XI
La Costa del Sol era una delicia. Aquel verano de 1974 habían ido más turistas que nunca; en julio no quedaba una sola plaza libre y los lujosos hoteles de cinco estrellas y las modestas pensiones familiares estaban a rebosar por igual; lo mismo que los magníficos edificios de apartamentos que había construido Sofico, aquella empresa que tanto dinero estaba dando a ganar a sus cuentapartícipes y que constituía un legítimo orgullo de la España en desarrollo.
Los pubs, las discoteques, las trattorie y los selfservices se veían abarrotados por turistas de la más diversa procedencia, con mayoría de suecos y alemanes. Los suecos y los alemanes, no obstante su indiscutible ideología democrática, parecían pasarlo de primera en la España de la dictadura, aunque era normal que, después de comerse una paella y agotar varias jarras de sangría, echasen pestes de Franco, como si fuese un problema propio. Habían impuesto, por otra parte, su mínimo vestuario en las playas y ninguno de los tostados guardias municipales de servicio en los pueblos andaluces les molestaba lo más mínimo cuando, en plena calle, se entregaban a sus efusiones amorosas.
Un sentido utilitario, aprovechón, hasta cínico, dominaba a los indígenas (con perdón) de la zona, que se dedicaban con esforzado entusiasmo a sacarles divisas a los exóticos visitantes de temporada. Les vendían «aire de España embotellado» y carteles de toros donde mister Picks podía ver sus apellidos entre los de El Cordobés y Palomo Linares («Your name here») y les paseaban en «burro-taxi» y les abrumaban con flamenco malo y strip-teases sin terminar. Pero los turistas lo pasaban en grande y se ponían colorados como pimientos morrones y como eran, en el fondo, unos niños grandes, se sentían la mar de felices ya que, efectivamente, España era para ellos different.
Los Vivar de Alda se habían marchado a su finca de Fuengirola a finales de junio; en cuanto Manolito terminó (con buenas notas) sus exámenes. Aunque Manolo padre iba y venía continuamente de Madrid, no tanto por exigencias de los negocios como a causa de sus crecientes contactos políticos. La enfermedad del Jefe del Estado (una grave tromboflebitis) determinó reuniones urgentes, intercambio constante de consignas, adopción de medidas previsoras. Las fuerzas libres de la oposición estaban más nerviosas que nunca.
Pero al final, no pasó nada. Reasumidos los poderes de la Jefatura del Estado por el Caudillo, Manolo (que había pasado muchos días de agosto en Madrid) se tomó unas minivacaciones de diez días en Fuengirola. Y en su finca se celebró una importante reunión con asistencia de varios líderes de la oposición. El representante de las Comisiones Obreras anunció:
—Se prepara un otoño caliente. Tenemos programada una cadena de huelgas en el cinturón industrial de Madrid.
Pensando en la ubicación de sus empresas, preguntó Manolo:
—¿Y en Madrid capital?
—Bueno, alguna salpicadura habrá. Pero lo importante son las zonas fabriles: Getafe, Villaverde, Alcobendas… Y por la carretera de Barcelona, Alcalá de Henares, Torrejón, Azuqueca, hasta Guadalajara…
Días después le llamó el ex ministro de la República.
—Hemos de hablar, Tengo un encargo importante para usted.
—¿Por qué no se viene este fin de semana?
—Imposible, imposible. Le espero el día 13 aquí. Si le parece, concretemos ya la cita: a las 2.30 en Alkalde.
—Allí estaré.
Terminó, pues, sus vacaciones el 12 y regresó a Somosaguas en el coche. Se levantó tarde, porque el viaje le había cansado y a las dos salió hacia el centro. Al llegar a Callao, la circulación estaba desviada; iban y venían ambulancias, ululando sus sirenas y era notoria la abundancia de fuerza pública.
Preguntó a un urbano:
—¿Pasa algo?
—Han puesto una bomba en Sol, junto a Gobernación…
En el restaurante, el ex ministro estaba profundamente afectado:
—No; así no vamos a ninguna parte. Es contraproducente, es negativo.
