Capítulo 2

Retrato de Juan Martínez «Montañés»

Londres, junio de 2010

En junio regresé a Londres para escribir lo que sucedió, la historia que me tenía reservada Silver para que yo pudiera convertirme, por fin, en novelista. Aún tengo en mi mente, calientes hasta el punto de que me queman cuando las pienso, las imágenes de lo que pasó durante esos días en que todo se volvió del revés, en que lo verdadero se hizo falso, y viceversa. Iré narrando la historia a medida que vaya recomponiendo el puzzle. Los tiempos se mezclan de forma inevitable. Ahora es el pasado para el lector y para el relato. Tengo o tuve que llamar por teléfono.

Saqué el móvil del bolsillo de la chaqueta arrugada por el viaje. Le cambié la hora. Busqué la letra «hache» de la agenda. Sentí ese cosquilleo que no engaña a un hombre cuando el número pertenece a cierta mujer, a ésa y no a otra. Pulsé el botón verde. En el auricular, un pitido intermitente como el cosquilleo que recorría la boca del estómago y que tal vez se alojara, de nuevo, en la zona donde se bifurcan las ingles.

Saltó el buzón de voz. El teléfono estaba apagado o fuera de cobertura. La voz también era femenina, también hablaba en inglés, pero no tenía la suave cadencia ni el timbre inconfundible de Helen Apple. Apreté con una mezcla de decepción y de impaciencia el botón rojo de mi teléfono portátil, que no móvil: estos aparatos se llevan encima, no se mueven por sí solos. Cuando el desasosiego empieza a atenazarme me refugio en estas memeces, me pierdo en razonamientos estériles para que la mente no me haga más daño de la cuenta, para que no me roce con la nostalgia ni con la espinosa y lacerante dulzura de la melancolía, ese peligro con nombre femenino.

Sentado frente al cuadro de Silver —él lo llamaba así, «mi cuadro»—, recordé el cuerpo de Helen Apple como si fuera capaz de reconstruir el óvalo suave de su rostro, el verde indefinible de sus ojos, la suavidad de una piel que los hispanoamericanos calificarían con la palabra justa: durazno. El pelo levemente descuidado, caído sobre las mejillas, apartado continuamente por sus manos mientras los labios iban dibujando expresiones de sorpresa y gratitud, de ironía que a veces rayaba con la pícara mueca que me hacía concebir la esperanza que siempre acecha al otro lado de una mujer hermosa.

Helen sabía lo que buscaba la Policía con tanto ahínco, algo que aún no se atrevía a publicar. Tenía miedo. El mismo que sentía yo ante la posibilidad de no volver a verla. O el pánico que me atenazaba cuando pensaba que esa misma noche podría tomarme una cerveza ante sus ojos verdes, verdes de mar apagado por la madrugada, mientras su voz volvía a colarse por las rendijas de mi debilidad. El sonido del teléfono me despertó de las divagaciones que son mis eternas compañeras. En la pantalla, cinco letras: «Helen».

—Luis, no puedo decirte nada, no me fío del teléfono, es posible que nos estén escuchando, bueno, no es posible, es seguro, sólo quiero advertirte de que van a por ti, ahora debo dejarte, no puedo decirte lo que estoy haciendo, sólo quiero que sepas que estoy bien... y que quiero... pues eso, que me gustaría verte, adiós, Luis, cuídate, cuídate mucho, Luis...

La voz entrecortada de Helen, una mezcla de tensión y de miedo, un deseo que quise entrever en aquel sonido dulce y ácido a un tiempo, como una manzana, como la manzana de su apellido, Helen Apple. Quise hablarle, pero no pude, Helen cortó la conversación de una forma abrupta, no me dio opción alguna a que le dijera nada, estaba segura de que nos seguían, de que estaban escuchando nuestra conversación, una charla que en realidad fue un monólogo breve, intenso, afilado en el precipicio del miedo. Aún tenía el teléfono en la mano cuando sonó el timbre. No me llamaban al móvil. Llamaban a la puerta.

Helen tenía razón, sus miedos estaban fundados. Abrí la puerta y me encontré con el brillo de una placa y con una voz que me susurraba con la fuerza implacable de la amabilidad.

—Soy el inspector Rolland, Martin Rolland, ¿puedo hablar con usted un minuto?

Encima de la placa pude ver un rostro levemente sonriente, un mentón mal afeitado, unos ojos que me escudriñaban con las pupilas sin disimulo alguno, un cabello despeinado, un olor a cuarto cerrado. El inspector Rolland era un clásico de Scotland Yard, de eso no había ninguna duda. A su lado, una ayudante que permaneció en silencio durante todo el tiempo, una mujer mayor, con el pelo blanco peinado con ese estilo inconfundiblemente tatcheriano que me trajo un olor a laca a través de la vista. Era la inspectora Lush, la típica abuelita inglesa.

Sin darme cuenta, como si todo sucediera según un guion previsto, me vi sentado en un sillón frente al inspector Rolland mientras su ayudante, la inspectora Lush, permanecía de pie, inmóvil, envuelta por la penumbra del rincón al que apenas llegaba la luz. Parecía una figura de otra época.

—No quiero hacerle perder el tiempo, sé que acaba de llegar a Londres, imagino que tendrá muchos asuntos que resolver después de todo lo que ha pasado, así que vayamos al grano, ¿le parece bien?

—Me parece perfecto. Usted dirá.

—Estamos buscando al señor Silver, no hace falta que le explique por qué, sólo quiero que sepa algo: si no lo encontramos inmediatamente, la vida del señor Silver puede correr peligro. Le han diagnosticado una enfermedad en los últimos análisis a los que se sometió, él lo ignora, nosotros lo sabemos y no me pregunte cómo hemos accedido a esa información, sólo quiero que lo sepa usted para que se lo comunique, como crea más conveniente, al señor Silver. Ya le digo que su vida corre peligro, ¿me he explicado bien?

—Muy bien, inspector Rolland, a ver si yo le he entendido correctamente. Usted pretende que yo me ponga en contacto con el señor Silver para que Scotland Yard pueda dar con su paradero, sé que me están siguiendo desde el aeropuerto, que tengo el móvil pinchado, ¿se sigue diciendo así, pinchado?, y que mi correo electrónico estará intervenido de alguna manera. Me siento como un cebo, inspector Rolland...

—Permítame que le diga que está usted en un error. Aquí tengo el resultado de los análisis.

Me extendió un papel enmarañado de cifras y porcentajes. En rojo, una advertencia sobre el estado de salud del paciente. Al menos se habían molestado en falsificar de forma convincente el documento. Sin embargo, la duda me asaltó de repente, como un tigre que se resiste a razonar y me hiere con los zarpazos del miedo. ¿Y si todo fuera verdad y Silver estuviera en peligro de muerte?

—Usted sabrá lo que hace. Si no quiere ayudar a su amigo, está en su derecho. O no. Eso tal vez tendría que resolverlo un tribunal si se produjera un fatal desenlace que nadie desea. Que tenga una feliz y placentera estancia en Londres...

Sevilla, 1635

Entre la Puerta de la Carne y la Puerta Osario se abre la puerta por donde entra el agua a través de los caños que llevan el nombre de esa villa: la Puerta de Carmona. En realidad, los caños iban camino de Alcalá. Eso de llamar a las cosas por otro nombre es muy propio de esta ciudad donde los niños que cantan ante el Santísimo son diez y por eso mismo se les conoce como los seises... Además del agua, por allí pasan infinidad de viajeros que van a la corte o que vuelven de ella, que salen en busca de fortuna o que llegan para embarcarse con destino a las Indias.

Los primeros rayos de sol llegan a la Puerta de Carmona, recién abierta como el día. De noche permanece cerrada a cal y canto para proteger a los que duermen intramuros de los maleantes y de las epidemias que asolan y diezman con demasiada frecuencia la ciudad. Sevilla está, a esa temprana hora, sosegada y en calma. La noche breve de junio apenas dejó el tiempo necesario para que refrescara. Un hombre cruza la ciudad donde se celebraron, hace poco más de dos meses, los fastos de la Semana Santa, esa fiesta que tanto le debe a su manera de concebir la imagen del Crucificado y del Nazareno que lleva la cruz a cuestas.

La sangre y la cera se mezclaron con la suciedad propia de las calles, los Cristos se reflejaron en las fachadas de sus casas como cuadros tenebristas en movimiento, las Vírgenes derramaron su llanto de cristal por el laberinto que recuerda los tiempos en que Sevilla fue Isbiliya, la ciudad islámica de la que se enamoró Fernando III de Castilla antes de conquistarla como si fuera una mujer esquiva. Los disciplinantes aún llevan los estigmas que ellos mismos se provocaron para lucir su penitencia: las paradojas son propias de esa ciudad y de los tiempos que corren, como corrió la sangre durante los días de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo.

Antes de llegar a la Puerta de Carmona ordenó que se detuviera el carruaje. Bajó lentamente y se dirigió a la iglesia de planta mudéjar consagrada al mártir san Esteban. Allí no se encontraba todavía la imagen del Señor de la Salud y Buen Viaje, un busto de terracota que alguien convertiría algún día no muy lejano en una imagen que terminaría procesionando por las calles. Una pena, porque la imagen de Montañés rezando ante esa imagen bien valdría un relato. El dios de la madera se santiguó y rezó un padrenuestro sin mover los labios. El Cristo no estaba todavía allí, tendría que pasar más de un siglo para ello. Un Cristo que hoy ocupa la ventana lateral del templo, que está siempre a la vista de quien se acerque para encomendarse a su advocación. Sus lágrimas que lo devuelven a su condición humana. Ahí está el fracaso de Dios, que creó al ser humano a su imagen y semejanza para que se burlara de su Hijo hasta ese extremo. Esa imagen habría conmovido a Montañés especialmente, pero los tiempos no cuadran y la escena no se pudo haber dado.

El imaginero salió del templo mudéjar. Restalló el látigo, retumbaron los cascos de los caballos, el carruaje se puso de nuevo en marcha, la Puerta de Carmona apareció envuelta en el contraluz del amanecer. El día de la partida hacia la corte era verdaderamente hermoso. La primavera, tan temida por la peste que en demasiadas ocasiones la acompañaba para añadir otra paradoja más a la ciudad de las contradicciones, provocaba un ansia de vivir que no se podía explicar desde la razón. La peste se ensañó con la ciudad en el tránsito del siglo XVI al XVII. Durante tres primaveras seguidas y prolongadas en otros tantos veranos asfixiantes fue sembrando el mal para recoger el único fruto de su cosecha: la muerte. En uno de esos años, en 1599, nació el pintor que había escrito a Juan Martínez para que fuera a Madrid con el objeto de esculpir el busto de un personaje muy importante aunque para él, imaginero del Señor, no tuviera la importancia de aquel Cristo de terracota que había dejado en la iglesia de San Esteban. Y en el año de la peor peste del siglo, en 1649, moriría el escultor que ignoraba su último destino y que a estas horas de la cálida mañana de junio sale de la ciudad por la Puerta de Carmona para modelar con sus manos el busto de Felipe IV, rey de España, el hombre más poderoso de la época que le tocó vivir.

Aquel mismo camino recorrería, catorce años después, el Cristo más venerado de la ciudad en aquella época de religiosidad absoluta y total: el Santo Crucifijo de San Agustín. La imagen partirá desde el convento que está situado extramuros hasta la Catedral en rogativa. Para ello no tendrá más remedio que cruzar la Puerta de Carmona bajo el calor sofocante del mes de julio de 1649. Cuando llegue ese momento la peste se habrá ensañado con una furia desconocida hasta entonces en la ciudad. Juan Martínez «Montañés» no asistirá a esa procesión: la muerte se lo habrá llevado dos semanas antes.

En aquella carta que Juan Martínez González —lo de Montañés era el apodo con que conocían a su padre, de oficio bordador— recibió cuando aún el invierno manchaba de humedad las casas y los pulmones de los sevillanos, aparecía una petición que seguía dando vueltas en su mente. Velázquez le pedía ayuda para un proyecto que no tenía nada que ver con la pintura ni con la escultura. ¿Qué podría ofrecerle el imaginero que trabajaba para la Iglesia y sus conventos al pintor del rey?

La ciudad fue quedándose atrás. El camino era una brecha que se abría entre los muladares donde se amontonaba la suciedad. La fetidez era insoportable, no tenía nada que ver con el incienso que se había quemado en las calles de la Jerusalén de Occidente durante la Semana Santa: las imágenes del Hijo del Hombre no se merecían un tránsito envuelto en la pestilencia. Juan Martínez estaba deseando salir al campo abierto, oler a tierra y a las flores que habían brotado para dejar constancia del milagroso retorno de la primavera.

Llegaron al templete de la Cruz del Campo, instalado en ese lugar del camino para marcar el humilladero donde concluía el vía crucis que dio origen a las procesiones de Semana Santa. Ese vía crucis partía del palacio del Duque de Alcalá, muy cercano a la iglesia de San Esteban. Por ser el origen del camino que recorrió el Nazareno rumbo a la muerte, el palacio del Duque de Alcalá se conoce como Casa de Pilatos y es uno de los lugares más codiciados por los artistas de la ciudad: la Roma imperial y la Roma del renacer de las artes están allí representadas en una colección artística inigualable.

El piadoso Juan Martínez volvió a bajar del carruaje para rezar sin mover los labios ante el humilladero de la Cruz del Campo. La cabeza inclinada, las manos en actitud de recogimiento, el alma en suspenso buscando la unión con Aquél que ilumina sus obras. Reemprendieron la marcha hacia Carmona, lugar de paso obligado en la ruta hacia Madrid. El olor ya no era insoportable, pero había algo que le impedía al imaginero dormitar para que el viaje no se hiciera tan fatigoso. Era una pregunta que rebotaba en su cabeza con la fuerza del enigma: «¿Qué querrá Velázquez de mí?».

