Capítulo III
FESTEJO SANGRIENTO
—AL principio, pensé que
Kullman se había vuelto loco y dejaba a Zorak a merced de esa
bestia repugnante... —se estremeció Nuvla, mirando con inquietud
los residuos del monstruo, que estaban siendo limpiados de la
cubierta de aquel mercante llamado Tritón, auténtico refugio secreto de Los
Guardianes de la Ciencia. Un barco que, en realidad, no necesitaba
de las velas en absoluto, ya que una desconocida y misteriosa
energía que nadie de su tiempo hubiera sospechado, movía ocultos y
silenciosos motores situados en su casco, para desplazarse sobre
los siniestros océanos de la Tierra, siempre eludiendo el posible
acoso de los enemigos, de la Sabiduría y el Conocimiento.
—Yo también tuve miedo —confesó la otra
mujer que acompañaba a la rubia y pensativa Nuvla, con gesto
ensombrecido. Se pasó una mano broncínea, fuerte pero femenina, por
sus negros cabellos de reflejo casi azulado, antes de que sus
relampagueantes ojos de azabache se fijaran penetrantes en el
rostro de Nuvla. Luego, preguntó con recelo—: Ahora... ¿qué va a
ser de Zorak, el guerrero? Le he visto cambiado... Muy cambiado.
Esa arma que usó contra el monstruo... Era algo terrible. Como obra
del propio demonio.
—No la ha creado ningún demonio, sino el
hombre mismo. Y es necesaria para luchar, cuando el enemigo es más
fuerte —suspiró Nuvla, la Mujer Científico—. En cuanto a Zorak,
¿por qué ha de ocurrirle nada? Tú eres su hembra, su compañera. El
sólo pidió que siguieras a su lado, ocurriera lo que ocurriera,
cuando Kullman lo recogió moribundo, en el campo de batalla de
Clepsios, entre tantos muertos de uno y otro bando... Y hemos
cumplido ese deseo de tu hombre. Nada has de temer por ti. Y menos
aún por Zorak...
—No estoy segura de eso —musitó Yalia, la
mujer guerrero, irguiendo su poderoso torso con aire fiero,
hinchados sus pechos gigantescos bajo las copas de acero de su
coraza femenina, ceñida al busto—. El era sólo un guerrero.
Ignorante y rudo, como todos nosotros. No sabía nada de nada, ni le
hacía falta. Luchaba por quien le, pagaba, eso era todo. Me amaba.
Y yo a él. Ahora, un mundo de sabiduría, de conocimientos extraños,
de rara magia, nos va a separar a ambos, estoy segura.
—Nada puede separaros, si él te ama
realmente, como dice y como piensa —sonrió Nuvla apaciblemente,
poniendo su mano suave, delgada y sensitiva, sobre el brazo
musculoso y bien torneado de la hembra guerrera de lujuriosa
expresión y sensuales labios carnosos—. Nos entregaste un moribundo
que ya era virtualmente cadáver cuando Kullman lo tomó en su
carruaje y le aplicó nuestra medicina secreta. Salvó su vida. Ahora
te lo devuelve llenó vida, sin heridas, sin cicatrices apenas y con
un poder nuevo, maravilloso y desconocido: el poder de la mente, de
un cerebro sensible, inteligente, capaz de conocer y de recordar
TODOS los conocimientos del Hombre, antes del holocausto que
convirtió el mundo en un infierno de tinieblas, ignorancia y
terror, de miseria, hambre y guerras estúpidas.
—¡Yo lo quería como era! —protestó Yalia, la
mujer guerrera de Hiérades, la tierra de las Amazonas—. No necesita
ser tan inteligente y sabio para ser fuerte, cariñoso y noble,
valiente y esforzado... apasionado y generoso, mujer sabia...
—Si lo quisieras como realmente era al
encontrarnos nosotros en Clepsios, ahora tendrías sólo su cadáver
para llorarle y darle sepultura, Yalia querida—sonrió dulcemente
Nuvla—. Hazme caso vas a tener a un Zorak como antes pero
infinitamente mejor y más grande. Tú lo verás.
—No sé... Tal vez fue una locura daros su
cuerpo, aunque agonizase...
