25. Qüity: «El que tenga un paraíso»
El que tenga un paraíso, que lo cuide y que lo esconda: tanta visita, tanta foto, tanta nota y tanto documental nos pusieron en todas las pantallas y cambió el modo de estar en el mundo de la villa, que siempre había optado por una prudente discreción. Una discreción concertada entre todos: los de afuera simulaban que no había nada atrás de las murallas, a lo sumo hacían de vez en cuando una cena de beneficencia o iban a sacar fotos o a regalar cosas viejas. Y los de adentro siempre supieron que la notoriedad solo podía significar problemas: la prensa solo se ocupaba de ellos en casos de desalojos, robos, a veces un asesinato o de vez en cuando el hit de una cumbia. Nada más.
¿Habrá sido eso? ¿Viajaría en su helicóptero y habrán coincidido una noticia sobre nosotros en su pantalla y la imagen de la villa a sus pies? Años después, a los pies de Daniel, algo de eso dijo: iba a su casa, vio la villa desde arriba, vio las casillas con los techos florecidos de malvones, el hacinamiento, vio a las vírgenes y a los santos, vio la vecindad con las mansiones de sus socios y pensó que los villeros no merecían vivir así, que sus amigos no merecían semejante contigüidad y que esos terrenos merecían una buena renta y quiso ser la punta de la ola inmobiliaria. Para nosotros fue un tsunami. Para ellos, los más fuertes, su deseo está hecho de naturaleza, tiene el mismo peso que la ley de gravedad: ¿se habrá imaginado como un huracán que hacía volar todas las chapas de la villa?, ¿como un alud, haciéndose de su propio impulso y de lo que ese impulso arrastra y lo agranda?, ¿se habrá visto como un ejército?, ¿como la ley de selección natural se habrá visto, sacando a los más débiles para hacer lugar a las mansiones de los mejores? No lo sabremos nunca.
Creo que a esa altura lo que un tipo siente es que su riqueza desarrolla una fuerza, una especie de inercia que lo obliga a alimentarla y a hacerla crecer y crecer. Dani le preguntó y yo también le pregunté pero no supo o no quiso o no pudo contestar. Claro que cuando estuvo en situación de tener que escuchar preguntas el tipo ya no era el mismo: estaba atado en una silla, literalmente cagado y meado de miedo, su deseo ya no era naturaleza y ni siquiera deseo era a esa altura del partido, no le quedaba nada más que instinto de supervivencia al hijo de puta, suplicaba y suplicaba como un rey caído: tan miserable como cualquiera, apenas un poco más propenso a la ira. No sé por qué tardó en matarlo Daniel, me juró que no era sadismo. Esperaba que le dijera algo, que explicara por qué. ¿Por qué los mataste, pedazo de mierda? Que él había ordenado que despejaran la zona, dijo, que si alguien pensaba que podrían haberla despejado sin matar a nadie. Que si Daniel podía despejar zonas sin víctimas, que trabajara para él. Que había arreglado con el gobierno para construir viviendas sociales; que no era un hijo de puta. Que fue una batalla eso, explicaba, nadie entrega su tierra sin resistencia. Además, agregó, «no fue mi orden dispararle a un nene, yo no pedí eso, que despejaran la zona pedí. Lo mío es pensar negocios: no me ocupo personalmente de llevar los libros contables, de mantener las computadoras, de comprar los autos o de limpiar las zonas del mejor modo posible para desarrollar los negocios. Soy la cabeza, pienso los negocios, negocio con las otras cabezas: soy una parte importante de mi empresa, pero no soy toda la empresa, ordené despejar, no matar. No soy un asesino, soy un hombre de negocios», decía el Jefe, el ex Jefe, ex hombre de negocios, casi ex hombre en ese momento.
No podía hacer otra cosa yo tampoco. Sí, vi cómo Daniel lo mataba: me lo transmitió con el celular. También hablé con el Jefe, necesitaba saber. Cuando supe que Dani lo había secuestrado, ya hacía un par de días que lo tenía amordazado y atado a una silla en un rancho inmundo: no había vuelta atrás. De verdad quería entender, Cleo: yo sabía que nos había matado para hacer negocios pero me resistía a creer que Kevin se había muerto para eso. Porque en algún lugar yo también debía creer un poco en algo, que en la vida había algo de lo sagrado creía y agrandar un poco más una fortuna que no podría ser dilapidada sino al cabo de dos o tres generaciones de Paris Hiltons no parecía motivo suficiente.
Algo entendí: no hay nada que sea sagrado y agrandar un poco una fortuna justifica cualquier cosa; no es cuestión de fortuna, es cuestión de fuerza. Eso entendí. A mí no me interesaba matarlo. Ni lo busqué, ni lo encontré, ni le disparé. En ese momento, cuando Dani me llamó y me lo mostró y participé del interrogatorio por videoconferencia creí que lo importante era que supieran que lo sabemos: que a la fuerza solo se le puede oponer fuerza. Y que evitar la venganza es condenarse a sufrir más violencia. Daniel hizo lo que siempre había querido: fue, por una vez, el brazo armado del bien. No está del todo loco, sabía que nadie se preocuparía demasiado. El gobierno estaba harto de las presiones del Jefe, sus empresas estaban a nombre de otros y esos otros estaban también aterrados por el poder del amo, así que nuestros cubanos les compraron todo a precios más o menos razonables y donde antes había un billonario hubo varios millonarios y un trillonario. Por eso pudo matarlo Daniel. Le pegó un tiro en la cabeza, amor, yo lo vi bien desde la pantalla, y no pasó nada: el Jefe se apagó como se apaga una máquina. Daniel siguió viviendo tan amargado como siempre pero un poco más tranquilo. Yo desconecté y volví a tus brazos, a nuestra cama, a nuestra vida blindada por los billetes que nos dio la cumbia, por tu fama. Está bien, Cleo, si vos lo decís, amor, por la Virgen también. Que podría haber blindado la villa, ¿no?, si era tan de las nuestras como vos decís. Ay, amor, no empecemos otra vez. La Virgen no existe, Cleo. No, no sé con quién mierda hablás vos, mi Juana de Arco villera y pacifista y bailarina. Callate un ratito, dale, y sacame la ropa. Sí, vida, así.