CAPÍTULO 4
LA TRAMPA DEL CONSENSO
Le gusta ver cómo despunta la mañana en la azotea, como si sus ojos fueran los que obraran el prodigio del amanecer. Le sucede algo parecido cuando se sitúa frente al mar, eterno inconsciente. Amanece porque el hombre lo ve. El mar es eterno porque el hombre, efímero en su conocimiento, lo sabe. El viento es suave y fresco, una caricia que se enreda en su cara recién lavada con agua fría. Aún no se ha duchado. Lleva en la mano la taza de café solo, de puchero, ligero como el aire que apenas se posa sobre los pagos que lo rodean. En el cielo van sucediéndose los colores de una paleta que se le antoja religiosa, obra de un Creador que trasciende las rutinas de lo cotidiano. No ha dormido casi nada. La imagen de Lola se le quedó grabada en el cerebro, en el deseo, en la penuria de una abstinencia que lo trae y lo lleva por la calle de la Amargura. Se quedó esperando lo mismo que ella. Un wasap. Una llamada. Un mensaje. Un algo.
El silencio es tan amable como punzante. Propicio para remontar los meandros de la memoria. Hace tres años le sucedió algo parecido. Se quedó esperando un mensaje de Laura. Una llamada que no sonó. Un wasap que no le llegó. Tantos años tirados a la basura de repente. Como si aquel amor se hubiera convertido en un juguete roto. Erosión de los sentimientos. Monotonía de la machadiana lluvia tras los cristales del aburrimiento. Hacían el amor para desahogarse, para no plantearse la falta de deseo. Movimientos mecánicos. Gimnasia erótica sin erotismo. Recuerda el cuerpo de Laura y le cuesta trabajo llegar a los detalles. Recuerda su voz, sus ojos castaños, sus pechos firmes, su cintura tallada. Belleza fría. Como frías eran sus palabras, sus caricias de vez en cuando, su mirada ausente, lejana.
Belmonte es el dueño de los secretos del pueblo, el único que sabe lo que sucedió en esos paréntesis que la historia convierte en pozos donde habita el misterio. ¿Qué pasó realmente aquella mañana de julio del 36, cuando una cuadrilla de gañanes entró en el cortijo sin avisar? ¿Cómo murió don Fernando? ¿Mataron al amo tal como lo cuenta doña Angustias? Un periodista recogió su versión. Pero eso solo es eso, una versión. Y, además, muy parcial. En el pueblo dejó de interesar ese asunto cuando los aires políticos cambiaron y por fin se empezó a mirar hacia el futuro. Pero luego volvieron los revisionismos, los rumores, las versiones encontradas. Belmonte es capaz de reconstruir aquello, tiene las piezas del puzle en los archivos que heredó de su padre y de su abuelo. Los dos fueron administradores del cortijo. El abuelo entró a trabajar con don Fernando. Su padre, con doña Angustias. Santiago aún era un niño y el padre de Belmonte llevaba las cuentas. Luego sería el confidente de Santiago Murube. Escribió un diario que Belmonte guarda bajo llave en una habitación que está justo debajo del lugar donde se encuentra ahora. Bajo sus pies permanecen los secretos del pueblo.
—Conoces los secretos del pueblo, pero no te conoces a ti mismo.
Laura era insuperable a la hora de echarle en cara sus contradicciones. El reproche era su especialidad, y eso le dolía a Belmonte cuando un hallazgo en algún archivo parroquial, o un descubrimiento en un legajo perdido, le inflamaban el globo de la vanidad. Conócete a ti mismo, reza el oráculo de Delfos. Conócete a ti mismo, le repetía el oráculo de Laura continuamente. Conócete a ti mismo y conocerás a Dios. Le gusta salir de la tiniebla a la mañana cuando el verano le permite subir a la azotea a estas horas. El campo se despereza. Todo vuelve a la vida. El tiempo es cíclico para el cronista que vive en el eje continuo de los años y de los siglos. Al final todo regresa, todo es lo mismo. Laura se fue. Laura no está. Aquella mañana no le puso ningún wasap. Ella tampoco lo llamó. Se acordó del verso becqueriano, de la rima donde el poeta contó esta historia antes de que sucediese. ¿Fue el orgullo? ¿Fue la soberbia? ¿O fue el instinto de huida, tan fuerte como el que marca las pautas de la supervivencia?
Piensa en Laura como si no la conociera, como si nunca hubiera traspasado su piel, como si no hubiera llegado jamás al hueso insobornable que no conoce el amor. Ahora es Aleixandre. Belmonte vive en los poetas. El mundo es poesía. Su mirada es poética según Octavio Paz. En esta azotea lo leyó. El arco y la lira. Fue un deslumbramiento, un acorde como el que buscaba Cernuda para unirlo todo en un instante. No conocía a Laura. Llevaba diez años con ella y no la conocía. Las palabras de amor le sonaban desgastadas antes de pronunciarlas. Atrás había quedado ese deseo, esa comezón, ese revoloteo cursi pero cierto de las mariposas que arañan con sus colores el estómago. Ahora vuelve a sentirlo. Pero Laura no está. Ahora es Lola quien le sirve de pantalla para proyectar esa flecha que se tensa en su cuerpo y en su alma.
Mira el móvil. No hay nada. La sensación de vacío se apodera de su miedo. El último sorbo del café está casi frío. Como el que toma Isabel en su casa. Sola. Mirando la luz que enciende la ventana que da al patio. Manuel tampoco está. Su marido. El padre de sus hijos. El único hombre con el que ha yacido. La desfloró en el campo un anochecer de mayo, cuando el cielo se encendía y el aire se humedecía entre sus muslos. Rudimentario. Animal. La tensión lo arrastró todo como un torrente sin límites. Al cabo de los años, el mismo campo se lo llevó. Muerto junto a un canal. Infarto fulminante, invasivo. El tabaco, el vino, la mala sangre de no poder trabajar cuando quería. Y una mujer que ni siquiera lo miraba, aunque lo quería a su manera. Como se quiere a un perro.
—Tu problema es que tienes muchos pajaritos en la cabeza. Como tu puñetero padre…
Su madre era la dueña de su secreto. Su madre era la única que sabía lo que de verdad le pasaba por dentro. Más que pasarle, lo que estaba ahí estancado, enclaustrado. Un atasco que nadie podría deshacer. Ni siquiera ella misma. No soportaba la rudeza de Manuel, sus ideas simples, su encadenamiento a la costumbre, el ruido que hacía al sorber el café o la sopa, la forma de masticar el cocido con la boca abierta, los eructos en el comedor, las ventosidades en la cama, el olor a vino peleón que traía de la taberna, un olor agrio que le provocaba arcadas cuando la buscaba en la alcoba para desaguar. Ni una caricia, ni un beso como los que veía en las películas, ni una palabra de amor, ni una mirada como las que regalaban aquellos galanes en el cine. Su madre lo veía todo y todo lo sabía. Cuando la veía iracunda y rabiosa se vengaba de esa agresividad que desparramaba y que pagaba con todo el mundo. Y lo hacía con una frase que le provocaba un dolor agudo que la desarmaba del todo.
—Tú tienes muchos pajaritos en la cabeza. Como tu puñetero padre…
Su madre sabía por qué la habían echado de la casa donde empezó a servir cuando era una adolescente. Cuando Isabelita se lo contó, se quedó mirándola. Se vio a sí misma cuando tenía aquella edad. La abrazó. Fue la única vez que madre e hija se abrazaron en la vida. Lloraron. Se fundieron para siempre. Hasta que la muerte de la madre las separó. Pero entre ellas se interponía esa frase maldita, ese hombre que marcó sus vidas y que estaba presente en cada gesto, en cada momento, en cada lance. Un hombre que había desaparecido, aunque no del todo. Una sombra. Un eco. Un fantasma. Como Laura, que sigue acompañando a Belmonte. Aunque ya no esté. Ahora, al cabo de los tres años, la siente más cercana. Y lo paradójico es que su sombra se ha agrandado con la llegada de Lola. Al final la persona amada va a ser eso, la sombra del ideal en la caverna. Belmonte es platónico. Aristotélico en su trabajo, pero platónico a la hora de interpretar eso que llama las grandes verdades del mundo. Laura fue el pretexto que se desgastó y ahora es Lola quien llega. Arrollando.
En el móvil, nada. El sol ha salido. La ventana de la casa de Isabel que da al patio ya está encendida del todo. Belmonte baja la escalera de hierro. Hay que pintar la baranda antes de que llegue el otoño, que aún está lejos. Se desnuda despacio. No tiene prisa. Es temprano. Ha aprendido a manejar los tiempos, a luchar contra ese mal endémico de nuestra época: el estrés. Bajo la ducha siente el agua tibia. Se enjabona las axilas, el sexo. Cierra los ojos. Imagina el cuerpo de Lola en esta misma ducha. Desnuda. Rotunda en su belleza madura. Con los pechos mostrando la orgullosa tirantez del Barroco romano que tanto le fascina. Esa leve curva que da sensación de poderío. Belmonte siente cómo le crece el deseo de forma evidente. Dirige el chorro del agua hacia ese punto, pero desiste. El placer es un hormigueo que puede terminar con sus fuerzas a esa hora de la mañana. Mientras se seca, el sonido del móvil le indica que acaba de recibir un wasap. Se le enciende el corazón y se le agolpa el aire. Ese ahogo le recuerda su vulnerabilidad. Está esperando que Lola se ponga en contacto con él. Lo necesita. Y esa debilidad es contradictoria, como casi todo lo que merece la pena en esta vida.