—Era necesario un hombre noble, fuerte,
joven, vigoroso, luchador. Con inteligencia natural, con instinto
agudo, con honradez. Todo eso se daba en Zorak. Sabemos que luchaba
por unos idéales y por una soldada de mercenario, con las huestes
de Clepsios, contra las hordas poderosas del Gran Duque Worsov,
señor de Zeikal y de las Tierras del Norte, y aliado del también
poderoso Rey Doria, de Ulania, la Ciudad Sagrada. Luchaba por
defender a sus hermanos clepsios contra la tiranía. Eso es hermoso
y le honra. Los Guardianes de la Ciencia buscaban a su hombre. Y lo
encontraron. El más poderoso cuerpo humano existente posee ahora el
mejor cerebro del mundo. Y el más amplio archivo de conocimientos
humanos para el futuro.
—¿Y qué me importa eso a mí? ¿Qué podía
importarle a Zorak o al mundo? —gritó Yalia con fiereza—. ¿No era
bastante que vosotros, los Guardianes de la Ciencia lo conservarais
con vosotros, como una maldita herencia del pasado?
—No, Yalia. No era suficiente —dijo con
amargura Nuvla—. Porque Kullman, Igow, Yulk yo misma todos cuantos
has visto y conocido a bordo de este barco... estamos condenados a
morir en breve plazo...
—¿Morir? ¿Todos
vosotros? ¿Por qué? —se asombró Yalia, desconfiada.
—Es largo de explicar —suspiró Nuvla—. Se
trata de un mal adquirido por el contacto constante con
determinadas sustancias químicas que manipulamos en nuestro
trabajo... Era necesario correr el riesgo. E incluso morir. Pero si
desaparecemos todos, ¿quién quedaría como heredero de todo el saber
de la Tierra en viejos tiempos? Nadie Yalia, nadie en
absoluto...
—¿Y qué puede importar eso a nadie? —se
quejó la mujer guerrero—. El mundo estará mejor así... que como fue
antes de destruirse a sí mismo.
—No, Yalia. No es posible. Hay algo por
hacer aún. Nosotros ya no podríamos llegar a eso. Zorak lo hará,
estoy segura. Para ello, debe seguir luchando. Luchando contra
Worsov, contra el Rey Doria, contra todo lo que signifique tiranía,
oscurantismo, feudalismo cruel, ignorancia, hambre y miseria.
Luego... luego llegará su momento supremo, lo sé... Y tú deberás
estar á su lado, Yalia, si, realmente le amas como dices...
Yalia permaneció callada, ceñuda. Sus ojos
negros fulguraban fieramente, sumidad en un mar de dudas, de
ancestrales y primerias vacilaciones. Su cuerpo de hembra
magnífica, exuberante y soberbia, de luchadora titánica cuando era
preciso, se encogió, mientras parecía reflexionar sobré todo eso,
nada convencida por cierto...
* * *
El hacha gigantesca cayó sobre el cuello del
infortunado.
La cabeza rodó a un cesto, desde el ancho
tronco situado en el patíbulo. Fue como una pelota viva, golpeando
sordamente las tablas, entre alaridos de entusiasmo de la multitud
situada en tomo al entarimado trágico, bañado ya en un ancho
reguero de sangre que iba marcando la ruta de las cabezas
humanas.
Imperturbable, el encapuchado verdugo se
apoyó sobre el largo y recio mango de su hacha ejecutora, esperando
una nueva víctima. El ancho, curvo filo de acero, goteaba
copiosamente un charco carmesí, en las tablas.
La plaza principal de Hydra, capital del
ducado de Zeikal, hervía de gentes ávidas de presenciar las
ejecuciones. Hasta el mercado quedaba clausurado ese día, cambiando
los frutos, las telas y los adornos femeninos de fácil mercadería,
por la morbosa curiosidad y pasión que el olor a sangre caliente,
recién derramada, producía en las gentes violentas del ducado del
tiránico, señor Worsov.
Al pie del cadalso, todavía aguardaban
hileras de encadenados, lívidos y demudados, espectros en el umbral
de la muerte, resignados a su suerte,
muchos de ellos tras largo cautiverio o espantosas torturas en las
mazmorras de la Fortaleza Sombría. Escoltándoles desde los carros
que los conducían desde su encierro, vigorosos guerreros, hombres
de la temida Legión Negra del capitán Kahn, los mercenarios, más
sanguinarios al servicio del Gran Duque...
