Al salir, caminan por Santa Fe, se sienten
tan gastadas que ya ni se miran; pero su madre la insta a
continuar: «Habrá otros, alguno que tenga necesidad.»
Las entrevistas y las excusas resbalaban y
nadie quería investigarlo; cierto detective les habló de un
compañero suyo que, quizá... Eugenia miró los profundos ojos negros
de su madre y sintió que podían salir de esta terrible encrucijada.
Ahí estaban, apuntalándose, escondiendo sus ganas de salir llorando
hacia la muerte.
Y la mamá, con ternura, le pedía que no
siguiera en esa casa tan grande, un departamento sería mejor, y en
otro barrio.
—No, yo quiero conservar sus cosas, no puedo
desprenderme de nada, hacerlo significa estar derrotada. Si siguen
pasando las semanas no me va a reconocer... Esto lo dejará
marcado.
—Cuando crezca ni se acordará, ¿o vos te
acordás de algo que hayas vivido a los dos años?
—A veces, pienso que está muerto.
—Dejá de flagelarte, tu hijo no ha muerto,
lo sé... No sé dónde está, pero no ha muerto —dijo abrazándola, y
agregó—: La vaca siempre encuentra a su ternero, da mil vueltas
enloquecida entre cientos de iguales, pero lo encuentra. Y vos lo
vas a encontrar, te lo prometo —y otro abrazo, otra inyección de
fuerza, para no hundirse en la ciénaga. Y otra vez:
—De ellos recuerdo el último día, a Gonzalo
saludándome con su manita y a Raúl sonriendo, «que te vaya bien»;
que unas palabras tan tontas empiecen a significar tanto... Cada
día es peor, los necesito, sin ellos no quiero vivir.
—Hay que seguir por Gonzalo, por la vida que
no pudo vivir Raúl y por mí.
—Es un calvario atroz, mami —y sintió cómo
dos lágrimas surcaban su rostro.
—Después de cenar tomá el tranquilizante,
tenés que dormir, tenés que recuperarte.
A la mañana siguiente, salió varias veces
para llamar al detective, iba andando por Rivadavia, el sol
deslumbraba sus ojos tristes, pasaban autos, taxis, colectivos y
más colectivos, y ella insistiendo desde distintas cabinas... Hasta
que, por fin, una voz ronca y parca le dijo que se pasara por la
tarde. Fue en ese momento cuando, al levantar la vista, reconoció
la misma cara flaca y morocha, la que el día anterior estaba en el
colectivo cuando volvían del centro, «y en el subte, antes de ayer,
el que venía detrás, parapetándose tras unas gafas negras y leyendo
Clarín, es el mismo... ¡Me vigilan! ¿Será
casualidad o es que este tipo vive por acá?». Se quedó con el
auricular en la oreja, un temblor le subía desde las rodillas,
cortó y con la musiquilla de unas monedas sobrantes, no sabía si
era así, si primero te seguían y después te secuestraban, «él nunca
me contó que le siguieran, ¿cómo serán las órdenes del
triunvirato?...». «Son búhos —dijo Bryan—, pero la lechuza ha
cambiado y ataca por el día». Fingiendo indiferencia, fue hacia un
pasaje comercial. Se metió en un negocio de lencería, para que le
mostraran un corpiño que no iba a comprar, pidió otros colores y
otros modelos y, cuando la vendedora ya se impacientaba, se excusó:
«Son tan lindos que no sé». Al salir miró hacia arriba y se
encontró reflejada, el techo era un gran espejo que nunca había
visto, su imagen era el centro, sus ojos ahuecados, sus largos
cabellos, su pulóver negro y su gamulán, se veía dar vueltas sobre
sí misma, solo ella giraba como un trompo, los demás quietos... y
la mirada del individuo que la seguía. Bajó la cabeza y como una
autómata se dirigió hacia él, pero este, ignorándola, se detuvo
frente a una vidriera de vestidos de novia. Se paró a su lado, pero
como no la miraba salió y siguió rumbo a su casa pensando que sería
una coincidencia, «¿para qué me va a seguir? Si hubieran querido ya
me habrían llevado... ¿Por qué no me llevaron?».
La adrenalina corría fuerte por sus venas y
ante el temblor se clavó las uñas en las palmas hasta hacerse daño.
Al pasar junto a las escalinatas de la basílica, se dio vuelta y
ahí estaba, veinte pasos detrás; entró, necesitaba hablar con José.
El sacristán le dijo que estaba confesando e indicó con un
movimiento de cabeza el primer confesionario; como todavía le
quedaban tres personas, se sentó en un banco mientras su mente
acompasaba: «Tranquila, no pienses, no pienses». A cada instante
volvía la cabeza hacia la puerta, respiraba hondo, miraba al techo,
a los capiteles descascarados y a las pinturas, aún sin restaurar.
Cuando vio que la última viejecita se arrodillaba, se levantó
preguntándose: «¿Por qué los viejos se confiesan? ¿Qué pecado
pueden tener? Como no sea el de la avaricia o la glotonería, o por
si hay Cielo... Pobres; esta parece que lleva pocos, en un suspiro
la liquidó».
El cura sonrió sorprendido y, sin hablar,
caminaron hacia la parte lateral, mientras se quitaba la estola
morada sentía el cálido perfume de Eugenia, olía a mandarina o
azahar, no sabía a qué... pero aspiró la suave mezcla que cortejaba
el aire pensando que sería el champú. Eran casi las once y se
sentaron en un banco alejado, en un rincón en penumbras, donde
nadie los pudiera oír. Eugenia, cual meteoro, rompió el religioso
silencio, sus ojos inmensos saltaban arriba y abajo acompañados por
sus manos; cuando terminó, él dijo:
—Oye, quieren amedrentarte, para que te
mantengas callada, sobre todo ahora con el Mundial tan cerca. No
quieren mala propaganda. ¿Y el reportaje para la televisión?
—La periodista aflojó.
—Y Gutiérrez también. Centraba todo en
Gonzalo, omitiendo por completo lo demás.
—Me la hizo porque le insistí y puso lo que
pudo.
—La del Herald era
más incisiva, decía claramente que Raúl no era terrorista y pedía a
la Junta la devolución de tu hijo.
—Quiero saber qué hicieron, si lo han matado
que me lo digan, y si no que me lo devuelvan. Así se lo dije y así
lo publicó.
—He ido a varios conventos. Te veo bien...
—dijo con una media sonrisa, y se sintió un imbécil, pero en
realidad era como la veía, con un estoicismo que rozaba la
admiración.
—Solo es fachada —suspiró hondo, no quería
llorar pero sentía que un velo húmedo le empañaba los ojos; tragó
con dificultad—. Por la tarde voy a ver a otro detective.
—Debéis tener fe.
—Me voy, si demoro mi mamá se asusta, voy a
ver si está ese tipo —y salieron juntos hasta la puerta de la
basílica.
—¿Está?
—No. Gracias por ser mi psicólogo —le dijo
apretándole las manos.
—Espérate, dejo esto y te acompaño —dijo
refiriéndose a la estola.
—No. Lo que tiene que ser será, que terminen
de una vez —y bajó las escaleras resignada, despidiéndose con un
enérgico «¡chau!».
—¡Cuídate! Hasta ahora.
La miró alejarse, viendo cómo el viento
azotaba sus cabellos, cómo se detenía en el semáforo con las manos
en los bolsillos, sin dejar de mirar hacia los lados... Sintió
ganas de abrazarla. Había algo diferente en ella, desde el primer
momento la encontró tan singular, algo mágico emanaba de su persona
y no era su dolor.
Ese mismo mediodía, su hermana hizo acto de
presencia; se notaba en sus ojos que lo hacía por deber... Se movía
nerviosa de un lado a otro, estiraba el mantel con sus manos de
seda, ponía los platos y hablaba estupideces. A Eugenia todo le
parecía en blanco y negro, como en una vieja película, no oía su
voz y solo pensaba en Gonzalo. Era natural que Lucía estuviera,
pero no con esa alma incómoda que luchaba por escapar, como sus
gestos corporales demostraban a gritos por mucho que quisiera
disimularlo; fingía solo por la madre que compartían. Lucía
encendió el televisor, como si almorzaran en el país de las
maravillas, con rosas rococó rosadas y bla, bla, bla, y fue en la
triste sobremesa cuando dijo:
—No salgas tanto en los diarios, creo que te
estás condenando, si tienen a tu hijo ya te lo devolverán.
—¡Cómo me voy a quedar tranquila! ¡Sin hacer
nada!
—No quiero que sufras. Tengo miedo —confesó,
mientras metía la mano en el bolso que tenía colgado del respaldo
de la silla; sacó un sobre de color madera, de cuya abertura
sobresalían varios fajos de pesos nuevos—. Quiero ayudarte.
—Plata no necesito —dijo Eugenia extendiendo
la mano derecha con la palma hacia Lucía en desaprobación de su
actitud.
—Aceptala, no rechaces su ayuda —ordenó la
madre.
—Que no quiero. No la necesito.
Un silencio cortante se interpuso entre
ambas. Lucía bajó la mirada mientras retorcía la servilleta, solo
quería ayudar y no podía; no dejaba de escuchar la voz de su
marido: «Que se arregle, no es nuestra lápida, que yo sepa tu
familia es esta y tus padres, nada más. Que cada uno se rasque sus
pulgas...». «Es mi hermana pequeña...». «Pero está metida en
semejante mierda, y cuando se mueve salpica a todos, ¿es que no lo
ves? ¡No te metás!»
Tenía que prevenirla porque de algunas cosas
no se daba cuenta:
—Y tu suegra, que ahora anda con las de la
plaza, eso también los perjudica, van a pensar que Raúl era
terrorista, decile que sea más cauta.
—Nos da lo mismo, igual está muerto. Yo
también me pondré el pañuelo y gritaré y no lo entenderás porque no
estás en este chiquero... Cuando la vida se vuelve un quilombo,
nada importa... En quince días lo hemos perdido todo, ¿viste? Yo
antes pensaba igual que vos, que teníamos que estar callados hasta
que todo pasara, pero nunca imaginé que las infamias de la Junta me
arrastrarían. Tengo que seguir, tengo que encontrarlo, no sé cómo,
ni cuándo, ni dónde..., pero lo encontraré. ¡Sé qué lo
encontraré!
—Pasará —dijo Lucía anulada—. No todo va a
ser siempre así.
—Quizá..., pero este presente es tan
demencial que me fagocita, no sé cómo se hace para resistir
—Eugenia se puso de pie, apretó con fuerza los dientes, tanto que
los músculos de su cara parecían palpitar, y sin mirarla añadió—:
Me voy a arreglar y nos vamos a Once, a ver al detective.
—Si querés te acerco.
—No. Mejor que no te vean conmigo, creo que
me vigilan.
—¡¿Cómo?! —exclamó su hermana.
—Me pareció que un tipo me seguía, después
lo perdí, o puede que me esté volviendo paranoica. No sé. No me
hagas caso, pero, por las dudas, que no te vean conmigo. Me ha
caído la persecuta.
—¡Tené cuidado! —alertó Lucía abrazándola
con inquietud, huidiza la mirada, sin saber si hablar o callar. Se
puso el tapado y bajó las escaleras casi corriendo; desde la
ventana del living Eugenia la miraba, se saludaron con un tímido
movimiento de manos, el viento frío movía su abrigo y despeinaba
sus cortos y modernos cabellos. Antes de subir al auto, miró a cada
extremo de la calle atemorizada... «Es relinda y lo tiene todo»,
pensaba Eugenia.
La cita era a las cinco. Tomaron el 132; no
pudo dejar de indagar a todos los niños del colectivo. Sentada al
lado de la ventanilla, sus ojos saltaban de dentro en las paradas a
fuera durante el recorrido. Observaba con monomanía, ya que hasta
la cosa más insignificante podía ser un indicio. Se bajaron en la
plaza Once, caminaban entre vendedores ambulantes de los objetos
más banales, sobrevivientes que hacían lo que podían y gritaban
precios y exhibían sus baratijas como auténticos magos.
Cruzaron Pueyrredón y, circulando por
Rivadavia, más puestos de tortas fritas, de camisetas, de
pantalones, en una casa de discos se oía a Julio Iglesias en
La vida sigue igual: por esas pequeñas cosas
que van haciendo toda una vida... «La última vez me dijo que
era muy feliz, creo que sabía que... Si uno está bien no analiza
cada momento, solo vive. ¿Por qué no me han detenido?»...
porque hemos llorado juntos y compartido las
alegrías... «No fue azar... Se me ha parado el tiempo, Raúl,
que te sabías dueño de la verdad. ¿Y Gonzalo?»
Se ahogaba, su corazón iba a explotar y le
ofrecían la mascota del Mundial: un gauchito, dos gauchitos un
peso... Unas bolivianas la incitaban a comprar hierbas medicinales,
«también tengo para el mal de amores», y un viejo lustrabotas se
ofreció a dejarle las suyas tan brillantes como sus ojos... Hasta
llegar al número indicado, ubicado en una galería comercial. La
recorrieron sin encontrar más que tiendas, zapaterías, relojerías,
nada de oficinas. Subieron a la primera planta, y ahí estaba el
local número treinta y siete, muy estrecho, casi una puerta, entre
uno de podología con un gran pie verde fosforescente y otro de una
adivina en cuya vidriera de color violeta y fucsia, llena de
lucecitas como un arbolito de Navidad, se leía Yo sé tu futuro... Situada en el medio, la oficina
se veía lúgubre.
Llamaron a la puerta. Abrió un señor alto,
de unos sesenta años, enjuto, de pelo blanco y bigote amarillento,
con unas cejas de medio luto, muy pobladas, que sobresalían como
rebeldes raíces aéreas de los grandes anteojos, de montura negra y
cuadrada. Bajo las lentes, unos ojos muy brillantes pasaban
revista.
—¿El detective Voltri?
—Sí, soy yo. Pasen, siéntense.
La oficina era pequeña. Aunque era de día,
las luces del techo estaban encendidas. El escritorio inundado
lleno de papeles y, en medio de todo, un cenicero de plástico
blanco propaganda de Cinzano, repleto de colillas, algunas con
pintura de labios roja. También un lapicero con la figura de
Mafalda; la niña miraba hacia arriba, hacia la abertura de su
cabeza, de donde sobresalían biromes, lápices, los ojos de una
tijera, una regla y dos habanos.
Las observó con el cigarrillo en los labios
mientras recogía un montón de papeles, haciendo lugar en la mesa.
Y, a modo de excusa, dijo que no tenía secretaria porque en
realidad no le hacía falta; luego levantó la barbilla para
incitarlas: «Bueno, ustedes dirán».
Eugenia empezó a contarle, y mientras le
contaba pudo ver cómo le iba cambiando la cara; después de escuchar
con atención, el hombre fumó en silencio con el ceño fruncido y
rascándose la nuca expresó:
—Hablamos de los milicos. Son palabras
mayores, viene dura la mano..., muy dura. Es una idiotez, pero las
posibilidades son dos, y perdone por la franqueza: o está muerto o
lo han dado en adopción.
—Sí —dijo la madre—, es evidente que muerto
no está, si no ya lo sabríamos.
—Por favor... —suplicaba Eugenia con los
ojos como estrellas.
—La cosa está muy jodida —dijo encendiendo
un cigarrillo con el final del otro, hizo una pausa que le resultó
larguísima y, después de toser y chasquear la lengua, añadió—: Veré
lo que puedo hacer. ¿Trajo una foto?
—Sí —contestó extendiéndosela—. También
tiene un lunar negro en el dorso de la mano derecha, a la altura
del dedo índice. Llevaba una cadena y una medalla de oro
rectangular con su nombre y el grupo sanguíneo, 0 Rh negativo,
colgada del cuello.
—Es el chiquito de los carteles —reflexiona
mientras mira la foto—. Vi uno en la estación de Retiro. Si yo
llevo la investigación, usted tiene que dejar de pegarlos, eso no
sirve para nada. Si alguien lo ve, nadie le va a avisar, la gente
no se mete. Y si la llaman..., será algún que otro loco para
sacarle plata.
—La gente debe saber que hay niños que
desaparecen.
—Eso son pelotudeces. Mire, empezaré a
averiguar algo, deme una semana. No me llame por teléfono. Venga el
próximo viernes y ahí le digo si le llevo el caso o no.
—¡Ayúdeme, por favor! Sola no lo encontraré,
preciso que alguien me ayude, nosotros no sabemos por dónde buscar,
me imagino que habrá algún rastro, no puede desaparecer todo.
—No le prometo nada —miró sus ojos
implorantes, «pobre chica, igual yo ya estoy jugado. Me queda poco
hilo en el carretel, lo mismo me da una muerte que otra»—. No me
llame, no nos tienen que relacionar para nada.
—¿Cuánto me va a costar?
—El viernes se lo diré. Hay que untar a
muchos tipos —le extiende un papel y un lápiz—. Dibújeme la
medalla.