Tira la toalla, sale desnudo y descalzo del cuarto de baño. Encima de la cama está el móvil. Nervioso, apenas puede desbloquearlo con su huella digital. El icono del wasap brilla en su pantalla. Tiene un mensaje nuevo. Imagina a Lola en la habitación del hotel. Desnuda. Abre el wasap. No es ella. Es Zamora, el cámara. Belmonte dispara la bala certera de la intuición. Lo entiende todo en milésimas de segundo. Lola no quiere dar el brazo a torcer y le dice a Zamora, el cámara, que me ponga un wasap para que nos veamos a las once en el ayuntamiento. Si no quiere dar el brazo a torcer es porque siente algo, porque hay algo. En caso contrario se habría puesto en contacto con él de forma profesional, neutra, fría. Otra vez el pretexto, otra vez la necesidad de proyectar en alguien el deseo. ¿O es Lola quien ha provocado ese renacimiento? Da lo mismo. El caso es que debe vestirse, adelantar el trabajo para estar libre a las once. De pronto, como si hubiera vasos comunicantes que entrelazaran unas historias con otras, Belmonte se acuerda de una frase hecha. Va a ser verdad lo que le decía Laura. Tienes muchos pajaritos en la cabeza…
Un clavo saca otro clavo. Belmonte no soporta los refranes. Son el pensamiento empobrecido, escuálido, sin más contenido que el tópico rimado, repetido. Un clavo saca otro clavo. Doña Angustias se lo dice una y otra vez a Santiago, su único hijo, el hijo único que le dejó su marido en herencia. Hijo póstumo, hijo teóricamente mimado, hijo criado sin la figura del padre que por eso mismo sufrió una disciplina materna que rebasaba ampliamente todo concepto de control que imaginarse pueda. Cuando enterró a don Fernando en aquel día de calor y lipotimias, de guerra recién empezada y de odios recién nacidos, doña Angustias comprendió que su vida consistiría en criar a su hijo. No fue una decisión que tomó en frío ni al calor de las orteguianas circunstancias. Era algo inevitable. Un destino.
Un clavo saca otro clavo. Belmonte no puede trabajar, no se concentra en su despacho, mira la hora una y otra vez, como si los dígitos se hubieran quedado quietos, como si las agujas del reloj que le regaló Laura en el último cumpleaños que pasaron juntos se hubieran detenido para desmentir a Heráclito. Lola era el clavo que estaba sacando de su corazón, o de su costumbre, el que llevaba el óxido de la desidia, la herrumbre del recuerdo de Laura. Durante este tiempo de paréntesis y de vacío ha estado pensando de forma insistente, neurótica, que el amor nunca llamaría a su puerta. Es una cursilada, algo que tampoco soporta, pero su pensamiento iba por ahí. Hasta que Lola se reveló de pronto, sin previo aviso. Puro azar que lo descoloca, como aquella muchacha pelirroja desconcertó a Santiago cuando la vio por vez primera.
—Buenas tardes, señorita. Me llamo Santiago, y soy amigo de Jorge. Me encantaría bailar con usted la próxima canción si eso fuera posible…
Alta, esbelta, con un talle lisipeo, los pechos medidos, ajustadísimos al tamaño que provoca la excitación sin desentonar las proporciones apolíneas de la figura. Pelirroja. Una nebulosa de fuego caía sobre sus hombros desnudos, apenas atravesados por las levísimas tirantas que sostenían el vestido de color azul que se ceñía a su cuerpo sin tocarlo. Los ojos eran del color del vino tinto, o así los vio Santiago. Tal vez fuera la luz de la tarde de junio. Rojos los labios, rosados los pómulos salientes. Aquella muchacha de acento francés era puro fuego. Un clavo ardiendo al que se agarró Santiago desde el primer baile. Caía el sol lentísimo del solsticio sobre la sierra de Guadarrama. Celajes velazqueños. Jorge, su amigo Jorge, había organizado una fiesta para despedir el curso. Había que olvidar las espesas tardes de estudio, lluviosas, grises como los temarios, como los proyectos. Ingeniería agrícola que nada tenía que ver con el campo de verdad, o eso le parecía a Santiago. Aquellos muros grises, desamparados, de la escuela eran la antítesis del cortijo, de la dehesa donde los toros se ensañaban con la luna, donde las cigüeñas llegaban con la primavera bajo el vuelo, donde los arrozales flotaban en las aguas, donde las tierras de pan sembrar olían a horno en la canícula.
Un clavo saca otro clavo. Doña Angustias desaprobó aquella relación, pidió informes a sus amistades en Madrid. Damas piadosas, viudas de militares caídos por España, señoras de ropero para pobres. De comunión diaria. El padre de la niña era diplomático, trabajaba en la embajada de Francia en Madrid. Eso no le gustó. La niña era muy moderna. Se había corrido la leyenda de que un día la vieron fumando junto a dos chicos de su edad. Un escándalo. Cartas iban y venían desde el cortijo a Madrid. Santiago le contaba una cosa y sus amigas le referían lo contrario. No era una cuestión de perspectivismo, sino de ida o muerte. Doña Angustias vivía para su hijo tras la muerte de su marido. Vida o muerte.
—Esa pelandusca quiere quedarse con el cortijo, las conozco de lejos, piensa mal y acertarás siempre. Se lo tengo dicho, Belmonte, que tenga cuidado con las busconas de Madrid, aquello no es como esto, aquello es un antro de perdición por muy cerca que esté el Caudillo. Aquello no es como esto. Aquí nos conocemos todos y podríamos buscarle un matrimonio decente, con alguien de su clase, una muchacha que aporte una buena dote que sirva para que el cortijo crezca, para que no se quede atrás todo lo que hemos conseguido a fuerza de trabajo. Pero ya sabe usted cómo es Santiago. Culo veo, culo quiero, con perdón de la expresión. Eso fue lo que le pasó aquí, y desde entonces nada es lo que debería ser. Me hubiera gustado que se hubiera quedado a estudiar en la ciudad, aquí estaría más cerquita, vendría por el cortijo a menudo y yo no me sentiría tan sola. Pero no me fiaba. Después de lo que hizo, mejor que se fuera lejos. Lo más lejos posible.
Cuando su madre se lo dijo con un ataque de ira que desorbitaba los ojos y le drenaba espumarajos que salían de su boca, Santiago se acordó del padre Camoyán. Su madre y el padre le recomendaban o le ordenaban lo mismo, pero no de la misma manera ni por idénticos motivos. El padre Camoyán quería que saliera del cascarón, del pueblo y la ciudad, de aquella vida provinciana que lo tenía todo previsto, como un paseo por la Avenida, como los ritos de la Semana Santa, como las noches de la Feria en las que la juerga también está reglamentada. Tienes que salir de aquí para desarrollarte como persona, para liderar la España que ha de venir, no puedes quedarte en este marasmo, en esta quietud de siglos que te devoraría y te convertiría en una frustración encarnada en el hombre que se vería amputado, sin vida, un muerto en pie. Doña Angustias iba por otro camino. Así no volverás a cometer la barbaridad que has hecho, la mancha que has arrojado sobre la memoria de tu padre, sobre los apellidos que te adornan, sobre el futuro que siempre pende de un hilo.
Santiago llevaba a cuestas la muerte de su padre. Aquel asesinato era la cruz que le había tocado en suerte cuando nació. El hijo póstumo, el niño de luto. La memoria del padre como la sombra de un ciprés que nunca se acaba. Su misión en la vida estaba trazada de antemano. Tendría que mantener el patrimonio heredado, la finca y los toros, el cortijo y todo lo que giraba a su alrededor. Su madre había sido la intermediaria, la intercesora, la mujer que renunció a la vida para que todo aquello fuera a parar a las manos de su hijo cuando tuviera la edad suficiente y la madurez necesaria para administrarlo como Dios manda. Por eso lo que sucedió aquel verano fue como un incendio que estuvo a punto de llevárselo todo por delante. Belmonte lo recuerda ahora, mientras espera que el reloj marque la hora prevista para su cita con Lola. Las once de la mañana. Belmonte no recuerda lo que pasó porque todavía no había nacido, pero sí tiene en la memoria la voz de su padre contándole lo que a su vez le había contado a él su abuelo. Y la letra firme y recta de los diarios que rescatan el pasado del olvido.
