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VAL Vultan contempló la llegada de la muerte. No podía hacer nada por evitarla. Ni siquiera podía luchar, porque aquella ave maligna era invencible. Su cuerpo atlético, vigoroso, de luchador indómito permaneció erguido, sereno, como si no fuese el horror de una sangrienta agonía lo que se le venía encima en ese momento.
Sólo tuvo aliento para murmurar, mientras clavaba sus ojos helados en el monstruo volador que venía hacia él:
—Dioses, ayudadme, si realmente merezco sobrevivir... y si aún sois capaces de hacer que en vuestra vieja ciudad olvidada exista la ley verdadera, que castiga al malvado y premia a quien no causó daño alguno...
El pico terrorífico se abrió sobre él, como una mole destructora, a punto de despedazarle.
Val ni siquiera pestañeó. Sus manos se alzaron, en un movimiento instintivo, protector, y las situó entre sus ojos y el pico del ave, que tenía la clara intención de picotearle en ellos para dejarle ciego en principio, hasta terminar luego su feroz obra.
El pico golpeó su mano. Sintió el dolor y corrió la sangre entre sus dedos. Luego, esa sangre goteó sobre las losas inmensas de las gradas que daban acceso al trono del inmóvil androide.
Los ojos desorbitados de Agora, contemplaban lo inevitable, mientras el rugoso rostro amarillo de Luzbelik no revelaba emoción alguna.
En ese momento, ocurrió lo increíble.
Pareció crujir toda la piedra de la vasta sala, e incluso del edificio mismo que fuera albergue de dioses y que ahora conservaba el pétreo recuerdo de los Guardianes Eternos.
Despavorido, Luzbelik se volvió hacia atrás, al sentir a sus espaldas la presencia de algo vivo y poderoso, haciendo estremecer el suelo y sus cimientos ciclópeos. Un alarido de supremo horror e incredulidad, brotó de lo labios.
La increíble figura del Androide Magno, gigantesca y poderosa, estaba ahora a sus espaldas... ¡pero en pie y dotada de vida!
Agora gritó, mirando con estupor la escena insólita. El ave emitió otro chillido y, cuando intentaba saltar de nuevo sobre Val, una mano inmensa, como de piedra azul o de metal desconocido, se elevó en los aires, alcanzando al animal sanguinario.
Fueron dedos de muerte, devastadores y titánicos, los que se cerraron sobre las alas y la cabeza del ave asesina, y al presionar con toda simplicidad, el animal monstruoso emitió un largo, agónico chillido, y su cuerpo se hizo una pulpa informe, sangrienta, que se desprendió de la ciclópea mano como un pelele roto, pulverizado.
El androide, con una sola de sus manos, había masacrado en un instante al verdugo monstruoso que Luzbelik lanzara sobre Val Vultan.
Y ahora, la figura colosal estaba volviéndose, implacable, hacia el propio Señor de las Sombras. Val Vultan observó en su metálico rostro azul una expresión extraña, como de odio y de furia contra el hombre que fuera su juez poco antes.
Estuvo seguro de algo: el androide iba a aplastar ahora a Luzbelik.
—¡No, espera! —gritó el Desterrado, cuando ya la mano colosal se alzaba, para caer inexorable sobre su víctima aterrorizada.
Y entonces, para pasmo de todos, el androide detuvo su mano en el aire.
Había obedecido la voz de Vultan.
Algo que, según el Oráculo del Cosmos, sólo haría el Androide Magno cuando el Elegido de los Dioses llegara a la ciudad de los Guardianes Eternos.
Incrédulo, el propio Val se quedó contemplando aquella inmensa mole viviente que sólo unos momentos antes parecía colosal estatua de piedra o de metal azul, con apariencia humana, pero con una envoltura que no podía ser sino metálica o pétrea, y en ningún caso una epidermis de humanoide.
Aquella torre viva, ingente, que era el Super-robot de que hablaban los mentideros cósmicos, pero que nadie hasta entonces había visto cara a cara, al menos entre los mortales humanos, permanecía inmóvil aún, como esperando algo. Quizá una nueva voz, una orden diferente.
Pero eso no era posible. Val Vultan sabía que no era ni siquiera imaginable esperar que él, precisamente él, un oscuro y triste Desterrado, enviado por el Imperio Galáctico a su destierro de eternidades, pudiese ser el Elegido que todos esperaban. Eso no entraba en la mayor fantasía previsible. Eso, sencillamente, no podía ser.
