Al salir, caminan por Santa Fe, se sienten tan gastadas que ya ni se miran; pero su madre la insta a continuar: «Habrá otros, alguno que tenga necesidad.»
Las entrevistas y las excusas resbalaban y nadie quería investigarlo; cierto detective les habló de un compañero suyo que, quizá... Eugenia miró los profundos ojos negros de su madre y sintió que podían salir de esta terrible encrucijada. Ahí estaban, apuntalándose, escondiendo sus ganas de salir llorando hacia la muerte.
Y la mamá, con ternura, le pedía que no siguiera en esa casa tan grande, un departamento sería mejor, y en otro barrio.
—No, yo quiero conservar sus cosas, no puedo desprenderme de nada, hacerlo significa estar derrotada. Si siguen pasando las semanas no me va a reconocer... Esto lo dejará marcado.
—Cuando crezca ni se acordará, ¿o vos te acordás de algo que hayas vivido a los dos años?
—A veces, pienso que está muerto.
—Dejá de flagelarte, tu hijo no ha muerto, lo sé... No sé dónde está, pero no ha muerto —dijo abrazándola, y agregó—: La vaca siempre encuentra a su ternero, da mil vueltas enloquecida entre cientos de iguales, pero lo encuentra. Y vos lo vas a encontrar, te lo prometo —y otro abrazo, otra inyección de fuerza, para no hundirse en la ciénaga. Y otra vez:
—De ellos recuerdo el último día, a Gonzalo saludándome con su manita y a Raúl sonriendo, «que te vaya bien»; que unas palabras tan tontas empiecen a significar tanto... Cada día es peor, los necesito, sin ellos no quiero vivir.
—Hay que seguir por Gonzalo, por la vida que no pudo vivir Raúl y por mí.
—Es un calvario atroz, mami —y sintió cómo dos lágrimas surcaban su rostro.
—Después de cenar tomá el tranquilizante, tenés que dormir, tenés que recuperarte.
A la mañana siguiente, salió varias veces para llamar al detective, iba andando por Rivadavia, el sol deslumbraba sus ojos tristes, pasaban autos, taxis, colectivos y más colectivos, y ella insistiendo desde distintas cabinas... Hasta que, por fin, una voz ronca y parca le dijo que se pasara por la tarde. Fue en ese momento cuando, al levantar la vista, reconoció la misma cara flaca y morocha, la que el día anterior estaba en el colectivo cuando volvían del centro, «y en el subte, antes de ayer, el que venía detrás, parapetándose tras unas gafas negras y leyendo Clarín, es el mismo... ¡Me vigilan! ¿Será casualidad o es que este tipo vive por acá?». Se quedó con el auricular en la oreja, un temblor le subía desde las rodillas, cortó y con la musiquilla de unas monedas sobrantes, no sabía si era así, si primero te seguían y después te secuestraban, «él nunca me contó que le siguieran, ¿cómo serán las órdenes del triunvirato?...». «Son búhos —dijo Bryan—, pero la lechuza ha cambiado y ataca por el día». Fingiendo indiferencia, fue hacia un pasaje comercial. Se metió en un negocio de lencería, para que le mostraran un corpiño que no iba a comprar, pidió otros colores y otros modelos y, cuando la vendedora ya se impacientaba, se excusó: «Son tan lindos que no sé». Al salir miró hacia arriba y se encontró reflejada, el techo era un gran espejo que nunca había visto, su imagen era el centro, sus ojos ahuecados, sus largos cabellos, su pulóver negro y su gamulán, se veía dar vueltas sobre sí misma, solo ella giraba como un trompo, los demás quietos... y la mirada del individuo que la seguía. Bajó la cabeza y como una autómata se dirigió hacia él, pero este, ignorándola, se detuvo frente a una vidriera de vestidos de novia. Se paró a su lado, pero como no la miraba salió y siguió rumbo a su casa pensando que sería una coincidencia, «¿para qué me va a seguir? Si hubieran querido ya me habrían llevado... ¿Por qué no me llevaron?».
La adrenalina corría fuerte por sus venas y ante el temblor se clavó las uñas en las palmas hasta hacerse daño. Al pasar junto a las escalinatas de la basílica, se dio vuelta y ahí estaba, veinte pasos detrás; entró, necesitaba hablar con José. El sacristán le dijo que estaba confesando e indicó con un movimiento de cabeza el primer confesionario; como todavía le quedaban tres personas, se sentó en un banco mientras su mente acompasaba: «Tranquila, no pienses, no pienses». A cada instante volvía la cabeza hacia la puerta, respiraba hondo, miraba al techo, a los capiteles descascarados y a las pinturas, aún sin restaurar. Cuando vio que la última viejecita se arrodillaba, se levantó preguntándose: «¿Por qué los viejos se confiesan? ¿Qué pecado pueden tener? Como no sea el de la avaricia o la glotonería, o por si hay Cielo... Pobres; esta parece que lleva pocos, en un suspiro la liquidó».
El cura sonrió sorprendido y, sin hablar, caminaron hacia la parte lateral, mientras se quitaba la estola morada sentía el cálido perfume de Eugenia, olía a mandarina o azahar, no sabía a qué... pero aspiró la suave mezcla que cortejaba el aire pensando que sería el champú. Eran casi las once y se sentaron en un banco alejado, en un rincón en penumbras, donde nadie los pudiera oír. Eugenia, cual meteoro, rompió el religioso silencio, sus ojos inmensos saltaban arriba y abajo acompañados por sus manos; cuando terminó, él dijo:
—Oye, quieren amedrentarte, para que te mantengas callada, sobre todo ahora con el Mundial tan cerca. No quieren mala propaganda. ¿Y el reportaje para la televisión?
—La periodista aflojó.
—Y Gutiérrez también. Centraba todo en Gonzalo, omitiendo por completo lo demás.
—Me la hizo porque le insistí y puso lo que pudo.
—La del Herald era más incisiva, decía claramente que Raúl no era terrorista y pedía a la Junta la devolución de tu hijo.
—Quiero saber qué hicieron, si lo han matado que me lo digan, y si no que me lo devuelvan. Así se lo dije y así lo publicó.
—He ido a varios conventos. Te veo bien... —dijo con una media sonrisa, y se sintió un imbécil, pero en realidad era como la veía, con un estoicismo que rozaba la admiración.
—Solo es fachada —suspiró hondo, no quería llorar pero sentía que un velo húmedo le empañaba los ojos; tragó con dificultad—. Por la tarde voy a ver a otro detective.
—Debéis tener fe.
—Me voy, si demoro mi mamá se asusta, voy a ver si está ese tipo —y salieron juntos hasta la puerta de la basílica.
—¿Está?
—No. Gracias por ser mi psicólogo —le dijo apretándole las manos.
—Espérate, dejo esto y te acompaño —dijo refiriéndose a la estola.
—No. Lo que tiene que ser será, que terminen de una vez —y bajó las escaleras resignada, despidiéndose con un enérgico «¡chau!».
—¡Cuídate! Hasta ahora.
La miró alejarse, viendo cómo el viento azotaba sus cabellos, cómo se detenía en el semáforo con las manos en los bolsillos, sin dejar de mirar hacia los lados... Sintió ganas de abrazarla. Había algo diferente en ella, desde el primer momento la encontró tan singular, algo mágico emanaba de su persona y no era su dolor.
Ese mismo mediodía, su hermana hizo acto de presencia; se notaba en sus ojos que lo hacía por deber... Se movía nerviosa de un lado a otro, estiraba el mantel con sus manos de seda, ponía los platos y hablaba estupideces. A Eugenia todo le parecía en blanco y negro, como en una vieja película, no oía su voz y solo pensaba en Gonzalo. Era natural que Lucía estuviera, pero no con esa alma incómoda que luchaba por escapar, como sus gestos corporales demostraban a gritos por mucho que quisiera disimularlo; fingía solo por la madre que compartían. Lucía encendió el televisor, como si almorzaran en el país de las maravillas, con rosas rococó rosadas y bla, bla, bla, y fue en la triste sobremesa cuando dijo:
—No salgas tanto en los diarios, creo que te estás condenando, si tienen a tu hijo ya te lo devolverán.
—¡Cómo me voy a quedar tranquila! ¡Sin hacer nada!
—No quiero que sufras. Tengo miedo —confesó, mientras metía la mano en el bolso que tenía colgado del respaldo de la silla; sacó un sobre de color madera, de cuya abertura sobresalían varios fajos de pesos nuevos—. Quiero ayudarte.
—Plata no necesito —dijo Eugenia extendiendo la mano derecha con la palma hacia Lucía en desaprobación de su actitud.
—Aceptala, no rechaces su ayuda —ordenó la madre.
—Que no quiero. No la necesito.
Un silencio cortante se interpuso entre ambas. Lucía bajó la mirada mientras retorcía la servilleta, solo quería ayudar y no podía; no dejaba de escuchar la voz de su marido: «Que se arregle, no es nuestra lápida, que yo sepa tu familia es esta y tus padres, nada más. Que cada uno se rasque sus pulgas...». «Es mi hermana pequeña...». «Pero está metida en semejante mierda, y cuando se mueve salpica a todos, ¿es que no lo ves? ¡No te metás!»
Tenía que prevenirla porque de algunas cosas no se daba cuenta:
—Y tu suegra, que ahora anda con las de la plaza, eso también los perjudica, van a pensar que Raúl era terrorista, decile que sea más cauta.
—Nos da lo mismo, igual está muerto. Yo también me pondré el pañuelo y gritaré y no lo entenderás porque no estás en este chiquero... Cuando la vida se vuelve un quilombo, nada importa... En quince días lo hemos perdido todo, ¿viste? Yo antes pensaba igual que vos, que teníamos que estar callados hasta que todo pasara, pero nunca imaginé que las infamias de la Junta me arrastrarían. Tengo que seguir, tengo que encontrarlo, no sé cómo, ni cuándo, ni dónde..., pero lo encontraré. ¡Sé qué lo encontraré!
—Pasará —dijo Lucía anulada—. No todo va a ser siempre así.
—Quizá..., pero este presente es tan demencial que me fagocita, no sé cómo se hace para resistir —Eugenia se puso de pie, apretó con fuerza los dientes, tanto que los músculos de su cara parecían palpitar, y sin mirarla añadió—: Me voy a arreglar y nos vamos a Once, a ver al detective.
—Si querés te acerco.
—No. Mejor que no te vean conmigo, creo que me vigilan.
—¡¿Cómo?! —exclamó su hermana.
—Me pareció que un tipo me seguía, después lo perdí, o puede que me esté volviendo paranoica. No sé. No me hagas caso, pero, por las dudas, que no te vean conmigo. Me ha caído la persecuta.
—¡Tené cuidado! —alertó Lucía abrazándola con inquietud, huidiza la mirada, sin saber si hablar o callar. Se puso el tapado y bajó las escaleras casi corriendo; desde la ventana del living Eugenia la miraba, se saludaron con un tímido movimiento de manos, el viento frío movía su abrigo y despeinaba sus cortos y modernos cabellos. Antes de subir al auto, miró a cada extremo de la calle atemorizada... «Es relinda y lo tiene todo», pensaba Eugenia.
La cita era a las cinco. Tomaron el 132; no pudo dejar de indagar a todos los niños del colectivo. Sentada al lado de la ventanilla, sus ojos saltaban de dentro en las paradas a fuera durante el recorrido. Observaba con monomanía, ya que hasta la cosa más insignificante podía ser un indicio. Se bajaron en la plaza Once, caminaban entre vendedores ambulantes de los objetos más banales, sobrevivientes que hacían lo que podían y gritaban precios y exhibían sus baratijas como auténticos magos.
Cruzaron Pueyrredón y, circulando por Rivadavia, más puestos de tortas fritas, de camisetas, de pantalones, en una casa de discos se oía a Julio Iglesias en La vida sigue igual: por esas pequeñas cosas que van haciendo toda una vida... «La última vez me dijo que era muy feliz, creo que sabía que... Si uno está bien no analiza cada momento, solo vive. ¿Por qué no me han detenido?»... porque hemos llorado juntos y compartido las alegrías... «No fue azar... Se me ha parado el tiempo, Raúl, que te sabías dueño de la verdad. ¿Y Gonzalo?»
Se ahogaba, su corazón iba a explotar y le ofrecían la mascota del Mundial: un gauchito, dos gauchitos un peso... Unas bolivianas la incitaban a comprar hierbas medicinales, «también tengo para el mal de amores», y un viejo lustrabotas se ofreció a dejarle las suyas tan brillantes como sus ojos... Hasta llegar al número indicado, ubicado en una galería comercial. La recorrieron sin encontrar más que tiendas, zapaterías, relojerías, nada de oficinas. Subieron a la primera planta, y ahí estaba el local número treinta y siete, muy estrecho, casi una puerta, entre uno de podología con un gran pie verde fosforescente y otro de una adivina en cuya vidriera de color violeta y fucsia, llena de lucecitas como un arbolito de Navidad, se leía Yo sé tu futuro... Situada en el medio, la oficina se veía lúgubre.
Llamaron a la puerta. Abrió un señor alto, de unos sesenta años, enjuto, de pelo blanco y bigote amarillento, con unas cejas de medio luto, muy pobladas, que sobresalían como rebeldes raíces aéreas de los grandes anteojos, de montura negra y cuadrada. Bajo las lentes, unos ojos muy brillantes pasaban revista.
—¿El detective Voltri?
—Sí, soy yo. Pasen, siéntense.
La oficina era pequeña. Aunque era de día, las luces del techo estaban encendidas. El escritorio inundado lleno de papeles y, en medio de todo, un cenicero de plástico blanco propaganda de Cinzano, repleto de colillas, algunas con pintura de labios roja. También un lapicero con la figura de Mafalda; la niña miraba hacia arriba, hacia la abertura de su cabeza, de donde sobresalían biromes, lápices, los ojos de una tijera, una regla y dos habanos.
Las observó con el cigarrillo en los labios mientras recogía un montón de papeles, haciendo lugar en la mesa. Y, a modo de excusa, dijo que no tenía secretaria porque en realidad no le hacía falta; luego levantó la barbilla para incitarlas: «Bueno, ustedes dirán».
Eugenia empezó a contarle, y mientras le contaba pudo ver cómo le iba cambiando la cara; después de escuchar con atención, el hombre fumó en silencio con el ceño fruncido y rascándose la nuca expresó:
—Hablamos de los milicos. Son palabras mayores, viene dura la mano..., muy dura. Es una idiotez, pero las posibilidades son dos, y perdone por la franqueza: o está muerto o lo han dado en adopción.
—Sí —dijo la madre—, es evidente que muerto no está, si no ya lo sabríamos.
—Por favor... —suplicaba Eugenia con los ojos como estrellas.
—La cosa está muy jodida —dijo encendiendo un cigarrillo con el final del otro, hizo una pausa que le resultó larguísima y, después de toser y chasquear la lengua, añadió—: Veré lo que puedo hacer. ¿Trajo una foto?
—Sí —contestó extendiéndosela—. También tiene un lunar negro en el dorso de la mano derecha, a la altura del dedo índice. Llevaba una cadena y una medalla de oro rectangular con su nombre y el grupo sanguíneo, 0 Rh negativo, colgada del cuello.
—Es el chiquito de los carteles —reflexiona mientras mira la foto—. Vi uno en la estación de Retiro. Si yo llevo la investigación, usted tiene que dejar de pegarlos, eso no sirve para nada. Si alguien lo ve, nadie le va a avisar, la gente no se mete. Y si la llaman..., será algún que otro loco para sacarle plata.
—La gente debe saber que hay niños que desaparecen.
—Eso son pelotudeces. Mire, empezaré a averiguar algo, deme una semana. No me llame por teléfono. Venga el próximo viernes y ahí le digo si le llevo el caso o no.
—¡Ayúdeme, por favor! Sola no lo encontraré, preciso que alguien me ayude, nosotros no sabemos por dónde buscar, me imagino que habrá algún rastro, no puede desaparecer todo.
—No le prometo nada —miró sus ojos implorantes, «pobre chica, igual yo ya estoy jugado. Me queda poco hilo en el carretel, lo mismo me da una muerte que otra»—. No me llame, no nos tienen que relacionar para nada.
—¿Cuánto me va a costar?
—El viernes se lo diré. Hay que untar a muchos tipos —le extiende un papel y un lápiz—. Dibújeme la medalla.