Eran cautivos. Prisioneros de tierras
limítrofes del ducado de Zeikal. O pobres gentes que se negaron a
satisfacer impuestos o a ceder a los caprichos, de su señor feudal.
Conspiradores, enemigos políticos del Gran Duque, desertores
horrorizados por las matanzas sobre pueblos y aldeas, de las
masacres horribles de seres inocentes... Toda esa clase de personas
eran condenadas. Y ejecutadas inmediatamente en la plaza pública.
Era la ley.
La ley del más poderoso señor de Zeika: el
Gran Duque Worsov...
El. Gran. Duque. Alto, altísimo. Como, un
gigante. Pero increíblemente flaco, como un arbusto reseco y
desnudo. Cráneo rapado, larga barba negra, lacia y escasa, muy
rala. Ojos estrechos, hundidos. Negro ropaje. Un halcón vendado de
ojos sobre su hombro. Siempre con la caperuza de cuero sobre la
cabeza. Los hombros del Gran Duque, iban reforzados en gruesa piel
para eludir las garras hirientes del ave de presa.
Comía uvas golosamente, tendido sobre los
muslos desnudos de una de sus favoritas, allá en el palco de honor
de la plaza, asistente fiel a sus ejecuciones colectivas, auténtico
festejo para él y sus leales.
Le rodeaban media docena de chicas. Y jarras
y copas de plata u oro, con piedras preciosas, para el vino
generoso, que corría de boca en boca, rojo como la sangre que
corría allá abajo, a cada golpe de hacha sobre la nuca de un
desgraciado...
Ellas reían, voluptuosamente tendidas,
envueltas en sus gasas suaves, translúcidas, que apenas disimulaban
sus formas espléndidas y generosas. Un deforme bufón contaba bromas
sin gracia, bailoteando de sitio en sitio, y procurando acariciar
las curvas de las favoritas disimuladamente, con cada zalamería
suya, dirigida al Gran Duque.
Un nuevo clamor acogió abajo la caída sorda
de otra cabeza humana, de cabellos canosos y despeinados, de rostro
macilento y triste, a la espantosa cesta recolectora.
—Bravo... —rió entre dientes Worsov,
engullendo una uva y besando luego los labios de su favorita—.
Hermoso espectáculo hoy. Y aún quedan al menos un centenar...
Haremos un alto. Para que el verdugo tome algo fresco y se lave las
manos. Hay, tanta sangre...
Las risas de sus favoritas corearon su
burla. El bufón bailoteó, risueño, soltando carcajadas grotescas.
Acarició a dos de las chicas maliciosamente. Iba a contar otro
chiste, posiblemente tan torpe como los otros, cuando el Gran
Duque, sin apenas mirar, sin girar su cabeza salvo lo
imprescindible, movió el brazo. De su ancha manga negra, escapó,
una centelleante hoja de acero. Se movió como una serpiente azul
hacia el bufón. Se hincó en su garganta, ahogando, su risa en
sangre. El feo y deforme bufón desorbitó sus ojos, horrorizado.
Miró al Gran Duque, sin comprender bien todavía, con la daga
hincada en su cuello, atravesándole éste limpiamente de lado a
lado. Jadeó, vomitando sangre. Y cayó sin vida, sobre los muslos de
otra favorita, que gritó agudamente, apartando de sí aquella figura
repulsiva, todavía más afeada por la muerte súbita y terrible.
.
—El muy cerdo... —silabeó Worsov fríamente,
con templándole con indiferencia, en tanto tomaba otro grano de uva
con indolencia—. No sé por qué ensucié mi daga con su cochina
sangre... Pero tenía que acabar con sus sucios modales. Además...
no tenía, gracia. ¡Llevadlo de aquí, pronto! .
Cargaron dos soldados con el muerto. Otro,
limpió las manchas de sangre. Abajo, las ejecuciones habían sufrido
un alto. Era sólo la prolongación momentánea de una agonía de cien
vidas. Luego, en pocos minutos, se reanudaría la masacre feroz y
despiadada.
Worsov rodeó con un brazo a su favorita. La
besó y acarició lúbricamente. Su halcón graznó, en el hombro
opuesto. Estaba desperezándose sobre las piernas de la mujer, como
sí durmiera en el más tranquilo lugar, cuando sonó la dura, fría
voz:
—Mi señor, con vuestra autorización y
permiso...