Pero lo cierto es que el gigantesco androide estaba allí, parado, su mano ominosa, implacable como una amenaza mortal, todavía pendiente sobre la cabeza del aterrorizado Luzbelik que, desesperadamente, miraba ahora a su víctima anterior, como implorando toda la piedad y clemencia que él había sido incapaz de aplicarle a él.
—Por favor... Por caridad... —rogó con voz quebrada—. EL., el Androide Magno... parece que ha obedecido tu voz... Vultan, no puedes permitir una muerte así... No me sentenciarás sin dejar que me defienda, que me justifique...
—¿Defenderte? ¿Justificarte? —Val le miró, despectivo, con ojos centelleantes de justa ira—. ¿Acaso me permitiste eso a mí, fantoche maldito? ¿Me escuchaste, me concediste la menor clemencia? Además, yo no tengo voz ni mando sobre ese ser. Es demasiado grande, demasiado gigantesco y poderoso para que yo, un mísero Desterrado, un hombre sin tierra ni patria, sin destino ni futuro, pueda significar algo para él y para sus intenciones...
—¡Tú le has detenido! —clamó Luzbelik, exasperado, agitando ahora sus manos esqueléticas con un aire muy diferente al anterior, dominante y tiránico. Era un hombre angustiado, aterrado por la idea de morir—. ¡Tú puedes ordenarle lo que desees! ¡No sé cómo sucedió, pero lo has conseguido! ¡Y el que tenga el poder de controlar a ese coloso de la técnica y de la voluntad de los dioses, tendrá en sus manos el dominio de Olimpus Galax, del planeta todo... y quizá del propio Universo!
—Estas loco —rechazó Val, encogiéndose de hombros. Pero miró al titán llamado Androide Magno—. No es posible que yo pueda hacer nada sobre su voluntad... ni sobre la de los dioses. No soy nadie, nunca lo he sido...
—¡Por caridad! ¡No le permitas bajar esa mano! —sollozó ahora el antes tiránico y todopoderoso Señor de las Sombras, cayendo de rodillas entre sollozos de terror—. ¡Si no dices nada, si no impones tu autoridad, terminará por bajarla y aplastarme!
—Está bien. Seré más noble que tú lo fuiste conmigo, maldita rata —silabeó Val, asqueado. Alzó los ojos y los fijó en la impávida faz metálica del androide—. Magno, si realmente eres capaz de obedecer mi voz... aparta tu mano de ese hombre. No ataques a nadie, mientras ni tú ni yo seamos atacados.
En un silencio dramático, ante el general estupor, la mano inmensa comenzó a bajar... pero lentamente, y hacia el costado del androide, sin rozar lo más mínimo a Luzbelik. Este, más amarillo que nunca, con sus globos oculares saltones y sin color, teñidos de un azul lívido que debía indicar su reacción ante el pánico, jadeó al ver alejarse el peligro. Y luego, con un ronco murmullo de admiración y respeto, se dejó caer de bruces, como en muda adoración de Val Vultan, el cual le contempló fríamente, sin revelar en su gesto emoción alguna.
—Lo has logrado —musitó roncamente Agora, clavando ahora en él sus ojos carmesí, brillantes y excitados. Su hermosa desnudez temblaba ostensiblemente, con una rara sensibilidad—. ¿Te das cuenta, extranjero? ¡Lo has logrado! ¡Tú... tú mandas y él te obedece! ¡Tienes poder sobre el Androide Magno creado por los Dioses! ¡Eso significa que TU ERES EL ELEGIDO DE LOS DIOSES!
—No, imposible —rechazó Val—. No tiene sentido, mujer. Eso no puede suceder. Después de todo, ¿quién soy yo para convertirme en... en el Elegido?
Y en ese momento, a sus espaldas, un temblor profundo, hizo vibrar las piedras todas de la gran nave. Agora gritó apagadamente, con su asombro y temor, y los murmullos patéticos del aterrado Luzbelik crecieron de grado, mientras su cuerpo, abyectamente inclinado en respetuosa obediencia, temblaba espasmódicamente.
Val Vultan se volvió. Y presenció lo increíble.
