CAPÍTULO IV

Como cada año, después de mi estancia en el balneario Eaux-Bonnes, la marquesa de Castelbajac nos invitó, a mi madre y a mí, a su propiedad de Pau. Para distraernos, invitó a una artista, llamada madame Gordon, que cantó bastante bien en los intermedios musicales de la velada. No sabíamos nada de ella, salvo que había desempeñado un papel en la conspiración de Estrasburgo algunos años antes, y eso era suficiente para despertar mi curiosidad. Recordaba ese día de noviembre de 1836 en que mi amiga Cécile Delessert puso mis sentidos en alerta al enseñarme la silla donde el príncipe Luis Napoleón se había sentado para beber un poco de champán antes de partir al exilio.

Ardía por obtener más información, y la escuché con atención cuando supe que era la hija de un capitán de la Guardia. La habían criado en el culto al emperador y había dirigido toda su devoción hacia el sobrino del Águila, hijo de Luis, hermano de Napoleón y ex rey de Holanda, y de la reina Hortensia; se le consideraba el legítimo heredero. A petición mía, madame Gordon explicó con detalle el intento de sublevar a la guarnición con el apoyo del coronel Vaudrey y su activa participación en esos acontecimientos. Sólo más adelante sabría lo que omitió en esta confesión sobre su situación un poco turbia y sus relaciones personales en aquella época. Sin embargo, desde las primeras palabras quedé literalmente subyugada, y la admiración que sentí por ella no conocía límites. La envidiaba por el hecho de haber conocido al hombre extraordinario que había llevado a cabo el gesto heroico con el que siempre había soñado, ya que al igual que ella también era hija de un veterano de la Grande Armée.

Madame Gordon era inagotable y hablaba de «su príncipe», que acto seguido había huido de América y se había refugiado en Inglaterra, donde esperaba el momento propicio para regresar a su patria.

—El regreso de los restos mortales del emperador fue la señal que esperaba. Consideró que había llegado la hora de despertar voluntades. Su desembarco en Bolonia, como sabéis, fue un fracaso. Pero iré a verle al fuerte de Ham, porque creo en su buena estrella.

Yo bebía sus palabras. Un conspirador, un prisionero, un príncipe, un Napoleón: ¡se daban todos los requisitos necesarios para absorberme el seso![20]Exclamé:

—¿Si fuese con vos, señora, ¿el príncipe me recibiría?

—Las visitas están autorizadas —dijo con una sonrisa de diversión—. Creo que estaría encantado.

Mi madre se dejó convencer de esa alocada idea y se acordó que acompañaríamos a madame Gordon. Pero a la sazón una revolución —ya no sé cuál, ¡hubo tantas!— nos obligó a regresar rápidamente a Madrid.[21]Una vez más, la fatalidad ponía trabas a mis proyectos, en el momento en que me disponía a vivir una hermosa aventura. Lloraba de rabia y supliqué a madame Gordon que se reuniera con nosotras lo antes posible en España. Lo quería saber todo sobre ese Napoleón probo y valeroso que la Cámara de los Pares[22] había condenado a cadena perpetua.

En la diligencia que nos llevaba de vuelta a casa, los baches sacudían mi cuerpo, pero mi mente caracoleaba hacia el norte de Francia, en compañía de la cantante, y seguía oyendo su voz cálida repitiendo las declaraciones del acusado ante los jueces:

—Por primera vez en mi vida, se me permite hablar libremente a los franceses… Se me presenta una ocasión de oro para explicar a mis conciudadanos lo que pienso, lo que deseo… Represento un principio, una causa y una derrota. El principio, es la soberanía del pueblo; la causa, la del Imperio y la derrota, Waterloo. El principio, lo habéis reconocido; la causa, la habéis servido; la derrota, queréis vengarla.

Y aquel impertinente de la sala que le espetó a la cara:

—La espada de Austerlitz es demasiado pesada para vuestras débiles manos. ¡El nombre del emperador pertenece a Francia!

