Angus Stirling esperó a que el Eurostar se alejara unos ocho minutos de la estación Waterloo y entonces se levantó de su asiento para buscar al cura, sentado dos vagones delante. A medida que el tren aceleraba hasta convertirse en una especie de avión sobre los rieles, las formas de Londres se desfiguraban en amarillo, como si la pintura del convoy devorara todo lo que existía a ambos lados de la vía. Algún amigo físico, pensó Stirling, podría explicarle de un modo simple y simpático aquel fenómeno. Una pantalla digital al frente del carro indicaba que la llegada a la estación Nord de París sería a las 12:53 en hora local inglesa.
Londres se fundía con el verde pálido de la campiña británica, como una postal agitada a más de 270 kilómetros por hora. Tal cual prometieron los ingenieros, el Eurostar era realmente un prodigio de la técnica humana. La técnica humana, pensó Angus Stirling, qué ridículo sonaba el término si se comparaba con lo que debía discutir con el hombre que lo aguardaba en el próximo carro.
El sacerdote no estaba solo. Los hombres importantes del Vaticano nunca lo están. Menos, viajando en un tren rápido, rodeado de un centenar de potenciales enemigos de la Iglesia. Las dos parejas, dos hombres y dos mujeres insoportablemente nórdicos, tanto que perfectamente podrían aparecer en un catálogo de modas, se encontraban ubicadas estratégicamente a lo largo del vagón. Dignos representantes del servicio secreto papal, una entidad que tenía poco que ver con la colorida y pública guardia suiza. Ellos eran la foto turística; estos otros, la supuesta mano de Dios. O de quien fuera.
El cardenal Baukunst estaba sentado tranquilamente en un asiento doble, mientras tomaba un café y anotaba sus apuntes en un gran cuaderno forrado en cuero. Stirling notó que delante, frente y tras él, había un espacio de tres filas desocupadas. No iba a ser problema hablar. El hombre del Vaticano vestía de riguroso negro, evitando la sotana o cualquier detalle que lo identificara como miembro de algún determinado colegio sacerdotal. A sus poco más de setenta años de edad, Baukunst estaba encima de muchos, manejando intereses que remitían directamente al trono de Roma. Sabía que no eran pocos los que celaban de su poder.
Los rubios siguieron cada uno de sus pasos. Al final del vagón, una pareja madura leía un libro de arte. Demasiado inocentes, demasiado comunes como para ser parte de la escolta, pensó Stirling, mientras avanzaba hacia el hombre más importante que en esos instantes viajaba en el tren más exclusivo y veloz del mundo. El visor del carro apuntaba que la velocidad estaba alcanzando los 300 kilómetros por hora. El Eurostar podía ir incluso más rápido.
-Señor Stirling -saludó el cura al sentir su presencia. Ni siquiera levantó la cabeza, un gesto intimidante que también podía tomarse por miedo. El inglés de Baukunst era lento, revelando los restos de un alemán inculcado en el corazón más íntimo de la Selva Negra bávara-. Por favor, asiento. ¿Gustaría de un café? -ahora sí lo miró.
-No, gracias, estoy bien -contestó el escocés.
-Su acento -preguntó el sacerdote- ¿Glasgow?
-Aberdeen.
-Oh, hermosa ciudad. Tuve un buen amigo ahí. Murió, usted sabe. Lástima, era un buen hombre de Dios.
Un buen hombre de Dios, pensó Stirling. La historia le había enseñado que los buenos hombres de Dios solían morir con inusitada frecuencia.
-Amo Escocia, ¿sabe? Debería ir más a menudo. Quizá, cuando esté más cerca de retirarme... -Baukunst miró hacia el exterior, un horizonte inglés se recortaba verde azulado contra un telón de nubes oscuras, llenas de lluvia-. ¿Ha estado en el sur de Chile, señor Stirling? -preguntó el sacerdote.
-No.
-Se parece a Inglaterra, se parece mucho a esto. Claro, sin este tipo de trenes. A propósito, lo felicito, fue buena idea citarnos acá. Me gusta más que volar.
-No fue mi idea.
-Oh, sí. De sus jefes.
Angus Stirling miró a los cuatro miembros del servicio secreto. Luego a su tranquilo interlocutor. Hace años, en una situación similar, le habrían encargado matarlo. Ahora, la tregua con el enemigo había cambiado al ofrecimiento de una taza de café. Dicen que el enemigo de tu enemigo puede ser tu mejor aliado. Es verdad. Pero mejor que eso es que tu enemigo no tenga idea que su peor adversario late en su mismo corazón.
-Mis jefes le agradecen por cumplir con su primera parte del trato -habló Stirling.
-Oh, claro, el mío también está complacido. Ahora que hablamos en persona, debo añadir que nos complace que no haya muerto más gente de la necesaria. Usted entiende, volar un centro comercial atestado de vidas inocentes un día domingo solo para dar una señal es... complejo.
-Que dice él...
-Por supuesto, él -siguió el cardenal- supongo que aún no logra dormir tranquilo, pero es el peso que debe cargar por ser quien es. Además, se consiguió el objetivo y nadie imagina quién planeó el atentado. Usted sabe mejor que nadie, señor Stirling, lo útil que nos han resultado nuestros amigos musulmanes para disfrazar esta clase de decisiones.
Decisiones. Stirling sabía que Baukunst tenía modos sutiles, pero aquello le pareció una broma.
-Se me indicó -continuó el cura- que un par de tractores de los importantes ya están viajando a Australia.
-Es verdad.
-Pensé que los iban a detener antes.
-Sus aliados fueron inteligentes, cardenal -ahora Stirling fue sarcástico, Baukunst lo captó y torció una sonrisa cómplice-, no salieron ni de Chile ni de Argentina. Creemos que los embarcaron en Brasil.
-Oh, creemos.
-Estamos seguros.
-Bien, bien... ¿Entonces?
-Nos encargaremos de ellos al llegar a Australia.
-Oh, claro, con los jesuitas. Ellos han hecho una muy buena labor, sin duda.
-Conocemos a la gente adecuada. No se preocupe. No quedarán rastros.
-Oh, claro, no se preocupe, yo no me preocupo. No nos preocupamos -Stirling no supo si ese nosotros de la frase final se refería a él mismo y al cura. O al cura y sus superiores inmediatos. Miró hacia el frente, la muchacha del servicio secreto hojeaba una edición francesa de Vogue. Perfectamente podría haber aparecido en la portada. La puerta del vagón se abrió y un hombre joven entró empujando un carro con licores, bebidas gaseosas y termos humeantes. Fue directo hacia ellos.
-¿Café, señores?
-Oh, sí, claro, con un poco de amaretto, si fuera su amabilidad -pidió el religioso.
-¿Tiene jugo de naranja? -preguntó Stirling.
-Sí, claro, señor.
-¿Natural?
-Por supuesto -y tomó una botella plástica blanca, con el dibujo de una naranja rebanada. Llenó un vaso. Stirling le dio las gracias, mientras el muchacho avanzaba hacia el final del vagón.
-Ahora es cuando el chico se da vueltas y me dispara por la espalda -le dijo al sacerdote.
-Oh, no, por supuesto que no -respondió Baukunst-. Somos personas civilizadas, señor Stirling. Créame, no tengo intenciones de matarlo.
-Aún.
-Créame. Me es demasiado conveniente como para pensar en deshacerme de usted. Somos aliados en esta cruzada, señor Stirling; me extraña que lo pregunte.
Aliados, pensó Angus, bebiendo su jugo. Siglos inventando mentiras y peleando entre las sombras y ahora tenían al mismo Trono de su parte. Quizás era cierto aquello de que las cuentas estaban cerrándose.
-Hay pocos placeres como un buen jugo de naranjas -habló el cura.
-Eso es cierto.
-Ve, hasta tenemos similares gustos. Me extraña que piense que quiero hacerle daño.
Stirling notó que la velocidad del tren estaba bajando. De 300 kilómetros por hora a 290, debían estar cerca del canal. De a poco, las vacas y ovejas que pastaban a ambos lados de las vías adquirían más forma que una simple sucesión de manchones en blanco y negro.
-Nos preocupa el asunto de este señor, del judío. Levi...
-Ya nos encargamos de él; pensé que ya lo sabía.
-Oh, sí, claro que lo sé. No hablaba de él, sino de su hermano.
-Oh, claro -Stirling imitó los modos de habla del cura-, de Paul Kaifman, su primo. Descuide, nos estamos encargando de él. Créame, no tiene que temer. Puede sernos de mucha utilidad.
-Me alegro. Prefiero a los tontos útiles que a los tontos muertos...
Stirling nuevamente pensó que estaba hablando de él.
-Eso me recuerda, señor Baukunst, que aún hay una parte pendiente en nuestro trato.
-Así es nuestra relación, estamos llenos de pendientes.
-Faltan...
-Sé lo que les falta. ¿Tiene un lápiz?
Stirling buscó uno en su chaqueta y se lo pasó. Baukunst arrancó una hoja de papel de sus apuntes y garabateó una sucesión de cuatro letras y tres números.
-Tome. Ya conoce el servidor, esa es la clave.
-Hablo de los originales.
-Cuando esto termine, el Vaticano devolverá lo que les fue robado.
-El Papa...
-El Papa está inquieto pero feliz con los resultados. La sociedad sigue y seguirá en pie. Pueden estar tranquilos, elegimos al correcto, hicieron bien al apoyarnos. Por lo mismo no se preocupe. Del Santo Padre me encargo yo. Usted... Ustedes, ya saben lo que tienen que hacer.
-Los Números serán devueltos.
-Los Números serán devueltos. Solo ayúdenos con el problema jesuita de Australia.
-Ya estamos en eso, cuide que sus aliados no interfieran.
-No lo harán, señor Stirling. No lo harán.
La velocidad disminuyó hasta los 140 kilómetros por hora. Angus Stirling apoyó su rostro contra la ventana y miró al frente. El azul horizonte del canal de la Mancha comenzaba a recortarse más delante. Una delicada voz femenina anunció la próxima detención en Ashford, previo a ingresar al túnel bajo el estrecho. La parada sería de veinte minutos, para facilitar el embarque de carga y pasajeros. El tren corría a menos de 100 kilómetros por hora.
-Hicimos buen tiempo -comentó el cura.
-Si usted lo dice. ¿Va a continuar hasta París?
-Es probable, me gusta viajar en tren y más me gusta París.

 

SANTIAGO DE CHILE 34

 