Sevilla, 2010

Era primavera y Sevilla resplandecía. La ciudad se había sumergido y elevado a un tiempo en la semana que marca su espléndido pasado y su inestable presente. La Semana Santa, esa performance que haría las delicias de cualquier director teatral si pudiera llevarla a cabo, sorprendió a Silver. El viejo gruñón esperaba que la ciudad respondiera al tópico que traía entre dientes. Barroquista y envuelta en el kitsch de la falsedad, en un celofán absurdo que no tenía sentido fuera de las fronteras del XVII, el siglo que marcó su cenit artístico y su decadencia económica a un tiempo, el siglo del pintor que había impedido que su vida fuera un asunto propio para degenerar en un trasunto de la existencia «cortesana y mezquina de aquel tipo de tez aceitosa y mirada fría, de aquel hombre infinitamente triste que recibió el don máximo que otorgan los dioses para su desgracia» (Silver).

En un bar atestado de gente me esbozó su plan mientras pasaba, lenta y majestuosa, una cofradía. En realidad, no estábamos en un bar propiamente dicho, sino en la plaza del Salvador, junto a unos soportales que habían resistido las sucesivas reformas que habían terminado con esa forma de entender la ciudad. Apenas quedaban soportales en una Sevilla donde se tuvo que legislar para que los aleros que protegían las fachadas no convirtieran sus calles en pasadizos interiores. Silver se fijaba, con atención, en los juegos geométricos que formaban los altísimos y espigadísimos conos de los capirotes, las sombras de los nazarenos que iban vestidos de negro con un tejido que los sevillanos llaman ruán por la antigua procedencia de la ciudad francesa de Rouen. La tarde no había caído del todo, en las azoteas aún permanecían los ecos de la luz, leves reflejos que nos recordaban las verdades barrocas, In ictu oculi, en un abrir y cerrar de ojos se va el día, se escapa la vida, Sic transit gloria mundi.

Silver se maravillaba de la capacidad que mostraban los sevillanos para asistir a un acto místico y ascético a un tiempo como era una procesión de Semana Santa, mientras la mano se enfriaba con el cristal del vaso que contenía la luz líquida de la cerveza. Bebíamos y mirábamos, bebíamos y olíamos a incienso y azahar, bebíamos y esperábamos la salida del templo de esa obra maestra que Silver no había visto nunca en la calle. La fachada del imponente templo barroco era un telón de ladrillo que ascendía hasta las volutas que remataban su soberbia factura. En el centro, elevada por una escalinata donde se había colocado una rampa de madera que facilitaba el tránsito de los pasos, una puerta que seguía vomitando nazarenos con los cirios alzados que caminaban lentamente de dos en dos, formando parejas, con las llamas alumbrando el presagio de la noche, el silencio y la compostura que desmentían la falsa imagen que ha trascendido de esta fiesta que le dejaba a Silver una mueca de admiración y de duda.

—Es muy difícil entender esto, Luis...

—Dímelo a mí, que no recuerdo cuándo fue la primera vez que vi un paso en la calle, que salí siendo niño de ese templo en la cofradía de la Entrada en Jerusalén a la que llamamos la Borriquita, vestido con una túnica blanca y en el antifaz una cruz de color rojo.

—La cruz de Santiago, estabas destinado desde niño a escribir esta novela, Luis, te lo digo yo, que no creo en estas cosas, pero que tampoco me fío de las casualidades...

Silver apuró la enésima cerveza, llevaba todo el Jueves Santo bebiendo y maravillándose de lo que veía... y de lo que sentía. Me lo confesó en voz baja mientras el último tramo de nazarenos que precedía a la imagen del Cristo bajaba la rampa enmarcada por los naranjos florecidos de azahar. El nazareno que cumplía la función de fiscal de paso, encargado de que se detuviera y siguiera su camino en el lugar preciso de recorrido mientras cumplían escrupulosamente con el horario previsto, miró de reojo su reloj como antes se había mirado en los escaparates de la Alcaicería, esa calle que bajaba cada tardes de Jueves Santo buscando la puerta que comunicaba la calle Córdoba con el Patio de los Naranjos que daba paso a la capilla sacramental del Señor de Pasión, ese remanso de plata en la inmensa mole del Salvador. Silver bajó la voz y acercó sus labios empapados de cerveza a mi oído derecho.

—Estoy sintiendo algo que no había experimentado nunca, Luis, algo que sólo puede pasar cuando lo que sucede es de verdad, no un teatro...

Silver había dado con la clave de la Semana Santa, una fiesta anclada sobre las verdades individuales y colectivas de una ciudad que acogió, en el Siglo de Oro, a los grandes imagineros de la época, como fue el caso de Juan Martínez «Montañés».

—Montañés llevaba sus imágenes al taller de Pacheco para que las policromara, ¿de qué fecha es este Nazareno?

En ese momento apareció la imagen de Jesús de la Pasión en la puerta del templo sobre su paso de plata repujada, alumbrado por cuatro faroles encendidos, aunque aún no fuera noche cerrada ni mucho menos. Un escalofrío recorrió mi cuerpo. Yo estuve allí, en ese lugar, cuando era un niño que no se cansaba de mirarlo todo, de contemplarlo todo, de aprenderlo todo. Recordé la mano de mi madre, la luz de aquel Domingo de Ramos, la cruz de Santiago cosida al antifaz blanco a la altura de mi pecho. Recordé la fecha de la factura del Nazareno de Pasión, en esos años un niño estaba aprendiendo los rudimentos de la pintura en el taller de Pacheco, de allí saldría con el título de pintor de imaginería y al olio, un niño que se llamaba Diego y que podría haber intervenido en la policromía de ese Nazareno que nos hizo llorar a Silver y a mí, dos descreídos que en ese momento dudábamos de nuestro agnosticismo.

Un sonido metálico rompió el silencio pespunteado por el trinar de los vencejos. Era el llamador, el martillo de plata con el que llamaba a los costaleros el capataz que los guiaba, un capataz que era los ojos de aquellos galeotes que llevaban el peso del paso sobre los hombros en la oscuridad. Se alzó la imagen que Juan Martínez «Montañés» talló para la Semana Santa de Sevilla, el Nazareno que recibe uno de los nombres más hermosos: Jesús de la Pasión. Silver permaneció en silencio mientras el paso de plata repujada bajó la rampa como si fuera un navío de metal, «como si fuera un sueño, como si las volutas del incienso le añadieran las veladuras que necesita este óleo detenido por un instante en el tiempo que no cesa, todo efímero, Luis, todo efímero» (Silver).

Una lágrima apenas perceptible brotó de su ojo derecho. Una lágrima que iluminó el rostro, que le quitó por unos segundos la contracción que iba pareja con el relato de su plan. Silver era humano, capaz de emocionarse con la imagen de Alguien en quien no creía. Aquel año descubrió el secreto de la fiesta más barroca del universo, el encanto de una representación que no es como la vida: es la vida misma llevada al extremo de las emociones imposibles.

—El plan es muy simple y muy complicado a la vez, querido Luis. Se trata de demostrar que Velázquez era un impostor como impostores son los que hoy pontifican sobre el arte, exactamente igual, porque tu paisano era alguien que estaba más empeñado en el engaño que en la verdad de su arte, un ser que no tenía empacho alguno en revolcarse en el lodo de la mentira si con eso podía conseguir lo que quería para aparentar lo que no era...

Silver le dio un generoso trago a la cerveza, el paso de la Virgen ya estaba en el umbral del templo, la luz que brotaba del bosque de cirios situado de forma escalonada ante el rostro doloroso era un prodigio tenebrista digno del mejor Caravaggio. Se le llama paso de palio porque la imagen de la Virgen va bajo un palio sostenido por doce varales dispuestos en dos hileras de seis. Ese palio, de terciopelo azul bordado en oro, se movía suavemente al compás del ritmo que le imprimía el caminar pausado de los costaleros: algo imposible de explicar si no se ha contemplado como lo estábamos haciendo Silver y yo.

En la plaza ya se palpaba el estallido que estaba a punto de suceder en cuanto los relojes marcaran el filo de la medianoche y la ciudad se entregara en los brazos de la Madrugada que perfila su ser hasta el límite de confundir los tiempos del hombre y los siglos de la historia. Silver estaba dispuesto a dejarse llevar por ese vértigo mientras compartía conmigo el plan que podría llevarlo a la gloria efímera de las primeras páginas de los periódicos o al submundo tenebroso de las cárceles donde se pudriría para el resto de su existencia.

—Cada uno de nosotros hará su cometido, porque tú entrarás también en este plan diabólico. Eres un hábil investigador histórico. Te necesito. He venido a tu ciudad para buscarte por eso mismo. Serás mi contrapunto. La sombra de la luz que yo encenderé de una vez y para siempre. ¿Quieres colaborar conmigo, Luis?

El paso de palio donde la Virgen de la Merced seguía llorando entre cirios encendidos y jarras de plata repletas de flores se fue perdiendo en el laberinto de las calles que trazaron los musulmanes para que los cristianos pudieran contar con ese privilegiado marco arquitectónico para sus procesiones de Semana Santa. Bajo un soportal de la plaza que olía a incienso y cerveza, mi cerebro se internaba en el laberinto del plan que había trazado este londinense medio loco y medio genio que me conquistaba en un inglés de Shakespeare.

Sevilla, 1635

—¿Por qué quiere Velázquez que colabore con él? —se pregunta Juan Martínez «Montañés», el dios de la madera, en el silencio intacto de la mañana.

El campo, el olor limpio, la ausencia de esa fetidez que se hacía presente cuando era un recuerdo de las calles que había dejado atrás. Siempre le pasaba lo mismo. Se daba cuenta de lo mal que olía la ciudad cuando se marchaba de ella y se encontraba con el silencio de Dios. El campo era, para el imaginero, la obra perfecta, redonda, inacabada, abierta en canal como se abrían los surcos por los que germinaba el trigo. Se sucedían las extensiones inabarcables para la mirada del hombre, los colores vivos que no necesitaban pigmentos para mostrar la paleta con que el Creador renovaba diariamente su obra maestra. Juan Martínez «Montañés» se había convertido con el tiempo en un hombre extraordinariamente piadoso. Atrás quedó aquel lance que le costó una amarga estancia de dos años en la Cárcel Real de Sevilla. Nunca se disiparon las sospechas que lo incriminaron. El nombre de Luis Sánchez marcaría su vida a partir de aquel momento.

—¿Por qué habrá movido Velázquez los hilos de la corte para que me encarguen, a estas alturas, el busto del rey?

Las preguntas rebotaban en su mente como los cascos de los caballos rebotaban en el camino. Juan Martínez «Montañés» atesoraba suficiente fama como para realizar ese encargo, pero él sabía que algo se ocultaba en aquella propuesta. El nombre de Velázquez sustituyó al de Luis Sánchez en su obsesión por desentrañar aquel misterio que tal vez no fuera más que una concatenación de hechos objetivos. ¿Quién mejor que Montañés podía hacer lo que el rey quería?

El nombre de Velázquez fue apoderándose de la mente del imaginero. Cerró los ojos para que el sol del mediodía no le impidiera concentrarse en la imagen del niño que había entrado en el taller de Pacheco. De aquello hacía más de veinte años. Con esfuerzo y paciencia fue capaz de reconstruir aquella cara morena, aquellos rasgos que no poseían belleza alguna, pero que tampoco lindaban con la fealdad. Pacheco le hablaba mucho y bien de aquel hijo del notario eclesiástico que era capaz de retratar a sus compañeros del taller con unos trazos tan ligeros que parecían imposibles de definir una cara, una actitud, un estado de ánimo. Su padre, Juan Rodríguez de Silva, lo había llevado con Pacheco después de un paso breve por el taller de Herrera: su carácter agrio hacía imposible la estancia en su taller de un niño que no podía con los insultos y los pescozones que le daba de vez en cuando para liberar sus tensiones internas. Por eso estuvo tan poco tiempo allí y por eso Juan Velázquez hizo todo lo posible para que el chiquillo entrara en la casa de Pacheco.

No era normal que el hijo de un notario eclesiástico, que al fin y al cabo era un simple escribano, se dedicara a aprender los rudimentos de la pintura. ¿Por qué lo hizo? Juan Martínez se lo preguntó a Pacheco después de discutir el precio de la policromía de un Jesús Nazareno.

—Creedme, amigo Juan, si os digo que ese niño ha nacido con el don del dibujo. Su padre se quedaba mudo cuando lo veía manejar la pluma. Mientras le enseñaba a escribir descubrió su talento para la caligrafía. Un caso excepcional. Me lo trajo al taller y le hice algunas pruebas para confirmar mi escepticismo. Pero todo fue distinto a como yo había imaginado. Mirad lo que hizo aquel día. Aún lo conservo...

Juan Martínez seguía con los ojos cerrados bajo el sol de hierro que inundaba con su luz el paisaje abierto que sólo tenía fin en la línea difusa del horizonte. Volvió a ver aquellos trazos que recreaban la alegría y la tristeza, el dolor y la emoción, los mil matices que esconde el rostro humano y que sólo saben reproducir los genios del retrato. La talla del Jesús Nazareno que le había encargado la Hermandad de la Pasión seguía allí, de cuerpo presente, pura madera tallada con un no sé qué que dejó a Pacheco en suspenso, mientras el dios de la madera sufría ese mismo vértigo al revisar una y otra vez los dibujos que había realizado un niño que se llamaba Diego Rodríguez de Silva y Velázquez.

