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VAL Vultan contempló la
llegada de la muerte. No podía hacer nada por evitarla. Ni siquiera
podía luchar, porque aquella ave maligna era invencible. Su cuerpo
atlético, vigoroso, de luchador indómito permaneció erguido,
sereno, como si no fuese el horror de una sangrienta agonía lo que
se le venía encima en ese momento.
Sólo tuvo aliento para murmurar, mientras
clavaba sus ojos helados en el monstruo volador que venía hacia
él:
—Dioses, ayudadme, si realmente merezco
sobrevivir... y si aún sois capaces de hacer que en vuestra vieja
ciudad olvidada exista la ley verdadera, que castiga al malvado y
premia a quien no causó daño alguno...
El pico terrorífico se abrió sobre él, como
una mole destructora, a punto de despedazarle.
Val ni siquiera pestañeó. Sus manos se
alzaron, en un movimiento instintivo, protector, y las situó entre
sus ojos y el pico del ave, que tenía la clara intención de
picotearle en ellos para dejarle ciego en principio, hasta terminar
luego su feroz obra.
El pico golpeó su mano. Sintió el dolor y
corrió la sangre entre sus dedos. Luego, esa sangre goteó sobre las
losas inmensas de las gradas que daban acceso al trono del inmóvil
androide.
Los ojos desorbitados de Agora, contemplaban
lo inevitable, mientras el rugoso rostro amarillo de Luzbelik no
revelaba emoción alguna.
En ese momento, ocurrió lo increíble.
Pareció crujir toda la piedra de la vasta
sala, e incluso del edificio mismo que fuera albergue de dioses y
que ahora conservaba el pétreo recuerdo de los Guardianes
Eternos.
Despavorido, Luzbelik se volvió hacia atrás,
al sentir a sus espaldas la presencia de algo vivo y poderoso,
haciendo estremecer el suelo y sus cimientos ciclópeos. Un alarido
de supremo horror e incredulidad, brotó de lo labios.
La increíble figura del Androide Magno,
gigantesca y poderosa, estaba ahora a sus espaldas... ¡pero en pie
y dotada de vida!
Agora gritó, mirando con estupor la escena
insólita. El ave emitió otro chillido y, cuando intentaba saltar de
nuevo sobre Val, una mano inmensa, como de piedra azul o de metal
desconocido, se elevó en los aires, alcanzando al animal
sanguinario.
Fueron dedos de muerte, devastadores y
titánicos, los que se cerraron sobre las alas y la cabeza del ave
asesina, y al presionar con toda simplicidad, el animal monstruoso
emitió un largo, agónico chillido, y su cuerpo se hizo una pulpa
informe, sangrienta, que se desprendió de la ciclópea mano como un
pelele roto, pulverizado.
El androide, con una sola de sus manos,
había masacrado en un instante al verdugo monstruoso que Luzbelik
lanzara sobre Val Vultan.
Y ahora, la figura colosal estaba
volviéndose, implacable, hacia el propio Señor de las Sombras. Val
Vultan observó en su metálico rostro azul una expresión extraña,
como de odio y de furia contra el hombre que fuera su juez poco
antes.
Estuvo seguro de algo: el androide iba a
aplastar ahora a Luzbelik.
—¡No, espera! —gritó el Desterrado, cuando
ya la mano colosal se alzaba, para caer inexorable sobre su víctima
aterrorizada.
Y entonces, para pasmo de todos, el androide
detuvo su mano en el aire.
Había obedecido la voz de Vultan.
Algo que, según el Oráculo del Cosmos, sólo
haría el Androide Magno cuando el Elegido de los Dioses llegara a
la ciudad de los Guardianes Eternos.
Incrédulo, el propio Val se quedó
contemplando aquella inmensa mole viviente que sólo unos momentos
antes parecía colosal estatua de piedra o de metal azul, con
apariencia humana, pero con una envoltura que no podía ser sino
metálica o pétrea, y en ningún caso una epidermis de
humanoide.