Mientras Eugenia hacía el esbozo, él se
dirigió a la madre:
—Un intrépido, este Tivi... Si seguimos así
no va a quedar quien informe, solo los amigos de los
generales.
—Luego miró el dibujo y se puso de pie;
ellas hicieron lo mismo mientras preguntaban al unísono:
—¿El viernes a qué hora?
—A las seis —contestó en un acceso de tos, y
cuando pudo agregó—: No nos hemos visto. Adiós.
Nada más salir se preguntaron a la
vez:
—¿Qué te ha parecido?
Fueron a una cafetería, eligieron la última
mesa del fondo; Eugenia no podía creerlo, habían encontrado a
alguien... Entonces su madre la contuvo:
—Es un tipo raro, vencido, quizá haga algo,
no sé. No te ilusiones.
—Me olvidé de decirle lo de los
conventos.
—Mejor, el viernes ya se lo diremos, no
podemos mencionar al cura. No se sabe nunca con quién se
habla.
Cuando se acercó el mozo pidieron dos cocas
y un mixto. Su madre insistía:
—Tenés que comer, Gonzalo necesita que estés
fuerte —y ella, en otro mundo, decía que quería ir al cementerio, y
su madre—: Que no, que es muy tarde, que mejor mañana. Tenés que
comer...
—Que sí, que sí, y lo hago por vos. He
perdido el hambre, la sed, no deseo ni embadurnar un lienzo, solo
los añoro a ellos. Todo me recuerda a ellos, todo son ellos y cada
día que pasa es peor. Busco sus caras entre la gente, a veces me
imagino que todo esto no es verdad, cierro los ojos y deseo que al
abrirlos ellos estén ahí... —estiró el cuello y se mordió el labio
inferior, al tiempo que sus ojos se llenaban de lágrimas; con voz
quebrada susurraba—: Sé que está vivo.
—Claro que lo está. Mañana viene tu padre,
le consultaremos a ver qué opina. No importa lo que nos cobren. Tu
hermana me dejó el dinero.
—¿Por qué se lo recibiste? No lo quiero.
Lucía camina sobre algodones de azúcar y cree que todo se soluciona
con plata, se siente obligada, prefiero que no venga porque me pone
nerviosa, siempre preocupada por su buen nombre. Su terror me
insulta.
—Todos tenemos miedo, la situación es muy
fea. Vos no lo tenés porque estás en el ojo del huracán... y es
tanto el dolor que no hay cabida para el miedo.
—Estoy en un punto muerto.
—¡No! Lo encontraremos y habrá acabado esta
pesadilla. Y mientras el tiempo pasa, tenés que mudarte a otro
sitio, a un departamento. O volver con nosotros. Tenés que decirle
a Vilma que ya no la necesitás, hay que empezar a resolver cosas.
Esa casa es demasiado, nunca lo superarás entre tantos recuerdos...
Desde Río Tercero también podés buscarlo, tus suegros están acá,
ellos también se ocupan.
—Necesito hacerlo yo. Me desespera pensar
que mientras más días pasen, menos se acordará de mí, ¿cómo voy a
hacer para subsanar ese tiempo?... Seguro que está sufriendo.
—Lo tratarán bien, es un bebé, ¿quién va a
maltratar a un ángel? Lo encontraremos y todo habrá
terminado.
En la televisión estallaba la propaganda del
Mundial de fútbol que estaba a punto de inaugurarse; la falsa
normalidad eufórica mantenía a todo el mundo pendiente del
acontecimiento, todo el mundo que no tuviera un familiar
desaparecido... Llamaron al mozo, y después de pagar Eugenia se
quedó mirando ensimismada a una pareja que estaba con un bebé
recién nacido; le sonrieron sin imaginarse el sufrimiento que la
habitaba. Devolvió la sonrisa y comenzó a ponerse el abrigo. Se la
veía entera, elegante, nadie imaginaba el cataclismo que golpeaba
su vida; si no mirabas a sus ojos, no te dabas cuenta.
En la calle, sobre edificios y comercios
pululaban banderas inocentes que parecían de atrezo, era como otra
realidad, como si no pasara nada... Y, en primer plano, cientos de
policías vigilando para que la escenografía resultara perfecta.
Solo veían una Argentina grande y unida ante un mundo que intentaba
desprestigiarla diciendo que aquí no se respetaban los derechos
humanos. La embriaguez de sus compatriotas agudizaba su tristeza;
perdida en su laberinto, solo deseaba recluirse. Llamaron un taxi y
volvieron a Flores.
Ya en la casa, nada más entrar se oye el
timbre del teléfono. Apresurada, Eugenia alarga el brazo, pero al
descolgar, nadie. «Hola, hola», insiste, y solo oye el vacío
imperativo del silencio.
Mientras deja el bolso sobre la silla,
vuelve a sonar; esta vez atiende su madre, y otra vez nadie.
Eugenia se levanta enloquecida y protesta sin entender el porqué y
el hasta cuándo de este juego infame. «¿Es que no tienen nada que
hacer?» Y lo deja descolgado.
—Olvidate, será equivocado. Tomemos algo
caliente —dijo su madre con un miedo cerval en los ojos que
disimulaba con una sonrisa.
—Decime la verdad, ¿vos creés qué está
vivo?
—Claro —dijo abrazándola—, está vivo, si no
ya lo sabrías. ¿No ves que son unos crueles, que gozan reventando
gente? Si hubiese muerto lo sabrías. No podemos hacer nada, solo
buscar y mientras esperar.
—Me siento culpable, ¿por qué no me han
llevado? ¿Por qué?
—Porque no estabas, no hay otra explicación.
No pienses. No hay que pensar. Vamos a tomar la sopa.
Al día siguiente, después de desayunar
salieron juntas para el cementerio. Un sol tímido intentaba
iluminar el helado día de este invierno, el más sombrío y
desdichado de sus vidas. Caminaron hasta Rivadavia para tomar el
colectivo, convencidas de que sería más seguro que el auto porque
había más gente; observando la calle, Eugenia supo que debía
mudarse, necesitaba estar en otro barrio donde el anonimato le
diera libertad. Algunos la miraban con lástima y otros ni siquiera
la saludaban: aunque la veían, disimulaban volviendo la cara...,
como si el hecho de verla los comprometiera.
El colectivo estaba repleto y el chofer
manejaba como si estuviera enajenado, ausente, silbando y dando
unos fuertes frenazos en cada semáforo. Entre pasajeros
equilibristas, ellas oscilaban de un lado a otro. Un señor dijo:
«Querrá despertarnos». Otro gritó: «¡Atolondrado, que nos vas a
matar!». Eugenia, ausente, se bamboleaba en medio del pasillo; con
los ojos cerrados visualizaba a Gonzalo en algún lugar, en alguna
casa... La sangre seguía circulando, pero sin él, nada le
importaba.
Compró unos jazmines, y su madre le dijo que
mejor eran los crisantemos. Esas no, son de muertos, aunque estas
no duren su perfume da vida, fugaz y volátil, pero vida. Siguieron
entre tumbas y panteones, a través de la desdicha, de los sueños
truncados, cuánta ausencia flotaba en el aire, parecía el
territorio de la nada, pero había estatuas, eran ángeles con alas
de piedra... En la galería de la tercera planta, sus pasos
retumbaban en la penumbra, y mientras su madre traía agua para las
flores, con la mano apoyada en la piedra de su nicho sin nombre, le
prometió en silencio que encontraría a Gonzalo. Y le pareció oír su
voz: «Vos lo vas a encontrar, yo te guiaré...». Mientras rompía a
llorar, seguía oyendo su voz: «Vamos, sé fuerte...».
Entre sollozos, le dijo a su mamá:
—He escuchado su voz, clara, nítida y
feliz...
Su madre la miró con desesperación y
rogó:
—Tenés que aceptar que está muerto, si no
vas a enloquecer. Ya es suficiente, salgamos. No vamos a venir más
hasta que estés mejor. Acá no hay nada —la madre la había tomado
por los hombros y le hablaba, pero ella no le prestaba atención.
Con un movimiento brusco, volvió a mirar hacia atrás y, a medida
que se alejaban, lo seguía oyendo: «Lo vas a encontrar, yo te
guiaré».
Durante el regreso, que hicieron a pie a
pesar de la distancia y que no obstante se les hizo corto, ella
hablaba de Gonzalo y su madre controlaba de soslayo hacia todos
lados.
Al llegar, estaba Vilma en casa. Eugenia la
invitó a tomar el café de siempre alrededor de la mesa del comedor
diario, y mientras su madre les servía le dijo:
—Me voy a mudar a un departamento y tengo
que...
—Che, por mí no te hagas problemas —la
interrumpió apretándole una mano—. Somos amigas, te...
El repiqueteo insolente del teléfono cortó
la charla. Eugenia saltó de la silla y al levantar el receptor oyó
a una voz de hombre preguntar:
—¿Eugenia Ossi?
—Sí —respondió.
—Si seguís jodiendo te mandaremos a criar
malvas, junto a tu marido y a tu hijo. Te vamos a matar... Ya sos
boleta.
Eugenia quedó petrificada, la idea de la
muerte de Gonzalo la destruía más de lo que ya estaba, si se
pudiera acentuar aún la destrucción total... Se apoyó en la pared
mientras con el auricular en la mano repetía: «Está muerto,
muerto...». No reaccionaba, los ojos fuera de las órbitas, llenos
de terror, y la boca entreabierta.
—Será algún chiflado, ¿qué más te ha dicho?
—preguntó enloquecida su mamá.
—Que me matarán, que me reuniré con
ellos.
—Siéntese, che, es..., no quieren que busque
más al gurí —dijo Vilma, agarrando el tubo para colgarlo.
—Será... —balbuceó mirando la cara de pánico
de su madre, que se había vuelto blanca.
—Si no quieren que busque más, karaí, es que
está vivo. O que está usted cerca. Es muy peligroso, ko —dijo
Vilma, y se quedó en silencio; no sabía qué hacer, y como ninguna
bebía el café, fue recogiendo lentamente las tazas de corazoncitos,
hasta que, amilanada, agregó—: No sé, tengo miedo.
—¿Estará muerto? ¡Qué horror! No puede estar
muerto, es mentira, me quieren asustar, para que no reclame.
Vilma siguió con su tarea silenciosa como
una hormiga; después de terminar, y en medio de un abrazo, le dijo
a Eugenia con ojos refulgentes:
—Che karaí, ¡tenga cuidado!, por favor,
téngalo que Mandinga está mirando.
Al quedarse solas, la madre, impulsada por
el pánico, dijo:
—Lucía piensa que tenés que irte, hasta que
todo se calme. Cuando me lo comentó me enojé, pero hoy pienso que
tiene razón.
—Si me voy no lo encuentro más. ¿Quién lo va
a buscar?
—Nosotros lo encontraremos. Tenés que salir
del país.
—Esperemos, a ver si vuelven a llamar —dijo
derrotada y casi sin voz.
—¿Qué vas a esperar, a que te maten?...
Estos no se andan con vueltas. Papá ya estará por llegar, ha salido
muy temprano; yo no sé qué hacer.
Eugenia iba y venía por el pasillo, hasta el
teléfono, que ya no sonaba, luego seguía del pasillo al living, sus
ojos redondos aterrorizados evitaban mirar a los de su madre, la
palabra muerto le sacudía las fibras de
su corazón, pues el muerto era su bebé, había dicho criar malvas... La cabeza le iba a reventar, y si
él no estaba ella tampoco, para qué vivir... Se paró frente a la
ventana que daba a la calle y miró a través de la cortina, «es
mentira, quieren asustarme, si todo parece normal, no puede, no,
no, qué hacer, si él no está, no tengo ganas... Irme...,
¿adónde?».
Vio llegar el auto de su padre; al bajar,
este miró hacia arriba, pero con el reflejo del sol no podía verla;
lo escuchó entrar y los oyó hablar desesperados en el comedor
diario, sin llegar a entender qué decían... Se desplomó en el sofá,
las manos sobre la cara, hundiendo sus ojos con las palmas en un
intento de no ver nada, como si con ello pudiera librarse de tanta
locura. «Tengo miedo, mucho miedo de imaginarlo muerto, sin él no
puedo, no quiero vivir diluida en la nada... Si abandono, nunca lo
encontraré».
Su padre se arrodilló y la abrazó, la voz
destrozada:
—Tenés salir del país, hay que ir al banco a
sacar la plata, todavía hay tiempo, vamos rápido antes que
cierren.
—Dijo criar
malvas...
—No está muerto, quieren amedrentarte para
que dejés de buscar. Ese es su objetivo, eso indica que está vivo.
Levantate, que nos vamos al banco.
—Me tiembla todo, estoy mareada, no
puedo.
—Sí, vos podés, claro que podés, iremos
caminando y se te pasará, vamos, son cuatro cuadras. ¡Arriba!
Se levantó con cien puñales clavados en su
pecho, agarró su cédula, buscó la libreta de ahorros y salieron los
tres juntos, ella en el medio marchando como un robot.
Ya en el banco, había dos largas colas.
Mónica se encontraba detrás de una de las ventanillas, y ellos se
pusieron en la otra, ya que Eugenia no quería verla. Al desocuparse
primero la de su amiga, esta los llamó, se miraron durante un
segundo y Eugenia rompió la cadena de disculpas que comenzaban a
salir de las pupilas de Mónica con un imperativo «quiero sacar el
dinero».
La otra señaló su reloj pulsera, faltaban
unos minutos para la una.
—Demasiado tarde, hay que avisar antes —miró
la libreta—. No creo que te lo den hoy, a lo mejor un cheque
conformado, una transferencia, pero... ¿Todo? Cuando es una
cantidad grande, siempre hay que avisar. ¿En efectivo lo
querés?
—Claro. Todo. Por favor.
—Voy a preguntar.
Se retira, la ven hablar con el gerente a
través de un cristal turbio, gesticulan, tardan un rato y al final
los pasan a otro despacho; le dan solo la mitad. El resto decide
transferirlo a una cuenta de sus padres. Les traen el dinero, su
papá lo cuenta y acto seguido le preguntan si no está conforme con
el servicio y otra sarta de tonterías, y ella firma pensando que el
tipo es un imbécil o vive en el mundo del revés o quiere
entretenerlos. ¿Qué le habrá dicho Mónica? ¿Y qué le va a decir,
que todos han...? Su padre hábilmente da por terminada la operación
y salen de ahí sin mirar atrás.
De camino, se detienen en una cabina cerca
de la estación de tren; el padre habla rápido y casi en clave con
una tía, para que vaya a la casa de su hermano: «Decile que no se
le ocurra llamar, yo cuando pueda me pondré en contacto». Volvieron
por Yerbal, a la hora del almuerzo la calle se veía solitaria, el
aire frío los había recluido a todos. Una hoja de plátano
descolorida se le pegó al tacón de la bota; la boca seca, los ojos
vidriosos, la frente sudorosa y más hojas caídas que chasqueaban y
ella que se desangraba en cada pisada, como si el crujir cortara y
la hoja adherida... Raspaba el pie contra las baldosas y nada, ahí
seguía.
—Es que ha helado —dijo su madre—, estará
húmeda o será un chicle —y el padre, enloquecido, decía:
—Por los aeropuertos no podés salir, tienen
listas, iremos a un país limítrofe, aunque en todos hay
dictaduras... Nosotros te llevaremos. En la ceremonia del Mundial
cruzaremos la frontera, una vez todos estén frente al televisor
mirando la cana estará más distraída. Busquemos el pasaporte
—ordenó con ansiedad al entrar en la casa. Cuando vio que aún
estaba en regla, respiró con alivio y dijo que después de comer
iría a comprar dólares. Empezaron a barajar posibilidades, mientras
Eugenia preguntaba:
—¿Y Gonzalo? El viernes tengo que ver al
detective...
—Irá alguien, vos no te preocupés, acá no te
podés quedar —aseguró la madre.
—¿Y la casa? —insistía Eugenia.
—Nosotros solucionaremos todo.
—No me quiero ir... Y ¿adónde voy?...
—A Brasil —dijo el padre—. Hay que buscar un
mapa de carreteras, nosotros cruzaremos contigo. Te dejaremos a
salvo.
—Para ahí no necesito pasaporte.
—Igual te lo llevás.
—¿Qué voy a hacer?
—Vivir —respondió su madre—, y esperar a que
las cosas se calmen. Luego volverás.
—Si no sé ni hablar, solo sé decir
fale divagando —dijo decaída, con una
sensación aplastante como la de estar atrapada en una red—. ¿Y
Gonzi?
—Si te quedás, te matarán y entonces sí que
no volverás a verlo. Tenemos que organizar todo. Comamos algo.
Tenés que comer —exigió la madre.
Suena el teléfono y atiende aterrorizada. Es
Lucía, quiere saber qué tal. «Bien, todo bien», y le pasa el
auricular a su papá. Sabe que su vida es un agujero, que alguien
escucha, que alguien vigila, que ha perdido su espacio esencial, la
única propiedad del hombre: la intimidad de su propia casa.
