9
28 de octubre de 1974
En la mañana del 28 de octubre, Frank se encontró con el vicealmirante P. G. Begelman, jr., comandante de la Fuerza de Submarinos de la Flota del Pacífico: ComSubPac. Frank apareció en su oficina a las 9:00 con una lista de los posibles comandantes de submarino, que le había proporcionado Diminsky.
Begelman, un fornido guerrero cincuentón, bronceado por el sol y dueño de una reputación de muy severo, pero justo, cogió la lista y la revisó rápidamente, quitándose las gafas tan pronto como terminó.
—Eeee... éste. Byrnes. Capitán de fragata Louis F. Byrnes. Es el mejor comandante de submarinos que he conocido.
—Sí, señor. ¿Lo conoce bien? —preguntó Frank mientras rodeaba el escritorio del almirante y espiaba la lista.
—Muy bien. Es reglamentario, hasta la última línea.
Frank salió desde atrás del escritorio. ¿Reglamentario? Se preguntó si era eso lo que necesitaba. ¿No sería mejor alguien de mente más elástica, alguien joven y audaz?
Como si hubiera leído sus pensamientos, Begelman ofreció una explicación:
—No va a encontrar ningún hombre más joven que haya tenido experiencia como comandante a bordo de este tipo de submarino de flota. Excepto, quizá, usted mismo. Tengo entendido que fue comandante de uno en Vietnam hace unos cuantos años.
—Sí, señor. Es cierto. En el Prang. Durante un mes.
—Bueno, la Marina preferiría alguien con mayor jerarquía y experiencia, alguien que se ocupe fundamentalmente y de corazón del submarino, mientras usted maneja el aspecto investigativo de la misión.
—Comprendo —desde el punto de vista de la Marina, tenía sentido; pero Frank adivinaba la intervención de Diminsky en el asunto—. Bueno, me parece muy bien que sea Byrnes. ¿Está disponible, señor?
—Sí. Su propio submarino estará fuera de servicio durante tres meses más para reacondicionamiento. Deben de instalar cierto equipo técnico moderno. Podemos ordenar que Byrnes se presente aquí el miércoles 30.
Frank pensó durante un momento y luego asintió con un movimiento de cabeza. ¿Qué podía hacer? No tenía otra salida. Pero la idea de tener que luchar con un inflexible y estricto comandante de submarinos (además de sus problemas con Jack Hardy) le produjo un intenso malestar.
En la misma mañana, el teniente Cook se entrevistó con dos oficiales del departamento de personal naval. Les entregó una copia de su pedido y presenció el levantamiento casi simultáneo de las cejas de ambos.
—¿Ochenta y tres hombres? —preguntó uno de ellos.
—¿Voluntarios? ¿De dónde diablos los vamos a desenterrar? ¿Y con experiencia en submarinos de flota? ¡Santo Dios! ¡Teniente, afloje un poco!
—Mi jefe les romperá la cabeza si no se consiguen —dijo Cook.
Los dos oficiales de personal reaccionaron con la misma respuesta que casi siempre provocaba la intimidación.
—En ese caso, hágalo usted mismo.
Cook sonrió y los dos oficiales de personal parecieron tranquilizarse.
—Muy bien, teniente, ¿qué necesita saber?
—Primero: ¿quiénes siguen en la Marina que hayan prestado servicios en ese tipo de submarino?
—Tendremos que averiguarlo y preparar la lista —dijo uno de los oficiales.
—Magnífico. Segundo, ¿cuáles están en el área de Pearl Harbor?
—No hay problema. Eso lo tendremos en un día.
—Tercero, ¿cuáles son haraganes y cuáles son buenos?
Uno de los oficiales hizo un cómico gesto y preguntó:
—¿Cuáles quiere?
—Muy gracioso —replicó Cook, y se puso en pie—. Tan pronto como sepamos quiénes son los mejores, les pediremos que se presenten como voluntarios.
—¿No quiere que les ofrezcamos una alternativa?
—¿Qué clase de alternativa? —preguntó Cook parpadeando.
—Prestar servicios en el Candlefish o que los enviemos al Polo Sur.
Cook lanzó un bufido. Los dos oficiales de personal rieron.
Evidentemente, para ellos era un chiste de rutina. Cook estaba impresionado por lo limitado de su repertorio.
—Con respecto a los oficiales —dijo—, no busquen tipos que sean del servicio regular. Traten de elegir oficiales del cuerpo de servicios limitados. Algunos que sean lo suficientemente viejos como para haber prestado servicios en este tipo de submarinos. Ese es el criterio fundamental.
—Si quiere oficiales de servicios limitados es probable que los encuentre arrastrándose en los buques auxiliares. Elija el que quiera.
—Quiero una lista. Presentaremos todo al futuro comandante del submarino y dejaremos que elija primero a los tipos que conozca.
—Tenemos un montón de ex marineros que ahora son oficiales. Podemos sacar de allí.
—Perfecto —dijo Cook—. Y de la gente de los astilleros. Todo aquel que sea marino o que haya sido marino. Consíganme una lista.