Aquella torre viva, ingente, que era el
Super-robot de que hablaban los mentideros cósmicos, pero que nadie
hasta entonces había visto cara a cara, al menos entre los mortales
humanos, permanecía inmóvil aún, como esperando algo. Quizá una
nueva voz, una orden diferente.
Pero eso no era posible. Val Vultan sabía
que no era ni siquiera imaginable esperar que él, precisamente él,
un oscuro y triste Desterrado, enviado por el Imperio Galáctico a
su destierro de eternidades, pudiese ser el Elegido que todos
esperaban. Eso no entraba en la mayor fantasía previsible. Eso,
sencillamente, no podía ser.
Pero lo cierto es que el gigantesco androide
estaba allí, parado, su mano ominosa, implacable como una amenaza
mortal, todavía pendiente sobre la cabeza del aterrorizado Luzbelik
que, desesperadamente, miraba ahora a su víctima anterior, como
implorando toda la piedad y clemencia que él había sido incapaz de
aplicarle a él.
—Por favor... Por caridad... —rogó con voz
quebrada—. EL., el Androide Magno... parece que ha obedecido tu
voz... Vultan, no puedes permitir una muerte así... No me
sentenciarás sin dejar que me defienda, que me justifique...
—¿Defenderte? ¿Justificarte? —Val le miró,
despectivo, con ojos centelleantes de justa ira—. ¿Acaso me
permitiste eso a mí, fantoche maldito? ¿Me escuchaste, me
concediste la menor clemencia? Además, yo no tengo voz ni mando
sobre ese ser. Es demasiado grande, demasiado gigantesco y poderoso
para que yo, un mísero Desterrado, un hombre sin tierra ni patria,
sin destino ni futuro, pueda significar algo para él y para sus
intenciones...
—¡Tú le has detenido! —clamó Luzbelik,
exasperado, agitando ahora sus manos esqueléticas con un aire muy
diferente al anterior, dominante y tiránico. Era un hombre
angustiado, aterrado por la idea de morir—. ¡Tú puedes ordenarle lo
que desees! ¡No sé cómo sucedió, pero lo has conseguido! ¡Y el que
tenga el poder de controlar a ese coloso de la técnica y de la
voluntad de los dioses, tendrá en sus manos el dominio de Olimpus
Galax, del planeta todo... y quizá del propio Universo!
—Estas loco —rechazó Val, encogiéndose de
hombros. Pero miró al titán llamado Androide Magno—. No es posible
que yo pueda hacer nada sobre su voluntad... ni sobre la de los
dioses. No soy nadie, nunca lo he sido...
—¡Por caridad! ¡No le permitas bajar esa
mano! —sollozó ahora el antes tiránico y todopoderoso Señor de las
Sombras, cayendo de rodillas entre sollozos de terror—. ¡Si no
dices nada, si no impones tu autoridad, terminará por bajarla y
aplastarme!
—Está bien. Seré más noble que tú lo fuiste
conmigo, maldita rata —silabeó Val, asqueado. Alzó los ojos y los
fijó en la impávida faz metálica del androide—. Magno, si realmente
eres capaz de obedecer mi voz... aparta tu mano de ese hombre. No
ataques a nadie, mientras ni tú ni yo seamos atacados.
En un silencio dramático, ante el general
estupor, la mano inmensa comenzó a bajar... pero lentamente, y
hacia el costado del androide, sin rozar lo más mínimo a Luzbelik.
Este, más amarillo que nunca, con sus globos oculares saltones y
sin color, teñidos de un azul lívido que debía indicar su reacción
ante el pánico, jadeó al ver alejarse el peligro. Y luego, con un
ronco murmullo de admiración y respeto, se dejó caer de bruces,
como en muda adoración de Val Vultan, el cual le contempló
fríamente, sin revelar en su gesto emoción alguna.