Las figuras de piedra de los Guardianes Eternos, parecían cobrar vida, todas a la vez. Sus rostros de gárgolas fantásticas, se volvían hacia él, muy despacio, y unas voces sonoras y profundas, como un coro lejano y litúrgico, brotaban de las figuras míticas allí alineadas:
—Los Dioses han elegido. Nosotros, sus Guardianes Eternos, saludamos en ti, humano, al hombre que, limpio de alma y de mente, noble de espíritu y fuerte de cuerpo, puede empuñar la bandera de la fe y de la antigua grandeza cósmica de aquellos que, enviados por El Hacedor, gobernaron los mundos y las galaxias, para la continuidad del perfecto equilibrio cósmico. Nosotros, en nombre de los Dioses cuyo Oráculo de Fe guardamos, te nombramos ahora nuestro Elegido, como elegido fuiste por todos ellos. Y que el Androide Magno, llamado también Magnus, sea tu fiel servidor, obediente y leal, siempre que tu voz y tu voluntad estén gobernadas por el sentido de la justicia, el amor y la libertad para todas las criaturas el Universo.
En silencio, realmente asombrado por todo cuanto sucedía en torno suyo, Val Vultan contempló aquellas míticas figuras que estaban encima del Tiempo y del Espacio, y cuya voz sonora acababa de proclamarle como el Elegido, sin lugar a la más leve duda.
El Elegido...
Costaba trabajo admitir eso. El, un desterrado... ser escogido por los Dioses Cósmicos. Ser la persona que podía controlar y gobernar al Androide Magno... y luchar por el retorno al Antiguo Orden, a los tiempos en que los Imperios Galácticos no eran una tiranía, cuando los hombres de todos los planetas habitados del Universo aún tenían fe y... amor, aún creían en el Supremo Hacedor, Dios de todos los Dioses o criaturas de su confianza, y aún se amaba, se vivía en paz y no se odiaba ni condenaba a nadie sin motivo...
¿Podría él. Val Vultan, llegar tan lejos en una tarea así, tan ingente y fabulosa, aún con la ayuda del Androide Magno!
Cierto que había oído hablar a los sabios y a los profetas sobre las criaturas de apariencia humana, cuerpo metálico y mente y músculos de ciencia cibernética superior, de mecanismos casi portentosos, que ningún científico humano podía alcanzar todavía en perfección, porque aún en cualquier mundo, por avanzado que fuese, un robot seguía siendo un robot, pero un robot jamás podía parecer un androide...
Y menos aún, conseguir un robot virtualmente humano, con el volumen y... dimensiones del coloso Magnas titán del Olimpo cósmico de aquel planeta misterioso y remoto adonde su destino le había conducido.
—Dios mío... —susurró, cerrando sus ojos con fervor—. Y dioses en quienes siempre creí... Gracias. Gracias por tan inmerecido honor. Si realmente habéis querido que vuestra humilde criatura Val Vultan sea El Elegido... procuraré estar al nivel de lo que de mí esperarais. Juro ante vosotros todos, tener fe ciega, no dejarme vencer por el desánimo ni por el dolor, ser fuerte y firme, justo y honesto, noble y fraterno con quien lo merezca, inflexible y duro con quien se haga acreedor a ello. ¡Lo juro, Dioses del Universo!
E inclinó su rubia cabeza con una fe y una energía indomables, concentrándose en aquella solemne promesa que le ligaba a una obra, a una actitud, a un futuro en el que él ya no sería siquiera Val Vultan, en que dejaría de ser él mismo, para convertirse en un instrumento divino, en una criatura al servicio de los más altos y supremos designios de aquellos que, invisibles en el Cosmos regían al maravilloso equilibrio de los mundos.
Ahora, cuando sabía ya, sin lugar a dudas, que era El Elegido, sintió la necesidad de caer de rodillas ante el coloso mismo que de él dependía, en signo de humildad ante el poder de los creados y de su Creador. Y en ese mismo instante, una luz cegadora destelló en las alturas, abriéndose paso a través de la piedra, como en un imposible, y envolvió a Val Vultan en un halo dorado, resplandeciente y mágico, acompañado por lejanísimos, remotos ecos de coros angélicos de otra dimensión o de otros confines más allá de lo visible y de lo tangible.
Justo en ese momento, un alarido salvaje, desgarrador y brutal, escapó de labios de Luzbelik, que se agitó como en un espasmo doloroso, emitió luego unas palabras obscenas y otras cabalísticas, ininteligibles para Val, desapareciendo luego en una súbita humareda roja, que brotó del suelo, de las baldosas gigantes, como de un volcán invisible.