—No sé dónde está el límite de vuestro genio, amigo Juan. Esta imagen del Señor va mucho más allá de lo que se ha creado hasta hoy.

—Pues está esperando que vuestros pinceles lo conviertan definitivamente en el Hijo del Hombre que sufre el martirio.

—No es martirio lo que se esconde ahí, sino algo más profundo. Permitidme que os diga, maestro Montañés, que habéis convertido el sufrimiento humano en el dolor metafísico.

Juan Martínez «Montañés» no podía policromar sus obras. Las leyes del siglo se lo impedían. Debía ser un maestro de pintura de imaginería y al olio quien lo hiciera. Por eso había elegido al mejor que había en la ciudad: Francisco Pacheco. Aquel Jesús Nazareno que llevaría la cruz a cuestas le había dejado una huella que se iría ahondando con el paso del tiempo. Cuando lo vio en la calle por primera vez, a la luz declinante de la tarde, alzado en las andas que le conferían ese movimiento que reproducía su figura, envuelto en el incienso y rodeado de hombres y mujeres que dirigían sus miradas y sus plegarias hacia la imagen que había salido de sus manos, sintió de nuevo ese vértigo que convertía el arte en algo inexplicable.

—En verdad, ésta es obra de Dios, que no mía...

Los recuerdos fluían y divagaban por la memoria del maestro imaginero que viajaba a Madrid. Aquel niño dibujaba con una perfección impropia de alguien que aún no había aprendido el arte de la pintura. Pacheco lo supo desde el primer momento. Y él, Juan Martínez «Montañés», también. Por eso le pidió al pintor que aquel niño interviniera en la policromía de su Nazareno de Pasión. Aunque sólo moliera los pigmentos, aunque estuviera junto a Pacheco sosteniéndole la paleta o los pinceles mientras el maestro encarnaba el rostro donde terminaría haciéndose presente aquel dolor metafísico que sigue traspasando el aire de Sevilla cuando llegan los días de su Semana Santa.

—Si así lo queréis, así se hará.

Cuando al cabo de siete días volvió al taller de la calle del Puerco para comprobar cómo iba la policromía de Jesús de la Pasión, el maestro imaginero se quedó un tiempo mirando la luz que entraba por la ventana y que se reflejaba en el color que le imprimía Pacheco a aquella figura humana y divina a la vez. A su lado, un niño callado y moreno sostenía una paleta y miraba al maestro pintor y al rostro del Nazareno. Juan Martínez sintió un estremecimiento súbito, como si alguien lo empujara con una fuerza brutal. El carruaje se había detenido bruscamente. Habían llegado a la venta donde pasarían la última noche antes de entrar en Madrid. Bajó con el dolor clavado en las rodillas, con la boca seca y los ojos llorosos por el polvo del camino y por los recuerdos que se acumulaban en su prodigiosa memoria.

En la posada lo esperaba alguien que Juan Martínez no habría imaginado a pesar de los años que había vivido y que le habían proporcionado esa sabiduría más propia del diablo que de la inteligencia humana. Subió al cuarto para refrescarse y descansar un poco antes de la cena. Cerró los ojos en la penumbra de aquella habitación vacía y encalada como si fuera un lienzo en blanco. El niño seguía allí, al lado del maestro Pacheco, sosteniendo una paleta y mirando fijamente a un Nazareno que no había salido de sus manos. De pronto sonaron los nudillos de alguien que llamaba a su puerta.

—Maestro Montañés...

—Yo soy, ¿qué queréis de mí?

—Tengo que entregaros una carta de alguien que os espera en Madrid.

—¿Cuál es la gracia del remitente?

—Diego Rodríguez de Silva y Velázquez.

Madrid, 1635

Sus manos volvieron a tocar la madera, aunque en este caso fuera algo más prosaico. No se enfrentaba con el cedro del que saldría una imagen digna de la veneración, sino con una humilde puerta que demostró su pereza cuando los goznes rechinaron con un sonido añejo. El maestro Juan Martínez «Montañés» se encontró con un hombre de edad más que mediana. Su piel contrastaba con el blanco de la cal. Era mulato. La mirada penetrante y fría. Los labios eran los protagonistas de un rostro que permanecía inmóvil. No había lugar para la sonrisa.

—Permitidme que me presente. Soy Juan de Pareja, asistente de don Diego Rodríguez de Silva y Velázquez.

—¿Asistente?

El mulato bajó la mirada, que no la cabeza. Un silencio cortó el instante en dos. El zumbido de la mosca que revoloteaba entre ellos, hasta entonces ajeno, se hizo presente.

—En realidad soy su esclavo, vos sabéis que es costumbre que...

—No hace falta que me deis ninguna explicación. Sé perfectamente quién sois, pero ignoro la causa de esta conversación. Y si me apuráis, no comprendo por qué habéis venido en mi busca si mañana mismo estaré en Madrid con vuestro... maestro.

La palabra amo se compadecía mal con los sentimientos que iban dejando huella en el corazón del dios de la madera. Montañés fue aprendiendo los fundamentos del cristianismo a través de la gubia, no de la teología. Nadie es más que nadie desde la llegada del Nazareno. Dios se había hecho hombre y eso no tenía vuelta atrás. Los patricios y los plebeyos, los señores y los siervos, los amos y los esclavos no podían seguir existiendo. Maestros y aprendices, sí. Pero lo demás tendría que venirse abajo aunque fuera de una forma lenta y enrevesada que el maestro de imaginería no alcanzaba a pronosticar.

—Si me permite vuesa merced, podría hablaros de este asunto con la discreción que merece el caso...

Juan de Pareja quería entrar en el sobrio cuarto donde Montañés pasaría su última noche antes de la llegada a la corte. Aunque anduvo escaso de reflejos por aquello de la edad que no perdona, el maestro lo invitó a pasar con un gesto. Juan Martínez se sentó en la única silla que había en la humilde estancia. Juan de Pareja se quedó de pie. Llevaba una carta en su mano izquierda como si fuera una paleta donde descansaban los colores que compondrían el cuadro que ansiaba ver el inquieto Montañés.

—Bien, vos diréis...

—Mi maestro me ha enviado para que os entregue esta carta. Ahí se os hacen varias advertencias, pero hay una que es de singular importancia. Vos la leeréis hoy mismo. Hay que mantener la discreción sobre el asunto que se trata en esta misiva...

A Montañés le pareció el esclavo un punto redicho. Cogió la carta. Juan de Pareja permaneció en pie. Se miraron como si estuvieran esperando un movimiento del otro. La mosca volvió a dejarse oír.

—El maestro Velázquez me ha ordenado que no vuelva a la corte hasta que vos hayáis leído su carta...

Juan Martínez orientó el papel hacia la luz que aún entraba por el ventanuco. Reconoció al instante la caligrafía del niño que aprendió a pintar en el taller de Pacheco. Estaban los trazos más asentados y eran a la vez más sutiles. La pluma había volado sobre el papel. Eran pinceladas sueltas, apenas estudiadas, puro movimiento de muñeca. Leyó en silencio sin apartar la vista del papel. El lenguaje era directo, claro, conciso, sin retruécanos ni cumplidos. Velázquez quería algo de Montañés y se lo pedía sin recovecos.

—Está bien. Decidle al maestro que no tiene nada que temer. Mi discreción será absoluta.

Juan de Pareja sonrió levemente, algo que le permitió al imaginero adivinar el alivio que sentía por dentro. Se inclinó suavemente para la postrera reverencia, pero un movimiento brusco de la mano del dios de la madera lo detuvo.

—No os vayáis todavía...

—Como ordene vuesa merced.

Montañés bajó los ojos aunque no le importara el trazo irregular que describían los ladrillos colocados a la buena de Dios o a la mala del Diablo. Tampoco pretendía recrearse en la hinchazón de sus pies, fatigados por las interminables jornadas en que se desmenuzó el viaje desde Sevilla a la corte. Estaba meditando la forma en que debía ordenar su pensamiento para no quebrar la línea recta que había establecido Velázquez en su carta.

—Decidle al maestro Velázquez que la mayor obra de un hombre es su propia vida. Y que el pasado no se puede eliminar, pero sí es posible que un maestro de la pintura al olio maneje las veladuras como es menester para mejorar el único cuadro que en realidad pintará en su vida. Un cuadro que será el autorretrato definitivo que pase a la posteridad. ¿Recordaréis lo que os he dicho?

—Tengo buena memoria, maestro Montañés. Lo recordaré hasta que mis manos rematen ese autorretrato del que habláis con suma sabiduría, porque además de... asistente también soy pintor.

Juan de Pareja volvió a sonreír levemente. Ahora no era alivio lo que traslucían sus gruesos labios de mulato. Ahora se transparentaba el orgullo que todo artista lleva dentro. Un orgullo que Montañés sentiría cuando Velázquez llevara a cabo el propósito que le esbozaba en su carta: «A cambio sólo os ruego discreción».

El esclavo se despidió y desapareció de su vista. Montañés se quedó solo, en silencio, con la mosca detenida en la palangana donde se había refrescado. El pensamiento seguía rondando su cabeza.

—¿Por qué me ruega tanta discreción sobre su pasado? ¿Qué pretenderá este Velázquez en la corte?

Una sonrisa se instaló en su rostro cansado por el viaje y por la edad, por el tiempo que se acumulaba en sus rasgos de hombre curtido y, sin embargo, venerable. Velázquez iba a retratarlo en Madrid a cambio de su silencio, de su discreción. La posteridad ya estaba resuelta.

—Cualquiera sabe qué estará tramando este hijo de Satanás que ha hecho un pacto con su padre, que en realidad no es otro que el mismo Diablo...

Sevilla, 2010

Conocí a Silver a través del correo electrónico. Yo necesitaba salir de la ciudad, alejarme del escenario donde el dolor me había destrozado por dentro. Además, estaba solo y nadie me retenía en Sevilla. Envié mi currículum a varias universidades europeas, a galerías de arte, a periódicos y revistas, a cualquier lugar donde pudieran contratar a un joven de treinta y tres años con muchas ganas de trabajar en el mundo del arte. Mis investigaciones empezaban a contar con cierto respaldo en el mundo académico y eso podría ayudarme. No tenía prisas, aunque es cierto que cada mañana abría mi correo con una mezcla de deseo y desesperación. Hasta que vi el email de Silver. Era marzo en el aire y en mi ilusión. Silver me proponía algo excitante. Viajar a Londres. Desenmascarar a un pintor universal. Participar en un plan que pondría en jaque las convenciones del arte actual. Como para decirle que no...

Mi madre había muerto en febrero. Fue una mañana de sábado. El viernes me dijeron los médicos que no había nada que hacer. En realidad fue un médico. Uno solo. Me encerró en su despacho. Me invitó a sentarme. Yo sabía lo que iba a decirme. Pero eso no sirvió para amortiguar el dolor que vivirá siempre conmigo. Siento esa punzada todos los días. Cuando cae la tarde. Cuando se hace de noche y no escucho su voz, que me llama para que deje de jugar con los demás niños del barrio en los Jardines de Murillo, donde mi infancia sigue esperándome.

—Le hemos administrado morfina para que no sufra más, el proceso es irreversible, ha entrado en coma y se trata de hacerle más llevadero el trámite. No te preocupes por el dolor porque está controlado, ella ya no sufrirá más...

Sentí cómo la soledad me llenaba por dentro, cómo me acompañaría hasta el final de mi vida esa sensación que el poeta definió en un largo soliloquio que me acompaña desde que lo leí cuando era un adolescente. «Soledad, ¿cómo llenarte sino contigo misma?». No sé cómo acudieron esos versos a mi memoria cuando me levanté de la silla y me despedí cortésmente del médico que se quedó al otro lado de la mesa, envuelto en un silencio del que no saldría nunca para mí, jamás volví a hablar con él, aún no le he agradecido lo que hizo para que mi madre no sufriera en el trance que la esperaba al otro lado de la noche.

Pasé el último día a su lado. La muerte iba cortejándola y ella se dejaba querer. Una enfermera lo dijo a media voz mientras le cambiaba el bote del suero, «hay que ver lo guapa que está Lola...». Era cierto. No es pasión de hijo ni es un recurso fácil ni sentimentaloide. Me sorprendió esa belleza en el rostro de mi madre. Como si quisiera despedirse del mundo con el rostro de su hermosura. Siempre fue una mujer guapa. Lo decía todo el mundo. Los hombres que la deseaban y las mujeres que la envidiaban. Aquella tarde de febrero sucedió ese prodigio que cada año marca el cambio más esperado en la ciudad. Febrero agonizaba en los almanaques y una luz baja, muy baja, se convertía en la dulce espada de fuego amarillo que incendiaba los cristales y despertaba el alma. Era la primavera, que se adelantaba como siempre.

La noche fue un túnel interminable sin más luz que los recuerdos. Me sorprendí a mí mismo con una sonrisa en los labios cuando fui al baño y me miré en el espejo. Estaba alegre, aunque no pudiera explicarlo. ¿Por qué? A mi edad ya sabía que la vida es una suma de contradicciones. Mis estudios de Arte me habían enseñado que eso ha sido lo normal en el ser humano a lo largo de su historia. Somos carne de paradoja. Amaneció de pronto, con el sueño enredado en la telaraña que me cubría los ojos. Fue una mañana espléndida. La luz se transparentaba en un aire limpísimo. En los naranjos que se divisaban desde la habitación del hospital estaba despuntando el deseado azahar. A las doce menos cuarto mi madre tosió, levemente, como si quisiera disculparse porque estaba muriéndose en ese preciso instante. Nunca he visto a una mujer más guapa en mi vida.

