Presentación
Hay que tener un cuidado exquisito cuando se presenta un clásico y El señor de la rueda, en el ámbito de la ciencia ficción española, evidentemente lo es. No se trata de una cuestión de respeto ante la «magna obra», no. La «magna obra» tiene que ponerse a trabajar con cualquier lector que se asome a sus páginas y ganárselo como hizo aquel primer día en que salió a la venta hace veinticinco años. El peligro viene de la tendencia a suponer que, en un clásico, el argumento, los personajes o incluso el desenlace, son de conocimiento común y pueden, por tanto, abordarse impunemente al glosar la novela en cuestión. ¡Terrible práctica es ésa, que hace que el lector se entere de quien amará, traicionará, o desaparecerá de la historia, antes ya de empezar el primer capítulo…! ¡Y pensar que el autor se dejó las neuronas intentando presentar los acontecimientos con un determinado ritmo y de una concreta manera…! Reflexiones aparte, lo cierto es que El señor de la rueda, merece un cuidado especial a ese respecto, puesto que la novela de Bermúdez, además de tener en la intriga uno de sus atractivos fundamentales, va creciendo literariamente hasta cumplir expectativas bastante más ambiciosas que las planteadas en principio.
Cuando el lector se asoma a sus primeros párrafos, el siervo cibernético del joven Peter Le Percutens despierta a su señor pocas horas antes de que comience la ceremonia en que éste será armado caballero. A partir de entonces se despliega ante nosotros una parafernalia de castillos feudales rodantes o «castillocares», carreteras sin fin, tules, armaduras, duelos, blasones y códigos de honor, tan hábilmente tramada, que casi llega a hacerse creíble esta extraña mezcla —sazonada con humor grotesco— de novela de caballería y road movie. De inicio el lector está convencido de asistir a una ingeniosa parodia. Cuando un Sir Pertinax adolescente reflexiona sobre cómo utilizar los puntos ganados en sus enfrentamientos con otros caballeros para conseguir dormitorio, biblioteca, chimenea… el perfecto apartamento de soltero, parece que estamos ante una comedia juvenil de emancipación y paso a la edad adulta. Pero, según se recorren páginas y kilómetros, surgen las dudas sobre qué demonios se está parodiando… ¿El género artúrico?, ¿la cultura del vehículo privado?, ¿se trata de una antiutopía?, ¿es simplemente una humorada?… Se suele decir que El Quijote era inicialmente una burla de la novela de caballerías y que luego el vigor de sus personajes, el genio de Cervantes y el afecto que el hidalgo manchego supo despertar en su creador, la alzaron al cenit del género novela. Sir Pertinax Le Percutens no es Don Quijote. Más cerca está de los parodiados Amadises y Esplandianes —espejos de la caballería andante— que de quien los satiriza, pero El señor de la rueda, como novela, permitiría quizá hacer cábalas sobre un proceso de crecimiento semejante. Ciertamente, también es una novela sobre la manipulación…, pero sobre su argumento no sería prudente descubrir más. Ya opinará el lector.
Como novela de aventuras fantásticas El señor de la rueda funciona, además, muy bien. Resulta de un mérito casi inverosímil que una construcción cultural tan disparatada como este mundo feudal de carretera, aguante un recorrido de más de doscientas páginas sin descomponerse como chatarra. Eso es marca de la casa. Gabriel Bermúdez posee esa envidiable cualidad que permite que, una vez dadas las premisas fundamentales de una cultura —tan arbitrarias o absurdas como el autor tenga a bien— la acción se desarrolle en ella con naturalidad y manteniendo su coherencia interna. Y, de paso, entre peripecia y peripecia, el autor deja cuestiones nada banales flotando en el aire: ¿hay una ética universal, que permite considerar absurda o cruel esa cultura? ¿Sir Pertinax es un salvaje o, por el contrario, extremadamente ético, civilizado y moral? ¿Tiene El señor de la rueda —a la vista del capítulo final— algo de «rechifla religiosa»? Ignoro si El señor de la rueda es portador consciente de alguna tesis ideológica concreta. Me inclino más a pensar en valores siempre presentes en la narrativa de Bermúdez, que pueden rastrearse en otras novelas y relatos suyos: el relativismo, la complejidad de lo existente e incluso una cierta visión paradójica de la realidad.