—Pero ¿quiénes han sido?
—Vaya usted a saber.
El tema de actualidad consumió la comida; casi se habían quedado solos cuando el ex ministro entró en materia:
—Mire, Vivar, necesitamos alguien que unifique la propaganda; entiéndame, no la clandestina, que ésa tiene un corto alcance, sino la orientación general de la mucha prensa adicta que vamos teniendo. Es cuestión de habilidad, de sutileza; los chicos jóvenes que están con nosotros y que escriben en muchos sitios, se dejan llevar a veces de su fogosidad. No es eso; así solamente lograremos secuestros y prohibiciones. Es necesaria, ¿cómo le diría yo?, una picardía para ir creando un ambiente hostil a la dictadura… ¿Me comprende?
—Perfectamente.
—Nadie como usted para llevar una cierta supervisión sobre esto…
—¿Usted cree?
—Yo y los demás compañeros hemos coincidido en su nombre. No he de decirle que, personalmente, usted no aparecerá para nada. Se limitará a orientar, a hacer insinuaciones… a sugerir campañas…
—Ya entiendo.
—De momento, la consigna es ésta: nada de buenas noticias; todo va mal en el país. El turismo es una engañifa; el desarrollo sólo trae problemas; la enseñanza está de pena; el mundo laboral es un volcán en erupción; no conseguimos que en Europa nos tomen en serio; las cosechas son fatales. Y, ni que decir tiene, de todo eso tiene la culpa el régimen.
—¿También de que no llueva?
—También, también. Atienda a esto: el ideal es conseguir que cuando los españoles lean la prensa, se pongan de un humor de perros. ¿Entendido?
—Entendido.
Y así pasó. Semanarios que alcanzaron rápida difusión, periódicos que (curiosamente) estaban pagados por el capitalismo, revistas gráficas de gran tirada, comenzaron a llenarse de titulares negativos: «Huelga de la construcción en Lugo», «Los pantanos están vacíos», «Pésimas perspectivas para la campaña olivarera», «Encierro de trabajadores en una parroquia de Vallecas». «Cien millones de pesetas de pérdidas por el pedrisco en Murcia», «Los teatros de Madrid, cerrados por huelga». «Tres guardias civiles heridos en un enfrentamiento con la ETA, en Beasain», «Urtain, vergonzosamente derrotado, pierde el título de campeón de Europa», «Quince robos a mano armada en el país», «Europa no nos quiere», «Disminuye la construcción naval», «Sombríos augurios para la industria del automóvil», «Carreras, golpes y escándalo en la Universidad Autónoma», «Cinco mil obreros de Seat en paro», «Alemania cancela sus contratos con dos mil obreros españoles», «Ridículo español en el Eurofestival», «La sequía es alarmante», «Las lluvias imprevistas y torrenciales destrozan la huerta valenciana». Y así todo…
A veces, la técnica del titular conseguía singulares malabarismos. Por ejemplo, si se celebraba en Magistratura el juicio por los despidos de 423 trabajadores de una empresa que habían hecho huelga y la sentencia declaraba procedentes, sin derecho a indemnización, 411, lo que anunciaban la mayoría de los periódicos era: «Doce trabajadores ganan su pleito laboral». Y si en uno de los constantes enfrentamientos entre la Policía Armada y los universitarios, catorce guardias resultaban heridos de gravedad por las pedradas y los golpes y un estudiante se torcía el tobillo al salir corriendo, los titulares anunciaban: «Universitario con lesiones diversas producidas en un forcejeo con la Fuerza Pública».
Realmente, Manolo lo hizo muy bien. De algo iba a servirle su larga experiencia en materia de prensa y propaganda. Incluso, su vocación literaria le impulsó a escribir un artículo (firmado con seudónimo) que se publicaría en el clandestino Mundo Obrero. Se trataba de una exaltación del socialismo, como solución salvadora para el país, que «luego de tantos años de opresión, comprende que se avecina una aurora de libertades, en la que el juego irremplazable de los partidos acabará imponiendo la verdad democrática. Y así, la eficacia del socialismo como fórmula de gobierno moderno, a la europea, se demostrará sin discusión posible».