Cuando la llamarada y su negruzco humo se disolvieron en el aire quieto y legendario de la Ciudad Muerta, Luzbelik ya no estaba allí. Era como si jamás hubiera existido. Pero Val sabía que sí existió, que poseía poder sobre un pajarraco siniestro y sanguinario llamado Halzor, y que la sacerdotisa Agora, allí presente todavía, con la mirada fija donde se hallara antes su acompañante de faz amarilla y estirada, el diabólico Señor de las Sombras...
—Se fue... —jadeó ella, con voz apagada.
—Se fue, sí... —asintió Val con dureza—. El era el Mal. El espíritu mismo del Mal...
—¿Cómo es posible? —gimió Agora con una expresión de angustia en su bellísimo semblante—. Yo le creí protector de estas ruinas, guardián de la eterna paz de nuestros dioses...
—¿Paz eterna? —Val rió, asintiendo—. Quizá. Eso sí es posible, Agora, mujer desconocida. Pero paz eterna para que los dioses jamás volvieran a regir los destinos de los humanos habitantes de los planetas. ¿Sabemos tú y yo acaso qué ha sido de ellos desde que faltaron de Olimpus Galax, desde que esta ciudad, en otra época resplandeciente y magnífica, se convirtió en víctima de la jungla y de la oscuridad, hasta ser sólo ese montón de ciclópeas ruinas que es ahora? ¿Qué sucedió realmente aquí, para que nunca más hayan vuelto sus divinos moradores, ni hayan despertado del pétreo letargo los Guardianes Eternos, ni el Androide Magno haya vuelto a la vida?
—Eso no lo sé. Nadie lo sabe... —susurró Agora—. Cuando llegué aquí, Luzbelik era amo y señor de estas gloriosas ruinas. Me recibió hostilmente, como a ti. Pero luego me ofrecí a los dioses en servicio eterno, y me perdonó la vida, concediéndome el sacerdocio del Templo del Oráculo, llamado también de la Fe Cósmica.
—El templo... —Val afirmó despacio, la mirada vagando sobre ella, sobre el Androide inmóvil y expectante, sobre las figuras de los Guardianes en sus sitiales, de nuevo herméticos y callados—. Entiendo eso. El no quería que tú fueses sacerdotisa de nadie. Era un engaño, una mentira más de su mente perversa. El quería una mujer aquí. Una hembra. ¿Nunca te propuso otra cosa que servir solamente a los dioses, mujer?
Ella bajó la cabeza. Su rostro nacarado pareció ruborizarse. Los pechos virginales temblaron.
—El me ofreció en sacrificio a los dioses. Y él mismo encarnó a la voluntad de esos dioses, poseyéndome en su nombre... Dejé de ser virgen en sus brazos, en e! altar de la Fe Cósmica...
—¡Maldito canalla impío! —fulguraron con violencia los ojos airados, furiosos, de Val Vultan. Sus nudillos se blanquearon bajo la piel bronceada, a costa de contener su furia ahora imponente—. ¡El te violó, te ultrajó suciamente, pero no en nombre de nadie, y menos aún de los dioses, sino en el suyo propio! ¡Es un cerdo ruin, que se aprovechó de ti engañándote con falsas leyendas! Los dioses jamás poseen a mujeres vírgenes. Es un sacrificio ilegal que está castigado por las leyes supremas del Universo. Todo lo que va en contra la voluntad del ser inteligente, contra su libertad o su albedrío, va en contra del equilibrio universal. Así, hay planetas donde se mata, en otros se hace la guerra, en otros se destierra o se aniquila... Conozco ese clase de planetas. Yo vengo de uno de ellos. Todos son ajenos a los dioses y a su voluntad superior. Todos son blasfemos, perjuros y viles. Todos los hombres que matan, odian y castigan, merecen mil veces ser exterminados. Su cobardía, su ferocidad, su odio y su violencia, irritan a los dioses. Pero en todas partes hay hombres como Luzbelik. En todas partes hay maldad y perfidia, insidia y crueldad. Los seres como Luzbelik rompen la dignidad, el honor y la ingenuidad de mujeres como tú, limpias de espíritu y de alma. Dime, ¿de qué mundo y galaxia procedes?
—Del planeta Ox, en la Gran Galaxia de Titania. A más de un millón de jornadas lumínicas de este mundo increíble habitado por titanes en otros tiempos...