Belmonte recuerda que Santiago se casó con la francesa, como la conocían en el pueblo, y que aquella boda irritó profundamente a doña Angustias. Una extranjera que no iba a misa, que no sabía rezar el rosario, que no se ponía velo en la iglesia por la sencilla razón de que nunca entraba en su parroquia. Una mujer que fumaba, que hablaba en francés. Un escándalo. Pero hijo, ¿no había una señorita española como Dios manda, que te diera hijos de aquí, que supiera cuál es su lugar en el mundo, en tu casa y en tu vida? ¿Por qué has tenido que buscar a esta mujer que cualquiera sabe lo que pensará de nosotros? Santiago sonreía con esa tristeza que siempre llevaba dentro, con ese poso de amargura que había heredado de su padre muerto, con ese rictus tan propio del hijo póstumo que vino al mundo con la orfandad bajo el brazo.
—Reconozco que me cegó el lujo, el deslumbramiento de esa luz azul que flotaba en el mar, de esos cuerpos casi desnudos en la arena, sin velos ni lutos, sin rosarios ni cadenas, libres de todo, bebiéndose el sol y los combinados que hicieran falta, fumando lo que les daba la gana, bailando al ritmo de unas canciones que aquí no se escuchaban, como si hubiera viajado en el tiempo y no en el espacio, como si ese mundo no fuera el nuestro, Reyes, como si ahí fuera estuviera la vida de verdad y no la cárcel en la que todos sobrevivimos, unos mejor y otros peor, tú con tus soleares y tus alegrías, con tus fandangos y con las juergas donde te pagan para que puedas seguir cantando, y yo con esta herencia del cortijo, de los toros y el cereal, del arroz y el fango, de las máquinas que rechazan los braceros y del progreso que se resiste a instalarse entre nosotros, por eso tuve la tentación de quedarme allí, Reyes, en la Costa Azul, en una casa que tenían mis nuevos suegros, recién casado con una francesa y con toda la vida por delante, con la libertad en el aire que me hinchaba los pulmones, con el deseo colmado por aquella mujer bellísima, más bella que guapa, una auténtica fiera en la cama, te lo confieso porque eres mi amigo y porque estamos tomando cuatro copas, pero no se lo digas a nadie, Reyes, que los cantaores cantáis más que un ratero en el cuartelillo, aquello era un lujo, era fuego, lava ardiente, no se cansaba nunca, y hacía lo que le pedías y lo que nunca se te hubiera ocurrido pedirle, han pasado veinte años de aquello y ahora todo es distinto, ya lo ves, no viene por aquí, odia el cortijo y solo quiere fiestas en Madrid, y que la lleve a Cannes, a Londres, a París, a Roma, a cualquier lugar del mundo donde no se respire este aire que ella no soporta, como si estuviera en una jaula, con lo bien que se está en el campo, ¿verdad, Reyes?
Los jubilados charlan en silencio, apenas un gesto, sentados a la sombra de un magnolio que cubre buena parte de la plaza del ayuntamiento. Cuatro jóvenes hablan con sus grupos de wasap mientras comparten un banco de diseño, metal y granito artificial, vestidos con camisetas sin mangas, bañadores y chanclas. Una señora pasa junto a la fuente central con el carrito de la compra, cuadros azules y blancos, el monedero en la otra mano. Dos funcionarios vuelven de desayunar, caminan muy despacio, de vez en cuando se detienen para dar realce a lo que dicen y luego continúan sin prisa hacia la puerta principal del ayuntamiento. Lola y Zamora, el cámara, dejan el coche aparcado a la sombra. Es una sombra estrecha, breve, de unos naranjos. Se acercan al edificio. Belmonte sale y se cruza con los dos funcionarios que siguen hablando de los últimos fichajes de su equipo de fútbol, los saluda con un movimiento de cabeza y un sonido inarticulado, como un ay que no se llega a pronunciar del todo. Lola tiene los ojos encendidos, la ilusión de la primicia bulle en su pecho, en el discurso que lanza sin saludar a Belmonte. La escucha mientras sus ojos recorren el cuerpo ceñido por un vestido azul que contrasta con el cielo blanco de la calima. Los hombros y las piernas bronceados, el pelo rubio rebelde, los labios fogosos, las palabras que pugnan por salir todas a la vez.
—Van a firmar un pacto, me lo huelo, acaban de llamarme y todo puede terminar esta tarde, quiero entrar en el informativo del mediodía, ya he hablado con Toni, está entusiasmado con la idea, quiere que entre esta noche desde el principio, se firme hoy o se firme mañana, pero el caso es que podemos quedarnos sin caso hoy mismo, además es lo más natural, un pacto que evite la sentencia, un acuerdo que, por muy malo que sea, siempre será mejor que un buen pleito, las posturas están muy cercanas, solo hay que limar algunas aristas y recortar algunos flecos, lo importante ya está hecho, y el procedimiento es muy sencillo.
—Te ha llamado Guillermo Gil y te ha calentado la cabeza, es lo propio de los abogados cuando no pueden conseguir por sus propios medios lo que quieren lograr, te ha llamado hace un rato y te ha contado todo esto para utilizarte.
—¿A mí? ¿Utilizarme a mí?
—Ya lo está haciendo. Cuando sueltes eso en el informativo del mediodía o en el programa de la noche, ya estará puesta la pica en el territorio del enemigo, ya tendrá que ser Isabel, con su abogado por delante, quien renuncie a ese pacto, y ya sabemos que en esta época tan blandengue siempre gana quien ofrece el consenso, y siempre pierde el que lo rechaza. Tener la razón es lo de menos. La víctima se convierte en verdugo si no atiende el pacto que este le ofrece. Es una aberración, pero así se escribe la historia…
—No tienes ni idea de periodismo, Belmonte. Ni puñetera idea. No sabes cómo funciona esto. Claro que me ha llamado para intoxicarme, claro que quiere utilizarme a su capricho. Pero eso es lo de menos. ¿Tú crees que el periodismo de investigación existe? Eso es una pamema. Eso se da en muy contadas excepciones. Lo normal es que alguien te filtre algo por su interés personal o colectivo, y que el periodista elabore la exclusiva con eso. Quien diga lo contrario, se engaña.
—Como te ha engañado a ti el abogado Gil. Lo conozco muy bien. Su padre fue el ingeniero que trajo la luz eléctrica al pueblo. Tenía un apellido alemán muy complicado y se lo cambió por uno que se le parecía al inicio: Gil. Eso le sonaba a alemán. Gil. Rotundo. También tuvo que engañar a medio pueblo para que la gente aceptara la luz eléctrica. Fíjate cómo fue la historia. Quien nos trajo la luz, símbolo de la verdad, tuvo que echar mano de unas mentiras que eran más que piadosas: necesarias. Y eso es lo que su nieto está haciendo contigo.
—Ya sé que quiere que yo propague lo del pacto entre las dos hermanas, porque de esa manera Isabel no podrá resistir más tiempo en la trinchera. Sé que me arriesgo, pero ese es el juego. Anoche no dije casi nada, el tema se me escapa, se me muere. Necesito un titular, una exclusiva, algo que me salve del peor resultado que puede provocar un periodista en nuestra época: la indiferencia.
—O sea, que vas a jugar fuerte en el tablero de las posibilidades.
—Exacto.
En el despacho de Fernando Caballero suena su teléfono móvil. Al otro lado del ventanal, el edificio donde estuvo la fábrica de tabacos que sustituyó a la antigua. Aquí no viven los fantasmas del mito de Carmen. El abogado Caballero coge el móvil y mira la pantalla. Guillermo Gil Ab. Se levanta, está harto de estar sentado, el aire acondicionado le permite ir con una corbata azul moteada por el rojo y el amarillo de pequeñas banderas de España. Se acerca al ventanal, se sitúa en un extremo y mira hacia el otro para contemplar, a lo lejos, la silueta caliginosa de la torre Fortísima. A los pies de esa torre, sudoroso, Guillermo Gil se dirige a su despacho junto al arco del Postigo y espera que su colega le coja el teléfono. Está a punto de chocarse con dos turistas japoneses que se hacen un selfie. Llevan botellas de agua mineral y protector solar en la piel.
—Buenos días, Guillermo. ¿Cómo estás?
—Muerto de calor, Fernando, y eso que todavía no son las doce. Mira, te llamaba por lo siguiente. Me han soplado que en el informativo de mediodía de una cadena de televisión van a dar la noticia del acuerdo que ayer te propuse. Van a decir que está muy maduro, y que la parte que no lo contemplaba está dispuesta a hacer un esfuerzo para evitar una sentencia que a fin de cuentas sería algo muy agresivo en un asunto tan íntimo y tan familiar.
—Otra vez me la quieres colar, Guillermo, eres como el escorpión de la fábula, me río por no llorar, contigo es imposible hacer las cosas como siempre se han hecho.
—Por eso me buscan los clientes, Fernando, no se te olvide…
—Ya lo sé, te lo digo como halago, entre calé y calé no vamos a darnos ni a quitarnos la buenaventura.
—¿Qué hacemos entonces? ¿Le damos la razón a la televisión que se ve en toda España, o nos cerramos en banda para que todos podamos perder más de lo que ganamos?