Alienada por su única idea, se repite: «Gonzalo, Gonzalo, tengo que
pensar que lo volveré a ver... Vive, tiene que vivir».
Se sentaron a almorzar en un angustiante
silencio solo interrumpido por el sonido del televisor (su papá lo
había prendido sin saber por qué). Ahí, acompañados por el locutor
de informativos, tragaban para mantener la función del cuerpo,
había que tragar con todo, hasta los alimentos eran un deber; y de
repente una cuña publicitaria del Gobierno: «¿Sabe usted qué está
haciendo su hijo en estos momentos?». Exhortaban a la
responsabilidad de los padres para que los vigilasen, para que no
se convirtieran en terroristas... «Pobres, si no ellos los tendrán
que matar... Son unos hijos de puta —pensó—. ¡No! Yo no sé dónde
está». En esos instantes letales levantó la vista y ahí estaban los
ojos de su padre, rabiosos, y las alas de la nariz abiertas
palpitantes de ira. Eugenia miró hacia abajo y con el tenedor
empezó a aplastar el arroz contra el plato hasta dejar un círculo,
luego hacía caminitos en el cereal como cuando era chica, caminitos
para no tragar, caminitos radiales y un centro: «¿Dónde está
Gonzi?», y escuchó la voz dulce de su mamá: «Comé...». Miró sus
ojos desasosegados, un alma aterida se veía en el fondo, un alma
que se disfrazaba para convencerla de que todo estaba controlado, y
que afirmaba «lo encontraremos...» mientras sus manos nerviosas
formaban bolitas de pan que, enseguida, aplastaba sobre el mantel.
Luego, fregaron los platos en silencio, Eugenia los secaba y los
iba guardando de uno en uno... Con la misma congoja, con la misma
cruz en un abrazo mudo, los dedos maternales peinaron el pelo
azabache:
—Hay que seguir a pesar de la desgracia, es
muy duro pero todo pasará, ¡lo encontraremos!
—Mami, me acuerdo cómo le gustaban las tapas
de las cacerolas, cómo venía derecho a las ollas.
—Y todavía le gustan porque está vivo
—corrigió su madre, que la veía naufragar.
—Voy a ir a ver al padre José.
—No le podés decir adónde vas. Nunca se
sabe.
Mientras se lavaba los dientes recordaba su
carita de ángel, sus mejillas regordetas, su sonrisa con chupete...
y mordía el cepillo, cerraba los ojos y se abrazaba muy fuerte
imaginando sus bracitos, mientras las lágrimas lentas se
encadenaban en un pequeño torrente y le preguntaba al espejo si
aquello era una pesadilla; su otro yo le contestaba: «Es real, es
tu vida, solo te tiene a vos, llorar no sirve, tenés que seguir, lo
encontrarás, Raúl te guiará».
Llenó la pileta, se recogió los cabellos con
una hebilla y sumergió la cara, no podía venirse abajo, «solo te
tiene a vos»... La angustia pareció aclararse con el frío, lo hizo
varias veces, luego se corrigió las ojeras, se pasó un polvo
compacto por la cara y dos veces en la nariz para eliminar el
colorado, cepilló su cabello, apretó los dientes con una
inspiración honda y pausada para exhalar el miedo... Buscó la funda
de la almohadita de Gonzalo y su ponchito, y guardó ambas cosas en
una bolsa. Hizo lo mismo con una camisa usada de Raúl, la dobló muy
pequeñita con suma prolijidad y también la encerró, como dos
tesoros bien individualizados. Precisaba de sus esencias para
continuar... Y las mejores fotos, «todas no puedo»: una de la boda,
una de la luna de miel, otras del bautizo y las de la plaza con los
gorriones... Cuando quiso llevarse los escritos de Raúl, su madre
dijo: «¡No!». Entonces, sacó del escondrijo el libro Rayuela y una antología de Almafuerte muy
chiquitina. Tenía que seleccionar muy bien porque la vida no
entraba en una mochila.
A las cuatro salieron. El cielo era de un
color celeste compacto y definido como una tela, sin una sola nube.
Su padre las dejó en la plaza:
—Hagan rápido, compro los dólares y vuelvo,
¡tengan cuidado! —y ellas enfilaron hacia la iglesia; por la vereda
pasaban algunas madres con sus niños, y Eugenia indagó con ojos
rápidos a cada uno, a sus manitos, a sus ojitos, aunque sabía que
no iba a estar en el mismo barrio, o a lo mejor lo dejaban por
ahí... Obsesionada como un bulldog, buscaba en cualquier detalle un
rastro.
En la casa parroquial, la secretaria
lorquiana les dijo que si no tenían cita el padre no podría
recibirlas, que lo consultaría.
Sentada, pasaba el índice sobre la
reproducción del Moisés, «cuánta bronca
en esa postura, huele a incienso, Gonzi, Vilma...». Entró el padre
José y tras de sí cerró la puerta y les dio la mano. Ella le
dijo:
—He recibido amenazas, me voy.
Él vuelve a abrir la puerta, mira hacia los
costados y cierra.
—¿Adónde irás?
—Qué sé yo —dijo alzando levemente los
hombros. Se quedaron como suspendidos en un segundo, mirándose,
hasta que el cura arrancó:
—En Río de Janeiro tengo un compañero, está
en una iglesia del barrio de Leme, si vas por ahí vete a verlo. Su
nombre es Antonio Sánchez, ahora mismo hago una nota, si necesitas
cualquier cosa él te ayudará, es una gran persona —se sentó, buscó
en el cajón del escritorio su agenda y se puso a escribir—. La
iglesia se llama Nossa Senhora dos Pretos, o lo que es lo mismo,
Nuestra Señora de los Negros, yo me comunicaré, no dejes de
llamar.
—Siento que lo estoy abandonando.
—¡No! —exclamó levantando la vista, para
volver, otra vez, a quedarse suspendido en sus brillantes ojos,
pero al instante reaccionó, levantándose—: Tienes que tener fe.
¿Con el detective qué pasó?
—Hasta el viernes no sé nada, le pediré a mi
suegra que vaya.
—¿Todavía te siguen?
—Antes de entrar, dimos varias vueltas y no
vimos a nadie.
—Es mejor que te vayas por un tiempo.
—Vos también estás en peligro, cuando se
enteren que ayudás a la gente...
—Tengo pasaporte del estado Vaticano.
—Estos siempre pueden, tienen la manija y
son inmunes a cualquier tipo de autoridad... Quería agradecerte
todo.
—Ojalá fuera más fácil, pero hay mucho
miedo, la gente no quiere hablar; tenéis que tener paciencia, os
comunicaré cualquier novedad.
—Dijeron que está muerto... —dijo poniéndose
en pie.
—Hasta que no haya pruebas tangibles hay que
pensar que está vivo. Indagaremos hasta dar con él.
—Cada día es peor, a veces creo que no
podré; es igual que subir corriendo una escalera interminable, me
falta el aire, estoy deshilachada, voy enganchándome en cada
esquina, imaginando a cada instante si vive, si sufre... Si pasa
mucho tiempo ya no me reconocerá, es tan pequeño... —dijo con los
ojos enrojecidos y muy abiertos en un esfuerzo para que las
lágrimas no cayeran.
—Me hago cargo, pero Dios está ahí, no
podéis perder la esperanza. No hay nada imposible, solo hay que
hacer lo necesario y esperar. He hablado con algunas monjas. No
perdáis la fe, insisto porque todo es posible. Tienes que ser
positiva. Tarde o temprano todas las dictaduras se derrumban, es
cuestión de tiempo.
—No doy más.
—No decaigas, lo buscaré, confía en Dios
—José le entregó el papel con la dirección y en el largo e intenso
apretón de manos el pecho le quemaba y no sabía cómo decirle adiós;
con su mano izquierda le cogió el brazo y añadió—: Es difícil lo
que te pido, pero Dios está en todas partes y convierte la
oscuridad en luz... —se sintió un estúpido con sus palabras
triviales... Con el corazón latiendo en la garganta y de soslayo,
veía los inquisidores ojos de la madre: «No es bonhomía, es amor,
tenía razón mi marido: “Al cura le gusta Eugenia”. “¡Estás loco,
decís cada cosa!” Y él: “En todas las amistades hay cierta
atracción, los dos son jóvenes...”. “Pero enamorado... Estás loco,
es su deber como cura, ¿no ves que es una persona excelente?” “Sí,
sí, lo veo, veo que la abraza con la mirada y soy hombre y si de
algo sirve ser viejo es para ver cosas que otros no ven...” Sí, sí,
ahora yo también lo veo y se ocupará, claro que se ocupará».
Eugenia no quiso volver la cabeza, todo era
tan vertiginoso que miraba las cosas como si nunca más fuese a
volver. Un sol fulgurante iluminaba la plaza, los gorriones, la
calesita...
—Pasemos por la librería, quiero llevar un
diccionario de portugués.
—No podés dejar pistas, a lo mejor nos están
siguiendo. Volvamos, tenemos que mantenernos normales.
Continuaron en silencio; algunos
comerciantes estaban ornamentando sus vidrieras, solo faltaban
cuarenta y ocho horas para la gran fiesta —¡viva la concordia!— de
una sociedad jalonada por innumerables Falcones verdes reptando por
las ciudades. El fútbol era un narcótico y el opresor lograba su
objetivo... Si hasta los autos llevaban una calcomanía con el lema:
Los argentinos somos derechos y
humanos.
Entre los haces de luz reinaba la obscuridad
de múltiples submundos, de vejaciones y torturas, y en el centro de
todo la ceguera impuesta por el terror..., la de los que pensaban
que aquellos a los que les sucedía algo era porque «algo habrán
hecho», es decir, malas hierbas que había que cortar... Todos
actores con el papel bien aprendido; «pero no es una película, es
la vida real, mi vida real».
La panadería también tenía su bandera. Lo
único que la liberaba era saber que no volvería a ver a algunas
personas.
Fingiendo un día normal de una tarde
cualquiera, entraron en la casa, donde se encontraron a sus
suegros, que habían desconectado el teléfono; esa era otra
paranoia: les habían dicho que se podían seguir las conversaciones
aunque no levantaras el tubo. ¿Micrófonos?... Ellos mudarían todo a
su casa, irían a ver al detective y mantendrían el contacto con el
padre José, afirmaba la suegra:
—No vas a poder llamar a nadie, estamos
todos vigilados y es mejor que no sepan dónde estás, al menos hasta
que todo pase. Eso será lo más duro. Si alguna vez querés hablar,
podés llamar a la tía Amelia, y ella nos traerá personalmente la
noticia —«A mí no me van a llevar, para qué van a querer a una
vieja de ochenta años», había dicho la mujer—. Este es el número de
su teléfono, memorizalo... La cosa está muy jodida y allá también
vigilan, hay infiltrados entre los argentinos, así que por las
dudas no te juntes con ninguno, ¿me entendiste?
Los tres, al otro lado de la mesa,
desgranaban consejos: que no se metiera en nada, cuidado con la
gente, «no confíes en nadie, que estás muy vulnerable...», un poco
más y le piden que deje de existir hasta que pudiese volver;
mientras, al borde del pánico, aseguraban casi a coro: «Lo
encontraremos».
Y llegó su papá y dijo que Lucía no
vendría:
—Le dije que no viniera —aclaró para
disculparla, con unos ojos sagaces que no sabían mentir— por si
alguien vigila, igual no estarás fuera mucho tiempo.
Entonces miró a su suegra, e irracionalmente
le pidió que no se olvidara de Voltri y de llevar flores al
cementerio.
—Por mí no se preocupen, estaré bien
—aseguraba desvalida.
—Claro qué iré, soy su madre —contestó
llorando.
Las palabras no salían. Eugenia alzó la
cabeza como buscando en el techo el origen de sus males, se levantó
y ensayó lo que pretendía ser una sonrisa, pero acabó farfullando
algo ininteligible que solo su padre captó.
—¡Llevar la caja de pinturas! No vas a
cargar con ella todo el camino, te comprás otra. Vamos a arreglar
todo para mañana, a la hora del partido tenemos que estar en la
aduana de Iguazú. Bueno, adiós, adiós. Se terminaron las despedidas
—y mientras la llevaba de los hombros hacia la habitación—: Revisá
que no te falte nada, te compré un diccionario de bolsillo y un
cinto de tela de nylon para que pongas el dinero, así lo llevas
debajo de la ropa; no te lo saques nunca, para que no te roben. Y
no cambies muchos dólares de una sola vez, no demuestres que tenés
dinero.
—Sí ya sé. Todo eso lo sé. ¿Por qué no
salimos ahora? Ya no doy más.
—Es mejor a la madrugada, por si encontramos
controles. Al amanecer los soldados se relajan, están cansados.
¿Qué hace el teléfono desconectado?
—Es que pueden oír, me lo dijo mi
suegra.
—Hay que conectarlo, de lo contrario
pensarán..., ni sé lo que pueden maquinar.
—Prepararé algo para cenar —dijo la madre—,
costeletas a la plancha con papas fritas, ¿qué te parece?
—No tengo hambre —fue la respuesta.
—Tenés que comer, hacelo por mí... —rogó
mientras pensaba: «Lo hago por vos, hija mía, fingir que no me
importa que tu hermana... Y sí, es borrascoso tu destino, pero no
venir... ¿A qué tiene miedo? ¿A tropezar y caerse en tu cadalso? Si
sabe que no se va a caer...».
—Bueno, yo me ocupo de las papas —dijo
Eugenia, y nada más empezar a pelar levantó el telón y se dejó
embelesar por las imágenes primeras: ahí estaban en el Jockey Club,
con Lucía una lady consorte del polo, cuando apareció él. «Estuvo
un rato calibrando el momento preciso para plantarse delante de mí
y preguntarme mi nombre. Y, al escucharlo, no se le ocurrió mejor
cosa que decir: “Te llamaré Eu, porque eres lo bueno que se ha
cruzado en mi camino”. “¿Qué?” “Sí, como el prefijo griego...
Bien..., bueno, podríamos..., ni quiero pensar lo que podríamos...
¿Tomar un café?” “No tomo café.” “¿Té?” “No tomo té.” “¿Una coca, o
sigo?... ¿Cuándo volveré a verte?” “Nunca”, le dije mordiéndome los
labios para no sonreír. “Sería penoso que, después de habernos
encontrado...” Se veía alejándose para no oírlo, pero los flashes
se sucedían infinitos como los números enteros: y, al día
siguiente, a las ocho me despertó una de las sirvientas del
palacete de Lucía: “Señorita, es urgente, dice que es su hermano,
pero no habla cordobés”. Al levantar el auricular saltó: “Tenemos
que vernos, no puedo dejar de pensarte, sos mi relámpago...”
“¿Qué?” “Sí, es que presiento que vas a iluminar mi vida.” “¡Qué
cargoso! ¿Cómo conseguiste este teléfono?” Y dijiste que lo nuestro
sería único... ¡Por qué no te callaste! Mirá que te lo dije veces,
¿y ahora qué?...»
—Ya basta, no peles más —ordenó la madre—,
poné la mesa.
Cierra los ojos y desea estar muerta, el
dolor es insoportable.
El agua que se deslizaba entre sus dedos,
eso era su vida.
Después de secarse, desplegó el mantel, y al
mismo tiempo que lo extendía una única pregunta la taladraba;
mientras ponía los platos con la mirada perdida, su padre, que
estaba sentado, le acarició una mano y le aseguró:
—Gonzi estará bien, nadie le hará daño, las
monjitas son personas que tienen mucha ternura para dar.
—Sí... —dijo Eugenia mirando esos ojos
velados por la impotencia; su abundante pelo cano bien peinado aún
se mantenía con color en la nuca, rubio, igual que las cejas, que,
erguidas, desafiaban al porvenir.
—Lo encontraremos. No te desanimes —se
levantó y encendió el televisor, para que entrara otra voz en la
casa.
Emitían el programa Grandes valores del tango. La melodía la invadió
erizándole los pelos, mientras comían escuchaban al cantor:
adiós, es la manera de decir ya nunca...
adiós, es la palabra que quedó temblando en el corazón de la
partida... adiós, amor, ya no nos veremos más... La madre se
puso de pie y cambió de canal. Ante tal poesía, su mente coreaba:
«Ya nunca, ya nunca...» Las papas fritas se mezclaban con la
congoja y lograban atragantarla; la angustia se oponía al
imperativo vital de tragar.
Cuando estaban lavando los platos, otra vez
el ring supremo del teléfono. Ella se desplazó para atender, pero
fue su padre quien se cansó de decir «hola, hable, hable».
Retorna el ring negro en forma de presagio,
Eugenia levanta el auricular y grita: «¡Hola! ¡Hola! ¡Hola, hijos
de puta! ¡Hola!», y lo desconecta.
—Quieren que estemos aterrados, y lo están
consiguiendo... ¿Por qué no nos vamos ahora?