Sin perder la calma, el acusado replicó:

—Ese nombre que resuena por doquier hoy en día, es a mí a quien pertenece.

Respuesta digna y orgullosa, como a mí me gustan. Este sobrino de mi ídolo conocía el idioma de los héroes y me preguntaba qué haría en su cautiverio. El 7 de octubre de 1840, lo encarcelaron. En el mismo momento, yo pensaba ir a París para inclinarme ante los despojos del glorioso prisionero, muerto en Santa Elena.

De regreso a Madrid, me acerqué al palacio de Liria, morada ancestral de los duques de Alba, donde vivía mi hermana desde su boda. Le hablé de mi encuentro y le declaré con voz entusiasmada:

—El bonapartismo está lejos de estar enterrado. Pronto tendremos noticias.

Toda mi infancia resucitaba en bloque y palpitaba en el menor resquicio de mi cuerpo, alimentada por los relatos de mi padre y del señor Beyle… ¡La religión de Napoleón corría por mis venas y me habría parecido harto fácil hacerme matar por el heredero de ese nombre![23]

Fiel a su promesa, madame Gordon emprendió viaje a España y nos expuso detalladamente cómo fue su peregrinaje al fuerte de Ham. El príncipe Luis Napoleón, modestamente instalado pero bien tratado, no había perdido en ningún momento el buen humor ni las esperanzas. Creía en su destino y se preparaba para desempeñar su futuro papel, consultando miles de textos y dedicando jornadas enteras a estudiar la manera de mejorar la suerte de las clases trabajadoras. Incluso consiguió publicar un folleto titulado Extinction du Paupérisme.

—Ha causado sensación. Sólo he podido encontrar una copia, aquí la tenéis. Es vuestra si lo deseáis.

La cogí y la abrí con entusiasmo. Lo que leí en aquel momento me extrañó y me tranquilizó. Volvía a encontrar las teorías de Proudhon y Fourier que me habían seducido. El príncipe, hijo de rey y sobrino del emperador, tenía ideas «progresistas» a la hora de escribir:

La clase obrera no posee nada, debemos convertirla en propietaria. Su única riqueza son sus brazos; debemos dar a estos brazos un empleo útil para todos. Es como un pueblo de ilotas en medio de un pueblo de sibaritas; debemos hacerle un sitio en la sociedad, y unir sus intereses a los del suelo. Además, no tiene organización, ni derechos, ni futuro; démosle derechos y un futuro y la habremos ganado para la educación, la asociación y la disciplina.

Las colonias agrícolas que defendía en otro pasaje se asemejaban a mis utopías de falansterio, pero me quedé pensativa ante la conclusión:

El objetivo de todo gobierno hábil debe ser tender a que pronto se pueda decir: El triunfo del cristianismo ha destruido la esclavitud; el triunfo de la Revolución francesa ha destruido el vasallaje; el triunfo de las ideas democráticas ha destruido el pauperismo.

En este terreno, todavía debían hacerse muchas cosas, y según lo que oía en las tertulias de mi madre, no veía ningún gobierno dispuesto a instaurar más libertad. Sólo tenía diecinueve años y me alimentaba de mis ilusiones, esperando que algún día el mundo cambiara hacia más igualdad. El informe de madame Gordon fortalecía mis ideas y me animaba a proseguir mis convicciones nacientes en materia de política.

—Todo lo que nos habéis enseñado —le dije— me lleva a una feliz conclusión: ni mi padre ni el señor Beyle lucharon por nada. Los principios napoleónicos sobrevivirán al Gran Hombre que reposa en Los Inválidos, puesto que un heredero de su sangre ha cogido la antorcha. Es bueno saber que, en un rincón de Europa, un alma de héroe ha vuelto a encender la llama.

Emocionada hasta derramar lágrimas, la cantante regresó a Francia, donde murió cuatro años más tarde sin volver a ver a «su príncipe». Pero cuando se me ocurra pronunciar su nombre en los salones del palacio del Elíseo, provocaré una confusión de la que me arrepentiré. Por ahora estaba lejos de imaginar mi destino bajo los artesonados dorados de ese palacio.