Madrid, 1635

Ni un siglo. Ni siquiera ha cumplido cien años como sede permanente de la corte. A principios de la centuria dejó de ser la capital durante unos años. Montañés no recuerda exactamente cuándo fue, pero por aquel entonces la corte se trasladó a Valladolid. El maestro imaginero, que nació en Alcalá la Real, ya residía en Sevilla, la Jerusalén de Occidente, la Nova Roma de las letras y las artes. ¿Por qué el rey Felipe III no se decidió entonces a trasladarse a la ciudad que era puerto y puerta de las Indias? El perfil de aquella capital destartalada y aún por construir se adivinaba en un horizonte de celajes turbios. En medio de una nube de polvo atravesada por el sol bajo del atardecer apareció Madrid.

Si al salir de Sevilla hubo de franquear la Puerta de Carmona, al llegar a Madrid se encontró con una ciudad paradójicamente abierta que era la capital de una monarquía combatiente: ni murallas, ni puertas, ni fosos. Al aumentar su extensión, las murallas se habían derribado o se habían ido desmoronando poco a poco. El poeta Luis de Góngora y Argote comparó aquel Madrid desguarnecido con el río egipcio que no conoce el concepto tradicional de las orillas: «Nilo no sufre márgenes, ni muros Madrid». A la capital le sucedía lo mismo que a España, en ambos casos se habían roto las fronteras que las atenazaban. Madrid se convertía en una ciudad abierta al mundo que recibía a los embajadores de los reinos más potentes de su época al tiempo que España mandaba a sus gobernadores a Flandes, Lombardía, Sicilia, Nápoles... y América. Tirso de Molina llamó a Madrid «plaza universal y mapa del mundo». Calderón iría más allá y la calificaría como «patria de todos, pues en su mundo pequeño son hijos de igual cariño naturales y extranjeros». En Madrid no se recibía a los foráneos a pedradas, como ocurría con demasiada frecuencia en los pueblos de aquella España donde los entuertos se resolvían al quijotesco modo: por la fuerza y sin mostrar piedad alguna por el advenedizo. A los madrileños ya se les elogiaba entonces como personas comunicativas, amables y corteses.

Los pesimistas la llamaban «la Nueva Babilonia» por la gran cantidad de lenguas que se hablaban y que podían convertir una conversación en una indescifrable algarabía. Madrid era el hospital donde los pecados contagiaban las bubas, el lugar donde podía sentirse afortunado quien saliera vivo de tantos peligros como acechaban a quien vivía entre sus límites sin murallas. Los mismos pícaros, los mismos mendigos con las mismas pústulas, las mismas llagas de ese pedigüeño que no era más que una variación sobre el mismo tema, los personajes que pululan por las calles de la villa y corte parecen sacados de puntos, copias exactas de los que a esas horas vuelven a sus cuchitriles imposibles en la ciudad donde Montañés tiene casa y taller. Porque Madrid era, como la Sevilla que mantenía el monopolio con las Indias, una ciudad donde la miseria convivía con los artículos de lujo hasta el punto de convertirse en un bazar universal donde todo podía comprarse o venderse. El olor volvió a colarse en la memoria del maestro imaginero, un olor a fritanga que se mezclaba con las heces derramadas en las calles más alejadas del corazón de la ciudad, como si Madrid estuviera pudriéndose y los miembros extremos sufrieran una gangrena incurable.

El cochero tenía orden de conducirlo hasta la misma puerta del Alcázar. El sol dejaba sus últimos reflejos en las cumbres limpias de la sierra de Guadarrama. La oscuridad iba tomando poco a poco las calles, empezando por los callejones más estrechos donde se hacinaban los que habían ido en busca de fortuna y sólo habían conocido el pozo sin fondo de la miseria. El olor, aquel maldito olor que se repetía a sí mismo como si se lo hubiera llevado puesto desde Sevilla, le produjo náuseas. A punto estuvo de vomitar cuando el coche llegó al Alcázar.

Allí estaba de nuevo la silueta recia y oscura de Juan de Pareja. Parecía menos mulato y más negro a esa primera hora de la noche. Lo recibió con una cortesía rayana en el afecto personal. Mandó a unos criados de librea triste y mirada perezosa que se hicieran cargo del equipaje, de una impedimenta formada por baúles que llevaban las herramientas necesarias para acometer el encargo que le había hecho el rey: un busto de barro que serviría para el retrato ecuestre en bronce que fundiría el italiano Pietro Tacca.

—Señor, el maestro Velázquez está esperándolo en su obrador. Si vuesa merced me da su permiso para acompañarlo...

—¿En su obrador a estas horas? ¿Sin la luz del sol alumbrando el lienzo?

Las velas dejaban un rastro amarillo y parpadeante en los legajos que se enrollaban o se abrían sobre la mesa maciza de roble. La espalda se encorvaba sobre los papeles mientras la mano derecha trazaba alguna nota suelta después de mojar la leve pluma en el tintero. Al fondo, un caballete sostenía la sombra de un cuadro a medio terminar. Olía a trementina, a aceite, a pigmento triturado, a oficio de pintor. Un rostro vulgar, un punto moreno y triste, se giró hasta encontrarse con la mirada atenta y cansada de Juan Martínez «Montañés».

—Maestro...

Fue un susurro más que una exclamación. Por la ventana apenas entraba el rescoldo de la última luz de la tarde. Se levantó y se acercó al imaginero, le cogió las manos y a punto estuvo de besarlas: Montañés se lo impidió. Durante unos segundos no dejaron de mirarse. Juan de Pareja permanecía, inmóvil y discreto, en la puerta. Era apenas una sombra envuelta en su propio silencio.

—Maestro Montañés, cuánto tiempo sin veros...

—El mismo tiempo que llevo sin disfrutar de vuestra presencia.

Una sonrisa de complicidad empezó a borrar el rictus que hasta ese instante habían compartido. Juan Martínez «Montañés» se acercó al lienzo que poco a poco iba iluminándose, aunque la verdad estuviera, como casi siempre, en otra parte: sus pupilas se dilataban lentamente para acostumbrarse a la oscuridad que presidía buena parte de aquel estudio. Había imaginado a quien fuera el discípulo preferido de su amigo Pacheco enfrascado en algún cuadro, mas lo encontró encorvado sobre legajos y papeles como si fuera un covachuelista, un secretario o un simple escribano.

—¿Por qué desperdiciáis vuestro talento en esos menesteres más propios de escribanos y notarios que de un artista como vos?

Se arrepintió de la frase a medida que salía de sus labios, pero no pudo hacer nada para contener ese breve torrente de palabras que estarían hiriendo la memoria y el orgullo del pintor. Montañés iba cayendo en la cuenta, a medida que pronunciaba la frase, del error que cometía. A su memoria castigada por el viaje y por los años acudió, solícita como si la hubiera llamado alguien desde el fondo del misterio, la imagen de un notario eclesiástico, de un escribano humilde que se llamaba Diego Rodríguez de Silva. Aquel notario eclesiástico había llevado a su hijo al taller de Francisco Pacheco para que aprendiera el oficio de la pintura. Mientras le enseñaba las primeras letras había descubierto que su hijo Diego manejaba los trazos con una facilidad pasmosa, casi diabólica.

—No desperdicio mi tiempo, querido maestro. Soy ayuda de guardarropa de su majestad el rey Felipe IV, hasta el año pasado fui ujier de cámara y en cuanto el rey nuestro señor lo disponga seré ayuda de cámara. Mis obligaciones me atan al legajo, aunque lo mío sea, como vos decís, el lienzo.

—No quería ofenderos.

—Ya lo sé. Me halagáis con vuestra observación. Ya me lo decíais cuando aún vivía en Sevilla. Mas esto es otra cosa, maestro Montañés. Esto es la villa y corte, el centro del poder y de la gloria. Nuestra querida ciudad, a la que tanto añoro, se ha quedado anclada en su espléndido pasado.

—Si vos lo decís, razones tendréis para ello...

Montañés seguía revisando aquel cuadro a medio terminar. A una señal de Velázquez, el esclavo Juan de Pareja acercó un candelabro encendido. Las pinceladas apenas cubrían el lienzo. Del fondo de la materia emergían unas figuras que iban cobrando forma a medida que la vista se alejaba del cuadro.

—¿Qué es esto?

—Nada que pueda llegar a la altura de lo que pienso hacer con vos.

—Me tenéis intrigado, maestro Velázquez...

—Ya sabéis que no sólo habéis venido a Madrid para modelar el busto del rey. Os he mandado llamar para que poséis ante mí.

—¿Vais a retratarme entonces?

—Si vos me lo permitís...

Montañés asintió con la cabeza. Ya no estaba mirando aquel cuadro que volvió a la sombra en cuanto Juan de Pareja se alejó con el candelabro en la mano izquierda, como si fuera una paleta de luces.

—Quiero que sepáis que no voy a pintaros a vos. No será un retrato de Juan Martínez, sino algo más ambicioso.

Silencio. Juan de Pareja contuvo la respiración. Montañés dejó de parpadear. Los labios de Velázquez volvieron a moverse lentamente.

—Mi intención es retratar al artista, no al artesano. Vos no trabajáis con las manos, maestro. Vos sois el dios de la madera. Y ante un dios, sea de la materia que fuere, el rey no es más que un simple instrumento.

Montañés no pudo conciliar el sueño. Cada vez tenía más claro que Diego Rodríguez de Silva y Velázquez había hecho un pacto con el Diablo.

—Que sea lo que Dios quiera. Mañana será otro día...

Sevilla, 2010

Silver estaba borracho de cerveza y de Barroco. La Semana Santa hunde sus raíces históricas en el vía crucis que salía de la ciudad y llegaba hasta el humilladero de La Cruz del Campo, ese templete que subsiste y que le dio nombre a la cerveza que se consume en Sevilla. Silver estaba ebrio de Cruzcampo y del Barroco que buscaba el hispanista Leo Spitzer en la Semana Santa sevillana. Siempre me desconcertó la naturalidad con la que mis paisanos se han tomado esta fiesta desconcertante que soy incapaz de interpretar, pero que puedo vivir con una intensidad que me causa escalofríos.

—Así que el origen de la fiesta está en La Cruz del Campo que le da nombre a esta rubia que más deseo cuanto más la beso con mis labios...

Silver había entendido la fiesta desde el primer momento, dicho sea en todos los sentidos del término. En la frontera difusa entre la noche del Jueves Santo y la Madrugada del Viernes, regresamos al Salvador para ver la entrada de Pasión en su templo después de que la cofradía, compuesta por cientos de nazarenos y sus dos pasos, el del Cristo y el de la Virgen bajo palio, hubiera recorrido el centro de la ciudad y hubiera atravesado la montaña hueca de la inmensa catedral gótica.

La plaza estaba oscura. En el cielo brillaba la luna llena del parasceve que le llevó la Semana Santa a Cernuda hasta su exilio mexicano de Coyoacán. Allí escribió el poema más bello sobre esta fiesta que discurre por las callejas de la memoria. Cernuda situó la Semana Santa en la Arcadia que todo sevillano identifica su infancia. Intenté explicarle eso a Silver, que prefería mirar los cuerpos de las jóvenes sevillanas, y no tan jóvenes, que recibían la luz de la luna en su piel plateada como el paso del Cristo, que se acercaba envuelto en el silencio.

El Nazareno que talló Montañés, o eso al menos es lo que se le atribuye al dios de la madera, se diluía en el aire de la noche, se disolvía en las volutas del incienso que le precedía para que el ojo lo enfocara después de forma nítida. Dios en la lejanía es la bruma, pero a nuestro lado se divisa perfectamente. Teología óptica. Silver lo miraba fijamente. Por un momento olvidó la belleza racial de una mujer que en medio de la oscuridad era la fragancia que exhalaba un cuello modelado para el beso y la caricia. Las bullas de la Semana Santa son algo más que meras aglomeraciones humanas, son una forma de entender la fiesta, de comunicarse los unos con los otros sin necesidad de decir nada. Cuerpo y alma sin separación alguna. Fundidos en un mismo espacio, en un tiempo sin discurso. O eso creía yo.

El tiempo nunca nos abandona. Estamos hechos de tiempo. «Soy un fue, y un será, y un es cansado». Quevedo sigue susurrando ese endecasílabo agónico y metafísico desde el retrato que permanece en la Apsley House de Londres, la casa donde las masas apedrearon los cristales para agradecerle al duque de Wellington que liberara a Inglaterra del yugo napoleónico. Allí sonríe Quevedo con la mueca amarga del desengaño junto al aguador de Sevilla. Yo también soy un fue, aunque aún tenga treinta y tres años. Lo comprobé esa Madrugada al ir en busca del Dios de la ciudad, del Cristo al que llaman del Gran Poder, el mismo que triunfa en este Panteón callejero compuesto por el tiempo que sustituye a la rigidez de la piedra.

Entonces fue cuando la vi en una esquina de la plaza del Museo. Dentro del Museo de Bellas Artes, cerrado al público por la hora intempestiva, los lienzos que le sirvieron a Murillo para huir de la ciudad acosada por la peste, por la crisis, por la muerte. Dulzura infinita en la Inmaculada que asciende a los azules de la gracia. Y otro latigazo quevedesco en los lienzos de la Adoración y de la Piedad: la Virgen con el Hijo junta pañales y mortaja en un escalofrío Barroco que llega al pozo y a los posos del ser. La vi en la esquina, junto al breve jardín enrejado, mientras Silver casi se queda dormido de pie, envuelto en las sombras chinescas de los nazarenos, con el olor de la cera color tiniebla purificando un aire que se enfriaba a medida que se acercaba el alba que definió Juan Ramón Jiménez. «Sobre las calles que huelen a cera, sobre la azoteas con macetas, se va viendo una luz de plata, y en el fresco y puro azul matutino, aún negro, se oyen volar palomas que no se ven».