Mientras Eugenia hacía el esbozo, él se dirigió a la madre:
—Un intrépido, este Tivi... Si seguimos así no va a quedar quien informe, solo los amigos de los generales.
—Luego miró el dibujo y se puso de pie; ellas hicieron lo mismo mientras preguntaban al unísono:
—¿El viernes a qué hora?
—A las seis —contestó en un acceso de tos, y cuando pudo agregó—: No nos hemos visto. Adiós.
Nada más salir se preguntaron a la vez:
—¿Qué te ha parecido?
Fueron a una cafetería, eligieron la última mesa del fondo; Eugenia no podía creerlo, habían encontrado a alguien... Entonces su madre la contuvo:
—Es un tipo raro, vencido, quizá haga algo, no sé. No te ilusiones.
—Me olvidé de decirle lo de los conventos.
—Mejor, el viernes ya se lo diremos, no podemos mencionar al cura. No se sabe nunca con quién se habla.
Cuando se acercó el mozo pidieron dos cocas y un mixto. Su madre insistía:
—Tenés que comer, Gonzalo necesita que estés fuerte —y ella, en otro mundo, decía que quería ir al cementerio, y su madre—: Que no, que es muy tarde, que mejor mañana. Tenés que comer...
—Que sí, que sí, y lo hago por vos. He perdido el hambre, la sed, no deseo ni embadurnar un lienzo, solo los añoro a ellos. Todo me recuerda a ellos, todo son ellos y cada día que pasa es peor. Busco sus caras entre la gente, a veces me imagino que todo esto no es verdad, cierro los ojos y deseo que al abrirlos ellos estén ahí... —estiró el cuello y se mordió el labio inferior, al tiempo que sus ojos se llenaban de lágrimas; con voz quebrada susurraba—: Sé que está vivo.
—Claro que lo está. Mañana viene tu padre, le consultaremos a ver qué opina. No importa lo que nos cobren. Tu hermana me dejó el dinero.
—¿Por qué se lo recibiste? No lo quiero. Lucía camina sobre algodones de azúcar y cree que todo se soluciona con plata, se siente obligada, prefiero que no venga porque me pone nerviosa, siempre preocupada por su buen nombre. Su terror me insulta.
—Todos tenemos miedo, la situación es muy fea. Vos no lo tenés porque estás en el ojo del huracán... y es tanto el dolor que no hay cabida para el miedo.
—Estoy en un punto muerto.
—¡No! Lo encontraremos y habrá acabado esta pesadilla. Y mientras el tiempo pasa, tenés que mudarte a otro sitio, a un departamento. O volver con nosotros. Tenés que decirle a Vilma que ya no la necesitás, hay que empezar a resolver cosas. Esa casa es demasiado, nunca lo superarás entre tantos recuerdos... Desde Río Tercero también podés buscarlo, tus suegros están acá, ellos también se ocupan.
—Necesito hacerlo yo. Me desespera pensar que mientras más días pasen, menos se acordará de mí, ¿cómo voy a hacer para subsanar ese tiempo?... Seguro que está sufriendo.
—Lo tratarán bien, es un bebé, ¿quién va a maltratar a un ángel? Lo encontraremos y todo habrá terminado.
En la televisión estallaba la propaganda del Mundial de fútbol que estaba a punto de inaugurarse; la falsa normalidad eufórica mantenía a todo el mundo pendiente del acontecimiento, todo el mundo que no tuviera un familiar desaparecido... Llamaron al mozo, y después de pagar Eugenia se quedó mirando ensimismada a una pareja que estaba con un bebé recién nacido; le sonrieron sin imaginarse el sufrimiento que la habitaba. Devolvió la sonrisa y comenzó a ponerse el abrigo. Se la veía entera, elegante, nadie imaginaba el cataclismo que golpeaba su vida; si no mirabas a sus ojos, no te dabas cuenta.
En la calle, sobre edificios y comercios pululaban banderas inocentes que parecían de atrezo, era como otra realidad, como si no pasara nada... Y, en primer plano, cientos de policías vigilando para que la escenografía resultara perfecta. Solo veían una Argentina grande y unida ante un mundo que intentaba desprestigiarla diciendo que aquí no se respetaban los derechos humanos. La embriaguez de sus compatriotas agudizaba su tristeza; perdida en su laberinto, solo deseaba recluirse. Llamaron un taxi y volvieron a Flores.
Ya en la casa, nada más entrar se oye el timbre del teléfono. Apresurada, Eugenia alarga el brazo, pero al descolgar, nadie. «Hola, hola», insiste, y solo oye el vacío imperativo del silencio.
Mientras deja el bolso sobre la silla, vuelve a sonar; esta vez atiende su madre, y otra vez nadie. Eugenia se levanta enloquecida y protesta sin entender el porqué y el hasta cuándo de este juego infame. «¿Es que no tienen nada que hacer?» Y lo deja descolgado.
—Olvidate, será equivocado. Tomemos algo caliente —dijo su madre con un miedo cerval en los ojos que disimulaba con una sonrisa.
—Decime la verdad, ¿vos creés qué está vivo?
—Claro —dijo abrazándola—, está vivo, si no ya lo sabrías. ¿No ves que son unos crueles, que gozan reventando gente? Si hubiese muerto lo sabrías. No podemos hacer nada, solo buscar y mientras esperar.
—Me siento culpable, ¿por qué no me han llevado? ¿Por qué?
—Porque no estabas, no hay otra explicación. No pienses. No hay que pensar. Vamos a tomar la sopa.

 

Al día siguiente, después de desayunar salieron juntas para el cementerio. Un sol tímido intentaba iluminar el helado día de este invierno, el más sombrío y desdichado de sus vidas. Caminaron hasta Rivadavia para tomar el colectivo, convencidas de que sería más seguro que el auto porque había más gente; observando la calle, Eugenia supo que debía mudarse, necesitaba estar en otro barrio donde el anonimato le diera libertad. Algunos la miraban con lástima y otros ni siquiera la saludaban: aunque la veían, disimulaban volviendo la cara..., como si el hecho de verla los comprometiera.
El colectivo estaba repleto y el chofer manejaba como si estuviera enajenado, ausente, silbando y dando unos fuertes frenazos en cada semáforo. Entre pasajeros equilibristas, ellas oscilaban de un lado a otro. Un señor dijo: «Querrá despertarnos». Otro gritó: «¡Atolondrado, que nos vas a matar!». Eugenia, ausente, se bamboleaba en medio del pasillo; con los ojos cerrados visualizaba a Gonzalo en algún lugar, en alguna casa... La sangre seguía circulando, pero sin él, nada le importaba.
Compró unos jazmines, y su madre le dijo que mejor eran los crisantemos. Esas no, son de muertos, aunque estas no duren su perfume da vida, fugaz y volátil, pero vida. Siguieron entre tumbas y panteones, a través de la desdicha, de los sueños truncados, cuánta ausencia flotaba en el aire, parecía el territorio de la nada, pero había estatuas, eran ángeles con alas de piedra... En la galería de la tercera planta, sus pasos retumbaban en la penumbra, y mientras su madre traía agua para las flores, con la mano apoyada en la piedra de su nicho sin nombre, le prometió en silencio que encontraría a Gonzalo. Y le pareció oír su voz: «Vos lo vas a encontrar, yo te guiaré...». Mientras rompía a llorar, seguía oyendo su voz: «Vamos, sé fuerte...».
Entre sollozos, le dijo a su mamá:
—He escuchado su voz, clara, nítida y feliz...
Su madre la miró con desesperación y rogó:
—Tenés que aceptar que está muerto, si no vas a enloquecer. Ya es suficiente, salgamos. No vamos a venir más hasta que estés mejor. Acá no hay nada —la madre la había tomado por los hombros y le hablaba, pero ella no le prestaba atención. Con un movimiento brusco, volvió a mirar hacia atrás y, a medida que se alejaban, lo seguía oyendo: «Lo vas a encontrar, yo te guiaré».
Durante el regreso, que hicieron a pie a pesar de la distancia y que no obstante se les hizo corto, ella hablaba de Gonzalo y su madre controlaba de soslayo hacia todos lados.
Al llegar, estaba Vilma en casa. Eugenia la invitó a tomar el café de siempre alrededor de la mesa del comedor diario, y mientras su madre les servía le dijo:
—Me voy a mudar a un departamento y tengo que...
—Che, por mí no te hagas problemas —la interrumpió apretándole una mano—. Somos amigas, te...
El repiqueteo insolente del teléfono cortó la charla. Eugenia saltó de la silla y al levantar el receptor oyó a una voz de hombre preguntar:
—¿Eugenia Ossi?
—Sí —respondió.
—Si seguís jodiendo te mandaremos a criar malvas, junto a tu marido y a tu hijo. Te vamos a matar... Ya sos boleta.
Eugenia quedó petrificada, la idea de la muerte de Gonzalo la destruía más de lo que ya estaba, si se pudiera acentuar aún la destrucción total... Se apoyó en la pared mientras con el auricular en la mano repetía: «Está muerto, muerto...». No reaccionaba, los ojos fuera de las órbitas, llenos de terror, y la boca entreabierta.
—Será algún chiflado, ¿qué más te ha dicho? —preguntó enloquecida su mamá.
—Que me matarán, que me reuniré con ellos.
—Siéntese, che, es..., no quieren que busque más al gurí —dijo Vilma, agarrando el tubo para colgarlo.
—Será... —balbuceó mirando la cara de pánico de su madre, que se había vuelto blanca.
—Si no quieren que busque más, karaí, es que está vivo. O que está usted cerca. Es muy peligroso, ko —dijo Vilma, y se quedó en silencio; no sabía qué hacer, y como ninguna bebía el café, fue recogiendo lentamente las tazas de corazoncitos, hasta que, amilanada, agregó—: No sé, tengo miedo.
—¿Estará muerto? ¡Qué horror! No puede estar muerto, es mentira, me quieren asustar, para que no reclame.
Vilma siguió con su tarea silenciosa como una hormiga; después de terminar, y en medio de un abrazo, le dijo a Eugenia con ojos refulgentes:
—Che karaí, ¡tenga cuidado!, por favor, téngalo que Mandinga está mirando.
Al quedarse solas, la madre, impulsada por el pánico, dijo:
—Lucía piensa que tenés que irte, hasta que todo se calme. Cuando me lo comentó me enojé, pero hoy pienso que tiene razón.
—Si me voy no lo encuentro más. ¿Quién lo va a buscar?
—Nosotros lo encontraremos. Tenés que salir del país.
—Esperemos, a ver si vuelven a llamar —dijo derrotada y casi sin voz.
—¿Qué vas a esperar, a que te maten?... Estos no se andan con vueltas. Papá ya estará por llegar, ha salido muy temprano; yo no sé qué hacer.
Eugenia iba y venía por el pasillo, hasta el teléfono, que ya no sonaba, luego seguía del pasillo al living, sus ojos redondos aterrorizados evitaban mirar a los de su madre, la palabra muerto le sacudía las fibras de su corazón, pues el muerto era su bebé, había dicho criar malvas... La cabeza le iba a reventar, y si él no estaba ella tampoco, para qué vivir... Se paró frente a la ventana que daba a la calle y miró a través de la cortina, «es mentira, quieren asustarme, si todo parece normal, no puede, no, no, qué hacer, si él no está, no tengo ganas... Irme..., ¿adónde?».
Vio llegar el auto de su padre; al bajar, este miró hacia arriba, pero con el reflejo del sol no podía verla; lo escuchó entrar y los oyó hablar desesperados en el comedor diario, sin llegar a entender qué decían... Se desplomó en el sofá, las manos sobre la cara, hundiendo sus ojos con las palmas en un intento de no ver nada, como si con ello pudiera librarse de tanta locura. «Tengo miedo, mucho miedo de imaginarlo muerto, sin él no puedo, no quiero vivir diluida en la nada... Si abandono, nunca lo encontraré».
Su padre se arrodilló y la abrazó, la voz destrozada:
—Tenés salir del país, hay que ir al banco a sacar la plata, todavía hay tiempo, vamos rápido antes que cierren.
—Dijo criar malvas...
—No está muerto, quieren amedrentarte para que dejés de buscar. Ese es su objetivo, eso indica que está vivo. Levantate, que nos vamos al banco.
—Me tiembla todo, estoy mareada, no puedo.
—Sí, vos podés, claro que podés, iremos caminando y se te pasará, vamos, son cuatro cuadras. ¡Arriba!
Se levantó con cien puñales clavados en su pecho, agarró su cédula, buscó la libreta de ahorros y salieron los tres juntos, ella en el medio marchando como un robot.
Ya en el banco, había dos largas colas. Mónica se encontraba detrás de una de las ventanillas, y ellos se pusieron en la otra, ya que Eugenia no quería verla. Al desocuparse primero la de su amiga, esta los llamó, se miraron durante un segundo y Eugenia rompió la cadena de disculpas que comenzaban a salir de las pupilas de Mónica con un imperativo «quiero sacar el dinero».
La otra señaló su reloj pulsera, faltaban unos minutos para la una.
—Demasiado tarde, hay que avisar antes —miró la libreta—. No creo que te lo den hoy, a lo mejor un cheque conformado, una transferencia, pero... ¿Todo? Cuando es una cantidad grande, siempre hay que avisar. ¿En efectivo lo querés?
—Claro. Todo. Por favor.
—Voy a preguntar.
Se retira, la ven hablar con el gerente a través de un cristal turbio, gesticulan, tardan un rato y al final los pasan a otro despacho; le dan solo la mitad. El resto decide transferirlo a una cuenta de sus padres. Les traen el dinero, su papá lo cuenta y acto seguido le preguntan si no está conforme con el servicio y otra sarta de tonterías, y ella firma pensando que el tipo es un imbécil o vive en el mundo del revés o quiere entretenerlos. ¿Qué le habrá dicho Mónica? ¿Y qué le va a decir, que todos han...? Su padre hábilmente da por terminada la operación y salen de ahí sin mirar atrás.
De camino, se detienen en una cabina cerca de la estación de tren; el padre habla rápido y casi en clave con una tía, para que vaya a la casa de su hermano: «Decile que no se le ocurra llamar, yo cuando pueda me pondré en contacto». Volvieron por Yerbal, a la hora del almuerzo la calle se veía solitaria, el aire frío los había recluido a todos. Una hoja de plátano descolorida se le pegó al tacón de la bota; la boca seca, los ojos vidriosos, la frente sudorosa y más hojas caídas que chasqueaban y ella que se desangraba en cada pisada, como si el crujir cortara y la hoja adherida... Raspaba el pie contra las baldosas y nada, ahí seguía.
—Es que ha helado —dijo su madre—, estará húmeda o será un chicle —y el padre, enloquecido, decía:
—Por los aeropuertos no podés salir, tienen listas, iremos a un país limítrofe, aunque en todos hay dictaduras... Nosotros te llevaremos. En la ceremonia del Mundial cruzaremos la frontera, una vez todos estén frente al televisor mirando la cana estará más distraída. Busquemos el pasaporte —ordenó con ansiedad al entrar en la casa. Cuando vio que aún estaba en regla, respiró con alivio y dijo que después de comer iría a comprar dólares. Empezaron a barajar posibilidades, mientras Eugenia preguntaba:
—¿Y Gonzalo? El viernes tengo que ver al detective...
—Irá alguien, vos no te preocupés, acá no te podés quedar —aseguró la madre.
—¿Y la casa? —insistía Eugenia.
—Nosotros solucionaremos todo.
—No me quiero ir... Y ¿adónde voy?...
—A Brasil —dijo el padre—. Hay que buscar un mapa de carreteras, nosotros cruzaremos contigo. Te dejaremos a salvo.
—Para ahí no necesito pasaporte.
—Igual te lo llevás.
—¿Qué voy a hacer?
—Vivir —respondió su madre—, y esperar a que las cosas se calmen. Luego volverás.
—Si no sé ni hablar, solo sé decir fale divagando —dijo decaída, con una sensación aplastante como la de estar atrapada en una red—. ¿Y Gonzi?
—Si te quedás, te matarán y entonces sí que no volverás a verlo. Tenemos que organizar todo. Comamos algo. Tenés que comer —exigió la madre.
Suena el teléfono y atiende aterrorizada. Es Lucía, quiere saber qué tal. «Bien, todo bien», y le pasa el auricular a su papá. Sabe que su vida es un agujero, que alguien escucha, que alguien vigila, que ha perdido su espacio esencial, la única propiedad del hombre: la intimidad de su propia casa. Alienada por su única idea, se repite: «Gonzalo, Gonzalo, tengo que pensar que lo volveré a ver... Vive, tiene que vivir».