—Unos van a perder más que otros, Guillermo, y tú lo sabes.
—Todo es posible, mi querido colega y sin embargo amigo, pero tu defendida podría ganar mucho más de lo que piensa. O al menos, no perdería eso que cree que ya ha ganado. Recuerda que estamos ante dos juicios. Primero el de la filiación, luego el del reparto de la herencia. No se te olvide.
—¿Cómo se me va a olvidar, si es mi especialidad? Estás presionándome, y lo comprendo. Pero ahora mismo no puedo hacer nada.
—¿Ni llamar a tu defendida?
—Hombre…
—Eso quiero, Fernando, que te quites la coraza y que lo intentemos. Te voy a dar un dato para que la convenzas. Por favor, préstame atención, porque esto es muy importante para tu defendida y no sé si ha caído en la cuenta…
El reloj del ayuntamiento da las doce. Es mediodía. Los jubilados siguen en silencio, como los jóvenes que no apartan la vista de sus teléfonos móviles. Un perro se lleva el sol en el pelo que parece fuego, dan ganas de tirarle un cubo de agua o de meterlo en la fuente. Lola y Belmonte siguen discutiendo a la sombra del magnolio, los naranjos no pueden acogerlos bajo el rejón cenital que los deja heridos. Zamora, el cámara, les ha dicho varias veces que vayan a un bar, que busquen refugio, pero siguen enzarzados, como si la discusión fuera mucho más allá de los detalles que conforman la superficie del discurso dialogado.
—Sigo sin creer que eso sea ético, que inventarse una noticia para que se produzca, y apuntarse el tanto por ello, sea defendible desde el punto de vista moral.
—Eso está muy bien, querido, pero yo tengo que ganarme el sueldo cada mes, o cada día, a mí no me pagan por consultar en un archivo, ni por revisar carpetas, ni por acudir a una oficina para no hacer nada.
—Ese no es el problema, Lola, y lo sabes muy bien, comprendo tu situación, y no te echo nada en cara, pero me parece impropio de una periodista seria lo que estás haciendo.
—No soy seria, aquí el serio eres tú, que tienes información y te la guardas, que sabes cómo se podría haber evitado todo esto y que no quieres decírmelo, que te niegas a que todo este asunto se sitúe en el contexto adecuado porque no estás dispuesto a compartir tus secretos. ¡Venga ya, hombre!
Guillermo Gil, ya en su despacho, cierra la estrategia que ha montado para convencer a su colega. Fernando Caballero pulsa la tecla roja. A lo lejos, la torre arde. En su mente, el incendio se propaga. Está sufriendo lo que tanto temía: la tentación. Es algo viscoso, escurridizo. Siente que debe actuar para salvar el futuro inmediato de Isabel, su defendida. Le molesta que haya sigo Guillermo Gil quien le haya dado esa clave. Él ha llevado muchos casos similares y siempre ha procurado que su cliente obtenga el mayor beneficio posible. Y el más inmediato. En este caso, tan mediático, se ha contagiado de la cerrazón exhibida por Isabel. Aquí pesan más las emociones y las venganzas que el dinero. Y el astuto Gil lo está convenciendo para darle la vuelta a la tortilla. Eso va a comer dentro de una hora. Una tortilla a la francesa. No tiene hambre. El calor lo agota. Respira profundamente. Su mente lo lleva de acá para allá en asociaciones de ideas y conceptos que ha de poner en orden. Gil lleva razón. Y eso es como el calor: insoportable.
—¿Y a mí quién me paga todo eso? ¿Quién?
Dentro de la casa no hace tanto calor. Al girar, el ventilador refresca la cara seria de Isabel, que se ha sentado en un balancín cubierto con una sábana de algodón, el rostro expectante de Lola, el rictus serio de Belmonte y la expresión discreta de Zamora, el cámara. De pie, la hija menor de Isabel permanece atenta, como si fuera a cortar en algún momento el discurso de su madre.
—Sé que el abogado de ella quiere llegar a un acuerdo con el mío para que no le salga la broma tan cara, pero hay algo que no me dejaría firmar eso: la dignidad. No voy a bajar la cabeza para recoger las monedas que me tiren al suelo. Soy la hija de Santiago Murube y voy a conseguir que eso aparezca en los papeles, que mis hijos puedan llevar el apellido de su abuelo, como yo llevaré el de mi padre, y que mi madre deje de ser lo que fue, aunque esté criando malvas. Sé que ese acuerdo me vendría muy bien ahora, y sé que esa es la trampa que me está tendiendo ella por medio de su abogado. No soy tonta. Fui al colegio muy poco tiempo, porque tuve que ponerme a servir, pero no soy tonta. Tanta soledad, tanto tiempo en silencio es un buen entrenamiento para pensar. Usted no se lo creerá, pero yo pienso mucho. Hasta viendo los programas que hacéis en televisión. Se me va la cabeza y dejo de echarle cuenta al que habla en el televisor. Me pongo a pensar en mis cosas, en lo que he vivido, en lo que he pasado, en cómo me ven los demás, porque al final somos como nos ven los demás, no como nos vemos en el espejo.
Había cumplido trece años, pero parecía una mujer. Alta. Esbelta. Con las curvas marcándose bajo el vestido que su madre le cosió, le zurció, le remendó y le planchó después de haberlo lavado minuciosamente. Era el único que tenía. Se lo habían dado en la iglesia. Azul celeste como sus ojos. Era diciembre. El día no estaba muy frío, pero echaba en falta una prenda de abrigo sobre aquella tela algo raída y despintada. Su madre la acompañó al pueblo. Allí cogería el autobús que la llevaría a la ciudad. Los hombres las miraban. A las dos. La morena y la rubia, la madre y la hija. Miradas como alfileres que se clavaban en los pechos, en las caderas. Se abrazaron. El autobús era ruidoso. Olía a tabaco negro, a humanidad concentrada, a gasoil. Vio cómo su madre aguantaba el llanto. A ella le pasaba lo mismo. Era la primera vez que salía de allí, del pueblo blanco y salino, de la marisma que se extiende sobre el soporte nivelado de la llanura.
Cuando llegó a la ciudad, un ruido espeso se apoderó de su asombro. Todo bullía. Vísperas de Navidad. La esperaba Damiana, el ama de llaves de la casa donde se pondría a servir. Ni alta ni baja, ni joven ni vieja, ni gorda ni delgada, ni guapa ni fea. Antipática. Seca. Coge tu maleta. Ven conmigo. No hables si no te preguntan. Haz todo lo que te ordene yo. A la señora y al señor no tienes por qué mirarlos a los ojos. ¿Sabes coser? ¿Saber servir la mesa? ¿Sabes planchar? Comerás lo que te pongan. Dormirás cuando sea la hora. En tu cuarto no puede entrar nadie. Y cuando digo nadie, quiero decir nadie. Los domingos irás a misa conmigo. O con la señora, si ella lo decide así. Señor y señora. Así les responderás cuando te pregunten algo. Sí, señor. No, señora. Nada de conversación. Ni con ellos, ni con la cocinera. Y menos con el chófer. ¿Trece años me has dicho que tienes? Pues pareces mayor…
Los escaparates con jamones colgados, con fiambres y turrones, con vestidos que luego vería en las películas, cuando la dejaran ir al cine un domingo al mes. El comercio bullía, las calles atestadas, señoras bien vestidas, con buenos abrigos, el peso ligero de la maleta de cartón que le habían dado a su madre en la iglesia y que tendría que devolver cuando regresara al pueblo. Escuchó un villancico y se le puso un nudo en la garganta. Este año vas a cenar en Nochebuena como Dios manda, seguro que no has probado los manjares que vas a comer esa noche, en tu pueblo no hay nada de eso, la señora es extremadamente generosa con nosotros, y esa noche se prodiga aún más, le estarás eternamente agradecida, a no ser que seas un mal bicho como casi todos los de tu ralea. Damiana hablaba con un tono duro, sin inflexiones de voz, con los labios siempre caídos. Nunca sonreía si estaba fuera del campo de visión de los señores.
La casa era imponente. La puerta de la calle estaba abierta. En el zaguán hacía más frío. Damiana tiró de una cuerda para llamar. Al poco salió una muchacha ágil, vestida de uniforme, con cofia. No llevaba medias. Abrió la cancela. Se llamaba María. Damiana no la saludó. En el patio entraba un sol discreto, tibio. Las aspidistras oscurecían el aire con ese verdor denso que apenas brillaba. Mármol gélido y pulcro. Escalera noble con pasamanos de madera reluciente. Subieron hasta el último piso. Su cuarto era una especie de buhardilla estrecha, baja, oscura. Una cama con el cabecero de níquel. Todo un lujo para Isabel. Sábanas blancas y un cobertor verde. Una silla de enea. Una palangana con una jarra. Un ropero breve. Una mesita de noche como las de los hospitales. Has tenido mucha suerte, la recomendación era muy buena, el señor no podía decirle que no a su amigo el poeta. Se lo dijo una mañana de nieblas enigmáticas en los jardines del Alcázar. El poeta, que nació en el pueblo, era el conservador de aquel recinto gótico y mudéjar, de aquella sucesión de jardines y palacios donde la arquitectura es el sedimento que deja la historia.