Su cuerpo se apoyaba en el hombro de un tipo alto, moreno, de ojos tan oscuros como las túnicas de los nazarenos que pasaban sin cesar, como si ese cortejo fuera eterno. Su rostro denotaba un cansancio enamorado, o eso me pareció. Es posible que yo estuviera proyectando mis miedos, mi angustia sobrevenida, en esos rasgos que un día me cautivaron y que en ese momento no me atraían aunque estuviera falto de roces y caricias, de besos que muerden por dentro hasta clavar la espina aguda del deseo en las entrañas del cuerpo. Sentí que el tiempo estaba pasando por mí como los nazarenos pasaban por la plaza que se estrechaba por culpa de la bulla que ansiaba la visión del Nazareno que carga con la cruz en un hombro robusto y fuerte como el del hombre que le servía a Soledad para apoyarse, para sentirse protegida, eso era lo que buscaba conmigo, lo que yo nunca pude darle.

Un olor a incienso nos anunció la presencia del Dios de la ciudad, del Hombre recio y triste al que se encomiendan los que necesitan creer en Alguien que los saque del marasmo de la duda, Alguien que les ofrezca la certeza de ese poder soberano que lleva inscrito en el nombre. Silver despertó, abrió sus ojos azules y los clavó en el rostro de Jesús del Gran Poder, que avanzaba hacia nosotros ocupando el espacio que hasta un momento antes era el aire nocturno de abril. La zancada muy abierta, los brazos agarrados fuertemente a la cruz, como si estuviera caminando sobre la muchedumbre, alzado en su paso barroco y dorado. Silver no dijo nada, se quedó petrificado en un silencio del que salió cuando el día despuntaba en las azoteas y el aguardiente le tomó el relevo a la cerveza.

—Pasó tres siglos en el anonimato, trescientos años sin que nadie le reconociera lo que hizo, todos le atribuían la talla a Martínez «Montañés», el dios de la madera, pero no salió de la gubia del maestro, sino del desgarro del discípulo, así es la vida, Luis, unos se llevan la fama y otros tallan la madera para luchar contra la carcoma del tiempo, a Juan de Mesa le sucedió eso, y tú lo sabes mejor que yo, consiguió lo más difícil, lo único que pueden encontrar los genios, algo tan sutil como reflejar el nombre de la obra en la obra misma...

—Lo que escribió Juan Ramón Jiménez, «intelijencia, dame el nombre exacto de las cosas...».

—Eso es, el nombre exacto de las cosas, eso fue lo que consiguió ese genio que permaneció tres siglos en la sombra hasta que un investigador lo rescató cuando buceó en los archivos, ésa es tu labor, Luis, ajustar las cuentas con la historia, con la leyenda, con los lugares comunes que tanto daño le hacen al arte, fíjate en Juan de Mesa, ahora lo reconocen en la ciudad, pero antes era un imaginero al que nadie le prestaba atención, eso es una putada, amigo, una auténtica putada...

—¿Qué has sentido al ver al Gran Poder, Silver?

—Lo mismo que cuando vi al Cristo del Amor, o al de la Conversión en su capilla, o al de la Buena Muerte... Son obras colosales de Mesa porque reflejan lo que dicen con sus nombres, el Amor tiene los brazos tan largos que quiere abrazarnos como si fueran la columnata vaticana de Bernini, la Buena Muerte es la gran paradoja mística de Teresa de Jesús, el «Vivo sin vivir en mí», el Crucificado de la Conversión no sufre por él, sino por el ladrón al que quiere salvar, y el Gran Poder lleva su nombre en la zancada imposible, en el rostro macerado por el dolor y la ternura, en las manos que se agarran al martirio, en ese escalofrío que me ha recorrido por dentro a mí, anglicano y escéptico, el prototipo del inglés que debería despreciar lo que he visto...

No quise indagar más, los ojos me decían mucho más de lo que salía de su boca. Silver estaba emocionado y se le notaba. Como si fuera un niño. Como si fuera ese niño que hace casi cuatrocientos años aprendía a pintar en un taller donde la madera se convertía, por obra y gracia de la policromía, en el Cristo que la ciudad seguía buscando en aquella Madrugada que ya era la mañana celeste y limpia del Viernes, el cielo como un lienzo inmaculado de Murillo y el alma traspasada por ese tiempo que nos da la vida y la muerte a la vez. Al romper el alba, el Nazareno se refugiaría en la penumbra de su templo con las hechuras del Panteón de Roma. Siempre me ha fascinado esa capacidad que tiene mi ciudad para integrar los siglos en su urbanismo cambiante. Velázquez aún pintaba, antes de irse a la corte, en aquella Sevilla donde Juan de Mesa talló al Gran Poder. En la parroquia de San Lorenzo permanece el secreto que le serviría al pintor para conseguir el objetivo de su vida. Allí recibió culto la imagen del Cristo de la Verdad después de haber estado en el Valle o en el antiguo convento de San Acadio y antes de trasladarse, ya en el siglo XX, al templo circular que tanto se parece al Panteón donde Velázquez triunfó en Roma. Todo encaja en ese inmenso rompecabezas que teje y desteje esta ciudad que tanto se parece a Penélope.

Amaneció en unas calles sometidas al gentío que iba y venía buscando a Dios o a su sombra, comiendo esos churros que aquí se llaman calentitos, bebiendo café para despejarse o aguardiente para hundirse aún más en los territorios sin límites de la emoción. Silver se asombraba de ver tanta gente deambulando por el laberinto donde convivían el silencio de las cofradías más austeras con el bullicio de las más alegres. Yo iba pensando en algo distinto. Ya no recordaba el rostro de Soledad con la misma precisión, sus rasgos se iban borrando en mi memoria. Apenas podía recordar la forma de sus caderas cuando se recostaba y me daba la espalda, o el olor de su aliento cuando los besos eran incandescentes y nos quemaban las entrañas. Hasta su voz se fue diluyendo en un silencio extraño. ¿Quién era Soledad? ¿Quién había sido esa mujer a la que juré amor eterno cuando éramos dos adolescentes y que esta noche ni siquiera provocó al escorpión de los celos cuando la vi con la cabeza recostada sobre el hombro de su nuevo amor?

Soledad ya no era nadie en mi vida. Lo comprendí cuando murió mi madre y no la eché de menos en el cementerio. No la llamé para decírselo ni me agarré a su recuerdo para buscar el consuelo que necesitaba. Soledad era un reflejo del pasado, un eco que se había apagado lentamente, un fuego sin brasas, pura ceniza. Soledad era el olvido de un amor que nació demasiado pronto y que estaba condenado a hundirse en la bruma del olvido. Su belleza se convirtió en una rutina, su sonrisa degeneró en mueca, sus palabras no me conmovían cuando rompían el silencio que se había instalado entre nosotros. Soledad me fue dejando solo y yo no hice nada para remediarlo. Ni siquiera eché mano de la tristeza, ese sentimiento que me acompañará hasta el día de mi muerte. No hubo nostalgia cuando decidimos que nuestras vidas habían entrado en el jardín de los senderos que se bifurcan. Aquella despedida en una cafetería apagada por la tarde de noviembre no originó ningún sentimiento que pudiera parecerse a la melancolía. Cuando le dije adiós sentí un inmenso alivio. Esta Madrugada, la primera y tal vez la última con Silver a mi lado, ni siquiera me fijé en ella cuando la bulla se deshizo. Me interesaba más la opinión de Silver sobre esa imagen que va más allá del arte, sobre ese Cristo que hunde su zancada en las arenas cenagosas de la duda. Pagué las dos copas de aguardiente y me llevé a Silver a un lugar que todos necesitamos: el barrio donde habita la Virgen que se conoce en el resto del mundo como la Macarena, aunque ése no sea su verdadero nombre.

Madrid, 1635

El sentimiento de culpa seguía enredando sus pensamientos. Juan Martínez «Montañés» se arrepentía una y otra vez de la frase que pronunció casi sin darse cuenta. Notó un brillo apagado en los ojos de Velázquez, una leve inclinación de la comisura de sus labios que iba de la irritación a la tristeza. A Montañés no se le podía escapar la más mínima expresión facial del pintor del rey. Como imaginero que era, sus ojos percibían cualquier detalle del rostro humano aunque fuese imperceptible para los demás. A Velázquez le ocurría lo mismo, Montañés aún recuerda aquellos dibujos que le enseñó Pacheco y las palabras que le servían al maestro para alabar a su discípulo.

—Este niño ha nacido con un don sobrenatural, no es lógico que a esta edad tan temprana se puedan reproducir los estados del ánimo con semejante maestría, no salgo de mi asombro cuando compruebo su habilidad para retratar algo que está más allá de las simples facciones: los sentimientos y las pasiones...

Velázquez tampoco había conciliado el sueño como era menester. En su cabeza bullía la frase de Montañés como si la llevara escrita en su memoria.

—¿Por qué desperdiciáis vuestro talento en esos menesteres más propios de escribanos y notarios que de un artista como vos?

Juan Rodríguez de Silva, el padre de Velázquez, era notario eclesiástico. Ese cargo se distinguía del escribano por su función: mientras éste se dedicaba a los asuntos seglares, el notario eclesiástico hacía lo propio con los religiosos. Juan Rodríguez de Silva era notario mayor del juzgado de testamentos del cabildo eclesiástico sevillano. Pertenecía a esa clase media que no disponía de riquezas, pero que sobrevivía sin grandes penurias en un siglo marcado por la palabra crisis. La marcha de su primogénito a Madrid para convertirse en pintor de la corte le reportó el lógico beneficio real. Su hijo terció para que Felipe IV le concediera tres oficios de secretario en Sevilla, cada uno de los cuales estaba retribuido con mil ducados al año. Esto lo sabía Pacheco, maestro de Velázquez y amigo de su padre, y lo dejó escrito en su libro Arte de la pintura. Y esto también lo sabía Juan Martínez «Montañés», que no consigue alejar la maldita frase que en la mala hora pronunció.

—Os quiero pedir perdón por unas palabras que ayer salieron de mis labios sin haber pasado por...

Esa frase le sonó extraña al mismo Montañés, un hombre de carácter áspero, puro pedernal, capaz de despreciar al más pintado y de echar por tierra la labor de quien osara llevarle la contraria. Los años habían dulcificado su forma de ser, algo que sorprendía a todo el mundo, empezando por él.

—Deje, deje, maestro Montañés... Sois una persona de buen corazón, como habéis demostrado en más de una ocasión. El mejor escribano puede marrar con un borrón, como dice el pueblo llano que ni siquiera sabe leer ni escribir. Todos tenemos algo de lo que arrepentirnos. En algunas ocasiones es una mancha que viene de lejos y que nos ensucia sin que hayamos cometido ningún delito. En otros casos, como bien sabéis, es un impulso que nos asalta y nos lleva a cometer ese error del que nunca conseguimos librarnos en esta vida...

Montañés sintió un alivio que pronto se ensombreció con un nubarrón espeso que a punto estuvo de descargar una tormenta. Velázquez le estaba recordando, ni más ni menos, lo más oscuro del pasado de ambos. Por un lado estaba su padre, dedicado a un mester que no era el propicio para el plan que tramaba y que Montañés aún ignoraba. A Velázquez no le molestaba que Montañés pusiera al pintor por encima del notario o del escribano. Eso incluso lo halagaba. El peligro no estaba ahí, sino en las sospechas que esa ocupación podría despertar en la corte. Todos sabían de dónde procedían los notarios. Por eso Velázquez había contraatacado, aunque sus palabras hubieran estado matizadas con unas veladuras que dejaban en la sombra lo más oscuro del pasado de Montañés.

Aquel impulso, como bien describió Velázquez sin que hiciera falta completar el dibujo de la situación, lo llevó a cambiar la gubia por la espada. Juan Martínez «Montañés», el dios de la madera, el creador de Cristos que redimían al pecador que se acercaba para orar ante ellos, el imaginero que había conseguido esa unción sagrada que le había descrito el arcediano Vázquez de Leca con las consabidas sutilezas jesuíticas, había cometido un crimen fatal. Montañés había matado a un hombre. Fue hace muchos años, pero aquella sangre aún sigue fresca y confusa a su lado, como una sombra.

—Y ahora, maestro Montañés, me placería contaros detenidamente cuál es la idea del retrato que quiero acometer para contar con vuestra aprobación...

Montañés lo animó a hacerlo con una leve inclinación de cabeza. Permanecieron de pie frente a un lienzo que había preparado Juan de Pareja y que presidía el estudio que no llegaba a ser un taller. A Montañés le extrañaba aquel espacio aislado en el Alcázar, aquella estancia en la que no bullían los oficiales ni los aprendices, aquel lugar silencioso donde no se oían las voces del maestro dando órdenes ni el tráfago de gentes que entran y salen mientras la gran obra se va formando poco a poco gracias a la colaboración de unos y otros. Allí sólo estaban Montañés, Velázquez y Juan de Pareja.

—Os pintaré vestido tal como estáis ahora. No llevaréis ninguna prenda que os identifique con un oficio manual. Vos no sois un simple artesano, sino un artista. Por eso llevaréis esta ropa negra con la gola y con la capa. Miraréis al espectador porque seréis el protagonista de la escena. Ocuparéis toda esta zona del lienzo.

Velázquez movió su mano izquierda para señalar el lugar donde iría la efigie del maestro Montañés, que seguía atentamente y en silencio la explicación del proyecto. Al principio le extrañó que Velázquez no le mostrara un boceto, pero al momento recordó lo que se decía en los círculos artísticos sevillanos: el discípulo de Pacheco pintaba directamente sobre la tela. Tal era su seguridad que manejaba el pincel como si fuera una pluma. No pesaba en sus manos ni en su responsabilidad.