30 de octubre de 1974
El mediodía del miércoles 30 de octubre, Ed Frank subía por la escalerilla desde su alojamiento a bordo del Imperator. Se abotonó la camisa de su uniforme y se enderezó la gorra. Cruzó la cubierta hasta la pasarela y dirigió la vista hacia el muelle. Un automóvil de ceremonial de la Marina se acercaba desde el club de oficiales solteros. Dos hombres descendieron de él y fueron en dirección al buque auxiliar. Frank reconoció en uno el característico y confiado aire de marcha del teniente Cook; lo acompañaba un rígido oficial de severa mirada.
Frank volvió hacia atrás unos pasos y tomó una posición adecuada para saludar al hombre a su llegada. El capitán de fragata Louis F. Byrnes pisó decididamente la pasarela y subió a bordo, con Cook detrás. Frank hizo el saludo reglamentario y se presentó.
—Ed Frank.
—Louis Byrnes. Mucho gusto de conocerle.
Byrnes era un hombre de poco más de cuarenta años; tenía un rostro de facciones marcadamente angulosas. Se dieron un apretón de manos, y Cook sonrió disimuladamente a Frank cuando Byrnes paseó lentamente su mirada observando el buque auxiliar.
—¿Cuándo tiene intención de zarpar, capitán Frank?
—El 21 de noviembre a las ocho —contestó rápidamente Frank.
Byrnes lo miró con particular interés.
—Sumamente exacto.
—Me han dicho que aprecia la exactitud.
—Se quedaron cortos. No puedo vivir sin ella.
Frank se esforzó para mostrar una débil sonrisa y se preguntó fugazmente con qué diablos se encontraría una vez que ese hombre asumiera el mando y salieran al mar.
Byrnes aflojó su expresión al percibir la inquietud y sonrió. Se cogió las manos detrás de la espalda y empezó a recorrer el buque auxiliar, dirigiéndose a popa.
—Me gustaría contar con una dotación de setenta y cinco hombres, incluyendo a los oficiales —anunció por encima de su hombro.
—Seremos ochenta y cuatro —respondió Frank—. Quiero igualar la dotación que tenía en tiempo de guerra, hombre por hombre.
Byrnes lo aceptó impasible. Frank observó su espalda. Los hombros subían y bajaban mientras andaba. Llegaron a popa y Byrnes se detuvo para mirar al Candlefish allá abajo, en el extremo del muelle.
—Parece listo.
—Engaña —dijo Frank.
Byrnes lo miró sonriendo y dijo:
—Pura pinta.
Después del almuerzo recorrieron el submarino. Byrnes lo encontró en general a su gusto; parecía estar en mejores condiciones que el noventa por ciento de los submarinos en que había prestado servicios. El personal del astillero había reparado casi todos los daños internos, de manera que Byrnes no llegó a ver los instrumentos rotos ni los efectos personales esparcidos por el suelo, ni el motor principal numero uno caído de su montaje, ni los torpedos atascados contra los mamparos.
Frank creyó conveniente minimizar los aspectos más misteriosos de la situación del submarino, considerando que Byrnes se enteraría de cualquier manera; ¿para qué arriesgarse a perturbar su rígida y fría tranquilidad? Sólo necesitaba saber lo necesario para comandar el submarino en el mar con su dotación. Frank había decidido desde mucho antes que la investigación (la naturaleza de la misión) no debía de ser objeto de conversación excesiva hasta que no se encontraran decididamente en camino. Por tanto, sólo se refirió a algunos detalles menores de la historia del submarino, haciendo todo lo posible para que la mente de Byrnes se mantuviera ocupada en la tarea que tenía por delante.
Byrnes curioseó el interior del camarote del comandante y vio a Jack Hardy atareado escribiendo el diario. Hardy miró hacia arriba y se puso en pie. Frank los presentó. El hecho de que Hardy hubiera prestado servicios a bordo de ese submarino treinta años antes produjo la primera alteración en el gélido exterior del nuevo comandante. ¿Pero qué clase de reacción había provocado Hardy en Byrnes? Y qué ocurriría si los dos hombres salían juntos en ese viaje?
Al atardecer, Frank y Byrnes se sentaron a beber unas copas en el camarote de Frank a bordo del Imperator. El primero entregó al nuevo comandante una serie de documentos y papeles del Candlefish: gráficos, informes de alistamiento, listas de control de equipos, manifiestos de abastecimiento, planos y un grueso manual de más de cien páginas sobre la organización de la nave, tal como fuera preparado para el Candlefish por Basquine y Bates, en noviembre de 1943. Listas de guardia, puestos de cada tripulante, conocimientos de material, listas de emergencias, instrucciones de ingeniería... El libro de organización del submarino era una mina de oro de información.
Byrnes quería volver a escribir el libro de acuerdo a sus preferencias. Frank se mostró insistente.
—No. No tenemos tiempo para eso. Además, queremos realizar esta misión en la misma forma en que hicieron la de 1944. Las mismas listas y turnos de guardias, las mismas órdenes, los mismos procedimientos de ingeniería. Podemos valernos de todo esto... funcionó bien hace treinta años.