Madrid y Carabanchel me envolvían en una ronda de mundanerías, siempre las mismas, y ya me hartaba de ellas. Mi madre quería casarme a toda costa y se obstinaba en presentarme como una joya cara. Recibí varias demandas, es verdad, los mejores partidos de la ciudad. Pero ninguno de ellos tenía el poder de hacerme vibrar, y los rechazaba uno tras otro, provocando las iras de mi madre.

Chocábamos con frecuencia; las palabras subían de tono y las peleas se multiplicaban. Con el tiempo, nuestros gustos diferían tanto que eran opuestos las más de las veces. Me gustaban los grandes espacios y el campo, mi madre prefería los parques geométricos. A ella la ópera la embriagaba, a mí el flamenco me apasionaba. Si a mí me encantaban las largas discusiones, los debates sobre los principios o las ideas, para ella la conversación consistía en sondear a su interlocutor, en busca de intrigas, informaciones o confidencias detrás del abanico. Y lo que más me entristecía era oír a la antigua bonapartista unirse al clan de los conservadores y permitirse escapadas del lado carlista, orleanista o legitimista… La diplomacia y los esfuerzos constantes nos permitieron aceptarnos la una a la otra con nuestras diferencias y nuestras cualidades. Las suyas eran múltiples, y no cesaba de admirarlas a pesar de todo.

Siempre que podía permanecía en compañía de Paca en su palacio de Liria, pues la adoraba. Ya no sentía ningún rencor hacia James. Desde su boda era mi hermano, y nuestro afecto fue sincero y sin equívocos. Ambos eran mi hogar, mi familia. Con ellos me sentía dichosa y feliz. Reunían amigos de nuestra edad y viajábamos para hacer excursiones de varios días a las provincias del norte, donde los Alba poseían inmensos territorios.

Por gargantas y bosques, me embriagaba con galopadas locas que no estaban exentas de peligro. Los bandoleros nos espiaban, ya que codiciaban nuestras bolsas y monturas. Pero conocíamos el arte de esquivar sus trampas. Sin embargo, un día estuvimos a punto de ser capturados por una banda de carlistas en busca de rehenes. Éramos piezas de primera calidad con las que podrían obtener fuertes rescates. En el castillo de Romanillos, donde hacíamos un alto, un guardia nos alertó:

—Las fuerzas de Pimentero rodean la casa.

Ese hombre era conocido por su maldad y ninguno de nosotros deseaba perder un dedo o una oreja. En apenas unos minutos, cubrimos con trapos los cascos de los caballos y huimos de noche sin hacer ruido. Una carrera desenfrenada por las montañas, los senderos de piedras y los bosquecillos, lejos de los pueblos, que nos habrían traicionado. Pimentero sembraba el terror en aquella comarca. Las estrellas fueron nuestro refugio y las bayas nuestro alimento. Era optimista y nunca puse en duda que el jefe rebelde se quedaría con las manos vacías. Bajo las murallas de Burgos, éramos los ganadores. Nuestro coraje había triunfado, pero yo regresé con una herida: una erisipela que me desfiguró durante algunos días.

La olvidé rápidamente yendo al sur. Aranjuez, las monterías y los apartados. Toros y bailes, y el cante ronco de los gitanos que cortaba la noche. Había nacido andaluza y no podía renegar de mis orígenes. Con los peones, armada con una garrocha, galopaba por los campos para la tienta de los «bravos» de la próxima corrida y la de las hembras que traerían al mundo a otros «bravos».[24]

—Si algún día me quedo sumida en la miseria —decía riendo—, ¡el caballo me asegurará los medios para subsistir!