El ex ministro de Franco le dijo, a los pocos días:
—Le felicito. Su artículo le ha gustado mucho a Santiago.
Y Manolo, cogido de sopetón, no caía en quién sería Santiago, pero al cabo de un rato, descartados el apóstol y Bernabeu, comprendió que se trataba de Carrillo. Lo cual le llenó de satisfacciones.
A comienzos de noviembre la situación política en el país se deterioró sensiblemente. Habían salido del gobierno dos de sus ministros más significados —Cabanillas y Barrera— y el frenazo en la «apertura» se palpaba. La conflictividad laboral iba en aumento, tal como habían previsto las CCOO y la huelga del sector bancario alcanzó un éxito evidente. Llegaba uno a la ventanilla con su chequecito y el pagador sonreía con erran amabilidad y hasta ofrecía un pitillo al cliente y después le decía:
—Ya sabe usted, don Ramón: estamos en paro parcial hasta las doce. Lo siento.
Los empleados estaban todos sentaditos en sus puestos, pero leían la prensa y comían el bocadillo o rellenaban quinielas. Para casos de urgencia, tuvieron que movilizarse los altos jefes y era una gozada ver al señor director de la agencia urbana o al jefe de extranjero de la oficina principal atendiendo en ventanilla el pago de letras o recibiendo ingresos importantes. Los demás les miraban con una mezcla de rabia y cachondeo y ellos disimulaban su embarazo e incluso se permitían algún comentario aparentemente jocoso:
—En fin, don Ramón; aquí me tiene, rejuvenecido en veinte años, atendiéndole a usted con mucho gusto, como en mis tiempos de oficial de segunda…
También en el holding de Manolo hubo problemas, pero limitados a paros parciales de media hora, durante tres días consecutivos. Los trabajadores del grupo de empresas pedían un aumento lineal de ocho mil pesetas.
—Es excesivo, Daniel —le dijo Manolo a Fujardo—. Negocia una rebaja con el jurado de empresa.
—Nuestros obreros no reconocen representatividad al jurado de empresa ni a los enlaces sindicales. Hay que entenderse con la «comisión de los ocho».
—¿Y ésos quiénes son?
—Dos representantes por cada una de nuestras empresas, que han sido elegidos democráticamente por la mayoría.
—¿Crees que debo recibirles?
—Indudablemente.
—Bien; de acuerdo. Pero antes consigue que te rebajen la petición de aumento. Si se conforman con cinco mil, lo firmamos.
De momento, aquel día el paro parcial fue ya de una hora y de dos al siguiente.
—¿Pero qué les pasa, cono? —preguntaba anhelante Manolo.
—No bajan de las seis mil pesetas —explicó Fujardo.
Meditó unos segundos. Echó cuentas rápidas y mentales sobre el importe de las horas que ya se habían perdido.
—Acepto, acepto… —se dio cuenta de que no había contado con la opinión de Alfonsiño, que estaba junto a él—. Bueno, si a ti te parece…
—A mí me parece un chantaje todo esto, porque nuestra gente lleva mucho tiempo cobrando el doble o más de los salarios del convenio provincial y si ahora tragamos, dejamos la puerta abierta para que, cada dos por tres, estemos con las mismas.
Se hizo un silencio. Lo cortó Fujardo:
—Probablemente, vosotros no os dais cuenta de lo que han aumentado los precios de los productos básicos en los últimos tres meses…
—Claro, claro —apoyó Manolo—. Y además, Alfonso, estamos en un momento de logros sociales, convéncete…
—Bien; por mí que no sea…
Al mediodía, la «comisión de los ocho» entró en el despacho de Manolo. Ni que decir tiene que en ella figuraban Llaneza y Carrasco. Iba acompañándoles Fujardo; Manolo les saludó, uno por uno, y les dijo:
—Por favor, señores, les ruego que se sienten. Bien; ya han visto ustedes que nuestras empresas han procurado sacrificarse al máximo para acceder, en la medida de lo posible, a sus peticiones reivindicativas. No les oculto que ello puede suponer una incidencia grave en los beneficios sociales.