—El submarino se hundió, ¿no es así?
—Sí. Y nosotros queremos descubrir por qué. Ese es el propósito de todo esto.
Byrnes le miró con fría determinación.
—Muy bien. Pero no queremos que suceda otra vez —Frank se mantuvo en silencio y él insistió—: ¿O estoy equivocado?
—No. Por supuesto que no.
—Mi primera preocupación, mister Frank, se refiere al submarino y a la seguridad de la dotación. Su tarea es problema suyo. No tiene nada que ver conmigo, a menos que entre en conflicto con mis obligaciones. Se me dio a entender que la acción de la misión será de su responsabilidad, excepto cuando invada mi jurisdicción. ¿Estamos de acuerdo?
—Sí.
Era un golpe para la mentalidad de Frank, tendiente siempre a abarcar cada vez más, pero tendría que adaptarse a la nueva situación. Básicamente, Byrnes estaba en lo cierto. Cada operación requería un contrapeso. Si a Frank se le daba rienda suelta era probable que llevara al submarino hasta lo que podían considerarse circunstancias peligrosas.
31 de octubre de 1974
La víspera del Día de Todos los Santos, a las 20:00 horas, Ed Frank y Byrnes estaban todavía encerrados con tres oficiales de SubPac en una inmensa sala de reuniones de la base de Pearl, tratando de componer la dotación potencial del Candlefish. El teniente Cook estaba de pie junto a una ventana, mirando hacia fuera la larga fila de automóviles que llegaban al club de oficiales para el baile de esa noche. Sonrió al ver que dos oficiales entraban al mismo tiempo con el mismo disfraz de conejo. Miró su propio uniforme y echó de menos aquellos días en que también había usado un disfraz y vivido horas de ensueño...
Tres pizarras que ocupaban la parte delantera de la sala de reuniones estaban llenas con las listas de las diferentes organizaciones de guardia a bordo del Candlefish. Byrnes escribía con tiza los nombres correspondientes a los distintos puestos de la dotación, tan pronto como los oficiales de SubPac los aprobaban.
—Veamos ahora los motores —dijo Byrnes—. Quiero un maquinista para el puesto de ingeniero jefe, un sabelotodo flotante.
Y quiero un hombre que conozca este submarino.
—¿Está pensando en alguien en particular? —preguntó Frank.
—En realidad, sí. Hay una rata de astillero en Mare Island: Cassidy.
Uno de los oficiales de SubPac se aclaró la garganta.
—Le conozco. Es un tipo bajito. De unos sesenta años. Ha estado siempre allí. Pero ahora está en el servicio civil.
—Fue marino —dijo Byrnes.
—¿Van a querer gente del servicio civil? —preguntó otro de los oficiales.
—Le quiero a él —insistió Byrnes.
Todos se agitaron incómodos. Frank no abrió la boca.
—Entonces está decidido —anunció Byrnes—. Pasemos ahora a los oficiales.
Frank se puso de pie y se acercó a la pizarra con un trozo de tiza. Frente al puesto Navegador escribió un nombre.
—Ya que estamos eligiendo favoritos, nuestro oficial de navegación será Jack Hardy —los oficiales de Sub-Pac, Byrnes, Cook, se quedaron mirándole—. Y manténgalo en reserva, porque está costándome mucho conseguirlo.
Byrnes lanzó a Frank una de sus glaciales miradas y luego dijo con voz suave:
—Quiero otro navegador calificado a bordo.
Los oficiales de SubPac coincidieron inmediatamente. Frank sintió que perdía terreno. Resolvió ceder, irritado al encontrarse en competencia con el nuevo comandante.
4 de noviembre de 1974
Los primeros miembros de la nueva dotación empezaron a llegar temprano aquella mañana. Muchos de los maquinistas, mecánicos, engrasadores y motoristas se habían presentado voluntariamente, seleccionados de las nóminas de especialistas de la reserva, que se encontraban en Pearl. A todos los hombres se les había explicado lo mismo: el Candlefish era un submarino de finales de la segunda guerra mundial que estaba en perfectas condiciones y reunían la tripulación para un viaje de ensayo especial a través del Pacífico. No se había hecho ninguna referencia a otras circunstancias misteriosas que rodeaban la misión.
Poco antes de mediodía Hardy llegó al camarote de Frank a bordo del Imperator y depositó un grueso libro de anotaciones sobre el escritorio.
—Aquí está —dijo enigmáticamente, y se dejó caer en el sofá. Estaba cansado, extenuado—. Estuve trabajando toda la noche para terminarlo.
Frank abrió el libro y recorrió rápidamente página tras página de agradable escritura. Fechas, nombres, sitios, largas descripciones de los hechos: era mucho lo que había recordado Hardy. Frank no pudo contener una sonrisa de entusiasmo.
—Muy buen trabajo —dijo.
—Ya tiene lo que quería.
—Esto parece increíblemente minucioso.
Hardy asintió, aliviado.
Entonces Frank resolvió lanzar un disparo en la oscuridad.