—Lo has logrado —musitó roncamente Agora,
clavando ahora en él sus ojos carmesí, brillantes y excitados. Su
hermosa desnudez temblaba ostensiblemente, con una rara
sensibilidad—. ¿Te das cuenta, extranjero? ¡Lo has logrado! ¡Tú...
tú mandas y él te obedece! ¡Tienes poder
sobre el Androide Magno creado por los Dioses! ¡Eso significa que
TU ERES EL ELEGIDO DE LOS DIOSES!
—No, imposible —rechazó Val—. No tiene
sentido, mujer. Eso no puede suceder. Después de todo, ¿quién soy
yo para convertirme en... en el Elegido?
Y en ese momento, a sus espaldas, un temblor
profundo, hizo vibrar las piedras todas de la gran nave. Agora
gritó apagadamente, con su asombro y temor, y los murmullos
patéticos del aterrado Luzbelik crecieron de grado, mientras su
cuerpo, abyectamente inclinado en respetuosa obediencia, temblaba
espasmódicamente.
Val Vultan se volvió. Y presenció lo
increíble.
Las figuras de piedra de los Guardianes
Eternos, parecían cobrar vida, todas a la vez. Sus rostros de
gárgolas fantásticas, se volvían hacia él, muy despacio, y unas
voces sonoras y profundas, como un coro lejano y litúrgico,
brotaban de las figuras míticas allí alineadas:
—Los Dioses han elegido. Nosotros, sus
Guardianes Eternos, saludamos en ti, humano, al hombre que, limpio
de alma y de mente, noble de espíritu y fuerte de cuerpo, puede
empuñar la bandera de la fe y de la antigua grandeza cósmica de
aquellos que, enviados por El Hacedor, gobernaron los mundos y las
galaxias, para la continuidad del perfecto equilibrio cósmico.
Nosotros, en nombre de los Dioses cuyo Oráculo de Fe guardamos, te
nombramos ahora nuestro Elegido, como elegido fuiste por todos
ellos. Y que el Androide Magno, llamado también Magnus, sea tu fiel servidor, obediente y leal,
siempre que tu voz y tu voluntad estén gobernadas por el sentido de
la justicia, el amor y la libertad para todas las criaturas el
Universo.
En silencio, realmente asombrado por todo
cuanto sucedía en torno suyo, Val Vultan contempló aquellas míticas
figuras que estaban encima del Tiempo y del Espacio, y cuya voz
sonora acababa de proclamarle como el Elegido, sin lugar a la más
leve duda.
El Elegido...
Costaba trabajo admitir eso. El, un
desterrado... ser escogido por los Dioses Cósmicos. Ser la persona
que podía controlar y gobernar al Androide Magno... y luchar por el
retorno al Antiguo Orden, a los tiempos en que los Imperios
Galácticos no eran una tiranía, cuando los hombres de todos los
planetas habitados del Universo aún tenían fe y... amor, aún creían
en el Supremo Hacedor, Dios de todos los Dioses o criaturas de su
confianza, y aún se amaba, se vivía en paz y no se odiaba ni
condenaba a nadie sin motivo...
¿Podría él. Val Vultan, llegar tan lejos en
una tarea así, tan ingente y fabulosa, aún con la ayuda del
Androide Magno!
Cierto que había oído hablar a los sabios y
a los profetas sobre las criaturas de apariencia humana, cuerpo
metálico y mente y músculos de ciencia cibernética superior, de
mecanismos casi portentosos, que ningún científico humano podía
alcanzar todavía en perfección, porque aún en cualquier mundo, por
avanzado que fuese, un robot seguía siendo un robot, pero un robot
jamás podía parecer un androide...
Y menos aún, conseguir un robot virtualmente
humano, con el volumen y... dimensiones del coloso Magnas titán del
Olimpo cósmico de aquel planeta misterioso y remoto adonde su
destino le había conducido.