—Es buena muchacha, conozco a su padre y sé que le vendría muy bien servir en su casa, don Ignacio.
El señor asintió mientras el poeta lo invitaba a café. Al fondo, tras los cristales que cerraban el balcón, la silueta femenina de la Giralda. Al cabo de un mes mal contado, Isabel ya estaba sirviendo en aquella casa que le pareció un palacio. La señora la recibió de manera fría, calculada, hay que atar en corto al servicio, si no, se vienen arriba y luego no hay manera de domarlos. El té de media tarde con las amigas, las pastas y la copita de anisete, un reloj da las cinco y empieza a oscurecer, como es víspera de Navidad hay que llevar una bandeja con polvorones. Isabel es obediente, callada, discreta. Se mueve con elegancia. El uniforme con la cofia le sienta bien. Las demás señoras la miran y comentan en voz baja la buena planta que tiene. ¿Y dices que todavía no ha cumplido los catorce años? Pues no lo parece…
El frío, húmedo y visceral, se colaba por las rodillas cuando fregaba el mármol del patio con una aljofifa. El cubo de zinc. La primera mirada del señor. Las piernas al aire, las pantorrillas muy blancas, suaves. En la radio se escuchaba el canto de los niños del colegio de San Ildefonso. La señora miraba los décimos de lotería que había dispuesto sobre la mesa camilla. Debajo, el cisco picón le calentaba sus piernas de mujer mayor, las varices y los sabañones que tapaba con unas medias que no se quitaba hasta que el calor de la primavera avanzada la obligaba a ello. Se quejaba de que nunca le había tocado la lotería. Damiana, que le hacía compañía, le recordó el refrán apropiado, pero doña María Luisa no lo celebró. ¿Afortunada en amores? Su matrimonio había sido de conveniencia, y por eso durará hasta la muerte. Ignacio ya ha cumplido los cincuenta. Duermen en habitaciones separadas. ¿Para qué van a soportar ronquidos, toses, movimientos bruscos? Mejor esa placidez, esa calma de la soledad nocturna. Esta tranquilidad de los días que se suceden.
—Hoy vas a servir la mesa conmigo. De primero hay sopa. El menú es ligero porque esta noche es Nochebuena y la cena será especial, como comprenderás. Ya has visto cómo están rellenando el pavo en la cocina. Vamos para allá. Te voy a enseñar cómo se sirve la sopa.
Isabel entró en el comedor con la sopera humeante. Se acercó primero a la señora, que le indicó que le sirviera con un gesto mínimo. De reojo vio cómo la observaba el señor. Don Ignacio tomó un sorbo de vino tinto mientras contemplaba el cuerpo de Isabel. Los pechos apretados, el talle alargado, las caderas marcadas, las piernas perfectas, blancas como la cofia, como el mantel de hilo, como la vajilla de diario que por la noche descansaría para darles paso a los platos y las fuentes de la Cartuja. Isabel le dio la vuelta a la mesa como le había indicado Damiana. Se acercó a don Ignacio, que la animó a que le sirviera un buen plato de sopa caliente.
—Espera un momento. Deja que mire qué hay dentro, a ver si Carmen le ha puesto los tropezones que tanto me gustan…
Ingenua como una niña, Isabel se acercó al señor, que escudriñaba con la vista el interior de la sopera mientras palpaba con la mano los muslos de la sirvienta. Se quedó quieta, helada, petrificada. Parecía una estatua de mármol. Dura, inmaculada. Don Ignacio seguía hablando de tropezones, que si jamón, que si huevo duro, que si pan frito. La mano había levantado la falda de la muchacha, y hurgaba su intimidad de hembra hasta el punto de apretarle los glúteos. Bajó para introducirse entre los muslos con el inconfesable objetivo de sentir el calor femenino que…
—¡Ayyyyyyy!
La sopera se había alzado hasta la altura de su cabeza y se había derramado sobre el rostro que no podía disimular la excitación. No fue un ataque de ira. Fue una venganza. Isabel se vio, de repente, en la cama con aquel viejo verde, con aquel tipo asqueroso que pretendía meterle los dedos en ese lugar que era suyo y solo suyo. Damiana acudió para secar el rostro del señor, doña María Luisa sufrió un síncope, los gritos de don Ignacio alarmaron al resto del servicio. Los fideos se quedaron enredados en su barba canosa, las mejillas ardían literalmente por culpa del hervor sopero. Isabel tiró la sopera al suelo. El ruido estalló como un látigo de loza. Se fue del comedor, se cambió de ropa en su cuarto, recogió sus cuatro cosas en el cuarto y salió corriendo de aquella casa mientras los gritos no cesaban. Alcanzó a coger el último autobús en la estación donde sonaban villancicos entre los abrazos de los reencuentros propios de la fecha. En su cabeza, el relato que le contaría a su madre cuando la viera aparecer, de repente, en la casucha que daba a la marisma.
—¿Por qué todo es una lucha, Reyes? ¿Por qué no podemos ser como el campo, como las tierras calmas? ¿Por qué, Reyes? ¿Por qué?
Santiago Murube apura la copa de manzanilla, se queda mirando el cielo de sangre que empieza a oscurecer el patio de labor donde mataron a su padre. A Reyes le sabe la boca a sangre cuando empieza a cantar por seguiriyas, como el día en que aquel señorito malaje le rompió la guitarra en la boca. El señorito de cuyo nombre no quería acordarse y al que había visto días atrás merodeando por el cortijo. Porque hay hombres que no saben hacer otra cosa que merodear como las alimañas.
—Santiago, no te lo digo más. Ya sabes que en mi familia estamos dispuestos a hacer cualquier cosa para que no nos quiten lo que es nuestro, que lo llevamos en las venas.
—¿Eso es una amenaza?
—No es una amenaza. ¿Cómo iba a amenazarte yo, si somos amigos desde niños, como lo fueron tu padre y el mío?
Santiago Murube no sintió miedo cuando se fue aquel tipo al que Reyes le había puesto la cruz. No era miedo. Era una tristeza infinita por el género humano, por las bajas pasiones que alimentan los actos de los que no ven más allá de sus intereses particulares. Se acordó del padre Camoyán, cuando le decía en aquellas tardes de lluvia y de internado que abriera los ojos y que aprendiera a ponerse en el lugar del otro, que ser un líder consistía en ponerse siempre en el lugar del otro para conducirlo hasta donde debía llegar. Si no, era imposible.
—Ese gachó no me gusta nada, Santiago. Es malo. Y no lo digo por lo que me hizo aquel día. Lo digo porque es malo, malo de verdad.
—No hablemos más de eso. Ahora canta por seguiriyas, Reyes. Y a ver si me puedes sacar de esta duda. ¿Por qué todo es una lucha, Reyes? ¿Por qué no podemos ser como el campo, como las tierras calmas? ¿Por qué, Reyes? ¿Por qué?
—Porque el mundo es un campo de batalla, y la vida es luchar todos los días. Como el cante de verdad…
Rebollar rompió las cuerdas del silencio que ataba las gavillas de la dehesa y la marisma, de las tierras de pan sembrar y del Barroco que se enredaba en la plata verde y polvorienta de los olivos. La seguiriya fue creciendo en el pozo de la guitarra. Creciendo hacia dentro, hacia lo hondo. Como crecen la muerte y las raíces. Como crece el mar cuando busca sus fosas abisales, esos abismos de agua donde la vida le cede el sitio a la nada. La guitarra era un funeral anunciándose, el cielo ensangrentado empezó a vestirse con el rigor penitencial del púrpura, con el morado de una túnica que se echó la llanura por encima. En el patio de los arcos, la flecha de la seguiriya en la voz rota de Reyes.
Siempre por los rincones.
Te encuentro llorando…
Reyes se abría el pecho como una rosa con los pétalos de cristal, como un vidrio roto que se le clava a Santiago Murube en la memoria y en el deseo. Belmonte, el administrador, lleva el compás con la cabeza y se hunde en sus cavilaciones. Luego lo escribirá en un diario que solo podrá leer su hijo. El niño corretea por el patio de labor mientras la noche le pone un telón de negrura a su silueta infantil. Rebollar se deja las yemas de los dedos en las cuerdas, araña con las uñas la luna nueva de un cante que está saliendo a gañafones de la tierra.
—No voy a perder mis tierras por tu capricho, Santiago, así que piénsate muy bien lo que haces.
Santiago Murube se deja llevar por el cante de Reyes. La seguiriya le roza el corazón, lo deja aturdido, como si le hubieran dado una paliza por dentro, como si le vaciaran los pulmones, le machacaran el hígado, le secaran los riñones y le apretujaran el páncreas. Reyes recoge el cante a cada momento, para que no se le derrame, para que no espante a las cigüeñas, para que no provoque la embestida de los toros que pespuntean el polisón lorquiano de la luna.