—Bueno, con esto no tiene nada más que hacer. Puedo conseguirle transporte para que se vaya en menos de tres horas y nosotros continuaremos. Si tuviésemos alguna duda, ¿podemos llamarle a Scripps?
Hardy tardó bastante en responder, pensando detenidamente. Luego dijo:
—Quisiera quedarme por aquí unos días más. Tal vez haya cometido algún error en el libro.
—Como quiera —Frank se puso de pie, esforzándose por mantener la más absoluta seriedad—. Tengo que ir allá abajo para controlar algunos tripulantes. ¿Quiere venir conmigo?
—Sí.
Hardy se quedó a un lado mientras Frank estrechaba las manos de los hombres que bajaban del camión que los había llevado al muelle y se acercaban a él uno tras otro. En general, la dotación parecía estar integrada por dos clases de hombres: los ruidosos veteranos (que se encontraban con camaradas a quienes no veían desde hacía años) y los entusiastas voluntarios jóvenes, de poco más de veinte años. Frank saludó personalmente a cada uno, les hizo algunas preguntas y se volvió luego hacia Byrnes, cuya sonrisa era tan cálida como podía permitírsela. Hardy los observaba arrojar hacia abajo sus equipos a través de la escotilla de popa, saltando luego detrás. Cuando Frank se le acercó, pudo ver la expresión de nostalgia en los ojos de Hardy.
—¿Qué le parece? —preguntó.
—Hay un montón de muchachos.
—Muchachos cualificados.
Las ruedas de un jeep chillaron al dar la vuelta en la esquina de la base próxima al extremo del muelle, y luego el vehículo se acercó rugiendo hasta donde estaban ellos. En el mismo instante en que se detuvo, saltó fuera un pequeño, delgado y arrugado suboficial de Marina, de unos sesenta años de edad. Colgó sobre su hombro una gastada bolsa reglamentaria, fue hacia el borde del muelle y contempló el submarino con una mirada divertida Hardy le observó, impresionado por la presumida actitud del hombre. Frank se inclinó hacia él y susurró:
—¿Es suficientemente viejo para usted?
—Cristo, parece que hubiera sido el constructor de este submarino.
—Lo fue.
Hardy miró sorprendido a Frank, luego volvió a observar al hombre, que ya saltaba hacia la pasarela con un resonante gruñido. Subió pavoneándose a la cubierta y apoyó sobre ella su bolsa Walter Hopalong Cassidy metió ambos pulgares en la cintura del pantalón. Golpeó con un pie los tablones de la cubierta, asombrado por la elasticidad de la madera. Se acercó a la torreta y pasó la mano por las planchas metálicas, empujando y apretando; después las pateó. Se oyó el ruido sordo del material sano. Con agrado y sorpresa se volvió hacia atrás y recogió su equipo, mirando todavía por encima de su hombro en dirección a la torreta. Fue hasta la escotilla posterior y dando una voltereta se lanzó hacia abajo a través de ella.
En el muelle, Frank miró de soslayo a Hardy. El oceanógrafo estaba sonriendo, acariciándose la barba con la mano.
Cassidy se hallaba ahora en los cuartos de máquinas; pasaba su mano por la cubierta exterior de los diesels, palpándolos con aire profesional. Se detuvo en el cuarto de máquinas anterior y miró fijamente el motor principal número uno. Todavía estaban trabajando en él unos pocos técnicos, ajustando nuevos pernos en su sitio, pintando las chapas exteriores y cambiando algunos cables. Cassidy arrojó su equipo a la litera situada sobre el motor principal número dos, del lado de babor, y luego continuó su recorrido hacia delante.
Las literas del alojamiento de la dotación habían empezado a cubrirse de equipos personales. Cassidy se detuvo un instante en el mamparo anterior y contempló el retrato de Ann Sheridan, adherido a la altura de la vista. Sonrió ante el placentero recuerdo, hasta que un torpedista llamado Clampett le empujó sin querer.
—Disculpe, abuelo.
Cassidy parpadeó. Había vuelto a la realidad, penosamente. Siguió hacia adelante y llegó a la sala de control en el momento en que Hardy y Frank descendían por la escalerilla.
Byrnes le vio primero y forzó otra de sus casi amistosas sonrisas.
—Está un poco más viejo, Hopalong.
Cassidy sonrió, mostrando sus gastados dientes.
—Usted tampoco parece más joven, señor.
Hardy se adelantó, parecía ansioso por ser presentado. Byrnes se mantuvo a un lado y cumplió el rito.
—Walter Cassidy, el capitán Ed Frank... y Jack Hardy.
Se estrecharon las manos. Luego Frank anunció:
—Hardy prestó servicios en el Candlefish durante la segunda guerra mundial.
Cassidy se iluminó como una lámpara de cien vatios.
—¿Usted prestó servicios aquí? ¡Qué maldito! ¿Durante cuánto tiempo?
—Once meses.
—¿Aguantó once meses con Basquine? No lo puedo creer.
—Es verdad.
—¿Sabe una cosa? Cuando fue a buscar el submarino a Mare Island, en 1942, hubiera jurado que el tipo era un psicópata.