—¿Eh? —el Gran Duque abrió un ojo, mirando
irritado al que le interrumpía—. ¿Qué diablos ocurre ahora? Quiero
relajarme estos minutos, antes de que siga, el festejo...
—Tendréis que dedicarme esos minutos, mi
señor —insistió la voz—. Es urgente.
—¿Urgente? —aulló Worsov, malhumorado,
incorporándose—. ¿Qué hay más urgente, que la voluntad del Gran
Duque, amo y señor de vidas y haciendas?
—La propia vida, señor. Y el peligro.
—¿Peligro? —se incorporó, sorprendido. Miró
al gigantesco guerrero de tez oscura, ojos malignos y recios
brazos, vestido con acoraza de la Legión Negra, y con el distintivo
del águila plateada en su casco, entre ambos cuernos. Era capitán
de la Legión. El capitán Kahn, azote de tierras y pueblos, ciudades
y aldeas—. ¿A qué clase de peligro te refieres, capitán?
—A los Guardianes de la Ciencia...
—¡Los Guardianes de la Ciencia! —rugió con
ira Worsov—. Esos espectros, esos herejes... ¿Qué hay de nuevo
sobre ellos?
—Quizá mucho, señor. Hay un mensaje...
—¿Mensaje? ¡Dámelo!
Kahn se cuadró ante su amo y señor. Le
entregó un trozo de piel doblado en cuadro. Lo tomó nerviosamente
el Gran Duque con sus larguísimos, huesudos dedos. Lo
desdobló.
Era un texto breve. Muy breve.
«Guardianes Ciencia. Han creado un
superhombre, un superguerrero. Ha aprendido todo. Lo sabe todo. Es
guerrero y científico. Va al Norte en busca de algo y a luchar
contra el Gran Duque. Es peligroso. Muy peligroso. Parte hacia
Zeikal hoy mismo.»
Alzó, la mirada. Contempló a su capitán
mercenario. Una expresión terrible iluminaba su gesto y daba una
luz demoníaca a sus oscuros ojos malignos. Pronunció las palabras
con acritud, con violencia casi:
—¡Un... un superhombre! ¡Eso no tiene
sentido! ¡Un superguerrero! ¿Qué es eso? ¡Sólo conozco hombres y
guerreros, capitán! ¿Y tú? ¿Qué conoces tú?
—Lo mismo, mi señor. Pero esa gente, los
científicos... Están locos. Ya una vez aniquilaron al mundo. Se
destruyeron ellos mismos. Pueden volverlo a hacer, no hay
duda.
—De todos modos... este mensaje, Kahn...
¿quién te lo ha enviado?
—No lo sé, mi señor. Llegó con un ave
mensajera. Un gato volador... Uno de esos animales alados,
parecidos a los murciélagos pero mucho más listos y dotados de
vista. Lo traía enganchado en su pata. No sé de dónde llegó
siquiera, pero esa clase de aves acostumbran a hacer el recorrido
desde el Sur... desde las costas de los Mares Tenebrosos,
especialmente, camino de las montañas y los pantanos del. Norte...
Quién, lo puso en ese animal, sabía que hacía este recorrido. Y
sabía que nuestros oteadores de los bosques abatirían cualquier ave
con un anillo de metal en su pata...
—De modo que tenemos un desconocido aliado
en alguna parte..., no lejos de Los Guardianes de la Ciencia... —
soltó una carcajada estentórea el Gran Duque Worsov—. Bien... Es un
placer inesperado. Pero me sorprende que den, tanta importancia a
un solo hombre.
—¿Recordáis algo, mi señor? —habló el
oficial de mercenarios—. Una vez, en una aldea... dos falsos
peregrinos pretendían escapar... Matamos a uno de ellos, no sin que
él, con un arma extraña, que luego hizo estallar en sus manos
abatiera a varios de los nuestros. Eran Guardianes de la Ciencia...
y su destino era la Ciudad de Ulania, sin duda alguna. ¿Qué podían
buscar unos locos de esos en la Ciudad de los Dioses? Es algo que
me ha preocupado desde entonces. Y ahora, si ese hombre, o lo que
sea, viene hacia acá... ¿por qué no imaginar que va a hacer igual
recorrido, por la razón que sea, cruzando antes por Zeilak, para
combatirnos, y levantar a las masas contra vos, mi señor?