Se sentaron a almorzar en un angustiante silencio solo interrumpido por el sonido del televisor (su papá lo había prendido sin saber por qué). Ahí, acompañados por el locutor de informativos, tragaban para mantener la función del cuerpo, había que tragar con todo, hasta los alimentos eran un deber; y de repente una cuña publicitaria del Gobierno: «¿Sabe usted qué está haciendo su hijo en estos momentos?». Exhortaban a la responsabilidad de los padres para que los vigilasen, para que no se convirtieran en terroristas... «Pobres, si no ellos los tendrán que matar... Son unos hijos de puta —pensó—. ¡No! Yo no sé dónde está». En esos instantes letales levantó la vista y ahí estaban los ojos de su padre, rabiosos, y las alas de la nariz abiertas palpitantes de ira. Eugenia miró hacia abajo y con el tenedor empezó a aplastar el arroz contra el plato hasta dejar un círculo, luego hacía caminitos en el cereal como cuando era chica, caminitos para no tragar, caminitos radiales y un centro: «¿Dónde está Gonzi?», y escuchó la voz dulce de su mamá: «Comé...». Miró sus ojos desasosegados, un alma aterida se veía en el fondo, un alma que se disfrazaba para convencerla de que todo estaba controlado, y que afirmaba «lo encontraremos...» mientras sus manos nerviosas formaban bolitas de pan que, enseguida, aplastaba sobre el mantel. Luego, fregaron los platos en silencio, Eugenia los secaba y los iba guardando de uno en uno... Con la misma congoja, con la misma cruz en un abrazo mudo, los dedos maternales peinaron el pelo azabache:
—Hay que seguir a pesar de la desgracia, es muy duro pero todo pasará, ¡lo encontraremos!
—Mami, me acuerdo cómo le gustaban las tapas de las cacerolas, cómo venía derecho a las ollas.
—Y todavía le gustan porque está vivo —corrigió su madre, que la veía naufragar.
—Voy a ir a ver al padre José.
—No le podés decir adónde vas. Nunca se sabe.
Mientras se lavaba los dientes recordaba su carita de ángel, sus mejillas regordetas, su sonrisa con chupete... y mordía el cepillo, cerraba los ojos y se abrazaba muy fuerte imaginando sus bracitos, mientras las lágrimas lentas se encadenaban en un pequeño torrente y le preguntaba al espejo si aquello era una pesadilla; su otro yo le contestaba: «Es real, es tu vida, solo te tiene a vos, llorar no sirve, tenés que seguir, lo encontrarás, Raúl te guiará».
Llenó la pileta, se recogió los cabellos con una hebilla y sumergió la cara, no podía venirse abajo, «solo te tiene a vos»... La angustia pareció aclararse con el frío, lo hizo varias veces, luego se corrigió las ojeras, se pasó un polvo compacto por la cara y dos veces en la nariz para eliminar el colorado, cepilló su cabello, apretó los dientes con una inspiración honda y pausada para exhalar el miedo... Buscó la funda de la almohadita de Gonzalo y su ponchito, y guardó ambas cosas en una bolsa. Hizo lo mismo con una camisa usada de Raúl, la dobló muy pequeñita con suma prolijidad y también la encerró, como dos tesoros bien individualizados. Precisaba de sus esencias para continuar... Y las mejores fotos, «todas no puedo»: una de la boda, una de la luna de miel, otras del bautizo y las de la plaza con los gorriones... Cuando quiso llevarse los escritos de Raúl, su madre dijo: «¡No!». Entonces, sacó del escondrijo el libro Rayuela y una antología de Almafuerte muy chiquitina. Tenía que seleccionar muy bien porque la vida no entraba en una mochila.
A las cuatro salieron. El cielo era de un color celeste compacto y definido como una tela, sin una sola nube. Su padre las dejó en la plaza:
—Hagan rápido, compro los dólares y vuelvo, ¡tengan cuidado! —y ellas enfilaron hacia la iglesia; por la vereda pasaban algunas madres con sus niños, y Eugenia indagó con ojos rápidos a cada uno, a sus manitos, a sus ojitos, aunque sabía que no iba a estar en el mismo barrio, o a lo mejor lo dejaban por ahí... Obsesionada como un bulldog, buscaba en cualquier detalle un rastro.
En la casa parroquial, la secretaria lorquiana les dijo que si no tenían cita el padre no podría recibirlas, que lo consultaría.
Sentada, pasaba el índice sobre la reproducción del Moisés, «cuánta bronca en esa postura, huele a incienso, Gonzi, Vilma...». Entró el padre José y tras de sí cerró la puerta y les dio la mano. Ella le dijo:
—He recibido amenazas, me voy.
Él vuelve a abrir la puerta, mira hacia los costados y cierra.
—¿Adónde irás?
—Qué sé yo —dijo alzando levemente los hombros. Se quedaron como suspendidos en un segundo, mirándose, hasta que el cura arrancó:
—En Río de Janeiro tengo un compañero, está en una iglesia del barrio de Leme, si vas por ahí vete a verlo. Su nombre es Antonio Sánchez, ahora mismo hago una nota, si necesitas cualquier cosa él te ayudará, es una gran persona —se sentó, buscó en el cajón del escritorio su agenda y se puso a escribir—. La iglesia se llama Nossa Senhora dos Pretos, o lo que es lo mismo, Nuestra Señora de los Negros, yo me comunicaré, no dejes de llamar.
—Siento que lo estoy abandonando.
—¡No! —exclamó levantando la vista, para volver, otra vez, a quedarse suspendido en sus brillantes ojos, pero al instante reaccionó, levantándose—: Tienes que tener fe. ¿Con el detective qué pasó?
—Hasta el viernes no sé nada, le pediré a mi suegra que vaya.
—¿Todavía te siguen?
—Antes de entrar, dimos varias vueltas y no vimos a nadie.
—Es mejor que te vayas por un tiempo.
—Vos también estás en peligro, cuando se enteren que ayudás a la gente...
—Tengo pasaporte del estado Vaticano.
—Estos siempre pueden, tienen la manija y son inmunes a cualquier tipo de autoridad... Quería agradecerte todo.
—Ojalá fuera más fácil, pero hay mucho miedo, la gente no quiere hablar; tenéis que tener paciencia, os comunicaré cualquier novedad.
—Dijeron que está muerto... —dijo poniéndose en pie.
—Hasta que no haya pruebas tangibles hay que pensar que está vivo. Indagaremos hasta dar con él.
—Cada día es peor, a veces creo que no podré; es igual que subir corriendo una escalera interminable, me falta el aire, estoy deshilachada, voy enganchándome en cada esquina, imaginando a cada instante si vive, si sufre... Si pasa mucho tiempo ya no me reconocerá, es tan pequeño... —dijo con los ojos enrojecidos y muy abiertos en un esfuerzo para que las lágrimas no cayeran.
—Me hago cargo, pero Dios está ahí, no podéis perder la esperanza. No hay nada imposible, solo hay que hacer lo necesario y esperar. He hablado con algunas monjas. No perdáis la fe, insisto porque todo es posible. Tienes que ser positiva. Tarde o temprano todas las dictaduras se derrumban, es cuestión de tiempo.
—No doy más.
—No decaigas, lo buscaré, confía en Dios —José le entregó el papel con la dirección y en el largo e intenso apretón de manos el pecho le quemaba y no sabía cómo decirle adiós; con su mano izquierda le cogió el brazo y añadió—: Es difícil lo que te pido, pero Dios está en todas partes y convierte la oscuridad en luz... —se sintió un estúpido con sus palabras triviales... Con el corazón latiendo en la garganta y de soslayo, veía los inquisidores ojos de la madre: «No es bonhomía, es amor, tenía razón mi marido: “Al cura le gusta Eugenia”. “¡Estás loco, decís cada cosa!” Y él: “En todas las amistades hay cierta atracción, los dos son jóvenes...”. “Pero enamorado... Estás loco, es su deber como cura, ¿no ves que es una persona excelente?” “Sí, sí, lo veo, veo que la abraza con la mirada y soy hombre y si de algo sirve ser viejo es para ver cosas que otros no ven...” Sí, sí, ahora yo también lo veo y se ocupará, claro que se ocupará».
Eugenia no quiso volver la cabeza, todo era tan vertiginoso que miraba las cosas como si nunca más fuese a volver. Un sol fulgurante iluminaba la plaza, los gorriones, la calesita...
—Pasemos por la librería, quiero llevar un diccionario de portugués.
—No podés dejar pistas, a lo mejor nos están siguiendo. Volvamos, tenemos que mantenernos normales.
Continuaron en silencio; algunos comerciantes estaban ornamentando sus vidrieras, solo faltaban cuarenta y ocho horas para la gran fiesta —¡viva la concordia!— de una sociedad jalonada por innumerables Falcones verdes reptando por las ciudades. El fútbol era un narcótico y el opresor lograba su objetivo... Si hasta los autos llevaban una calcomanía con el lema: Los argentinos somos derechos y humanos.
Entre los haces de luz reinaba la obscuridad de múltiples submundos, de vejaciones y torturas, y en el centro de todo la ceguera impuesta por el terror..., la de los que pensaban que aquellos a los que les sucedía algo era porque «algo habrán hecho», es decir, malas hierbas que había que cortar... Todos actores con el papel bien aprendido; «pero no es una película, es la vida real, mi vida real».
La panadería también tenía su bandera. Lo único que la liberaba era saber que no volvería a ver a algunas personas.
Fingiendo un día normal de una tarde cualquiera, entraron en la casa, donde se encontraron a sus suegros, que habían desconectado el teléfono; esa era otra paranoia: les habían dicho que se podían seguir las conversaciones aunque no levantaras el tubo. ¿Micrófonos?... Ellos mudarían todo a su casa, irían a ver al detective y mantendrían el contacto con el padre José, afirmaba la suegra:
—No vas a poder llamar a nadie, estamos todos vigilados y es mejor que no sepan dónde estás, al menos hasta que todo pase. Eso será lo más duro. Si alguna vez querés hablar, podés llamar a la tía Amelia, y ella nos traerá personalmente la noticia —«A mí no me van a llevar, para qué van a querer a una vieja de ochenta años», había dicho la mujer—. Este es el número de su teléfono, memorizalo... La cosa está muy jodida y allá también vigilan, hay infiltrados entre los argentinos, así que por las dudas no te juntes con ninguno, ¿me entendiste?
Los tres, al otro lado de la mesa, desgranaban consejos: que no se metiera en nada, cuidado con la gente, «no confíes en nadie, que estás muy vulnerable...», un poco más y le piden que deje de existir hasta que pudiese volver; mientras, al borde del pánico, aseguraban casi a coro: «Lo encontraremos».
Y llegó su papá y dijo que Lucía no vendría:
—Le dije que no viniera —aclaró para disculparla, con unos ojos sagaces que no sabían mentir— por si alguien vigila, igual no estarás fuera mucho tiempo.
Entonces miró a su suegra, e irracionalmente le pidió que no se olvidara de Voltri y de llevar flores al cementerio.
—Por mí no se preocupen, estaré bien —aseguraba desvalida.
—Claro qué iré, soy su madre —contestó llorando.
Las palabras no salían. Eugenia alzó la cabeza como buscando en el techo el origen de sus males, se levantó y ensayó lo que pretendía ser una sonrisa, pero acabó farfullando algo ininteligible que solo su padre captó.
—¡Llevar la caja de pinturas! No vas a cargar con ella todo el camino, te comprás otra. Vamos a arreglar todo para mañana, a la hora del partido tenemos que estar en la aduana de Iguazú. Bueno, adiós, adiós. Se terminaron las despedidas —y mientras la llevaba de los hombros hacia la habitación—: Revisá que no te falte nada, te compré un diccionario de bolsillo y un cinto de tela de nylon para que pongas el dinero, así lo llevas debajo de la ropa; no te lo saques nunca, para que no te roben. Y no cambies muchos dólares de una sola vez, no demuestres que tenés dinero.
—Sí ya sé. Todo eso lo sé. ¿Por qué no salimos ahora? Ya no doy más.
—Es mejor a la madrugada, por si encontramos controles. Al amanecer los soldados se relajan, están cansados. ¿Qué hace el teléfono desconectado?
—Es que pueden oír, me lo dijo mi suegra.
—Hay que conectarlo, de lo contrario pensarán..., ni sé lo que pueden maquinar.
—Prepararé algo para cenar —dijo la madre—, costeletas a la plancha con papas fritas, ¿qué te parece?
—No tengo hambre —fue la respuesta.
—Tenés que comer, hacelo por mí... —rogó mientras pensaba: «Lo hago por vos, hija mía, fingir que no me importa que tu hermana... Y sí, es borrascoso tu destino, pero no venir... ¿A qué tiene miedo? ¿A tropezar y caerse en tu cadalso? Si sabe que no se va a caer...».
—Bueno, yo me ocupo de las papas —dijo Eugenia, y nada más empezar a pelar levantó el telón y se dejó embelesar por las imágenes primeras: ahí estaban en el Jockey Club, con Lucía una lady consorte del polo, cuando apareció él. «Estuvo un rato calibrando el momento preciso para plantarse delante de mí y preguntarme mi nombre. Y, al escucharlo, no se le ocurrió mejor cosa que decir: “Te llamaré Eu, porque eres lo bueno que se ha cruzado en mi camino”. “¿Qué?” “Sí, como el prefijo griego... Bien..., bueno, podríamos..., ni quiero pensar lo que podríamos... ¿Tomar un café?” “No tomo café.” “¿Té?” “No tomo té.” “¿Una coca, o sigo?... ¿Cuándo volveré a verte?” “Nunca”, le dije mordiéndome los labios para no sonreír. “Sería penoso que, después de habernos encontrado...” Se veía alejándose para no oírlo, pero los flashes se sucedían infinitos como los números enteros: y, al día siguiente, a las ocho me despertó una de las sirvientas del palacete de Lucía: “Señorita, es urgente, dice que es su hermano, pero no habla cordobés”. Al levantar el auricular saltó: “Tenemos que vernos, no puedo dejar de pensarte, sos mi relámpago...” “¿Qué?” “Sí, es que presiento que vas a iluminar mi vida.” “¡Qué cargoso! ¿Cómo conseguiste este teléfono?” Y dijiste que lo nuestro sería único... ¡Por qué no te callaste! Mirá que te lo dije veces, ¿y ahora qué?...»
—Ya basta, no peles más —ordenó la madre—, poné la mesa.
Cierra los ojos y desea estar muerta, el dolor es insoportable.
El agua que se deslizaba entre sus dedos, eso era su vida.
Después de secarse, desplegó el mantel, y al mismo tiempo que lo extendía una única pregunta la taladraba; mientras ponía los platos con la mirada perdida, su padre, que estaba sentado, le acarició una mano y le aseguró:
—Gonzi estará bien, nadie le hará daño, las monjitas son personas que tienen mucha ternura para dar.
—Sí... —dijo Eugenia mirando esos ojos velados por la impotencia; su abundante pelo cano bien peinado aún se mantenía con color en la nuca, rubio, igual que las cejas, que, erguidas, desafiaban al porvenir.
—Lo encontraremos. No te desanimes —se levantó y encendió el televisor, para que entrara otra voz en la casa.
Emitían el programa Grandes valores del tango. La melodía la invadió erizándole los pelos, mientras comían escuchaban al cantor: adiós, es la manera de decir ya nunca... adiós, es la palabra que quedó temblando en el corazón de la partida... adiós, amor, ya no nos veremos más... La madre se puso de pie y cambió de canal. Ante tal poesía, su mente coreaba: «Ya nunca, ya nunca...» Las papas fritas se mezclaban con la congoja y lograban atragantarla; la angustia se oponía al imperativo vital de tragar.
Cuando estaban lavando los platos, otra vez el ring supremo del teléfono. Ella se desplazó para atender, pero fue su padre quien se cansó de decir «hola, hable, hable».
Retorna el ring negro en forma de presagio, Eugenia levanta el auricular y grita: «¡Hola! ¡Hola! ¡Hola, hijos de puta! ¡Hola!», y lo desconecta.
—Quieren que estemos aterrados, y lo están consiguiendo... ¿Por qué no nos vamos ahora?