Hardy sonrió, pero se mantuvo en silencio.
—Y estoy seguro de que me quedo corto. No podía esperar más para salir a hundir japoneses. Era de lo único que hablaba. —Se volvió hacia Byrnes—: ¿Usted no le conoció?
Byrnes soltó una risita.
—Me temo que era demasiado joven.
—Bueno, ¡qué tipo! —Cassidy sacudió la cabeza con un gesto de conocedor. Después levantó la vista y miró fijamente a Hardy—. Pero, a pesar de eso, nunca tuvieron un éxito deslumbrante.
—¿Qué quiere decir? ¿Y qué opina de nuestra última misión?
Cassidy hizo un ademán despreciativo con la mano.
—De acuerdo... Tuvieron suerte durante tres semanas.
—¡Suerte!
Frank observaba la escena asombrado. Algo había puesto a Hardy a la defensiva. Empezó a hablar a Cassidy del diario que acababa de completar.
—Me gustaría leerlo.
Frank prometió que haría copiar a máquina el diario para que pudiera circular entre los del pequeño grupo.
De pronto, inesperadamente, Cassidy clavó el aguijón.
—Oiga, apostaría que no ve la hora de salir para revivir el asunto.
La boca de Hardy estaba abierta y permaneció abierta. No supo qué decir. Frank respondió por él:
—En realidad, el doctor Hardy no piensa ir con nosotros.
Cassidy se quedó pasmado.
—En serio...? —dijo, y miró a Hardy como si acabaran de mostrarle la peste.
Hardy no pudo hacer nada más. Sacudió dócilmente la cabeza, miró sonriendo a Cassidy, mientras murmuraba algo parecido a Mucho gusto, y empezó a subir la escalerilla de la sala de control. Cassidy le siguió con la vista, perplejo.
Byrnes se irguió sin ocultar su extrema satisfacción.
—Mister Frank, tengo en espera un oficial de navegación que debe llegar el viernes. Será mejor que se ponga en contacto con él.
Byrnes estrechó nuevamente la mano de Cassidy.
—Me alegro de tenerle a bordo —dijo, y se alejó hacia popa.
Frank y Cassidy quedaron solos en la sala de control.
—¿Café? —ofreció Frank.
—Bueno.
Se trasladaron a la cocina y se sirvieron de una cafetera automática; luego pasaron al comedor de oficiales. Cassidy dudó durante un instante.
—No soy exactamente oficial.
—Tampoco está exactamente en la Marina, pero ha venido aquí para el cargo de jefe de máquinas. Ese es un puesto de oficial, con los privilegios de un oficial. De modo que siéntese.
Cassidy se encogió de hombros y dijo:
—De acuerdo... pero si para usted es lo mismo, dormiré con los motores.
Frank se río. Bebieron el café en silencio. Frank sacó el estuche de su pipa y comenzó a cargar el tabaco.
—¿Le dijo Byrnes de qué trata esto?
—Sí.
—¿Piensa que estamos chiflados?
—Diablos, no —Cassidy le miró muy serio—. Hace cuarenta años que ando entre submarinistas, capitán. Son los cuadrumanos más tozudos de la Marina. Son capaces de encarar cualquier cosa.
—Pero éste es un riesgo muy grande. No sabemos lo que vamos a encontrar. Y no creo que ninguno de los que vienen a bordo tenga la menor idea de que esto pueda convenirse en un peligro.
—Mire —dijo Cassidy—, ambos sabemos que el concepto de seguridad de los submarinistas está bastante podrido. Cualquier tipo que deja que le encierren herméticamente en este cigarro de lata metido en el mar durante el tiempo que sea, está viviendo con un pie en la tumba. Y lo saben muy bien. Para ellos los riesgos no son nada. Si les dijera que tal vez no vuelvan, no habría forma en el mundo de que se lo creyeran. No pueden. Aprenden a vivir con esa posibilidad... y viven con ella ignorándola.
Se puso de pie, terminó su café, pensó durante un momento y luego dijo:
—Sólo hay una cosa. Quizá sean un poco supersticiosos. Pero por ese lado está todo arreglado. —Metió los dedos en un bolsillo y sacó a relucir una larga y peluda pata de conejo. Mostró una amplia sonrisa. Frank hizo otro tanto.
15 de noviembre de 1974
Desde el buque auxiliar estaban llevando los largos torpedos color verde y amarillo, y los bajaban por la escotilla de carga situada a proa.
Frank descendió al cuarto de torpedos. Allí estaba el teniente de navío Cook con un grupo de oficiales submarinistas, la plana mayor de Byrnes. Estaban recorriendo la nave. Hardy rondaba a la cola del pequeño grupo.
Cook esperó que cesara el ruido que producían los torpedos al ser transportados a los depósitos de babor y estribor, y luego indicó a uno de los oficiales:
—Para seguir el programa que ha establecido el doctor Hardy, usted tendrá que disparar estos torpedos en determinados momentos durante el viaje. Los hemos equipado con torpedos de práctica Mark 14; en vez de tener cabezas explosivas de guerra, a éstos se les ha colocado cabezas inermes. Como no podrán estallar por contacto, no debe tener ningún reparo en dispararlos. Eso es todo en cuanto a la sala de torpedos. ¿Seguimos hacia popa?