—El pasado ejercicio, Ejibesa liquidó con doce millones de beneficios… o al menos eso dijo la señora presidenta en la Memoria… —comentó Llaneza, mientras mostraba en alto el folleto editado en aquella ocasión.
—(¡Qué mala leche la del jesuita!) —pensó para sus adentros Manolo. Y, ya en alta voz, aclaró—: Pero este año, en cambio, el alza de los impuestos y los nuevos gravámenes en las tasas aduaneras han reducido drásticamente esos beneficios…
—Váyase un año por otro —replicó con retintín el «padre Pepe».
El buen oficio político de Manolo le aconsejó entonces compensar el golpe bajo con un farol importante:
—Debo manifestarles, para que se lo trasladen a sus compañeros todos, que me satisface de manera muy especial encontrar, por fin, interlocutores válidos, representantes auténticamente democráticos de los trabajadores, como son ustedes.
En una silla, muy encima de la mesa de Manolo, se sentaba Carrasco, el falangista, que llevaba un libro en las manos.
—Esto no quiere decir que subestime la buena voluntad de los enlaces y de los jurados; pero yo comprendo perfectamente que su extracción oficial no puede satisfacer a la colectividad obrera. El fracaso del verticalismo es patente, y aunque no se reconozca de modo expreso, en nuestras empresas estamos ya practicando, de hecho, un sindicalismo libre.
Carrasco tosió discretamente; lo bastante para que Manolo dirigiera hacia él su vista. Y él, al tiempo que sonreía seráficamente, le señaló con el dedo el libro que tenía entre las manos y que era uno, editado siete años antes por la Delegación Nacional de Sindicatos, donde entre otros documentados trabajo se recogía la obra maestra de Manolo en la materia, La estructura dinámica de la Organización Sindical, aquella que le había valido su nombramiento como miembro de la Unión Nacional de Empresarios.
—(¡Qué hijo de la gran puta!) —volvió a decir para sus adentros. Pero encontró, cómo no, la salida airosa—. Porque lo que podía ser válido años atrás y, no lo neguemos, hasta] beneficioso, ahora precisa ser revisado de una forma absoluta, acorde con las necesidades del tiempo que vivimos. En fin, señores; al saludar en ustedes a nuestras empresas todas, a la gran familia laboral de nuestro grupo, me imagino que les estoy abrazando uno por uno…
El latiguillo no causó el menor efecto. Fujardo traía escrita el acta con el acuerdo y todos la fueron firmando; Manolo, el último. Les dio otra vez la mano a todos y a Carrasco se la mantuvo agarrada una pizca más del tiempo, mientras le miraba con cierta rabia.
—Y ahora, amigos, a trabajar más que nunca… —dijo, para despedida.
Pero uno de los trabajadores, que iba con chaqueta de pana y pantalones vaqueros, melenudo él, y joven él, precisó:
—En cuanto a Bosques del Noroeste, S.A., señor presidente, debo aclararle que continuaremos en paro parcial de una hora diaria.
—¡Pero hombre! ¿No acabamos de firmar el acuerdo del aumento lineal que ustedes querían?
—Sí; si por nosotros ya no hay problema. Pero tenemos que mantener el paro de solidaridad con los compañeros de otras dos empresas del sector, que no sólo se niegan al aumento, sino que han despedido a siete trabajadores.
Fujardo metió baza:
—Es una actitud muy noble, de hermoso compañerismo.
Manolo, destruido, fue incapaz de decir nada. Hizo un gesto ambiguo de despedida moviendo tontamente el brazo izquierdo (justamente el izquierdo) y en cuanto salieron los de la «comisión de los ocho», le pidió a su secretaria que le sirviese un whisky bien cargado.
Era sábado, y como en tantos otros fines de semana, Alfonsiño había subido a Navacerrada para pasarlo con los Vivar en su chalé. Caía una nevada mansa y el espectáculo del valle blanqueado era bellísimo. Chisporroteaban los leños en la chimenea y los dos socios, luego del almuerzo, se habían sentado junto al ventanal, con la copa de coñac en la mano.