—No, de noche hay más controles. Ya lo he planeado, será al amanecer.
Vuelven a mirarse anulados... Y, enloquecida, sube a su estudio, frente al caballete observa un cuadro inconcluso, el último antes de la catástrofe. Le gustaba, le parecía maravilloso, todo lo de antes era maravilloso. Abrió el bloc de los bocetos, en cuyas hojas aparecía Gonzi, veía sus ojitos asombrados mirándose las primeras botitas como preguntando «¿qué me has puesto?», y caminar a trancas cayéndose de culo, «es tan chiquito, es mi bebé». La angustia la cercenaba y, para evitarla, subió a la azotea. En la noche fría refulgían las estrellas: bajo el mismo cielo... pero ¿dónde? ¿Dónde? El ruido alargado del quetrenquetren, lo peor es no saber..., quetrenquetren, esperar sin..., quetrenquetren, esperar días y días sin poder hacer..., quetren..., «no puedo vivir sin saber dónde estás...» Apoyada en el barandal, veía la calle desierta, todo sin volumen como un cuadro mal pintado, un pavimento humedecido, unos arbolitos frágiles y siniestros; en el edificio de enfrente la gente continuaba con sus rutinas como si nada pasara: una mujer planchaba mirando la tele, otros cenaban, un viejo en un sillón comía frente al televisor con el plato sobre las rodillas. Todos estaban hipnotizados por el resplandor de las primeras transmisiones en colores; solo cruzar la calle y diez pisos, y en la esquina de Rivadavia el camión de la basura, taxis, colectivos, la ciudad llena de gente... «Y aquel día nadie vio nada. Nadie sabe dónde vive, nadie lo vio pero todos lo escuchamos cuando llueve al sapito glo, glo, glo... Dónde diablos se escondió...», su voz era un hilo que se cortaba. Se secó las lágrimas con los puños al escuchar unos pasos; su madre acababa de subir, y para llenar el espacio dijo:
—Va a helar. Creí que estabas en el estudio.
—Voy a llevar el bloc de bocetos.
—Te guardaremos todo hasta que vuelvas. Y no dejaremos de buscar, te lo prometo. Confiá en nosotros, lo encontraremos, aunque vos no estés, seguiremos buscando.
—Lo sé, pero... —quería decirle que su alma se quedaba acá, que ya los sentía muy lejos.
La madre la atrajo hacia sí en un abrazo (intercambiaban silencios y temblores para resistir, no conocían otra manera de blindarse) y con un beso en la frente murmuró:
—Vení, bajemos. Hay que dormir —la llevaba de la mano como cuando era una niña—, son muchos kilómetros, como mil cuatrocientos. Vos tratá de descansar, nosotros te llamaremos.
Ebria de una nostalgia incipiente, daba vueltas en la cama, casi asumiendo que hay cosas que no pueden volver atrás. Se reconfortaba en el calor de sus recuerdos hasta que extendía un pie y la sábana fría era un cruel testigo; pero en sueños lo sentía ahí: «Tu piel, tu piel... Si me besas no tengo miedo, si me acaricias tampoco, si me besas... Si tus manos me estimulan...» Aquellos besos ardientes, destilados del genuino dolor, la iban cubriendo como finísimas nubes y, en ellas, arqueándose de placer, volaba... Su magma agitado extrude, un placer, dos placeres, varios.
Aletargada por el éxtasis —apenas distinguía el reloj que estaba en la mesita de luz; en la oscuridad las agujas amarillas marcaban la una—, se levantó, y al ver su reflejo fantasmagórico en el espejo del ropero sintió miedo, era la no vida... Fue hasta la habitación de Gonzalo y, por enésima vez, volvió a oler sus ropas. Miró hacia la calle, todo estaba desierto, los vagidos de los gatos flotaban en la penumbra.
Al amanecer partieron los tres.
A medida que atravesaban el presente perfecto de Buenos Aires, una hoz lunar oponía resistencia ante un sol rojizo que, sigiloso, se iba apoderando del espacio. Su madre iba de copiloto con los mapas de rutas sobre las piernas, e intentaba sintonizar en la radio una emisora que pasara algo adecuado para su hija.
Eugenia, en el asiento trasero, había decidido cerrar los ojos, como si con ello atenuara el sufrimiento de la partida. Luego, respondiendo a un impulso involuntario, dejó vagar su mirada más allá del camino y creyó ver una estrella rezagada en medio de un cielo celeste cobalto... Sí, para eso utilizaría un puntito de azul cobalto con blanco de titanio y un corazón de hierro, eso necesitaba, un corazón que no estuviera lleno de miedo... No sabía nada: ni qué, ni cómo, ni cuándo, ni dónde, lo que sí sabía era que debería haber viajado sola, era una equivocación exponer a sus padres a tanta angustia...
En la ruta 9 tuvieron el primer control de la policía militar. Se fingió dormida y logró su objetivo: no mostrar los documentos; sus padres presentaron los suyos y dijeron que iban a visitar a unos parientes. Dos soldados trasnochados les permitieron el paso.
En la bellísima tierra de perennes campos, infinitas vacas pastaban indiferentes a unas nubes tormentosas que obstruían el cielo, ¡si hasta los molinos de agua parecían estar de luto!, eran verdaderas margaritas negras movidas por un viento argentino con olor a yuyos mojados... ¿Cómo toda una nación pudo llegar a esta ignominia? No entendía nada de política, lo único que sabía era de su pesadilla y en ella veía a una Argentina saturnal, como el cuadro de Goya... En algún rincón estará Gonzi, pero ¿dónde?... «¿O también te lo comiste?»
En Rosario, otra policía militar, y otra vez los documentos, y esta vez revisaron el baúl. A ellas no las hicieron bajar, no sabía si su papá se manejaba muy bien con la cana o es que desde el Cielo... No había Cielo.
Iban bordeando las grandes ciudades para evitar los controles; ahora conducía la madre, el vértigo no les permitía parar y seguían atravesando patria por el sendero menos deseado: el de la vida en otra parte.
Pasaban los kilómetros y también terminaba el tiempo de estar juntos, lo sabían, pero no querían asumirlo y hablaban pavadas para que el camino no resultara un vía crucis. Eran actores novatos aprendiendo a fingirse fuertes para que el otro no se derrumbara; más controles, más miedo, mientras ellos sobreactuaban... Ahora el clima era cálido y el cartel indicaba Resistencia (3), resistencia eléctrica, ¡qué hijos de puta!, ¿o era quemado?... No pensar que a menos resistencia más corriente... Por eso decía los de las vacas en el matadero. «No puedo, no puedo, no tengo hambre...», y había que cenar en un comedor de ruta; era tarde, solo había algunos camiones. Al entrar, la mayoría de los comensales volvieron la cabeza, se notaba que eran foráneos o ¿fugitivos? Todos estaban sentados contra la pared, y lo mismo hicieron ellos.
Y un Sancho de cara alegre les recomendó el plato estrella. El lugar era acogedor, las paredes estaban decoradas con motivos de pesca, pero olía a tabaco mezclado con sopa de pescado. Entre el quebrar de los grisines se escuchaba el sonido del televisor (con la propaganda del día de gozo) y la risa de unos camioneros forzudos; ellos, mientras llegaba el surubí con papas, valoraban si debían cruzar juntos.
—Sería mejor yo sola en un colectivo de pasajeros —propuso Eugenia.
—Qué no, ¿para qué vinimos hasta acá? Juntos y cuando empiece la ceremonia —afirmó el padre convencido—. No creo que vos figures en las listas, hay que arriesgarse, con nosotros estarás más segura.
El vino fue blanco y ella lo encontró riquísimo, le abría el apetito con una ligereza dulce de mejillas encendidas, ahora podía expulsar el aire punzante y veía todo de un color mágico.
Lo voy a encontrar.
—No tomes más, que te vas a emborrachar.
—Es como anestesia, mami...
—Qué anestesia ni anestesia —dijeron unos ojos desesperados—, prometeme que no vas a beber —y Eugenia juró.
El alcohol y el cansancio la entregaron a un sueño plácido, pero el alba, al despuntar, cortó la dulce imagen de los tres juntos en la plaza, ellos dos riendo mientras Gonzi miraba asombrado a unos gorriones dar saltitos... Se refregó y volvió a tomar conciencia, la boca amarga con gusto a nada, la sed de los ausentes. Quería morir, pero se obligó.
Y cruzaron el puente sobre el río Paraná para llegar a Corrientes. Todo estallaba en verdes vibrantes, eléctricos, cinabrios, y la tierra se había vuelto roja, de un rojo inglés con un puntito de amarillo de cadmio... Pinceladas inconscientes, lentas, pinceladas indelebles en una frondosidad que desbordaba estrepitosa un calor cargado de humedad; ya estaban en Misiones, donde nubes de mariposas enloquecidas rodearon el auto, todas blancas; más adelante, un cartel anunciaba que, por fin, estaban en Iguazú, en la selva de las aguas grandes.
Llegaron antes de la hora y decidieron dar una vuelta por el pueblo; era mediodía, muchos negocios habían cerrado y se veían cartelitos que decían: Vuelvo a las cinco, después de la ceremonia; todo desierto, la Argentina estaba paralizada por la gran euforia... Eugenia entrecerraba los párpados para acostumbrarse a ese resplandor blanco que remachaba tanta soledad.
Sin saber qué hacer, se fueron hasta el hito de las tres fronteras (Argentina, Brasil y Paraguay), la unión de los ríos Iguazú y Paraná; al otro lado de este límite, una selva verde asfixiaba el horizonte. Eugenia, acorralada en un tiempo laxo, rogaba:
—Crucemos ya.
—Todavía no —dijo el padre—, vamos a dar antes una vuelta.
—Ya no doy más, quiero que se acabe todo. Dará igual una hora que otra.
—Hay que hacerlo como lo planificamos.
—¿Y si no hay balsa? Tendrán horarios...
—Llamé desde la estación de servicio, a las tres hay una.
Cerca del puerto, se detuvieron a la sombra de un ceibo coronado de flores rojas; la madre cebaba unos mates sin hablar; en la radio, todo era una fiesta, mientras ellos se sentían ciudadanos de otra galaxia.
Cuando llegó el momento, se escucharon las palabras del dictador: «Es un día de júbilo para nuestro país, por eso pido a Dios Nuestro Señor paz para todo el mundo», estiletes de angustia que se clavaban en el corazón destrozado de Eugenia, que exigió:
—¡Apagá a ese hijo de puta!
Avivados por el general, descendieron hacia el puerto viejo, desde el que el río Iguazú se extendía enorme, como el bramido que producía su corriente. El padre alertó:
—Tengo que dejarlo, todo el mundo lo escucha, si no sospecharán. Pensá en otra cosa, que es solo un rato y estarás a salvo.
En el puesto fronterizo también estaba la policía militar, y, por supuesto, en la garita de la aduana había un televisor encendido a todo volumen y una radio haciendo coro.
Mientras trataba de evadirse, la luz del sol le entrecerró los ojos y alcanzó a leer Gendarmería Nacional Argentina, «Centinela de la Patria y de la Paz»... La emoción en la garganta y en el pecho otro estilete.
Mostraron las cédulas. Su padre abrió el baúl, y en tanto que un soldado lo reconocía, otro inspeccionaba con habilidad los bajos del auto con un espejo; mientras lo hacía, le sonrió de manera franca, y ella hizo lo propio.
Los dejaron esperando unos instantes eternos, durante los cuales se dedicaron a dialogar entre ellos, no se sabía de qué. El soldadito volvió a sonreír, les devolvieron los documentos, el sonriente levantó la barrera y se desplazaron hacia la gran explanada, para embarcar en la balsa que les transportaría hasta Puerto Meira, en Brasil.
Había unos veinte coches y algunos peatones. Se acomodaron en la fila, al lado de un camión cargado de bebidas. Cuando ya estaban casi por partir, vieron acercarse a dos soldados armados, distintos de los anteriores, que se dirigían hacia ellos.
Un gélido hormigueo se adueñó del cuerpo de Eugenia, su corazón latía desesperado... Entonces su mamá dijo:
—Vos no digas nada, tranquila.
—Estoy harta.
—No enloquezcas, parece que traen algo en la mano —dijo su papá.
Hasta respirar le dolía, ya se veía engrosando la lista de detenidos... A sus padres no, no quería que a ellos les pasara nada, «todo por mi culpa...». Los músculos bailaban al son del terror, y la humedad de la frente indicaba: «Se acabó, todo en vano, se acabó». Los ven detenerse en el auto de adelante, hablan con el conductor, entregan lo que traen, se retiran; uno de ellos vuelve la cabeza, por un instante parece mirarlos, pero da la orden de zarpar.
Dentro del auto se oyó el resoplar de los tres al mismo tiempo: ¡ufff!... ¡Pffff!... Y fuera, el rugir de las hélices ante el gran caudal que columpiaba la balsa; remolinos de agua límpida eran enlazados por corrientes oscuras y rojizas, y los círculos concéntricos, mayores cada vez, se engullían unos a otros, arremetiendo cual bestia furiosa contra la isla artificial, rociando con infinidad de gotitas la siesta. La gente se bajaba de los autos para disfrutar de la zozobra del recorrido. Ellos hicieron lo mismo, necesitaban respirar ese aire húmedo, necesitaban un nuevo impulso para continuar con la huida.
Muchos de los que cruzaban eran argentinos con la radio a todo volumen; el del camión y otras familias hablaban portugués, una nueva lengua que oía con los brazos cruzados apoyada en la puerta trasera del auto. En su ola de silencio veía alejarse la costa argentina, y junto a ella a Gonzi, a Raúl, su lugar... y supo que el destierro era desasosiego, la sonoridad del agua lo gritaba. Su madre, que advertía su mirada perdida en el eco de un vacío monstruoso, la abrazó.
—Nosotros somos tu esencia, y adondequiera que vayas, siempre estaremos en ti.

 

(1) Ave guardiana muy común en los campos que, ante cualquier señal de alarma, emite gritos estridentes: «teru teru».
(2) Sargento del poema gauchesco Martín Fierro, ayuda a este poniéndose de su lado: «Cruz no consiente / que se cometa el delito / de matar así a un valiente».
(3) Resistencia, capital de la provincia del Chaco, Argentina.

 

 

 

 

Brasil, 1978

 

Tras rellenar los papeles de la aduana, pasaron la frontera; en Foz de Iguazú bajaron resoplando ansiedad, luego su padre extendió un mapa sobre el capó y se puso los anteojos para señalar:
—Vamos para Gua-ra-pua-va, qué palabrita, Guarapuava, lo dije, vamos a hacer noche allí.
—Puedo seguir sola, algún día tendré que empezar a estar sola.
—Sí, pero hoy no —dijo la madre haciéndose fuerte.
Siguieron por la ruta 277; un trayecto a paso de tortuga detrás de una fila de camiones, la ventanilla baja, el aire en la cara y una mirada geométrica hacia un futuro lleno de incógnitas... Bandadas de cotorras cantaban la alegría de vivir a una vegetación impresionante saturada de flores y mariposas anaranjadas; por doquier se veían árboles altísimos, enredaderas siguiéndolos sobre lianas laberínticas y unos monitos en el borde, quietos, fláccidos en la humedad sin aire, y se respiraba un olor verde diferente al de Argentina, a selva, a profundidad en un cielo incoloro. Cerró los ojos: «¿Dónde estás, Gonzi? ¿Con quién?». Si se dejaba llevar por lo que sentía debería pegar un grito y abandonarse a morir.
Las emisoras patrias se iban perdiendo en una llanura ondulada de pastizales salpicados de cebúes. Era el estado de Paraná y, justo cuando la luna asomaba, entraron en Guarapuava. Tras dejar el reducido equipaje en un sencillo hotel, su papá eligió para cenar una pizzería con una decoración muy alegre, en la que todo era de color rojo, incluidos los manteles a cuadros en los que se combinaba con el blanco.
Sentados al lado de la ventana, evitaban mirarse, pues la despedida flotaba en el aire. «Mejor no pensar —recapacitó su padre—, voy a pedir pan de ajo, que no le gusta, así protesta, así se enoja». Su hija no decía nada y había que hablar.
—Ahora tenés que resignarte, para poder volver a vivir.
—Resignarme sería cobardía. ¡Cómo voy a aceptar que me hayan quitado a mi hijo!... No abandonaré jamás.
