La profecía

«Par de cobanis de mierda, yo de acá no me voy nada y ustedes acá no vuelven»: eso les dije a los gritos cuando patearon la puerta y se metieron adentro y de las mechas sacaron a los que estaban conmigo. Adentro había querosén, les habían cortado el gas días antes del desalojo, y yo me agarré el bidón, me tiré el líquido encima y empuñé el zippo cual si fuera una magnum poderosa. Pero hice todo al revés o eso me parece hoy. Debería haber incendiado a canas y judiciales en vez de volverme bonza. La merca me pegó peor que nunca antes en la vida y debo decir que nunca me pegó del todo bien. Se le habrá sumado el whisky, que ya en la quinta botella era marca nacional, según declararon luego los peritos federales, y quién sabe cuántas pastillas me habré tragado esos días, según dijeron después los médicos de emergencias que analizaron mi sangre buscando seguramente la coartada necesaria para el par de policías que habían avanzado igual al escuchar mi advertencia. Después salieron corriendo y yo corriendo detrás, flameando hasta desplomarme en la barranca del parque de la vereda de enfrente. Me envolvieron con frazadas y me llevaron a la guardia del Hospital del Quemado. De todo esto hay testigos, más fotos y filmaciones de diversas calidades. Con los tres días anteriores no puedo construir relato que alcance para explicar tan explosiva entropía: desde ese agujero negro salí eyectada tan fuerte que terminé por estar al frente de una vanguardia sin perder en el camino una aureolita de santa que me gané a las semanas de entrar al hospital en el que estuve un año entero: primero fue por los canas, los bajaron de dos tiros unos pibes que mandaron ellos mismos a robar un almacén y elevar el número de ladrones detenidos en el mes y así obtener un ascenso y lo leyeron los míos como una profecía; yo dije que no volvían y los canas no volvieron.

La aureola se coronó, si es que se puede decir que la luz se consolida, digamos que brilló más cuando el juez que había ordenado el desalojo de todos, incluyendo embarazadas y viejos con acevé, como si fuera Dios padre recibiendo sacrificios, después de contar los muertos, los títulos de los diarios y las llamadas del jefe de la bancada regente del Congreso Nacional, el juez siempre había soñado con ser un legislador en vez de aplicar las leyes mal hechas por los demás, decidió que otorgaría títulos de propiedad sobre ese viejo edificio a los mismos que un poco antes había sacado a los tiros y ordenó al gobernador, que era de la oposición del gobierno del país, que les entregara fondos para dejarlo hecho a nuevo. Y no olvidó mencionar a la sangre derramada: dijo, y esto es un lugar común, el juez no era ningún genio, que no iba a ser en vano y que él haría justicia; que la orden de desalojo no suponía ni muertos ni incinerados ni heridos, que era cosa de los brokers del gobierno ciudadano tanto apuro por sacar a la gente de las casas: solo quieren demoler para construir monoambientes y venderlos como si fueran penthouses en Nueva York, dijo ese héroe del pueblo, porque así se hizo llamar el juez del que estoy hablando. Veloces como panteras, y sabiendo cómo nadie del déficit de viviendas, esos viejos peronistas del gobierno nacional lo sumaron a su lista de nuevos legisladores: las elecciones serían solo tres meses después y así pasó que el mal juez gracias a mi propio asado, gracias a los muertos nuestros, y un poco gracias a él, el que los mandó a matar, llegó a ocupar la bancada y así fue que mi comuna le hizo sentir que tenía una deuda que pagar a cambio de no escracharlo a cada paso que daba.