—No, de noche hay más controles. Ya lo he
planeado, será al amanecer.
Vuelven a mirarse anulados... Y,
enloquecida, sube a su estudio, frente al caballete observa un
cuadro inconcluso, el último antes de la catástrofe. Le gustaba, le
parecía maravilloso, todo lo de antes era maravilloso. Abrió el
bloc de los bocetos, en cuyas hojas aparecía Gonzi, veía sus ojitos
asombrados mirándose las primeras botitas como preguntando «¿qué me
has puesto?», y caminar a trancas cayéndose de culo, «es tan
chiquito, es mi bebé». La angustia la cercenaba y, para evitarla,
subió a la azotea. En la noche fría refulgían las estrellas: bajo
el mismo cielo... pero ¿dónde? ¿Dónde? El ruido alargado del
quetrenquetren, lo peor es no saber..., quetrenquetren, esperar
sin..., quetrenquetren, esperar días y días sin poder hacer...,
quetren..., «no puedo vivir sin saber dónde estás...» Apoyada en el
barandal, veía la calle desierta, todo sin volumen como un cuadro
mal pintado, un pavimento humedecido, unos arbolitos frágiles y
siniestros; en el edificio de enfrente la gente continuaba con sus
rutinas como si nada pasara: una mujer planchaba mirando la tele,
otros cenaban, un viejo en un sillón comía frente al televisor con
el plato sobre las rodillas. Todos estaban hipnotizados por el
resplandor de las primeras transmisiones en colores; solo cruzar la
calle y diez pisos, y en la esquina de Rivadavia el camión de la
basura, taxis, colectivos, la ciudad llena de gente... «Y aquel día
nadie vio nada. Nadie sabe dónde vive, nadie lo vio pero todos lo
escuchamos cuando llueve al sapito glo, glo, glo... Dónde diablos
se escondió...», su voz era un hilo que se cortaba. Se secó las
lágrimas con los puños al escuchar unos pasos; su madre acababa de
subir, y para llenar el espacio dijo:
—Va a helar. Creí que estabas en el
estudio.
—Voy a llevar el bloc de bocetos.
—Te guardaremos todo hasta que vuelvas. Y no
dejaremos de buscar, te lo prometo. Confiá en nosotros, lo
encontraremos, aunque vos no estés, seguiremos buscando.
—Lo sé, pero... —quería decirle que su alma
se quedaba acá, que ya los sentía muy lejos.
La madre la atrajo hacia sí en un abrazo
(intercambiaban silencios y temblores para resistir, no conocían
otra manera de blindarse) y con un beso en la frente murmuró:
—Vení, bajemos. Hay que dormir —la llevaba
de la mano como cuando era una niña—, son muchos kilómetros, como
mil cuatrocientos. Vos tratá de descansar, nosotros te
llamaremos.
Ebria de una nostalgia incipiente, daba
vueltas en la cama, casi asumiendo que hay cosas que no pueden
volver atrás. Se reconfortaba en el calor de sus recuerdos hasta
que extendía un pie y la sábana fría era un cruel testigo; pero en
sueños lo sentía ahí: «Tu piel, tu piel... Si me besas no tengo
miedo, si me acaricias tampoco, si me besas... Si tus manos me
estimulan...» Aquellos besos ardientes, destilados del genuino
dolor, la iban cubriendo como finísimas nubes y, en ellas,
arqueándose de placer, volaba... Su magma agitado extrude, un
placer, dos placeres, varios.
Aletargada por el éxtasis —apenas distinguía
el reloj que estaba en la mesita de luz; en la oscuridad las agujas
amarillas marcaban la una—, se levantó, y al ver su reflejo
fantasmagórico en el espejo del ropero sintió miedo, era la no
vida... Fue hasta la habitación de Gonzalo y, por enésima vez,
volvió a oler sus ropas. Miró hacia la calle, todo estaba desierto,
los vagidos de los gatos flotaban en la penumbra.
Al amanecer partieron los tres.
A medida que atravesaban el presente
perfecto de Buenos Aires, una hoz lunar oponía resistencia ante un
sol rojizo que, sigiloso, se iba apoderando del espacio. Su madre
iba de copiloto con los mapas de rutas sobre las piernas, e
intentaba sintonizar en la radio una emisora que pasara algo
adecuado para su hija.
Eugenia, en el asiento trasero, había
decidido cerrar los ojos, como si con ello atenuara el sufrimiento
de la partida. Luego, respondiendo a un impulso involuntario, dejó
vagar su mirada más allá del camino y creyó ver una estrella
rezagada en medio de un cielo celeste cobalto... Sí, para eso
utilizaría un puntito de azul cobalto con blanco de titanio y un
corazón de hierro, eso necesitaba, un corazón que no estuviera
lleno de miedo... No sabía nada: ni qué, ni cómo, ni cuándo, ni
dónde, lo que sí sabía era que debería haber viajado sola, era una
equivocación exponer a sus padres a tanta angustia...
En la ruta 9 tuvieron el primer control de
la policía militar. Se fingió dormida y logró su objetivo: no
mostrar los documentos; sus padres presentaron los suyos y dijeron
que iban a visitar a unos parientes. Dos soldados trasnochados les
permitieron el paso.
En la bellísima tierra de perennes campos,
infinitas vacas pastaban indiferentes a unas nubes tormentosas que
obstruían el cielo, ¡si hasta los molinos de agua parecían estar de
luto!, eran verdaderas margaritas negras movidas por un viento
argentino con olor a yuyos mojados... ¿Cómo toda una nación pudo
llegar a esta ignominia? No entendía nada de política, lo único que
sabía era de su pesadilla y en ella veía a una Argentina saturnal,
como el cuadro de Goya... En algún rincón estará Gonzi, pero
¿dónde?... «¿O también te lo comiste?»
En Rosario, otra policía militar, y otra vez
los documentos, y esta vez revisaron el baúl. A ellas no las
hicieron bajar, no sabía si su papá se manejaba muy bien con la
cana o es que desde el Cielo... No había Cielo.
Iban bordeando las grandes ciudades para
evitar los controles; ahora conducía la madre, el vértigo no les
permitía parar y seguían atravesando patria por el sendero menos
deseado: el de la vida en otra parte.
Pasaban los kilómetros y también terminaba
el tiempo de estar juntos, lo sabían, pero no querían asumirlo y
hablaban pavadas para que el camino no resultara un vía crucis.
Eran actores novatos aprendiendo a fingirse fuertes para que el
otro no se derrumbara; más controles, más miedo, mientras ellos
sobreactuaban... Ahora el clima era cálido y el cartel indicaba
Resistencia (3), resistencia eléctrica,
¡qué hijos de puta!, ¿o era quemado?... No pensar que a menos
resistencia más corriente... Por eso decía los de las vacas en el
matadero. «No puedo, no puedo, no tengo hambre...», y había que
cenar en un comedor de ruta; era tarde, solo había algunos
camiones. Al entrar, la mayoría de los comensales volvieron la
cabeza, se notaba que eran foráneos o ¿fugitivos? Todos estaban
sentados contra la pared, y lo mismo hicieron ellos.
Y un Sancho de cara alegre les recomendó el
plato estrella. El lugar era acogedor, las paredes estaban
decoradas con motivos de pesca, pero olía a tabaco mezclado con
sopa de pescado. Entre el quebrar de los grisines se escuchaba el
sonido del televisor (con la propaganda del día de gozo) y la risa
de unos camioneros forzudos; ellos, mientras llegaba el surubí con
papas, valoraban si debían cruzar juntos.
—Sería mejor yo sola en un colectivo de
pasajeros —propuso Eugenia.
—Qué no, ¿para qué vinimos hasta acá? Juntos
y cuando empiece la ceremonia —afirmó el padre convencido—. No creo
que vos figures en las listas, hay que arriesgarse, con nosotros
estarás más segura.
El vino fue blanco y ella lo encontró
riquísimo, le abría el apetito con una ligereza dulce de mejillas
encendidas, ahora podía expulsar el aire punzante y veía todo de un
color mágico.
Lo voy a encontrar.
—No tomes más, que te vas a
emborrachar.
—Es como anestesia, mami...
—Qué anestesia ni anestesia —dijeron unos
ojos desesperados—, prometeme que no vas a beber —y Eugenia
juró.
El alcohol y el cansancio la entregaron a un
sueño plácido, pero el alba, al despuntar, cortó la dulce imagen de
los tres juntos en la plaza, ellos dos riendo mientras Gonzi miraba
asombrado a unos gorriones dar saltitos... Se refregó y volvió a
tomar conciencia, la boca amarga con gusto a nada, la sed de los
ausentes. Quería morir, pero se obligó.
Y cruzaron el puente sobre el río Paraná
para llegar a Corrientes. Todo estallaba en verdes vibrantes,
eléctricos, cinabrios, y la tierra se había vuelto roja, de un rojo
inglés con un puntito de amarillo de cadmio... Pinceladas
inconscientes, lentas, pinceladas indelebles en una frondosidad que
desbordaba estrepitosa un calor cargado de humedad; ya estaban en
Misiones, donde nubes de mariposas enloquecidas rodearon el auto,
todas blancas; más adelante, un cartel anunciaba que, por fin,
estaban en Iguazú, en la selva de las aguas grandes.
Llegaron antes de la hora y decidieron dar
una vuelta por el pueblo; era mediodía, muchos negocios habían
cerrado y se veían cartelitos que decían: Vuelvo a las cinco, después de la ceremonia; todo
desierto, la Argentina estaba paralizada por la gran euforia...
Eugenia entrecerraba los párpados para acostumbrarse a ese
resplandor blanco que remachaba tanta soledad.
Sin saber qué hacer, se fueron hasta el hito
de las tres fronteras (Argentina, Brasil y Paraguay), la unión de
los ríos Iguazú y Paraná; al otro lado de este límite, una selva
verde asfixiaba el horizonte. Eugenia, acorralada en un tiempo
laxo, rogaba:
—Crucemos ya.
—Todavía no —dijo el padre—, vamos a dar
antes una vuelta.
—Ya no doy más, quiero que se acabe todo.
Dará igual una hora que otra.
—Hay que hacerlo como lo planificamos.
—¿Y si no hay balsa? Tendrán
horarios...
—Llamé desde la estación de servicio, a las
tres hay una.
Cerca del puerto, se detuvieron a la sombra
de un ceibo coronado de flores rojas; la madre cebaba unos mates
sin hablar; en la radio, todo era una fiesta, mientras ellos se
sentían ciudadanos de otra galaxia.
Cuando llegó el momento, se escucharon las
palabras del dictador: «Es un día de júbilo para nuestro país, por
eso pido a Dios Nuestro Señor paz para todo el mundo», estiletes de
angustia que se clavaban en el corazón destrozado de Eugenia, que
exigió:
—¡Apagá a ese hijo de puta!
Avivados por el general, descendieron hacia
el puerto viejo, desde el que el río Iguazú se extendía enorme,
como el bramido que producía su corriente. El padre alertó:
—Tengo que dejarlo, todo el mundo lo
escucha, si no sospecharán. Pensá en otra cosa, que es solo un rato
y estarás a salvo.
En el puesto fronterizo también estaba la
policía militar, y, por supuesto, en la garita de la aduana había
un televisor encendido a todo volumen y una radio haciendo
coro.
Mientras trataba de evadirse, la luz del sol
le entrecerró los ojos y alcanzó a leer Gendarmería Nacional Argentina, «Centinela de la Patria
y de la Paz»... La emoción en la garganta y en el pecho otro
estilete.
Mostraron las cédulas. Su padre abrió el
baúl, y en tanto que un soldado lo reconocía, otro inspeccionaba
con habilidad los bajos del auto con un espejo; mientras lo hacía,
le sonrió de manera franca, y ella hizo lo propio.
Los dejaron esperando unos instantes
eternos, durante los cuales se dedicaron a dialogar entre ellos, no
se sabía de qué. El soldadito volvió a sonreír, les devolvieron los
documentos, el sonriente levantó la barrera y se desplazaron hacia
la gran explanada, para embarcar en la balsa que les transportaría
hasta Puerto Meira, en Brasil.
Había unos veinte coches y algunos peatones.
Se acomodaron en la fila, al lado de un camión cargado de bebidas.
Cuando ya estaban casi por partir, vieron acercarse a dos soldados
armados, distintos de los anteriores, que se dirigían hacia
ellos.
Un gélido hormigueo se adueñó del cuerpo de
Eugenia, su corazón latía desesperado... Entonces su mamá
dijo:
—Vos no digas nada, tranquila.
—Estoy harta.
—No enloquezcas, parece que traen algo en la
mano —dijo su papá.
Hasta respirar le dolía, ya se veía
engrosando la lista de detenidos... A sus padres no, no quería que
a ellos les pasara nada, «todo por mi culpa...». Los músculos
bailaban al son del terror, y la humedad de la frente indicaba: «Se
acabó, todo en vano, se acabó». Los ven detenerse en el auto de
adelante, hablan con el conductor, entregan lo que traen, se
retiran; uno de ellos vuelve la cabeza, por un instante parece
mirarlos, pero da la orden de zarpar.
Dentro del auto se oyó el resoplar de los
tres al mismo tiempo: ¡ufff!... ¡Pffff!... Y fuera, el rugir de las
hélices ante el gran caudal que columpiaba la balsa; remolinos de
agua límpida eran enlazados por corrientes oscuras y rojizas, y los
círculos concéntricos, mayores cada vez, se engullían unos a otros,
arremetiendo cual bestia furiosa contra la isla artificial,
rociando con infinidad de gotitas la siesta. La gente se bajaba de
los autos para disfrutar de la zozobra del recorrido. Ellos
hicieron lo mismo, necesitaban respirar ese aire húmedo,
necesitaban un nuevo impulso para continuar con la huida.
Muchos de los que cruzaban eran argentinos
con la radio a todo volumen; el del camión y otras familias
hablaban portugués, una nueva lengua que oía con los brazos
cruzados apoyada en la puerta trasera del auto. En su ola de
silencio veía alejarse la costa argentina, y junto a ella a Gonzi,
a Raúl, su lugar... y supo que el destierro era desasosiego, la
sonoridad del agua lo gritaba. Su madre, que advertía su mirada
perdida en el eco de un vacío monstruoso, la abrazó.
—Nosotros somos tu esencia, y adondequiera
que vayas, siempre estaremos en ti.
(1) Ave guardiana muy común en los campos
que, ante cualquier señal de alarma, emite gritos estridentes:
«teru teru».
(2) Sargento del poema gauchesco Martín Fierro, ayuda a este poniéndose de su lado:
«Cruz no consiente / que se cometa el delito / de matar así a un
valiente».
(3) Resistencia, capital de la provincia del
Chaco, Argentina.
Brasil,
1978
Tras rellenar los papeles de la aduana,
pasaron la frontera; en Foz de Iguazú bajaron resoplando ansiedad,
luego su padre extendió un mapa sobre el capó y se puso los
anteojos para señalar:
—Vamos para Gua-ra-pua-va, qué palabrita,
Guarapuava, lo dije, vamos a hacer noche allí.
—Puedo seguir sola, algún día tendré que
empezar a estar sola.
—Sí, pero hoy no —dijo la madre haciéndose
fuerte.
Siguieron por la ruta 277; un trayecto a
paso de tortuga detrás de una fila de camiones, la ventanilla baja,
el aire en la cara y una mirada geométrica hacia un futuro lleno de
incógnitas... Bandadas de cotorras cantaban la alegría de vivir a
una vegetación impresionante saturada de flores y mariposas
anaranjadas; por doquier se veían árboles altísimos, enredaderas
siguiéndolos sobre lianas laberínticas y unos monitos en el borde,
quietos, fláccidos en la humedad sin aire, y se respiraba un olor
verde diferente al de Argentina, a selva, a profundidad en un cielo
incoloro. Cerró los ojos: «¿Dónde estás, Gonzi? ¿Con quién?». Si se
dejaba llevar por lo que sentía debería pegar un grito y
abandonarse a morir.
Las emisoras patrias se iban perdiendo en
una llanura ondulada de pastizales salpicados de cebúes. Era el
estado de Paraná y, justo cuando la luna asomaba, entraron en
Guarapuava. Tras dejar el reducido equipaje en un sencillo hotel,
su papá eligió para cenar una pizzería con una decoración muy
alegre, en la que todo era de color rojo, incluidos los manteles a
cuadros en los que se combinaba con el blanco.
Sentados al lado de la ventana, evitaban
mirarse, pues la despedida flotaba en el aire. «Mejor no pensar
—recapacitó su padre—, voy a pedir pan de ajo, que no le gusta, así
protesta, así se enoja». Su hija no decía nada y había que
hablar.
—Ahora tenés que resignarte, para poder
volver a vivir.
—Resignarme sería cobardía. ¡Cómo voy a
aceptar que me hayan quitado a mi hijo!... No abandonaré
jamás.