—Os situaréis casi de perfil, ligeramente girado hacia mí, como si estuvierais posando y trabajando a un tiempo. En vuestra mano derecha llevaréis una pala de modelar, pero la cogeréis como si estuvierais escribiendo, como si fuera una pluma...

Por la mente de Montañés volvió a pasar la sombra de la palabra escribano, del oficio del padre de Velázquez que no había que airear, aunque el rey, benefactor de Juan Rodríguez de Silva por influencia de su hijo, lo supiera. El nubarrón se fue rápidamente en cuanto Velázquez prosiguió con su plan. Ahora venía lo más atrevido. Porque aquel retrato no tenía nada que ver con el que le hizo Francisco de Varela a Montañés, un lienzo convencional donde el dios de la madera aparece con un san Jerónimo entre sus manos. Velázquez bajó un poco la voz y le pidió, con una mirada perfectamente definida, a Juan de Pareja que saliera del obrador.

—Vos habéis venido a la corte para modelar el busto de su majestad el rey en barro y eso será lo que aparezca en el cuadro. Nadie sabe hasta este momento lo que he tramado para reproducir ese proceso. Os lo contaré porque confío en vos. Sólo os pido que me guardéis el secreto.

—Juro por mi honor que...

—No es preciso ningún juramento. Con vuestra palabra basta. Más aún: con vuestra mirada.

Montañés y Velázquez se entendían mucho mejor a través de los ojos que del lenguaje. Uno era imaginero y el otro era pintor. Los dos se dedicaban a retratar al hombre, ora divinizado hasta el extremo del Cristo, ora rebajado a la condición humana del rey o del bufón. Velázquez bajó el volumen de su voz para que sus palabras se parecieran lo más posible al silencio que debería envolverlas a partir de ese instante.

—Vos seréis el protagonista del cuadro, como ya os he avanzado, aunque el rey también estará presente. Espero que no os escandalicéis con lo que os voy a decir ahora...

Montañés no sabía cómo contener una respiración que se volvía, a su pesar, cada vez más agitada.

Sevilla, 2010

La mañana del Viernes Santo forma parte de esa sucesión de noche, alba y mediodía que en la ciudad se conoce con el nombre de Madrugada. Jamás podré olvidar esa Madrugada que marcó una frontera en mi vida. Silver me pidió que lo llevara al barrio de la Macarena. Quería sumergirse en esa marea de nazarenos que van vestidos con ricas túnicas y capas de lana de merino. El luto se convierte aquí en el estallido de color que provocan los nazarenos de la cofradía de la Macarena. Los antifaces son de terciopelo morado para los nazarenos que acompañan al Cristo, y verdes para los que preceden, en dos filas interminables, el paso de la Virgen que tomó prestado el nombre del barrio: la Macarena. En esta cofradía, el paso del Cristo es un teatro andante donde se representa el momento en que un sayón le lee la sentencia de muerte a Jesús Nazareno. Tres romanos y otro sayón contemplan la escena. Al fondo del paso, Pilato se dispone a lavarse las manos para purgar su culpa. La Virgen va, como sucede en la inmensa mayoría de los casos, bajo el palio sostenido por los doce varales.

Después de un desayuno donde los huevos con bacón que acostumbra a ingerir mi paciente inglés fueron sustituidos por los calentitos con chocolate, agarré a Silver del brazo y le anuncié, con un susurro solemne, algo que me bullía por dentro.

—Voy a llevarte al lugar donde se está, ahora mismo, más a gusto...

—¿El mejor sitio de la ciudad?

—No. El mejor lugar del mundo, Silver.

Escogí el itinerario con toda la intención. Pasamos por la calle Trajano, que horas antes habían escuchado los redobles de los tambores y el crepitar de las cornetas que tocan los «armaos», un ejército de macarenos vestidos de romanos, aunque su indumentaria tenga más que ver con el esteticismo anacrónico del regionalismo sevillano que con los usos y costumbres del imperio. Allí, en esa calle que hoy lleva el nombre de un emperador que nació en la vecina Itálica, se encontraba el taller donde Velázquez aprendió a pintar. En aquellos años se llamaba la calle del Puerco, como bien sabía Silver. Un poco más adelante, en el arranque de la Alameda, Silver y yo nos detuvimos un instante bajo las columnas donde estaban representados Hércules y Julio César. Allí estaba situada la fuente donde el Corso vendía el agua, allí vivió Velázquez cuando se casó con Juana Pacheco y montó su obrador propio, allí concibió ese cuadro que le permitió entrar en la corte para revolucionar la pintura universal, allí tramó el pintor de la mirada triste un plan meticuloso que llegaría a su fin cuando la muerte lo rondara...

Callejeamos para evitar las bullas, porque en la Semana Santa la línea recta no es el camino más corto. Esas aglomeraciones pueden dificultar el paso y es mejor rodearlas por calles y callejas, por plazas recoletas donde sigue oliendo a azahar. Silver y yo hicimos eso para buscar el paso de palio de la Macarena en otro lugar emblemático. Mi ciudad es algo más que una sucesión de calles y de plazas, de casas y templos. Sevilla es una red de signos que se van cruzando, que se engarzan en el espacio y en el tiempo hasta el punto de construir una serie de historias paralelas y secantes que podrían agotar la vida de cualquier narrador. Me llevé a Silver a la plaza de los Carros. Allí, junto a la capilla donde aún huelen las flores que ayer llevó la Virgen del Rosario de Montesión, se alza el antiguo Archivo de Protocolos. Silver sonrió cuando se lo señalé, aturdido por la masa humana que nos rodeaba mientras la masa frita de los calentitos hacía añicos su estómago.

—Aquí fue donde un antecesor tuyo descubrió que Martínez «Montañés» era un impostor, aunque él no hubiera hecho nada por conseguir ese título. En este archivo aparecieron las escrituras notariales que demuestran la autoría de esas imágenes... y que no eran precisamente suyas, sino de Juan de Mesa, su discípulo.

En realidad, el discípulo elegido de Montañés no fue Mesa, sino Ocampo, pero no era plan de entablar una discusión de ese calibre mientras los nazarenos pasaban ante nosotros. Todo era distinto. Aquí no había sombras ni luto, como sucedió hace unas horas —¿tres, cuatro, tal vez cinco?— en la plaza del Museo. Eso me hizo recordar el rostro de Soledad, su forma de descansar en el hombro de aquel tipo que a estas horas estaría acariciando el terciopelo moreno de su piel, las manzanas dormidas de sus pechos, la curva de esas caderas que me volvían loco y que ahora regresan para excitarme en el momento más inoportuno. Así éramos Soledad y yo, inoportunos, siempre llegábamos antes de tiempo o nos retrasábamos, no conseguimos acoplar nuestros relojes vitales, sólo nos salvaba el placer que nos inundaba cuando nuestras mentes callaban y hablaban los cuerpos.

No, aquí no había luto, ni sombras, ni cera de color tiniebla, ni silencios, ni el miedo que provoca ese Gran Poder que se cuela por las rendijas del alma hasta llegar a los cimientos del ser. Aquí estallaba la luz, la vida se hacía presente en los detalles, en las caras de júbilo, en los bares donde los cafés convivían en los mostradores con las primeras cervezas, en las sonrisas donde se palpaba la espera... Silver miraba a su alrededor y callaba. Estaba pensando algo. No sé por qué, pero sus gestos me resultaban familiares, parecía que lo conocía de toda la vida. Tal vez fuera la noche en vela, las cervezas y el aguardiente, incluso los calentitos con el chocolate centrifugados en el estómago.

—Tú vas a hacer lo mismo que hicieron con Montañés aquellos investigadores. Llegaron tres siglos tarde, pero llegaron, que es de lo que se trata. Tú vas a desenmascarar a Velázquez para que mi plan sea perfecto, y ahora vamos a ver lo que viene por allí...

Silver me señaló con sus ojos la nube de incienso que anunciaba el paso de la Macarena, el alboroto de los seis acólitos que llevan unos ciriales que apenas mantenían su verticalidad y su compostura por la bulla que los empujaba, el resplandor de la música que servía para que el palio se moviera al compás de la gracia, las velas gastadas, apagadas, la cera inútil y un punto renegrida, como el rostro de aquella Virgen que contenía dos misterios en su seno, una cara asimétrica, humana, contradictoria como la risa que se adivina en sus labios y el llanto que surca sus mejillas de adolescente que espera en el lienzo de Fra Angélico la llegada del Espíritu.

—¿Quién la talló, Luis, quién...?

—Nadie lo sabe, Silver, su autor no dejó la firma por ningún lado.

—Lo mismo que hacía nuestro pintor. ¿Para qué firmar la obra maestra? ¿Qué valor tiene la firma si la obra lo dice todo? Ahí está la clave de Velázquez que me servirá para poner en jaque al arte actual, no sólo al que se perpetra ahora, sino al que se conserva y expone en los museos. Ya lo sabrás a su debido tiempo...

El otro misterio de la imagen virginal estaba inscrito en su nombre. Se lo dije a Silver al oído mientras mi voz se quebraba. La teníamos delante, llenando el aire, creando una perspectiva perfecta y cambiante con los varales que se mecían suavemente al ritmo de la música, con las flores que olían a mujer, con el rostro cansado de la larga Madrugada. Así de humana era, así de entrañable.

—No se llama como la gente la conoce, Silver, su verdadero nombre es otro, perdona que te lo diga, pero necesito que alguien lo escuche, su nombre es lo que me queda de mi madre, lo que siento cuando la recuerdo en la soledad de la noche, es lo que me hace vivir, su nombre, Silver, su nombre: la Esperanza...

Pasó la Macarena. El manto, bordado por un artista al que llamaban artesano los que ignoran su talento para reinventarse esta fiesta barroca en los inicios del siglo XX, está en mi memoria: Juan Manuel Rodríguez Ojeda. Un paisajista que abrió el palio con la malla que permite el paso de la luz que corona a la Virgen que pintó Velázquez. No es una corona de oro, sino una guirnalda de flores efímeras traspasadas por la luz del Espíritu. Sobre el manto verde bordado en hilos de luz, un clavel como un pájaro que le canta al color descarnado de la mañana.

—¡Cuánta belleza en un instante, Luis! ¡Cuánto tiempo y cuánta belleza acumulados en un momento...!

A pesar de su intento por disimular, Silver no tuvo más remedio que sacar el pañuelo que adornaba el bolsillo superior de su chaqueta azul. Con el paso del tiempo comprendería la causa de aquellas lágrimas que surcaron unas mejillas donde la barba empezaba a pinchar el aire. Cuando aún se oía, a lo lejos, el eco de la música, Silver y yo estábamos brindando con la primera cerveza de aquel Viernes Santo que no olvidaré jamás.

Madrid, 1635

Asombroso. El adjetivo cubría el cuadro que iba saliendo de las manos de Velázquez. ¿Las manos? Ahí estaba el quid de una cuestión que atormentaba al pintor. Las manos de los artistas se valoraban de una forma distinta al cuerpo. Alonso Cano, que había compartido su aprendizaje en la casa de Pacheco con Velázquez, fue encarcelado por una muerte. Se concedió permiso para que fuera torturado con el fin de extraerle la verdad, pero con una excepción: los tormentos no podían dañar sus manos. Como si los artistas trabajaran con ellas y no con la mente que las guía...

—Recuerde vuesa merced que, como bien señaló el poeta Jorge Manrique, «nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar, que es el morir». Y que «allegados, son iguales los medianos y más chicos, los que viven de sus manos y los ricos».

Montañés echó mano de su erudición para tranquilizar a Velázquez. Los versos de Manrique, dedicados a la memoria de su padre, podrían servir para calmar al pintor y para curar la pequeña herida que el imaginero aún sentía por el desliz que cometió el día de su llegada a la corte, cuando menospreció el oficio de escribano que, al fin y al cabo, era el que ejercía Juan Rodríguez de Silva. Manrique escribió las Coplas a la muerte de su padre con el propósito de dar a conocer su fama, pero Velázquez intentaba hacer algo mucho más complejo para salvar la honra del suyo. Era un proceso largo y complicado en el que debería intervenir mucha gente.

—Vuesa merced puede contar con mi testimonio o con mi discreción. Elegid lo que más os plazca o lo que más convenga a vuestros intereses.

—No sé cómo agradeceros el gesto, maestro Montañés.

—Con lo que estáis pintando es más que suficiente, aunque debo deciros que sigo perplejo ante vuestra...

—¿Temeridad? ¿Eso es lo que pensáis? Me lo ha dicho algún que otro artista de la corte. Murmuran de mí ante los bufones para que llegue a oídos del rey. Mas el antídoto ya está aplicado antes de que el veneno emponzoñe al monarca. He retratado al rey y también he retratado a sus bufones. No creáis que son tan distintos. Son las dos caras del poder, los dos perfiles del Jano bifronte que me cautivó cuando visité por primera vez el palacio del duque de Alcalá en nuestra querida y añorada Sevilla.

—En esa fuente de Jano hay mucho que aprender. La misma ciudad de Sevilla es así. Por un lado mira hacia las Indias de donde viene la plata y adonde van los que pasan por ella en busca de fortuna. Por el otro lado se mira a sí misma como si fuera una Venus ante el espejo de su propia hermosura. Sevilla me cautivó a mí, pero vos la abandonasteis. A veces me pregunto quién es más sevillano de los dos. ¿Yo que nací en Alcalá la Real y moriré en Sevilla? ¿O vos, que nacisteis en el mismo corazón de la ciudad, en la collación de San Pedro, y que no volveréis a pisar sus calles? Perdonadme si me extiendo en mis obsesiones, pero tenía que decíroslo.