—Dios mío... —susurró, cerrando sus ojos con
fervor—. Y dioses en quienes siempre creí... Gracias. Gracias por
tan inmerecido honor. Si realmente habéis querido que vuestra
humilde criatura Val Vultan sea El Elegido... procuraré estar al
nivel de lo que de mí esperarais. Juro ante vosotros todos, tener
fe ciega, no dejarme vencer por el desánimo ni por el dolor, ser
fuerte y firme, justo y honesto, noble y fraterno con quien lo
merezca, inflexible y duro con quien se haga acreedor a ello. ¡Lo
juro, Dioses del Universo!
E inclinó su rubia cabeza con una fe y una
energía indomables, concentrándose en aquella solemne promesa que
le ligaba a una obra, a una actitud, a un futuro en el que él ya no
sería siquiera Val Vultan, en que dejaría de ser él mismo, para
convertirse en un instrumento divino, en una criatura al servicio
de los más altos y supremos designios de aquellos que, invisibles
en el Cosmos regían al maravilloso equilibrio de los mundos.
Ahora, cuando sabía ya, sin lugar a dudas,
que era El Elegido, sintió la necesidad de caer de rodillas ante el
coloso mismo que de él dependía, en signo de humildad ante el poder
de los creados y de su Creador. Y en ese mismo instante, una luz
cegadora destelló en las alturas, abriéndose paso a través de la
piedra, como en un imposible, y envolvió a Val Vultan en un halo
dorado, resplandeciente y mágico, acompañado por lejanísimos,
remotos ecos de coros angélicos de otra dimensión o de otros
confines más allá de lo visible y de lo tangible.
Justo en ese momento, un alarido salvaje,
desgarrador y brutal, escapó de labios de Luzbelik, que se agitó
como en un espasmo doloroso, emitió luego unas palabras obscenas y
otras cabalísticas, ininteligibles para Val, desapareciendo luego
en una súbita humareda roja, que brotó del suelo, de las baldosas
gigantes, como de un volcán invisible.
Cuando la llamarada y su negruzco humo se
disolvieron en el aire quieto y legendario de la Ciudad Muerta,
Luzbelik ya no estaba allí. Era como si jamás hubiera existido.
Pero Val sabía que sí existió, que poseía poder sobre un pajarraco
siniestro y sanguinario llamado Halzor, y que la sacerdotisa Agora,
allí presente todavía, con la mirada fija donde se hallara antes su
acompañante de faz amarilla y estirada, el diabólico Señor de las
Sombras...
—Se fue... —jadeó ella, con voz
apagada.
—Se fue, sí... —asintió Val con dureza—. El
era el Mal. El espíritu mismo del Mal...
—¿Cómo es posible? —gimió Agora con una
expresión de angustia en su bellísimo semblante—. Yo le creí
protector de estas ruinas, guardián de la eterna paz de nuestros
dioses...
—¿Paz eterna? —Val rió, asintiendo—. Quizá.
Eso sí es posible, Agora, mujer desconocida. Pero paz eterna para
que los dioses jamás volvieran a regir los destinos de los humanos
habitantes de los planetas. ¿Sabemos tú y yo acaso qué ha sido de
ellos desde que faltaron de Olimpus Galax, desde que esta ciudad,
en otra época resplandeciente y magnífica, se convirtió en víctima
de la jungla y de la oscuridad, hasta ser sólo ese montón de
ciclópeas ruinas que es ahora? ¿Qué sucedió realmente aquí, para
que nunca más hayan vuelto sus divinos moradores, ni hayan
despertado del pétreo letargo los Guardianes Eternos, ni el
Androide Magno haya vuelto a la vida?
—Eso no lo sé. Nadie lo sabe... —susurró
Agora—. Cuando llegué aquí, Luzbelik era amo y señor de estas
gloriosas ruinas. Me recibió hostilmente, como a ti. Pero luego me
ofrecí a los dioses en servicio eterno, y me perdonó la vida,
concediéndome el sacerdocio del Templo del Oráculo, llamado también
de la Fe Cósmica.