—Titanes que fueron dioses y ahora sólo el Oráculo sabrá qué son y dónde están —sentenció amargamente Val Vultan, mirando en derredor suyo con abatimiento—. Me pregunto qué sucedió para que esta ciudad, centro del Universo, resultara abandonada y la invadiesen la selva y el olvido, desapareciendo sus divinos moradores, Agora. Y eso es lo que quiero descubrir ahora.
—¿Tú? —ella vaciló. Miró, estremecida aún, a los residuos sanguinolentos del ave Hazor y las losas vacías, donde momentos antes estuviera el siniestro Luzbelik—. ¿Crees que podrás, aunque hayas sido El Elegido?
—Aún no lo sé. Por eso dije que quiero conseguirlo, no que lo alcance... —Val paseó por el amplio templo, y luego contempló largamente al androide colosal, al lado de cuyos pies, inmensos, él era un simple pigmeo. Podía decirse que su altura sería, aproximadamente, la de cien veces o más la suya propia. Un coloso increíblemente gigantesco y poderoso. Inesperadamente, sobresaltó a Agora, hablando al robot de apariencia humana—: Magnus, amigo mío, ¿qué puedes responderme tú a eso? ¿Donde están los dioses que te abandonaron?
Y ante el estupor de ella, compartido en gran parte por Val, de aquel cuerpo ingente brotó una voz poderosa, que retumbó sonoramente en los altísimos muros de piedra viva:
—La respuesta está en el Oráculo, señor. Pero yo te anticipo que ahora los dioses están olvidados y perdidos, donde nadie puede dar con ellos...
Val reflexionó, mientras los ecos de aquella potente voz rebotaban de muro en muro, de bóveda en bóveda, hasta casi el infinito. Agora, lentamente, se iba aproximando a él como temiendo verse sola frente a tanto prodigio inconcebible. Sin embargo, el androide gigante no se movía, no amenazaba a nadie, no significaba en absoluto un peligro, sino más bien una protección, un gran protección para ambos.
—El Oráculo... —Val asintió—. Entiendo, sí. ¿Y los Guardianes Eternos? ¿Por qué son sólo estatuas de piedra que únicamente hablaron una sola vez?
De nuevo Magnus, el androide gigante de la ciudad de los dioses, dio su respuesta:
—Ellos fueron convertidos en piedra cuando los dioses se marcharon, porque las fuerzas de la Oscuridad así lo quisieron, y los dioses para entonces estaban vencidos por la maldad y la traición. Aun así, su voluntad sobrevive a sus personas, y aun en la piedra viva pervive la voz de su designio altísimo, que te ha calificado a ti, mi señor, como El Elegido que ha de salvar a los dioses de su perdición y devolver al Universo su equilibrio perdido.
La voz del gigantesco androide artificial era extrañamente suave y profunda, grave y bien modulada, pese al volumen colosal de su figura. El rostro metálico, era frío, inmóvil, de facciones humanas perfiladas en aquella materia que no se llegaba a saber exactamente si era piedra o metal, o una materia desconocida, que ,sólo los seres superiores de Olimpus Galax conocían.
El cuerpo era armonioso en su grandiosidad de estatua ciclópea, de un matiz azulado, metálico, pero singularmente flexible, como un cuerpo humano de fibras misteriosas, sin la rigidez cibernética y mecánica de cualquier robot de los conocidos en los pueblos civilizados de las galaxias.
Y aquel coloso cuyo interior le resultaba perfectamente desconocido a Val Vultan, aquel mítico ser del que oyera hablar en leyendas y comentarios a través de muchos mundos habitados, era ahora suyo. Totalmente obediente a sus órdenes. Era un ser aparentemente inteligente, o dotado de una memoria cibernética fabulosa, que podía conversar, obedecer, moverse... y quizá sentir, si realmente era obra de dioses y no de hombres.
—¿Estamos solos en esta ciudad?—se interesó Val.
—Solos, sí —respondió el androide.
—¿Por qué te mantenías inmóvil y callado hasta ahora?
—Porque así estaba escrito, y yo cumplo las leyes. No podía sentir, ver ni oír. Pero mi subconsciente registró hechos y cosas. Sé que Luzbelik era el Mal. Sé que Agora fue engañada y ultrajada.
—¿Agora es de tu agrado?