—Esa misma pregunta me ha le he formulado en más de una ocasión. Aquí me llaman el Sevillano. Algún cuadro he firmado con ese apelativo. A punto he estado de perder mi apellido para convertirme en el Greco o en el Pisano de Sevilla. Os confieso que añoro la ciudad y que sigo al tanto de todo lo que sucede en ella.

—Eso me consta, amigo Velázquez. En mis charlas con el maestro Pacheco siempre sale a relucir el orgullo que siente por vos. No sois su mejor alumno, sino su obra maestra. Por eso os casó con su hija Juana, por eso os incluyó en su arte de la pintura con categoría de genio, por eso ha puesto su patrimonio en manos de vuestro padre. Estoy al tanto de los lazos que os mantienen unido con Sevilla y con vuestra familia. Permitidme que este viejo os diga que eso es de bien nacido.

Velázquez estaba concentrado en el cuadro. Montañés se dio cuenta de que en ese momento no estaba posando para el pintor. La mano derecha del artista volaba de la paleta al lienzo, describía las pinceladas en el aire antes de posarse en la tela, si es que llegaba a rozarla: tanta era la soltura en el manejo del pincel, tanta su destreza, que provocaba el asombro del maestro imaginero. Un silencio denso se prolongó en el tiempo. Juan de Pareja permanecía inmóvil en la penumbra que se mezclaba con el color de su piel. Los ojos del esclavo ya no podían abrirse más. La palabra asombro seguía ocupando la estancia donde el artista le daba forma a su idea.

—Ya está...

Respiró profundamente, como si el aire hubiera estado a punto de reventar en sus pulmones, como si se hubiera olvidado de respirar durante aquel tiempo que se hizo eterno para los tres hombres que compartían el mismo espacio. Juan de Pareja no llegó a comprender la frase que había pronunciado su amo y maestro. ¿Ya está? Había una parte del cuadro que seguía sin terminar, con los trazos abocetados sin ser cubiertos por el olio. Se veía perfectamente la superficie rugosa del lienzo, la trama de la tela.

—¿Qué habéis tramado? Miedo me dais...

La pregunta de Montañés no obtuvo otra respuesta que el gesto de Velázquez. El pintor lo invitaba, aún absorto en su propia obra, a traspasar la línea imaginaria que separa el cuadro de la realidad. Dio unos pasos para colocarse frente a su propio retrato. No quiso decir nada porque no tenía nada que decir. Su rostro estaba más rematado, la ropa negra había adquirido mejor porte, pero no había ningún dato objetivo que pudiera relacionarse con la frase que había roto el silencio concentrado de Velázquez. Aquel «ya está» no tenía su reflejo en la obra.

—¿Qué os parece?

—Siento deciros que no he notado ningún avance significativo en el retrato. Ignoro el motivo de vuestra afirmación, tan tajante que me había creado un expectativa que no veo cumplida por ninguna parte.

Velázquez sonrió levemente. No quería molestar al maestro Montañés. Dejó que el tiempo siguiera confirmando su teoría. El imaginero no había descubierto el mensaje. Miró de reojo al esclavo. Juan de Pareja dirigía su mirada a la zona del cuadro equivocada, como Montañés. Ninguno de los dos se había fijado en el rostro del rey. El pincel le sirvió para señalar el busto del monarca que aparecía en el cuadro. Montañés estaba modelándolo en barro, aunque su mano pareciera, por el gesto, la de un escritor.

—Ésta es la clave de la obra, querido maestro. Vos estáis modelando al rey. ¿Con qué materia? Con el mismo barro que le sirvió al Creador para hacernos a su imagen y semejanza.

—No digáis eso...

—No tengáis miedo. Estas palabras no saldrán de aquí. En Sevilla sois el dios de la madera porque de vuestra gubia ha salido el Nazareno que yo ayudé a policromar en el taller de mi maestro Pacheco. Sois el dios de la madera porque vos y nadie más que vos fuisteis capaz de ver a Dios en el Crucificado que os encargó el arcediano Vázquez de Leca. Cumplisteis al pie de la letra las indicaciones del jesuita, pero le añadisteis el soplo divino de vuestra divina inteligencia.

—Os ruego que no sigáis por ese camino que sólo lleva a...

—¡Y aquí, en la corte, en la capital de la cristiandad, seréis el dios que modela en barro el rostro del rey! Porque vos no sois un simple artesano. ¡Vos sois un creador!

Juan de Pareja se acercó sigiloso y asustado para pedirle silencio al maestro. Había escuchado pasos, y luego el inconfundible rumor que va creciendo paulatinamente y que anuncia la presencia de uno de los personajes de aquel cuadro. La voz rebotó contra las paredes, llenó el aire del estudio y retumbó en los aterrados oídos de Montañés.

—¡Paso a su majestad el rey!

Velázquez ni siquiera volvió el rostro hacia la puerta por la que entraba el hombre que en su cuadro se reducía a un simple boceto. Montañés, tembloroso y mudo, esperaba que aquel pintor tuviera, al menos, una explicación que no levantara la ira del rey cuando se viera a sí mismo como un simple boceto en manos de un escultor.

Madrid, 1635

—¡Paso a su majestad el rey!

Se presentó de improviso. Estaba en el Alcázar de paso. Había acudido a petición de Olivares, el todopoderoso valido, para aprobar los últimos retoques de unas obras que estaban a punto de finalizar. El vetusto Alcázar que se levantaba sobre el primitivo trazado musulmán se había convertido en un palacio armónico. La fortaleza se había vuelto airosa, menos defensiva y más ornamentada, como correspondía a aquellos tiempos en los que el enemigo ya no acechaba al otro lado de los muros.

—La arquitectura es el lenguaje de los siglos, Señor. Su majestad no puede pasar por este mundo sin dejar la huella perenne de su reinado. Por eso sería conveniente que el Alcázar se reformara como es menester para adecuarse a los tiempos que corren...

El consejo del conde-duque de Olivares se encontró con cierta reticencia del monarca. No le gustaba aquel castillo para vivir. Prefería el palacio del Buen Retiro, un edificio envuelto en jardines, aislado del ruido de la corte, de cuya decoración se encargaría el mismo Velázquez.

—Haced lo que os plazca o lo que creáis más conveniente para el Reino. Preocupaos de mi posteridad. Yo seguiré viviendo en el Buen Retiro para cumplir con los versos de Fray Luis, los que dicen...

Un bufón completó el discurso del monarca. El timbre sereno y grave, melódico y musical de aquella voz no tenía nada que ver con el aspecto que presentaba su cuerpo deforme.

—«¡Qué descansada vida la del que huye del mundanal ruido, y sigue la escondida senda por donde han ido los pocos sabios que en mundo han sido!».

Las obras terminaron en aquel año de 1636, cuando el pintor del rey retrató al imaginero Juan Martínez «Montañés», el mismo que había acudido a la corte para modelar el busto en barro del rey. Ese busto le serviría al italiano Pietro Tacca para la estatua ecuestre que fundiría en bronce, la misma que al cabo de los siglos ocupa el lugar donde estaba situado el Alcázar, que pereció en el incendio de la fatídica y paradójica Nochebuena de 1734.

- Memento homo, quia pulvis eris et in pulverem reverteris.

La voz de Felipe IV no tenía las cualidades sonoras que atesoraba la de su bufón más grave. Pronunciaba lentamente el adagio que marca el inicio de la Cuaresma cuando entró en el estudio de Velázquez y se vio retratado en el lienzo que le mostraba su pintor de cámara. «Recuerda, hombre, que polvo eres y en polvo te convertirás...». El paso del tiempo se había convertido en una obsesión para los hombres de aquel siglo trufado de crisis y epidemias. La muerte mantenía su asedio en los relojes de arena. Tempus fugit. Ayer se fue, mañana no ha llegado...

Montañés había cumplimentado al rey con la reverencia de rigor. Felipe IV le había devuelto el cumplido, estaba muy satisfecho con el busto que le había modelado en un espacio de tiempo que se le antojaba imposible. Los años de oficio se notaban en esos detalles. Al rey ya no le gustaba posar, «la vanidad cansa como si fuera un placer», decía en voz baja para reconciliarse consigo mismo. «No sabéis cómo os benefició la fortuna a quienes podéis permitiros el lujo de no pasar a la posteridad», le espetaba de vez en cuando a Olivares para rebajarle la soberbia que es condición indispensable para cualquier valido que se precie.

Velázquez se situó delante del cuadro. Montañés permanecía atento, un punto temeroso por la reacción del rey, que seguía contemplando aquella obra. El Sevillano tomó la palabra mientras el bufón se adelantaba y se situaba en primera fila.

—Señor, me he atrevido a pintaros así, como un boceto, porque sé que vuestra majestad lo comprenderá sin necesidad de explicación alguna. Sois, además del monarca más poderoso del mundo, un artista en el mejor sentido de la palabra. El maestro Montañés conoce vuestras habilidades en el terreno de la pintura y me ha ponderado en privado vuestra técnica y vuestro oficio. Por eso valoraréis en su justa medida esta forma de pintaros...

Ruido de pasos apresurados, voces que discuten, el bufón se vuelve aunque no pueda ver nada por mor de su estatura, aparece la silueta oronda del conde-duque de Olivares, que se incorpora al grupo que sigue las explicaciones de Velázquez. Reverencias de rigor, protocolo silencioso atemperado por la costumbre. Velázquez se siente en ese momento más seguro. El conde-duque de Olivares le había permitido su ingreso en el privilegiado círculo artístico que rodeaba al hombre más poderoso de su tiempo. En la corte se murmuraba sin cesar que Olivares había forjado un grupo de sevillanos muy influyentes a su alrededor, una especie de guardia pretoriana que le guardara las espaldas, y uno de ellos era Velázquez. Gracias a Olivares y a su infinita influencia sobre Felipe IV, el hijo del notario eclesiástico, Juan Rodríguez de Silva, se había convertido en el pintor del rey.

—A simple vista el cuadro está sin terminar, faltan las pinceladas que completen el retrato de su majestad, pero eso sería caer en el error de la evidencia. El maestro imaginero, como bien se aprecia, está modelando el rostro del rey. Por eso me he inclinado por hacer lo propio con la pintura. El barro sin modelar del todo tiene su justa correspondencia en el boceto sin rematar. Se puede ver la trama de la tela en el cuadro como en el busto se puede apreciar la textura del barro...

El silencio del rey era algo más que contagioso. ¿Quién se atrevería a opinar siquiera ante la actitud reservada del monarca? Montañés recordaba, una a una, las palabras que le había susurrado en un grito ahogado su amigo Velázquez: «Ésta es la clave de la obra, querido maestro. Vos estáis modelando al rey. ¿Con qué materia? Con el mismo barro que le sirvió al Creador para hacernos a su imagen y semejanza». Un sudor frío empezó a recorrer su despejada frente, el miedo le provocó un escalofrío que paralizó por un instante todo su cuerpo después de haberle provocado un temblor que nadie notó. ¿Sería capaz el rey de adivinar el pensamiento diabólico del pintor? En las paredes todavía se podía percibir el eco de aquella afirmación: «¡Y aquí, en la corte, en la capital de la cristiandad, seréis el dios que modela en barro el rostro del rey! Porque vos no sois un simple artesano. ¡Vos sois un creador!».

Un reloj empezó a desgranar sus campanadas, eran las doce de la mañana o del mediodía, la hora en que el sol de mayo lucía en todo su esplendor para descubrir la miseria que corroía las calles de la capital del imperio. Una pobreza que no tenía nada que ver con la fachada recién terminada de aquel Alcázar reconvertido en palacio, la fachada que daba precisamente al mediodía, o sea, al sur del que llegó aquel artista que no conocía el significado de la palabra límite.

—Veo que no os cansáis de innovar... Ya me lo demostrasteis con aquel cuadro que me trajisteis para presentaros como pintor de la corte, pero esto lo supera. Sois tan atrevido que...

El rey se quedó pensando, miraba de hito en hito su rostro abocetado y la figura elegante de Montañés, perfectamente retratado. Velázquez se quedó esperando el final de la frase mientras el bufón clavaba sus ojos en los del pintor.

—Sois tan atrevido que cualquiera que no os conociera diría que sois un genio de la pintura.

Aquel cuadro que le sirvió a Velázquez para ganarse el favor del rey y para abrir definitivamente las puertas de la corte era El aguador de Sevilla.

Sevilla, 2010

Aquel Viernes Santo sigue perteneciendo al presente de indicativo. Ya sé que el tiempo no es una línea, sino un extraño bucle que regresa de forma continua y obsesiva. Silver no quiso pasar por el hotel cuando terminamos de ver a la Macarena en su barrio, triunfal como el nombre que le da sentido a la existencia: Esperanza. Nos quedamos en la calle Feria bebiendo cerveza como si hubiéramos regresado a la tarde del Jueves Santo: fue ayer y, sin embargo, parecía que habían pasado semanas, años, tal vez siglos desde que vimos la salida del Cristo que talló el dios de la madera: Pasión.

—Los sevillanos estáis tan acostumbrados a ver los pasos que llamáis de misterio, esas obras teatrales donde el tiempo se queda clavado en las tallas de madera, que creéis que han existido siempre, pero no es así. Tuvo que llegar el Barroco para hacer posible esa forma de entender el arte...

Silver se bebió el botellín de cerveza helada de un solo trago mientras contemplaba los muslos de una mujer madura que lo miraba con cierto descaro. El bar era ruidoso, puro caos, los camareros daban voces y el aire olía a pescado frito envuelto en el incienso que aún permanecía, flotando, en aquella taberna donde Silver se empeñaba en filosofar.