Los oficiales se dieron la vuelta y comenzaron a desplazarse para salir. Cook iba delante. Byrnes se quedó con Frank y ambos observaron a Jack Hardy que cruzaba cojeando la escotilla hacia el compartimiento contiguo.
—Ya estamos listos para salir —dijo Byrnes—. ¿Qué hay de su oficial de navegación?
—Estará aquí en su momento. ¿Y qué hay del suyo?
—El mío ya tiene marcado nuestro curso —dijo Byrnes con aterciopelada satisfacción.
—De un libro de bitácora escrito por el mío —replicó Frank sonriendo. Estaba empezando a tomar la mano para tratar con el comandante—. A propósito, he decidido que también tendrá dos segundos comandantes a bordo. —Notó que Byrnes se ponía tieso—. Uno calificado y otro que meterá la nariz en todo. Yo soy el que meterá la nariz.
Byrnes le miró largamente. Por último le devolvió la sonrisa.
—Magnífico. Yo soy el comandante.
Levantó la mano y Frank se echó hacia atrás; pensó que Byrnes le iba a dar un pellizco en la nariz para dejar las cosas en claro. Pero se limitó a enderezar su gorra y salió por la escotilla.
Frank se quedó solo, reflexionando sobre el hecho de que una fanfarronada sólo llega hasta cierto punto. Y él todavía no contaba con Jack Hardy. Pero tenía la sensación de estar cerca.
19 de noviembre de 1974
Faltaban dos días para zarpar. Frank y Cook habían finalizado los preparativos para el viaje: las provisiones se encontraban a bordo, la dotación estaba completa y los inspectores del astillero habían declarado en servicio el submarino. Sólo faltaba cumplir dos cosas: la inmersión de prueba (que seria realizada el primer día del viaje, para seguir exactamente el diario de Hardy) y el nombramiento de Hardy como oficial de navegación.
Durante varios días Frank había estado esperando que llegara un segundo golpe, y finalmente se produjo.
Cook se presentó con un memorándum de Smitty. La oportunidad era perfecta: demasiado tarde para objetar nada. Con una copia para Ed Frank, Smitty notificaba al comandante Byrnes que su escolta sería el, US Frankland, un destructor para servicios especiales que había sido utilizado recientemente en una serie de ensayos del tipo Glomar. El Frankland estaba equipado con numerosos dispositivos para investigación submarina que trabajarían delante del Candlefish, captando los cambios de las corrientes oceánicas, los campos electromagnéticos y cualquier otra cosa que pudiera colocar al submarino en peligro. Las instrucciones de Byrnes eran simples y breves: ante la primera señal de comportamiento anormal del océano, debía de apoyarse en el Frankland. Por ningún motivo debía de arriesgar la dotación del Candlefish.
—Te cortaron las alas —dijo Cook.
—Esto me huele a Diminsky otra vez —Frank sostuvo el memorándum en la mano durante un largo rato y finalmente lo convirtió en una arrugada pelota de papel—. Al diablo con él. Lo mismo podré trabajar. ¿Creen que vamos a... salir a hundir esta cosa? Déjalos que lleven todos los artilugios que quieran, si con eso se sienten felices...
—Es mejor que una cancelación —dijo Cook sonriendo.
—Ajá —contestó Frank, y le devolvió la sonrisa.
Después de cenar, Frank se puso un jersey liviano, encendió su pipa y se fue andando hacia el club de oficiales solteros. Abrió la puerta y cruzó el vestíbulo en dirección al cuarto de Hardy. Al ver que la puerta estaba entreabierta y el interior estaba iluminado, fue más lentamente y se acercó sin hacer ruido. Miró hacia dentro y se quedó un momento observando.
Hardy estaba encorvado sobre el escritorio junto a la ventana, con los ojos clavados en una de las copias del diario que había escrito para el Candlefish. En uno de los extremos del escritorio, debajo de la lámpara, se veía el retrato con marco de su mujer y su hijo.
Frank golpeó suavemente la puerta y esperó que Hardy levantara la vista. El rostro barbudo se dio la vuelta lentamente y fijó en él sus vidriosos ojos.
—¿Profesor? ¿Le molesta un visitante?
Los labios de Hardy formaron un No. Su voz se perdió en un gutural murmullo. Frank entró y se sentó en la cama, se echó hacia atrás y volvió a encender la pipa. Hardy le miró, mientras mantenía apoyado un dedo en la página que había estado leyendo.
—Siempre he pensado que un hombre recuerda mejor que nada aquellas cosas de su vida que preferiría olvidar. Los malos momentos son mucho más vívidos —dijo Frank.
—Es probable que tenga razón.
—Tuvo que hacer un trabajo penoso.
—Sí.
—Será de mucha utilidad para nosotros.
—Sí.
Hardy le miraba imperturbable, con ojos inexpresivos.