—El templo... —Val afirmó despacio, la
mirada vagando sobre ella, sobre el Androide inmóvil y expectante,
sobre las figuras de los Guardianes en sus sitiales, de nuevo
herméticos y callados—. Entiendo eso. El no quería que tú fueses
sacerdotisa de nadie. Era un engaño, una mentira más de su mente
perversa. El quería una mujer aquí. Una hembra. ¿Nunca te propuso
otra cosa que servir solamente a los dioses, mujer?
Ella bajó la cabeza. Su rostro nacarado
pareció ruborizarse. Los pechos virginales temblaron.
—El me ofreció en sacrificio a los dioses. Y
él mismo encarnó a la voluntad de esos dioses, poseyéndome en su
nombre... Dejé de ser virgen en sus brazos, en e! altar de la Fe
Cósmica...
—¡Maldito canalla impío! —fulguraron con
violencia los ojos airados, furiosos, de Val Vultan. Sus nudillos
se blanquearon bajo la piel bronceada, a costa de contener su furia
ahora imponente—. ¡El te violó, te ultrajó suciamente, pero no en
nombre de nadie, y menos aún de los dioses, sino en el suyo propio!
¡Es un cerdo ruin, que se aprovechó de ti engañándote con falsas
leyendas! Los dioses jamás poseen a mujeres vírgenes. Es un
sacrificio ilegal que está castigado por las leyes supremas del
Universo. Todo lo que va en contra la voluntad del ser inteligente,
contra su libertad o su albedrío, va en contra del equilibrio
universal. Así, hay planetas donde se mata, en otros se hace la
guerra, en otros se destierra o se aniquila... Conozco ese clase de
planetas. Yo vengo de uno de ellos. Todos son ajenos a los dioses y
a su voluntad superior. Todos son blasfemos, perjuros y viles.
Todos los hombres que matan, odian y castigan, merecen mil veces
ser exterminados. Su cobardía, su ferocidad, su odio y su
violencia, irritan a los dioses. Pero en todas partes hay hombres
como Luzbelik. En todas partes hay maldad y perfidia, insidia y
crueldad. Los seres como Luzbelik rompen la dignidad, el honor y la
ingenuidad de mujeres como tú, limpias de espíritu y de alma. Dime,
¿de qué mundo y galaxia procedes?
—Del planeta Ox, en la Gran Galaxia de
Titania. A más de un millón de jornadas lumínicas de este mundo
increíble habitado por titanes en otros tiempos...
—Titanes que fueron dioses y ahora sólo el
Oráculo sabrá qué son y dónde están —sentenció amargamente Val
Vultan, mirando en derredor suyo con abatimiento—. Me pregunto qué
sucedió para que esta ciudad, centro del Universo, resultara
abandonada y la invadiesen la selva y el olvido, desapareciendo sus
divinos moradores, Agora. Y eso es lo que quiero descubrir
ahora.
—¿Tú? —ella vaciló. Miró, estremecida aún, a
los residuos sanguinolentos del ave Hazor y las losas vacías, donde
momentos antes estuviera el siniestro Luzbelik—. ¿Crees que podrás,
aunque hayas sido El Elegido?
—Aún no lo sé. Por eso dije que quiero
conseguirlo, no que lo alcance... —Val paseó por el amplio templo,
y luego contempló largamente al androide colosal, al lado de cuyos
pies, inmensos, él era un simple pigmeo. Podía decirse que su
altura sería, aproximadamente, la de cien veces o más la suya
propia. Un coloso increíblemente gigantesco y poderoso.
Inesperadamente, sobresaltó a Agora, hablando al robot de
apariencia humana—: Magnus, amigo mío, ¿qué puedes responderme tú a
eso? ¿Donde están los dioses que te abandonaron?