—Manolo, voy a darte un susto… —anunció de pronto Corcheiro.
—¿Un susto? Oye, no fastidies, que vaya temporada la que llevo.
—Lo comprendo y lo siento; pero no tengo más remedio que decírtelo, ya de manera definitiva. Lo he pensado mucho, lo he meditado a fondo y estoy decidido.
—¿A qué?
—A dejar los negocios. A vender la mayor parte de mis acciones y a marcharme a mi tierra, a vivir tranquilamente.
Manolo se puso en pie, sorbió de golpe la copa de coñac.
—Eso será una de tus bromas, claro…
—Eso es algo rigurosamente serio.
—¡Pero no puedes dejarme solo!
—Por no dejarte, llevo más de un año aguantando. Porque no creas que esta idea es de ahora; la he estado madurando desde hace meses. Ya no puedo más.
—Pero nuestros negocios marchan de primera…
—Ya lo sé. ¡Qué vas a decirme! Y estoy seguro de que, a pesar de todo, seguirán yendo bien. Lo que pasa es que estoy harto de Madrid y del stress y de la polución y, sobre todo, de los problemas sociales. Yo no tengo carácter, Manolo, para aguantar tanta chinchorrería del proletariado y tú, que me conoces, lo sabes. No, no te digo que no tengan parte de razón o mucha razón, o incluso, toda la razón. Se la doy entera; pero no los aguanto.
Se levantó también Alfonsiño; puso sus dos manos sobre los hombros de su socio.
—Manolo, tengo sesenta y cuatro años. He vivido todo lo que hay que vivir; he trabajado como un burro. Si las cosas estuvieran como antes en esto de la industria, pues mira, no te digo que no siguiera. Pero está claro que nos encontramos, como tú dices tantas veces, en una fase crítica de transición. Conforme. No contéis conmigo; lo siento. A mí no me la fastidia un infarto…
—Tienes una salud espléndida…
—Por eso precisamente. Me aterra perderla.
—Y después de todo, la cosa no está tan mal…
—La cosa está mal y se pondrá peor y tú lo sabes mejor que nadie, porque andas en los líos de la política. A mí la política jamás me ha importado; he conocido los finales de la Monarquía y el desbarajuste de la República y el desastre de la guerra y el hambre de la posguerra y el alza del régimen y ahora vivo su desguace. No sé cómo reventará la cuestión; pero lo que está claro es que se nos ha terminado la buena vida, la vida tranquila, la vida que te justificaba matarte a trabajar; bueno, se os ha terminado a los que sigáis en esto…
—¿Qué piensas hacer?
—Irme a Betanzos. Aquello es otro mundo; allí ni se enteraran de las huelgas, ni del Mercado Común, ni de los conflictos estudiantiles. Quiero volver a mi origen, ¿comprendes? No hacer nada; no tener que pensar en nada. Pasear por la campiña, criar vacas, jugar al dominó con el cura, que todavía lleva sotana… Y no ver la televisión más que cuando retransmitan algún buen partido de fútbol…
Se oía tan sólo el crepitar de los leños en la chimenea, Manolo dio unos pasos por la habitación, mientras Alfonsiño se servía más coñac y volvía a sentarse.
—Me haces polvo, Alfonso. Me creas unos problemas tremendos…
Fue hacia él y le dio un golpe cariñoso en el hombro.
—¡Pero tienes razón, coño!
Luego se abrazaron, de una manera larga, emocionada y auténtica.
