CAPITULO IV


del tomo 2


Llegué a Nápoles el día 16 de setiembre de 1743, y no tardé en entregar a su dirección la carta del obispo de Martorano. Estaba dirigida a don Jenaro Polo, cuya única obligación consistía en darme sesenta ducados. Se empeñó, sin embargo, en que me hospedase en su casa, a fin de que conociese a su hijo, que también era poeta. El obispo le decía que yo era un individuo maravilloso.

Después de las fórmulas usuales, acepté y me alojé en su casa.

La familia del doctor Jenaro estaba integrada por un hijo, joven muy simpático, una hija, no linda, su mujer y dos hermanas, viejas y devotas. Cenaron con nosotros varios literatos, entre ellos el marqués Galiani, que entonces redactaba los comentarios al Vitruvio. Era hermano de un abate del mismo nombre que veinte años más tarde encontré en París como secretario de embajada del conde Cantillana. Al día siguiente conocí en la cena al célebre Genovesi, que ya había recibido la carta que le había escrito el arzobispo de Cosenza. Me habló mucho de Apóstolo Zeno y del abate Conti. Me dijo que el menor pecado que podía cometer un cura era el de celebrar dos misas en un día, para ganar dos monedas más, mientras que un seglar que cometiese el mismo pecado merecería el fuego.

Un napolitano que llevaba el mismo nombre que yo, quiso conocerme y se presentó en casa del doctor.

Don Antonio Casanova, después de haber oído mi genealogía, me estrechó en un fuerte abrazo llamándome primo suyo, y exigió que fuera a comer con él al día siguiente.

Quiso saber por qué casualidad me encontraba yo en Nápoles, y yo le dije que habiendo elegido la carrera eclesiástica, iba a Roma a buscar fortuna. Presentóme a su familia; su mujer no pareció halagada por el nuevo parentesco; pero su hija, que era muy linda, y su sobrina, que aún lo era más, me hubieran hecho creer fácilmente en la fuerza de la sangre, por fabulosa que sea.

Mi nuevo primo quería presentarme a la duquesa de Bovino; le dije que me librara de aquella visita, porque no llevaba ropa más que para mi viaje y tenía que economizar para no llegar a Roma sin dinero.

Contentísimo de oírme hablar con esta franqueza de verdadero pariente me dijo:

–Soy rico y no tengo escrúpulo alguno en llevarlo a casa de mi sastre. Nadie sabrá nada, y mucho sentiría que me privara de la satisfacción que espero de usted.

Le estreché la mano diciéndole que estaba dispuesto a hacer lo que él deseaba.

Al día siguiente disponía de traje completo y todo lo necesario para el equipo y tocador del más noble de los abates.

Fui a la provisión de Panagiotti para un barril de moscatel. El jefe del despacho tuvo la amabilidad de meterlo eh dos barriles iguales, y mandé una a don Antonio y otra a don Jenaro.

En cambio de mi moscatel, don Antonio me regaló un bastón con puño de oro, que valía al menos veinte onzas, y su sastre me hizo una casaca de viaje y una levita azul con botonaduras de oro: todo era de paño finísimo.

En casa de la duquesa de Bovino conocí al ilustre napolitano don Lelio Caraffa, de la familia de los duques de Matalona, a quien el rey don Carlos honraba con el título de amigo.

Si mi destino me hubiese detenido en Nápoles, sin duda hubiera hecho fortuna; pero me parecía que la suerte me llamaba a Roma. Rehusé las tentadoras propuestas que se me hicieron, por medio de don Antonio, para que me encargara de dirigir la educación de varios herederos de grandes familias. Don Lelio Caraffa me ofreció un buen sueldo, si quería dirigir los estudios de su sobrino al duque de Matalona. Fui a agradecerle, rogándole que fuese asimismo mi bienhechor de otra manera: dándome algunas cartas de recomendación para Roma, pedido que me concedió gustoso. Al día siguiente me mandó dos cartas, una para el cardenal Acquaviva y la otra para el padre Georgi.

Al partir, don Antonio me regaló un espléndido reloj de oro y me entregó una carta para don Gaspar Vivaldi, su mejor amigo. Don Jenaro entregó mis sesenta ducados, y su hijo me declaró eterna amistad. Todos me acompañaron hasta el coche, y me cubrieron de bendiciones.

El vehículo no paró hasta Aversa, donde las mulas descansaron un rato. Pasamos la noche en Capua; al día siguiente comimos en Velletri, y de allí fuimos a dormir a Marino. El tercer día llegamos temprano al término de nuestro viaje.

Estaba, pues, en Roma bien equipado, con buenas ropas y preciosas alhajas, con una bolsa algo más que modesta, una regular experiencia y excelentes cartas de recomendación; totalmente libre y a la edad en que un hombre dispone de su mejor fortuna, si tiene cierta audacia y una figura agradable. Yo no era buen mozo, pero tenía un no sé qué que despertaba simpatía. No ignoraba que Roma era el ejemplo de la población en que un hombre, empezando desde nada, puede llegar a todo.