A principios de mayo de 1846, celebramos mis veinte años y Carabanchel se vistió de fiesta. Los veinte mil árboles que mi madre había hecho plantar para agrandar el parque, empezaban a crecer y llevaban mil farolillos. Linternas chinas, enviadas por don Próspero, ornamentaban la casa y la envolvían en un ambiente de misterio que descolocaba a los invitados y los empujaba a divertirse. Se había restaurado el teatro bajo las enramadas. Habían venido actores, y los mejor dotados de entre nosotros subían al escenario sin miedo al ridículo ante una asamblea que la mayoría de las veces se portaba como buen público. Para la ocasión, yo me enfrenté a los dardos de la concurrencia en una obra de Ventura de la Vega, donde desempeñaba el papel de Clara, la protagonista. Recordé los acentos de Raquel cuando, con mi voz ronca e imponente, declamé los últimos versos:

¡Que no basta pensar mal

Para ser hombre de mundo!

Los aplausos atronaron el ambiente. Al día siguiente, actué en la Norma. Como no podía cantar, me encargaron representar a una mujer con un niño en brazos. El bebé se puso a gritar cuando entraba en escena. Es verdad que con la emoción lo había cogido mal, con la cabeza abajo y los pies arriba. Azorada, lo dejé encima de una silla y salí corriendo. Esta vez sólo obtuve risas y chirigotas. A partir de entonces me costó mucho volver a subir a un escenario. Y, sin embargo, me dejé convencer para actuar en el Caprice de Musset con el joven marqués de Alcañices, un compañero de la infancia que formaba parte de mi entorno familiar. Pero después de esa velada, el amor, sin avisar, me cogió en sus garras.

Pepe, así lo llamábamos desde siempre, pareció descubrir mis encantos y mis virtudes. Su mirada, sus palabras, sus actitudes hacia mi persona cambiaron. Me siguió de baile en baile, de fiesta en fiesta, de cotillón en cotillón, me escribía cartas de amor, me declaraba su pasión bajo la luz de la luna. Acabé por creerle cuando leí, al despertar, una nota depositada de forma furtiva en la cabecera de mi cama:

Esta noche no he podido dormir. He permanecido ante tu retrato besando cada esquina de tu rostro, mojando con mis lágrimas esos ojos adorados. Querida Eugenia, ¿cuándo dejarás que mi corazón descanse junto al tuyo?

Una hija de España no se deja conquistar a la primera promesa. Pepe era un hombre apuesto, seductor e ingenioso. Hijo del duque de Sesto, era rico y descendía de una familia de alto rango. También tenía un éxito arrollador en la sociedad madrileña, y no podía ignorar que muchas mujeres se lo disputaban. Le permití que me hiciese la corte y lo puse a prueba. Volvió a declarárseme y pensé que por fin la felicidad me sonreía. Un hombre me amaba, ¿cómo no iba a sentirme conmovida por ello? James nunca me había hablado así. Ante tanto ardor y tanta pasión, abrí mi corazón impaciente por expresar mi pasión.

Pepe había acaparado mi mente, y cuando en todos los salones las conversaciones sólo versaban en la increíble evasión del príncipe Luis Napoleón, no presté demasiada atención.

—¡Qué golpe maestro! —decían en el círculo con admiración.

—¡Menuda audacia, una suerte increíble! —¡Suerte de cabrón! —exclamó una voz burlona—. Hay que ser ingenuo o idiota para intentar tal locura.

Porque sin duda alguna era una locura tratar de salir de una fortaleza fuertemente vigilada presentándose al puesto de guardia, disfrazado de albañil, con una viga al hombro, como usurpando la identidad de un obrero: Badinguet. Unos meses antes me hubiese estremecido de satisfacción y hubiese pronunciado discursos vehementes por la gloria de Bonaparte forjado en el molde del «Tío», pero estaba enamorada y sólo tenía ojos para un solo hombre: Pepe, el marqués de Alcañices, futuro duque de Sesto, mi galán.