—¿Qué tengo que pensarme? ¿Por qué has venido a verme así? ¿Acaso no te he ayudado cuando más lo has necesitado? Mira, tus tierras y tu dinero son tuyos. Si alguna vez te los has jugado a las cartas, es problema tuyo.
—No van por ahí los tiros, Santiago. Y tú lo sabes…
—¿Qué tengo que saber yo?
—Lo que estás pensando. Eso es lo que tienes que saber. Mira, te voy a decir una cosa. Mi padre no ganó una guerra para que ahora vengan estos putos rojos a quitarnos lo que es nuestro. Y solo hacía falta que los ayudes tú, que eres uno de los nuestros. O que deberías serlo. Por mucho que creas lo contrario, aquí manda la sangre. Y tu sangre no es como la de esos desgraciados que tienen que trabajar para vivir, y para que todo siga como siempre ha sido. Nosotros mandamos y ellos obedecen. ¿O quieres que sea al revés? Ya tienen un alcalde que es de los suyos. Un rojo como los que mataron a tu padre. ¿O es que ya no te acuerdas de aquello? Fue ahí, en el patio de labor.
—Calla…
—No me callo. Fueron ellos. Te salvaste porque son unos cobardes y salieron huyendo. Tu madre, que es una mujer mucho más valiente que tú, resistió el dolor y te parió. Ella ha defendido esto. Y ahora quieres…
—¡No quiero hacer nada! Entérate de una vez. No sé qué te habrán dicho, pero no voy a hacer nada.
—A mí no me engañas, Murubito. ¿Te molesta que te lo diga así? Murubito. Tu padre era Murubito. La verdad escuece, pero es la que es. Aquel sábado de julio se quedó aquí. Mi padre vino hasta aquí. ¿Nadie te lo ha contado? Algún día te contaré cómo murió. No sabes la verdad. No quieres saberla. Y ahora pretendes hacer algo parecido. O peor. ¡Ay, Murubito! Eres ambicioso, pero te sobra la cobardía. Y te falta el valor. Las cosas han cambiado, ahora hay partidos políticos, Franco está muerto, los rojos han vuelto al Ayuntamiento, pero esto es nuestro. Y hay que defenderlo como sea. Aunque tú ya te has pasado al otro bando. Me da igual. No voy a perder lo que he ganado por culpa tuya. Piénsate muy bien lo que vas a hacer. Y ahora escucha al cantaor ese. No tengo ganas de quedarme. No estoy para juergas. Estoy para la lucha. La vida es lucha, Santiago, a ver si te enteras de una vez.
La seguiriya es un compás insistente, circular, un viento que trae lo que no se ha llevado el olvido, un aire negro que anticipa lo que vendrá inexorablemente. Santiago Murube se sienta y le pregunta a Reyes por qué la vida es una lucha. Después le pide que cante, y Reyes se desboca con la seguiriya de Manuel Torre. Siempre por los rincones te encuentro llorando… El pueblo ha cambiado. Los rojos, como dice el pájaro de mal agüero que ha salido pitando en el Mercedes que conduce ese chófer que siempre lleva una pistola a mano, han vuelto al Ayuntamiento. Y allí siguen, piensa Belmonte cuando mira la fachada del nuevo edificio y le cuenta a Lola una historia que le abre los ojos del asombro.
—¿Tú sabías que una de las hijas de Isabel estuvo a punto de ser concejal en el Ayuntamiento de la ciudad? Es la pequeña. Se llama Rosalía, y es una inconformista de cuidado. Muy radical. Cuando se enteró de que su abuelo era Santiago Murube, empezó a gritar como una posesa, como si llevara el diablo en sus entrañas. En realidad era lo que sentía. La sangre del demonio recorría sus venas, subía o bajaba por sus arterias. Nieta del señorito Santiago y biznieta de don Fernando Murube, el fascista que se rebeló contra la República y por eso lo mataron. Era la versión oficial aprobada por el Comité para la Memoria Histórica que se había formado en la ciudad y al que pertenecía como asesora de los diputados provinciales del Partido Radical.
—¡Yo no puedo ser la nieta de un fascista!
Su madre le dio un bofetón, estaba faltando a la memoria de su padre. Pero eso provocó algo peor. Rosalía se fue a su cuarto, cogió lo imprescindible, una mochila y un bolso de mano, y se fue a la ciudad. Estaba a punto de fundarse el nuevo partido al que se afilió. En las calles había campamentos. Todo se movía. Como en la República. Y ella no quería quedarse fuera. Isabel recordó aquella Nochebuena en la misma ciudad, cuando le tiró la sopa por encima a aquel señorito calentón.
Belmonte va atando cabos, reconstruye el relato para que las piezas encajen. Hace casi cuarenta años, en el patio de los arcos del cortijo, su padre estaba sentado con Santiago Murube, Reyes el cantaor y Rebollar el guitarrista. Santiago Murube, que no conoció a ningún nieto en vida, estaba lívido. Temblaba, como si tuviera frío, a pesar del calor de julio que apelmazaba el aire. Reyes remató la seguiriya con un cante que le escuchó a Tomás Pavón, el cantaor que seguía derrumbándolo a pesar de que llevara unos cuantos años muerto. Aquella letra le sirvió a Belmonte para enlazar lo que escribió su padre con lo que hizo Rosalía, la nieta menor de Santiago Murube cuando se enteró de su propio origen. Reyes como el ciego Tiresias que canta con los ojos cerrados para que todo encaje al cabo de los años.
Reniego yo.
Reniego de mi sino.
Como reniego, madre, hasta de la horita.
Que te he conocido.
Se enfrentó con el espejo como quien se mira en la dársena de la memoria. Recordar es detener el fluido del tiempo. Se desnudó mientras sus ojos miraban el azul desteñido por los años, el iris apagándose en la postrera soledad que esperaba al otro lado de la vejez. Aún no lo era, los hombres volvían la cara cuando pasaba delante de una reunión, o cuando se la encontraban en alguna calle solitaria del pueblo. Le clavaban los ojos como plumas de tinta que todo lo dice sin decir nada. Y ella se venía arriba como un toro que siente las banderillas del deseo en la carne que aún no sufre la flacidez adiposa que la degenera.
El cuello resiste el análisis si alza la barbilla y los hombros. Los pómulos sobresalen levemente de un rostro que insinúa las arrugas sin remarcarlas. No sonríe. Nunca ha sonreído de esa forma artificial que convierte el gesto en un engaño. Los labios, finos y elegantes, no lucen la bravura luminosa del carmín. La blusa cae al suelo y muestra un pecho turgente, con las rosas de los pezones mirando al techo. ¡Quién lo diría! Son blancos, rotundos, de ese tamaño que consigue cuadrar la armonía con el deseo que despiertan. Un día los desnudó en una playa de cuyo nombre no consigue acordarse, y provocó una hoguera de miradas que a punto estuvo de consumirla. Aquella noche no consiguió conciliar el sueño con el recuerdo.
En sus ojos adivina la tristeza del tiempo que no ha sido suyo, de los días que le han robado el trabajo y la pobreza. Pudo haber vivido, pero no consiguió ser lo que siempre soñó. Una mujer libre. Serena. Enamorada de un hombre que fuera algo más que un buen padre de familia. En sus labios está trazada la mueca del desengaño, el carboncillo gris de la amargura que se disfraza de un rosa pálido. El cuello está bien conservado, como los hombros. Se quita la bata que lleva durante los días largos y calurosos del verano. Los pechos se dejan ver, se dejan mirar, se dejan tocar por una mano que acaricia los pezones y los pone en punta. Astifinos. Trapío en el tamaño y en la turgencia. Parece un milagro después de haber amamantado a sus tres hijos. Solo se los han visto su marido, que en gloria esté, y el médico que se asombra cada vez que comprueba su tersura, aunque no le diga nada. Pero ella lo sabe.
En la habitación huele a cremas hidratantes y reafirmantes, a sales de baño. Por el balcón que da al patio de labor entra un aire caliente que se enrosca en el talle. Serpiente cálida que estremece el cuerpo desnudo. Se ha despojado de todo y se ha quedado en esa silueta que sigue asombrando a quien la mira. Incluida ella. Siempre se ha sorprendido de la perfección de ese pubis que parece de mármol. Tallado. Liso y curvilíneo al mismo tiempo. Las ingles dibujadas. Apenas asoma la herida que le provoca un escalofrío al menor roce de sus dedos. Los muslos aguantan la embestida de los años. Las piernas son infinitas como una tarde de junio. Color de arena. El vello es breve, sutil, del color del trigo cuando las espigas piden la curva afilada de la siega.