El hombre llamado a hacer fortuna en esta antigua capital del mundo ha de ser un camaleón capaz de reflejar todos los colores de la atmósfera que le rodea, un Proteo dispuesto a revestir todas las formas. Ha de ser dúctil, insinuante, disimulado, hermético, a veces pérfidamente sincero, paciente, dueño de sí mismo, y si por desgracia no cobija la religión en el corazón, cosa habitual en este estado de ánimo, ha de tenerla en el espíritu, admitiendo, con resignación, si es hombre honrado, el hecho mortificante de tener que confesarse hipócrita. Si no congenia con esta conducta, que huya de Roma y vaya a buscar fortuna a otra parte. No sé si me jacto o me confieso de todas estas cualidades; en suma, yo no era más que un aturdido interesante.

Empecé por llevar la carta que traía para el padre Georgi. Este santo hombre era apreciado por toda la población, y el mismo Santo Padre hacía gran caso de él, porque no quería a los jesuitas y no disimulaba el deseo de desenmascararlos.

Leyó la carta y se ofreció a ser mi guía. Preguntóme qué quería hacer en Roma, y le contesté que él me guiara.

–Para esto -añadió-, venga a verme con frecuencia y no me oculte nada, absolutamente nada, de todo lo que le concierna.

–Traigo una carta para el cardenal de Acquaviva.

–Lo felicito por ello, porque es hombre que puede en Roma más que el Papa.

–¿Debo ir a entregársela en seguida?

–No; yo lo veré esta noche y se lo diré. Venga a verme mañana temprano y le diré dónde y a qué hora puede entregársela. ¿Tiene dinero?

–Bastante, al menos, para mis gastos de un año.

–¡Magnífico! ¿Dispone de relaciones?

–Ninguna.

–No las haga sin consultarme, y sobre todo no vaya al café, ni a table d'hóte, y si a pesar de mi consejo va usted, escuche sin hablar. Juzgue a los interrogadores, y si la urbanidad le obliga a contestar, eluda la cuestión, si puede tener consecuencias. ¿Habla francés?

–Ni una palabra.

–¡Malo! Hay que aprenderlo. ¿Ha hecho estudios?

–No los he terminado, pero estoy instruido hasta el punto de poder sostenerme en un círculo de gente culta.

–Bueno; pero sea circunspecto, porque Roma es la ciudad de los instruidos que se desenmascaran mutuamente y que rivalizan entre sí. Espero que lleve la carta al cardenal como modesto abate, y no en ese traje elegante, poco apto para conjurar la fortuna. Hasta mañana.

Fui a entregar la carta de mi primo Antonio a don Gaspar Vivaldi, excelente individuo que me recibió amistosamente, me convidó a comer, y me dijo que me mandaría a casa el dinero que don Antonio le encargaba que me diese.

Más dinero todavía de mi generoso primo. Su manera de actuar, por lo delicada, aumentaba el valor del obsequio.

Al retirarme, me encontré de narices con fray Estéfano, y este fraile original me hizo mil agasajos. Aunque en el fondo yo lo despreciaba, no podía odiarlo, pues me veía obligado a considerarlo como el instrumento de que se había servido la Providencia para librarme del precipicio.

Después de haberme contado que había obtenido del Papa todo lo que deseaba, me dijo que evitara el encuentro del fatal esbirro que me había prestado los dos cequíes, porque sabiendo que yo le había engañado, quería vengarse. Un negociante conocido mío se encargó de devolverle el dinero, que yo entregué, y no hubo más.

Por la noche cené con romanos y extranjeros, observando cuidadosamente lo que el padre Georgi me había indicado. Hablaron mucho y muy mal del Papa y del cardenal ministro, al que acusaban de ser el responsable de que el Estado eclesiástico se hallara inundado de ochenta mil hombres, entre alemanes y españoles. Me sorprendió que comieran carne, aun cuando fuera sábado.

Pero en Roma se experimentaban al principio muchas sorpresas, a las cuales se acostumbraba uno muy pronto. No hay ciudad católica donde la gente sea menos escrupulosa en materia de religión.

El día siguiente, día 1 de octubre de 1743, comprendí que había de renunciar a algunos privilegios de la adolescencia, y me hice afeitar. Me vestí a la romana, lo cual agradó mucho al padre Georgi, quien me convidó a tomar chocolate y me anunció que Su Eminencia me recibiría a las doce en Villa Negroni.

También me aconsejó que estrechara mi amistad con el señor Vivaldi.