A finales de año, las festividades se multiplicaron para celebrar las bodas de la reina Isabel con su primo don Francisco de Asís y la de su hermana la infanta Luisa Fernanda con el duque de Montpensier, hijo del rey Luis Felipe. En las calles de Madrid, engalanadas con colgaduras de terciopelo y tapices de seda, la gente se quedaba absorta ante el cortejo resplandeciente de los príncipes y dignatarios venidos de todos los rincones de Europa. Todos los Grandes de España fueron invitados. Mi madre, condesa de Montijo y duquesa de Peñaranda, no quedó en el olvido, y yo misma tuve el privilegio de formar parte de las damas de honor de la joven soberana. Por vez primera estuve en las primeras filas para admirar los fastos de la Corte en la capilla de Atocha, el fausto excepcional del cortejo nupcial, el banquete espléndido y la magnificencia del baile en los salones del Palacio Real. Bajo las arañas deslumbrantes, al son de una orquesta que dirigía el célebre Strauss venido especialmente de Viena, bailé hasta las primeras horas del alba. Los caballeros pasaron uno tras otro y me dejé arrastrar por el torbellino del vals, aún recuerdo a ese apuesto duque de Aumale que me llevó durante un buen rato al fresco de la galería, donde me habló de sus campañas en los desiertos de Argelia.

—Después de tres años de acosos, emboscadas y combates violentos, Abd el-Kader finalmente se rindió, y nos apoderamos de toda su Smala, en la llanura de Mitidja.

El apuesto guerrero habría hecho latir mi corazón si no hubiese estado casado,[25]y si yo no estuviera coladita por Pepe, que confirmaba su galanteo con atenciones diarias. En el palacio de Liria, donde me dirigía cada día, Pepe venía a hacerme la corte, y el amor que sentía por él crecía en mi interior. Nos veían tan a menudo juntos que la ciudad entera predecía nuestra boda. Era la primera en desearlo y me extrañaba el silencio de Pepe sobre este punto.

Durante la primavera del año siguiente, nombraron a mi madre dama de honor de la reina Isabel. En el mes de octubre se convertía en la «Camarera Mayor», el cargo más alto de la Corte, y yo me convertía en dama de honor. La gloria se cernía sobre nuestra casa, donde la más alta sociedad se agolpaba: la Grandeza, los miembros de las Cortes, el cuerpo diplomático, los más preclaros artistas y literatos. Tanto en el Caserón Montijo de Madrid como en la Quinta Miranda de Carabanchel, las fiestas eran preciosas. El primer ministro Narváez era un invitado habitual, y la reina Isabel se divertía llegando de improviso, conduciendo su calesa, con sólo un guardia y una dama de compañía como séquito. Uno de nuestros granjeros daba la alerta y yo saltaba sobre mi caballo y me lanzaba a su encuentro para escoltarla hasta nuestra casa. Entonces, después del espectáculo, se servía una cena en el patio perfumado de jazmín, y luego bailábamos toda la noche bajo las enramadas de rosas y de lilas. Al alba, mientras tomábamos sorbetes, una profusión de globos subían hacia el cielo. Yo los miraba, soñadora, esperando que todos estos favores animarían al marqués de Alcañices a pedir mi mano.

Sin embargo, un día, al regresar del palacio real, me encontré a mi hermana llorando. Se echó en mis brazos y me confesó entre sollozos que Pepe la acosaba. Jugando la comedia del amor, me había utilizado para entrar en el palacio de Liria, acercarse a Paca y seducirla. Porque era de ella, y no de mí, de quien estaba enamorado.

Se me paró el corazón, atravesado por esa verdad más afilada que una daga. Una vez más, me apuñalaban. Y esta vez ya no era la injusticia de una madre, sino la felonía de un hombre que se había burlado de mis sentimientos y me había comprometido a los ojos de toda la ciudad, con el único objeto de hacer triunfar su perversidad.

¡Amor traicionado, honor mancillado! Ya no había razón alguna para vivir. Estaba herida de muerte, y corrí a encerrarme en una habitación y me tragué todas las cabezas de las cerillas que contenía una caja que pude encontrar.

¿Durante cuánto tiempo floté en una nube? Desde la lejanía me suplicaban que volviese. Paca, James y el médico llamado a toda prisa, pero me negaba a oírles, muy decidida a volar para siempre. Y de repente, cerca de mi oído, reconocí la voz amada:

—¡Eugenia!

Pepe. Escuchaba, llena de esperanza, dispuesta a perdonar.