Por una vez, Frank no sonreía. Abandonó deliberadamente toda pretensión de actuar con diplomacia.
—Profesor... hábleme de Mud Kenyon.
Durante varios minutos Hardy no cambió su actitud. Luego bajó la vista y sus hombros se aflojaron.
—¿Ha disparado alguna vez un torpedo, capitán?
—Sí, seguro.
—Abre la compuerta exterior, inunda el tubo con agua de mar, carga el tanque de impulsión y luego aprieta el mecanismo de disparo. Cuatro pasos fáciles.
—Correcto.
—¿Hizo alguna vez un ejercicio de disparo simulado?
Frank asintió.
—El torpedo se mantiene en su sitio en el tubo. La compuerta exterior está cerrada, la interior abierta, se quitan las trabas de seguridad y se dispara el tubo. El pescado se queda en su sitio y el impulso limpia el tubo. Se expelen el aire y el agua hacia el interior del compartimiento. Otra vez, muy fácil. Rutina.
Frank hizo un movimiento con la pipa indicando su acuerdo; después hubo una pausa.
—El 14 de agosto de 1944, el torpedista de segunda clase Mud Kenyon y yo fuimos designados para el servicio nocturno en el cuarto de torpedos de popa. Habíamos hecho ya los disparos simulados para limpieza en los tubos siete y ocho y estábamos preparando el nueve. Kenyon abrió la compuerta interior y cargó el tanque de impulsión. Yo levanté la traba de seguridad y Kenyon hizo una señal para informar que estaba listo. Apreté el mecanismo de disparo. No habría ocurrido nada si Kenyon y yo hubiéramos estado operando en el mismo tubo. Pero yo levanté la traba de seguridad y disparé el número diez, en vez del número nueve. Se produjo una terrible explosión que sacudió al submarino de un extremo a otro. La compuerta interior del tubo diez se abrió vio lentamente y Kenyon recibió el impacto de lleno en la cara. La fuerza del golpe le despidió a varios metros hasta chocar conmigo. Caímos ambos al suelo e inmediatamente recibimos el chorro turbulento del agua de mar. Oí sonar la alarma y los gritos de los hombres que se acercaban. Cerraron la escotilla para aislar el compartimiento y luego, tambaleándose alrededor de nosotros, in tentaron alcanzar el tubo para detener la hélice posterior del torpedo. Era un tubo listado para superficie; habían cargado antes su tanque de impulsión, cerrando luego ambas compuertas. El impulso había lanzado al torpedo contra la compuerta exterior, haciendo volar la interior y produciendo un verdadero caos en el tubo. No sé cuánto tiempo tardaron en detener la hélice... y si no lo hubieran logrado, habría volado el submarino.
"Cuando finalmente pude ponerme en pie, el cuerpo de Kenyon seguía caído, balanceándose en el agua. Estaba boca abajo, su cabeza era una masa informe de huesos destrozados y pulpa sangrienta. Me quedé mirándole... durante largo rato. Alguien se agachó junto a él y le tocó, pero no había nada que hacer... estaba muerto."
Hardy levantó la vista.
—Yo era el responsable —las palabras brotaron con ronca voz temblorosa.
Frank sintió un estremecimiento. Durante unos instantes no supo si era consecuencia de las palabras o de la brisa que entraba por la ventana, pero de una cosa sí estaba seguro: ahora tenía la clave de ese hombre.
—La ceremonia fúnebre en el mar, los cuatro días que siguieron, lo soporté todo. Primero la conmiseración, luego el abierto odio de los compañeros de dotación de Kenyon. El hecho se difundió. En una pequeña isla de acero de noventa metros todo se sabe. Pero sólo cuando Bates y Basquine expusieron su pensamiento, la dotación comenzó a tomar posiciones en el asunto. Bates exigía una junta de investigación, un consejo de guerra o, por lo menos, mi transferencia fuera del submarino en cuanto llegáramos a Pearl para efectuar las reparaciones. Estábamos en el camarote del comandante. Creo que Basquine dejó deliberadamente abierta la puerta, de manera que la voz de Bates se escuchara en medio submarino, y del otro medio se encargarían los hombres de hacérsela llegar. Bates terminó finalmente su arenga y se sentó. Entonces comenzó Basquine. Al principio habló con calma, y recuerdo muy bien sus ojos... fríos por el desprecio. Me dijo que mi vida como parásito a bordo del Candlefish había terminado. Y se negaba a transferirme fuera del submarino. Dijo: Porque eso haría las cosas demasiado fáciles. Quiero tenerle a mi lado, donde pueda verle, donde cada día que pase bajo mi mando le recuerde lo que ha hecho. Le voy a hacer recordar esto durante el resto de su carrera, teniente. ¡Le voy a enseñar lo que significa ser responsable de la vida de otro hombre! Y así me convertí en víctima propiciatoria, a quien echaban la culpa de todos los problemas que se producían a bordo del Candlefish durante los meses de fracasos continuados. Si el capitán de corbeta Billy G. Basquine hubiera sido brujo, no podría haber manejado un recurso más efectivo.