No le hace falta depilarse. Nunca lo ha hecho. Solo asoma el finísimo vello en el triángulo recoleto y diminuto, trigueño y soleado. Las piernas rectas, fuertes como el apoyo que le ha permitido sortear los embates que se resumen en el fracaso. Los muslos ya no se abren para el hombre que se fue una tarde cenicienta de noviembre. Hasta para eso era cumplidor. Suben las ingles y se abren en el delta soleado del pubis. El vientre recogido a pesar de haber parido tres veces. Cíclope diminuto es el ombligo que le pone un punto y seguido al cuerpo por el que suspiran todos los amigos del hombre que la dejó viuda. La cintura aún conserva esa estrechez de reloj de arena por el que no pasa el tiempo. Por la ventana que da a la calle entra una brisa cálida que lleva prendida la mirada imposible del hombre que acaba de pasar. Lo reconoce por las pisadas, por la forma de detenerse ante su ventana cuando hay luz encendida. El deseo traspasa la persiana echada y se cuela hasta abrazarla por el talle. Los dedos rozan el botón que nadie pulsa ya. Se estremece.
Cada noche enjareta el mismo monólogo. Habla consigo misma y se cuenta las historias que han arañado ese cuerpo por dentro. La seducción como una manzana ácida que mordió en los labios de aquel amigo de su padre. Amante discreto. Amor callado, si es que se le puede llamar amor a esa mezcla de ternura y deseo, a ese instinto que encontró refugio en el hombre maduro que la protegía del mundo y de lo más temible: de sí misma. En su nariz está el olor a tabaco. Negro. Fuerte. Masculino. Se volvía loca cuando el macho asaltaba sus dominios y la dominaba. Pero eso nunca se lo ha dicho a nadie. Solo a su confidente. Al espejo que la mira y le devuelve la figura. Huele su aliento, siente las manos clavadas en sus caderas, agarrándola con una fuerza que mezclaba el placer y el dolor. Sometida. Eso buscaba. Sentirse sometida y segura. No lo puede contar. No lo podía remediar. Le hubiera gustado vivir a la sombra de un buen hombre. O de un hombre bueno. Pero…
Monólogo de una mujer fría. Siempre lo fue. Siempre lo ha sido. No cree que cambie. A estas alturas de la vida, menos. Fría cuando aquel hombre bueno y triste se acercó para pedirle que bailara con él. Había luces macilentas y banderines de colores. La orquesta sonaba gris, despanzurrada, chillona y ácida. El suelo, lo recuerda ahora, era de tierra prensada. Bailaron. Él la miraba con una mezcla de timidez y de deseo. Ella lo estudiaba con precisión de entomóloga. En aquel momento decidió que se casaría con aquel gañán y que tendrían tres hijos. Ni uno más, ni uno menos. Tres. El hombre olía a tabaco rancio, a vino peleón, a colonia que se vende a granel. La camisa tenía el cuello gastado, y parecía que era de otro. El traje no encajaba en aquel cuerpo fuerte y sobrio. Ella tenía preparada la sementera, y a él le quemaban las simientes entre las ingles. Dejaron de bailar y se quedaron mirándose. Casi sin hablar. Se conocían de vista. Ella sabía que era un hombre pobre. Le daba igual. No quería más señoritos en su familia. No quería un seductor, un tipo que convirtiera su vida en una eterna espera. No quería un amante de esos que van y que vienen. Un hombre de su casa. Un buen hombre. Ya lo había decidido. Cuando la vio desnuda por primera vez, el pobre tuvo que sentarse en una silla que había en el cuarto de la pensión donde pasaron la noche de bodas. Se había mareado al contemplar tanta belleza.
El espejo le devuelve la imagen que se enciende como una pavesa cuando recuerda el sabor amarillo del pecado, el fuego incrustado en las palabras que arrasaban su mente y su cuerpo. Amantes ocasionales, víctimas de la mantis religiosa que los devoraba una sola vez. Se quedaban con ganas de repetir, de volver a cubrir lo cubierto, de sentir los dientes afilados que mordían sus labios y que a punto estaban de arrancárselos. Pero eso era imposible. Solo hubo un hombre que estuvo más de una vez con ella. Su amante. El amigo del padre. Ahora se le saltan las lágrimas. En realidad fue el padre que nunca tuvo. El que la cuidaba, el que le ponía el hombro y el pañuelo, el bastón y la muleta, el que escuchaba sus plegarias cuando se venía abajo y clamaba, hundida en el fango de su propia desesperación, por alguien que la salvara. Los demás fueron aves de paso. Una noche encendida, una tarde de llamas que al día siguiente olerían a ceniza. Y se acabó. Ahora es una mujer fría. La cabeza está separada del corazón por un muro edificado con los ladrillos del desengaño. ¡Ah, si Blanca quisiera!
Nunca fue fría por dentro. Las llamas abrasaban su pubis y la obligaban a hundir sus dedos en la herida que ardía entre sus muslos. Necesitaba un hombre que la dominara y la sometiera, pero se hizo el propósito de no caer en la tentación. Cuando se fue a servir a la capital, veía cómo el señor la miraba. Hincada de rodillas. Fregando el suelo de mármol. Con la humedad del patio enfriando la blancura restallante de sus piernas. El señor la miraba y ella se encendía. Era una niña y ya sentía la espina aguda del deseo. El placer de sentirse deseada. Una noche de diciembre y Adviento no pudo más y empezó a tocar ese volcán del que salía lava caliente, dulzona, espesa. Imaginó al señor dominándola, sometiéndola, ensuciando su cuerpo adolescente. De pronto subió a una cima en la que no había estado nunca. Algo explotó dentro de su cuerpo. Se aceleró su aliento y se encendieron sus párpados, cerrados, por dentro. Aquel estallido le sirvió para comprender que había entrado en una nueva etapa de su vida. Por eso hizo aquello. Por eso le tiró la sopa por encima al señor cuando le metió la mano por debajo de la falda. Se puso más caliente que el líquido en el que flotaban los fideos y el jamón picado. En ese momento se habría dejado penetrar, desflorar por aquel hombre maduro que le daba seguridad y morbo. Mucho morbo. No conocía esa palabra, pero sí experimentaba su significado. En centésimas de segundo se vio en el cuarto del señor, abierta en canal, ofrecida para el sexo que necesitaba el esposo de aquella vieja decadente y decaída. Se vio a merced de aquel hombre. Lo deseaba con todas sus fuerzas. Al sentir sus dedos en la abertura ardiente de aquella pulpa sin fruto, decidió que no sería como su madre. Que no viviría presa de un hombre así. Levantó la sopera en un gesto propio de un sacrificio. Y sacrificó la vida de la que podría haber gozado. O no. Derramó la sopa sobre el señor y salió corriendo. No huía de nadie. Huía de sí misma. En su memoria, la frase que el señor le repetía cuando se encontraba con ella en algún corredor de la casa imponente. ¡Ah, si Isabelita quisiera!
Nunca fue Dolors, ni siquiera Dolores. Siempre fue Lola. Sus padres huyeron del sur. Emigraron a una tierra que les prometía lo que les negaba su lugar de origen. No solo era un asunto de dinero. Se trataba de algo relacionado con eso tan difuso que se conoce con el nombre de dignidad. Llegó en el vientre de su madre. A veces piensa que su vida siempre estuvo demediada. Gestada en el sur y parida en el norte. Vio la luz en un lugar donde no había sido engendrada. Ni de aquí, ni de allí. Ahora lo comprueba una vez más, cuando pasea por las calles de este pueblo que le suena en el eco de la memoria. Un pueblo como aquel pueblo en el que pasó dos o tres veranos cuando era una niña. Recuerda un vago olor a higuera envuelto en el calor de la siesta, una noche de jazmines y el sabor del gazpacho majado. Recuerda el agua helada de una alberca y la voz de su abuela llamándola para merendar un pedazo de pan con carne de membrillo.
—Voy a desvelarte un secreto muy íntimo, Belmonte. Confidencias por confidencias. Mis padres me contaron que al llegar a Barcelona, se difundió un rumor que era falso, pero que en ese momento les metió el miedo en el cuerpo.
De pronto una fuerza interior derribó la razón hasta crear el monstruo del miedo. Ya no eran ellos. Formaban parte de una masa que había caído en el furor de la estampida. La estación dejó de ser un lugar de rutina repetidas por los miles de viajeros que transitaban por los andenes y las salas de espera cada día. Los comportamientos se repiten, como si los seres humanos concretos fueran figurantes de una obra que nadie ha escrito. Los mismos pasos, las mismas caras, las mismas prisas, las mismas alegrías por la llegada y la misma tristeza por las despedidas. Los relojes marcaban la misma hora de cada día, ese tiempo que se abre paso entre la mañana y el mediodía. Se habían llevado toda la noche en vela, sin poder dormir, en un compartimento atestado de toses y maletas, de olor a chorizo y navaja. Alguna lágrima por el paraíso de la pobreza que se dejaba atrás. Algún atisbo de esperanza en una conversación escuchada a lo lejos, en un compartimento vecino o en el pasillo que daba a la boca del lobo de la madrugada.