—No, quise decir que cuando uno acepta las
cosas el camino es menos doloroso. Nosotros no abandonaremos, si no
es ese detective contrataremos a otro, quiero que estés segura
—afirmó con los ojos brillantes y casi inundados— y que te permitas
volver a vivir.
—Sos muy joven y estás tan cargada de
pasado, tenés que aprender a sacudírtelo... Yo no sé cómo se hace,
pero tenés que intentarlo poquito a poco. No quiero que te mueras
de pena. Jurámelo, jurame que lo harás —imploró la madre
apretándole las manos.
—Sí —prometió y, soltándose, apartó la
cortina para perder su mirada en la calle; tragó saliva para no
llorar, luego tomó un trago de cola.
—Pensá en Raúl, él querría lo mejor para
vos, y eso es que vuelvas a vivir, no quiere verte triste. Tenés
que ser fuerte y sobrevivir —insistió su papá.
—La tristeza es como la niebla; no, es peor,
es como una inmensa nube de tierra, no ves nada, se mete en los
poros y te asfixia.
—La gravedad puede con el polvo, las nubes
pasan —dijo su padre.
Por suerte, llegaron las pizzas, que les
ofrecieron otro tema de conversación, el grosor de la masa, «¡qué
asco el ajo!», «comé, que te hace falta»... La gente era muy
amable, el mozo los felicitó por el Mundial y preguntó silabeando
si habían venido al santuario. Y su padre, con grandes
gesticulaciones, dijo que no, que estaban de paso, y seguía
hablando con gestos como si el otro fuera sordo. A los postres les
ofreció un limoncello, que Eugenia no tomó, como había jurado... Si
no se habría tragado toda la botella para no saber que mañana sería
peor, que la esperaba un largo día: el primero de su vida sin
nadie.
Se despertó con un haz imponente que se
filtraba por un agujerito de la persiana. Había llegado la hora, la
hora de salir o entrar en el infierno, «¿y si no lo vuelvo a ver?».
La incógnita zumbaba en el silencio, un silencio que parecía
cerrarse a su alrededor, como un mecanismo que no volvería a
abrirse jamás, un mecanismo que la expulsaba y que la hizo huir
hacia la ducha. Con el agua fría sobre los párpados se desdoblaba
imaginándolos, y para no seguir ahogándose en ese vacío espinoso se
envolvió en la toalla; al salir, vio a su padre tenso, parado
frente a la ventana con las manos en los bolsillos. En esa honda
mudez, su mamá acomodaba con ternura algo en la pequeña valija.
Habían enflaquecido. El infortunio y la infelicidad también eran
carnívoros.
Se vistió con vaqueros y una remera negra,
sobre el cinturón de tela de nylon que contenía el dinero, doblado
muy pequeñito, y que, como comprobó frente al espejo, no se le
notaba. Después de calzarse unas zapatillas de deporte, permaneció
un rato sentada en la cama, repasando una a una sus cosas, hasta
que vio el paquete.
—Son dos libros —dijo la madre—, no lo abras
todavía... Quiero que me prometas que te cuidarás, que lucharás,
que harás todo lo posible para poder escapar de esto. Con la mano
sobre mi corazón, prometémelo.
—Lo juro. ¿Conforme? —dijo cerrando los
ojos, antes de mirar hacia el techo para no llorar—. Tengo que
sacar el boleto para Curitiba, el mozo de la pizzería dijo que no
había muchos colectivos.
La madre insistió en sus
recomendaciones.
—Sí, quedate tranquila, tengo veinticuatro
años ya.
—Y lavate los dientes —dijo el padre
sonriendo.
—¡Por Dios, papá! ¿Es que al dentista nunca
lo dejás en el consultorio?
—Lo que uno es, siempre va con uno. Vamos a
desayunar, vamos a pedir ananá, que acá está muy rico.
—¿Es que comiste muchas veces ananá de
Gua-ra-pua-va? —le preguntó estirando su boca en una sonrisa.
—Nunca. Pero hoy sí.
En el desayuno recordó que el ananá tenía
otro nombre abacaxi, y en otros lados
piña o pineapple, y era un antifaz para el estremecimiento
compartido, como el café muy negro y las mariposas muy blancas. En
la terminal de ómnibus el sol les obligaba a entrecerrar los ojos,
y unos gorriones saltaban a su alrededor y Gonzalo y un jardinero
negro que rasuraba el césped impregnando el aire y les sonreía
porque a cada instante se daban unos abrazos atornillados... y era
uno el sentimiento: no sabían si desear que el tiempo se detuviera
o que pasara rápido.
Durante el último, largo y envolvente
abrazo, su mamá repetía:
—Todo irá bien, lo encontraremos, intentá
olvidar, tenés que renacer...
—No llorés —pidió Eugenia.
—Lo intento. Todo se arreglará. Cada día que
pasa, es uno menos que te falta para volver a verlo... Acordate
siempre, siempre..., «es un día menos».
El padre las separó, para abrazarla en
silencio.
—El colectivo se va, tenés que subir —ordenó
con voz entrecortada.
Apenas acomodó la pequeña valija marrón en
el portaequipaje, abrió la ventanilla y extendió el brazo buscando
el de su madre. No podía dejar de mirarlos, el camino se cerraba y
su memoria volvía a archivar imágenes; se sentía como una muñeca
desmembrada y era otra la frontera.
Como a su lado no viajaba nadie, aprovechó
para acomodarse en todo el asiento, se puso los anteojos de sol,
bajó los párpados y, como en un caleidoscopio, vio cómo se
superponían las últimas veces de todos.
Trató de evadirse mirando el camino,
seiscientos kilómetros faltaban para llegar a Curitiba. Los
chóferes eran dos: uno gordito, el de mayor edad, era el que
manejaba, y el otro, un joven negro y flaco como un cordón zapatos,
rellenaba unos papeles. Oían la radio local. Como su asiento era el
primero, aguzaba el oído y llegaba a entender algunas cosas. A
mitad del trayecto el conductor gritó: «Dez minutos. Parada
obligatoria». Bajaron todos, la mayoría se iba al bar.
Mientras el chofer más joven dejaba unos
paquetes, el otro, con cara de felicidad, hablaba con los
pasajeros. Eugenia aprovechó para estirar las piernas; empezaba a
cambiar el clima, se notaba más fresco. Se sentía observada y
extraña. Antes de subir, el conductor gordo la miró y le preguntó:
«¿De dónde vem? Pode ver que vôce não es de aquí», dijo muy
perspicaz, dejando ver sus dientes pequeños y desgastados de tanto
comer.
Reanudaron el viaje y el señor se ubicó en
el asiento paralelo, al otro lado del pasillo, para continuar con
la conversación. Naturalmente, le hizo las mismas preguntas que
siempre hacía: si era la primera vez que iba, si tenía parientes. A
lo que Eugenia contestó con un «fale divagando».
Entonces sonrió y volvió a decir todo más
despacio, y ella:
—¡Qué raro! Hace fresco.
—Es que vamos hacia un altiplano, aquí hace
más frío que en otras partes de Brasil, ya verá la Serra do Mar. En
algunas partes del centro de la ciudad se ve.
—¿Está cerca de la playa?
—No, a setenta kilómetros. Si quiere playa,
tendrá que ir a la costa atlántica, a la isla do Mel —quería
hacerse entender, quería ser agradable, sabía que esa chica lo
necesitaba... Había visto sus ojos al subir y ahora con las luces
de los camiones que venían de frente refulgían vidriosos, como los
de un animalito herido.
Llegaron a las nueve de la noche; la
terminal era un caos: vendedores de comida, de jugos, de loterías,
gente cargada de valijas, niños pidiendo y transportistas voceando
sus servicios. Vio acercarse al chofer gordo —le inspiraba
desconfianza, lo tenía demasiado cerca, olía su aliento, veía sus
dientes corroídos—, que con el dedo índice levantado y de manera
pausada le advirtió:
—Suba laranja taxis legal —y señalaba al
final una agencia de información—, el centro de la ciudad está en
la calle 15 de Noviembre. ¡Sorte! ¡Tem suerte!
«Gracias», silabeó sorprendida, se puso la
campera y se dirigió a la oficina. Al llegar la chica estaba
cerrando, pero le dio el nombre de un hotel en el centro, y un
mapa, y subió a un taxi color naranja.
El trayecto le resultó larguísimo, aumentado
por el intenso tráfico y la ansiedad de estar en un lugar extraño.
Rogaba que hubiese lugar en el hotel; la muchacha le había dicho
que sí, que un chico de ahí era argentino, concretamente el
conserje, que era tucumano. Sintiéndose a salvo, se instaló en el
tercer piso, en una la habitación minúscula que daba a la calle.
Guardó el dinero en la caja fuerte, que tenía una llave
decimonónica que no le inspiraba seguridad. Entreabrió la cortina,
hacia abajo: figuras y más figuras, caras sin ton ni son en un
mundo que no era su mundo, «sin mi bebé no, no», la presión de la
vida le generaba tanto miedo que se sentía como una funambulista
principiante... Abrió la valija para hundir la cara en el aroma de
cada una de las prendas, las lágrimas caían... No podía estar
muerto, lo sentía vivo y lo encontraría.
Rompió el paquete y aparecieron dos libros
de poesía, acompañados de una nota: Cuando te
sientas sola, intentá leer, no te quedes
encerrada. La pena que te asfixia empezará a resquebrajarse... Dejá
que por esa grieta entre la vida. Las piedras no caminan, pero las
personas sí; me equivoqué, también hay movimientos de tierra y
corrientes marinas y canto rodado... Volverás a abrazarlo.
LoprometoTequeremos. «Si escribimos todo junto parece un
abrazo», decía su mamá cuando de niños jugaban a las
letras...
Intentando huir, encendió la televisión: un
canal de informativos, fútbol, estampas de Portugal y una
telenovela; apagó la luz y se dispuso a verla. La protagonista, con
un vestido salmón, cerraba una puerta llorando, Eugenia no la
entendía, pero también lloraba. Y un corte y continuamos con
Dancin’ days... Un giro otro giro y
siempre un muro de incertidumbres.
Al despertar, la tele seguía encendida. Ya
eran las nueve e iba a perderse el café, con lo caro que le salía.
Se vio los párpados hinchados, le daba vergüenza... «¡A la mierda
con todo, si no conozco a nadie!»
Después de desayunar volvió a la habitación
para lavarse los dientes. Había que salir y agarró por la rúa
peatonal; edificios coloniales, casonas pintadas con diversos
tonos: rosa pálido, geranio, amarillo patito, añil y verdes aguados
servían de escenografía a la vida que se desarrollaba de manera
frenética, todos caminaban rápido, como si se hubiesen quedado
dormidos; otros, enfrascados como ella, parecían habitar otro
mundo. No se veían muchos niños, algunos vendiendo pasteles o
ayudando a sus madres a pedir limosna.
Observó que, aquí, los brasileros eran
rubios y de ojos claros. No se contagiaba de su ritmo, iba despacio
y sin rumbo, perdiéndose por callejuelas laterales, se detenía a
mirar vidrieras que no veía, entró en una iglesia sin saber por qué
y se quedó sentada en una plaza llena de flores amarillas; se
parecían a los lapachos de Flores, pero la flor era de otro
color.
En una cafetería, se ubicó al lado de la
ventana, la música incitaba a recordar, O que
será, que será?... «Todo es pretérito... No, Gonzi no, él es
el porvenir...» Tenía que acostumbrarse a su nuevo estado: viuda,
madre de un bebé desaparecido y exiliada, eso era vivir sola, comer
sola, dormir sola... Presa de una amarga melancolía, decidió partir
hacia el norte. Pagó una Coca-Cola intacta y salió rumbo a la
estación terminal de ómnibus.
Antes del amanecer del día siguiente, ya
estaba en la rodoviária lista para subir a otro ómnibus de vistosos
colores, la mitad posterior verde y la de adelante con las franjas
del arco iris y, sobre ellas, escrito en letras negras y grandes el
curitibano, rumbo a San Pablo.
El colectivo iba completo, y a ella le tocó
en suerte el asiento 18. A su lado se sentó una señora negra de
unos treinta y tantos, embutida en una camiseta verde limón, muy
pintarrajeada: ojos delineados en celeste, labios rojos, uñas
rojas... Los cabellos, como virulana y teñidos de rubio dorado,
exaltaban el color de una piel tan oscura que viraba al azul;
llevaba algunos collares y muchas pulseras de colores en ambos
brazos. Eugenia dejó que la cabeza reposara en la ventanilla y,
abrazada a sí misma, se cubrió con la campera y cerró los ojos
aspirando el aroma avainillado de su vecina, no obstante sin
quedarse dormida en ningún momento: tenía que cuidar el dinero que
lleva en la cintura.
Al rato, su compañera, con una sonrisa
blanquísima, dijo que se llamaba Florinda, que era bahiana, que
había estado en Curitiba para conocer a una nueva sobrina y que
trabajaba en San Pablo. Despedía vitalidad, gesticulaba y el ruido
de sus pulseras era la música de fondo para sus rápidas palabras, a
las cuales Eugenia respondía: «¡Fale divagando!».
Empezaron a silabear y el viaje se hizo
ameno; las acompañaron Jorge Amado con doña Flor, la feijoada y las
calles del Pelourinho, que Eugenia también había transitado en su
luna de miel. Como Florinda era muy preguntona, ella mintió:
—Sí, mi marido está en Río.
—Você tem saudade.
—Cuando lo vea se me pasará —dijo Eugenia
con una sonrisa.
—La tristeza no sirve nada más que para
ennegrecer el corazón, hay que matarla a palos antes de dejarse
abatir. Imagínese si mi corazón se volviera más negro —dijo con una
sonora carcajada—. No podría vivir. Yo cubro..., tapo un amor con
otro, es lo mejor.
—¿Muchos amores?
—Un marido, y amantes cinco o seis o diez...
é que eu já perdi a conta —dijo con tono burlón, y moviendo los
dedos agregó—: La cuenta, se dice cuenta. También amé a un
argentino.
—Has querido muchísimo —dijo Eugenia
extrañada.
—Es verdad, yo he querido mucho más, las
mujeres siempre amamos más, es natural. El último todavía no sé
dónde anda, le gustaban mucho las fiestas...
—¿Como Vadinho?
—Sí, igual, pero yo ya tengo otro en vista,
es que no me puedo poner más negra... —y soltó otra carcajada
despampanante como su cuerpo.
—Hacés muy bien, ¡qué bonitas las
pulseras!
—Las fabrico yo, es mi trabajo, están hechas
con elementos naturales, como bambú, tucumá, urucuri, cortezas de
árboles y fibras de la Amazonia, también con escamas de grandes
peces. Eu produz pulseiras, aneis, colares e adornos diversos
hechos de sementes —dijo aceleradamente y con entusiasmo.
—Eres una artista, son muy lindas. ¡Fale
divagando!
Florinda, ya más despacito, agregó:
—No son simples pulseras, tienen un
significado; esta roja de semillas es la de los deseos, debe ser
usada siempre, en todos los momentos, y cuando se rompe lo pedido
se cumple.
—Es mágica; se romperá rápido, ¿no? Si son
semillas...
Y ahí la mujer empezó a explicar que estaban
sujetas a una cadena, que los eslabones no los hacía todos iguales,
algunos eran más débiles para que se rompiesen, de modo que juntaba
todos fuertes y uno frágil. O los juntaba de manera aleatoria, así
duraban distinto, mucho o poco según la suerte. A las semillas les
hacía un laqueado para que pudieran resistir el tiempo de la magia
sin despintarse; que la gente soñara, de eso se trataba, de
soñar.
Interrumpió la explicación un grito del
chofer: «¡Ponto obrigatório!». Bajaron todos, porque el ómnibus se
cerraba; caían unas gotas enormes como cerezas, olía a tierra
mojada y el bar estaba atestado de gente de otros autobuses; ellas
fueron directo a la cola del baño. Después comieron un sándwich
naturais acompañado de un café con leche, sentadas una frente a
otra en una mesa del fondo que, minutos antes, Florinda le había
robado a dos negros con una sonrisa llena de picardía
erótica.
Cuando Eugenia le contó que era pintora, la
brasilera dijo que estaban hermanadas artísticamente, que era una
pena que no se quedara unos días en San Pablo para visitar el museo
de arte, en la avenida Paulista, donde se encontraban varios de los
grandes. Entusiasmada, le anotó su teléfono en una servilleta,
mientras le contaba que se bajaría antes, ya que vivía en Embu das
Artes, pueblo que, como indicaba su nombre, estaba poblado por
bohemios.
—Tendrías que venir un día... ¿Quieres un
cigarrillo? ¿No fumas? ¡Tampoco fumas, mira que eres neutra!
—¿Neutra? —preguntó Eugenia.
—Sí, indeterminada, indefinida, los colores
que llevas son neutros... Bueno, no te quedan mal, pero con otros
estarías mejor, te hacen triste, muy triste, pero linda —se oyeron
unos truenos y enseguida dijo con manos implorantes y bajando la
cabeza—: ¡Disculpa! No me hagas caso; se va a largar a llover,
vámonos que se aproxima el ómnibus.