—Ayer vimos cómo se balancea el cadáver del Cristo mientras lo bajan de la cruz; esta tarde asistiremos a la misma escena, pero en dos momentos diferentes: el antes y el después. Ese antes me recuerda tanto a Bernini, a Apolo persiguiendo a Dafne, a Rembrandt pintando el arranque de La ronda nocturna, a Velázquez captando el instante en que la pintura se hace presente en el obrador del artista cuando lo visitan las meninas... Hasta entonces no se pintó el momento de esa forma tan tremenda, Luis. Hasta que el aguador le da la copa al joven mientras el hombre bebe en la penumbra de lo cotidiano...

Silver conocía la Semana Santa de Sevilla demasiado bien. Le pregunté de dónde le venía ese afán. Me contestó con argumentos lógicos: la Semana Santa estalla en el plano artístico cuando Velázquez, el objeto de su deseo y de sus estudios, está aprendiendo un oficio cuyo título no deja lugar a dudas: pintor de imaginería y al olio. No se entiende su pintura sin conocer el ambiente en el que se movió su ciudad en esos años cruciales del Barroco, en ese primer cuarto del siglo XVII.

—Cualquiera de estos tres pasos que aquí sacáis a la calle como si tal cosa los podría haber firmado uno de estos genios, porque captan el instante, soy muy pesado con eso, Luis, pero el arte es tiempo o no es nada...

Se levantó y se dirigió a la señora que lo observaba atentamente, una mujer morena de facciones rotundas, ojos como abismos y labios entreabiertos que recordaban al clavel más que a la rosa. Silver se presentó, la invitó a una copa de vino —después me dijo que el botellín de cerveza es muy poco romántico— y me hizo una señal para que lo dejara solo, como si fuera un torero dispuesto a hacerse el amo y señor de la corrida. Me fui discretamente, me dirigí a mi casa para tumbarme un rato, necesitaba que el sueño despejara mis sentimientos, no estaba cansado físicamente, sino emocionalmente. A las siete de la tarde me levanté y fui al hotel en busca de Silver. Lo esperé en un cómodo sillón, el lugar ideal para ver cómo salía la señora morena de curvas rotundas con una sonrisa prendida en el ojal de sus labios. Estuve en el antes y en el después. El durante fue un misterio que no me desvelaría Silver.

—Somos barrocos, Luis, y ahora vámonos a la calle, que tienes que enseñarme el Cristo que lleva en su rostro el reverso de Velázquez...

Aquel Viernes comprobé una vez más que el Barroco es la luz y la sombra, la vida y la muerte, el interminable tránsito del Cristo que expira en Triana y la quietud del Crucificado que duerme en la sombra que le tejió Velázquez. Aquel Viernes empecé a saber quién era yo, aunque la revelación definitiva tardaría unos meses en llegar, aunque tuviera que salir de Sevilla para enterarme de mi vida. Silver se quedó solo ante el Cachorro, el Cristo que marca el final de un estilo, de una época, de una manera de ver el mundo y la muerte. Martínez «Montañés» había marcado el canon del Crucificado con el Cristo de la Clemencia, un encargo del canónigo Mateo Vázquez de Leca para que los clérigos más preparados pudieran hablar con Dios. El Barroco fue elevándose hasta alcanzar el cenit de este Cachorro al que apenas pueden sujetar los tres clavos que lo fijan a la cruz.

—El Cristo de nuestro pintor permanece aislado en el Museo del Prado, proyecta su sombra sobre la oscuridad que le sirve a Velázquez para resaltar la luz que fluye de su cuerpo, este Cachorro está ahí, Luis, en medio del puente que le sirve para cruzar de la vida a la muerte, de Triana a Sevilla, del arte a la teología. Esto no podría decirlo en Londres porque nadie me entendería, pero tú puedes escucharlo porque estás limpio por dentro, porque tu mirada puede abarcar el mundo, porque sigues mirando como el niño que habita en ti...

Silver volvió a emocionarse, ya no era el apuesto lord inglés que se llevó al hotel a aquella señora que se salía literalmente del vestido que se ceñía a su cuerpo modelado por el deseo. Silver me hablaba como si estuviera dictando una lección de metafísica, incidió en el movimiento vertical del cuerpo tensionado por el momento fatídico que estaba viviendo, de la mirada nublada, de la sonrisa apenas esbozada en esos labios que habían llamado inútilmente al Padre.

—Ahora comprendo el dolor del Padre, Luis, tú no puedes entender eso, Dios es el malo de esta película y el Hijo es el bueno, pero en el fondo no es así...

Antes de regresar al hotel nos detuvimos en una calle estrecha del barrio del Arenal, la collación que fue puerto y puerta de las Indias, el centro del mundo en el siglo dorado del Renacimiento. Estaba pasando la cofradía fundada por los toneleros que fabricaban allí mismo los toneles que embarcarían hacia América. El paso de misterio, puro teatro barroco, representa el momento preciso en que va a comenzar el Descendimiento.

—Esto lo habría firmado Velázquez, o Rembrandt, o el mismo Pedro de Campaña, ese pintor que nos dejó el Descendimiento ante el que Murillo se detenía cada tarde antes de que el sacristán de la catedral lo invitara a marcharse, entonces el pintor de la Inmaculada le respondía con una frase que es una lección de Arte, «espere un momento, que ya van a terminar de bajar al Señor...» La historia es tan hermosa que es una pena que no sea cierta, porque ese cuadro llegó a la catedral a principios del siglo XIX. En la época de Pedro de Campaña se encontraba en una capilla de la parroquia de Santa Cruz, no la actual iglesia, sino la que derribaron los franceses en 1810 para abrir la plaza del mismo nombre que hace las delicias de los turistas: piensan que es uno de los lugares más típicamente sevillanos. ¿La belleza de la leyenda o la prosaica realidad? Ese dilema lo resuelvo siempre hacia el lado más objetivo, algo que me ha impedido gozar de lo que otros disfrutan sin preocuparse demasiado por la verdad.

Silver hablaba en voz baja, pero aun así despertaba alguna que otra mirada de curiosidad en la bulla. Ante nosotros pasó un tramo de nazarenos muy bajitos. Eran niños, evidentemente. Iban vestidos con túnicas elegantísimas de color azul Carretería: ese es el nombre popular con el que se conoce a la cofradía que fundó el gremio de los toneleros en el siglo XVI. Me acerqué a Silver para hacerle una confidencia muy, muy personal:

—El Domingo de Ramos abren la Semana Santa los niños nazarenos que acompañan a la Borriquita, el paso que representa la Entrada de Jesús en Jerusalén, van vestidos de blanco y llevan en el pecho la misma cruz de Santiago que muestran estos nazarenos que están, a estas horas de la noche, enlutados por la tristeza del Viernes, lo que parecía eterno el Domingo de la Luz se nos muere el Viernes de las Tinieblas, al fin y al cabo esto es la Semana Santa, Silver, la historia de nuestra propia vida...

—Por eso no podemos dejar que pase la oportunidad que nos han brindado los siglos y la inteligencia, Luis, por eso hemos de llevar a cabo ese plan que te explicaré detenidamente cuando me confirmes que quieres participar en él.

Asentí cuando la mirada de Silver se clavó en mis ojos. En ese momento no sabía quién era yo. También ignoraba quién era James R. Silver, el inglés que vino del otro lado del mar para embarcarme en la aventura que cambiaría el mundo del arte... y mi propia vida.

Madrid, 1635

Le hizo una señal que nadie más percibió. El rey ya había vuelto sobre sus pasos y se estaba alejando entre un ruido de voces que en la distancia se iban apagando sucesivamente. Velázquez se dirigió a un rincón de su obrador. El más discreto. El peor iluminado. Lejos del cuadro y de Montañés. Alejado de la mirada penetrante de Juan de Pareja. A su lado, don Gaspar de Guzmán y Pimentel, conde de Olivares y duque de Sanlúcar la Mayor. Sus títulos acumulados hasta alcanzar la grandeza se resumen en uno: el hombre más poderoso de aquella España que quería unir con la argamasa de una monarquía autoritaria. Todos los reinos debían contribuir a la gran empresa acometida por Castilla. El imperio no podía sostenerse sobre los cimientos de los reinos de antaño. Hombre de carácter, Olivares seguía disfrutando con esas tramas que alimentaban las murmuraciones de la corte.

—He estado pensando en lo que me sugeristeis ayer. Creo que debéis reflexionar antes de tomar alguna decisión que pueda ir contra vuestra honra...

Velázquez escuchó aquellas palabras que cayeron muy despacio sobre el silencio en que se guarecían. Le había contado a Olivares su propósito, el proyecto que marcaría su vida y que traspasaría las fronteras de la muerte para llegar a la ansiada posteridad. El conde-duque sabía muy bien de qué estaba hablando. Desde que murieron sus hermanos y tuvo que cambiar la carrera eclesiástica propia de los segundones por el ejercicio de la nobleza heredada de su padre, había participado en más de una conspiración.

Se arrimó a los buenos, o sea, a los que terminaron ganando. Éxito y virtud eran para Olivares las dos caras de la única moneda. Veinte años atrás había conseguido que el duque de Lerma, valido de Felipe III, lo nombrara gentil hombre de cámara del príncipe Felipe, el mismo que terminaría por convertirse en el rey que a estas horas estaría de camino hacia el palacio del Buen Retiro. Ahí empezó una carrera que lo llevó hasta la cima del poder. Ser valido de Felipe IV colmaba todas sus aspiraciones y a la vez lo obligaba a no bajar nunca la guardia: tenía que estar en todos los movimientos que se produjeran en la corte. En todos, por insignificantes que fuesen.

—Debéis tener mucho cuidado con los artistas. Sabéis que la envidia es tan corrosiva que no hay metal que pueda con ella. Es posible que vuestros antiguos amigos de Sevilla estén sufriendo ese mal. Sabéis cómo es la ciudad que se vanagloria, a estas alturas, de ser puerto y puerta de las Indias. La decadencia está empezando a corroer sus entrañas. Y ahí nace la envidia que puede dar al traste con vuestro propósito. Si algún artista sevillano, preso de los celos que lo atormentan porque vos sois el pintor del rey, quisiera haceros daño...

A Olivares le gustaba, en estos trances, dejar la última frase sin terminar. Disfrutaba con el misterio. Era un juego mucho más placentero que la caza, esa ocupación que le servía al rey para distraerse y en la que siempre estaba presente como sumiller de corps y caballerizo mayor que era. Esos cargos le permitían estar siempre cerca del rey, algo que Velázquez sabía, por experiencia propia, que ayudaba a medrar en aquella corte que giraba alrededor del monarca. Se lo había dicho Olivares en más de una ocasión, y no se cansó de repetírselo mientras el pintor que se trajo de Sevilla lo retrataba, apenas un año antes, a lomos del brioso caballo que le mostraba la dirección de la batalla que él mismo remarcaba con su bastón de mariscal..., aunque nunca hubiera participado en guerra alguna.

—Os dejo. Debo volver al Retiro con el rey. Aún no le he dicho nada de lo que estamos tramando. Ya encontraré la ocasión propicia. No os preocupéis por eso. Rematad ahora el retrato del maestro Montañés. Y tened cuidado con el rostro del rey. Dejarlo en un simple esbozo es algo que puede poner en peligro lo que tanto esfuerzo nos cuesta mantener. Podéis engañarlo con vuestras explicaciones eruditas, en eso también sois un maestro. Pero a mí no me vais a embaucar con vuestras teorías. Recordad que no sois más que un pintor...

Salió después de despedirse del maestro Montañés, que hacía todo lo posible por descifrar aquellos bisbiseos mientras disimulaba mirándose en el espejo de su propio retrato. Las últimas frases del valido se escucharon perfectamente, lo cual produjo una desazón aún mayor en el maestro imaginero. La presencia de Olivares no se disipó del todo. Seguía flotando en una escena que volvió a ser la misma aunque nada fuera igual. Velázquez había pasado el fielato de la aprobación real, pero Olivares se había dado cuenta de todo. Montañés no pudo reprimir la pregunta que le estallaba por dentro.

—¿Cómo podéis soportar esta tensión?

Velázquez sonrió de una forma melancólica. Sus ojos lo decían todo. Era el tiempo que le había tocado vivir. A cada momento debía recordar que era un simple pintor, un hombre que vivía de sus manos, un ser manchado por el olio, por el trabajo, por una dedicación que nada tenía que ver con la caza ni con el protocolo.

—Soporto esta tensión porque no hay otro remedio, maestro Montañés. Llegará el día en que los artistas serán carne de vanagloria, puro espíritu. En mi viaje a Italia lo he podido comprobar. En Florencia existe un mercado rematado por una torre. ¿Sabéis qué aparece en los bajorrelieves del friso que está en lo más alto? Algo que aquí sería impensable: artistas y artesanos cumpliendo con las tareas de su oficio. Esos artistas están haciendo algo que les está vedado a los poderosos, a los que blasonan de apellidos y presumen de sangres limpias, a los que heredan títulos que otros ganaron en buena lid. ¡Esos artistas están creando!

El grito de Velázquez provocó la espantada reacción de Juan de Pareja, el esclavo que volvió el rostro para comprobar que no había nadie al otro lado de la puerta que aún permanecía abierta. El grito de Velázquez contenía una rabia acumulada que debía controlar para llevar a buen puerto su propósito. Él lo sabía mejor que nadie. Por eso debía plegarse, humildemente, a los consejos de Olivares. Eran las reglas de aquel complicadísimo mecanismo que había puesto en marcha como si fuera el reloj que le marcaría su propia vida y que permanecería funcionando después de su muerte.

—Os confesaré algo que llevo pergeñando desde hace tiempo, maestro Montañés. No me resigno a ser un simple pintor. Y voy a conseguirlo como sea...