—Verás cómo encuentras trabajo de paleta o de lampista, en cuanto empieces a trabajar vas a mirar el mundo de otra manera, esta ciudad es generosa con los que trabajan para ella, al principio todo es muy duro, cuesta mucho abrirse paso, pero cuando llega un buen trabajo, todo se soluciona y tus hijos podrán estudiar, y saldrás los domingos a tomarte un vermú, y tomarás el sol en un parque o en una plaza, y en verano hasta podrás bañarte en alguna playa cercana, esto no es una prisión, sino todo lo contrario, las avenidas son muy grandes y muy bonitas, hay comercios que da gloria verlos, aunque tengas que quedarte en el escaparate, pero algo es algo, ya verás cómo sales adelante con tu familia…
Luego llegaría el rumor. El padre de Lola sintió un nudo en el estómago, un temblor en las piernas. Era el miedo. Un miedo absurdo que por eso mismo costaba más trabajo digerir. Un miedo a lo desconocido, a las palabras a media voz que un antiguo compañero de la mili le había insuflado en una conversación a oscuras. Lo reconoció al subir al tren, hubo abrazos, risas, hablaron de las inevitables anécdotas de la mili. Cuando ya había anochecido y el tren se había perdido en una tiniebla insistente, aquel tipo prematuramente envejecido que viajaba solo, como un soldado de fortuna, acercó sus labios al oído del padre de Lola.
—Me han dicho que hay que tener mucho cuidado al llegar a la estación, allí hay gente que no nos quiere y puede que hagan una redada con nosotros, de vez en cuando lo hacen, cuando ven que ya no hay trabajo para los que llegan, y entonces cogen a los viajeros de este tren y los retienen para mandarlos de vuelta, dicen que es algo muy humillante, muy doloroso, y que lo mejor para no caer en esa trampa es salir corriendo nada más pisar el andén, ten en cuenta que nosotros no vamos a Alemania, que esto no es el extranjero, que no hay que enseñar pasaporte ni nada, pero ya sabes de qué estoy hablando, si dos grises te cogen por banda, ¿qué vas a hacer?, si te dicen que tienes que enseñarles el carné, y que debes responder a unas preguntas, tendrás que someterte a lo que te ordenen, y si te ordenan que vuelvas en el tren por donde has venido, pues tendrás que volver, ¿o vas a llamar a un abogado, si no tenemos ni una perra gorda en el bolsillo?
Belmonte va tomando nota de todo lo que le cuenta Lola. La periodista tiene la mirada perdida, como si estuviera rebuscando en el baúl de unos recuerdos que no quiere sacar de ese fondo donde habita el olvido. A pesar de eso, recuerda la voz de su padre, que no ha muerto en su memoria. Recuerda el día en que le contó aquella escena grotesca, surrealista, un punto cómica por la tragedia que supuso aquella huida en medio de una estación donde la mañana transcurría de forma plácida y soleada.
—Salimos corriendo, Lolita, nada más pisar el suelo le dije a tu madre y a tu hermano que no se pararan ni un momento, que teníamos que llegar como fuera a la primera puerta de la estación que encontráramos, yo no sabía dónde estaba, no conocía aquel lugar, mi amigo de la mili tampoco tenía idea de la distribución de la estación, éramos dos ciegos conduciendo a tu madre y a tu hermano, cogimos las maletas de cartón con las correas amarradas para que no se abriesen y salimos corriendo, la gente nos miraba como si estuviéramos locos, pero nosotros no le echábamos cuenta a nadie, hasta que al llegar al final del andén nos pararon dos tipos de uniforme, yo creía que eran policías, pero no, eran dos trabajadores de la estación, yo pensé que iban a detenernos para entregarnos a los grises, pero tampoco era eso, los pobres hombres nos preguntaron si necesitábamos ayuda, yo me quedé paralizado, mi amigo consiguió decirles que no, que solo teníamos prisa porque teníamos que coger un autobús y no podíamos perderlo, y ahí quedó todo, sentí en ese momento una vergüenza que todavía no se me ha quitado, me despedí de mi amigo y me fui con tu madre a la casa de tu tía Luisa, que nos había ofrecido dormir en el comedor de un piso alquilado en el entresuelo de un barrio muy alejado del centro, tuvimos que coger dos autobuses, llegamos a la hora de comer, tu tía Luisa no estaba y la esperamos hasta la noche en la puerta de la casa, parecíamos unos refugiados, hacía frío y tu hermano tenía hambre, me gasté lo poco que llevaba en unos bocadillos, al final pudimos cenar una sopa caliente y echarnos a dormir en un colchón donde nos arrebujamos los tres, bueno, los cuatro, porque tú ibas en el vientre de tu madre, porque tú también echaste a correr cuando llegamos a la ciudad donde dentro de poco moriré sin ninguna prisa, y de la que no puedo hablar mal porque me permitió trabajar para poder comer durante el resto de mi vida, hasta hoy…
Lola se calla y mira al infinito. Ese origen se lo ocultó al muchacho que conoció en una exposición de pintura abstracta. Le dijo que tenía antepasados del sur, pero ahí quedó todo. Aquel joven tampoco le insistió mucho. Se enamoró de ella, o eso decía, por la belleza que irradiaba, por ese cuerpo que lo volvió loco durante los meses necesarios para concertar una boda que a Lola le sirvió para entrar en esa clase media del confort y la comodidad, de la seguridad que entonces proporcionaba estar casada con un arquitecto que formaba parte de un prestigioso estudio, y que algún día se establecería por su cuenta.
—Yo era un cañón de mujer en aquella época, deberías haberme visto, con un tipo espectacular, todo en su sitio, la piel tan tersa que a punto estaba de romperme por fuera, todo durísimo, Jaume se quedaba embelesado cuando me desnudaba ante él, yo lo asustaba y eso me ponía a cien, sabía que estaba loco por mí y que esa era mi baza para salir del barrio donde vivía con mis padres, para dejar el olor a coliflor hervida en el patio interior sucio y pringoso, oscuro y mugriento como el vecindario que no iba conmigo, reconozco que yo no estaba hecha para eso, estudié Periodismo mientras trabajaba en lo que me saliera, tenía un cuerpo de diez y eso me permitía ejercer de azafata, nunca lo utilicé para nada relacionado con el sexo, eso quiero que te quede claro, jamás pasé por ahí, tenía una habilidad innata para quitarme a los moscones de encima, en cuanto uno pretendía pasarse de la raya, lo alejaba con una mirada, con un gesto, con una palabra, ahora me sigue pasando lo mismo, ya te habrás dado cuenta, me gusta que me miren y que me admiren, pero ya está, el resto es mío y solo mío, y solo me entrego a un hombre si me gusta a mí, que yo le guste a él me provoca vanidad, pero nada más, así que no te hagas ilusiones, que te veo venir…
La risa fresca y compartida rompió el cristal de la tristeza y de la nostalgia en que se había refugiado Lola para contar su historia. Belmonte se vino arriba, como un toro en banderillas, y la miró de forma fija y certera antes de soltarle su respuesta.
—Te crees irresistible, pero estás equivocada, ya sé que esto que voy a decir puede tener consecuencias, pero me da igual, porque cuando termine de hablar voy a cerrar el paréntesis que estoy abriendo y callaré para siempre, aunque ese adverbio no deberíamos utilizarlo nunca, te crees irresistible porque eres guapa, tienes el morbo de la edad madura que contrasta con tu cuerpo, con tus hechuras de muchacha, y eso nos vuelve locos a los hombres, lo sabes perfectamente, mucho mejor que yo, eso supone un chute de vanidad que te puede, al final eres esclava de esa vanidad, y eso te impide mantener una relación de verdad, porque esa relación supondría la renuncia a tu permanente coqueteo, no me mires así, que te estoy diciendo la verdad y tú lo sabes, te estoy diciendo lo que tal vez no te haya dicho ningún hombre porque los asustas, porque los sometes a tu voluntad, porque te gusta saber cuáles son sus límites, hasta dónde están dispuestos a llegar por ti antes de que tú los abandones, ahí cifras tu triunfo, en el abandono del admirador que se rinde a tus pies, y en eso estás equivocada, ya sé que esto que te voy a decir está pasado de moda y no se lleva, pero aquí lo subversivo no es eso, sino el sentimiento puro del amor, ese amor que te da miedo porque supondría la renuncia a tu libertad, o porque lo has encontrado en quien no te amaba de verdad y se aprovechaba de ti, tú tendrás que analizártelo alguna vez, pero ahora quiero que me escuches antes de que cierre este paréntesis, eres una mujer tremendamente atractiva, pero no lo eres por tu cuerpo, sino por lo que guardas dentro, y deberías buscar al hombre que saque de tu interior tu mejor tú, como escribió Pedro Salinas, porque ahí, en tu corazón gastado por tantas renuncias y tantas medias tintas es donde está tu mejor tú…
Belmonte cerró el paréntesis y Lola lo miró como no había mirado nunca a ningún hombre. Luego se quedaron fijos, los dos, en un punto inexistente de un horizonte que empezó a borrarse con las sombras de la noche como se estaba borrando, en el mundo de sus convenciones, esta conversación que nunca olvidarían.