Quizá no se debiera volver a las ciudades que uno dejó con la juventud metida entre sus calles. Es como encontrarse al cabo de los años con la colegiala que nos perturbaba cuando salíamos de casa, camino de la Universidad y no reconocerla en su gordura y cuando nos dice quién es, comprender que se nos cae el alma a los pies y que probablemente ella pensará lo mismo de nosotros. Aquella ciudad chiquita, entrañable, calma, está ahora agobiada por rascacielos, intransitable y ruidosa. El colegio se ha convertido en un bloque de viviendas de lujo y la tasca donde tomábamos el bocadillo de calamares con la caña, es un insufrible pub y los amigos de nuestros padres ya se han muerto o, quizá peor, andan encorvados, llenos de arrugas, arrastrando sus enfermedades. Y aquella señora estupenda que estaba casada con un ingeniero y más de una noche propició nuestro onanismo, es ahora una anciana, eso sí, limpia y noble. Pero en cambio, Lolita, la cajera de Rialto que coqueteaba con los estudiantes y se los llevaba a la cama, da pena, de estropeada y sucia y casi ciega, aunque sigue en su puesto de siempre y nos dice que ya le falta sólo un año para la jubilación, que en esta industria de la pastelería se alcanza a los sesenta y cinco.
Quizá debiéramos mantener, de por vida, el recuerdo adolescente de nuestra ciudad, con sus tranvías amarillos y sus taxis con gasógeno y sus pocas luces y sus placitas con ancianos tomando el sol, sólo molestados de vez en cuando por el triciclo del ultramarinos de Marcial. Y aquellos domingos radiantes, cuando en misa de doce nos reuníamos con las chicas que nos gustaban y llevábamos el único traje presentable que teníamos, que era azul marino y salíamos de paseo con ellas, por la calle principal, andando por el mismo centro de la calzada, sin tener que apartarnos para dejar paso a un automóvil más que muy de tarde en tarde y aun eso porque el imbécil de Luisito, que era hijo de un estraperlista, venía presumiendo con su Balilla negro, sólo por fastidiar. Luego, en casa, había comida de lujo, es decir, con pollo y postre de dulce y nos íbamos con el último bocado en la garganta al fútbol, naturalmente a pie y llegábamos cuando ya salían los equipos, o sea, a las tres y media y veíamos un partido donde se metían siete u ocho goles con gran naturalidad. Después, nos reuníamos en el cine con nuestros padres y saludábamos a muchos padres más y con sus hijos, nuestros compañeros, hablábamos de la guerra europea y de lo buena que estaba la Jana y veíamos películas en blanco y negro de la Metro o de Cifesa y cuando llegábamos a casa teníamos una sensación de felicidad como nunca jamás logramos volver a alcanzar.
Manolo regresó a su ciudad porque su madre cumplía ochenta años y quiso estar a su lado en tan señalada fecha. Le acompañaron Carmiña y los chicos, debidamente aleccionados en cuanto a que tendrían que soportar resignadamente las manías de la abuela, que eran tan naturales a su edad. Manolito cumplió perfectamente la orden; pero Carmencita, según costumbre, tuvo que dar la nota y cuando la abuela le pidió que la acompañara a la parroquia, al novenario de la milagrosa santa Gemma, le contestó que eso eran beaterías y supersticiones que Pablo VI repudiaba, ignorando que su santa abuela rezaba todas las noches, antes de recogerse, un padrenuestro por la salvación del alma de Pablo VI, que consideraba altamente improbable.
Sentimentalmente, para Manolo el viaje resultó desconsolador. El Bar Club ya no existía; en sus locales se aposentaba ahora un Banco de la poderosa cadena Rumasa. Supo que Mañez se había jubilado y que Valeriano, el limpia, regentaba un despacho de quinielas, ganaba muy buenos duros y era presidente de la Federación Regional de Atletismo. Mari Paz, la dulce y brevísima novia, se había separado de su marido, que estaba liado con la hija pequeña de los condes de Altora. Andaban en pleito y el muy canalla se resistía a pasarle una pensión, a pesar de que ella tenía a su cargo a los hijos y para sacarlos adelante trabajaba de encargada en la mejor boutique de la ciudad. No se atrevió a verla.
En cuanto a Carmensanz, el divisionario eterno, llevaba ya varios años internado en una clínica siquiátrica, donde, según decían, continuaba vistiendo a diario su ya raído uniforme de la Wehrmacht y cantaba todas las noches, antes de irse a dormir, el Yo tenía un camarada y terminaba gritando «Heil, Hitler!» a todo pulmón.