—No es mala idea. Kahn, tú eres un experto
en esas cuestiones. Utiliza tú iniciativa. Y la Legión Negra.
Bloquea los caminos por donde imaginas que vendrá hacia acá el
enviado de los sabios. Mantén atentos a tus arqueros, por si pasan
nuevas aves mensajeras. Y esperemos... ¡esperemos a saber lo que
busca esa gente, de tanto valor como para malgastar vidas de su
reducida comunidad de malditos herejes, y corno para enviar hacia
aquí a su mejor hombre, si ese mensaje es cierto! Porque... podría
ser también una trampa, ¿no es cierto, mi fiel Kahn? —se hizo
astuta la expresión malévola de Worsov al hablar así. .
—Claro, señor. Podría ser una trampa. Pero
no lo creo.
—Yo tampoco. Además, no perdemos nada. No
estamos en guerra más que con la gente de Clepsis. Y fueron
derrotados en toda línea en la batalla del pasado mes. No hay nada
que temer. Sigue adelante, mi fiel Kahn... Sigue... ¡y captura,
vivo o muerto, a ese superhombre que nos envían los locos asesinos
de este planeta!
—Si, mi señor. Lo conseguiremos. ¡La Legión
Negra y el capitán Kahn nunca fracasan en su misión!
—Que siga así y serás comandante de mis
ejércitos la próxima vez que nos veamos —le palmeó el Gran Duque.
Luego, se volvió a la plaza pública. Contempló a la gente apiñada
allí e impaciente ya por proseguir el festejo sanguinario. Sonrió
ampliamente, agitando sus brazos. Hubo un clamor, exigiendo la
continuidad de la masacre. El verdugo esperaba, mirándole tras los
agujeros de su negra caperuza.
—¿Sabes, capitán? —habló el amo y señor de
las tierras de Zeilak roncamente—. Me siento generoso, con esas
noticias. Muy generoso. Podría hacer algo hermoso como perdonar las
vidas que faltan por ser sacrificadas conforme marca la ley... pero
eso haría desgraciados a mis súbditos, y no debo hacerlo... Sí, ya
sé... Será lo mejor que pueda hacer por todos ellos para mostrar mi
generosidad... ¡Kahn, da orden de que los demás presos que fueron
indultados ayer y esperan su liberación, sean unidos a la lista de
ejecuciones! Eso dará mayor duración al festejo, y la gente
aclamará mi generosidad cuando lo sepa...
—Claro, mi señor —se inclinó, ceremonioso,
el capitán mercenario—. Se cumplirá seguidamente vuestra orden, no
lo dudéis...
* * *
—Cuidado, viajero. Estáis entrando en las
Tierras del Miedo...
Podía recordar muy bien esas palabras: «Las.
Tierras del Miedo»... Miró en torno, ceñudo. El nombre correspondía
muy bien con las apariencias del propio lugar. Si se le hubiera
tenido que ocurrir a él un nombre para bautizar aquel paraje
desolado, sombrío, de negros peñascos, retorcidos sarmientos,
neblinas bajas, como vapor enroscándose en torno a los tobillos,
olor azufrado y celaje negro, sombrío, cruzado por bandadas de
buitres o por aves mutantes de dos y hasta de tres cabezas, hubiera
sido precisamente ése: Miedo. Región del Miedo...
—Miedo... ¿a qué, Zorak?
—No sé... —el viajero de larga capa oscura y
caperuza sobre la cabeza, dando sombra a su rostro, miró a Yalia,
la mujer guerrera, que había sido quien hiciera la pregunta. Se
encogió de hombros, apoyado en su báculo de nudosa madera, al
añadir—: A nada, quizá. O a todo, posiblemente. Es un feo lugar,
Yalia.
—Hay lugares muy feos en nuestro mundo de
ahora, Zorak —se quejó ella, escudriñando las colinas negruzcas,
los riscos ásperos y basálticos ante ellos—. Este no es mejor o
peor que otros muchos que he conocido en mi corta vida. Y nunca
tuve miedo a nada ni a nadie.
—El miedo es algo especial, Yalia —sonrió
duramente la faz enérgica del hombre gigantesco, encorvado al
caminar, quizá en un esfuerzo por disimular su gran estatura y la
armonía escultórica de su figura—. No se teme a la espada del
guerrero o a la fuerza del volcán llameante, sino a aquello que no
tiene forma ni naturaleza concreta. A una sombra, a un crujido
entre los difuntos, a una cripta donde un esqueleto produzca ruido,
aunque sólo sea porque un viejo hueso se desprendió de él... Eso es
el miedo, querida.