—¡Eugenia! ¿Dónde están mis cartas?

¿Cómo pude no gritar? Herida en lo más profundo de mi amor propio, abrí los ojos y, en un sobresalto de desprecio, bebí el antídoto antes de contestarle con voz sibilante:

—Eres igual que la lanza de Aquiles. Curas las heridas que haces.[26]

Con las pócimas recobré fuerzas y salud, pero la muerte permanecía en mi alma, y la melancolía me paralizaba el corazón. Sin amor, sólo era una sombra. Y si el amor sólo conllevaba sufrimiento, no quería amar. Sólo era un montón de melancolía y sólo veía una vida posible, en la paz de un convento. Pero también me fue denegada. Después de escucharme con atención, la madre superiora movió la cabeza diciendo:

—No busquéis el reposo entre nuestras paredes, hija mía. Estáis llamada a sentaros en un trono.

Esta declaración me sumió en la neurastenia. El mundo se había vuelto loco, y nadie intentaba comprenderme. ¿Qué les pasaba a todos, con esta obsesión de corona y trono? Sólo deseaba amar y ser amada. Y esa sencilla felicidad me era denegada. Y cuando me volvía a Dios, sus puertas se cerraban. ¿Acaso él también me abandonaba? Desesperada, no sabía qué hacer ni dónde ir.

Las desgracias nunca vienen solas, dice el refrán. Cuando vi que golpeaba uno tras otro a los miembros de nuestra familia, creí realmente que había nacido bajo el signo de la maldición. El temblor de tierra, y mis cabellos rojos, cabellos enrojecidos con el fuego del infierno, ¿acaso no era obra del diablo? Me estremecía sólo de pensarlo. El embarazo tan esperado de Paca se interrumpió trágicamente. Se marginaban intrigas alrededor de mi madre. Por envidia, explicaban los peores horrores, y la Camarera Mayor ofreció su dimisión explicando con dignidad:

—Mi hija pequeña está atravesando un momento crítico. Es a ella a quien debo consagrarme.

¿Por qué no resistió, por qué no se defendió? Es cierto que yo también era la burla de Madrid, y estaba convencida de que la había arrastrado en mi caída.

—Un viaje a París nos cambiará las ideas —me dijo—, no hay mal que por bien no venga.

—Après la pluie le beau ternps —suspiré—. Los dichos se parecen en todas las lenguas. ¡Ojalá! ¡Qué Dios te oiga!

Estalló una revolución, pero esta vez fue en Francia. Motines y revueltas asolaban la capital; el rey-ciudadano decidió huir, y se proclamó la República. A la espera de días mejores, decidí acompañar a Paca a Biarritz. Contaba con el aire sano del mar para recuperar sus fuerzas antes de intentar un nuevo embarazo. Olvidé mis dramas íntimos para ocuparme de ella y sentir, a su lado, esa ternura del pasado que nos unía cuando estábamos solas, abandonadas en nuestros internados.

La estancia fue un bálsamo para mi corazón herido. En el mar ahogaba las penas que me habían ocasionado, y andaba durante horas por la arena húmeda, recibiendo sobre mis pies el ir y venir de las olas rematadas por una espuma ligera. El viento del mar me embriagaba. Recuperaba la sonrisa y me llevaba a Paca por los senderos de la montaña del interior de la costa. Las alegrías simples nos devolvían la despreocupación de la infancia. Cogidas de la mano, renovábamos nuestro valor.

—Volvemos a empezar —dijo Paca—. Esta vez, funcionará.

Cada una, a su manera, debía volver a partir de cero. Confianza en uno mismo y perseverancia, acostumbraba a repetir el profesor de Le Gimnase.

Una sorpresa nos esperaba en Madrid. Ferdinand de Lesseps había sido enviado por la República para presentarse a la reina de España. La llegada inesperada de este primo rejuveneció a mi madre. Tenían el mismo carácter y, sobre todo, la misma voluntad de vencer. No había obstáculo que los detuviera. Él también poseía un optimismo invencible que le permitía conseguir lo imposible. Con palabras brillantes, nos explicó los acontecimientos de París. La huida del rey en coche de punto y sobre todo la llegada improvisada de un Bonaparte a la Asamblea.

—No sé mediante qué milagro el príncipe Luis Napoleón ha conseguido hacerse elegir diputado. También es un milagro que haya perdido el tren de Amiens que ha descarrilado. Algunos aseguran que será candidato al cargo de presidente. Pero no ha dicho nada y se comporta con prudencia.

Yo escuchaba y permanecía en silencio, pero no por ello dejaba de pensar. El Napoleón que había conseguido la evasión más inverosímil, digna de las novelas de Alejandro Dumas, a buen seguro nos guardaba otras sorpresas. Algunos meses más tarde, el primo Ferdinand regresó a París a toda prisa. La República había elegido presidente al príncipe Luis Napoleón. Y don Próspero nos escribía:

Sorprende a todos los que se acercan a él con esa expresión de «autosuficiencia» propia de los legítimos. Es el único que no se ha sorprendido de su elección. Además, se dice que es testarudo y decidido. Al entusiasmo de los primeros días de su nombramiento ha seguido una curiosidad callada. La gente se pregunta cómo va a salir de ésta, pero nadie se arriesga a hacer predicciones.

Para mí, no había duda alguna, haría como su tío y proclamaría el Imperio. Sus declaraciones ante la Cámara de los Pares, que me había explicado madame Gordon, estaban muy claras en mi mente. ¿Acaso no había afirmado que su causa era la del Imperio? También había dicho que vengaría Waterloo. Me preguntaba si el partido de los bonapartistas se formaría de nuevo. Al igual que mi padre, podría unirme a él y resucitar esa pasión que me había alimentado desde la infancia.

A finales de diciembre, el príncipe Plon-Plon regresaba a Madrid. Representaba a su primo el príncipe presidente, y se apresuró a frecuentar nuestra casa, de la cual, decía, conservaba el mejor recuerdo. Lo vi con desgana. Me sacaba de quicio su costumbre de alabar con demasiado entusiasmo mis virtudes y presumir de ser republicano.

—La República no durará mucho —repliqué en un tono cortante—. El Imperio vendrá, como en la época de Napoleón.

Se burló de mis juicios sin fundamento, añadiendo que a una mujer le sienta mejor la belleza que la inteligencia. Entonces tuvo la audacia de pedirme en matrimonio y le di la espalda sin decir palabra. Este Bonaparte vanidoso sólo era un pordiosero. Estaba lejos de imaginarme que el destino nos reservaba otros encuentros y que me perseguiría por haberle rechazado.

A mediados de marzo de 1849, me encontraba en París con mi madre, en un apartamento que había alquilado en el número 12 de la plaza Vendôme. Fiel a sus costumbres, renovó los contactos con todos sus amigos que enseguida acudieron y volvieron al mundanal reclamo de las tertulias. Don Próspero, los Delessert y el primo Ferdinand eran los únicos cuya compañía apreciaba. En el palacio de la princesa Mathilde al igual que en los demás salones, me aburría. Era una doncella, una extranjera, y por esas dos razones nadie me dirigía la palabra. Permanecía sentada en mi rincón y esperaba el final de la velada con sólo un deseo, llorar.

Mi mente estaba en España, cerca de mi hermana, que seguía cuidándose para tener un hijo. Por la noche, antes de dormirme, le escribía abriéndole mi corazón lleno de pesares. Decidí no acudir a más recepciones ni reuniones de salón y quedarme en casa pintando acuarelas, con la esperanza de que mi madre se cansara de mostrarse ingeniosa con damas del antiguo régimen y me llevara a los pequeños teatros para divertirme. Estaba impaciente por marcharme. Sin el señor Beyle, sin Paca y sin mi padre, París era un abismo de soledad del que quería huir lo antes posible.

Una mañana de abril, un guardia llamó a nuestra puerta. Depositaba una invitación para una recepción presidencial en el Elíseo.