Hardy se quedó en silencio, se hundió un poco más en su sillón y por fin abandonó el intento de seguir marcando la página del diario, retirando la mano que había mantenido sobre él. Sus ojos subieron lentamente la mirada y se encontraron con los de Frank.
—Sé por qué está usted aquí —dijo, y Frank quedó en tensión—. Lo ha estado intentando desde hace días. Cree que es imprescindible que yo vaya.
Frank dio unos golpecitos con su pipa en el alféizar de la ventana.
—Supongo que me he puesto demasiado en evidencia.
La voz de Hardy se elevó.
—Acaso no comprende? ¡Yo fui el responsable! ¡Murió un hombre en ese submarino por mi culpa!
—De acuerdo con ese diario, usted y el resto de la dotación fueron responsables por la pérdida de un montón de vidas en esa última misión. Vidas enemigas.
—No es lo mismo.
—Sí, lo es. En cualquier guerra hay bajas de ambos lados. No son los individuos los responsables. Es la guerra.
—Esto fue diferente. Ellos me hicieron responsable a mí.
—Ellos no pudieron hacerle nada. ¡Fue usted mismo!
—Mr. Frank, ¡ese submarino se hundió y soy yo el único que quedó!
Frank se puso de pie y apuntó su pipa hacia Hardy.
—¡No pretenda decirme que es responsable de eso!
Hardy bajó la vista.
—Mire, profesor, he conocido muchos oficiales de submarinos en mi vida, pero nunca oí hablar siquiera de un comandante tan duro como Basquine. Si me dice la verdad (y estoy seguro de que es así), si le condenó a un complejo de culpabilidad durante treinta años, Basquine es el último hombre de la Marina calificado para ejercer el comando de un submarino. Y su personalidad pasó inadvertida a sus superiores, o bien...
—O bien qué?
—Usted tiene una endemoniada imaginación subjetiva.
Hardy se puso de pie, y Frank experimentó la aplastante sensación de que su boca le había traicionado una vez más.
—Según se presentan las cosas, profesor, le creo. Parecería que ya ha sufrido en exceso su cuota de angustia por lo sucedido. No puedo obligarle a que venga. Y no le llevaré si no quiere ir.
Se volvió y fue hacia la puerta, luego miró otra vez al viejo, cuya silueta se recortaba contra la ventana.
—Sólo hay una cosa que me preocupa ahora: si era responsable entonces, por aquella dotación, en este momento es aún más responsable, por ésta.
—¿Por qué?
Frank señaló el libro de bitácora, que se encontraba sobre el escritorio.
—Esas son sus palabras, Hardy. Necesitamos que las respalde. Si algo sale mal, si olvidó poner algo en el papel, ¿cómo podremos saberlo? Si a causa de eso le ocurre algo a esta tripulación —sus dedos apuntaban al diario—, ¿qué va a sentir entonces?
Hardy permaneció inmóvil.
Finalmente, Frank giró sobre sus talones y salió. Cruzó el vestíbulo dando grandes zancadas, apretando la pipa y disgustado consigo mismo. Pero había hecho lo que debía de hacer.
20 de noviembre de 1974
A las 8:00 de la mañana anterior a la prevista para zarpar, Byrnes y Frank realizaron una reunión explicativa final con toda la dotación, en la que se refirieron a la historia del Candlefish, el propósito del viaje y los peligros que podrían enfrentar. Se encontraron inmediatamente con una descarga cerrada de preguntas sobre qué esperaban lograr.
—¿Es posible que cuando lleguemos al lugar donde el Candlefish se hundió entonces pueda suceder lo mismo otra vez?
—Todo es posible —aseguró Frank—, pero es altamente improbable.
—¿Qué lo impedirá?
—Escuchen... en 1944 estaba desarrollándose una cruenta guerra. No es la situación en que vivimos hoy. Y, en cambio, tenemos una escolta que nos seguirá a la cola. Si algo se pone muy difícil no tenemos más que unirnos a ella. —Hubo un corto silencio, seguido de una serie de murmullos y gruñidos. Frank agregó—: ¿A qué se debe que piensen que puede haber problemas? La Marina considera que ésta es una misión de submarino perfectamente normal y de rutina, de lo contrario no la habría autorizado. Salimos en busca de indicios, no esperamos que haya ninguna catástrofe.
Pasaron otros treinta minutos antes que Frank pudiera cambiar el tema de la conversación. Estaba ocupado leyendo las listas de guardia cuando observó que se abría la puerta del fondo del salón y entraba silenciosamente Jack Hardy. Se detuvo un momento, buscando con la vista un asiento, y luego fue por el pasillo hasta una silla de la primera fila, junto al teniente Cook.
Frank se dio prisa con las listas de guardia y, una vez terminadas, entregó la dirección de la reunión al teniente de navío Dorriss, segundo comandante del submarino. Se dirigió a la primera fila de sillas y sentó al otro lado de Cook, inclinándose hacia adelante para mirar a Hardy. Los ojos de ambos hombres se encontraron. Finalmente, Hardy murmuró:
—Voy con ustedes.