—No, quise decir que cuando uno acepta las cosas el camino es menos doloroso. Nosotros no abandonaremos, si no es ese detective contrataremos a otro, quiero que estés segura —afirmó con los ojos brillantes y casi inundados— y que te permitas volver a vivir.
—Sos muy joven y estás tan cargada de pasado, tenés que aprender a sacudírtelo... Yo no sé cómo se hace, pero tenés que intentarlo poquito a poco. No quiero que te mueras de pena. Jurámelo, jurame que lo harás —imploró la madre apretándole las manos.
—Sí —prometió y, soltándose, apartó la cortina para perder su mirada en la calle; tragó saliva para no llorar, luego tomó un trago de cola.
—Pensá en Raúl, él querría lo mejor para vos, y eso es que vuelvas a vivir, no quiere verte triste. Tenés que ser fuerte y sobrevivir —insistió su papá.
—La tristeza es como la niebla; no, es peor, es como una inmensa nube de tierra, no ves nada, se mete en los poros y te asfixia.
—La gravedad puede con el polvo, las nubes pasan —dijo su padre.
Por suerte, llegaron las pizzas, que les ofrecieron otro tema de conversación, el grosor de la masa, «¡qué asco el ajo!», «comé, que te hace falta»... La gente era muy amable, el mozo los felicitó por el Mundial y preguntó silabeando si habían venido al santuario. Y su padre, con grandes gesticulaciones, dijo que no, que estaban de paso, y seguía hablando con gestos como si el otro fuera sordo. A los postres les ofreció un limoncello, que Eugenia no tomó, como había jurado... Si no se habría tragado toda la botella para no saber que mañana sería peor, que la esperaba un largo día: el primero de su vida sin nadie.
Se despertó con un haz imponente que se filtraba por un agujerito de la persiana. Había llegado la hora, la hora de salir o entrar en el infierno, «¿y si no lo vuelvo a ver?». La incógnita zumbaba en el silencio, un silencio que parecía cerrarse a su alrededor, como un mecanismo que no volvería a abrirse jamás, un mecanismo que la expulsaba y que la hizo huir hacia la ducha. Con el agua fría sobre los párpados se desdoblaba imaginándolos, y para no seguir ahogándose en ese vacío espinoso se envolvió en la toalla; al salir, vio a su padre tenso, parado frente a la ventana con las manos en los bolsillos. En esa honda mudez, su mamá acomodaba con ternura algo en la pequeña valija. Habían enflaquecido. El infortunio y la infelicidad también eran carnívoros.
Se vistió con vaqueros y una remera negra, sobre el cinturón de tela de nylon que contenía el dinero, doblado muy pequeñito, y que, como comprobó frente al espejo, no se le notaba. Después de calzarse unas zapatillas de deporte, permaneció un rato sentada en la cama, repasando una a una sus cosas, hasta que vio el paquete.
—Son dos libros —dijo la madre—, no lo abras todavía... Quiero que me prometas que te cuidarás, que lucharás, que harás todo lo posible para poder escapar de esto. Con la mano sobre mi corazón, prometémelo.
—Lo juro. ¿Conforme? —dijo cerrando los ojos, antes de mirar hacia el techo para no llorar—. Tengo que sacar el boleto para Curitiba, el mozo de la pizzería dijo que no había muchos colectivos.
La madre insistió en sus recomendaciones.
—Sí, quedate tranquila, tengo veinticuatro años ya.
—Y lavate los dientes —dijo el padre sonriendo.
—¡Por Dios, papá! ¿Es que al dentista nunca lo dejás en el consultorio?
—Lo que uno es, siempre va con uno. Vamos a desayunar, vamos a pedir ananá, que acá está muy rico.
—¿Es que comiste muchas veces ananá de Gua-ra-pua-va? —le preguntó estirando su boca en una sonrisa.
—Nunca. Pero hoy sí.
En el desayuno recordó que el ananá tenía otro nombre abacaxi, y en otros lados piña o pineapple, y era un antifaz para el estremecimiento compartido, como el café muy negro y las mariposas muy blancas. En la terminal de ómnibus el sol les obligaba a entrecerrar los ojos, y unos gorriones saltaban a su alrededor y Gonzalo y un jardinero negro que rasuraba el césped impregnando el aire y les sonreía porque a cada instante se daban unos abrazos atornillados... y era uno el sentimiento: no sabían si desear que el tiempo se detuviera o que pasara rápido.
Durante el último, largo y envolvente abrazo, su mamá repetía:
—Todo irá bien, lo encontraremos, intentá olvidar, tenés que renacer...
—No llorés —pidió Eugenia.
—Lo intento. Todo se arreglará. Cada día que pasa, es uno menos que te falta para volver a verlo... Acordate siempre, siempre..., «es un día menos».
El padre las separó, para abrazarla en silencio.
—El colectivo se va, tenés que subir —ordenó con voz entrecortada.
Apenas acomodó la pequeña valija marrón en el portaequipaje, abrió la ventanilla y extendió el brazo buscando el de su madre. No podía dejar de mirarlos, el camino se cerraba y su memoria volvía a archivar imágenes; se sentía como una muñeca desmembrada y era otra la frontera.
Como a su lado no viajaba nadie, aprovechó para acomodarse en todo el asiento, se puso los anteojos de sol, bajó los párpados y, como en un caleidoscopio, vio cómo se superponían las últimas veces de todos.
Trató de evadirse mirando el camino, seiscientos kilómetros faltaban para llegar a Curitiba. Los chóferes eran dos: uno gordito, el de mayor edad, era el que manejaba, y el otro, un joven negro y flaco como un cordón zapatos, rellenaba unos papeles. Oían la radio local. Como su asiento era el primero, aguzaba el oído y llegaba a entender algunas cosas. A mitad del trayecto el conductor gritó: «Dez minutos. Parada obligatoria». Bajaron todos, la mayoría se iba al bar.
Mientras el chofer más joven dejaba unos paquetes, el otro, con cara de felicidad, hablaba con los pasajeros. Eugenia aprovechó para estirar las piernas; empezaba a cambiar el clima, se notaba más fresco. Se sentía observada y extraña. Antes de subir, el conductor gordo la miró y le preguntó: «¿De dónde vem? Pode ver que vôce não es de aquí», dijo muy perspicaz, dejando ver sus dientes pequeños y desgastados de tanto comer.
Reanudaron el viaje y el señor se ubicó en el asiento paralelo, al otro lado del pasillo, para continuar con la conversación. Naturalmente, le hizo las mismas preguntas que siempre hacía: si era la primera vez que iba, si tenía parientes. A lo que Eugenia contestó con un «fale divagando».
Entonces sonrió y volvió a decir todo más despacio, y ella:
—¡Qué raro! Hace fresco.
—Es que vamos hacia un altiplano, aquí hace más frío que en otras partes de Brasil, ya verá la Serra do Mar. En algunas partes del centro de la ciudad se ve.
—¿Está cerca de la playa?
—No, a setenta kilómetros. Si quiere playa, tendrá que ir a la costa atlántica, a la isla do Mel —quería hacerse entender, quería ser agradable, sabía que esa chica lo necesitaba... Había visto sus ojos al subir y ahora con las luces de los camiones que venían de frente refulgían vidriosos, como los de un animalito herido.
Llegaron a las nueve de la noche; la terminal era un caos: vendedores de comida, de jugos, de loterías, gente cargada de valijas, niños pidiendo y transportistas voceando sus servicios. Vio acercarse al chofer gordo —le inspiraba desconfianza, lo tenía demasiado cerca, olía su aliento, veía sus dientes corroídos—, que con el dedo índice levantado y de manera pausada le advirtió:
—Suba laranja taxis legal —y señalaba al final una agencia de información—, el centro de la ciudad está en la calle 15 de Noviembre. ¡Sorte! ¡Tem suerte!
«Gracias», silabeó sorprendida, se puso la campera y se dirigió a la oficina. Al llegar la chica estaba cerrando, pero le dio el nombre de un hotel en el centro, y un mapa, y subió a un taxi color naranja.
El trayecto le resultó larguísimo, aumentado por el intenso tráfico y la ansiedad de estar en un lugar extraño. Rogaba que hubiese lugar en el hotel; la muchacha le había dicho que sí, que un chico de ahí era argentino, concretamente el conserje, que era tucumano. Sintiéndose a salvo, se instaló en el tercer piso, en una la habitación minúscula que daba a la calle. Guardó el dinero en la caja fuerte, que tenía una llave decimonónica que no le inspiraba seguridad. Entreabrió la cortina, hacia abajo: figuras y más figuras, caras sin ton ni son en un mundo que no era su mundo, «sin mi bebé no, no», la presión de la vida le generaba tanto miedo que se sentía como una funambulista principiante... Abrió la valija para hundir la cara en el aroma de cada una de las prendas, las lágrimas caían... No podía estar muerto, lo sentía vivo y lo encontraría.
Rompió el paquete y aparecieron dos libros de poesía, acompañados de una nota: Cuando te sientas sola, intentá leer, no te quedes encerrada. La pena que te asfixia empezará a resquebrajarse... Dejá que por esa grieta entre la vida. Las piedras no caminan, pero las personas sí; me equivoqué, también hay movimientos de tierra y corrientes marinas y canto rodado... Volverás a abrazarlo. LoprometoTequeremos. «Si escribimos todo junto parece un abrazo», decía su mamá cuando de niños jugaban a las letras...
Intentando huir, encendió la televisión: un canal de informativos, fútbol, estampas de Portugal y una telenovela; apagó la luz y se dispuso a verla. La protagonista, con un vestido salmón, cerraba una puerta llorando, Eugenia no la entendía, pero también lloraba. Y un corte y continuamos con Dancin’ days... Un giro otro giro y siempre un muro de incertidumbres.
Al despertar, la tele seguía encendida. Ya eran las nueve e iba a perderse el café, con lo caro que le salía. Se vio los párpados hinchados, le daba vergüenza... «¡A la mierda con todo, si no conozco a nadie!»
Después de desayunar volvió a la habitación para lavarse los dientes. Había que salir y agarró por la rúa peatonal; edificios coloniales, casonas pintadas con diversos tonos: rosa pálido, geranio, amarillo patito, añil y verdes aguados servían de escenografía a la vida que se desarrollaba de manera frenética, todos caminaban rápido, como si se hubiesen quedado dormidos; otros, enfrascados como ella, parecían habitar otro mundo. No se veían muchos niños, algunos vendiendo pasteles o ayudando a sus madres a pedir limosna.
Observó que, aquí, los brasileros eran rubios y de ojos claros. No se contagiaba de su ritmo, iba despacio y sin rumbo, perdiéndose por callejuelas laterales, se detenía a mirar vidrieras que no veía, entró en una iglesia sin saber por qué y se quedó sentada en una plaza llena de flores amarillas; se parecían a los lapachos de Flores, pero la flor era de otro color.
En una cafetería, se ubicó al lado de la ventana, la música incitaba a recordar, O que será, que será?... «Todo es pretérito... No, Gonzi no, él es el porvenir...» Tenía que acostumbrarse a su nuevo estado: viuda, madre de un bebé desaparecido y exiliada, eso era vivir sola, comer sola, dormir sola... Presa de una amarga melancolía, decidió partir hacia el norte. Pagó una Coca-Cola intacta y salió rumbo a la estación terminal de ómnibus.
Antes del amanecer del día siguiente, ya estaba en la rodoviária lista para subir a otro ómnibus de vistosos colores, la mitad posterior verde y la de adelante con las franjas del arco iris y, sobre ellas, escrito en letras negras y grandes el curitibano, rumbo a San Pablo.
El colectivo iba completo, y a ella le tocó en suerte el asiento 18. A su lado se sentó una señora negra de unos treinta y tantos, embutida en una camiseta verde limón, muy pintarrajeada: ojos delineados en celeste, labios rojos, uñas rojas... Los cabellos, como virulana y teñidos de rubio dorado, exaltaban el color de una piel tan oscura que viraba al azul; llevaba algunos collares y muchas pulseras de colores en ambos brazos. Eugenia dejó que la cabeza reposara en la ventanilla y, abrazada a sí misma, se cubrió con la campera y cerró los ojos aspirando el aroma avainillado de su vecina, no obstante sin quedarse dormida en ningún momento: tenía que cuidar el dinero que lleva en la cintura.
Al rato, su compañera, con una sonrisa blanquísima, dijo que se llamaba Florinda, que era bahiana, que había estado en Curitiba para conocer a una nueva sobrina y que trabajaba en San Pablo. Despedía vitalidad, gesticulaba y el ruido de sus pulseras era la música de fondo para sus rápidas palabras, a las cuales Eugenia respondía: «¡Fale divagando!».
Empezaron a silabear y el viaje se hizo ameno; las acompañaron Jorge Amado con doña Flor, la feijoada y las calles del Pelourinho, que Eugenia también había transitado en su luna de miel. Como Florinda era muy preguntona, ella mintió:
—Sí, mi marido está en Río.
—Você tem saudade.
—Cuando lo vea se me pasará —dijo Eugenia con una sonrisa.
—La tristeza no sirve nada más que para ennegrecer el corazón, hay que matarla a palos antes de dejarse abatir. Imagínese si mi corazón se volviera más negro —dijo con una sonora carcajada—. No podría vivir. Yo cubro..., tapo un amor con otro, es lo mejor.
—¿Muchos amores?
—Un marido, y amantes cinco o seis o diez... é que eu já perdi a conta —dijo con tono burlón, y moviendo los dedos agregó—: La cuenta, se dice cuenta. También amé a un argentino.
—Has querido muchísimo —dijo Eugenia extrañada.
—Es verdad, yo he querido mucho más, las mujeres siempre amamos más, es natural. El último todavía no sé dónde anda, le gustaban mucho las fiestas...
—¿Como Vadinho?
—Sí, igual, pero yo ya tengo otro en vista, es que no me puedo poner más negra... —y soltó otra carcajada despampanante como su cuerpo.
—Hacés muy bien, ¡qué bonitas las pulseras!
—Las fabrico yo, es mi trabajo, están hechas con elementos naturales, como bambú, tucumá, urucuri, cortezas de árboles y fibras de la Amazonia, también con escamas de grandes peces. Eu produz pulseiras, aneis, colares e adornos diversos hechos de sementes —dijo aceleradamente y con entusiasmo.
—Eres una artista, son muy lindas. ¡Fale divagando!
Florinda, ya más despacito, agregó:
—No son simples pulseras, tienen un significado; esta roja de semillas es la de los deseos, debe ser usada siempre, en todos los momentos, y cuando se rompe lo pedido se cumple.
—Es mágica; se romperá rápido, ¿no? Si son semillas...
Y ahí la mujer empezó a explicar que estaban sujetas a una cadena, que los eslabones no los hacía todos iguales, algunos eran más débiles para que se rompiesen, de modo que juntaba todos fuertes y uno frágil. O los juntaba de manera aleatoria, así duraban distinto, mucho o poco según la suerte. A las semillas les hacía un laqueado para que pudieran resistir el tiempo de la magia sin despintarse; que la gente soñara, de eso se trataba, de soñar.
Interrumpió la explicación un grito del chofer: «¡Ponto obrigatório!». Bajaron todos, porque el ómnibus se cerraba; caían unas gotas enormes como cerezas, olía a tierra mojada y el bar estaba atestado de gente de otros autobuses; ellas fueron directo a la cola del baño. Después comieron un sándwich naturais acompañado de un café con leche, sentadas una frente a otra en una mesa del fondo que, minutos antes, Florinda le había robado a dos negros con una sonrisa llena de picardía erótica.
Cuando Eugenia le contó que era pintora, la brasilera dijo que estaban hermanadas artísticamente, que era una pena que no se quedara unos días en San Pablo para visitar el museo de arte, en la avenida Paulista, donde se encontraban varios de los grandes. Entusiasmada, le anotó su teléfono en una servilleta, mientras le contaba que se bajaría antes, ya que vivía en Embu das Artes, pueblo que, como indicaba su nombre, estaba poblado por bohemios.
—Tendrías que venir un día... ¿Quieres un cigarrillo? ¿No fumas? ¡Tampoco fumas, mira que eres neutra!
—¿Neutra? —preguntó Eugenia.
—Sí, indeterminada, indefinida, los colores que llevas son neutros... Bueno, no te quedan mal, pero con otros estarías mejor, te hacen triste, muy triste, pero linda —se oyeron unos truenos y enseguida dijo con manos implorantes y bajando la cabeza—: ¡Disculpa! No me hagas caso; se va a largar a llover, vámonos que se aproxima el ómnibus.