La palabra neutra
había golpeado la puerta de su alma y la había abierto, quería su
brío, quería airear tanta amargura... y lo logró escuchándola
hablar, hablar y hablar de cómo confeccionaba sus joyas, de sus
planes de comercialización:
—Hoy poca gente las usa, pero en el futuro
se pelearán por llevar mis biojoyas.
El viaje se hizo corto y, cuando se acercaba
a su destino, Florinda bajó su bolso del portaequipajes, lo abrió y
dijo:
—Elige una de las rojas. Así, si se cumple,
te liberarás de esa sombra que acecha en tu mirada. Pide lo que más
desees con todas tus fuerzas.
Eugenia dudó, y al mirarla vio que le hacía
un ademán con la cabeza como diciendo: «¡Vamos! Elige...». Las
cotejó vacilante y agarró la más roja entre las rojas, la apretó en
su mano y cerró los ojos implorando al cielo encontrar a
Gonzalo.
—Va en la izquierda, la del corazón —aclaró
Florinda al abrocharla—. No te la puedes quitar; cuando se rompa,
lo que pediste se cumplirá. Ni para bañarte, nunca te la
quites.
—Gracias, te la quiero pagar, es tu
trabajo.
—Si la pagas no se cumple.
—Obrigado. ¿Y cuánto tardan en
romperse?
—Tú la has elegido, yo no lo sé... Magia, es
magia, el sortilegio hará que se cumpla. Se cumplirá —sentenció a
la vez que metía todo en su bolso—. Eugenia, llámame alguna vez, me
gustaría saber de ti —y le vociferó al chofer—: ¡Ponto Embu das
Artes! —y, a medida que se desplazaba por el pasillo, se dio vuelta
gritando—: ¡Não, não tira-lo... Não satisfeito!
Y sí, Eugenia entendió, «¡no te la quites
que no se cumple!». La magia la había empezado a colonizar, tocaba
las semillas rojas con un «ojalá se rompa pronto». Estaba limpiando
el vaho de la ventanilla con esa mano cuando apareció ante sus ojos
la vastedad de Sao Pablo, una jungla de edificios cuadrangulares,
rascacielos casi idénticos y las suburbanas favelas; el tráfico
infernal dilataba el recorrido y la publicidad le decía que ya
estaban entrando en la estación. Al bajar, gente y más gente; entre
sonidos babelianos intentó sacar el pasaje para Río, pero no había
billetes hasta el día siguiente.
Deambula y, sin alternativas, se aloja en un
hotel cercano a la estación. Una vez instalada, decide ir al museo
siguiendo las indicaciones farragosas de un viejo conserje al que
no le entendió nada, tan solo que debía ir en subte, y en el plano
marcó con un círculo la avenida Paulista a la altura del
1500.
En el vagón se sentía extraña. Había muchos
policías, pues estaban en otra dictadura, y le parecía que todos la
miraban, ¿sería por lo neutra? Se sentía en otra dimensión, veía la
vida desde afuera, con los ojos de la primera vez..., de la primera
vez que vivía sin ellos. Frente al edificio colorado del museo,
miró el reloj: quedaban dos horas hasta el cierre. Empezaría por
los grandes: Van Gogh, Renoir, Magritte y el Greco. Se quedó
extasiada ante la Oración de San
Francisco... Era la mirada del santo lo que la sacudía, le
helaba el corazón como un eco, como un espejo... ¿de qué? Era el
albur de la creación en esos ojos, la esperanza estaba ahí, y en su
muñeca, y se enroscaba en su alma como la hiedra del cuadro y
tiraba de ella hacia la superficie de la vida.
Al salir estaba oscureciendo. Temerosa,
compró algo para comer y regresó al hotel. Una vez allí, mientras
se sacaba el reloj, tocó la pulsera de Florinda, «¿cuántas duchas
resistirá el talismán?».
Luego, enciende la tele, con la esperanza de
oír a alguien que pueble los laberintos infinitos que dejan los
ausentes... Saca las fotos, y una metástasis de recuerdos le carga
el pecho de un sordo y porfiado dolor; las guarda, no quiere
regodearse en esa tristeza sin fin que la envenena hasta reventar.
Desenvuelve la comida, unos bollos de color marrón oscuro con
semillas de sésamo, de apariencia árabe; es carne picada, es rico,
pero estar trasplantada a otro país es explorar tristemente otros
aromas, otros sabores, otros paisajes, y la soledad atraganta...
Aparece la telenovela Dancin’ Days, que
supone un bálsamo que le ayuda a comprender el idioma; sentada como
un hindú en el medio de la cama, va repitiendo algunas palabras y
otras que no entiende las apunta para buscar algo parecido en el
diccionario. Después, vuelve a enfrentarse con los recuerdos, ahora
tendida en posición fetal con un porqué punzando bajo los
párpados... El tormento incita lágrimas, escucha sus voces: «no te
des por vencida...»
Iba en un asiento de la primera fila; a su
lado, apoyado en la ventanilla, un monstruo la deleitaba con su
cadencia de ronquidos. Seguía la carretera mirando fijamente las
líneas, a veces blancas, a veces amarillas, junto a las que se
alternaban los paisajes selváticos entre las montañas de la Serra
do Mar, a la izquierda, y a la derecha algunas aldeas de
pescadores. Intentaba leer, pero no podía; un niño que había subido
en un pueblo repetía entre sollozos: «Eu quero a mi pai», y no
dejaba de remachar mientras su abuela le explicaba algo que Eugenia
no entendía, y el llanto y el “Eu” la horadaban: «Gonzi
también...». Acarició la pulsera y rogó.
A través del parabrisas ya florecía la
ciudad maravillosa, con sus favelas imponiéndose al paisaje desde
las verdes montañas; los rascacielos, como espejos, le devolvían
sus vivencias con Raúl y la luna de miel empezó a hilvanarse, una
puntada tras otra..., toda la sensibilidad en una única piel de
gallina que había que zurcir... De golpe, el olor a vida, el aroma
a café, a ananás, a mango, a vainilla, a especias, todo olía
ferozmente distinto. En ese aire saturado de algarabía consultó su
reloj: marcaba la una de la tarde. ¿Y ahora qué?
Se dirigió a la parada de taxis. «A
Copacabana», le dijo al chofer. Y una vez allí empezó a deambular
por las calles laterales de la avenida Atlántica, en busca del
hotel apropiado. Pudo alojarse en uno a tres cuadras de la playa;
guardó en la caja fuerte el dinero y se colgó la llave al cuello
con una cinta del pelo. Estaba en un quinto piso, en una pieza que
daba a la calle, pero la decoración resultaba claustrofóbica —todo
en marrón, celeste y naranja— y el precio prohibitivo.
Después de bañarse, se puso el mismo vaquero
y una camiseta blanca —otra vez lo neutro— y se dejó el pelo suelto
para que se secara. El sol golpeaba fuerte para ser invierno, y
mientras caminaba por la avenida Nuestra Señora de Copacabana iba
reconociendo el restaurante donde habían comido linguiça calabresa,
las casas de cambio, los helados de chocolate y morango, los bares
de jugos de frutas a pie de calle; se sentó en la barra de uno de
ellos y pidió un jugo de abacaxi, como entonces.
Un hervidero de gente, lugareños corriendo,
turistas bronceados matando el tiempo y ella que no sabía si matar
o morir... Dejó el dinero en el platito, se puso los anteojos de
sol y siguió por la avenida de la playa pisando los adoquines
blancos y negros que imitaban el movimiento de las olas. Todo lo
habían visto juntos; mirara donde mirase, el mundo seguía
existiendo y ellos no estaban... El mar era más oscuro, el sol
sangrante empezaba a decaer, dejando que su luz flotara sobre el
agua como el caminito bello y perverso de Alfonsina... Los pies se
hundían, un paso tras otro, y los lengüetazos de agua salaban el
bajo de los jeans, los dientes apretados justo al límite...
¿Valiente o cobarde? Imaginó el rostro de su madre: «No hay
ensueños ni sirenitas no, no te dejes...», y otro escalón y era la
única sin traje de baño; caminó hasta el final de Copacabana, en la
vereda del Arpoador se sacudió la arena, se calzó y volvió por el
paseo marítimo.
Una brisa sosegada acariciaba su pelo.
Caminaba sorteando turistas que al son de una samba tomaban agua de
coco, esquivando vendedores de artesanías y pareos, hasta que se
metió en una oficina de turismo: «Eu preciso de una pensão». Con
las direcciones y el plano marcado en verde que le dieron se sentó
en un banco.
Veía a los niños jugar, a las mamás
charlando como en todas las plazas; enfrente, un señor con traje y
portafolios que se sacaba el zapato y escondía un fajo de dinero en
la parte posterior del calcetín, para luego colocarse una liga,
volver a calzarse y salir caminando lo más campante. «Parece que
roban —se dijo—, bueno, no más que allá, que roban personas...». Se
encendían las luces, la luna ya estaba ahí. Regresó al hotel.
En el baño, frente a un gran espejo, estiró
la boca llena de espuma ensayando sonrisas y se acordó de lo que
decía Raúl: «¡¡Qué obsesión con los dientes, suerte que tu papá no
es proctólogo!!». Se rió, por primera vez lo recordó sin dolor, le
parecía que seguía vivo.
Llamó al cura de Leme y este le dijo que no,
que el padre José no se había comunicado con él y que no tenía ni
idea, que quizá la próxima semana, que se pasara por la
iglesia.
Las imágenes golpeaban en su cabeza como las
olas contra un barco encallado, siempre la última, la de la
despedida, que hacía que se sintiera culpable («Si no los hubiera
dejado...»), culpable por estar viva y no poder hacer nada por
Gonzi... el «hubiera» no existe, las piedras
también caminan...
Con pasos largos fue recorriendo todas las
pensiones recomendadas y se decidió por una en pleno Copacabana, a
una cuadra de la playa, en el primer piso de un edificio de diez.
Su dueña, una sesentona rubia de pasado prestigioso —eso veía
Eugenia reflejado en su cara, en sus manos, y su nombre, Regina,
parecía atestiguarlo—, decía sonriendo que era viuda, que no tenía
hijos, que alquilaba habitaciones de su gran casa para sentirse
acompañada y solventar gastos:
—Somos todas chicas, algunas estudian y
otras trabajan, puedes usar la cocina para el desayuno y algún
tentempié y siempre el mes por adelantado; si compartes habitación,
es menos.
—No, no, sola —contestó Eugenia.
Esa misma mañana depositó el dinero en un
banco cercano y llamó a Buenos Aires, a la tía Amelia.
—Deciles a todos que los quiero y que estoy
bien.
—No sé nada, nena... —dijo la mujer —y
Eugenia echó a caminar sin rumbo cegada por el ayer, con la piel
llena de silencios, asfixiada por un vestido que la humedad y el
calor pegaban a su cuerpo y que ella separaba nerviosa.
En Ipanema encontró un mercado. Deambuló
entre los puestos reconociendo las frutas tropicales, los pescados,
hasta las coles eran distintas, y en un puesto incluso vendían
papagayos rojos.
Cedió a la pesadumbre y se sentó al borde de
la playa. Allí estuvo observando a unas garotas felices a la caza
de un turista solitario, a los vendedores de sándwiches naturais,
las gaviotas que con su chillar parecían decir chau... Unos
negritos enloquecidos aporreaban los minutos en un bongó, la
cultura era otra y el mar olía a algas, a lejanía, eu quero a mi mai... «Ya no sabrá quién soy, es tan
pequeño... ¿Y si estuviese muerto? No, no..., ¿a quién llamará
mamá?» Sus padres, su nona..., tenía que salir adelante por ellos.
Miró la pulsera, acarició las semillas con la yema de los dedos y
se quitó el reloj. No quería saber las horas.
Transitaba los días aguzando el oído,
ensayaba sonrisas, quería integrarse, recorría los museos... Subió
al Corcovado y a los pies del Cristo pidió por su hijo. En la
desventura creaba su propio Dios, imploraba aunque no creyese; al
fin y al cabo, era cristiana, había sido bautizada y se había
casado por la Iglesia, todo por sus padres, igual eso no le
afectaba, pero hoy volvía a declararse culpable por no creer, «pero
si hasta los dictadores tienen un Dios...,» y ahí estaba José, y
dudaba, y de repente otro vaivén; su fe era pendular, como la de
todos los desgraciados.
Por la noche se reunía con las compañeras de
la pensión —en total eran diez si contamos a la señora Regina—,
entabló amistad con una chica negra de piel clara, una chica
marrón, como ella misma se definía. Doris hablaba muy rápido,
comiéndose el aire con una boca poderosa de dientes grandes y
sonrisa fácil; enganchada en su espiral verborrágica, en unos
segundos supo que trabajaba de cajera en un gran supermercado a
cuatro cuadras de la casa, que estudiaba podología y que era
fanática del Carnaval e integrante de una escola de samba. También,
que la pulsera era efectiva, que los deseos se cumplían, que ella
había tenido una. Congeniaron y lo que más le gustaba era que
hablaba mucho pero no preguntaba nada, nunca. Cuando a Eugenia le
llegó el turno de contar, solo le dijo que tenía una beca de bellas
artes, muy exigua, y que necesitaba trabajar.
Fue a visitar al padre Antonio y no se
sorprendió; era un señor cuarentón, calvo, gordo, con unos ojos
grandes muy alegres. La iglesia, al contrario que él, no tenía
rotundidad, era paupérrima y de estilo colonial portugués. Por no
tener, no tenía ni imágenes, solo un Cristo en la cruz y la Virgen
María en una pequeña hornacina. Su interior estaba todo pintado de
blanco, con algunas partes en celeste y añil.
El cura le dijo que habían localizado el
paso del niño por un convento y que seguían su rastro con el
detective.
—El padre José no se olvida de lo que
prometió y pide que tengas fe —finalizó.
—¡Está vivo! —exclamó Eugenia entre
lágrimas, y fueron nuevas la mirada y la sonrisa.
Salió de la iglesia acompañada por el cura,
que, a su paso, le iba presentando a algunos fieles y a sus amigos
lugareños. Anduvieron por un mercadillo, por unas calles empedradas
muy estrechas y bulliciosas en las que un rayito de sol era la
única luz, un laberinto con miles de puestos donde vendían de todo,
¡hasta maquillaje para muertos! Os melhores
produtos da funeraria decorativa, anunciaba el cartel amarillo
con letras negras. Todos conocían al párroco y lo saludaban con
alegría y respeto.
Tras despedirse, caminó sin importarle las
distancias por un mundo que tenía los colores del arco iris y en el
que la voz de Raúl susurraba «lo encontrarás»; lo veía sonriendo en
una nube, cerró los ojos y se abrazó a sí misma porque así también
los abrazaba. Llegada a la punta de Leme, se sentó en un banco a
mirar el mar; a las seis de la tarde de un miércoles sofocante,
oteaba el horizonte mientras rogaba para que no hicieran daño a su
hijo.
Hacía ya un mes que se encontraba en Río,
dos meses largos sin Gonzalo, un lapso tan extenso que no quería
contar los días, ni las horas... Mientras entretejía un porvenir
esperanzador, vio que en la playa se estaba desarrollando una
sesión fotográfica; aunque habían aislado el sitio, igual los
curiosos se amontonaban y ella decidió aumentar el número. Los
colaboradores, ayudados de paneles plateados, hacían reflejar la
luz sobre las modelos, que, como reinas del universo, se afanaban
por estar preciosas. En la arena un montón de rosas amarillas
arrastradas por las olas rozaban los pies de las chicas vestidas de
fiesta. «El color de las flores no es el adecuado —se dijo—,
deberían ser blancas, aunque depende del mensaje, porque querrán
transmitir algo, imagino, o solo que las chicas están en su punto
óptimo de consumición; si es así, mejor serían unos espárragos...».
En ese mismo instante, captó que una mirada la repasaba, de arriba
abajo, de abajo arriba, el tipo no era un diplomático precisamente.
Fue cuando decidió regresar que el individuo —un muchacho con cara
de soñador, alto, delgado, con una cámara en la mano— la
abordó:
—Deixe-me tirar una foto sua, eu gosto de
sua aparência, você é perfecto.
—¿Qué? —preguntó frunciendo la nariz, y de
inmediato—: No. No quiero.
—¿Eres argentina?
—No quiero fotos —ordenó en voz alta,
mientras emprendía el camino para la pensión.
—Te doy mi tarjeta, piénsatelo y llámame
—dijo interponiéndose en su camino. Ella adoptó una actitud fría y
en un microsegundo se apartó. Él, un paso por detrás, continuaba—:
Oye, no quiero molestarte, ¿nunca te dijeron que eres brutalmente
atractiva? ¿No te avergüenza ser perfecta? Hey..., por lo menos
dime adiós. ¡Hey! No te pongas así, dime adiós —pero ella continuó
su camino ignorándolo.