Y ante el estupor de ella, compartido en
gran parte por Val, de aquel cuerpo ingente brotó una voz poderosa,
que retumbó sonoramente en los altísimos muros de piedra
viva:
—La respuesta está en el Oráculo, señor.
Pero yo te anticipo que ahora los dioses están olvidados y
perdidos, donde nadie puede dar con ellos...
Val reflexionó, mientras los ecos de aquella
potente voz rebotaban de muro en muro, de bóveda en bóveda, hasta
casi el infinito. Agora, lentamente, se iba aproximando a él como
temiendo verse sola frente a tanto prodigio inconcebible. Sin
embargo, el androide gigante no se movía, no amenazaba a nadie, no
significaba en absoluto un peligro, sino más bien una protección,
un gran protección para ambos.
—El Oráculo... —Val asintió—. Entiendo, sí.
¿Y los Guardianes Eternos? ¿Por qué son sólo estatuas de piedra que
únicamente hablaron una sola vez?
De nuevo Magnus, el androide gigante de la
ciudad de los dioses, dio su respuesta:
—Ellos fueron convertidos en piedra cuando
los dioses se marcharon, porque las fuerzas de la Oscuridad así lo
quisieron, y los dioses para entonces estaban vencidos por la
maldad y la traición. Aun así, su voluntad sobrevive a sus
personas, y aun en la piedra viva pervive la voz de su designio
altísimo, que te ha calificado a ti, mi señor, como El Elegido que
ha de salvar a los dioses de su perdición y devolver al Universo su
equilibrio perdido.
La voz del gigantesco androide artificial
era extrañamente suave y profunda, grave y bien modulada, pese al
volumen colosal de su figura. El rostro metálico, era frío,
inmóvil, de facciones humanas perfiladas en aquella materia que no
se llegaba a saber exactamente si era piedra o metal, o una materia
desconocida, que ,sólo los seres superiores de Olimpus Galax
conocían.
El cuerpo era armonioso en su grandiosidad
de estatua ciclópea, de un matiz azulado, metálico, pero
singularmente flexible, como un cuerpo humano de fibras
misteriosas, sin la rigidez cibernética y mecánica de cualquier
robot de los conocidos en los pueblos civilizados de las
galaxias.
Y aquel coloso cuyo interior le resultaba
perfectamente desconocido a Val Vultan, aquel mítico ser del que
oyera hablar en leyendas y comentarios a través de muchos mundos
habitados, era ahora suyo. Totalmente obediente a sus órdenes. Era
un ser aparentemente inteligente, o dotado de una memoria
cibernética fabulosa, que podía conversar, obedecer, moverse... y
quizá sentir, si realmente era obra de dioses y no de
hombres.
—¿Estamos solos en esta ciudad?—se interesó
Val.
—Solos, sí —respondió el androide.
—¿Por qué te mantenías inmóvil y callado
hasta ahora?
—Porque así estaba escrito, y yo cumplo las
leyes. No podía sentir, ver ni oír. Pero mi subconsciente registró
hechos y cosas. Sé que Luzbelik era el Mal. Sé que Agora fue
engañada y ultrajada.
—¿Agora es de tu agrado?
—Sí, lo es. Es noble y buena. No tiene
maldad ni doblez. Pero tú debes juzgar. Eres el Elegido. Se supone
que tu inteligencia es superior a la de todo otro mortal. Tus
decisiones son leyes, por dictado exclusivo de los Dioses. Yo te
obedezco, simplemente. No juzgo. Tú juzgas. Yo cumplo lo que me
digas.
—Deseo que ames a Agora y la protejas de
todo mal, aunque yo no esté delante.
—Lo haré, señor. Tu palabra es ley para
Magnus.
—Ella es mi amiga. Mi compañera. Yo la
protejo. Tú también.
—Sí, mi señor.