—No creo en las sombras ni en los fantasmas.
Sólo en lo que puedo palpar y sentir —replicó ella, arrogante. Le
miró recelosa, con fieros ojos, palpitantes sus rotundos pechos—.
¿Acaso tú sí tienes miedo, guerrero? Ha hecho de ti la magia de los
científicos un nuevo hombre, medroso de cosas del Más Allá?
Había un tono de burla en ella. Zorak no se
inmutó por ello, ni pareció sentirse ofendido. Por el contrario,
sacudió su cabeza encapuchada y señaló a la distancia con su cayado
de caminante que podía confundirse con cualquier peregrino o
vagabundo de los caminos sin principio ni fin de la Tierra.
—Antes de que llegue la noche, deberíamos
alcanzar esos riscos y dormir a su amparo —señaló abrupto—. Y no
tiembles, si luego las cosas no son materiales ni se combaten con
la espada. Sólo la inteligencia puede vencer a ciertas formas de
vida que el ser humano no concibe fácilmente...
—Tonterías —rechazó ella ásperamente. Miró
atrás, al tercer miembro del grupo de caminantes, el más cansino y
débil de todos—. Y tú, rubio y enclenque, ¿por qué te uniste a
nosotros en este viaje? Debiste quedarte en tu barco de la Ciencia,
con los demás chiflados que dieron vida a mi Zorak para hacer de él
un gigante medroso de los muertos... ¿Por qué vienes con nosotros,
Yulk?
Yulk, el joven e inexperto Guardián de la
Ciencia, se encogió de hombros. Caminaba pesadamente sobre su
propio cayado, poniendo con dificultad sus pies, calzados con
sandalias toscas, de piel de toro mutante, de tres cuernos y cabeza
blindada, sobre el terreno abrupto y cálido, entre vaharadas de
suelo volcánico, que abrasaban la piel.
—Un día me prometí a mí mismo volver a
intentar la conquista de Ulania, la Ciudad. Sagrada. Fue cuando mi
buen amigo y compañero Gork cayó víctima de los mercenarios del
Gran Duque, en una aldea cerca de la divisoria entre Zeikal Ulania.
Juré volver, en nombre suyo y en su memoria, y poner el pie en la
plataforma de los dioses, para ver al fin la Piedra Negra al
alcance de mi mano...
—¡La Piedra Negra! —repitió con desprecio
Yalia—. Tonterías, Yulk. Eso no tiene sentido. He oído hablar de
ella. Es una piedra que te fascina y atrae, Sólo eso. Algo de los
dioses, para darnos prueba de su fuerza. Si pretendieras tocarla,
te destruiría.
—No, Yalia. —rechazó Zorak—. . Esa piedra no
es obra de dioses. Ni siquiera es realmente negra, sino de un
oscuro color cárdeno que la hace parecer negra a distancia porque
nadie puede acercarse a ella y vivir...
—¿Cómo puedes saber eso? Nunca la viste
tampoco tú, que yo sepa. .
—Nunca vi otras cosas que ahora conozco
—suspiró Zorak— Música, pintura, escultura, altos edificios,
catedrales, palacios, puentes de metal, naves en los cielos... Sin
embargo, sé de todo ello.
—Oh, la sabiduría de Los Guardianes... —se
irritó ella—. ¿Qué son pintura música, escultura y todo eso? He
oído música que tañen los pastores o los labriegos con instrumentos
de madera y cuerdas de tripa...
—Algo parecido a eso. Pero, infinitamente
más rico y hermoso. No poseo medios para, ejecutarlas, pero conozco
todas las sinfonías escritas en el mundo. Evoco hermosas obras de
un arte extinguido, cuadros y esculturas abrasados y rotos por el
caos horrendo... —cerró sus ojos, angustiado—. ¿A qué pensar en
ello? Ya pasó. Desapareció. Esperemos que algún día vuelva a haber
gentes que intenten reproducir cosas semejantes... Tú no
entenderías eso, Yalia. Hablemos mejor de la Piedra Negra. No
necesito verla para saber lo que es.