La palabra neutra había golpeado la puerta de su alma y la había abierto, quería su brío, quería airear tanta amargura... y lo logró escuchándola hablar, hablar y hablar de cómo confeccionaba sus joyas, de sus planes de comercialización:
—Hoy poca gente las usa, pero en el futuro se pelearán por llevar mis biojoyas.
El viaje se hizo corto y, cuando se acercaba a su destino, Florinda bajó su bolso del portaequipajes, lo abrió y dijo:
—Elige una de las rojas. Así, si se cumple, te liberarás de esa sombra que acecha en tu mirada. Pide lo que más desees con todas tus fuerzas.
Eugenia dudó, y al mirarla vio que le hacía un ademán con la cabeza como diciendo: «¡Vamos! Elige...». Las cotejó vacilante y agarró la más roja entre las rojas, la apretó en su mano y cerró los ojos implorando al cielo encontrar a Gonzalo.
—Va en la izquierda, la del corazón —aclaró Florinda al abrocharla—. No te la puedes quitar; cuando se rompa, lo que pediste se cumplirá. Ni para bañarte, nunca te la quites.
—Gracias, te la quiero pagar, es tu trabajo.
—Si la pagas no se cumple.
—Obrigado. ¿Y cuánto tardan en romperse?
—Tú la has elegido, yo no lo sé... Magia, es magia, el sortilegio hará que se cumpla. Se cumplirá —sentenció a la vez que metía todo en su bolso—. Eugenia, llámame alguna vez, me gustaría saber de ti —y le vociferó al chofer—: ¡Ponto Embu das Artes! —y, a medida que se desplazaba por el pasillo, se dio vuelta gritando—: ¡Não, não tira-lo... Não satisfeito!
Y sí, Eugenia entendió, «¡no te la quites que no se cumple!». La magia la había empezado a colonizar, tocaba las semillas rojas con un «ojalá se rompa pronto». Estaba limpiando el vaho de la ventanilla con esa mano cuando apareció ante sus ojos la vastedad de Sao Pablo, una jungla de edificios cuadrangulares, rascacielos casi idénticos y las suburbanas favelas; el tráfico infernal dilataba el recorrido y la publicidad le decía que ya estaban entrando en la estación. Al bajar, gente y más gente; entre sonidos babelianos intentó sacar el pasaje para Río, pero no había billetes hasta el día siguiente.
Deambula y, sin alternativas, se aloja en un hotel cercano a la estación. Una vez instalada, decide ir al museo siguiendo las indicaciones farragosas de un viejo conserje al que no le entendió nada, tan solo que debía ir en subte, y en el plano marcó con un círculo la avenida Paulista a la altura del 1500.
En el vagón se sentía extraña. Había muchos policías, pues estaban en otra dictadura, y le parecía que todos la miraban, ¿sería por lo neutra? Se sentía en otra dimensión, veía la vida desde afuera, con los ojos de la primera vez..., de la primera vez que vivía sin ellos. Frente al edificio colorado del museo, miró el reloj: quedaban dos horas hasta el cierre. Empezaría por los grandes: Van Gogh, Renoir, Magritte y el Greco. Se quedó extasiada ante la Oración de San Francisco... Era la mirada del santo lo que la sacudía, le helaba el corazón como un eco, como un espejo... ¿de qué? Era el albur de la creación en esos ojos, la esperanza estaba ahí, y en su muñeca, y se enroscaba en su alma como la hiedra del cuadro y tiraba de ella hacia la superficie de la vida.
Al salir estaba oscureciendo. Temerosa, compró algo para comer y regresó al hotel. Una vez allí, mientras se sacaba el reloj, tocó la pulsera de Florinda, «¿cuántas duchas resistirá el talismán?».
Luego, enciende la tele, con la esperanza de oír a alguien que pueble los laberintos infinitos que dejan los ausentes... Saca las fotos, y una metástasis de recuerdos le carga el pecho de un sordo y porfiado dolor; las guarda, no quiere regodearse en esa tristeza sin fin que la envenena hasta reventar. Desenvuelve la comida, unos bollos de color marrón oscuro con semillas de sésamo, de apariencia árabe; es carne picada, es rico, pero estar trasplantada a otro país es explorar tristemente otros aromas, otros sabores, otros paisajes, y la soledad atraganta... Aparece la telenovela Dancin’ Days, que supone un bálsamo que le ayuda a comprender el idioma; sentada como un hindú en el medio de la cama, va repitiendo algunas palabras y otras que no entiende las apunta para buscar algo parecido en el diccionario. Después, vuelve a enfrentarse con los recuerdos, ahora tendida en posición fetal con un porqué punzando bajo los párpados... El tormento incita lágrimas, escucha sus voces: «no te des por vencida...»
Iba en un asiento de la primera fila; a su lado, apoyado en la ventanilla, un monstruo la deleitaba con su cadencia de ronquidos. Seguía la carretera mirando fijamente las líneas, a veces blancas, a veces amarillas, junto a las que se alternaban los paisajes selváticos entre las montañas de la Serra do Mar, a la izquierda, y a la derecha algunas aldeas de pescadores. Intentaba leer, pero no podía; un niño que había subido en un pueblo repetía entre sollozos: «Eu quero a mi pai», y no dejaba de remachar mientras su abuela le explicaba algo que Eugenia no entendía, y el llanto y el “Eu” la horadaban: «Gonzi también...». Acarició la pulsera y rogó.
A través del parabrisas ya florecía la ciudad maravillosa, con sus favelas imponiéndose al paisaje desde las verdes montañas; los rascacielos, como espejos, le devolvían sus vivencias con Raúl y la luna de miel empezó a hilvanarse, una puntada tras otra..., toda la sensibilidad en una única piel de gallina que había que zurcir... De golpe, el olor a vida, el aroma a café, a ananás, a mango, a vainilla, a especias, todo olía ferozmente distinto. En ese aire saturado de algarabía consultó su reloj: marcaba la una de la tarde. ¿Y ahora qué?
Se dirigió a la parada de taxis. «A Copacabana», le dijo al chofer. Y una vez allí empezó a deambular por las calles laterales de la avenida Atlántica, en busca del hotel apropiado. Pudo alojarse en uno a tres cuadras de la playa; guardó en la caja fuerte el dinero y se colgó la llave al cuello con una cinta del pelo. Estaba en un quinto piso, en una pieza que daba a la calle, pero la decoración resultaba claustrofóbica —todo en marrón, celeste y naranja— y el precio prohibitivo.
Después de bañarse, se puso el mismo vaquero y una camiseta blanca —otra vez lo neutro— y se dejó el pelo suelto para que se secara. El sol golpeaba fuerte para ser invierno, y mientras caminaba por la avenida Nuestra Señora de Copacabana iba reconociendo el restaurante donde habían comido linguiça calabresa, las casas de cambio, los helados de chocolate y morango, los bares de jugos de frutas a pie de calle; se sentó en la barra de uno de ellos y pidió un jugo de abacaxi, como entonces.
Un hervidero de gente, lugareños corriendo, turistas bronceados matando el tiempo y ella que no sabía si matar o morir... Dejó el dinero en el platito, se puso los anteojos de sol y siguió por la avenida de la playa pisando los adoquines blancos y negros que imitaban el movimiento de las olas. Todo lo habían visto juntos; mirara donde mirase, el mundo seguía existiendo y ellos no estaban... El mar era más oscuro, el sol sangrante empezaba a decaer, dejando que su luz flotara sobre el agua como el caminito bello y perverso de Alfonsina... Los pies se hundían, un paso tras otro, y los lengüetazos de agua salaban el bajo de los jeans, los dientes apretados justo al límite... ¿Valiente o cobarde? Imaginó el rostro de su madre: «No hay ensueños ni sirenitas no, no te dejes...», y otro escalón y era la única sin traje de baño; caminó hasta el final de Copacabana, en la vereda del Arpoador se sacudió la arena, se calzó y volvió por el paseo marítimo.
Una brisa sosegada acariciaba su pelo. Caminaba sorteando turistas que al son de una samba tomaban agua de coco, esquivando vendedores de artesanías y pareos, hasta que se metió en una oficina de turismo: «Eu preciso de una pensão». Con las direcciones y el plano marcado en verde que le dieron se sentó en un banco.
Veía a los niños jugar, a las mamás charlando como en todas las plazas; enfrente, un señor con traje y portafolios que se sacaba el zapato y escondía un fajo de dinero en la parte posterior del calcetín, para luego colocarse una liga, volver a calzarse y salir caminando lo más campante. «Parece que roban —se dijo—, bueno, no más que allá, que roban personas...». Se encendían las luces, la luna ya estaba ahí. Regresó al hotel.
En el baño, frente a un gran espejo, estiró la boca llena de espuma ensayando sonrisas y se acordó de lo que decía Raúl: «¡¡Qué obsesión con los dientes, suerte que tu papá no es proctólogo!!». Se rió, por primera vez lo recordó sin dolor, le parecía que seguía vivo.
Llamó al cura de Leme y este le dijo que no, que el padre José no se había comunicado con él y que no tenía ni idea, que quizá la próxima semana, que se pasara por la iglesia.
Las imágenes golpeaban en su cabeza como las olas contra un barco encallado, siempre la última, la de la despedida, que hacía que se sintiera culpable («Si no los hubiera dejado...»), culpable por estar viva y no poder hacer nada por Gonzi... el «hubiera» no existe, las piedras también caminan...
Con pasos largos fue recorriendo todas las pensiones recomendadas y se decidió por una en pleno Copacabana, a una cuadra de la playa, en el primer piso de un edificio de diez. Su dueña, una sesentona rubia de pasado prestigioso —eso veía Eugenia reflejado en su cara, en sus manos, y su nombre, Regina, parecía atestiguarlo—, decía sonriendo que era viuda, que no tenía hijos, que alquilaba habitaciones de su gran casa para sentirse acompañada y solventar gastos:
—Somos todas chicas, algunas estudian y otras trabajan, puedes usar la cocina para el desayuno y algún tentempié y siempre el mes por adelantado; si compartes habitación, es menos.
—No, no, sola —contestó Eugenia.
Esa misma mañana depositó el dinero en un banco cercano y llamó a Buenos Aires, a la tía Amelia.
—Deciles a todos que los quiero y que estoy bien.
—No sé nada, nena... —dijo la mujer —y Eugenia echó a caminar sin rumbo cegada por el ayer, con la piel llena de silencios, asfixiada por un vestido que la humedad y el calor pegaban a su cuerpo y que ella separaba nerviosa.
En Ipanema encontró un mercado. Deambuló entre los puestos reconociendo las frutas tropicales, los pescados, hasta las coles eran distintas, y en un puesto incluso vendían papagayos rojos.
Cedió a la pesadumbre y se sentó al borde de la playa. Allí estuvo observando a unas garotas felices a la caza de un turista solitario, a los vendedores de sándwiches naturais, las gaviotas que con su chillar parecían decir chau... Unos negritos enloquecidos aporreaban los minutos en un bongó, la cultura era otra y el mar olía a algas, a lejanía, eu quero a mi mai... «Ya no sabrá quién soy, es tan pequeño... ¿Y si estuviese muerto? No, no..., ¿a quién llamará mamá?» Sus padres, su nona..., tenía que salir adelante por ellos. Miró la pulsera, acarició las semillas con la yema de los dedos y se quitó el reloj. No quería saber las horas.
Transitaba los días aguzando el oído, ensayaba sonrisas, quería integrarse, recorría los museos... Subió al Corcovado y a los pies del Cristo pidió por su hijo. En la desventura creaba su propio Dios, imploraba aunque no creyese; al fin y al cabo, era cristiana, había sido bautizada y se había casado por la Iglesia, todo por sus padres, igual eso no le afectaba, pero hoy volvía a declararse culpable por no creer, «pero si hasta los dictadores tienen un Dios...,» y ahí estaba José, y dudaba, y de repente otro vaivén; su fe era pendular, como la de todos los desgraciados.
Por la noche se reunía con las compañeras de la pensión —en total eran diez si contamos a la señora Regina—, entabló amistad con una chica negra de piel clara, una chica marrón, como ella misma se definía. Doris hablaba muy rápido, comiéndose el aire con una boca poderosa de dientes grandes y sonrisa fácil; enganchada en su espiral verborrágica, en unos segundos supo que trabajaba de cajera en un gran supermercado a cuatro cuadras de la casa, que estudiaba podología y que era fanática del Carnaval e integrante de una escola de samba. También, que la pulsera era efectiva, que los deseos se cumplían, que ella había tenido una. Congeniaron y lo que más le gustaba era que hablaba mucho pero no preguntaba nada, nunca. Cuando a Eugenia le llegó el turno de contar, solo le dijo que tenía una beca de bellas artes, muy exigua, y que necesitaba trabajar.
Fue a visitar al padre Antonio y no se sorprendió; era un señor cuarentón, calvo, gordo, con unos ojos grandes muy alegres. La iglesia, al contrario que él, no tenía rotundidad, era paupérrima y de estilo colonial portugués. Por no tener, no tenía ni imágenes, solo un Cristo en la cruz y la Virgen María en una pequeña hornacina. Su interior estaba todo pintado de blanco, con algunas partes en celeste y añil.
El cura le dijo que habían localizado el paso del niño por un convento y que seguían su rastro con el detective.
—El padre José no se olvida de lo que prometió y pide que tengas fe —finalizó.
—¡Está vivo! —exclamó Eugenia entre lágrimas, y fueron nuevas la mirada y la sonrisa.
Salió de la iglesia acompañada por el cura, que, a su paso, le iba presentando a algunos fieles y a sus amigos lugareños. Anduvieron por un mercadillo, por unas calles empedradas muy estrechas y bulliciosas en las que un rayito de sol era la única luz, un laberinto con miles de puestos donde vendían de todo, ¡hasta maquillaje para muertos! Os melhores produtos da funeraria decorativa, anunciaba el cartel amarillo con letras negras. Todos conocían al párroco y lo saludaban con alegría y respeto.
Tras despedirse, caminó sin importarle las distancias por un mundo que tenía los colores del arco iris y en el que la voz de Raúl susurraba «lo encontrarás»; lo veía sonriendo en una nube, cerró los ojos y se abrazó a sí misma porque así también los abrazaba. Llegada a la punta de Leme, se sentó en un banco a mirar el mar; a las seis de la tarde de un miércoles sofocante, oteaba el horizonte mientras rogaba para que no hicieran daño a su hijo.
Hacía ya un mes que se encontraba en Río, dos meses largos sin Gonzalo, un lapso tan extenso que no quería contar los días, ni las horas... Mientras entretejía un porvenir esperanzador, vio que en la playa se estaba desarrollando una sesión fotográfica; aunque habían aislado el sitio, igual los curiosos se amontonaban y ella decidió aumentar el número. Los colaboradores, ayudados de paneles plateados, hacían reflejar la luz sobre las modelos, que, como reinas del universo, se afanaban por estar preciosas. En la arena un montón de rosas amarillas arrastradas por las olas rozaban los pies de las chicas vestidas de fiesta. «El color de las flores no es el adecuado —se dijo—, deberían ser blancas, aunque depende del mensaje, porque querrán transmitir algo, imagino, o solo que las chicas están en su punto óptimo de consumición; si es así, mejor serían unos espárragos...». En ese mismo instante, captó que una mirada la repasaba, de arriba abajo, de abajo arriba, el tipo no era un diplomático precisamente. Fue cuando decidió regresar que el individuo —un muchacho con cara de soñador, alto, delgado, con una cámara en la mano— la abordó:
—Deixe-me tirar una foto sua, eu gosto de sua aparência, você é perfecto.
—¿Qué? —preguntó frunciendo la nariz, y de inmediato—: No. No quiero.
—¿Eres argentina?
—No quiero fotos —ordenó en voz alta, mientras emprendía el camino para la pensión.
—Te doy mi tarjeta, piénsatelo y llámame —dijo interponiéndose en su camino. Ella adoptó una actitud fría y en un microsegundo se apartó. Él, un paso por detrás, continuaba—: Oye, no quiero molestarte, ¿nunca te dijeron que eres brutalmente atractiva? ¿No te avergüenza ser perfecta? Hey..., por lo menos dime adiós. ¡Hey! No te pongas así, dime adiós —pero ella continuó su camino ignorándolo.