Blázquez-Villa, con el que estuvo almorzando, se había metido en los ciento diez kilos, estaba calvo y, eso sí, ganaba muchos millones dirigiendo los negocios heredados de su suegro. De política, no quería saber nada.
—Mira, Manolo; la política es siempre una gran mentira… —le dijo, sentenciosamente.
Pero Manolo, pese a tan saludable opinión de su viejo camarada, aprovechó también el viaje para mantener varias reuniones con los representantes de las fuerzas Ubres de la oposición y comprobó satisfecho su alto estado de madurez y su excelente disposición. Eran casi todos chicos jóvenes, naturalmente barbudos, naturalmente con jersey, naturalmente más bien sucios, que hablaban con arrobo de Mao, del Che, de Marcelino y de Santiago y que se arriesgaban de continuo haciendo pintadas de las llamadas subversivas, y excitando los ánimos de la Universidad. Algunos eran estudiantes, pero la mayoría no tenían oficio determinado, ni falta que les hacía, que para algo sus padres tenían millones y trabajaban doce horas diarias y se habían lucrado con la dictadura nefasta.
La víspera de regresar a Madrid, la madre de Manolo le había preparado una sorpresa y cuando estaban todos reunidos en el viejo comedor, sacó un álbum de fotografías y dijo a sus nietos:
—Para que veáis lo guapo que era vuestro padre y no es que no lo siga siendo, pero fijaos aquí…
Allí estaba Manolo, en plena guerra civil, con camisa azul y pistola al cinto, echando un discurso. Y allí estaba Manolo, con el uniforme completo que le habían regalado sus papas al ser nombrado jefe provincial de Propaganda de FET y de las JONS, saludando brazo en alto. Y acullá se le veía en la magna I Demostración Juvenil, junto al ministro y las jerarquías del Movimiento, en la tribuna presidencial. Y con las botas altas y los pantalones grises de instructor de la Escuela de Mandos, tocado con gorra de plato negra, junto a Girón. Su santa madre, encima, glosaba cada uno de los retratos y a la noble anciana se le caía la baba al recordar:
—Este día me dijo el gobernador que vuestro padre era un gran patriota y que el Caudillo ya tenía noticias sobre sus méritos…
Manolo alegó un fuerte dolor de cabeza para dejar inacabada la rememoración nostálgica de su juventud falangista:
—Perdona, mamá; tengo una neuralgia tremenda y mañana me esperan más de cuatrocientos kilómetros…
Pero no pudo evitar que su hija Carmencita, siempre puñetera, cuando le dio el beso nocturno de despedida, le dijese:
—Anda, papi, que menudo fascistón has sido…
El indudable mal humor que llevaba dentro al regresar a casa se le marchó en seguida con una estupenda noticia: sus gestiones en Gobernación para conseguir que se le concediera el pasaporte a su tío Pepe habían fructificado y el viejo exiliado podía regresar a su patria.
Lleno de júbilo, llamó por teléfono a Lyon. Se puso Vivianne:
—Pepe ha tenido ayer un ataque cerebral. Está sin conocimiento; mal, muy mal…
De todos modos, le envió por correo urgente la documentación que tenía que firmar. Dos días más tarde, llamó Vivianne:
—Ha recobrado el conocimiento. He podido decirle que tiene arreglada la vuelta a España; mira, fue como un milagro. Se le iluminó el rostro, dio gracias a Dios (él, que —tú lo sabes— nunca ha sido devoto) y ahora parece que está mucho mejor.
—Dale un abrazo muy fuerte. Dile que iremos a esperarle con música…
Pero tres días después llamó de nuevo Vivianne; Pepe había muerto. Había muerto consciente y había pedido que le llevasen a la cama el mapa de España de Paluzzie que siempre tuvo en casa y lo agarró muy fuerte entre las manos y sus últimas palabras fueron:
—¡Viva la República! ¡Viva España!
Y Manolo lloró muy de veras y comprendió que su tío Pepe, como tantos otros exiliados honestos que ya, ni muertos, podrían volver a su patria, constituía una de las más graves acusaciones contra un régimen que tanto había tardado en perdonar…