Fui a Villa Negroni, y tan pronto como me vio el cardenal, se detuvo para recibir mi carta, ordenando retirarse a dos personas que se encontraban con él. Habiéndose metido la carta en el bolsillo sin leerla, me estuvo observando durante dos minutos, y me preguntó luego si me sentía inclinado a los asuntos políticos. Le contesté que hasta entonces no había tenido más que aficiones frívolas, y que por ello sólo respondía de mi dedicación en ejecutar cuantas órdenes Su Eminencia me diera, si me consideraba digno de entrar a su servicio.

–Venga mañana a mi despacho a hablar con el abate Gama, a quien comunicaré mis intenciones. Es preciso que se aplique usted de inmediato en estudiar el francés; es una lengua indispensable.

Me dio luego su mano a besar y me despidió.

Después de esta entrevista me fui a casa de don Gaspar Vivaldi, donde comí con distinguidas personas. Luego me entregó cien escudos romanos de parte de don Antonio.

Al día siguiente me presenté al abate Gama. Era un portugués de unos cuarenta años, buen mozo, que alardeaba de candor, ingenio y alegría. Me dijo con palabras muy dulces que Su Eminencia en persona había dado órdenes sobre mí a su mayordomo, que tendría mi habitación en el palacio de monseñor, que comería en la mesa de la secretaría, y que mientras estudiase el francés me asignarían extractar las cartas que él me daría. Me dio luego las señas de un profesor de idiomas a quien había hablado ya; era un abogado romano llamado Delacqua.

Después de estas breves instrucciones, me acompañaron a la habitación del mayordomo, el cual me hizo poner mi firma al pie de una hoja de un gran libro lleno de otros nombres. En seguida me entregó sesenta escudos romanos por tres meses de sueldo anticipado.

Luego me condujeron a mi habitación, muy bien amueblada. Un criado me dio la llave, diciéndome que iría todas las mañanas a servirme, y el mayordomo me acompañó hasta la puerta, para darme a conocer al portero.

Después de esto, fui a ver al padre Georgi, mi suerte de tutor, a quien le conté todo lo que me había ocurrido. Respondió que podía considerarme en buen camino, y que mi fortuna dependía de una correcta conducta.

Comí en el palacio, al lado del abate Gama, en una mesa de unos doce cubiertos ocupados por otros tantos abates; porque en Roma todo el mundo es abate o quiere parecerlo; y como a nadie le está prohibido llevar el hábito de tal, lo llevan todos los que quieren que los respeten, con excepción de la nobleza, que no se halla en la carrera de las dignidades eclesiásticas.

Una tarde me paseaba por la calle Condotti, cuando oigo que me llaman. Era el abate Gama a la puerta de un café. Le dije al oído que Georgi me había prohibido los cafés en Roma.

–Minerva -replicó él-, le ordena hacerse cargo de ellos. Siéntese a mi lado.

Un joven abate hablaba en voz alta acerca de un hecho que atacaba directamente la justicia del Santo Padre, aunque sin acritud. Todo el mundo se reía y hacía eco. Otro, a quien preguntaban por qué había dejado el servicio del cardenal B…, respondió que porque Su Eminencia pretendía no estar obligado a pagarle aparte ciertos servicios; y todos comentaban el caso y se reían también. En fin, otro vino a decir al abate Gama, que si quería pasar la tarde en Villa Médicis, se encontraría allí con dos lindas romanas que se contentaban con un cuartino, moneda de oro que vale la cuarta parte de un cequí. Otro abate leyó un soneto incendiario contra el gobierno, y muchos de inmediato copiaron la composición. Otro leyó una sátira en que echaba por tierra la honra de una familia. En medio de todo veo entrar a un abate de figura atractiva. A juzgar por sus caderas, lo tomé por una muchacha disfrazada, y se lo dije al abate Gama; pero éste me dijo que el que acababa de entrar era Bepino de la Mamana, famoso castrato*. [* Se dice del joven u hombre castrado, característico de Nápoles, que se dedicaba al canto litúrgico. Solía ocurrir que pasara a actuar en representaciones seculares.] Mi abate lo llama y le dice riendo que yo lo había tomado por una mujer. El imprudente, mirándome fijo, contestó que si yo quería me probaría si yo andaba equivocado o no.

Durante aquellos días me apliqué al estudio del francés y trabajé en la compilación de cartas ministeriales.

En el salón de Su Eminencia había reunión todas las noches y allí acudía la nobleza romana de ambos sexos. Gama me instó a que yo acudiera sin presentación alguna. Fui efectivamente y nadie me dirigió la palabra; pero como yo era desconocido, todos me miraron y quisieron saber quién era. El abate Gama vino a preguntarme cuál era la dama de la reunión que me parecía más amable; se la indiqué, y lo lamenté, porque el cortesano no paró hasta habérselo dicho a la dama. En seguida vi que ella me miraba mucho y me sonreía. Era la marquesa G…, que tenía por amigo y servidor al cardenal S. C.