Por la noche, cuando les contó a las chicas la anécdota, Regina le dijo de manera pausada, delimitando bien las sílabas para que Eugenia no perdiera el sentido de la frase:
—Por fin tus ojos tienen luz, y me alegro. ¿Era el que hacía las fotos?
—No sé, eran varios.
—Tendrías que haberte quedado con la tarjeta, por lo menos sabríamos quién es —dijo Doris, y sin pausa agregó—: Sobre el trabajo que habíamos hablado, hay una vacante de reponedor de existencias de siete a tres de la tarde, si te interesa puedes ir a hablar.
—¿Qué? —preguntó Eugenia, e imploró—: Fale divagando.
—El trabajo —repitió Doris abriendo sus manos con asombro—. Bueno, no es seguro, depende de lo que diga el encargado. Como es un negro muy malo, si te contrata te pedirá un tanto por ciento, tú dile que sí, y después, una vez dentro, todo será más fácil. Te pasas mañana a las diez y te lo presento. El sueldo no es gran cosa.
—No importa. ¡Obrigado!
—Pedimos una pizza y vemos Dancin’ Days, que estoy enganchada, luego me pongo a estudiar —propuso Doris, y haciendo un círculo con los brazos aclaró—: Una gigante, que somos cinco y me muero de hambre.
—Es una pavada que seduce —expresó Eugenia mientras recolectaba el dinero.
—¿Quién, el muchacho? Deberías haber hablado con él, a lo mejor has perdido la gran oportunidad de tu vida —dijo otra de las chicas.
—Pero si era un bluf, es solo una forma que utilizaba para acercarse a las garotas.
—¿Y era lindo o feo, blanco o negro? —preguntó Doris sin respirar.
—Blanco..., no sé, no me fijé. Encendamos el televisor, que va a empezar la novela.
Eugenia comenzó a trabajar en el supermercado acomodando las estanterías. El jefe de personal era ancho y alto como una puerta, con cara de bulldog rabioso, y tenía que darle el veinte por ciento del sueldo, ya que le permitía estar allí siendo extranjera y blanca: «Este es un trabajo para negros, los carros desde el almacén no se traen solos, hay que tener fuerza», le ladró con una mirada ninguneante.
Ella, silenciosa en su guardapolvo gris, pasaba las horas limpiando estantes, reponiendo existencias, controlando precios. Azúcar, champús y jabones, legumbres, muchos frijoles negros para hacer feijoada, aceite de dendê, cocos, caramelos, torres de latas de conservas... A veces, reponía tantas cosas que imaginaba a la gente como hormigas obreras. Las acomodaba con gusto, pues mientras más compraran más trabajo tendría, y mantenerse ocupada le ayudaba a relegar por algunas horas las ausencias; trabajaba con tesón, hacía horas extras, quería cansarse mucho para olvidar.
El almacén era inmenso, igual que el supermercado, que cerraba a las doce de la noche. Sus compañeros de turno, todos reponedores, eran cuatro hombres jóvenes y una mujer de mediana edad, muy agradables; la llamaban la Argentina. Dos eran músicos, y todos fanáticos del fútbol; como se esforzaban para entenderla, fue aprendiendo el idioma de la calle. Poco a poco fue asimilando el humor de los cariocas, hasta que volvió a sonreír.
Retomó el dibujo y comenzó a hacer retratos a pastel bajo pedido, Regina, Doris y más seguían en la cola, eran gratis... Por las noches leía Rayuela; sin embargo, las anotaciones de Raúl la distanciaban de la página, era entonces cuando las vivencias acudían en tropel, algunas certificadas por fotos, mientras olía sus ropas... Ese era el ritual, regocijarse en ellos, ahondar y dejarse abatir por un dolor sin lágrimas.
Cuando por televisión daban alguna noticia de Argentina, trataba siempre de disimular la angustia, pero a veces le dolía tanto que se quedaba sin voz. Las compañeras, que veían esos ojos llamear, se levantaban a cambiar de canal y decían tonterías sin preguntar nada.
Un jueves a la salida del trabajo, fue a un locutorio y pidió una comunicación al teléfono de la tía Amelia, esta le informó con voz entrecortada: «Las cosas van mal... No sé, nena, tu mamá..., nena, tu mamá murió la semana pasada, un síncope... Había estado en Buenos Aires, viendo a Voltri, y al regresar al pueblo, se acostó a dormir y ya no se despertó. Andaba muy triste. La enterraron el viernes pasado».
La recordó desesperada al pie del autobús, su abrazo cálido... Pensó en su padre y en las desgracias que se sucedían como las cuentas de un rosario... y otra vez empezó a morir. Se declaró culpable de tantas cosas..., de todo, de no haber llamado antes cuando aún vivía: «Por mi culpa se murió de tristeza». Tenía ganas de gritar: «¿Por qué no llamé, por qué no llamé?», se lo reprochó mil veces y las lágrimas caían en torrente mientras recordaba sus palabras: «Lamentarnos no sirve, el “hubiera” no existe».
Al día siguiente, después de trabajar, fue a ver al cura de Leme; necesitaba saber si el padre José había hablado con su madre. Antonio la consolaba: «Los caminos de Dios son inescrutables, tienes que seguir aunque duela, piensa en ellos, piensa en tu hijo».
Y otra vez a los tumbos y a revolcarse en un dolor cenagoso, sin ganas de nada, solo el trabajo como enlace con la vida. Como Doris lo sabía, y los compañeros también, intentaban protegerla y hacerle la vida más alegre. Uno de ellos, el simpático João, le llevó una foto de su niño para que se lo pintara.
Lo hizo en pastel y se lo regaló para su cumpleaños, y él los invitó a todos a una feijoada en su casa, situada en las favelas. Doris le contestó que no, que ella no iba, que tenía que estudiar, y a solas le dijo a Eugenia:
—Tú no vayas, no tienes idea de cómo se vive allí.
—¿Y ahora qué le digo? Tengo que ir, ya le dije que sí. Además, João me ayuda siempre con los carros del almacén, ¡por favor, acompáñame!, vamos y venimos enseguida...
—Dile que no puedes, cualquier cosa, pero yo no voy a subir —sentenció Doris.
—Imposible, es casi un amigo, no lo voy a despreciar. Pero si tú vas a la misma escola, ¿no eras compañera suya de samba?
—A Piqueiros van muchos del súper, pero ¿amigos? Dile que esperas una comunicación de tu casa.
—Que no, que no le miento... —y con los músculos en tensión le dijo a João que no podía ir; este la miró receloso.
—En las favelas hay distintas zonas... A la salida te vienes en la moto conmigo, pruebas la feijoada y luego te traigo.
—No sé...
—Argentina, yo te consideraba mi amiga.
A las tres, subían por la colina con una moto destartalada rezongando por el escape, mientras ella pensaba que Doris también huía..., no sabía de qué, pero sí sabía que a la favela no quería volver, había leído el terror en sus ojos.
El barrio era mejor de lo que se había imaginado: un verde paradisiaco enmarcaba las calles de tierra, las gallinas jugaban con los perros y los niños, los pollitos andaban sueltos en la entrada de las casas, algunas de chapa y madera, otras de ladrillo; para llegar a la casita, había que subir una escalera empinada llena de vecinos que asomaban la cabeza al oír los pasos, saludaban y entre sonrisas decían cosas que ella entendía a medias.
La de João era la última casa, como cien escalones que Eugenia coronó con la lengua afuera. Al entrar, se encontró con una sala como una bella bombonera roja, globos, guirnaldas, la sonrisa de la mujer y los niños gritando. Eran dignamente pobres y habían preparado el festejo en un pequeño patio con vistas; la mesa constaba de varios cajones de manzanas —engarzados por las manos hábiles de un artesano, que los había transformado en hermosas patas pilares de colores brillantes— que soportaban una tabla. Mucha gente alrededor, todos agasajando a João, y ella la única blanca que probaba por primera vez el couve mineiro, una col frita cortada muy finita que acompañaba a la feijoada; eran como tallarines verdes que resultaban deliciosos, aunque no podía precisar a qué sabían. Entonces João dijo que el couve era como el ruido de las olas, que no se podía definir... «Es y punto.»
Después de la comida se apoyó en el barandal; las vistas de la bahía de Guanabara eran impresionantes, a lo lejos el Corcovado, los veleros...
—Esto —decía una señora gorda que fumaba hierba— no se compra con dinero —aquellos ojos verdes la repasaban y con extrema lasitud embestían—: Cuando un ángel llega hasta aquí es porque lo han expulsado del Cielo...
Eugenia no contestaba, prefería hacer pompas de jabón con los niños, pero la vieja insistía mientras le tiraba el humo a la cara.
—¿De qué huyes? A mí los blancos no me gustan, son tan cobardes que no huelen a nada.
—Es mi abuela —dijo João—, no le hagas caso, está colocada, enferma —y había vecinos que traían pasteles y, frente a caipiriñas y cachaças, terminaron cantando todos al son de la música que producían las manos del agasajado sobre un bongó, acompañado por una guitarra amiga, la de Zum Zum (un negro negrísimo con rulitos como tirabuzones, elegante como un felino, cuyos ojos, dientes y uñas refulgían como perlas acentuando su sensibilidad)—. Le llamamos así porque es la reencarnación de un mosquito de letrina, cargoso con su replay, todo lo dice y hace dos veces —aclaró João.
Los dos cuchichearon y sonó un tango, que interrumpieron al ver los ojos de su amiga. Y la vieja que volvía a la carga:
—Una chica tan fina por estos lares... Fuma, que este humo ahuyenta la muerte.
Eugenia miró a João, y con el índice señaló en su muñeca izquierda la hora en un reloj ausente...
—Llévala, Zum Zum, que yo no estoy óptimo.
Al atardecer bajaron en la motito, y el flaco decía:
—Es la primera vez que tengo tan cerca unas tetas blancas, agarrate fuerte, sin miedo, que soy bicha, un hermano marica —aclaraba a los gritos fingiéndose argentino, y ella se abrazó y entre risas cómplices Zum Zum la depositó en la pensión como le habían mandado.
El no saber poco a poco la iba marchitando. En los fines de semana, la desesperanza hacía acto de presencia y disminuía su fuerza para resistir; por las noches se quedaba sola macerándose en los tiempos idos... Hasta Regina se iba.
Los viernes Doris siempre insistía que la acompañase al ensayo de la escola, que se pasaba muy bien.
—Mover los pies ayuda a liberar las penas, aunque você no baile, vente con las chicas. No puedes recluirte, la vida te está pasando de largo...
—Hoy tienes que venir, así ves los trajes —ordenó la dueña de la pensión agarrándola de un brazo—. Será aguafiestas la argentina... Vamos, hay que bailar.
Decían lo mismo que nonina cuando, de niños, les contaba que bailando la tarantela expulsaban la enajenación que producía la picadura de la tarántula: «Con los sudores del baile se libera el veneno del espíritu, hay que bailar». De modo que al final se unió a Regina, Doris y las chicas, en una noche calurosa y diabólicamente estrellada de finales de octubre, donde se probarían los nuevos trajes; entre todas le ayudarían a llevar toda esa parafernalia.
El ensayo era en el barrio de Tijuca. En la entrada, un gran cartel blanco y rojo decía: Benvindo ao Piqueiros. Sonría, você está en la escola. El club era enorme: al pasar el molinete rojo de la entrada, se veían dos palcos enfrentados y, en medio, una gran pista como una cancha de básquet, rodeada de innumerables mesas y sillas rojas, como en los mejores bailes de pueblo.
Del techo colgaban múltiples banderines y guirnaldas a modo de glicinas; unos niños corrían y gritaban delante de un señor que barría, flotaban aromas dulces de coco y vainilla y, a medida que avanzabas hacia el interior, la vida olía a frituras en aceite de dendê. Como no había mucha gente, se metieron en la trastienda, en cuya marea revolante también estaban el flaco João con su mujer, dos compañeros del súper y Zum Zum. A la hora, cuando volvieron a la pista, todo estaba lleno a reventar; se ubicaron en unas mesas que las chicas habían reservado, ¿de dónde había salido tanta gente, y tan variopinta, en tan poco tiempo?... A las diez de la noche, la hora del comienzo, muchos comían frituras de yuca, boniato y cerdo, bebían cervezas y refrescos, era un espectáculo ver a más de mil personas expectantes; entretanto, algunos repartían octavillas con las letras de las canciones.
Los músicos se encontraban todos dispuestos en la línea de largada; en uno de los palcos estaba la orquesta y en el de enfrente la batería Estandarte de Ouro con su lema Tristeza para que os quero.
En el aire inmóvil latía un entusiasmo contagioso que erizaba la piel, hasta las guirnaldas rojas parecían expectantes ante el vocero de la escola, un mulato enorme vestido con un inmaculado traje blanco que, a viva voz, dio comienzo a la fiesta: «Piqueiro canta o Rio de Janeiro nos brazos do meu São Sebastião...». Ante una gran explosión de ritmo carioca, sus palabras desaparecieron. Realmente daban ganas de bailar, y mucho más cuando se incorporaron a la fiesta la formidable batería y los percusionistas, entre ellos João; un ensordecedor estruendo con forma de locura se apoderó del lugar, acrecentado cuando salió un porta-bandeira que giraba frenéticamente; la gente vitoreaba, también a la comparsa que venía detrás. Doris, que era una de las integrantes, estaba espectacular con sus alas de plumas blancas y rojas, con sus medias de red que acrecentaban la esbeltez de su cuerpo y, en sus brazos, las lentejuelas del biquini que reflejaban brillantitos: la transformaban en una diosa que bailaba poseída por una canción resonante.
Eugenia ya no distinguía nada, todo el mundo estaba en pie bailando con frenesí; entonces, se subieron a las sillas, y no solo vio a João, Zum Zum y Doris, sino que reconoció al fotógrafo que la había parado en la playa; sus miradas se cruzaron en el delirio infernal y delicioso de la música.
Enseguida se obligó a focalizar otro centro y, cuando quiso volver sobre él, ya no lo encontró; sus ojos saltaban entre tantas cabezas, pero nada. Al rato, lo tenía detrás, a su misma altura —ya no llevaba su cámara—, y, acercándose a su oído, a los gritos le decía:
—É o destino.
—No entiendo —dijo incómoda. Lo tenía tan próximo que sentía su aliento cálido, pero no podía desplazarse, pues la silla se movía.
Él, con su intrépida lengua, recuperó el castellano que había aprendido en la escuela secundaria para preguntar:
—¿Quieres...?
—No —le cortó sin mirarlo.
—¿Siempre eres tan parca? ¿Cómo te llamas? Soy Paulo, vamos a bailar.
—No sé bailar samba —contestó, mientras veía de soslayo los ojos auspiciadores de Regina.
—No hace falta saber, solo querer —Paulo, decidido, la agarró por la cintura y la impulsó a dar el salto.
—¡Eh! —dijo arrugando el entrecejo, pero sus pies, ajenos a su voluntad, se dejaron llevar por la música. Al principio bailó tímidamente, pero cuándo quiso darse cuenta las ondas de emoción le hacían cantar Rio cidade maravilhosa eterna formosa corazón de meu Brasil, al tiempo que se sacudía enloquecida y en medio de la magia coreaba junto a todos felicidade Odoya Yémanya. No sabía quiénes eran, pero ella cantaba... El perfume de las sambas de enredo calaba hondo y empapó su espíritu hasta el amanecer, mientras los amigos enajenados se citaban a los gritos: «El domingo todos en la playa».
Ese sábado se fueron a trabajar sin dormir y Eugenia retornó a la pesadumbre de los condenados, a declararse culpable por haber olvidado, no tenía derecho a divertirse sin saber el paradero de Gonzi.
La mañana de la cita la encontró acomodando papas, naranjas, guayabas, maracuyás, mangos y papayas, hoy su reducto era la sección de frutas y verduras. Miraba la pulsera y, desde el centro de su culpabilidad: «Ya no recordará ni mi voz, todo ha sido reemplazado vilmente, pero lo encontraré, cada día que pasa es uno menos, se acabará la dictadura, y sé que está vivo».
João, que con sus dedos como patas de araña creaba una pirámide de piñas, le pidió que dejara de divagar, que pronto aparecerían las hormigas.
—Tengo que decirte algo...
Ella lo miró levantando el mentón, indicándole que hablase.
—¿Sabes quién es el que bailaba contigo?
—Sí, un fotógrafo.