Por la noche, cuando les contó a las chicas
la anécdota, Regina le dijo de manera pausada, delimitando bien las
sílabas para que Eugenia no perdiera el sentido de la frase:
—Por fin tus ojos tienen luz, y me alegro.
¿Era el que hacía las fotos?
—No sé, eran varios.
—Tendrías que haberte quedado con la
tarjeta, por lo menos sabríamos quién es —dijo Doris, y sin pausa
agregó—: Sobre el trabajo que habíamos hablado, hay una vacante de
reponedor de existencias de siete a tres de la tarde, si te
interesa puedes ir a hablar.
—¿Qué? —preguntó Eugenia, e imploró—: Fale
divagando.
—El trabajo —repitió Doris abriendo sus
manos con asombro—. Bueno, no es seguro, depende de lo que diga el
encargado. Como es un negro muy malo, si te contrata te pedirá un
tanto por ciento, tú dile que sí, y después, una vez dentro, todo
será más fácil. Te pasas mañana a las diez y te lo presento. El
sueldo no es gran cosa.
—No importa. ¡Obrigado!
—Pedimos una pizza y vemos Dancin’ Days, que estoy enganchada, luego me pongo
a estudiar —propuso Doris, y haciendo un círculo con los brazos
aclaró—: Una gigante, que somos cinco y me muero de hambre.
—Es una pavada que seduce —expresó Eugenia
mientras recolectaba el dinero.
—¿Quién, el muchacho? Deberías haber hablado
con él, a lo mejor has perdido la gran oportunidad de tu vida —dijo
otra de las chicas.
—Pero si era un bluf, es solo una forma que
utilizaba para acercarse a las garotas.
—¿Y era lindo o feo, blanco o negro?
—preguntó Doris sin respirar.
—Blanco..., no sé, no me fijé. Encendamos el
televisor, que va a empezar la novela.
Eugenia comenzó a trabajar en el
supermercado acomodando las estanterías. El jefe de personal era
ancho y alto como una puerta, con cara de bulldog rabioso, y tenía
que darle el veinte por ciento del sueldo, ya que le permitía estar
allí siendo extranjera y blanca: «Este es un trabajo para negros,
los carros desde el almacén no se traen solos, hay que tener
fuerza», le ladró con una mirada ninguneante.
Ella, silenciosa en su guardapolvo gris,
pasaba las horas limpiando estantes, reponiendo existencias,
controlando precios. Azúcar, champús y jabones, legumbres, muchos
frijoles negros para hacer feijoada, aceite de dendê, cocos,
caramelos, torres de latas de conservas... A veces, reponía tantas
cosas que imaginaba a la gente como hormigas obreras. Las acomodaba
con gusto, pues mientras más compraran más trabajo tendría, y
mantenerse ocupada le ayudaba a relegar por algunas horas las
ausencias; trabajaba con tesón, hacía horas extras, quería cansarse
mucho para olvidar.
El almacén era inmenso, igual que el
supermercado, que cerraba a las doce de la noche. Sus compañeros de
turno, todos reponedores, eran cuatro hombres jóvenes y una mujer
de mediana edad, muy agradables; la llamaban la Argentina. Dos eran
músicos, y todos fanáticos del fútbol; como se esforzaban para
entenderla, fue aprendiendo el idioma de la calle. Poco a poco fue
asimilando el humor de los cariocas, hasta que volvió a
sonreír.
Retomó el dibujo y comenzó a hacer retratos
a pastel bajo pedido, Regina, Doris y más seguían en la cola, eran
gratis... Por las noches leía Rayuela;
sin embargo, las anotaciones de Raúl la distanciaban de la página,
era entonces cuando las vivencias acudían en tropel, algunas
certificadas por fotos, mientras olía sus ropas... Ese era el
ritual, regocijarse en ellos, ahondar y dejarse abatir por un dolor
sin lágrimas.
Cuando por televisión daban alguna noticia
de Argentina, trataba siempre de disimular la angustia, pero a
veces le dolía tanto que se quedaba sin voz. Las compañeras, que
veían esos ojos llamear, se levantaban a cambiar de canal y decían
tonterías sin preguntar nada.
Un jueves a la salida del trabajo, fue a un
locutorio y pidió una comunicación al teléfono de la tía Amelia,
esta le informó con voz entrecortada: «Las cosas van mal... No sé,
nena, tu mamá..., nena, tu mamá murió la semana pasada, un
síncope... Había estado en Buenos Aires, viendo a Voltri, y al
regresar al pueblo, se acostó a dormir y ya no se despertó. Andaba
muy triste. La enterraron el viernes pasado».
La recordó desesperada al pie del autobús,
su abrazo cálido... Pensó en su padre y en las desgracias que se
sucedían como las cuentas de un rosario... y otra vez empezó a
morir. Se declaró culpable de tantas cosas..., de todo, de no haber
llamado antes cuando aún vivía: «Por mi culpa se murió de
tristeza». Tenía ganas de gritar: «¿Por qué no llamé, por qué no
llamé?», se lo reprochó mil veces y las lágrimas caían en torrente
mientras recordaba sus palabras: «Lamentarnos no sirve, el
“hubiera” no existe».
Al día siguiente, después de trabajar, fue a
ver al cura de Leme; necesitaba saber si el padre José había
hablado con su madre. Antonio la consolaba: «Los caminos de Dios
son inescrutables, tienes que seguir aunque duela, piensa en ellos,
piensa en tu hijo».
Y otra vez a los tumbos y a revolcarse en un
dolor cenagoso, sin ganas de nada, solo el trabajo como enlace con
la vida. Como Doris lo sabía, y los compañeros también, intentaban
protegerla y hacerle la vida más alegre. Uno de ellos, el simpático
João, le llevó una foto de su niño para que se lo pintara.
Lo hizo en pastel y se lo regaló para su
cumpleaños, y él los invitó a todos a una feijoada en su casa,
situada en las favelas. Doris le contestó que no, que ella no iba,
que tenía que estudiar, y a solas le dijo a Eugenia:
—Tú no vayas, no tienes idea de cómo se vive
allí.
—¿Y ahora qué le digo? Tengo que ir, ya le
dije que sí. Además, João me ayuda siempre con los carros del
almacén, ¡por favor, acompáñame!, vamos y venimos
enseguida...
—Dile que no puedes, cualquier cosa, pero yo
no voy a subir —sentenció Doris.
—Imposible, es casi un amigo, no lo voy a
despreciar. Pero si tú vas a la misma escola, ¿no eras compañera
suya de samba?
—A Piqueiros van muchos del súper, pero
¿amigos? Dile que esperas una comunicación de tu casa.
—Que no, que no le miento... —y con los
músculos en tensión le dijo a João que no podía ir; este la miró
receloso.
—En las favelas hay distintas zonas... A la
salida te vienes en la moto conmigo, pruebas la feijoada y luego te
traigo.
—No sé...
—Argentina, yo te consideraba mi
amiga.
A las tres, subían por la colina con una
moto destartalada rezongando por el escape, mientras ella pensaba
que Doris también huía..., no sabía de qué, pero sí sabía que a la
favela no quería volver, había leído el terror en sus ojos.
El barrio era mejor de lo que se había
imaginado: un verde paradisiaco enmarcaba las calles de tierra, las
gallinas jugaban con los perros y los niños, los pollitos andaban
sueltos en la entrada de las casas, algunas de chapa y madera,
otras de ladrillo; para llegar a la casita, había que subir una
escalera empinada llena de vecinos que asomaban la cabeza al oír
los pasos, saludaban y entre sonrisas decían cosas que ella
entendía a medias.
La de João era la última casa, como cien
escalones que Eugenia coronó con la lengua afuera. Al entrar, se
encontró con una sala como una bella bombonera roja, globos,
guirnaldas, la sonrisa de la mujer y los niños gritando. Eran
dignamente pobres y habían preparado el festejo en un pequeño patio
con vistas; la mesa constaba de varios cajones de manzanas
—engarzados por las manos hábiles de un artesano, que los había
transformado en hermosas patas pilares de colores brillantes— que
soportaban una tabla. Mucha gente alrededor, todos agasajando a
João, y ella la única blanca que probaba por primera vez el couve
mineiro, una col frita cortada muy finita que acompañaba a la
feijoada; eran como tallarines verdes que resultaban deliciosos,
aunque no podía precisar a qué sabían. Entonces João dijo que el
couve era como el ruido de las olas, que no se podía definir... «Es
y punto.»
Después de la comida se apoyó en el
barandal; las vistas de la bahía de Guanabara eran impresionantes,
a lo lejos el Corcovado, los veleros...
—Esto —decía una señora gorda que fumaba
hierba— no se compra con dinero —aquellos ojos verdes la repasaban
y con extrema lasitud embestían—: Cuando un ángel llega hasta aquí
es porque lo han expulsado del Cielo...
Eugenia no contestaba, prefería hacer pompas
de jabón con los niños, pero la vieja insistía mientras le tiraba
el humo a la cara.
—¿De qué huyes? A mí los blancos no me
gustan, son tan cobardes que no huelen a nada.
—Es mi abuela —dijo João—, no le hagas caso,
está colocada, enferma —y había vecinos que traían pasteles y,
frente a caipiriñas y cachaças, terminaron cantando todos al son de
la música que producían las manos del agasajado sobre un bongó,
acompañado por una guitarra amiga, la de Zum Zum (un negro
negrísimo con rulitos como tirabuzones, elegante como un felino,
cuyos ojos, dientes y uñas refulgían como perlas acentuando su
sensibilidad)—. Le llamamos así porque es la reencarnación de un
mosquito de letrina, cargoso con su replay, todo lo dice y hace dos
veces —aclaró João.
Los dos cuchichearon y sonó un tango, que
interrumpieron al ver los ojos de su amiga. Y la vieja que volvía a
la carga:
—Una chica tan fina por estos lares... Fuma,
que este humo ahuyenta la muerte.
Eugenia miró a João, y con el índice señaló
en su muñeca izquierda la hora en un reloj ausente...
—Llévala, Zum Zum, que yo no estoy
óptimo.
Al atardecer bajaron en la motito, y el
flaco decía:
—Es la primera vez que tengo tan cerca unas
tetas blancas, agarrate fuerte, sin miedo, que soy bicha, un
hermano marica —aclaraba a los gritos fingiéndose argentino, y ella
se abrazó y entre risas cómplices Zum Zum la depositó en la pensión
como le habían mandado.
El no saber poco a poco la iba marchitando.
En los fines de semana, la desesperanza hacía acto de presencia y
disminuía su fuerza para resistir; por las noches se quedaba sola
macerándose en los tiempos idos... Hasta Regina se iba.
Los viernes Doris siempre insistía que la
acompañase al ensayo de la escola, que se pasaba muy bien.
—Mover los pies ayuda a liberar las penas,
aunque você no baile, vente con las chicas. No puedes recluirte, la
vida te está pasando de largo...
—Hoy tienes que venir, así ves los trajes
—ordenó la dueña de la pensión agarrándola de un brazo—. Será
aguafiestas la argentina... Vamos, hay que bailar.
Decían lo mismo que nonina cuando, de niños,
les contaba que bailando la tarantela expulsaban la enajenación que
producía la picadura de la tarántula: «Con los sudores del baile se
libera el veneno del espíritu, hay que bailar». De modo que al
final se unió a Regina, Doris y las chicas, en una noche calurosa y
diabólicamente estrellada de finales de octubre, donde se probarían
los nuevos trajes; entre todas le ayudarían a llevar toda esa
parafernalia.
El ensayo era en el barrio de Tijuca. En la
entrada, un gran cartel blanco y rojo decía: Benvindo ao Piqueiros. Sonría, você está en la
escola. El club era enorme: al pasar el molinete rojo de la
entrada, se veían dos palcos enfrentados y, en medio, una gran
pista como una cancha de básquet, rodeada de innumerables mesas y
sillas rojas, como en los mejores bailes de pueblo.
Del techo colgaban múltiples banderines y
guirnaldas a modo de glicinas; unos niños corrían y gritaban
delante de un señor que barría, flotaban aromas dulces de coco y
vainilla y, a medida que avanzabas hacia el interior, la vida olía
a frituras en aceite de dendê. Como no había mucha gente, se
metieron en la trastienda, en cuya marea revolante también estaban
el flaco João con su mujer, dos compañeros del súper y Zum Zum. A
la hora, cuando volvieron a la pista, todo estaba lleno a reventar;
se ubicaron en unas mesas que las chicas habían reservado, ¿de
dónde había salido tanta gente, y tan variopinta, en tan poco
tiempo?... A las diez de la noche, la hora del comienzo, muchos
comían frituras de yuca, boniato y cerdo, bebían cervezas y
refrescos, era un espectáculo ver a más de mil personas
expectantes; entretanto, algunos repartían octavillas con las
letras de las canciones.
Los músicos se encontraban todos dispuestos
en la línea de largada; en uno de los palcos estaba la orquesta y
en el de enfrente la batería Estandarte de Ouro con su lema
Tristeza para que os quero.
En el aire inmóvil latía un entusiasmo
contagioso que erizaba la piel, hasta las guirnaldas rojas parecían
expectantes ante el vocero de la escola, un mulato enorme vestido
con un inmaculado traje blanco que, a viva voz, dio comienzo a la
fiesta: «Piqueiro canta o Rio de Janeiro nos brazos do meu São
Sebastião...». Ante una gran explosión de ritmo carioca, sus
palabras desaparecieron. Realmente daban ganas de bailar, y mucho
más cuando se incorporaron a la fiesta la formidable batería y los
percusionistas, entre ellos João; un ensordecedor estruendo con
forma de locura se apoderó del lugar, acrecentado cuando salió un
porta-bandeira que giraba frenéticamente; la gente vitoreaba,
también a la comparsa que venía detrás. Doris, que era una de las
integrantes, estaba espectacular con sus alas de plumas blancas y
rojas, con sus medias de red que acrecentaban la esbeltez de su
cuerpo y, en sus brazos, las lentejuelas del biquini que reflejaban
brillantitos: la transformaban en una diosa que bailaba poseída por
una canción resonante.
Eugenia ya no distinguía nada, todo el mundo
estaba en pie bailando con frenesí; entonces, se subieron a las
sillas, y no solo vio a João, Zum Zum y Doris, sino que reconoció
al fotógrafo que la había parado en la playa; sus miradas se
cruzaron en el delirio infernal y delicioso de la música.
Enseguida se obligó a focalizar otro centro
y, cuando quiso volver sobre él, ya no lo encontró; sus ojos
saltaban entre tantas cabezas, pero nada. Al rato, lo tenía detrás,
a su misma altura —ya no llevaba su cámara—, y, acercándose a su
oído, a los gritos le decía:
—É o destino.
—No entiendo —dijo incómoda. Lo tenía tan
próximo que sentía su aliento cálido, pero no podía desplazarse,
pues la silla se movía.
Él, con su intrépida lengua, recuperó el
castellano que había aprendido en la escuela secundaria para
preguntar:
—¿Quieres...?
—No —le cortó sin mirarlo.
—¿Siempre eres tan parca? ¿Cómo te llamas?
Soy Paulo, vamos a bailar.
—No sé bailar samba —contestó, mientras veía
de soslayo los ojos auspiciadores de Regina.
—No hace falta saber, solo querer —Paulo,
decidido, la agarró por la cintura y la impulsó a dar el
salto.
—¡Eh! —dijo arrugando el entrecejo, pero sus
pies, ajenos a su voluntad, se dejaron llevar por la música. Al
principio bailó tímidamente, pero cuándo quiso darse cuenta las
ondas de emoción le hacían cantar Rio cidade
maravilhosa eterna formosa corazón de meu Brasil, al tiempo
que se sacudía enloquecida y en medio de la magia coreaba junto a
todos felicidade Odoya Yémanya. No sabía
quiénes eran, pero ella cantaba... El perfume de las sambas de
enredo calaba hondo y empapó su espíritu hasta el amanecer,
mientras los amigos enajenados se citaban a los gritos: «El domingo
todos en la playa».
Ese sábado se fueron a trabajar sin dormir y
Eugenia retornó a la pesadumbre de los condenados, a declararse
culpable por haber olvidado, no tenía derecho a divertirse sin
saber el paradero de Gonzi.
La mañana de la cita la encontró acomodando
papas, naranjas, guayabas, maracuyás, mangos y papayas, hoy su
reducto era la sección de frutas y verduras. Miraba la pulsera y,
desde el centro de su culpabilidad: «Ya no recordará ni mi voz,
todo ha sido reemplazado vilmente, pero lo encontraré, cada día que
pasa es uno menos, se acabará la dictadura, y sé que está
vivo».
João, que con sus dedos como patas de araña
creaba una pirámide de piñas, le pidió que dejara de divagar, que
pronto aparecerían las hormigas.
—Tengo que decirte algo...
Ella lo miró levantando el mentón,
indicándole que hablase.
—¿Sabes quién es el que bailaba
contigo?