Se sentó en la cama y terminó de abrocharse la camisa. Cecilia le alcanzó la chaqueta, pero Paul le dijo que no iba a ponérsela, que la dejara a un lado, sobre el respaldo de la silla de la habitación. Ya no se sentía mareado. No tenía claro si por la acción de los analgésicos o porque era natural que así sucediera tras un par de días de descanso. Movió su cuello, la cabeza le estallaba por dentro.
-Con cuidado -le advirtió la doctora, una mujer de anteojos y cabello canoso-. Ya está bien, pero no hay que abusar. Recuerde que tiene dos contusiones. La de la frente expuesta.
Expuesta. Desde niño que Paul odiaba esa clase de terminología médica, en especial esa palabra. Cuando tenía catorce años se cayó en bicicleta tratando de superar un brinco improvisado con ladrillos y una tabla de madera. Chocó contra el pavimento con el codo. Se lo quebró en tres partes, una de ellas fue expuesta. Pasó año y medio sin hacer actividad física, excusado de la clase de gimnasia. Y se acostumbró. Entonces no le tomó el peso al asunto. Después sí, mientras veía su abdomen abultarse. Pero igual que en esa ocasión, igual que en tantas otras ocasiones de su vida, no hizo nada al respecto.
-¿Me permite? -le dijo la doctora, acercándose a su frente.
-Adelante.
Paul bajó la cabeza, no se había lavado los dientes desde anoche, sentía la boca seca, el aliento fétido, necesitaba pastillas de menta.
-Sería bueno que mantuviera un par de días de reposo -indicó la doctora.
-Ojalá fuera tan fácil.
-No le digo a usted, es obvio que no me va a hacer caso. Le hablo a su señora.
-Oh... -se excuso Cecilia-, ya no estamos casados. Solo lo estoy acompañando.
-Lo siento.
-No se preocupe. A cualquiera le puede pasar. En todo caso, doctora, créame, puedo encargarme de que le haga caso.
-Escúchela entonces, señor Kaifman...
-Eso haré.
Y miró a la madre de su hijo por debajo del brazo de la doctora. Se regalaron una sonrisa.
La doctora quitó con cuidado el parche que cubría el lado derecho de la frente de Paul y revisó que los puntos estuvieran en buen estado.
-Puede doler un poco -le indicó mientras tiraba con cuidado de uno de ellos.
No dolió, apenas un leve malestar.
-Perfecto -siguió la mujer-. Limpiamos un poco, ponemos otro parche y lo espero en diez días para retirar la sutura.
Llamó a una enfermera que se acercó con una bandeja con agua oxigenada, algodón, gasas y tela adhesiva. Paul Kaifman se vio como si hubiera vuelto a tener trece años; entonces recordó las circunstancias que lo habían llevado a la clínica y pensó en que no había nada de gracioso en el hecho.
-Estamos, señor Kaifman -dijo la doctora, terminando el parche-. Déjeme decirle que fue un paciente ejemplar. Puede irse a su casa y tome los analgésicos que le receté, dos cada ocho horas. Si hay dolor, agregue un par de aspirinas; no deberían haber más complicaciones, y le repito mi consejo de guardar cama y descanso por lo menos dos o tres días.
Antes había dicho dos.
-Señora -se despidió de Cecilia y salió de la habitación junto a la auxiliar.
-Gracias -le dijo Paul a su ex.
-¿Por qué?
-Por estar aquí.
-No tienes a nadie, Paul. Tus padres son invisibles, no te has vuelto a emparejar, supongo que tengo cierta responsabilidad hacia tu persona, peso histórico.
-Peso histórico -repitió Paul, mientras luchaba por calzarse los zapatos-. Espero no causarte problemas con Felipe.
-Felipe te adora, estaba más preocupado que yo cuando supimos la noticia.
-Noticia, por favor, fue un simple robo.
-No estoy tan segura. Lee -abrió su cartera y le pasó el ejemplar de esa tarde de La Segunda. Paul agarró el vespertino y revisó el segundo encabezado de cubierta. «Feroz ataque contra el destacado abogado y columnista Paul Kaifman».
-¿Qué es esto?
-Sigue. Dicen que fue un acción política por tus simpatías.
-La Segunda, siempre La Segunda.
-En La Tercera te vincularon con el asesinato de tu primo. Dijeron que podría tratarse de una venganza por los lazos de tu familia con Pinochet.
-Nunca tuvimos lazos con Pinochet; además, a quién cresta le sigue importando Pinochet.
-Eso no es lo que cree el resto del país
-Cecilia...
-¿Y qué quieres que piensen? Matan a tu primo en un motel de Temuco y dos días después alguien entra a tu departamento y te golpea en la cabeza. Por Dios, Paul, podrían haberte asesinado. En fin, toma...
Abrió su cartera y sacó del interior el iPod que la tarde previa al asalto le había pasado a su hijo.
-Es de Daniel, se lo regalé.
-No, Paul, no es de Daniel, era de Samuel y se lo pasaste para que te ayudara a ver qué tenía guardado dentro. Te lo dije entonces, que no metieras a nuestro hijo en líos.
-Nunca lo metería en un lío.
-Lo sé, estoy segura que no lo harías -bajó la voz-, pero los líos vienen contigo, aunque tú no lo quieras.
Paul agarró el iPod, enrolló los audífonos alrededor del aparato y lo dejó encima de la cama, a un lado suyo.
-Supe que vino Carabineros.
-Anoche. Los acompañé a tu departamento a hacer un inventario de lo robado. No conozco tanto tus cosas, pero a primera vista se llevaron tu televisor, tu equipo de música, el reproductor de DVD y BluRay, un montón de discos compactos y tu colección de películas. También quebraron esa repisa con tus barcos y aviones a escala. Rompieron varios.
-¡Cresta!
-Imaginé que te iba a doler. Tengo la tarjeta del teniente que me acompañó, dijo que cuando te sintieras bien lo llamaras para hacer la declaración.
-Ok, otro día será. Ahora quiero dormir un rato. ¿Puedes llevarme?
-Obvio, pero hay una cosa que debieras saber.
-¿Qué?
-Será difícil salir. La prensa está esperándote. Vi las cámaras de un par de noticiarios, han permanecido afuera de la clínica desde que te trajeron.
-Habrá que salir rápido, entonces.
-¿Te llevo a casa?
-No. A un hotel, yo te digo a cuál. No estoy de ánimos para llegar a mi departamento. ¿Sabes dónde están mis cosas, la billetera, el celular, o también se lo llevaron?
-En la cajonera del velador. Según la policía, al llegar asustaste a los ladrones. Por eso te golpearon, para dejarte tirado y poder escapar rápido. No tuvieron tiempo de revisarte y quitarte lo que llevabas puesto.
Paul Kaifman abrió el cajón de la mesita de noche y revisó sus cosas. Prendió la Blackberry, tenía un mensaje de texto en la bandeja de entrada. El número no estaba en su registro. Hizo clic y leyó: «No entre a su departamento».
-¿Pasa algo? -le preguntó su ex mujer.
-Nada -mintió Paul, mientras veía que la fecha y la hora de envío indicaban la noche del asalto. Vio el número y devolvió el llamado.
-¿A quién llamas?
-A nadie -respondió Paul, mientras el otro lado de la línea le contestaban que el número que había discado no tenía teléfono y que consultara la guía.

 

SOBRE EL PACTO (III) 35

 

Los Números Ibn Al-Da’ub, supuesto manuscrito de más de dos mil páginas, redactado en el siglo XII por el matemático loco Muhaddith Ibn Al-Da’ub y traspasado al cruzado español Alonso Hospicio del León, durante su permanencia de casi veinte años en Mosul, entonces reino de Persia.
El origen de estos manuscritos apunta a una experiencia iniciática vivida por Ibn Al-Da’ub alrededor del 1050 de la era del Señor. Estas visiones, que según los diarios de Alonso Hospicio del León se extendieron por más de cuarenta días, le entregaron al matemático las revelaciones del mundo y la ciencia de una humanidad prehistórica, además de los secretos para escribir en números. Según se apunta en prácticamente todas las referencias acerca de los Números, la totalidad de sus contenidos se encuentran encriptados en frases formadas por conjuntos digitales que siguen un patrón desconocido. En el mundo de la criptografía suele decirse que de ser estos documentos reales, estaríamos ante el modo de escritura más seguro ideado por la mente humana.
Hay constancia, pero no confirmación, de que en 1984, un equipo del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) realizó una investigación seria sobre estos manuscritos matemáticos, a cargo del doctor J. Allen Katzemberg, hoy subdirector de control de vuelos de la NASA. Consultado al respecto por la revista de divulgación científica Popular Science, que dedicó su edición de noviembre del 2002 a las grandes conspiraciones, Katzemberg respondió con evasivas, señalando que jamás había oído hablar de la existencia de los Números Ibn Al-Da’ub, pero que sin embargo le había interesado el tema ahora que se lo ponían sobre la mesa; por lo mismo, agradecía a la publicación cualquier dato. Mentir sobre mentira, como se dice en el mundo del secretismo, es el mejor modo de resguardar una verdad a medias. Se supone que los manuscritos son el registro y el legado de una humanidad prehumana que habitó nuestro mundo antes de desaparecer víctima de un cataclismo de proporciones bíblicas en el cual se basaron mitos como Mu, Lemuria y la Atlántida. Esta cultura, formada por gigantes, seres de hasta cuatro metros de alto, habría construido ciclópeas ciudades en el sur de América, África y Asia, acercando sus dominios a los fríos del Antártico. El detalle es que su legado no se limitó a la superficie del planeta, ya que habrían colonizado el mundo cóncavo que se extiende bajo esta. Un territorio vasto y rico en el cual levantaron urbes monumentales y desarrollaron tecnologías que se igualaron a la magia. Y en este punto es importante detenerse. De acuerdo a los rumores que circulan, buena parte de los Números Ibn Al-Da’ub cuentan la revelación que estos prehumanos tuvieron acerca de la real existencia y naturaleza de Dios. Según el árabe, ellos habrían entrado en contacto con quienes dieron forma a este mundo y se alzaron en contra de este ser (o seres), viéndose a sí mismos como amos del universo y la creación. Este acto blasfemo causó la perdición de los gigantes, quienes fueron erradicados del mundo. Sus ciudades fueron arrasadas en una guerra que cambió la faz de la tierra, además de ocasionar extinciones masivas.
Junto con la historia de estos seres, Muhaddith Ibn Al-Da’ub también describió aspectos de la ciencia y tecnología de esta raza perdida. Secretos que incluían la manipulación de metales, la creación y destrucción de formas de vida, el arte de construir vehículos voladores, máquinas de avanzada tecnología y armas de gran poder destructor, incluidas atómicas y biológicas.
Enlistados a inicios del siglo XII, los Números Ibn Al-Da’ub contenían suficientes claves como para asegurar que se trata del trabajo de futurismo -o si se prefiere, de anticipación científica- más acertado de la historia. Tras la muerte de su autor, los pergaminos viajaron a Europa junto a Alonso Hospicio del León, quien los puso en contacto con diversas logias templarias francesas, provocando un quiebre en este grupo.
Caballeros del Temple, fieles a la Iglesia, como Remiel de Chartres, se sintieron perturbados ante las anticristianas revelaciones contenidas en los Números y traicionaron a Hospicio del León, llevándolo a la hoguera junto a un grupo de fieles. Sin embargo, Hospicio del León, previendo que esto podría ocurrir, entregó sus secretos a un grupo de seguidores, a quienes bautizó como el Pacto. Antes de morir les ordenó recorrer el mundo buscando las respuestas a cada misterio escrito en los Números, además de -lo que a estas alturas resulta bastante obvio- protegerlos a costa de su propia vida.
Entre 1157 y 1900 hay confusos registros respecto de qué sucedió con el manuscrito de Muhaddith Ibn Al-Da’ub, pero tenemos fundadas sospechas de que se hicieron varias copias, con la idea de proteger los originales, sobre todo de las manos del Vaticano, el que habría conseguido una de estas reproducciones alrededor del siglo XVI.
No son pocos los que afirman que el papado jamás robó esta copia, sino que fue entregada por los propios herederos de Hospicio del León como parte de un trato, que incluía una tregua entre ambas fuerzas. Aseguran que los Números, u otra versión de los mismos, fueron enviados al sur de América, específicamente al virreinato de Chile a fines del siglo XVI o principios del XVII. Estos habrían sido usados en una expedición secreta al sur del mundo, buscando una entrada al mundo perdido de los gigantes.
La figura de los Números Ibn Al-Da’ub también aparece en la historia de la arquitectura, se sabe que organizaciones como la Compañía del Deber, formada en los gremios de constructores de catedrales y que, entre otros grupos, dio origen a la Francamasonería, tuvieron acceso a las enseñanzas de los herederos de Hospicio del León. Ello explica la presencia de códigos numéricos en muchas catedrales del gótico francés, como Chartres o la misma Notre Dame de París. Más presentes aún son las literales citas al legado matemático de Muhaddith Ibn Al-Da’ub que el inglés Nicholas Hawksmoore esculpió a fines del siglo XVII en sus de iglesias «de reminicencia egipcia» levantadas en Londres, tras el gran incendio de la capital inglesa. Piedra angular del esoterismo cósmico, Hawksmoore habría quedado fascinado con la idea de los obeliscos como receptores del cielo energético, según lo enseñado en los Números, y habría camuflado estas formas en lo que comúnmente se entendía como campanario.
Uno de los más recientes seguidores de la obsesión arquitectónica de Hawksmoore fue el norteamericano William Van Alen, quien perpetuó la herencia «obelística» en su obra maestra, el edificio Chrysler de Nueva York, para buena parte de los estudiosos de los Números Ibn Al-Da’ub, una de las mejores muestras de la permanencia, influencia y sobre todo existencia de estos manuscritos. Si bien hay firmes dudas de que Van Alen haya tenido acceso a estos, se sabe que a la hora de diseñar el rascacielos tenía en su poder copias de las cartas de Nicholas Hawksmoore. Con ellas se las ingenió para engañar al multimillonario que contrató sus servicios y disfrazar en la carrera por levantar el edificio más alto del mundo, el alzamiento de un obelisco en la torre de su obra, convirtiendo así el Chrysler en un pilar energético tan potente como las iglesias del citado arquitecto inglés y las propias catedrales góticas francesas. Esto explicaría por qué Van Alen jamás se sintió tocado ante el hecho de que, a poco de inaugurarse el Chrysler, un nuevo rascacielos, el Empire State Building, le robó el cetro de edificio más elevado del globo. William Van Alen nunca quiso lograr la gran torre de Nueva York, sino la más simbólica, y lo logró.
Apartado del mundo de la arquitectura, se dice que los originales Números Ibn Al-Da’ub se encuentran resguardados en una de las tantas propiedades que los miembros del Pacto tienen alrededor del planeta. Las sospechas apuntan a Madrid, y estas fueron alimentadas por un extraño asesinato ritual a dos jóvenes jesuitas sucedido en 1911. Los cuerpos fueron encontrados con todos los huesos rotos, sin ojos y con una gran marca de quemadura en el pecho. En esta -y en un correcto español- se indicaba: «No robarán los Números». Así, con la palabra Números en mayúscula, como si se tratara de un sustantivo o nombre propio. Este curioso caso constituye otra de las pocas muestras de la existencia real de Ibn Al-Da’ub, su legado y de sus fieros protectores. Entrado el siglo XX, existen pruebas de que el III Reich tuvo acceso a los Números, un aparte que merece ser tratado en forma particular.

 

SANTIAGO DE CHILE 36

 

El subteniente Arancibia dio una última recorrida por el departamento. Luego regresó al living, donde lo esperaba el dueño de casa, quien miraba por los ventanales hacia avenida Tobalaba.
-Hubo un choque -contó Paul al policía cuando lo sintió aparecer a su espalda-. Hace como cinco minutos, un topón; una camioneta contra un auto azul, creo que era un Peugeot 406, no estoy muy seguro.
Elías Miele, su profesor asistente, miraba la escena pensando en que su jefe tenía modos muy particulares de huir de la realidad. Quizá debería aprenderlos.
-¿Revisó la lista, señor Kaifman? -continuó el oficial de la policía uniformada, sin prestar mayor atención al asunto del choque.
-Sí, esta mañana temprano.
-¿Todo en orden?
-Faltaba agregar algunos libros. El resto estaba todo apuntado.
-Perfecto entonces, lo que sigue...
-Descuide -lo interrumpió Paul-, soy abogado, conozco lo que sigue. Me sé de memoria el procedimiento. Usted hizo bien su trabajo, solo le pido que apenas tengan algo me lo comuniquen. Del papeleo me encargaré personalmente.
-Bien. Entonces le dejo una copia del informe.
El carabinero revisó sus apuntes, estampó su firma en la parte interior y le entregó una muestra. Luego se despidió y abandonó el lugar. Paul revisó el papel y lo dejó sobre la mesa de centro, bajo el peso de un libro de arte que los ladrones no habían tocado.
-Esto es lo peor de los robos -le dijo a Elías-, hacer informes, detallar todo lo ultrajado, qué sé yo. Es lo peor del hecho de que te hayan robado...
-Y pegado.
-Y pegado -repitió.
Miele le preguntó si aún le dolía. Paul le contó que los analgésicos que le dieron eran buenos. Que el dolor era cada vez menos, apenas una sensación molesta, picante por la carne de la herida al ir secándose.
-Me va quedar una cicatriz.
-Están de moda.
-No soy una persona exactamente de moda. En todo caso, gracias por acompañarme.
-En la escuela están todos preocupados por ti.
-Me han subido los bonos de popularidad.
-A ti y a tu familia.
-Lo que no es bueno...
-¿Vas a seguir en el hotel?
-Sí, quiero contratar a alguien que desarme entero el departamento, tire paredes, qué sé yo. Aprovechar el robo de excusa para renovar. No podría volver a dormir tranquilo acá, tal como está.
Paul caminó hasta el otro lado de la habitación y entró a la cocina. Prácticamente no la tocaron, ni siquiera para llevarse el microondas o la cafetera. Abrió el refrigerador, estaba igual de vacío a como lo había dejado antes del funeral de Samuel. Restos de mantequilla, de queso fresco, un par de yogures, leche descremada y jugo de naranja.
-¿Quieres un poco de jugo? -le ofreció a Elías.
-No, gracias -le respondió este desde el living.
Paul buscó un vaso y se sirvió. Mientras daba el primer sorbo pensó en el mensaje de texto que le había llegado la noche del robo. Las casualidades no existían.
-Lo que más siento son mis discos -dijo al regresar a la habitación donde lo esperaba su amigo-. Más que los aviones y barcos incluso. Hacía años que no armaba, los tenía como adorno, pero la verdad me daban lo mismo. Si los hicieron trizas, bueno, podrían haberme matado o algo peor. Pero los discos. Te juro que el televisor, el DVD y las otras cosas me pasan, pero los discos. En mi vida no hay muchas cosas de las que me sienta orgulloso, mi hijo y mi colección de rock progresivo eran dos de ellas.
-Max tal vez pueda ayudarte, tienen gustos parecidos de música, puede hacerte copias de los discos que te robaron.
-¿Max, qué Max? -se detuvo.
-Max Becker, mi amigo, el que te presenté en el lanzamiento del libro de Emilio Diez.
-No me acordaba de su nombre. Me dijiste que él también podría ayudarme con el iPod, ¿verdad?
-Sí, insistió en que lo llamaras; según él, conoce a la persona perfecta para el trabajo. Ahora sí te lo acepto.
-¿Aceptar qué? -preguntó Paul, detenido en aquello de la persona perfecta.
-Un vaso de jugo -le contestó su académico asistente-. Otra cosa más -continuó-: creo que voy a escribir la novela de tu vida, tu último mes ha sido un thriller espléndido.
-Idiota.
-Es en serio.

 

CORREO ELECTRÓNICO (I) 37

 

To: hgg1971@gmail.com
From: jbethke@cable.com
Subject: Overmind Games
Espero que sepa guardar el secreto de la fuente. Sus sospechas van por buen camino. La reunión será en Shanghai dentro de un mes. Sería bueno que se apareciera. La palabra es HEMOWARE, recuérdela. Le indicaré el nombre del hotel donde estaré. Mi nombre es Hiro.
P.D.: El último número de su revista estuvo interesante. Aunque sus apreciaciones sobre el uso militar de nanotecnología fueron, si no inexactas... apresuradas. Que esté bien.
P.D.2: LE AGRADECERÉ IMPRIMIR ESTE CORREO Y BORRARLO DE SU CARPETA DE ENTRADA.

 

SANTIAGO DE CHILE 38

 

El sujeto se llamaba Manuel Esparza y llevaba una camiseta extralarga blanca en la cual se leía «I love Apple». Era enorme, desparramado, de al menos ciento veinte kilos de peso, y usaba el pelo largo, amarrado en una cola de caballo que hacía especialmente notoria y ridícula su calvicie. Paul Kaifman pensó que se parecía mucho al gordo de la tienda de historietas de Los Simpson, también que era muy difícil calcular su edad, aunque de seguro hacía rato había pasado la frontera de los treinta. Estaba sentado tras una mesa atestada de computadores, en su mayoría iMac y MacBook, literalmente echado como un gato obeso sobre una silla de plástico. Al fondo, en una especie de altar, destacaba un Classic II.
Examinaba el iPod con la misma atención que le dedicaba a sus papas fritas y a una hamburguesa de cuarto de libra de queso del McDonald’s, que se asomaba tras el monitor de un viejo eMac blanco hueso que tenía a su izquierda.
-Si el mundo lo diseñara Apple, este sería un lugar infinitamente mejor -comentó mientras devoraba una larga papa frita y se disculpaba por no haber almorzado.
-¿Pero puedes revisarlo? -le preguntó Max Becker.
-¿El cielo es azul? -devoró otra papa-. Eso creo, pero paciencia, estos aparatos son delicados. ¿Probó reiniciándolo? -miró a Paul, quien negó con la cabeza-. No todos saben cómo hacerlo, no se preocupe, se aprietan estas dos teclas unos quince segundos y listo. Sale en el «book» de instrucciones.
-No lo tengo, me lo pasaron solo con los fonos.
-Hum, veamos qué tiene -siguió el tipo de la polera Apple, mientras Max hojeaba unos folletos con la nueva línea de productos de la marca-. Listo -continuó el gordo, mirando la pantalla del aparato-. ¿En qué idioma lo tenía predeterminado?
-No lo entiendo.
-Cada vez que uno reinicia un iPod, este pregunta el idioma de uso: inglés, español, italiano, alemán, japonés, chino, etc. -enumeró mientras se metía otra papa frita a la boca.
-Inglés, déjelo en inglés.
-Ok, estamos. Es bien raro -comentó luego-, qué quiere que le diga; quinta generación del mejor dispositivo portátil multimedia del planeta, y ni una sola canción guardada. Es como tener un Mercedes y usarlo de taxi. ¿Puede acercarme ese MacBook que está a su lado?
-Por supuesto.
Manuel tomó el laptop y lo encendió, cogió el cable USB y conectó el iPod al computador.
-Veamos qué tenemos -describió en voz alta-. El iTunes vuelve a confirmar que no hay nada de música.
Paul miró a Max, este le respondió levantando las cejas.
-«Sampod» -murmuró en voz alta el gordo.
-¿Perdón?
-«Sampod», ese es el nombre del iPod. Así le puso su dueño. ¡Qué raro!
-¿Qué es lo raro?
-El disco está cerrado, usaron un software de seguridad bastante simple, pero configuraron la contraseña con un criptograma. Necesitaría un par de días para desbloquearlo.
-¿Y ahora no puedes hacer nada?
-Sí, obvio que puedo hacer algo -repitió-: ver qué tipo de archivos hay dentro del disco. Lo que no puedo es entrar en ellos y leerlos.
-Hazlo.
El gordo agarró la hamburguesa de queso y le de dio tal mordida, que arrancó la mitad del sándwich.
-Esta es la mejor combinación del mundo -pronunció con la boca llena-: McDonald’s, Coca-Cola light y un iPod Touch de quinta generación y sesenta y cinco gigas. Lo más parecido a la felicidad.
Max le robó una papa frita y siguió sin decir nada.
-Leopoldo Durand -siguió el muchacho de Apple.
-¿Quién es Leopoldo Durand? -preguntó Paul.
-Véalo usted mismo -le respondió Esparza, girando el iBook hacia él-. La ventana que está abierta muestra el tipo de archivos y aplicaciones que hay guardados dentro del iPod.
Paul se acercó. Un ícono de archivo de texto, marcado con un candado encima, era indicado como Leopoldo Durand.
-No sé qué será -siguió el técnico-, pero el archivo no es solo de texto, pesa casi sesenta gigas, la capacidad entera del aparato; haga clic encima.
Paul obedeció. Sobre la carpeta apareció una pequeña ventana que preguntaba el nombre de usuario y el password.
-Es alfanumérica y criptográfica.
-¿Y eso qué significa?
-Que usa números y letras -respondió esta vez Max-, y que además todo el contenido interior se encuentra cifrado...
-Exacto, por eso es información tan pesada -añadió Esparza.
-O sea, necesito más que la clave y el usuario para entrar.
-Casi con esos datos ingresas. Pero de ahí a que puedas leer lo que hay dentro... Ahora, si me lo dejas un par de días, una semana tal vez... -insistió el especialista en productos Apple.
-No, no puedo, no es mío- respondió Paul, mientras memorizaba el nombre de Leopoldo Durand; estaba seguro de haberlo escuchado antes.

 

39

 

Juliana levantó el teléfono y antes de que repitiera por enésima vez la bienvenida al estudio jurídico, la voz de Paul Kaifman la saludó y le dijo que era él quien llamaba.
-No lo escucho muy bien -le contestó la secretaria.
-Te estoy llamando de la calle y hay interferencia con los celulares. Espera, déjame buscar un área más abierta -caminó hasta la esquina más cercana y con una mano se tapó el otro oído para frenar los sonidos de avenida Providencia-. ¿Ahora? -preguntó a través del teléfono.
-Mucho mejor.
-Juliana, ¿puedes abrir desde tu computador el expediente del caso de mi primo, por aquel incidente policial en Los Dominicos?
-Sí, claro.
-Por favor.
-Un segundo.
Paul tomó el iPod que llevaba guardado en el bolsillo de su chaqueta y lo prendió. Pensó en lo que acababa de descubrir. En el extraño mensaje de texto que aún mantenía guardado en su teléfono y en los últimos eventos de su vida. Ató cada cabo suelto y tuvo la certeza de que tal como Cecilia temía, lo sucedido en su departamento no era un robo común y corriente, tampoco una venganza política, como aseguraban La Segunda y otros diarios. Esa gente, pensó Paul, buscaba algo. Y ese algo, estaba seguro, tenía que ver con el dispositivo Apple que en ese instante tenía en sus manos.
-Lo tengo -habló Juliana.
-Ve a la copia de la denuncia dejada en Carabineros y léeme el nombre del dueño de la casa en la cual fue sorprendido Samuel.
-A ver... Espere... Acá está. Leopoldo Edmund Durand Ruiz.
-¡Mierda! -soltó-. Perdón, Juliana, no es por ti -estiró Paul, mirando el iPod que seguía en su mano, con la batería a medio acabar.

 

40

 

La ventana de conversación de gmail se desplegó apenas Paul abrió su notebook. Usaba la mensajería instantánea más que nada para conversar con su hijo. Daniel era especialmente más abierto por escrito que en persona o por teléfono. También para discutir con Elías sobre los exámenes a tomar y para hablar con la gente de Paréntesis sobre el tema de su próxima columna. ¿Su próxima columna? Miró la fecha en el calendario del computador, mañana era su plazo final. Quizá debería variar un poco de tema, dejar los remanentes del bombazo en Parque Arauco y buscar algo más liviano, menos trascendente.
El correo comenzó a desplegar su lista de contactos. Mientras iban enumerándose una serie de alias conocidos, flotó sobre la pantalla la ventana de petición de un nuevo usuario que pedía ser incluido en la lista. Un tal nedland667@gmail.com. El primer impulso de Paul fue negarle el acceso, jamás aceptaba a desconocidos, y menos a quienes no usaban su nombre verdadero, pero el anónimo insistió. Volvió a cortarlo y él volvió a pedir ser incorporado. Kaifman se quedó un rato mirando el alias, la pantalla del computador y tuvo un presentimiento: la idea de que ese inesperado e insistente desconocido quizá se relacionaba con los eventos del último mes y medio de su vida. No había nada que perder y tal vez bastante que ganar.
Hizo clic en aceptar y esperó a que el anónimo apareciera en la ventana de gtalk. Algo le decía que el extraño sería quien iba a tomar la iniciativa.
No se equivocó.
@nedland667: ned land lo saluda, señor Kaifman.
@pekaifman: ballenero tripulante del Nautilus, supongo.
@nedland667: supone bien. Aunque debo anotar su error. Land fue embarcado en el Nautilus junto al profesor Aronnax, eso técnicamente no lo convierte en tripulante de la nave de Nemo, sino en pasajero.
@pekaifman: ilustre pasajero.
@nedland667: Es bueno saber que hay gente que aún lee a Verne. La «e» de su nickname es por su segundo nombre, ¿verdad? Paul Ezequiel
@pekaifman: ...
@nedland667: me gusta su segundo nombre. El profeta de la visión de la gloria de Yahve. Rueda sobre rueda y criatura viviente. En fin. Debo decir que me sorprende...
@pekaifman: ¿qué es lo que le sorprende?
@nedland667: que me haya aceptado entre sus contactos. Me han dicho que no era una persona muy confiada.
@pekaifman: ¿de qué se trata esto?
@nedland667: usted ya sabe lo que dicen: la vida tiene más vueltas que una oreja.
Paul reconoció una de las frases favoritas de su primo.
@pekaifman: ¿Sam?
@nedland667: me temo que no, usted mismo reconoció su cuerpo, señor Kaifman. En este mundo suceden muchas cosas raras, pero los muertos todavía no resucitan...
@pekaifman: ¿quién es usted?
@nedland667: todo a su tiempo.
@pekaifman: tiene que ver con Leopoldo Durand, ¿cierto?
@nedland667: le repito, señor Kaifman, todo a su tiempo. Ahora, si me permite, le deseo buenas noches. Debo y quiero descansar. Un gusto...
@pekaifman: Espere...
@nedland667: nedland667@gmail.com aparece como no conectado.

 

41

 

-¿Taxi, señorita? -le ofreció el primero de los cuatro sujetos que revoloteaban como aves rapaces entre las filas de pasajeros del vuelo que hacía cuarenta minutos acababa de arribar al aeropuerto internacional de Santiago de Chile desde Nueva York.
-No, gracias, me están esperando -le respondió Sarah Lieberman mientras arrastraba su maleta hacia la salida de vuelos internacionales y distinguía, tras los cristales del salón de llegada, el rostro familiar de Alexis Arrivé. Llevaba enfrente una hoja blanca en la cual estaba escrito su nombre. Quizá, pensó Sarah, creyendo que tras tantos años de ausencia no lo iba a reconocer. Estaba más gordo y evidentemente más viejo, pero esos ojos achinados y esa boca torcida como dibujo animado viejo de la Hannah Barbera iban a desaparecer siendo la marca de fábrica de Alexis Arrivé.
-Transfer al centro -la interrumpió una mujer, desesperada por no tener pasajeros que llevar a la ciudad. Sarah ni siquiera le contestó.
Alexis Arrivé se acercó hasta la puerta de salida y esperó a Sarah con los brazos abiertos, ella se acomodó el cabello, largo y trigueño, y apresuró sus pasos. Soltó las maletas y lo abrazó con fuerza, besándolo dos veces en las mejillas. Hacía cinco años que no se veían, desde aquel buen verano en Madrid. El mejor y último de todos.
-Mírate -le dijo Alexis-. Estás preciosa, los años no pasan por ti.
-Estoy igual que siempre, no exageres. Y te equivocas, los años sí pasan por mí. Lo disimulo bien, que es otro cuento.
Aunque Sarah Lieberman jamás se había considerado una mujer hermosa, sí se sabía dueña de un atractivo distinto. De un algo que la hacía destacar sobre sus iguales y que ella se había encargado de explotar y sacar ventaja.
-Tú sí estás distinto -le dijo-, más gordo.
-Y calvo. Pero es un derecho que los hombres nos reservamos cuando pasamos la barrera de los cincuenta. Ven, sígueme, pásame tu maleta, el auto está por acá.
Alexis agarró la maleta y la arrastró fuera del aeropuerto, rumbo al área de estacionamientos. Sarah fue un poco más atrás. Cuando las puertas de la terminal se abrieron y el viento seco de Santiago de Chile golpeó su cara, ella sintió que de algún modo estaba en casa. Después de casi diez años, parada en el único lugar del planeta que podía considerar como un lugar de origen.
-¿Qué tal el vuelo? -le preguntó Alexis, mientras la guiaba a través de filas de vehículos estacionados.
-No me quejo. Más que bueno, tranquilo.
-Anoche hablé con tu padre.
-¿Qué te dijo?
-Nada nuevo, más que nada fue para verificar que todo estuviera listo para tu llegada.
-¿Y?
-¿Y qué?
-¿Está todo listo?
-Qué cree usted, señorita Lieberman -le respondió Arrivé, mientras le indicaba el vehículo, un Peugeot 607 azul marino, conducido por un hombre joven, de unos veintiséis años, muy alto, muy delgado y muy rubio, vestido enteramente de negro. Sarah pensó que era una broma.
-Federico Nümhauser estará a tu entera disposición mientras estés en Santiago, solo tienes que llamarlo, es... muy bueno en lo suyo.
-¿En lo suyo? -dudó ella.
-Conduciendo -dijo Arrivé.
-Bienvenida -la saludó el tal Federico.
-Gracias -respondió ella un poco confundida, habría preferido arrendar un auto.
Sarah se subió al vehículo y se acomodó en el asiento trasero.
-Pensé que iba a ser más complicada tu entrada -comentó Arrivé, mientras el Peugeot viraba en direccion a la autopista hacia el centro de la ciudad.
-Yo también; después de lo del Parque Arauco, leí que entrar a Santiago estaba siendo más complicado que hacerlo a Nueva York, pero salvo el número de policías en las calles, no hubo mayor problema.
-O simplemente no te encontraron del tipo sospechoso.
-Puede ser. ¿Ha estado muy difícil desde lo de la bomba?
-En realidad no tanto. Más vigilancia, harto uniformado, helicópteros por todos lados, la gente acostándose más temprano, qué sé yo. Supongo que es lo natural, pero como era lógico, el tiempo lo ha curado todo. Dicen que uno se acostumbra a vivir en el miedo y es cierto. Al final lo que la bomba hizo fue dejar a todo el mundo tranquilo. Mira hacia fuera, fíjate, hasta el tráfico está más calmado, ordenado, uniformado.
Sarah Lieberman miró hacia la autopista. Era cierto. Nadie corría, nadie adelantaba a nadie, cada auto seguía parejo por su propio carril como en una pista de modelos a escala, la dirección orquestal era absolutamente perfecta.
-Es raro -comentó, dejando de observar la autopista.
Tras superar el paso nivel sobre Américo Vespucio, el auto adelantó a una fila de minibuses de pasajeros y enfiló hacia el túnel que llevaba la carretera bajo el río, hacia los barrios altos de la ciudad.
Alexis sacó algo del bolsillo de su camisa y se lo alcanzó a Sarah.
-Para tu teléfono -le indicó, era una tarjeta de datos-. Es todo lo que tienes que saber sobre el primo de Sam.
Sarah buscó su teléfono y conectó la tarjeta. En la pantalla de cristal líquido surgieron una serie de fotos de Paul Kaifman. En la primera de ellas aparecía junto a una mujer muy delgada y un muchacho de unos veinte años.
-Las tomamos para el funeral de Samuel, ella es la ex mujer de Kaifman y el muchacho su hijo.
-Daniel...
-Exacto.
-Sam me habló varias veces de él, amaba a su sobrino.
Cerró la imagen y cliqueó otra. Una en la que Paul aparecía caminando por una calle de Santiago, completamente distraído del mundo, como pensando en algún lugar muy lejano.
-Siempre parece estar ido -comentó Sarah.
-¿Kaifman?
-Sí, en todas las fotos sale como aparte. Tiene una mirada rara, distante. Sam decía que su primo se las arreglaba para ser realista y vivir en la luna. Tiene un rostro extraño, como de otra época, de foto antigua; será divertido conocerle.
-Su historia es de comedia negra -habló Arrivé-. Judío de derecha de familia de izquierda, casado con evangélica hija de pastores, padre de un niño no nacido de vientre hebreo; este tipo ha basado su vida en cometer una decisión errada tras otra.
-¿Quién es uno para decir qué es y qué no es lo errado? -acotó Sarah, apagando el celular-. Además, mal no le ha ido. La vida está llena de vueltas, Alexis, nosotros deberíamos tenerlo más claro que nadie.
El hombre no contestó.
-¿Entonces estoy en el mismo hotel que Paul Kaifman? -continuó ella.
-Un piso abajo.
-Ideal.
-Hago bien mi trabajo.
-Nadie lo pondría en duda. A propósito, ¿cómo van las cosas en el sur?
-De eso hablé con tu padre anoche. Estamos moviéndonos más rápido, ellos han acelerado sus procesos, movido sus fichas con sorprendente eficiencia. Nosotros tenemos la ventaja de años de experiencia, pero ellos tienen recursos, han recuperado bastante maquinaria. Me atrevería a decir que su actos han entrado en el límite de lo preocupante.
-¿Qué te dijo mi padre?
-Nada. Fui yo quien le dije que me iba a encargar personalmente de todo. Mañana parto a Puerto Montt. Necesito establecer una base de operaciones concreta para coordinar nuestro actuar y frenar su avance. Esta es una guerra, Sarah, y no estamos en condiciones de perder, no podemos hacerlo.
Sarah pensó que Arrivé hablaba cada vez más parecido a su padre.
-Entonces me quedo sola en Santiago.
-Eres un buen soldado, Sarah, de los mejores. Y tienes a Federico -indicó al pálido y atractivo conductor del auto-, úsalo en todo lo que lo necesites; además, si todo sale bien, quizás en una o dos semanas tengas a Paul Kaifman de tu lado.
-¿Y eso es bueno?
-No estamos hablando de si es bueno o malo, Sarah. Estamos hablando de lo que es más conveniente y de tu importancia en nuestra estrategia. Paul Kaifman es el peón que necesitamos, tú lo sabes. Si Sam abandonó el buque, requerimos al primo.
Sarah Lieberman no respondió, giró su rostro y en silencio contempló como, tras salir del túnel, la autopista se abría hacia una gran panorámica de Santiago de Chile. La cordillera grande y totalitaria al fondo, la línea de rascacielos y las serpenteantes cadenas de nuevas autopistas, todas limpias y ordenadas. Y helicópteros. Alexis Arrivé tenía razón: después de la bomba del Parque Arauco, el cielo de la ciudad se había plagado de helicópteros.
«Sí, estoy en casa», se dijo en voz baja Sarah Lieberman, mientras veía como Santiago se iba extendiendo a sus lados y pensaba en Paul Kaifman. Le gustaba el nombre, sonaba bien: musical, como habría dicho su padre.

 

42

 

Paul Kaifman le indicó al taxista que doblara en Camino del Alba con Camino la Fuente y que luego enfilara por General Blanche hasta Los Huasos, un pasaje curvo que ascendía por el cerro Apoquindo hacia el oriente de la ciudad de Santiago.
-Deténgase en esa esquina -le pidió al conductor-. Espéreme un par de minutos.
Miró hacia ambos lados de la calle buscando la numeración y luego subió media cuadra hacia la parte alta de Los Huasos. El molesto sol de finales de invierno se dejaba caer violento sobre el sector más alto de la ciudad. La herida de su frente le molestaba más que otros días. Primero, un dolor momentáneo; luego, un latido pulsante y desagradable. Debería haber traído una aspirina, tal vez el taxista tuviera una.
Caminó un par de metros y dio con el portón de la casa de Leopoldo Durand. La misma a la cual Samuel había entrado poco antes de su muerte. Un cartel grande de «Se Vende» estaba pegado sobre una de las hojas de la puerta, abajo se leía Propiedades Fernández junto a un par de números telefónicos.
Paul se acercó al citófono y llamó dos veces al interior. Nada ni nadie respondió. Se estiró para asomarse y gritó, llamando a quien pudiera estar dentro. Tampoco le respondieron. Volvió a mirar. Un enorme ventanal cubría entera una pared del inmueble. Vio algunos vidrios rotos en el patio trasero y las formas de algo que podría haber sido una piscina. Una pequeña araucaria crecía en mitad del antejardín, junto al pasillo que llevaba a la puerta de entrada de la casa de Durand.
-Disculpe, ¿busca a alguien? -lo asaltó la voz de un hombre a su espalda.
Paul giró. Un guardia comunal lo miraba con cara de pregunta y también de miedo. Él sonrió. Alguna vez le habían comentado que cuidar casas en el barrio alto de Santiago era el trabajo más de mierda que alguien pudiera conseguir. No solo era ingrato y mal pagado, también peligroso.
-Tenía una cita con la corredora para ver esta propiedad, pero parece que me dejaron plantado -improvisó rápido.
-La señorita Fernanda, la conozco. Llámela a esos teléfonos -le indicó el guardia, apuntando con su brazo derecho al cartel de Propiedades Fernández.
Fernanda Fernández, pensó Paul, mientras le preguntaba al guardia si la casa llevaba mucho tiempo desocupada.
-Como mes y medio, el caballero se fue después de que le entraron a robar.
Paul continuó el juego.
-¿Habló alguna vez con el dueño?
-Poco, pasaba nada acá en Santiago, era del sur, creo. La señora que cuidaba la casa prácticamente vivía sola. Yo lo habré visto un par de veces a lo más. Y llevo cinco años trabajando en la cuadra.
-Don Leopoldo...
-Sí, creo que así se llamaba.
-¿Y ha venido mucha gente a ver la casa?
-No mucha. Cuando entran a robar a una casa toman mala fama, son como malditas...
Paul se despidió y caminó de regreso al taxi, que atinadamente se había estacionado bajo la sombra de un olmo. Mientras avanzaba, buscó su Blackberry y volteando hacia el portón marcó los números de la inmobiliaria.
-Con la señorita Fernanda, por favor -pidió. Una voz joven, de mujer que no debía pasar de los cuarenta años, le contestó al rato. Paul la interrogó por la casa y tras escuchar una breve descripción de la misma y la oferta para una cita esa misma tarde, le preguntó si sabía dónde ubicar a Leopoldo Durand.
-¿Qué Leopoldo Durand? -le preguntó ella.
-El dueño de casa.
-Perdone, pero la casa no está a su nombre, él debió ser quien la arrendaba. Vivió en ella los últimos cinco años, pero no es el propietario.
-¿Podría darme el nombre del dueño?
-Disculpe, pero es información confidencial.
Paul esperó un segundo y luego, sacando un tono más serio, le dijo:
-Soy abogado y llevo la causa de un intento de robo hacia el inmueble ocurrido hace un par de meses. Supongo que usted está al tanto.
-Sí, algo sé... -respondió Fernanda con un tono dudoso; de un momento a otro le habían cambiado la historia.
-Queremos cerrar la investigación para terminar con el caso; ni a nosotros ni a ustedes como administradores del inmueble nos conviene que siga abierto. Sobre todo porque se trató de un hecho menor, aislado y sin consecuencias. Un error, según el acta policial. Pero para cerralo -recalcó- necesito saber a nombre de quién está inscrita la casa.
Tras un momento en silencio, la mujer le dijo que esperara. Paul contó hasta diez, mientras el conductor del taxi le hacía señas de si ya estaban listos.
-Sí -le dijo al taxista, quien de inmediato encendió el motor.
-Solo le pido que sea discreto -le habló Fernanda-. La casa fue inscrita hace cuatro años por David Kaifman.
-¿Perdón? -soltó Paul, sintiendo otra punzada en su herida.
-David Kaifman -repitió ella-. Ka, a, i, efe, eme, a, ene...
Paul cortó la llamada sin despedirse y volvió al auto. Se sentó y le pidió al conductor que lo llevara a Providencia con Pedro de Valdivia. No habló durante todo el viaje. Cuando el auto tomó Camino del Alba hacia Kennedy, metió una mano a su bolsillo y sacó el iPod de su primo. Lo encendió y se quedó con la mirada fija en la pantalla y las aplicaciones de colores que flotaban sobre el cristal líquido. Presionó el ícono de «música». Ni una sola canción.
David Kaifman era el segundo nombre y segundo apellido de su primo Samuel.

 

FREMANTLE, PERTH, AUSTRALIA 43

 

Lo llamaban irlandés, aunque lo único que tenía de esa tierra era el apellido de su padre y una foto desteñida de sus abuelos. «Belfast, diciembre 1939», decía tras aquella imagen, misma que O’Connell tenía apuntada en mitad en un pequeño mural de instantáneas que su esposa le había improvisado junto a la litera del camión. Y aunque le gustaba mirar ese breve lazo con su país de origen, sabía que mientras siguiera sumando polaroids del primer año de su hijo, los abuelos estaban condenados a abandonar el mural, trasladados al anonimato de alguna cajonera en casa.
La luz del semáforo pasó a verde y O’Connell pisó levemente el acelerador. El poderoso motor Volvo Scania, montado al frente de la máquina, rugió y puso en movimiento las dieciocho ruedas del tráiler a través de la asfaltada cubierta del amarre, bajo las patas arácnidas de las grúas encaramadas al casco del Hanjin Columbia.
Un viento fresco se coló a través de la curvada forma del mercante y rebotó hacia la cabina del camión. Entró a través del parabrisas de la puerta del acompañante y chocó como un golpe fresco contra la sudada mejilla derecha de O’Connell.
Uno de los operarios del puerto corrió hasta el camión y, aprovechando la baja velocidad de este, se trepó a la plataforma de la puerta del conductor.
-Irish... -lo saludó, se conocían de hace un par de años. O’Connell le contestó sin siquiera mirarlo y le entregó la papeleta de la carga.
-San Julián -le indicó.
-San Julián -repitió el sujeto, apuntando el nombre del puerto argentino del cual salió el container-. La tercera grua -le indicó.
Un carro remolcador se acercó al tráiler de O’Connell. Su conductor, el jefe de puerto, le hizo señas para que lo siguiera. Le indicó a gritos que los papeles estaban en orden y que se iba a proceder a la descarga de la mercadería. El irlandés tomó una barra de chicle, se la metió a la boca y siguió las indicaciones. Llevó el vehículo junto a los rieles sobre los que se deslizaban las cuatro patas del último de los puentes grúa del muelle y detuvo el motor. El sol caía fuerte sobre el puerto australiano.
-Quint O’Connell para el Museo Agropecuario de Geraldton -gritó el jefe de operaciones de carga.
O’Connell asintió y bajó del camión.
El capataz tomó un intercomunicador y le indicó al operario de la grúa, encaramado en una pequeña carlinga transparente bajo uno de los rieles de la máquina, que comenzara a descargar.
El irlandés fue a una expendedora por una gaseosa. Sobre su espalda, el descomunal gancho deslizante del tercer puente grúa mecía un container naranjo desde la proa del Hanjin Columbia hasta la plataforma del camión. Seis operarios rodearon el tráiler para asesorar la descarga y ajustar los seguros del acoplado a las gatas articuladas del cajón que descendía agarrado de gruesos cables metálicos.
O’Connell dejó la lata de bebida en el suelo, tomó su teléfono y apretó uno de los números de su memoria.
-Dile al cura que estamos ok -fue su corto llamado. Después bebió lo poco que le quedaba de gaseosa y caminó de regreso a su máquina. Tal vez, los tipos que le aleteaban al operario de la grúa necesitaban de su ayuda.

 

MUSEO AGROPECUARIO DE GERALDTON, PERTH, AUSTRALIA 44

 

Un niño se acercó a una de las diez cosechadoras de vapor. Volteó sin que nadie lo viera y luego trepó hasta la cabina de la vieja máquina. «¡Sean!», le gritó la maestra, una mujer de treinta años y cabello amarrado con un palillo de madera, que había pasado toda la mañana recorriendo junto a su curso, un grupo de veintidós niños de nueve años, las instalaciones del museo abierto de la agroindustria del padre Ferguson, fundado en 1968 por un sacerdote norteamericano, según indicaba el letrero que colgaba sobre el portón de las instalaciones.
-Déjelo -le respondió el padre McBrien, jesuita de sesenta y dos años que llevaba poco más de cinco en el lugar, de donde, estaba seguro, sus superiores no iban a moverlo. Ahora menos que nunca.
-¿Te gusta? -le preguntó McBrien a Sean. El niño levantó los hombros-. ¿Te comieron la lengua los ratones? -se burló el sacerdote.
-Nooo -estiró el niño. Los otros pequeños miraban con atención a su compañero, encaramado en lo más alto de la máquina.
-Esta fue una de las cinco primeras máquinas que trajeron al museo -empezó a relatar McBrien, mirando al chico a los ojos. Una pareja también se acercó a oírlo. Cada vez viene más gente, pensó McBrien. Eso no era tan bueno. Por casi cuarenta años, el museo había funcionado como una excelente fachada a la verdadera naturaleza de lo que allí ocurría. Ahora, sin embargo, con el Pacto haciendo más explícitas sus actividades, no estaba tan seguro si era conveniente dejar que entrara y saliera tanta gente. Las noticias estaban en el aire. Y si ellos se habían arriesgado a volar un centro comercial atestado de gente en Chile, nada ni nadie podría evitar que hicieran algo parecido en las instalaciones administradas por un grupo de curas en medio de la nada del desierto australiano. Con el virtual estado de guerra religiosa, no sería complicado disfrazar el hecho de acto terrorista. Los árabes estaban ahí, gratis para ser culpados. En Chile, todo el mundo miraba con miedo lo que sonara a islámico; en Australia, las cosas no serían tan distintas.
-¿En serio? -le preguntó el muchacho.
El padre McBrien se acercó y le guiñó un ojo.
-En serio -le respondió-. Es una cosechadora a vapor construida en Estados Unidos a fines de la década de 1890. Estuvo en actividad en Kansas por casi medio siglo. Sean -miró al muchacho-, ¿ves esas palancas a tu derecha?
El chico asintió con un movimiento de cabeza, sus compañeros de colegio lo siguieron con asombro, la pareja de turistas sonrió.
-La usaban para regular la presión del vapor que movía las hojas cosechadoras, montadas al frente de la máquina.
Los niños miraron.
-Desgraciadamente, cuando compramos la máquina, esas hojas no se encontraron por ningún lado. ¿Observas ese par de barras de metal, Sean?
-Sí, señor -dijo el niño.
-Ahí se amarraban los bueyes que empujaban la máquina -la boca del niño dibujó el más infantil de los asombros-. Es verdad, no mires a tus compañeros con esa cara de incredulidad. Estas máquinas, como muchas de las que hay en el museo, no tenían motor para moverse y eran empujadas por tracción animal.
McBrien notó que había un nuevo miembro en el grupo, el hermano Durrell, uno de los más jóvenes del equipo. Lo miró de reojo y bajó el rostro, era su forma de decirle que pronto iba a estar con él.
-Y ahora, amigo Sean -volvió con el pequeño-, será mejor que te bajes de allá arriba, mira que el hermano Durrell vino a retarme por dejarte subir. Está prohibido, sabes -murmuró.
El chico miró a su profesora.
-Ahora, niños -prosiguió McBrien-, saluden al hermano Durrell.
-Hola, hermano Durrell -repitieron los pequeños, mientras el más atrevido de ellos se encaramaba sobre los hombros del padre McBrien.
-Su fugitivo -le dijo a la profesora, devolviéndole al niño.
El sacerdote esperó a que la gira escolar y el par de turistas se alejaran hacia unas réplicas de vagones ganaderos de la Union Pacific, montados sobre una veintena de metros de vía férrea, y fue con Durrell.
-¿Qué sucede, Joseph?
Joseph Durrell tenía veintiocho años de edad y hacía menos de uno que había egresado de un seminario jesuita de Melbourne. Aún no entendía por qué sus superiores lo habían enviado a un museo agroindustrial en el desierto del suroeste australiano.
-Me dijeron que viniera a buscarlo. O’Connell ya descargó los containers -le dijo al director.
-Perfecto, encárguese de los visitantes, padre.
-Eso haré.
McBrien miró al cielo, despejado y caluroso, y apuró el paso hacia la bodega principal del museo. Al frente se distinguía el tráiler del irlandés. Argentina había cumplido. Eso, sin embargo, no le quitaba nada al peso de que las cosas en Chile no estaban tan bien como en su vecino país.
-Los papeles, padre -le entregó O’Connell apenas lo vio ingresar al bodegón.
-Gracias, ¿buen viaje?
-Tranquilo.
-Eso es bueno.
-Usted lo dice, padre, nadie hizo muchas preguntas y los trámites aduaneros fueron rápidos. Tiene buenos contactos.
McBrien, sonrió.
-Hanjin Columbia -leyó en voz alta el nombre del buque impreso en la caja metálica de transporte.
-También me extrañó, pero es una nueva ruta, al parecer más rápida. Y barata.
-Eso leo, ¿cómo está tu hijo?
-Bien, padre.
-Me alegro. Pasa por la secretaría, tu paga está firmada.
-Gracias, padre.
-Y dile a Lorenzo que te dé algo de comer.
-Gracias, señor.
McBrien fue hacia el centro de la bodega, donde un par de curas y dos hombres revisaban la carga del container. El director del museo se asomó a la boca del contenedor, abierta como las fauces de un monstruo marino. Nueve tractores viejos, algunos mejor conservados que otros, aparecían cuidadosamente montados uno sobre otro. Al fondo se apreciaba una pila de motores sueltos. Un fétido olor a metal y fierros oxidados se colaba bajo las paredes. McBrien giró la cabeza asqueado. Uno de los dos curas, con la boca y el olfato cubiertos, examinaba el interior de las máquinas ruinosas con una linterna.
-¿Karmelic? -preguntó McBrien.
-Tenemos tres, señor -le contestó el otro religioso-. Los números corresponden, hay que decodificar las cifras y ver dónde nos llevan.
-Solo tres -McBrien se sintió desolado.
-Lo siento, padre.
-No me pida disculpas, Karmelic, no es su culpa.
-Ellos están ganando -comentó uno de los civiles.
-No, reverendo, solo llevan una ventaja en la carrera, pero no están ganando. Usted sabe que en esta carrera nadie va a ganar, todo lo contrario.
El padre McBrien espiró profundo, en parte para relajarse, en parte para evitar las náuseas de la fetidez a óxido. Se dio vueltas, buscó un cigarrillo en su chaqueta y caminó hacia la salida del bodegón.
-Karmelic -le gritó mientras salía-, encárguese de los tractores que sean útiles. El resto fundámoslos, tenemos demasiadas de estas porquerías para seguir montando el show del museo. Gracias por todo, señores, que Dios nos bendiga.
Ninguno de los presentes le respondió.

 

TIERRA DE WILKES, ANTÁRTICA 45

 

Vasili Topol podía reconocer el ruido de un C-130 Hércules antes de que el avión siquiera apareciera a la vista. Ese retumbar hondo, mecánico y seco lograba asaltarlo con claridad, aunque las condiciones del tiempo jugaran en contra del movimiento del sonido. Ninguna nave en el mundo producía ese tipo de sonido, generado por cuatro hélices grandes de palas gruesas, textualmente un camión volador. La primera vez que el comandante Topol vio y escuchó un Hércules fue en el verano de 1971, cerca del círculo polar ártico. El rompehielos Lenin, donde entonces servía como suboficial, participaba de una misión conjunta con la Marina norteamericana. Una misión parecida a la que él mismo guiaba en estos momentos. Claro, entonces era apenas un adolescente y poco y nada entendía de las implicancias de su trabajo. Ahora las cosas eran distintas, muy distintas. El día en que conoció su primer Hércules ya se hablaba de querer dar de baja esa clase de aeronaves, que sus años de servicio habían llegado a un límite, que se necesitaban cargueros voladores más modernos y rápidos. Nadie imaginó que esa viejas vacas de alas rectas y formas rechonchas alcanzarían las primeras décadas del siglo XXI.
El ruido del C-130 no demoró en retumbar sobre el campamento levantado por los hombres de la nave rusa Ural. Vasili Topol esperó a que el chirrido de los patines, montados sobre el tren de aterrizaje del transporte, silbara a lo largo de la pista de aterrizaje, que ayer en la tarde sus hombres improvisaron junto al campamento, y se levantó de la cama. Hacía frío, la temperatura de la noche había sido la más baja en las dos semanas que llevaban instalados en el corazón antártico de la Tierra de Wilkes.
El potente radiador eléctrico, empotrado en una esquina de su habitación, no había logrado templar el habitáculo. Vasili Topol conocía la zona, sabía que las condiciones estaban cambiando, que el clima antártico se estaba moviendo contra ellos, que sus hombres no iban a aguantar otro par de semanas con noches como la que acababan de pasar.
Un oficial tocó a su puerta y le informó que los ingleses acababan de aterrizar. Topol se limpió un poco la cara, cepilló sus dientes, buscó su abrigo más grueso y salió hacia la pista. La noche austral soplaba helada, cortante, y se fundía con el ruido del avión estacionándose junto a los dos helicópteros de la expedición. El mismo subalterno que le había indicado la llegada de los visitantes se le acercó con una linterna y lo acompañó hacia las luces del Hércules.
El primero en descender del carguero fue un sujeto alto y delgado, un poco más joven que él, cubierto de pies a cabeza con un uniforme negro. Gente de Moscú, se dijo Topol, reconociendo en los modos del individuo esa forma tan típica de los que trabajan para las esferas más altas. Esos modos de camaradas de una época cada vez más lejana, cada vez más romántica. La madre Rusia, pensó el comandante de la expedición, su padre lo crió basándose en ese concepto. Imaginó a sus propios hijos, en lo distantes que estaban de esa vieja idea.
-Comandante Vasili Topol -lo saludó el sujeto en un perfecto ruso.
Topol y su asistente respondieron a la usanza militar.
-No se preocupe, comandante -prosiguió el recién llegado-, estamos demasiado lejos del mundo como para preocuparnos de formalidades. Soy Dimitri Gurevich, seré su enlace con los ingleses y americanos.
-¿Americanos? -respondió extrañado Topol-. Discúlpeme, pero hasta donde se me informó, solo íbamos a tratar con británicos. -Miró al avión. De la pequeña puerta junto a los insignias de la Royal Navy empezó a descender una fila de hombres, la mayoría cercanos a los treinta, todos vestidos con gruesos chaquetones blancos, todos civiles; algunas cosas definitivamente estaban cambiando allá arriba, en la punta del mundo.
-Ya sabe cómo son estos asuntos, comandante. Hay gente que toma decisiones que a su vez toma otras decisiones y así hacia arriba, la cadena suele ser muy larga.
Los hombres, doce en total, se acercaron a Gurevich y saludaron con un amable gesto al oficial superior de la avanzada.
Topol continuó mirando hacia el avión británico. A través de los grandes portalones de la cola de la nave, un par de tractores para la nieve bajaron sendos remolques a oruga con enormes contenedores encima. La señal que indicaba peligro de radiación se filtraba a través de la tela que cubría el contenido de ambos acoplados.

 

46

 

Dimitri Gurevich observó a través de la escotilla del helicóptero como el otro Ka-27 había cambiado un poco su trayectoria, desapareciendo bajo la cola de la nave sobre la cual ellos volaban.
-No se preocupe -le indicó el comandante Topol-, acá arriba suelen darse turbonadas peligrosas para helicópteros grandes.
El ruido dentro de la máquina era infernal, una suma entre viento antártico, dos turbinas pesadas y un par de rotores contrarrotatorios de tres palas girando sobre sus cabezas. Gurevich tuvo que taparse los oídos para escuchar lo que le decía el comandante militar de la misión.
-¿Pero siguen tras nosotros? -insistió al no ver por ningún lado a la máquina gemela.
-Nos usan de escudo -grito Topol-. Como ellos traen la maquinaria pesada, son más vulnerables al clima. Vamos rompiéndoles el aire; pensé que sabía de helicópteros, señor Gurevich.
-No se engañe, comandante, soy un hombre de oficina, salgo poco al mundo, como ellos.
Vasili Topol volteó hacia la parte trasera de la nave y se fijó en el resto de los invitados. Doce tipos silenciosos que solo se preocupaban de revisar papeles y anotar datos en computadores portátiles conectados a teléfonos satelitales. No parecían humanos, quizá no lo eran, se comportaban como esos androides industriales de aquellas historias viejas que solía leer de niño. Había una que le recordaba la escena. Cinco cosmonautas eran secuestrados por fuerzas extraterrestres que los reemplazaban por robots exactamente iguales. Cuando eran enviados al espacio, a una estación orbital, asesinaban a la tripulación y bombardeaban con misiles nucleares Nueva York, Londres y Washington, ocasionando la tercera guerra mundial. Nadie sabía lo que pasaba, excepto una mujer llamada Illana, esposa de uno de los «reemplazados», quien descubría el secreto de los robots y trataba de convencer a las autoridades del Kremlin. Pero cuando conseguía que alguien le creyera, ya era muy tarde. Misiles intercontinentales cruzaban el Atlántico de un lado a otro, mientras en el cielo un curioso movimiento de estrellas anunciaba que ellos, los amos de los robots, aprovechaban la confusión terrestre para iniciar la invasión. La historia se llamaba, Los dueños de los robots, y todo terminaba con un desgarrador grito de Illana. Sincronía: Illana se llamaba también la mujer con la cual Topol llevaba casado once años, la madre de sus hijos. Si aún creyera en las casualidades, habría jurado que todo era una broma del azar, pero Vasili Topol hacía mucho tiempo que había dejado de creer en lo casual. Miró a sus compañeros de ruta y trató de imaginar al dueño de esos robots. Se asomó a la cabina de pilotaje de la nave y a través de los cristales curvos del helicóptero vio las onduladas y blancas formas del terreno. Reconoció la cordillera que se doblaba en el límite del horizonte, estaban cerca. Unos diez minutos más de vuelo.
Regresó a su asiento y agarró los papeles que le había pasado Gurevich tras la reunión después del arribo del Hércules. Y por segunda vez desde que había conocido a los hombres que volaban junto a él, los revisó. La historia de la clase Berlín. LZ-132 Berlín, el primer súper zepelín tras el desastre del Hindenburg y la mayor nave aérea jamás construida, diseñada exclusivamente para llevar partes vitales de la avanzada tecnológica germana fuera de la atención aliada durante los primeros años de la guerra. Tenía sus ventajas, el helio caliente y la forma lenticular lo hacían virtualmente indetectable a los primeros radares; además, podían volar más alto que los mejores cazas de Inglaterra y Estados Unidos. El Berlín fue un éxito de la ingeniería. Lo suficiente como para que se aprobara la construcción de dos gemelos: el LZ-133 Lebensraum, bautizado con el nombre del espacio vital germano según el III Reich, y el LZ-134 Fallersleben, nombre del compositor del himno nacional alemán. En 1942, el Berlín fue derribado al norte de Groenlandia por la aviación inglesa; poco después, el Lebensraum fue desmantelado. Un año después, el Fallersleben desapareció al sur de Argentina transportando la primera bomba de hidrógeno de Hitler. Al menos eso se pensaba hasta hace tres semanas, cuando los restos del mayor dirigible alemán aparecieron cerca del polo sur. Y una expedición meteorológica rusa se había apropiado del hallazgo.
Vasili Topol sonrió al pensar en el adjetivo meteorológico usado en los comunicados oficiales; ya era hora de que los fabricantes de noticias inventaran otra cosa. La gente era cada vez menos tonta, el sentido común e internet eran una buena combinación; pronto nadie se iba a tragar lo de un rompehielos nuclear ruso de última generación usado en una expedición climatológica. Hacía tiempo que no había guerra fría, las excusas taradas de esa era bipolar ya no servían.
Cerró los ojos y esperó a que la nave tomara tierra.

 

47

 

-¿Cuántos son los afectados? -le preguntó Gurevich, mientras veía como los americanos e ingleses bajaban sus máquinas del segundo Kamov.
-Nueve.
-¿Contando al doctor?
-Diez con él.
-Aleksei Kazan -leyó Gurevich en voz alta, en los documentos que el comandante Topol le entregó antes de bajar de la nave. Tomarlos con los guantes especiales era especialmente complicado, tanto como leer a través de una mascarilla empañada-. Parece un buen hombre -comentó, limpiando el plástico transparente que cubría su rostro.
-Lo es. Y muy inteligente. Sabe que no es normal que le haya ordenado quedarse con los infectados y no salir de la tienda.
-Todos sabemos en qué estamos metidos, comandante.
-No, Gurevich, no todos -pronunció Vasili Topol, mientras se adelantaba un par de pasos hasta el borde de la excavación, en cuyo fondo podían verse los fierros doblados del esqueleto de lo que alguna vez había sido el dirigible Fallersleben. Junto a los metales se asomaban las colas de los aviones de defensa que la nave llevaba colgando de su vientre, tres ME-262 propulsados por reactores gemelos y un helicóptero Focke FA-223. Topol limpió la mascarilla de su traje antirradiación para mirar mejor y luego volteó hacia las instalaciones de la avanzada, donde el doctor Kazan había improvisado un hospital para los infectados. Ya no había vuelta atrás.
-Corrección, son trece -le dijo al tipo detrás suyo-. El doctor se quedó con otros tres marinos para auxiliarlo con los enfermos. Trece -suspiró-, número de la suerte.
-Eso dicen.
Un tractor Snowcat arrastró el carro a orugas sobre el cual los visitantes instalaron sus implementos. Pasaron junto a los rusos, sin saludarlos, y se estacionaron junto a la tienda hospital.
-Van a bombardear -confesó Dimitri Gurevich.
-Lo imaginé, es lógico, esto es puro veneno -volvió a mirar los restos-. ¿Cuándo va a ser?
-No lo sé. Los gringos coordinarán todo. Van a quedarse acá un par de días, recogiendo restos, lo que sea necesario, y después limpiarán el área. Tienen una portaaviones estacionado al sur de Nueva Zelanda.
-¿Los ingleses harán el trabajo sucio?
-Ya lo dijo, comandante, nuestro deber es facilitarles las cosas y mantener el juego. Mañana serán embarcadas en el Ural réplicas de restos de la nave alemana. Usted y el capitán se encargarán de difundirlas, que el mundo sepa lo que tiene que saber. Ahora es mejor que se lleve a sus hombres, esta gente tiene que hacer su labor y yo velar por ello, ya lo sabe.
-Lo sé. Dimitri -le dijo, por primera vez llamándolo por su nombre-. Hágame un favor: salude al doctor de mi parte.
-En su nombre, Vasili -también lo nombró-. Así lo haré.
El comandante Topol, de la Armada rusa, regresó al helicóptero, cerró el portalón de carga, se quitó el traje antirradiación y ordenó a los pilotos volver a la base madre. Por radio repitió la orden a la nave vecina, que fue la primera en levantar vuelo. Mientras el rechoncho Kamov Ka-27 se elevaba sobre los vestigios del mayor dirigible del III Reich, miró hacia la tienda del puesto de avanzada. Y entre la nebulosa brisa antártica distinguió las siluetas de ocho sujetos que se apartaban del resto e ingresaban a la tienda usada como hospital por el ahora ex médico del rompehielos Ural. Si Gurevich decía la verdad, esas siluetas eran las de los ingleses, las de quienes se encargarían del trabajo sucio. Vasili Topol agudizó la mirada a través de la escotilla del helicóptero y creyó ver el resplandor de los disparos a través de las ventanas de la tienda.
-Avise a la base que levanten el campamento, teniente -le ordenó al copiloto del helicóptero-. Volvemos al barco.

 

SANTIAGO DE CHILE 48

 

-Te están mirando -le dijo Daniel, mientras ensartaba una papa frita con el tenedor y la untaba en el jugo de carne antes de metérsela a la boca.
Paul miró a su hijo y levantó los hombros. Uno de los mozos del hotel se acercó a la mesa y les preguntó si querían algo más.
-No, nada, todo está bien.
-Otra Coca-Cola -interrumpió Daniel.
Paul Kaifman cortó un trozo de carne y continuó comiendo, como si nada.
-Te están mirando -volvió a insistir su hijo.
-¿Quién me está mirando?
-Atrás tuyo, a las tres y media -indicó Daniel en jerga militar-. Trigueña, tipo rubia, unos treinta o treinta y cinco, pálida, delgada, pecas en la nariz. Está bien... -la descripción no era fina en detalles, pero convencía-. Espera, sigue mirándote... Con calma, papá, yo te aviso cuándo voltear.
Paul recorrió el comedor del hotel, no había mucha gente: un par de parejas, él, su hijo y la mujer de la cual Daniel le estaba hablando. El mozo regresó a la mesa con una Coca-Cola y un vaso con hielo.
-Era light -le dijo Daniel, al ver que le servían la gaseosa.
-Disculpe, señor...
-Déjemela a mí -dijo Paul.
-Le traigo su Coca light enseguida, señor -indicó el mesero antes de regresar a la cocina del local.
-Gracias -acotó Paul.
-¿Por qué siempre haces eso, papá? -le preguntó Daniel apenas se quedaron solos.
-¿Por qué hago siempre qué?
-Esto, lo que acabas de hacer. Ser tan amable. No tenías por qué quedarte con la bebida, ni siquiera te la vas a tomar. El tipo estaba haciendo su trabajo, se equivocó y punto.
-El que se equivocó fuiste tú, nunca le pediste Coca-Cola light.
-No estoy tan seguro.
-Yo sí, tengo buena memoria.
-Como sea, viejo, el punto es que no tienes por qué ser tan amable. Es gente haciendo su trabajo y listo. Además, prácticamente llevas un mes viviendo en este hotel, tienen el derecho a atenderte como un rey, les estás pagando.
Paul pensó en voz alta:
-Hace unos años habrías sido una estrella de la economía global.
-Felipe dice lo mismo -su padre no contestó y siguió comiendo.
El mozo volvió a la mesa con una Coca-Cola light y la dejó junto a un vaso con hielo a un lado del plato de Daniel.
-¿Ves? -dijo el muchacho.
-¿Qué quieres que vea?
-Ni siquiera me la sirvió, con tu actitud le diste derecho a enojarse conmigo, por eso no hay que tratar tan bien a estos tipos; a la gente le das la mano y se toma el brazo.
Levantó las cejas y dio un sorbo a la bebida desde la botella. Paul se preguntó de quién habría sacado su hijo ese carácter tan explosivo.
-¿Y cómo has estado?
-Bien. O sea, sin mucha novedad tampoco. Harto estudio, mucha pelea con los profesores, cosas universitarias.
Paul recordó que jamás había peleado con un profesor durante su paso por la universidad. No tuvo necesidad de hacerlo. Cuando todos te tratan como un genio, el mundo puede ser especialmente plácido. La frase no era suya, sino de Samuel. Sam, recordó, cada día se le hacía más presente. No era casual que se estuviera quedando en el mismo hotel donde él se había ocultado antes de lo de la comisaría.
-¿Ya no te duele? -le indicó Daniel, mirándole el golpe de su frente.
-No.
-Te queda bien la cicatriz, te hace ver con historia, con un pasado distinto al de estar toda una vida tras un escritorio.
-Gracias.
-Lo digo en serio, papá. Es como si fueras veterano de una guerra. En fin -continuó su primogénito-. En la universidad me postularon a una beca, de eso quería hablarte, sobre desarrollo de inteligencias artificiales en Atlanta. No es el MIT, pero esta bien; además, es más barato.
-Estados Unidos no es barato.
-Lo sé, pero mamá y Felipe dijeron que algo podía hacerse.
-Yo también puedo ayudarte.
-Eres mi plan B, papá.
-Para lo que quieras.
-Lo sé.
-¿Y cuándo sabes si te aceptan?
-Luego, como es un convenio universitario, pueden avisarme en unos meses o en unas semanas, es casi automático.
-No hay becas automáticas.
-Ahora sí, estamos en el futuro, viejo.
-Si tú lo dices, ¿cómo va tu carrera de Dj?
-No llamaría al hecho de poner música en un par de fiestas y matrimonios tener una carrera como Dj. A propósito, siento lo del iPod.
-Tu madre.
-Se urgió, es todo. ¿Y qué hiciste con él?
-Nada -Paul buscó una mentira rápida-, lo tengo en la oficina. Lo llevé a un servicio técnico y me dijeron que estaba malo, el sistema pervertido, tecnicismos que no entendí una jota. Además, para serte franco, prefiero alejarme un poco de los líos que pudo haber dejado tu tío.
-Después de lo que te pasó, yo también me alejaría. Entonces, ¿ya no necesitas que te consiga a un experto en Apple para que te abra el disco duro?
-No... -continuó mintiendo-, tu madre tiene razón, es mejor no seguir enredando las cosas.
-Y meter a otra gente en esos enredos.
A veces, Daniel se parecía mucho a su madre.
-¿Cómo está Cecilia?
-Bien, o sea como siempre. Cuando le conté que me habías invitado a comer te mandó saludos. Me preguntó dónde, le dije que a tu hotel, me respondió que era típico de ti, que eras demasiado cómodo para moverte de un hábitat cercano.
Cecilia acostumbraba a usar la palabra hábitat.
-Te sigue mirando -continuó Daniel-, la chica a tu espalda. Ya, prepárate, cuando yo te diga voltea... Listo... uno, dos, tres... ahora...
Paul no lo hizo.
-¿Qué onda, viejo?
-Nada, cómo quieres que esté mirando a una mujer que ni siquiera conozco, no tengo veinte años.
-Eres muy fome. No estás haciendo nada malo. La mina te está mirando, quiere que la veas, así es el orden natural de las cosas. Te estoy diciendo que la observes, no que te la lleves a la cama.
-Daniel...
-Viejo, a veces eres más tímido que mi madre, y ella es la evangélica.
-Soy judío...
-Cuando te acuerdas.
-Además, no se trata de ser tímido.
-Se trata de qué, viejo, mírala, no te vas a convertir en una estatua de sal si lo haces, como la mujer de Josué...
-De Lot...
-De quien haya sido... La mujer es como para ti, en serio. O sea, no es precisamente mi tipo, pero no está mal, para nada mal.
-Te repito que ya no tengo veinte años.
-Eso no es excusa. ¿Puedo hacerte una pregunta personal, papá?
-Claro.
-¿Te has tirado a alguien después que te separaste de la mamá?
-Eso no te importa.
-Mi padrastro dice que...
-Felipe no es tu padrastro, es él marido de tu madre y punto.
-Me crió, incluso fue mi apoderado en tercero y cuarto medio. Créeme, si lo llamo padrastro es por algo.
-Es raro que hablen de mí.
-No es que hablemos de ti, papá, solo has sido tema de un par de conversaciones.
-¿Y qué es lo que ha dicho tu padrastro en ese par de conversaciones?
-Que eres célibe, que después de que te separaste de la mamá, te saliste de las pistas. Que... -hizo un alto.
-¿Que qué?
-Nada, una tontera.
-Dime.
-Ya, pero no te enojes. Y no le digas a la mamá que te lo dije.
-Suéltalo.
-Que nada, que con todo tu cuento no sería raro que un día salieras del clóset.
Paul quedó en ruido blanco. Tuvo ganas de decirle a su hijo que le dijera a su padrastro que era un imbécil, pero se contuvo, había pasado una vida entera encerrado en un contenedor, no era el momento ni el lugar para salir.
-¿Te enojaste? -insistió el muchacho.
-No, no me enojo por tonteras. Además, que piense lo que quiera, estamos en un país democrático.
Daniel bajó la mirada, untó otra papa frita en jugo de carne y siguió comiendo. Paul se lo quedó viendo comer, pensó en las últimas veinte líneas de la conversación con su hijo y giró rápido la cabeza hacia la mujer que según su hijo lo estaba observando.
Y desde la mesa de fondo, Sarah Lieberman le respondió la mirada. Después añadió una sonrisa. Paul Kaifman hizo el mismo gesto. Su hijo tenía razón, una mujer lo estaba mirando.

 

49

 

La rubia se llamaba Jaime Bergman y hacía casi doce años había sido elegida como Playmate de la edición 45º aniversario de Playboy. Paul Kaifman la veía correr con un bikini amarillo por las asoleadas playas californianas, mientras la aterciopelada voz en off de la versión latina del canal Playboy disparaba datos de la chica. Que nació en Salt Lake City, que creció en el seno de una tradicional familia mormona, que le gustaba cantar country y que consideraba que sus ojos eran lo más lindo de su cuerpo. Tenía razón, pensaba Paul, mientras la veía desprenderse de la parte superior del bikini, levantando orgullosa un par de tetas magníficas. El especial se llamaba «Playmates de los noventa» y Jaime era la segunda antologada en la hora y media que llevaba el programa. Ahora contaban que era amiga personal de Howard Stern, quien la había escogido para protagonizar una comedia llamada Hijo de la playa, que se burlaba de Guardianes de la bahía. Según un Stern doblado en México, Bergman tenía todo para ser la nueva Pamela Anderson. Y era cierto, tenía todo y más, aunque le faltaba la actitud de Pamela, algo que no se conseguía levantando el dedo primero en alguna clase de modelaje en la mansión de Hugh Hefner. Paul recordaba haber visto esa serie hace años, Hijo de la playa, una comedia tonta donde Jaime Bergman se paseaba media hora con un bikini amarillo idéntico al que ahora no llevaba puesto. La modelo rodaba a la orilla del mar, levantando un trasero espléndido.
Afuera, en Santiago, las luces de la esquina de Condell con Providencia se hacían cada vez más difusas.
Los restos de la bomba iban a ser difíciles de limpiar.
Paul Kaifman se abrió la bragueta del pantalón y trató de masturbarse. Apretó su sexo con fuerza mientras sus ojos no se despegaban de la rubia oriunda de Utah que ahora, vestida de sexy granjera, se abría la blusa ofreciendo nuevamente su par de tetas. La chica era una delicia, su cuerpo acogedor, el hotel privado, la situación no podía ser mejor. Una buena paja, terminar de leer algo y apagar la luz. Algo que de hecho hacía con agendada frecuencia. Pero nada. Por más que presionaba, su pene no consiguió levantarse. Jaime Bergman masturbándose en la ducha era motivo suficiente para cualquier hombre en su situación, pero él no podía. No era que no tuviera ganas, era simplemente que a pesar del bamboleo constante de los senos de la rubia, no podía olvidarse de la reciente conversación con su hijo. «¿Hace cuánto tiempo que no te acuestas con alguien? Mi padrastro dice que no sería nada de raro que un día de estos salieras del clóset».
Paul siempre se había culpado por no haber estado junto a su hijo mientras este crecía. Confundió el ser padre con comprarle regalos caros y pagarle viajes a Europa y Miami. Y así ocurrió: donde pecas pagas, reza un dicho popular. Para su hijo, él no era otra cosa que una figura casual, de la cual incluso podía burlarse en compañía de su padre adoptivo. Pensó que de ser posible retrocedería en el tiempo. No sabía para qué. Estaba seguro de que volvería a cometer los mismos errores.
Jaime Bergman hablaba de su hombre ideal, mientras bailaba desnuda en una especie de galpón lleno de mangueras que la mojaban su cuerpo con fuerza. «Wet & Wild», así se llamaban esos especiales de Playboy. Paul Kaifman tenía varios en VHS. Pensó en la última vez que había hecho el amor. Recordaba exactamente la fecha, un martes de junio hacía diez años, pocos meses antes de separarse de Cecilia. No fue con ella. La chica se llamaba Laura, tenía varios años menos que él y un cabello largo y rubio, muy parecido al de la rubia modelo de Playboy que seguía mojándose en la pantalla del televisor.
Golpearon tres veces a la puerta. En una primera impresión, Paul pensó que era imaginación suya. La sensación se esfumó cuando los golpes se repitieron, nuevamente en una cadencia de a tres. Apuntó el control remoto y bajó el volumen del televisor, se subió los pantalones y saltó de la cama. No era muy tarde, debía de ser alguien del hotel con algún recado u oferta de algún tipo de servicio nocturno. Se equivocó. No era nadie del hotel. Los golpes se sucedieron por tercera vez.
Paul abrió la puerta.
Entonces la vio.
Parada en el pasillo del quinto piso lo miraba la mujer del comedor. Aquella chica de pelo castaño, pecas desordenadas y ojos café que según su hijo pasó toda la cena observándolo. La misma con la cual compartió una fugaz sonrisa poco antes de que Daniel le dijera que estaba atrasado, que se iba a juntar con unos amigos y que otro día terminaban la conversación.
-Hola -lo saludo ella. Tenía un acento raro. No era chileno, pero tampoco podía precisarse de qué lugar de Latinoamérica. Paul tuvo la impresión de estar parado frente a una actriz secundaria de teleserie gringa, doblada en neutral en alguno de esos estudios mexicanos dependientes de Televisa. Le miró el rostro, tenía un dejo a Cecilia. Pero no a su actual ex mujer, sino a la Cecilia original, esa muchacha de diecinueve años que conoció mientras era alumno ayudante de Historia del Derecho en el Instituto de Historia de la Universidad Católica. Esa chiquilla con cara de dibujo animado que se sentaba en primera fila y siempre hacía las preguntas más atinadas. La misma que terminó siendo la madre de su hijo.
-Hola -le respondió.
-Disculpa -continuó ella-. Llamé a varias habitaciones, pero fuiste el único que abrió. Estoy en el piso de arriba y quería preguntarte si tienes agua caliente en tu ducha, porque lo que es mi cuarto, al parecer sucede algo malo. -El diálogo y la situación eran de una mala película softcore. Paul imaginó que quizá lo estaban filmando, que en una de esas todo era una broma de su hijo y su padrino. La imaginación se cortó cuando ella tomó una hoja de papel que llevaba doblada en un bolsillo y la desplegó delante suyo.
No era una broma.
Tenemos que hablar.
Era la primera de trece frases garabateadas con gruesos trazos de plumón negro.
Sé quién eres, Paul Kaifman.
Sigue el juego.
Prefiero no decirte mucho acá.
Uno nunca sabe.
Creo que tengo respuestas.
-No sé... -dudó Paul, leyendo lo que la mujer le enseñaba-. No he revisado mi baño.
Tenemos que conversar acerca de lo que realmente le sucedió a Samuel.
Él me contó de ti.
Puedo explicarte lo de la casa de Leopoldo Durand.
En diez minutos más te espero en el lobby del hotel.
¿Conoces un lugar tranquilo por acá cerca donde podamos charlar?
-Pero creo que está bien -siguió Paul.
-Tal vez tenga que hablar con el gerente del hotel. Odio ducharme con agua fría, sabes.
Mi nombre es Sarah Lieberman.
No muerdo.
Eran las últimas líneas en el papel. La mujer torció una mueca idéntica a la que le había enviado hacía un rato desde su mesa en el comedor. Luego desapareció por el pasillo hacia los elevadores. Paul se la quedó mirando y cerró la puerta del cuarto. Respiró profundo y recordó que sí, que efectivamente conocía un lugar seguro por allí cerca. En volumen bajo, la narradora del canal Playboy contaba que Jaime Bergman llevaba varios años casada con el actor David Boreanaz, famoso por interpretar al vampiro Ángel en la serie Buffy, la cazavampiros y al protagonista masculino de Bones.

 

PANGUIPULLI, CHILE 50

 