—Ese es hijo de un alto funcionario del Gobierno nacional, tiene una empresa de cine con su hermano y es muy mujeriego. Zum Zum lo conoce, salía con una de su trabajo —ante la mirada de interrogación, aclaró—: Del locutorio de la Compañía de Comunicaciones, la que está cerca del Arpoador.
—¿Es mala gente?
—No, creo que no. Pero ahora você es su presa. Argentina, estás en el punto de mira.
—¿Él se lo ha dicho?
—Hay cosas que no necesitan decirse.
—Obrigado.
—Tómatelo con filosofía, deja que alguien te rescate de esa oscuridad.
Siguieron con la tarea, y al final del turno João le gritó:
—¡Hey! El cazador está ahí.
Cuando salió, Paulo la llamaba desde la vereda de enfrente.
—Estuve con Doris. He venido a buscarte para que vayamos a comer, iremos todos, tienes que venir.
—No sé, antes pasaré por mi casa.
—Te acompaño.
—Mejor no. Tú te vas y luego voy.
—Te espero, no tengo nada que hacer.
Mientras caminaban, los ojos de Paulo no le daban tregua. Él quería saber por qué estaba en Río, desde cuándo... Hacía más de veinticuatro horas que pensaba en ella, sí, le gustaban sus labios, sus ojos, su todo... pero ella solo le respondía con precisión tajante, y como quería hacerla hablar, pues su voz melodiosa desprendía sensualidad, se le ocurrió:
—Doris me dijo que eres pintora, ¿qué hace una artista en un súper?
—¿Esto qué es? ¿Un interrogatorio? ¿Acaso yo te pregunto algo? —contestó deteniéndose; bajo los rayos del sol los cabellos de Paulo se veían rubios y sus ojos parecían verdosos, se notaba que era un niño bien, sin ataduras.
—¿Siempre eres tan cortante?
—No me gustan tus preguntas. Si quiero, ya seré yo quien cuente —dijo en argentino.
—¡Retiro lo dicho! —exclamó sonriendo con los brazos levantados y las palmas abiertas a modo de disculpas.
Y esperó en la vereda a que ella bajara. Luego fueron juntos a un restaurante enfrente de la playa a comer el infaltable plato de Brasil en fin de semana, y, como manda la tradición, en reunión de amigos y a mediodía: la feijoada.
Antes del cremoso potaje de frijoles negros, escoltados de linguiça calabresa, chacinados de cerdo y la rica col couve; había que tomar un trago de caipiriña, ya que preparaba el paladar para recibir tan exquisita vianda. No era lo más apropiado para el calor, pero así es Brasil: extremo e incomparable en todo; como lo acompañaban con cervezas, cierta alegría se había apoderado del grupo. Y en la sobremesa (siguiendo el compás de una samba), como manda el rito, chupaban rodajas de naranjas frescas para favorecer la digestión. Con Paulo cada vez más cerca, volvieron a la playa y se tumbaron en la arena, y allí descubrió que era un tipo embaucador, lleno de chistes; no sabía si utilizaba los mismos para todas, pero Eugenia consiguió olvidarse de sus ausencias y reír.
Cuando se despidieron, él insistía:
—¿Nos vemos mañana?
—No —dijo Eugenia, recordando las palabras de João.
Ella no era una presa.

 

A medida que se acercaba el verano, el calor saturaba los poros de un sudor pegajoso, como un ligero almíbar que adhería la vestimenta a la piel. Por esos días, el padre Antonio le había encargado que pintara unos murales en un jardín de infantes, justo al lado de la iglesia. Ahí se pasaba las tardes, enfrascada, plasmando personajes de cuentos infantiles; mientras embellecía unos juncos para resaltar la tristeza del patito feo, un monaguillo llamado Vinicius se acercó a los gritos: «Tiene una llamada, es urgente, apúrese». Saltó del caballete y acudió corriendo donde el padre Antonio, que le dijo: «¡Venga, que es José!». A través del auricular escuchó que Gonzalo había sido sacado del convento de la Asunción, junto a otros niños. «¡Gracias!», exclamó, y su voz resonó con un molesto eco...
—¡Por favor, escucha! Según la novicia, se habían llevado a dos varones y una niña. Ella estaba en el escritorio de la madre superiora ordenando unos libros cuando llegaron estos señores, y esta le ordenó que, junto con otra monja, fuera a buscar a los chicos. Le pareció raro que fueran tres hombres, dos hablaban en perfecto español con leve acento italiano y otro era argentino, se veían personas importantes. Y lo eran, ya que la madre las hizo salir, cosa que nunca hacía... Uno de los niños era Gonzalo, lo asegura porque tres días antes los militares, al dejarlo, le quitaron esa chapita de oro rectangular, pero ella había alcanzado a leer el nombre escrito a lo largo. Además, recuerda el lunar en el dorso de la mano derecha, muy negro al parecer, y también que los dos chicos tenían más o menos los mismos meses y que la niña era recién nacida. Ella creía que eran huérfanos de guerrilleros.
—¡Gracias! ¡Gracias! —cias, cias, resonaba el eco, y otra vez:
—¡Escucha! Voltri, con esa pista, se acercó a la embajada de Italia. Ahora está investigando a través de algunos empleados; es todo muy espinoso, nadie quiere hablar.
—Por lo menos sé que vive, que es él... —él, él, repicaba en el fondo de la línea con un crujido débil, y las palabras se cruzaban peleándose.
—Las cosas están muy difíciles, algunos curas y monjas han desaparecido. Tu suegra sigue amenazada, pero continúa batallando con las madres.
—¿Sabés algo de mi papá?
—Está mejor, estuvo viendo al detective.
—¿Y a mi hermana la has visto?
—Tienes que tener fe, no es fácil pero entre todos lo encontraremos. Tengo que cortar, adiós, cuídate.
Con mano estremecida encajó el teléfono en el soporte de pared y de inmediato se abrazó al padre Antonio y a Vinicius, que ponía cara de sorpresa y la rodeaba encantado... Como su fe era pendular, hoy tocaba creer profundamente que Dios estaba ahí. Miró la pulsera, todo era posible, y en el mismo instante percibió que había dejado sus huellas digitales en el auricular de baquelita y en la sotana, los dos negros, y sacó un pañuelo para limpiar el refulgir amarillo de la pintura.
—Déjalo —dijo el padre—, ahora mismo lo quito, no es nada.
No pudo seguir pintando: un maremoto de esperanza le impedía pensar. Metió los pinceles en aguarrás, se cambió de camiseta y salió hacia la pensión. En el colectivo iba implorando en silencio: «Lo único que deseo es que lo quieran mucho, solo eso te pido, Dios, que lo quieran mucho».
Llegó con una sonrisa enorme, tarareando una canción de moda; las chicas le preguntaron:
—¿Qué pasa, te has ganado la lotería?
—No, es que la pintura me ha quedado fabulosa —respondió mientras le ofrecían una guaraná helada.
Luego, se tiró sobre la cama, cerró los ojos y en la pantalla de los párpados aparecía su bebé detrás de los gorriones, corriendo entre destellos a lo largo de un sendero... Apretaba fuerte y los chispazos lo hacían desaparecer. Le hubiese gustado hacer algo resolutivo, pero ¿qué?, ya no quería seguir pensando.
Decidió bajar para llamar a Paulo. El teléfono de la pensión tenía candado, y aunque podía pedir la llave y dejar el dinero en el bote, no le gustaba que la escucharan. Él ya la había llamado para invitarla a salir y ella siempre le daba excusas, pero hoy era diferente, iba a cumplir su palabra, «cuando yo tenga ganas te llamaré», y quedaron para cenar; era viernes y, sin saber por qué, necesitaba sentirse deseada... Su cabeza era un revolutum.
Así que abrió el ropero: unas camisetas neutras, un jean, otro pantalón blanco, la campera, el biquini rojo colgando de una percha junto al pareo, tres vestidos de diario, todo de lavar y poner; en el suelo, la valija tostada, en un cajón bajo llave el altar de los recuerdos, en otro tres mudas de ropa interior en blanco y piel... Parecía el armario de una monja. Como era demasiado tarde para comprarse algo, eligió el vestido más moderno, pero Doris dijo:
—¡No! Yo te presto uno.
—Me quedará corto, tú eres más baja.
—Este negro de tirantes, este es más largo...
Eugenia se dejó el pelo suelto y enmarcó su rostro con unos aros rojos que le prestó su amiga, «para que haga juego con la pulsera», decía. Repasó con rímel una a una sus largas pestañas, y en la última mirada en el espejo los vio a ellos... y él: «No pienses» y escuchó a su madre y pasó el examen y se encontró sexy. Después de cenar fueron a la discoteca, donde bailaron animados hasta que sonó la canción de Roberto Carlos Eu daria minha vida, momento en el que Paulo, con brazo potente, la acercó a su cuerpo y recibió en el hombro su cabeza; embriagado por su esencia, por el perfume de los sueños resoñados, buscó sus labios. Fue un beso ardoroso, aunque sin la fuerza suficiente para inhabilitar el recuerdo de Raúl. Al escuchar:
Ja não tenho nada
a não ser você comigo.
... sintió cómo todas las letras de las canciones eran perras salvajes ladrando a su olvido. Se abrazó temblando, con un estremecimiento profundo en medio del vacío, mientras puntadas de conciencia le advertían: «Es un cazador»..., pero no le importó.
Unos días y algunos más y ella no podía amar a otra persona, solo disfrutaba; Paulo, en la placidez post-orgásmica, la observaba, eran unos ojos espinosos que destellaban dureza... Quería saber y con su habitual buen humor se lo reprochaba:
—Estás en otra parte, en otro tiempo. Eres como un cactus, no puedo llegar a ti, y debo ser masoquista porque me gusta pincharme...
—Solo es sexo, disfruta —le dijo ladeando la cabeza, mirándolo sin parpadear.
—No sé quién está ahí —y con el índice le tocó la sien—, pero tendrá que irse, yo lo expulsaré. No entiendo nada, tampoco por qué no quieres trabajar como modelo, te pasas las horas en el súper por dos monedas.
—Es mi vida y me la organizo yo.
—Será tu vida, pero a mí no me incluyes; quiero saber tus secretos, no me conformo con lo de siempre, quiero borrar de tus ojos tanta saudade. ¿Sabes qué pienso?
—¿Qué? —preguntó con la vista puesta en el ventilador del techo, que bailaba cadencioso con la brisa de la noche.
—Que escondes algo. ¿De qué huyes?
—Acéptame así, como me conociste, no preguntes.
—Eu te quero, ¿no confías en mí?
—No ahondes, somos... Es sexo, nada más —se miró el cuerpo desnudo, y cuando llegó a los pies movió el dedo gordo y añadió—: ¿Sabes que Doris me dijo que tengo pie egipcio?
—Sí, eres un jeroglífico.
Ella se levantó y, mientras se ponía el corpiño, prosiguió:
—Y que, cuando sea vieja, tendré juanetes.
—Quédate a dormir.
—No, aquí se escucha el ruido de las olas y ya sabes que me gusta despertar en mi cama.
—Los cactus también florecen... —murmuró Paulo, que empezaba a vestirse para llevarla.
—¿Qué? —gritó ella desde el baño.
O queé será, qué será?, que vive nas idéias desses amantes... —dijo cantando, mientras encendía un cigarrillo y pensaba: «Algún día florecerás..., algún día».
Así, en medio de preguntas sin respuestas, lo pasaban maravillosamente bien. Él sabía descorchar sus sensaciones bloqueadas, la hacía reír, y ella, poco a poco, empezó a no sentir culpa por disfrutar de las cosas, a darse y permitirse una tregua entre tanta zozobra.
Seguía trabajando en el súper y pintando por las tardes; alquiló el altillo del edificio de la pensión gracias a Regina y Caetano el portero, quienes, después de interceder ante los propietarios, consiguieron un buen precio.
Paulo le ayudó a pintar las paredes del estudio y le regaló un equipo de radio y pasacasete; desde una de las ventanas, y entre los demás edificios, veía un pedacito de mar.
En la azotea del undécimo piso, pasaba las horas sumergida entre óleos, acrílicos, música y sueños (en los que solo participaba Gonzalo; el más recurrente, que acababa la dictadura y regresaba a su país); asimismo, deseaba que la pulsera se rompiese. A propósito de Florinda, la llamó por teléfono y siempre la misma pregunta: «¿Cuándo se va a romper? Si las haces tan fuertes no vas a vender». A lo que la otra respondía: «Sigue soñando y ten paciencia».
Pintaba hasta altas horas de la noche. Lienzos enormes forraban de colores las paredes; otros, más pequeños, eran apilados por las esquinas. Algunos los malvendía a una culta galerista, una blanca soltera que pisaba los cuarenta —conocida de Paulo— con la que se peleaba porque no quería pagar por la obra de una desconocida.
—¿Para qué venís? —increpaba Eugenia.
—Pelas tabelas, são fabulosas imagens de crianzas... Con eso gano porque los ricos son unos narcisistas.
Era lo que menos le gustaba, los retratos de niños, y, como un relámpago, las palabras de Raúl: «A melhor pintora de meninos do mundo» fueron proféticas, «cómo pudo saber que yo estaría en Brasil, no lo sabía, lo dijo por decir y el decir se volvió brújula...». Lo amaba, y le pedía perdón por seguir viviendo: «Nadie te echará de mi corazón... aunque mi amante se esfuerce como un titán».
Sí, el sexo con Paulo era un festín. Con él descubrió que era multiorgásmica: eran cinco, seis, un gozo sorpresivo y sin final que la dejaba exhausta; hábilmente iba explorando todos los poros de su cuerpo, siempre de una forma diferente; se estaba transformando en una ninfómana, y ¡qué mal se oía!... Él, obstinado, continuaba con lo que se había propuesto: expulsarlos de su mente; y a veces, solo a veces, lo lograba.
El año llegaba a su fin, como lo advertía una propaganda de agua carbonatada en el almanaque del supermercado. Doris y el hermano de Paulo, Fabio, el cineasta, se habían enamorado; ella, con su flamante título de podóloga, se había ubicado en una clínica privada. Seguía en la pensión y con las actividades en la escola, a la que Eugenia y su amante a veces se unían.
Algunos domingos, cuando libraba en el súper, salían en el jeep abierto de Paulo a conocer otras partes fuera de Río, siempre con playa, placer que también se había incorporado a su nueva vida. Frecuentaban algunos grupos musicales, porque Paulo tocaba la guitarra. Cantando se parecía a João Gilberto y, como él, tenía el don de embelesar a las personas con su voz, aunque su verdadera pasión era la fotografía y se moría por hacerle una, pero sabía que eso equivaldría a perderla: era un acuerdo tácito, que los amigos también conocían. En las fotos de grupo siempre se quedaba fuera: «No, no me gustan las fotos», y esa aura de peligro no desvelado los hechizaba.
Así que un día, después del sexo, Paulo, que elucubraba ideas para una exposición, le dijo:
—Quiero una fotografía de tu mano —y antes de su negativa, aclaró—: ¿Quién va a saber..., quién?
—Yo. Tienes miles, ¿por qué tiene que ser la mía?
—Tus líneas son como senderos, no es con la mano de frente sino de costado, enfocada desde el meñique, una macro con gradaciones del negro al blanco.
—Búscate otra.
—No quiero manos de muñecas, sino tu mano. La cara no va a salir, el cuerpo tampoco, y te daré el negativo. Venga, te la pago, ponle precio.
—¡No! —se incorporó y empezó a vestirse—. No quiero fotos, que no te hace falta entenderlo, si tanto me quieres con acatarlo es suficiente.
—Tú no sales, solo la mano... —dijo agarrándola de los hombros. Sus dedos bajaron sobre los brazos para impedir que se abrochara.
—Déjame, eres un cargoso —dijo sin mirarlo—. Siempre con lo mismo. No, ¡y se acabó!
—Qué no, Eugenia, te digo que soy honesto. Que no bebas, que me cuentes lo de la beca, que no fumes hierba, que no te quedes a dormir porque siempre estás alerta... lo admito, pero que pienses que te voy a cagar... Me ofendes y no soporto que salgas huyendo, deja de huir, si hasta tu forma de caminar lo dice, ¿de qué huyes?
Ella, enojada, se liberó y cogió su bolso.
—Solo es la derecha, piénsatelo, ¿cuánto vale?
—Eres un necio, me estás decepcionando.