunar. Si mi esposo decide pegar un grito, ya lo escucharás desde aquí.

Anna bajó las escaleras dando saltitos, como si el corte de pelo hubiera vuelto todo su cuerpo más ligero. Cuando llegó al comedor, tenía las mejillas encendidas y unas ganas absurdas de ponerse a bailar. Stefan, que estaba de pie junto a la ventana con una taza en la mano, se volteó al oírla llegar. Su mirada reflejó sorpresa... y luego deleite. Dejó la taza sobre la mesa, caminó hacia Anna y acarició los espesos mechones de cabello suelto como si fueran nuevos para él.

—No está mal —se limitó a decir, y le dio un beso rápido a la joven en la boca.

—Ya has desayunado —observó ella.

—Así es. Lo siento, no podía esperarte más. Me llegó una carta hace un rato. Cosas de negocios. La cuestión es que debo irme ahora mismo, aunque esta vez sólo estaré fuera un par de días. ¿Quieres que te traiga un regalo? ¿Alguna delicia extranjera? ¿Unos guantes nuevos? ¿Balas?

—Nada de lo que pidiera te parecería raro, ¿cierto?

—Diría que no.

—Me gustaría seguir con las clases de tiro, pero sin hacer tanto ruido. Tráeme un arco y flechas.

—¿Sólo eso, querida? ¿No deseas también una ballesta, o incluso una espada? Aguarda, sí hay espadas en el castillo. Probablemente estén algo oxidadas, pero...

—Olvida las espadas. Pretendo afinar mi puntería, no enzarzarme en un combate medieval. Además, no podría moverme con una de esas pesadas armaduras.

Stefan se rió y volvió a besarla.

—De acuerdo. Te traeré el mejor arco que encuentre, y también buscaré a un instructor. Podríamos tomar esas lecciones juntos, por cierto. Sólo espero que no nos matemos uno al otro por accidente...

—Vete ya, Stefan, y que tengas un buen viaje.

Se despidieron ahí mismo, sin más ceremonia, y la joven se sentó por fin a desayunar. ¡Dos días! Aprovecharía para salir al bosque llevando alguna de las armas, por si volvía a encontrarse con el lobo negro y éste decidía atacarla. Ella no lo mataría, por supuesto; era demasiado bello. Bastaría con disparar un tiro al aire para ahuyentarlo, y solamente si daba señales de agresividad. Usaría el mismo criterio con el resto de sus congéneres.

Esa tarde salió a cabalgar... pero no cruzó el portón. Sus planes eran mucho más interesantes que eso. Lo que hizo fue esperar a la madrugada, cuando todos se fueron a dormir; entonces abandonó la cama, se vistió rápidamente y, deslizándose por los corredores igual que en su primera noche en el castillo, salió a la oscuridad del exterior. Llevaba sus ropas de montar pero sólo porque eran las más cómodas, puesto que no pensaba sacar a Blitz esa noche. Su intención era recorrer el bosque por sus propios medios, tal como lo hacía Maximilian, y si acaso se veía obligada a escapar, sus piernas tendrían que servirle. Ellas y el rifle que colgaba de su espalda.

La luna todavía brillaba en el cielo, pero aun cuando desapareciera, Anna estaba segura de que podría orientarse por las estrellas. Las había observado mucho últimamente, consultando también algunos libros en la biblioteca de Stefan; además, las montañas seguían en su sitio, como un punto de referencia bastante más fiable. Sabría en todo momento dónde se hallaba, igual que en pleno día.

Por todo lo anterior, cruzó el portón del muro sin temores de ninguna clase. Paseó por el bosque en silencio, feliz y despreocupada, apreciando las diferencias en el ambiente debidas a la hora. Le pareció entonces que los animales nocturnos estaban pendientes de ella, puesto que antes no habían tenido la oportunidad de observarla. La joven no percibió señales de miedo a su alrededor. Tal vez esas criaturas se hubieran acostumbrado a los humanos por la presencia constante de Maximilian. ¿Dónde estaría él, por cierto? ¿Durmiendo en alguna parte, o habría salido a cazar en la oscuridad como los lobos y las lechuzas? Sin pensarlo, Anna llegó hasta el lago del que partía el arroyo. Se quitó los guantes para refrescar sus manos... y entonces una cabeza asomó del agua a cierta distancia, sobresaltándola de tal manera que ella se echó hacia atrás y cayó sobre su trasero. Maximilian rió a carcajadas. Ella le lanzó una rama, pero no dio en el blanco.

—¿Te crees muy gracioso? ¡Debería arrojarte una piedra! ¡Espera a que encuentre una lo bastante grande!

—Oh, no te enfades, sólo te di un pequeño susto. Perdona, es que no pude evitarlo. No vas a dispararme con ese rifle, ¿o sí?

Anna trató de mantenerse seria pero no lo consiguió del todo. La sonrisa de Maximilian era irresistible, y ella se dio cuenta de que en verdad lo había extrañado a pesar de sus burlas y sus intrigas.

—¿Qué haces aquí? —preguntó la joven, tratando de cambiar de tema.

—¿No es obvio? Me estoy dando un baño. Me lavaría con la lengua si fuera un animal, pero la última vez que vi mi reflejo en el agua seguía siendo un hombre. ¿Qué haces aquí?

—Quería ver cómo es el bosque de noche.

—¿No te preocupan los lobos?

—Los oí ayer de madrugada. Sé que cazaron algo, así que hoy deben de estar descansando.

—Aprendes rápido, Anna.

Maximilian seguía flotando en medio del lago, que bajo aquella luz fría parecía cubierto de plata. El hombre también se veía radiante, con el cabello y el cuerpo mojados y el reflejo de las ondas en su cara y sus ojos. Anna sintió una punzada de deseo que procuró disimular, pero él debió de darse cuenta porque dijo: