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Aguilar atravesó el pasillo flanqueado por cortinas metálicas de establecimientos comerciales. Rebasó el pie de la escalera del hotel de paso y por un momento su cuerpo ocultó los turbios anuncios del bar: las fotografías de Pepe Arévalo y la China del Río, irremediablemente cagados de moscas, y el tubito rojo, serpentino, de luz neón, Lady’s Bar, seguido de una flecha intermitente que señala la entrada.
El trío San Luis cantaba boleros en la penumbra. Aguilar no se sintió orgulloso de que el Flaco, con su esmoquin rabón, lleno de lamparones, abandonara sus ventas clandestinas de lociones apócrifas y joyas de fantasía, iluminadas con linternita de bolsillo, y lo saludara de mano, ¿quiere usted sentarse a la barra como siempre, mi querido Aguilar?, ya nos había echado en el abandono, prepárese para las multas, ay sí, ¿le sirvo su bacardí blanco, Monsieur? Aunque en muy pocos lugares era llamado por su nombre, tampoco lamentó ir solo y no poder presumir sus conocencias. Se acomodó en un taburete medio despanzurrado, de espaldas a la barra y frente a la tarima donde reposaban las tumbas, las tarolas, el piano, el órgano melódico y los atriles para saxos y trombones. Mientras el Flaco le traía su cuba libre y sus palomitas de maíz, se quedó mirando la alfombra jaspeada y su pasadizo de plástico transparente.
DESCONFIA DE LOS MAYORES DE TREINTA AÑOS, recordó. Aguilar cumplía, esa noche, treinta años y, aunque solo, estaba en el bar para celebrarlo. ¿Celebrarlo?
El techo falso, de cartón comprimido, a punto de caerse, sucio, semidestrozado, todavía ostentaba adornos navideños y una que otra guirnalda de las fiestas patrias. Embadurnada por algún pintor educado anacrónicamente en la escuela muralista mexicana —muecas sobreactuadas, tumultos sudorosos con pancartas, putas desguanzadas, traidores de monóculo—, la pared lateral fracasaba en su intento de atrapar lo mexicano. Estelas mayas y héroes de Independencia, consignas revolucionarias y monjes dominicos, imperialismo norteamericano y mitos precolombinos de fecundidad telúrica compartían promiscuamente el mismo espacio. Como emanada del mural, con sus dos metros de estatura, se acercó Maru, la mujer que saca borrachos, vende discos y cigarros, toma fotografias, despeja el escenario de encimosos, transmite recados secretos, atiende el baño de damas y cobra cuentas difíciles:
—¿Le tomo una fotografia?
Aguilar rechazó con algún coqueteo fallido semejante testimonio de su soledad.
DESCONFIA DE LOS MAYORES DE TREINTA AÑOS.
No era día de quincena ni fin de semana. El bar no estaba abarrotado como suele estarlo esos días. Había uno que otro hueco en el salón. El humo de los cigarros era tolerable, el mal olor circulaba con fluidez. No estaba el boxeador asiduo que a la menor provocación recordaba batallas memorables endureciendo la musculatura y sumiendo la panza. No estaba la puta manca que llevaba el ritmo de la rumba aplaudiendo con el muñón. No estaban tampoco los estudiantes universitarios, barbones y guarachudos, reivindicadores de la cultura popular —porque la rumba es cultura, ¿ves?—, conocedores del verdadero México, que explicaban el bar a sus compañeros cuales guías de turistas de lo nuestro, de lo auténtico, ¿ves?: ése es el boxeador que toca las tumbas, ésa es la puta manca que al ratito va a aplaudir con el muñón, ya verás.
Atrás, donde la oscuridad arreciaba, algunas parejas se manoseaban para cerciorarse de que estaban ahí, presentes, reales, tangibles. En todas partes, regados, desparramados, grupos sebosos de burócratas o agentes de ventas. En la barra, un taxista a juzgar por la aguadez de las nalgas, un guarura a juzgar por los lentes oscuros en esa oscuridad amarilla de 20 watts, y Aguilar, que no se veía. Con todos sus recuerdos, el bar parecía tragárselo.
El «Trillito Cantor» suspendió su intervención, se encendieron las luces del escenario —entarimado polvoriento de baja techumbre contra la que podría descalabrarse el trompetista en un arrebato de emoción en fa demasiado sostenido y se fueron trepando, desarticulados, los músicos del conjunto preliminar: El Combo del Pueblo, que había regresado al Bar León. Cayito se apersonó en la barra, se te quiere, Aguilar, ¿por qué no habías venido?, ¿qué sabes tú de Linda?, y se subió dificultosamente al escenario.
La cabeza sumida en la joroba, el cabello envaselinado con brillantina sólida, raya a un lado y mechón rizado sobre la frente, los ojos negros, inyectados, Cayito cantó con el corazón que le destrozó las vértebras:
cuna (mami) de mi canción,
Virgen de media noche,
virgen, eso eres tú.
Para adorarte toda,
rasga tu manto azul.
Iluminado por el ángel de la deformidad, iba intercalando en la letra uno que otro «mami» discreto, entre paréntesis para no alterar métrica ni rima:
Señora del pecado
cuna (mami) de mi canción,
mírame arrodillado (mami)
junto a tu corazón.
Con los ojos cerrados, pudoroso, Cayito demandaba que aquel manto azul, otrora rasgado en arrebato de lujuria, cubriera a la virgen nocturna, e imaginaba frases tan hermosas que ignoraban ser lugares comunes:
cuna (mami) de mi canción,
Virgen de media noche,
cubre tu desnudez.
Bajaré las estrellas
y las pondré a tus pies.
Aguilar no le prestó mayor atención a este bolero que Cayito cantaba con aparente fervor. Si Cayito lo había llegado a mecanizar de tanto decirlo, Aguilar lo había llegado a olvidar de tanto escucharlo. Acaso sólo el dolor de la trompeta pudo tocar, fugazmente, la fibra de la evocación. Fugazmente. Más por descuido que por vocación de olvidar, más por pereza que por rebeldía, a Aguilar se le había ido encogiendo la memoria. No sentía nostalgia alguna y sus pocos recuerdos se encerraban, abúlicos, en el lugar más indiferente de su corazón.
Al bolero siguió la rumba buena y Aguilar tuvo la esperanza de que el Bacardí se le trepara a la cabeza ayudado por la música. Reyna echaba todo el aire que el cigarro le había dejado en los pulmones, se le excitaban las venas de la frente, se le cerraban los ojos, se le arqueaba la espalda a cada resoplido. Le podrían quitar el piso y él se quedaría firme, agarrado a la trompeta. Aguilar no lo veía. Tampoco lo escuchaba. Abstemio de nostalgias o de fantasías, se perdía en las pelusas de toalla adheridas a su vaso tibio. DESCONFIA DE LOS MAYORES DE TREINTA AÑOS. Cuando Reyna terminó su parte, se limpió la boca con el antebrazo, le pegó con la palma de la mano a la boquilla para que escupiera la trompeta, se rascó todos los esfinteres y llevando el ritmo con el pie, desinteresado, sonrió modestamente, con la boca deformada, luciendo otros metales. Algo de animal había en Pablo Peregrino, que aporreaba las tumbas bañado en sudor, con la respiración sofocada, resollando, deteniendo con las rodillas las cajas, que se le escapaban. Sí, algo de animal mulato, ni blanco ni negro, feroz en casa y doméstico en el mundo, cachondo en su territorio, galán de ceja alzada, sabedor de su ritmo, de la fuerza de sus antebrazos, de la sensualidad de las gotas de sudor que le escurrían por la frente y por el cuello, de la reciedumbre de su dentadura; y fuera de sus fronteras, en cambio, torpe, balbuciente, mortecino.
«Echale semilla a la maraca pa que suene. Echale semilla a la maraca pa que suene.»
SIFILIS — CHANCROS — GONORREA
CLÍNICA VIAS URINARIAS
DR. CHAVEZ
5 DE FEBRERO 42
(Frente a la Farmacia de Dios)
FACILIDADES DE PAGO
Aguilar se levantó para orinar. Tres mingitorios estrechos, tan cercanos entre sí que era dificil saber a ciencia cierta en cuál de ellos estaba uno vaciando la vejiga. Miró de reojo a sus vecinos, que lo salpicaban, y para sus adentros estableció discretas comparaciones. Arriba a la derecha, pegado a los mosaicos, el letrerito en tipos góticos. Sin acabar de leerlo, lo recitó de memoria, en silencio, y recordó haber relacionado alguna vez el nombre o propietario sobrenatural de la farmacia con la clínica de enfermedades venéreas, como si las condecoraciones desaparecieran mediante jaculatorias. Fue recorriendo con el chorro espumoso uno a uno los agujeritos del mingitorio para certificar su recuerdo o su cálculo. Quince. Se pensó feliz por haber acertado. Feliz.
¡Qué pena me da tu caso,
qué pena me da!
Qué pena me da tu caso,
lo tuyo es mental.
Cuando se estaba sacudiendo los residuos del gentil prepucio, sintió un extraño cosquilleo en la espalda. Dificil volver la cabeza en aquel baño tan enjuto y atascado de borrachos que se amonestaban como meros intermediarios entre el alcohol y el ácido úrico. De soslayo vio al tumbero de Los Mulatos de Pepe Arévalo. Cuando no tocaba percusiones tenía la compensatoria concesión de cepillar simbólicamente, con idéntico ritmo de rumba, la caspa de sacos y chamarras del respetable. La rumba es cultura, qué le vamos a hacer.
«Di varí varí bencamá. Di varí varí bencamá. Ves un canio suavasí como suavasí quisongo, a tan porosi a tan mulañe eri banga ele ele, encricamo loribá ecobio entomillón, susuyamba eri banga ele ele, a tan porosi a tan mulañe. Oye mi guaguancó, mi guaguancó, mi guaguancó. Muchas gracias amigos a nombre de El Combo del Pueblo. Estuvieron con ustedes Manotas en el piano, Reyna en la trompeta, Pablito Peregrino en las tumbadoras, Samuel en el trombón y en el bajo un servidor de ustedes Cayito Buenas Noches. Sí. Oye mi guaguancó, mi guaguancó, mi guaguancó. Y ahora queda con ustedes el fabuloso comboshow Los Mulatos de Pepe Arévalo y sus vocalistas Mario Robledo y la China del Río.»
Los dizque mulatos, ya sólo morenos, medraron por el entarimado. Con la misma agilidad rampante con la que cobraba cuentas pendientes, negociaba con músicos sindicalizados, arreglaba asuntos con inspectores de alcohol y de espectáculos, Pepe Arévalo subió al piano, zapatito brillante, pantaloncito blanco, camisita calada tornasol, bigotito recortado a la veracruzana y un «chévere» en la boca como único adjetivo de su vocabulario. Y empezó la salsa.
con el que había soñado.
Cuán falso fue tu amor,
me has engañado.
El sentimiento aquél
era fingido.
Sólo siento mujer
haber creído
que eras el ángel
con el que había soñado.
«Conque te vendes, ¿eh?» cantaba Mario Robledo entre amenazador y desengañado. Rendido ante la evidencia de la infidelidad y de la prostitución de la mujer a la que amaba con locura, fuera de sí, sin poder aceptarlo, se escapaba esperanzado por la duda que tramposamente le brindaba ese «¿eh?» de la canción, y tratando de disuadir sus entelequias, de sofocar su dolor y su tormento, de negar la realidad contundente que se le venía encima, confiado a la fuerza de la palabra, desesperado, vociferaba in crescendo: «No, no, no, no, no, no, no, no, no…» para resolver la frase, con la sonrisa guapachosa en los labios y los ojos húmedos de picardía, en «noticia grata».
—espero, espero, espero—
No por eso te odio
ni te desprecio.
Aunque tengo poco oro
y muy poquita plata,
—espero, espero, espero—
en materia de compras
soy un necio.
Oye mulata,
espero
—espero, espero, espero—
a que te pongas más barata
pues algún día
bajarás de precio.
Y Mario, exento de la dignidad que la vejez presume —dispuesto a morir cantando—, cobraba una juventud peligrosa, se desangraba las manos en las tumbas, gritaba, bailaba, brincaba, abría la totalidad de una boca que resolvía la vieja historia de la cuadratura del círculo y amenazando con el índice, porque era más una amenaza que un lamento, se desgañitaba cantando «Yo no tengo padre, yo no tengo madre, yo no tengo a nadie que me quiera a mÍ».
Oye, Salomé,
perdónala, perdónala, perdónala.
Aguilar tamborileaba con los dedos sobre la barra y en voz baja, como si cantara el Himno Nacional, se adhería al coro del público, que no sabía que sus palabras abogaban por la puta del corazón de oro.
¿Quién manejará las luces en el bar? Toda vez que la pasión de amor era el tema de la rumba, «vamos guajira pa’l guateque a bailar un rico son», se encendían los reflectores rojos; y los azules cuando la China cantaba algún bolero melancólico, desplegando los labios no sólo de arriba abajo, sino hacia los lados también, cual plumaje de pavorreal, de manera que las modulaciones de la voz eran un ensanchamiento paulatino que iba de la trompita diminuta de las ues a la bocaza desnuda, carnosa, desfachatada de las aes, «calla, no me digas nada, calla si ya no me quieres, para qué pronunciar la palabra final». Quizá fuera el mismo Pepe quien manipulaba los interruptores mientras tocaba el piano y el órgano melódico.
De pronto el escenario se tiñó de ámbar y violeta. Hizo su aparición la China, montada en unos zapatos dorados con tacones de plástico transparentes. La cabeza erguida y la mirada baja pero altiva. Nadie como ella en el dificil arte de disimular la papada. Un escote prominente y un agujero ribeteado en el abdomen definían su minúsculo vestido azul, «azul como una ojera de mujer, azul, azul de amanecer», que dejaba ver entre resplandores de lentejuelas y galones, la trama oscura de la pantimedia al más leve movimiento. La mirada autosuficiente de la China, sus grititos agudos, los clanes de su voz, sus restringidos coqueteos, sus brinquitos cursilones alborotaban todavía muchas hormonas. ¡Sabor!
«¡El son de la loma!, China, ¡El son de la loma!» Bueno cómo no, ¿verdad?, con mucho gusto para todos ustedes, ¿verdad?, vamos a complacer una amable petición: El son de la loma.
Mamá, yo quiero saber
de dónde son los cantantes,
que los encuentro galantes,
yo los quiero conocer.
¿serán de La Habana?
¿serán de Santiago, tierra soberana?
Son de la loma.
Son de la loma. Los cantantes son de la loma. Ellos son de la loma. El son de la loma. El canto, el ritmo del sabroso son, del son sabrosón. Son de la loma, pero cantan en llano, errabundos, inconformes, trashumantes. ¡Mueve el bote, China, mueve el botellón! Y la China, «agusto» como ella decía, pegaba brinquitos, tomaba la letra de otra rumba emparentada, y su ingenuidad o su ignorancia le imprimían a la canción un franco tono navideño:
A la loma de Belem,
a Belem nos vamos.
Ae, ea, componedores;
ea, ae, remachadores.
El sudor se expandía entre un público exhausto de aplaudir rabiosamente o de llevar el ritmo con los pies y con los hombros, porque en el bar, cosa de licencias, no se podía bailar.
DESCONFIA DE LOS MAYORES DE TREINTA AÑOS. Del bar entero, Aguilar sólo apreció aquella noche de su trigésimo cumpleaños los agujeritos del mingitorio y su pedazo de alfombra jaspeada. Nada más. Ah, quizá también una mirada profesional que se le salió a la China mientras cantaba «toda la noche la pasé gozando».
«Hasta la reina Isabel baila el danzón». Las luces empiezan a encenderse y apagarse agresivamente. Las cuentas se aclaran —o se espesan para quienes pudieron poner pies en polvorosa, envalentonados por el parpadeo de los reflectores. No queda otra que salir al frío y al silencio de las tres de la madrugada.
No hubo pleitos, no hubo descalabros: no volaron taburetes ni botellas. Aguilar recorre de regreso el pasillo, esta noche casualmente desprovisto de putas insistentes que bajan y rebajan sus tarifas en franco desprestigio de la profesión; de borrachos que vuelven y devuelven el estómago revuelto de tequilasauzahomitosronbacardíblancobrandypresidente.
Con las manos en los bolsillos, las solapas del saco levantadas, los hombros encogidos (como conviene salir de un bar a las tres de la mañana), Aguilar camina hacia el superviviente Volkswagen color mierda, que había estacionado lejos, del otro lado de la Catedral, atrás de Palacio, en la calle de La Soledad. Solitarios, los semáforos cambian gratuitamente sus colores. A esas horas, el Zócalo está casi desierto y el alma, a medios chiles: tanta plaza, tanta historia, tantos siglos guardados en permanente proceso de restauración. Cuántas palabras ahí pronunciadas, cuántas mentiras y promesas y latrocinios y borracheras y bochinches, cuánta mugre, cuánta costra, cuánto juramento inútil.
Con su traje gris como la piedra de los sacrificios, con sus recuerdos agrietados y mohosos, con sus duras minucias resaltadas, con su majestuosa indiferencia, Aguilar se va confundiendo con la Catedral a medida que su mano izquierda tartamudea por el enrejado. La misma historia. El mismo gato revolcado.
Ingenua y feroz, religiosa y sangrienta, la infancia quedó desmoronada, perdida sin remedio: Las nefastas profecías habrían de cumplirse inexorablemente. Los consejos de los ancianos no pudieron escucharse. Los crótalos enroscados jamás se desplegaron… El dios se pasó del otro bando. La sangre se vertió por nuevos cauces hasta que el corazón quedó exhausto. No permanecieron sobre la tierra ni las flores ni los cantos. El fuego cósmico acabó por extinguirse. Moncho perdió la paciencia para indagar el paradero de la incansable fila de hormigas, para caminar con los ojos cerrados rozando las paredes con las yemas de los dedos, para cuidarse de no pisar ninguna raya en la banqueta, para contar de uno en uno, de dos en dos, de cinco en cinco, de diez en diez, de cien en cien, de mil en mil hasta llegar a conocer el límite del infinito.
Se escondieron los escondites, los caracoles, las cerbatanas, los calcetines de rombos, los zapatos de charol, los lápices de colores, las canicas ganadas con el sudor del pulgar. Moncho rodea los charcos, respeta los higos inmaduros, ignora las piedras del camino. Ya no devora ruiseñores. Sobre los escombros de los templos derruidos, fue trazada la cruz latina para erigir la más fastuosa construcción que albergaría al único Dios verdadero, al que había triunfado estrepitosamente sobre las idolatrías de esta viña sin cultivo. Se escogieron las piedras más grandes, todavía marcadas con estrías de serpientes emplumadas, y fueron reducidas a la forma octogonal de las bases medievales.
Fustes insobornables, capiteles clásicos, gigantescos arcos de medio punto dan cabida al hombre nuevo, que nace a la luz envuelto todavía en las tinieblas, recordando en este suelo las mismas gestas que había cantado por siglos en su tierra, enarbolando la bandera de la fe. Se disponen simétricamente las ventanas para ver lo que se debe ver por donde debe verse. La mesura, el equilibrio, la naturaleza obligan. Dos más dos son cuatro. La tierra es redonda. Dios existe y es Uno y es Trino. Lo bueno y lo malo. Lo blanco y lo negro. La vida y la muerte. No pongas los codos sobre la mesa. No hables con la boca llena. Muchos niños en el mundo se mueren de hambre y ahora me sales con que no te gustan los ejotes. Come con la derecha. Qué dirán los papás de tus amigos cuando te inviten. Siéntate bien. Las sillas son para sentarse. Algún día serás padre y tendrás hijos. «Si tienes una madre todavía / da gracias al Señor, que te ama tanto, / que no todo mortal cantar podría / dicha tan grande ni placer tan santo.» Yo a tu edad. Mira nomás cómo traes las agujetas. Fájate, pareces el pelado de la esquina, ¿ya te lavaste los dientes? Dale un beso a tu madrina. No se peleen. Hagan las paces. A las mujeres no se las toca ni con el pétalo de una rosa. ¿Me oíste? ¡Contesta cuando se te pregunta! ¡No me respondas, siempre tienes que tener la última palabra! ¿Ya hiciste tu tarea? Primero es lo primero. No es tonto, lo que pasa es que no estudia. Tú serás hombre, hijo mío. No te comas los mocos. Vete a tu cuarto a jugar con tus juguetes. Reza antes de acostarte. Que sueñes con los angelitos. ¡¡¡Muchacho, déjese áhi…!!!
Semen retentum venenum est. El esperma adolescente tanto tiempo malcontenido por disciplinadas horas de estudio, por flagelaciones contraproducentes, por cataplasmas para devaneos febriles y latidos tempestuosos, se desparrama por fachadas y retablos, se trepa por las columnas, por los capiteles, por las cornisas, por los copetes; abigarra de guirnaldas y de mascarones y de ornamentos y de hojarascas y de frutas sacras y profanas los altares, las sillerías de coro, las rejas, las casullas, las capitulares de los libros sagrados, los blandones; pervierte a los ángeles, ruboriza a los castos varones, prostituye a las vírgenes —las estofa, las sonroja, las abulta, las manosea, las contorsiona—; fecunda todos los rincones, todos los espacios… La ilusión colma el inconmensurable vacío.
Mas no para siempre.
Una mañana la cordura se filtra, prudente, entre la cara y el espejo y poco a poco va cubriéndolo todo con una inmensa tela de juicio: descorre los telones, arranca los adornos, desmantela la parafernalia y se confunde la madurez con la elegancia, con la frialdad, con el recato, con el buen gusto, con la discreción, con la distancia. Vuelta a la sensatez, vuelta a la rectitud, vuelta al rigor, vuelta al raciocinio. Palidecen los colores, se encalan los muros, dejan de revolotear por todas partes los ángeles encuerados, suspenden su dolor los nazarenos y los mártires abandonan su martirio. No más sangre, no más lágrimas vivas, no más llagas ni espinas punzantes ni clavos retorcidos. Todo queda limpio, lejano, en su sitio. Los sacos colgados en el clóset con sus fundas de plástico, orientados hacia la misma dirección: los monógamos calcetines amalgamados por parejas; el desayuno, la comida y la cena servidos a sus horas; las cervezas en el refrigerador; Susana en la cartera, preservada por la mica, el título finalmente obtenido con una tesis apresurada en la pared del estudio; Alina dormida a las ocho en punto; las sábanas limpias cada semana, independientemente de la regla. Se pulen las columnas de mármol, se bruñe el oro de los resplandores, se almidonan los manteles de lino, se llenan de azucenas los simétricos jarrones de latón, se encienden todas las luces. Las vírgenes recobran la compostura y el honor perdido; los cristos, la tranquilidad; los santos, la paciencia. Flota en el recinto un tibio aroma a nardo e incienso.
Mientras transcurren los quince años de plazo a 37,5% sobre saldos insolutos para pagar el condominio de Copilco, las lluvias van humedeciendo la fachada del Sagrario hasta que tímidos vegetales empiezan a crecer por las terrosas hendiduras de la cantera, a ornamentar aún más los frisos y los podios, a encontrar invernaderos en contrafuertes y arquitrabes. Al poco tiempo ni san Juan Fandiñas ni san Isidro Labrador podían desyerbar el basamento de sus nichos. Cubiertos de musgo, rodeados de maleza, cagados de palomas irreverentes, los santos padecen renovados martirios: uno pierde la nariz, otro amanece manco, otro cojo, mientras una epidemia va dejando cacariza a toda la corte celestial. A san Agustín se le rasga la mitra, san Pedro pierde las llaves —que ni san Antonio encuentra—, vuela el águila de Juan Evangelista, cicatrizan los estigmas de san Francisco. No queda una aureola, un emblema, un atributo. Los mártires extravían sus palmas y los querubines sus alas. A las vírgenes se les traspapela la virginidad. Se agrietan los estípites, se rajan las conchas de los nichos, se cuartean los paramentos. Sin que la hoja de oro o la cera o el copal y demás resinas protectoras puedan impedir su paso, la polilla va carcomiendo a sus anchas el cedro de imágenes y retablos, las telas de las pinturas y sus marcos y sus bastidores, los pergaminos de los libros de coro, las biblias, los misales, los breviarios. El oro pierde su brillo, los ángeles envejecen, se oscurecen los cuadros, se incendian los altares por tanto cirio prendido, por tanto alambre pelón. Esta pintura craquelada, ésa rota, aquélla agujereada, este nicho sin santo a quien hospedar, rotos los vidrios de ónix de aquella ventana, cuarteada la cúpula, rajado el bronce de la campana mayor, chueca la cruz de procesiones, roída la alfombra del presbiterio, a punto de caerse el púlpito, descompuesto el órgano, zafadas las incrustaciones de nácar, hueso y carey de los muebles de la sacristía, chimuela la balaustrada, perdida la fe, agobiada la amistad, quebrado el amor, fracturada la confianza, desangrada la ilusión, desbaratados todos los mitos: el honor de los antepasados, la unidad de la familia, la fidelidad de los perros, la inocencia de los niños, la esperanza de la revolución, las frases patrias va mi espada en prenda voy por ella va mi espada el derecho ajeno es la paz el respeto al parque no estaría usted aquí si hubiera tierra y valientes no asesinan acaso estoy en un lecho de rosas.
El respeto a la paz es asesino.
El lecho ajeno es de quien lo trabaja.
Sólo queda viva, entronizada, la hueva: la hueva de levantarse temprano, la hueva de desayunar, la hueva de leer el periódico y de llevar a componer el reloj y de pararse a comprar cigarros y de cortarse las uñas y de buscar lugar para estacionarse y de regresar a casa y de abrir la puerta y de saludar a la mujer y de besar a la niña y de hacer el amor y de platicar después de hacerlo. La hueva de poner al día el desbordado fólder de «pendientes» que es la vida.
Donde había bancas, confesionarios, reclinatorios, se introducen andamios, vigas, tablones de madera para restaurar la Catedral. Las naves se llenan de costales de cemento, de montañas de cal y de arena, y las cucharas de albañil, las palas, los cables, los martillos, las poleas sustituyen a patenas, cálices, atriles, candelabros.
Los trabajadores usan los libros de coro para jugar timbiriche, los incensarios para freír quesadillas; se trepan por los retablos a falta de escaleras de mano; horadan las tallas de madera para pasar alambres y sopes con su cebollita picada y su chilito verde de una capilla a otra; clavan alcayatas en los murales para colgar chamarras y loncheras; se orinan desde los andamios sobre las pinturas descolgadas, se limpian respetuosamente el culo con el Deuteronomio.
Por fin, Aguilar llega a la Calle de La Soledad y se sube a su Volkswagen color mierda. No prende. Está muerto.
Mixcoac, abril, 1991