Agora tenía lágrimas en sus ojos de pupilas
carmesí. Se acercó a él. Le miró cálida, tiernamente. Luego, puso
una mano estilizada y suave en su brazo.
—Gracias, Elegido —musitó.
—No me llames así. Tú, no —los ojos graves
de él se fijaron en el hermoso rostro femenino—. Para ti, soy
solamente Val Vultan. Mejor aún mi nombre tan sólo: Val...
—Me gusta llamarte así. Val... —entornó
ensoñadora— mente los ojos. Sus dedos presionaron suave,
dulcísimamente, su brazo—. Eres hermoso y fuerte. Joven y poderoso,
temí por tu vida, pero Luzbelik me tenía dominada, oprimida. Me
daba miedo, le temía... Y deseaba salvarte de alguna forma, pero él
era implacable. Y yo creí que hablaba en nombre de los dioses, por
eso no le podía decir nada, no podía luchar contra él...
—Lo entiendo muy bien. El era tan astuto
como malvado. Y seguirá siéndolo, donde ahora esté.
—¿Crees que está en alguna parte? —pestañeó
ella, sorprendida.
—Claro. Se limitó a desaparecer, apelando
sin duda a sus poderes. Es una mezcla de mago y tirano, de brujo y
de demonio. Estoy seguro de que ahora se halla lejos de nosotros,
donde nuestro poder está incapacitado para alcanzarle.
—¿Dónde puede ser eso?
—No sé... En un mundo de sombras, siniestro
y malvado. En un lugar del Universo adonde no llegue la luz ni el
espíritu de la fe, el amor, la fraternidad de los seres vivientes y
la paz de los pueblos del Cosmos. Algún recóndito mundo lleno de
horror y maldad, sin duda alguna.
—¿Y podrá hacer algo contra nosotros desde
allí?
—Es posible. Lo hizo incluso contra los
propios dioses.
—¿Fue él quien causó la muerte de esta
hermosa ciudad?
—O él, o los suyos, Agora. En realidad, creo
que le dejaron aquí para impedir que llegase el Elegido de que
hablaban los escritos del Oráculo. Temía que ese día pudiese marcar
el retorno de los dioses y el desastre de los espíritus maléficos.
Pero puede que haya otros peores y más poderosos que él.
—Me da miedo pensar en todo eso...
—A mí ya no puede asustarme nada —sonrió
Val, revelando cierta ternura en su rostro duro y musculoso—. He
vivido el destierro, he estado tres veces al filo de la muerte, y
nada puede perder ya un hombre que sea más fuerte y valioso que la
libertad, la tierra propia... y la vida. Por ello no me arregla
nada. Vamos, Agora. Salgamos de aquí.
—¿Adonde, Val? —musitó ella, aferrándose a
su mano instintivamente.
—Al Templo de la Fe Cósmica. Adelante,
Magnus. Llévanos allí, amigo.
—Sí, mi señor —dijo el gigantesco androide,
el super— robot de las estrellas, creado por los dioses—. Subid
sobre mí. Yo os conduciré.
Y bajó su mano que, dulcemente, les recogió,
conduciéndoles a su hombro, donde les aposentó con suavidad.
Recomendó, antes de echar a andar:
—Aferraos a esos cables que veis partir de
mis tendones laterales. Será suficiente para viajar tranquilos, sin
temor a una caída. Os hará falta viajar así conmigo, hasta que os
facilite las Alas del Poder.
—¿Las Alas del Poder? —repitió Val—. ¿Qué es
eso?
—Lo sabrás pronto, mi señor. Cuando
lleguemos al templo De la Fe Cósmica, y el Oráculo te revele la
gran verdad de tu destino...
Se aposentaron allí. Aferraron unos cables
que brotaban de su cuello, y que parecían un asidero seguro. Luego,
el androide gigante se movió hacia las altas cortinas oscuras.
Penetró a través de ellas, con destino desconocido.