—¿De veras? —se mofó ella, arrogante. Puso
sus brazos en jarras y echó adelante su torso y sus ingles,
agresivamente—. ¿Qué es esa piedra? ¿Por qué no vino de los
dioses?
—No hay dioses. Yalia. Sólo uno. Un Dios...
Y esa piedra... no es magia ni poder de dioses, sino materia
poderosa, llena de una radiactividad nueva, superior... Un
meteorito.
—¿Un... qué?
—boqueó Yalia, asombrada.
—Nunca podría explicártelo. Llegó de lejos.
De muy lejos —miró al cielo nuboso, lleno de hoscas brumas—. De un
cielo donde hay estrellas, mundos... De los confines de algo que se
llamó, y quizá pueda llamarse aún... Sistema Solar. Alcanzar esa
piedra es fundamental. Es, tal vez.. ineludible.
—¿Para qué? ¿De qué te serviría, Zorak, si,
quien se aproxima a ella... muere?
—Yo... no puedo morir —susurró él
roncamente, bajando su cabeza—. Aún no...
Siguieron adelante. Yulk, siempre atrás.
Zorak, abriendo la marcha, infatigable. A su lado, vital, poderosa,
la mujer guerrero, la hermosa Yalia.
Las Tierras del Miedo terminaban en las
colinas negras. Más allá... Zeikal extendía sus tierras feudales,
regidas por el Gran Duque y sus mesnadas mercenarias. Ni siquiera
esos desaprensivos y violentos guerreros se hubieran atrevido a
penetrar en tierras donde el enemigo no tenía cuerpo, ni las armas
valían de nada...
* * *
—Hemos llegado muy a tiempo —suspiró Zorak,
dejándose caer en las rocas negras, y bajando hacia la nuca su
caperuza. Miró a todas partes, apoyando una mano en el pomo de su
espada—. Descansad. Comed y bebed, amigos. Antes de qué anochezca.
Posiblemente la noche diste mucho de ser tranquila.
—¿Por los fantasmas? —se burló Yalia,
sarcástica. Golpeó, las copas de acero que cubrían sus senos, a
guisa de coraza—. ¡Yo los desafío a que se manifiesten y logren
asustarme!
—No hables así —murmuró Zorak, señalando a
poca distancia—. Mira allá. ¿Ves eso?
Ella dirigió sus ojos en esa dirección.
Arrugó su ceño, disgustada.
—Veo un círculo de monolitos negros. ¿Qué es
eso? ¿Algún ritual?
Un, cementerio. Gentes que murieron y
confían en seguir vivos más allá de esta existencia —explicó Zorak,
paciente—. Sus cuerpos se pudren en la tierra, pero nada sabemos de
sus espíritus. Se dice que se quedan sobre la roca negra de la
tumba. Y, llegada la noche, se liberan de su sepultura y recorren
sus tierras.
—¿Eso está escrito en los libros de la
Ciencia? —dudó Yalia, soltando una carcajada. .
—No. Eso forma parte de otras ciencias más
vagas y oscuras... en las que el hombre también debe creer.
Guárdate de los muertos qué juraron vengarse más allá de su vida, o
de quienes hicieron de su vida un culto a los poderes de la Sombra
y del Mal porque es posible que ellos logren lo que buscaron,
aunque las ciencias lo nieguen.
Estaba, oscureciendo rápidamente, y Yulk
había seguido el consejo de comer carne salada y torta, de harina
morena, junto con un sorbo de agua de su odre, antes de que se
hiciera noche completa. Aun así, de repente exhaló un grito y
arrojó su carne y su torta, estando a punto de verter también el
odre de agua potable...
—¡Mirad! —aulló—. ¡Mirad ahí! ¡Es horrible,
Dios nos asista...!
Yalia, sobresaltada, giró la cabeza hacia
donde señalaba el despavorido Yulk. La cabeza de Zorak giró
también, en busca de la causa de ese repentino terror. La oscuridad
era casi total. Pero aún había una claridad lívida por el
horizonte, que permitía ver la extraña danza de los monolitos
negros, hincados en círculos sobre la tierra, al moverse ésta, con
raros crujidos, dejando brotar por entre sus grietas unos vahos
luminosos. Luego, entre esos vapores fosforescentes, emergieron
siluetas espantosas e increíbles...
Incluso Yalia soltó esta vez un ronco grito
de horror.