Hay, además, otra cuestión que no se puede obviar si se habla, como es el caso, de un hito dentro de una determinada temática literaria: la de su repercusión en el ámbito narrativo que le es propio. Cuando aparece El señor de la rueda —segunda mitad de los setenta— la ciencia ficción está en España conociendo los tímidos inicios de un buen momento comercial. Hay un ligero incremento de títulos, un cierto fandom y público interesado. Los grandes clásicos como Asimov, Clarke o Bradbury comienzan a ser publicados en colecciones generales de literatura de bolsillo, lo cual proclama su reconocimiento fuera del ámbito específico de la ciencia ficción. Lo que sí es bastante magro por aquellos días es el número de cultivadores del género en español. Y aún más escuálido el aprecio que el lector español demuestra por sus escritores. Si los aficionados a la ciencia ficción son unos pocos miles y los que integran los círculos activos que comparten afición —fandom— tres centenares; nuestros escritores son casi desdeñados por esos primeros miles, criticados por la mitad de los trescientos siguientes y venerados por el centenar y pico de fandom restante. En ese panorama Viaje a un planeta Wu-Wei (1976) aparece en Acervo, una de las más prestigiosas editoriales de las que editan ciencia ficción en España. Desde el primer momento, Viaje a un planeta Wu-Wei pasa a ser novela de referencia en ese campo y su autor, desde luego, uno de los grandes. Un par de años después son editadas La piel del infinito (Dronte, 1978) y la novela que tienes entre las manos: El señor de la rueda.
Editada tras el éxito de Viaje a un planeta Wu-Wei, El señor de la rueda aparece, en esta ocasión, en el corto catálogo de una colección realmente innovadora: Albia Ficción. Imagínense… Las colecciones serias de ciencia ficción presentan un ochenta por ciento de autores anglosajones. Albia, en su decena o así de títulos, publica sobre todo españoles, franceses, algún ruso y, que yo recuerde, sólo a un par de anglosajones. No duró mucho, pera sí lo suficiente para que la segunda gran novela de Bermúdez entrara en liza. Lo cierto es que, finalizando los setenta, la ciencia ficción española tiene sólo, aunque al menos, cuatro novelas y tres autores sobre los que discutir. Serán, por muchos años, candidatos a mejor novela y mejor autor español de ciencia ficción de todos los tiempos: Tomás Salvador con La Nave, Domingo Santos con Gabriel, y Gabriel Bermúdez con Viaje a un planeta Wu-Wei y El señor de la rueda. Pocos años después se sumaría al panteón de clásicos Rafael Marín Trechera con Lágrimas de Luz (1984). Estos cuatro y esas cinco estaban en todas las quinielas, y dos de ellas eran de Bermúdez.
Con las dos novelas comentadas, Gabriel Bermúdez Castillo (1934), para casi todos, se coloca primero en el escalafón español de la ciencia ficción «seria» —es decir de calidad literaria y con ambiciones—. Afirmar que esto se debió a su categoría como escritor es decir poco y, al mismo tiempo, minusvalorar desdeñosamente a sus posibles rivales. No hay tal, pero lo cierto es que en aquellos días —espero que se me entienda bien— nuestros escritores «serios» eran muy poco divertidos y nuestros escritores divertidos, muy poco serios. En Gabriel Bermúdez, —El señor de la rueda es buena prueba de ello— se reúnen dos corrientes hasta entonces excesivamente separadas: la narrativa y la especulativa. Es un buen fabricante de historias y concibe relatos que a uno le interesa conocer; y los expone con originalidad y buena técnica. Además, entre sus hilos argumentales, tramas, subtramas, diálogos y personajes, se deslizan ideas complejas y a menudo muy poco ortodoxas. Por si fuera poco, es divertido, ya que sabe que la «retranca» puede formar parte de cualquier manera válida de contar las cosas. Y suena distinto, porque trae a la ciencia ficción española exotismo castizo —o identidad cultural propia, denomínese a eso como se quiera—. Lo cierto y paradójico es que, acostumbrados a lo anglosajón, «regüeldo» o «Juan» sonaron por aquellos días mucho más exótico que John o NASA.
Tras aquellas tres novelas, precedidas en el año 1971 de una recopilación de cuentos Mundo Hokum, habrán de pasar nueve años hasta que podamos disfrutar de su barroca, enloquecida y brillante Golconda (1987). En el intervalo, parece ser que quedó inédita una larga historia aún no suficientemente perfilada. Desde ese Golconda hasta nuestros días, Bermúdez se ha hecho presente publicando al menos en cuatro ocasiones; la más reciente, Demonios en el cielo, tan sólo hace un par de años. En él disfrutamos, por tanto, de un clásico que sigue en la brecha. Quizá desde hace años, al primero del escalafón. Afortunadamente hoy tenemos un par de docenas de buenas novelas para jugar a las clasificaciones, y no menos de un centenar de relatos que considerar a los mismos efectos. Si El señor de la rueda era una de las cinco imprescindibles de hace veinte años, ahora, con más campeones con los que justar, sigue estando entre las más destacadas novelas españolas de ciencia ficción de todos los tiempos. Y permanezcamos atentos, Bermúdez aún no ha escrito su última palabra…
Alfredo Lara López