—Sí, un fotógrafo.
—Ese es hijo de un alto funcionario del
Gobierno nacional, tiene una empresa de cine con su hermano y es
muy mujeriego. Zum Zum lo conoce, salía con una de su trabajo —ante
la mirada de interrogación, aclaró—: Del locutorio de la Compañía
de Comunicaciones, la que está cerca del Arpoador.
—¿Es mala gente?
—No, creo que no. Pero ahora você es su
presa. Argentina, estás en el punto de mira.
—¿Él se lo ha dicho?
—Hay cosas que no necesitan decirse.
—Obrigado.
—Tómatelo con filosofía, deja que alguien te
rescate de esa oscuridad.
Siguieron con la tarea, y al final del turno
João le gritó:
—¡Hey! El cazador está ahí.
Cuando salió, Paulo la llamaba desde la
vereda de enfrente.
—Estuve con Doris. He venido a buscarte para
que vayamos a comer, iremos todos, tienes que venir.
—No sé, antes pasaré por mi casa.
—Te acompaño.
—Mejor no. Tú te vas y luego voy.
—Te espero, no tengo nada que hacer.
Mientras caminaban, los ojos de Paulo no le
daban tregua. Él quería saber por qué estaba en Río, desde
cuándo... Hacía más de veinticuatro horas que pensaba en ella, sí,
le gustaban sus labios, sus ojos, su todo... pero ella solo le
respondía con precisión tajante, y como quería hacerla hablar, pues
su voz melodiosa desprendía sensualidad, se le ocurrió:
—Doris me dijo que eres pintora, ¿qué hace
una artista en un súper?
—¿Esto qué es? ¿Un interrogatorio? ¿Acaso yo
te pregunto algo? —contestó deteniéndose; bajo los rayos del sol
los cabellos de Paulo se veían rubios y sus ojos parecían verdosos,
se notaba que era un niño bien, sin ataduras.
—¿Siempre eres tan cortante?
—No me gustan tus preguntas. Si quiero, ya
seré yo quien cuente —dijo en argentino.
—¡Retiro lo dicho! —exclamó sonriendo con
los brazos levantados y las palmas abiertas a modo de
disculpas.
Y esperó en la vereda a que ella bajara.
Luego fueron juntos a un restaurante enfrente de la playa a comer
el infaltable plato de Brasil en fin de semana, y, como manda la
tradición, en reunión de amigos y a mediodía: la feijoada.
Antes del cremoso potaje de frijoles negros,
escoltados de linguiça calabresa, chacinados de cerdo y la rica col
couve; había que tomar un trago de caipiriña, ya que preparaba el
paladar para recibir tan exquisita vianda. No era lo más apropiado
para el calor, pero así es Brasil: extremo e incomparable en todo;
como lo acompañaban con cervezas, cierta alegría se había apoderado
del grupo. Y en la sobremesa (siguiendo el compás de una samba),
como manda el rito, chupaban rodajas de naranjas frescas para
favorecer la digestión. Con Paulo cada vez más cerca, volvieron a
la playa y se tumbaron en la arena, y allí descubrió que era un
tipo embaucador, lleno de chistes; no sabía si utilizaba los mismos
para todas, pero Eugenia consiguió olvidarse de sus ausencias y
reír.
Cuando se despidieron, él insistía:
—¿Nos vemos mañana?
—No —dijo Eugenia, recordando las palabras
de João.
Ella no era una presa.
A medida que se acercaba el verano, el calor
saturaba los poros de un sudor pegajoso, como un ligero almíbar que
adhería la vestimenta a la piel. Por esos días, el padre Antonio le
había encargado que pintara unos murales en un jardín de infantes,
justo al lado de la iglesia. Ahí se pasaba las tardes, enfrascada,
plasmando personajes de cuentos infantiles; mientras embellecía
unos juncos para resaltar la tristeza del patito feo, un monaguillo
llamado Vinicius se acercó a los gritos: «Tiene una llamada, es
urgente, apúrese». Saltó del caballete y acudió corriendo donde el
padre Antonio, que le dijo: «¡Venga, que es José!». A través del
auricular escuchó que Gonzalo había sido sacado del convento de la
Asunción, junto a otros niños. «¡Gracias!», exclamó, y su voz
resonó con un molesto eco...
—¡Por favor, escucha! Según la novicia, se
habían llevado a dos varones y una niña. Ella estaba en el
escritorio de la madre superiora ordenando unos libros cuando
llegaron estos señores, y esta le ordenó que, junto con otra monja,
fuera a buscar a los chicos. Le pareció raro que fueran tres
hombres, dos hablaban en perfecto español con leve acento italiano
y otro era argentino, se veían personas importantes. Y lo eran, ya
que la madre las hizo salir, cosa que nunca hacía... Uno de los
niños era Gonzalo, lo asegura porque tres días antes los militares,
al dejarlo, le quitaron esa chapita de oro rectangular, pero ella
había alcanzado a leer el nombre escrito a lo largo. Además,
recuerda el lunar en el dorso de la mano derecha, muy negro al
parecer, y también que los dos chicos tenían más o menos los mismos
meses y que la niña era recién nacida. Ella creía que eran
huérfanos de guerrilleros.
—¡Gracias! ¡Gracias! —cias, cias, resonaba el eco, y otra vez:
—¡Escucha! Voltri, con esa pista, se acercó
a la embajada de Italia. Ahora está investigando a través de
algunos empleados; es todo muy espinoso, nadie quiere hablar.
—Por lo menos sé que vive, que es él...
—él, él, repicaba en el fondo de la línea
con un crujido débil, y las palabras se cruzaban peleándose.
—Las cosas están muy difíciles, algunos
curas y monjas han desaparecido. Tu suegra sigue amenazada, pero
continúa batallando con las madres.
—¿Sabés algo de mi papá?
—Está mejor, estuvo viendo al
detective.
—¿Y a mi hermana la has visto?
—Tienes que tener fe, no es fácil pero entre
todos lo encontraremos. Tengo que cortar, adiós, cuídate.
Con mano estremecida encajó el teléfono en
el soporte de pared y de inmediato se abrazó al padre Antonio y a
Vinicius, que ponía cara de sorpresa y la rodeaba encantado... Como
su fe era pendular, hoy tocaba creer profundamente que Dios estaba
ahí. Miró la pulsera, todo era posible, y en el mismo instante
percibió que había dejado sus huellas digitales en el auricular de
baquelita y en la sotana, los dos negros, y sacó un pañuelo para
limpiar el refulgir amarillo de la pintura.
—Déjalo —dijo el padre—, ahora mismo lo
quito, no es nada.
No pudo seguir pintando: un maremoto de
esperanza le impedía pensar. Metió los pinceles en aguarrás, se
cambió de camiseta y salió hacia la pensión. En el colectivo iba
implorando en silencio: «Lo único que deseo es que lo quieran
mucho, solo eso te pido, Dios, que lo quieran mucho».
Llegó con una sonrisa enorme, tarareando una
canción de moda; las chicas le preguntaron:
—¿Qué pasa, te has ganado la lotería?
—No, es que la pintura me ha quedado
fabulosa —respondió mientras le ofrecían una guaraná helada.
Luego, se tiró sobre la cama, cerró los ojos
y en la pantalla de los párpados aparecía su bebé detrás de los
gorriones, corriendo entre destellos a lo largo de un sendero...
Apretaba fuerte y los chispazos lo hacían desaparecer. Le hubiese
gustado hacer algo resolutivo, pero ¿qué?, ya no quería seguir
pensando.
Decidió bajar para llamar a Paulo. El
teléfono de la pensión tenía candado, y aunque podía pedir la llave
y dejar el dinero en el bote, no le gustaba que la escucharan. Él
ya la había llamado para invitarla a salir y ella siempre le daba
excusas, pero hoy era diferente, iba a cumplir su palabra, «cuando
yo tenga ganas te llamaré», y quedaron para cenar; era viernes y,
sin saber por qué, necesitaba sentirse deseada... Su cabeza era un
revolutum.
Así que abrió el ropero: unas camisetas
neutras, un jean, otro pantalón blanco, la campera, el biquini rojo
colgando de una percha junto al pareo, tres vestidos de diario,
todo de lavar y poner; en el suelo, la valija tostada, en un cajón
bajo llave el altar de los recuerdos, en otro tres mudas de ropa
interior en blanco y piel... Parecía el armario de una monja. Como
era demasiado tarde para comprarse algo, eligió el vestido más
moderno, pero Doris dijo:
—¡No! Yo te presto uno.
—Me quedará corto, tú eres más baja.
—Este negro de tirantes, este es más
largo...
Eugenia se dejó el pelo suelto y enmarcó su
rostro con unos aros rojos que le prestó su amiga, «para que haga
juego con la pulsera», decía. Repasó con rímel una a una sus largas
pestañas, y en la última mirada en el espejo los vio a ellos... y
él: «No pienses» y escuchó a su madre y pasó el examen y se
encontró sexy. Después de cenar fueron a la discoteca, donde
bailaron animados hasta que sonó la canción de Roberto Carlos
Eu daria minha vida, momento en el que
Paulo, con brazo potente, la acercó a su cuerpo y recibió en el
hombro su cabeza; embriagado por su esencia, por el perfume de los
sueños resoñados, buscó sus labios. Fue un beso ardoroso, aunque
sin la fuerza suficiente para inhabilitar el recuerdo de Raúl. Al
escuchar:
Ja não tenho
nada
a não ser você
comigo.
... sintió cómo todas las letras de las
canciones eran perras salvajes ladrando a su olvido. Se abrazó
temblando, con un estremecimiento profundo en medio del vacío,
mientras puntadas de conciencia le advertían: «Es un cazador»...,
pero no le importó.
Unos días y algunos más y ella no podía amar
a otra persona, solo disfrutaba; Paulo, en la placidez
post-orgásmica, la observaba, eran unos ojos espinosos que
destellaban dureza... Quería saber y con su habitual buen humor se
lo reprochaba:
—Estás en otra parte, en otro tiempo. Eres
como un cactus, no puedo llegar a ti, y debo ser masoquista porque
me gusta pincharme...
—Solo es sexo, disfruta —le dijo ladeando la
cabeza, mirándolo sin parpadear.
—No sé quién está ahí —y con el índice le
tocó la sien—, pero tendrá que irse, yo lo expulsaré. No entiendo
nada, tampoco por qué no quieres trabajar como modelo, te pasas las
horas en el súper por dos monedas.
—Es mi vida y me la organizo yo.
—Será tu vida, pero a mí no me incluyes;
quiero saber tus secretos, no me conformo con lo de siempre, quiero
borrar de tus ojos tanta saudade. ¿Sabes qué pienso?
—¿Qué? —preguntó con la vista puesta en el
ventilador del techo, que bailaba cadencioso con la brisa de la
noche.
—Que escondes algo. ¿De qué huyes?
—Acéptame así, como me conociste, no
preguntes.
—Eu te quero, ¿no confías en mí?
—No ahondes, somos... Es sexo, nada más —se
miró el cuerpo desnudo, y cuando llegó a los pies movió el dedo
gordo y añadió—: ¿Sabes que Doris me dijo que tengo pie
egipcio?
—Sí, eres un jeroglífico.
Ella se levantó y, mientras se ponía el
corpiño, prosiguió:
—Y que, cuando sea vieja, tendré
juanetes.
—Quédate a dormir.
—No, aquí se escucha el ruido de las olas y
ya sabes que me gusta despertar en mi cama.
—Los cactus también florecen... —murmuró
Paulo, que empezaba a vestirse para llevarla.
—¿Qué? —gritó ella desde el baño.
—O queé será, qué
será?, que vive nas idéias desses amantes... —dijo cantando,
mientras encendía un cigarrillo y pensaba: «Algún día
florecerás..., algún día».
Así, en medio de preguntas sin respuestas,
lo pasaban maravillosamente bien. Él sabía descorchar sus
sensaciones bloqueadas, la hacía reír, y ella, poco a poco, empezó
a no sentir culpa por disfrutar de las cosas, a darse y permitirse
una tregua entre tanta zozobra.
Seguía trabajando en el súper y pintando por
las tardes; alquiló el altillo del edificio de la pensión gracias a
Regina y Caetano el portero, quienes, después de interceder ante
los propietarios, consiguieron un buen precio.
Paulo le ayudó a pintar las paredes del
estudio y le regaló un equipo de radio y pasacasete; desde una de
las ventanas, y entre los demás edificios, veía un pedacito de
mar.
En la azotea del undécimo piso, pasaba las
horas sumergida entre óleos, acrílicos, música y sueños (en los que
solo participaba Gonzalo; el más recurrente, que acababa la
dictadura y regresaba a su país); asimismo, deseaba que la pulsera
se rompiese. A propósito de Florinda, la llamó por teléfono y
siempre la misma pregunta: «¿Cuándo se va a romper? Si las haces
tan fuertes no vas a vender». A lo que la otra respondía: «Sigue
soñando y ten paciencia».
Pintaba hasta altas horas de la noche.
Lienzos enormes forraban de colores las paredes; otros, más
pequeños, eran apilados por las esquinas. Algunos los malvendía a
una culta galerista, una blanca soltera que pisaba los cuarenta
—conocida de Paulo— con la que se peleaba porque no quería pagar
por la obra de una desconocida.
—¿Para qué venís? —increpaba Eugenia.
—Pelas tabelas, são fabulosas imagens de
crianzas... Con eso gano porque los ricos son unos
narcisistas.
Era lo que menos le gustaba, los retratos de
niños, y, como un relámpago, las palabras de Raúl: «A melhor
pintora de meninos do mundo» fueron proféticas, «cómo pudo saber
que yo estaría en Brasil, no lo sabía, lo dijo por decir y el decir
se volvió brújula...». Lo amaba, y le pedía perdón por seguir
viviendo: «Nadie te echará de mi corazón... aunque mi amante se
esfuerce como un titán».
Sí, el sexo con Paulo era un festín. Con él
descubrió que era multiorgásmica: eran cinco, seis, un gozo
sorpresivo y sin final que la dejaba exhausta; hábilmente iba
explorando todos los poros de su cuerpo, siempre de una forma
diferente; se estaba transformando en una ninfómana, y ¡qué mal se
oía!... Él, obstinado, continuaba con lo que se había propuesto:
expulsarlos de su mente; y a veces, solo a veces, lo lograba.
El año llegaba a su fin, como lo advertía
una propaganda de agua carbonatada en el almanaque del
supermercado. Doris y el hermano de Paulo, Fabio, el cineasta, se
habían enamorado; ella, con su flamante título de podóloga, se
había ubicado en una clínica privada. Seguía en la pensión y con
las actividades en la escola, a la que Eugenia y su amante a veces
se unían.
Algunos domingos, cuando libraba en el
súper, salían en el jeep abierto de Paulo a conocer otras partes
fuera de Río, siempre con playa, placer que también se había
incorporado a su nueva vida. Frecuentaban algunos grupos musicales,
porque Paulo tocaba la guitarra. Cantando se parecía a João
Gilberto y, como él, tenía el don de embelesar a las personas con
su voz, aunque su verdadera pasión era la fotografía y se moría por
hacerle una, pero sabía que eso equivaldría a perderla: era un
acuerdo tácito, que los amigos también conocían. En las fotos de
grupo siempre se quedaba fuera: «No, no me gustan las fotos», y esa
aura de peligro no desvelado los hechizaba.
Así que un día, después del sexo, Paulo, que
elucubraba ideas para una exposición, le dijo:
—Quiero una fotografía de tu mano —y antes
de su negativa, aclaró—: ¿Quién va a saber..., quién?
—Yo. Tienes miles, ¿por qué tiene que ser la
mía?
—Tus líneas son como senderos, no es con la
mano de frente sino de costado, enfocada desde el meñique, una
macro con gradaciones del negro al blanco.
—Búscate otra.
—No quiero manos de muñecas, sino tu mano.
La cara no va a salir, el cuerpo tampoco, y te daré el negativo.
Venga, te la pago, ponle precio.
—¡No! —se incorporó y empezó a vestirse—. No
quiero fotos, que no te hace falta entenderlo, si tanto me quieres
con acatarlo es suficiente.
—Tú no sales, solo la mano... —dijo
agarrándola de los hombros. Sus dedos bajaron sobre los brazos para
impedir que se abrochara.
—Déjame, eres un cargoso —dijo sin mirarlo—.
Siempre con lo mismo. No, ¡y se acabó!
—Qué no, Eugenia, te digo que soy honesto.
Que no bebas, que me cuentes lo de la beca, que no fumes hierba,
que no te quedes a dormir porque siempre estás alerta... lo admito,
pero que pienses que te voy a cagar... Me ofendes y no soporto que
salgas huyendo, deja de huir, si hasta tu forma de caminar lo dice,
¿de qué huyes?
Ella, enojada, se liberó y cogió su
bolso.
—Solo es la derecha, piénsatelo, ¿cuánto
vale?
—Eres un necio, me estás
decepcionando.