—Sí, lo es. Es noble y buena. No tiene maldad ni doblez. Pero tú debes juzgar. Eres el Elegido. Se supone que tu inteligencia es superior a la de todo otro mortal. Tus decisiones son leyes, por dictado exclusivo de los Dioses. Yo te obedezco, simplemente. No juzgo. Tú juzgas. Yo cumplo lo que me digas.
—Deseo que ames a Agora y la protejas de todo mal, aunque yo no esté delante.
—Lo haré, señor. Tu palabra es ley para Magnus.
—Ella es mi amiga. Mi compañera. Yo la protejo. Tú también.
—Sí, mi señor.
Agora tenía lágrimas en sus ojos de pupilas carmesí. Se acercó a él. Le miró cálida, tiernamente. Luego, puso una mano estilizada y suave en su brazo.
—Gracias, Elegido —musitó.
—No me llames así. Tú, no —los ojos graves de él se fijaron en el hermoso rostro femenino—. Para ti, soy solamente Val Vultan. Mejor aún mi nombre tan sólo: Val...
—Me gusta llamarte así. Val... —entornó ensoñadora— mente los ojos. Sus dedos presionaron suave, dulcísimamente, su brazo—. Eres hermoso y fuerte. Joven y poderoso, temí por tu vida, pero Luzbelik me tenía dominada, oprimida. Me daba miedo, le temía... Y deseaba salvarte de alguna forma, pero él era implacable. Y yo creí que hablaba en nombre de los dioses, por eso no le podía decir nada, no podía luchar contra él...
—Lo entiendo muy bien. El era tan astuto como malvado. Y seguirá siéndolo, donde ahora esté.
—¿Crees que está en alguna parte? —pestañeó ella, sorprendida.
—Claro. Se limitó a desaparecer, apelando sin duda a sus poderes. Es una mezcla de mago y tirano, de brujo y de demonio. Estoy seguro de que ahora se halla lejos de nosotros, donde nuestro poder está incapacitado para alcanzarle.
—¿Dónde puede ser eso?
—No sé... En un mundo de sombras, siniestro y malvado. En un lugar del Universo adonde no llegue la luz ni el espíritu de la fe, el amor, la fraternidad de los seres vivientes y la paz de los pueblos del Cosmos. Algún recóndito mundo lleno de horror y maldad, sin duda alguna.
—¿Y podrá hacer algo contra nosotros desde allí?
—Es posible. Lo hizo incluso contra los propios dioses.
—¿Fue él quien causó la muerte de esta hermosa ciudad?
—O él, o los suyos, Agora. En realidad, creo que le dejaron aquí para impedir que llegase el Elegido de que hablaban los escritos del Oráculo. Temía que ese día pudiese marcar el retorno de los dioses y el desastre de los espíritus maléficos. Pero puede que haya otros peores y más poderosos que él.
—Me da miedo pensar en todo eso...
—A mí ya no puede asustarme nada —sonrió Val, revelando cierta ternura en su rostro duro y musculoso—. He vivido el destierro, he estado tres veces al filo de la muerte, y nada puede perder ya un hombre que sea más fuerte y valioso que la libertad, la tierra propia... y la vida. Por ello no me arregla nada. Vamos, Agora. Salgamos de aquí.
—¿Adonde, Val? —musitó ella, aferrándose a su mano instintivamente.
—Al Templo de la Fe Cósmica. Adelante, Magnus. Llévanos allí, amigo.
—Sí, mi señor —dijo el gigantesco androide, el super— robot de las estrellas, creado por los dioses—. Subid sobre mí. Yo os conduciré.
Y bajó su mano que, dulcemente, les recogió, conduciéndoles a su hombro, donde les aposentó con suavidad. Recomendó, antes de echar a andar:
—Aferraos a esos cables que veis partir de mis tendones laterales. Será suficiente para viajar tranquilos, sin temor a una caída. Os hará falta viajar así conmigo, hasta que os facilite las Alas del Poder.
—¿Las Alas del Poder? —repitió Val—. ¿Qué es eso?
—Lo sabrás pronto, mi señor. Cuando lleguemos al templo De la Fe Cósmica, y el Oráculo te revele la gran verdad de tu destino...
Se aposentaron allí. Aferraron unos cables que brotaban de su cuello, y que parecían un asidero seguro. Luego, el androide gigante se movió hacia las altas cortinas oscuras. Penetró a través de ellas, con destino desconocido.