Ignacio Ide sintió un golpe ligero en la parte baja de su estómago. No hubo dolor, solo una sensación de mareo y de vacío, como si lo hubieran quebrado por dentro. Y cuando vio las manos de su atacante, armadas con un puñal goteando sangre, supo que en verdad lo habían roto. No tuvo tiempo de pensar en qué era lo que estaba pasando. En el corto instante que se deslizó antes de la segunda puñalada, lo único que se le vino a la cabeza era que no era cierto aquello de que una cuchillada en el estómago era el más insoportable de los dolores. Apenas un tirón y un malestar no mayor al de un buen puñetazo de pelea infantil. No tuvo más tiempo. El mundo giró dentro de su cabeza, todo se fundió a negro y después vino la nada.
Ignacio Ide no volvió a respirar.
-¿Está listo? -le preguntó el hombre a la mujer que hundía por tercera vez su puñal en el vientre del ingeniero comercial.
-Sí, señor -fue la corta respuesta de la mujer, mientras sentía su mano caliente con la sangre del sujeto.
Las cosas habían salido sin sobresaltos. El dato no era errado. Ignacio Ide iba a pasar alrededor de las once de la noche por aquella curva en el camino que bordeaba el lago Calafquén entre Panguipulli y Lican Ray. Había encontrado otro tractor, sus jefes estarían contentos. Al menos en el más potencial de los tiempos verbales. Fue cosa de actuar bien, atravesar un auto en el borde del camino, aparecer vestidos como turistas e improvisar algún tipo de acento ambiguo, nada que ella o él no hubiesen hecho antes. Tuvieron que esperar poco. No más de media hora. Ignacio Ide apareció en su Toyota Tundra en la parte alta de la curva, los iluminó con un intermitente y ante la señal de brazos en alto de la mujer, joven y bonita, no dudó en detenerse.
Los datos de la investigación fueron de mucha utilidad, el ingeniero comercial venía de una familia tradicional, con valores cristianos, las posibilidades de que se detuviera a ayudar a una mujer en problemas, perdida en medio de la noche, corrían todas a favor.
-¿Qué les pasó? -fue el amable saludo del recién llegado.
-No sabría decirle, hable con mi marido -le indicó ella.
-Ignacio Ide -saludó él. Era cierto aquello de que era una de las personas más amables del mundo. Por un instante la mujer sintió pena de lo que debía de hacer. Pero la cuenta estaba cada día más cerrada, ya no quedaba espacio para sentimientos, solo restaba acabar bien las cosas. O como decía su compañero, cumplir con el trabajo encomendado.
-¿Qué le pasó, amigo? -le gritó al sujeto, cuya mitad del cuerpo estaba metido bajo el capó del auto: un compacto Citroën C3.
-No lo sé, pensé que podía ser la batería, pero no responde nada.
-Déjeme ver...
-Adelante.
No alcanzó a dar un paso más. La muchacha se le adelantó, giró su cuerpo contra él y antes de que Ignacio Ide entendiera qué estaba pasando, enterró un grueso puñal corvo bajo el estómago del amable servidor. El resto fue cuestión de segundos.
-Arroja el cuerpo bajo la berma y sigue con el plan -le indicó el hombre, mientras cerraba el motor de su auto y se apresuraba a abordar la camioneta de Ignacio Ide. Usó un bloqueador de circuitos para fundir la alarma del vehículo del ingeniero comercial, luego abrió la puerta del acompañante y buscó el computador. Revisando que nadie viniera por la carretera, abrió el laptop. La ventana de Windows XP le pidió la clave de acceso. Como si fuera suyo, el sujeto tecleó una sucesión de cuatro letras y dos números y presionó «enter». Los datos habían valido su precio. Las ventanas del escritorio no tardaron en desplegarse. Y ahí estaba, flotando en mitad de la pantalla de cristal líquido, sobre la foto de una mujer joven (su esposa) que el sujeto usaba de fondo, la planilla Excel con todos los datos reunidos por Ide para sus anónimos patrones en los últimos seis meses. Hizo clic en el documento. Una lista de poco más de doscientos nombres, direcciones, modelos de motor y fechas, cuidadosamente ordenados. El hombre sonrió. Sus superiores estarían complacidos. Una pequeña mancha de sangre era un costo superficial si se le comparaba a los casi dos años de rastreo que ese computador les iba a ahorrar. Y lo mejor de todo. El golpe se iba a hacer sentir con fuerza y dolor allá lejos, al otro lado del mar, en el extremo más perdido del desierto australiano.
Cerró el portátil, lo guardó en el bolso y cogiéndolo con seguridad se apresuró a alejarse de la camioneta del muerto. Un poco más allá del borde de la carretera, metida en el campo aledaño, su compañera terminaba lo iniciado. Arrodillada junto al cuerpo inerte de Ignacio Ide, completaba una serie de puñaladas repartidas estratégicamente alrededor del cuerpo, piernas y brazos del rastreador de tractores.
Bañada con la sangre de su víctima, la mujer miró a su compañero que se acercaba iluminándola con una pequeña linterna de mano.
-Treinta y seis -indicó ella, torciendo una sonrisa al culminar la última cuchillada bajo el cuello del infeliz-. Te demoraste.
-Revisaba que la información estuviera en el computador.
-Ahora te toca a ti -pronunció mientras se ponía de pie y tomaba una pequeña toalla que llevaba en el bolsillo trasero de sus pantalones. La dobló sobre su mano derecha y se limpió la cara.
-Odio este olor. Me da lo mismo mancharme, pero el olor. Ojalá no tuviera olfato...
El hombre no respondió, se allegó al cadáver, dejó el bolso del computador en el suelo y buscó una piedra del tamaño apropiado.
-Llama al helicóptero -le pidió a su compañera. Y mientras ella tomaba su teléfono y buscaba el número en la memoria del aparato, él se encargó de romper a punta de peñascazos todos los huesos de los brazos y piernas de Ignacio Ide. Luego, agarrando el cuchillo de su compañera, lo hundió en los ojos del cadáver, vaciándolos completamente.
La señal debía ser inequívoca.

 

SANTIAGO DE CHILE 51

 

No podía dejar de pensar que en el fondo le estaban tomando el pelo. La historia que acababa de oír no podía ser cierta. Samuel Levy Kaifman, su primo, era el dolor de cabeza de su familia; un arquitecto brillante, muy cierto, pero también una loca perdida, cuya vergüenza de ser y reconocerse homosexual lo habían obligado a refugiarse en la comodidad del primer mundo. Esa era la versión oficial, la que los Kaifman volteaban la cabeza al oír. La que a él mismo le acomodaba desde hacía cada vez más tiempo. Pero ahora... De un momento a otro todo aparecía patas arriba. Si lo que la mujer, sentada a su lado, acaba de relatarle era verdad, la línea que Paul creía real no era más que una tapadera, un disfraz multicolor hecho a la medida para proteger la verdadera identidad de su primo.
Según Sarah Lieberman, Samuel Kaifman había dedicado sus últimos años de vida a rastrear y cazar criminales de guerra nazis en el sur de Chile y Argentina. Cruzada que terminó transformándose en una obsesión que lo llevó a descubrir algo tan turbio, que esos enemigos, que tan insistentemente perseguía, tomaron la decisión de borrarlo de la faz del planeta.
-La última vez que hablé con Sam -el tono con el que Sarah lo nombraba denotaba un evidente cariño, algo que Paul pensaba no podía fingirse con tanta naturalidad- me confesó que se sentía como Batman, pero sin el traje de murciélago y el auto negro -sonrió-. Según tu primo, había metido las narices demasiado dentro y ahora no podía salirse. Para Sam -dudó un segundo-, lo suyo se había convertido en una guerra, sin vencedores ni vencidos.
La mujer estiró el punto final, echando hacia atrás la cabeza y apoyándola en su pálido y pecoso cuello. Después preguntó:
-¿Te molesta que fume?
-Adelante -respondió Paul, mientras fijaba la mirada en una pareja que se besuqueaba bajo las sombras de uno de los árboles de la pequeña plaza Bernarda Morín, cerca del corazón de Providencia, a pocos metros del hotel en el cual llevaba casi tres semanas viviendo. Mismo donde acababa de conocer a Sarah Lieberman, una mujer que le recordaba mucho a Cecilia de joven. Si sus palabras eran ciertas, ella había sido la mejor amiga de su primo recientemente asesinado; hasta hace diez minutos, víctima de un crimen homosexual; de acuerdo a recientes revelaciones, supuestamente eliminado por los herederos de criminales nazis ocultos en el sur del mundo.
-La plaza es pública.
-Uno nunca sabe. ¿No quieres?
-Estoy tratando de dejar el cigarrillo...
Tal como se lo indicó en su habitación, Sarah lo estaba esperando en el lobby del hotel. Apenas lo vio aparecer en la puerta del ascensor, fue hasta su lado y le comentó que pensaba que no iba a bajar. «Si no lo hubieses hecho, no te habría culpado». Él le respondió que conocía un buen lugar cerca.
-¿Un bar? -interrumpió ella, con una sonrisa que Paul sintió coqueta.
-Una plaza -después le contó que su ex esposa vivía de joven por el barrio, que lo conocía bien, que era una de sus esquinas favoritas de Santiago. No era verdad, pero le funcionaba bien. Lo cierto era que alguna vez Paul Kaifman tuvo una amiga que vivía en Obispo Donoso, una cuadra más hacia el poniente. Fue a la segunda mujer a la cual le dio un beso, precisamente en esa plaza. A él le gustaba mucho, ella solo lo estaba probando. La dejó de ver poco tiempo después del beso, él tenía quince años, ella trece. No era muy bonita.
Caminaron hacia la plaza por avenida Condell media cuadra hacia el sur. Cuando llegaron, ella comentó que tenía buen gusto. Que en verdad era el lugar perfecto. Paul volvió a acordarse de ese primer beso, no había sido nada perfecto. Miró a la tal Sarah y se preguntó cómo sería besarla. Se acordó de su hijo, de lo que el actual marido de su ex mujer creía de él y no pudo seguir pensando. Ni en besos, ni en la delgada mujer que estaba a su lado y que en ese instante le indicaba una banca, poco más allá de los juegos infantiles.
-Sentémonos allí.
Sarah Lieberman largó su carrera contándole que había nacido en Chile, donde vivió hasta los ocho años. «En Concepción». Después, por el trabajo de su padre, empezó a moverse por el mundo: España, Perú, Argentina, México, China incluso Italia, «por eso tengo este acento tan raro, como neutral. Como traducción de dibujo animado». Ella siguió su historia, se había casado a los dieciocho años, con un dentista neoyorquino con quien duró poco más de cuatro.
-Él quería tener hijos, yo vivir mis veinte, ahora creo que fue un error...
-¿Casarte?
-No, no tener hijos.
Después de su matrimonio, Sarah terminó sus estudios de Historia Europea en Princeton y tras egresar se dedicó a las relaciones públicas.
-Fue ahí cuando conocí a Samuel -remató-. Fue una mala historia de amor, sabes -continuó ella, consciente que tenía toda la atención del mundo. O de la plaza, que en esa ocasión era casi lo mismo-. Creo que me enamoré de Sam a primera vista. Claro, él ni siquiera me vio. Estaba mucho más interesado en un amigo en común que en la odiosa heterosexual que lo llamaba cada noche con la excusa de hablar de la vida. Pero nos hicimos amigos. Es verdad eso que dicen que no hay mejor amiga para una divorciada que un gay buenmozo y con sentido del humor. Y en esa cancha, Sam era el mejor de todos. Cuando lo conocí yo ya formaba parte del grupo Second Wave -se detuvo-. De la «Segunda Oleada», como bien supo traducir tu primo.
Sarah Lieberman sabía ser entusiasta para contar su historia. Quizás habría sido una buena escritora, pensó Paul mientras la escuchaba cambiar de tono y enfatizar determinadas sílabas para darle un ritmo apropiado a su narración. Second Wave, ¿qué clase de nombre podía ser ese?
El abuelo de Sarah había muerto en Auschwitz. Él y sus cuatro hermanos se sacrificaron para que su abuela, embarazada de su padre, escapara de Polonia disfrazada como enfermera en un tren con destino a Francia. De pequeña escuchó historias acerca de nazis, del holocausto y toda clase de atrocidades relacionadas con el régimen de Adolf Hitler.
-En Princeton -continuó- me empecé a relacionar con juventudes judías cercanas a la Fundación Wiesenthal, mi ex esposo era miembro de ese grupo. Trabajábamos coordinando la red de comunicaciones, mediante la cual pretendíamos dar con responsables del holocausto que escaparon a los juicios de posguerra, la mayoría ocultos en el sur de Brasil y sobre todo en la Patagonia argentina y chilena. El conocer el sur de este país me fue muy útil. Fueron buenos tiempos, idealistas, luminosos dentro de la oscuridad, no sé si me entiendes -Paul asintió-. Nos reíamos, convencidos de que seríamos responsables del enjuiciamiento de todos quienes habían atentado contra nuestras familias, contra nuestra sangre. Quizás a ti te debió haber pasado algo similar.
-Nunca estuve muy interesado en cazar nazis, lo siento.
-No estaría tan segura. Sam me habló mucho de ti. De tus peleas familiares, de tu mujer, tu hijo. Te quería harto, sabes. Lo suficiente como para saber que a pesar de tu aparente indiferencia frente al tema, siempre te sentiste tocado por la historia de tus abuelos.
-Perdona, pero mi historia es muy diferente a la tuya. Los Kaifman, o mejor dicho, mis Kaifman -acentuó- escaparon apenas pudieron. A lo más perdieron parte de su fortuna familiar. Pero a ellos nadie los persiguió, nadie los tocó. Conozco a mi familia y sé que a pesar del discurso del sufrimiento por culpa de los alemanes, todo no es más que un show para sentirse parte de un todo. Crecí y sobreviví en medio de esa mitología. Samuel también.
-Puede ser, pero toma en cuenta que igual sufrieron. Perdieron su madre patria. Créeme, eso puede ser muy duro para un judío tradicionalista, arraigado a sus raíces como imagino deben ser tus abuelos.
-Ni siquiera los conoces.
-Sam era una buena fuente, tú deberías saberlo mejor que nadie.
-No lo sé.
-También me contó de cómo tu vocación militar y tu simpatía por la derecha relacionada con Pinochet te separó de la familia.
-No sé si fue eso.
-Bueno, súmale haberte casado con la persona equivocada.
Paul no respondió. O era verdad que Sam le había contado todo, o estaba frente a una psicópata que había gastado buena parte de su tiempo libre averiguando datos clave de su vida. Luego de un silencio incómodo, le preguntó que era aquello de la «Segunda Oleada».
Según Sarah Lieberman, hacía algunos años, una facción joven y radical de la fundación Wiesenthal se separó buscando un modo más directo de concretar sus fines.
-Pensábamos que se habían aburguesado, que tras años de dar un golpe tras otro, la edad les estaba jugando en contra. Quedaban muchos criminales libres alrededor del planeta y nadie hacía nada. Second Wave fue una idea romántica y todavía lo es, supongo. Un puñado de idealistas judíos deseosos de recuperar aquellos viejos tiempos, cuando la venganza era disfrazada de aventura. A la distancia creo que pecamos de ingenuos, que en el fondo no éramos más que niños con recursos jugando a ser...
Paul miró al cielo, uno de los ya habituales helicópteros policiales surcó con sus faros y aspas sobre la plaza. Revoloteó un momento y luego desapareció hacia el centro de la ciudad. Era un aparato de los nuevos, pensó Paul, un Eurocopter con rotor trasero carenado, de ahí ese silbar grave y estirado.
-Esta ciudad está plagada de helicópteros -comentó Sarah, haciendo un alto en la historia, quizá para respirar, quizá como paréntesis antes de entrar a la parte fundamental del relato.
-Hace poco hubo un atentado contra el mayor centro comercial de Santiago -le contó Paul.
-Lo sé, lo vi en televisión, fundamentalistas islámicos.
-Eso dicen, yo no estoy tan seguro.
-También leí tu columna en internet.
-¿En serio?
-En serio, Sam me las mandaba, tu primo te admiraba.
Paul sintió un tirón en el cuello, Samuel era una herida demasiado abierta.
-El caso es que desde entonces -cambió de tema- estamos anclados en una especie de estado de sitio, donde la vigilancia aérea se ha convertido en parte de la fauna santiaguina.
-Sam siempre lo decía, sabes...
-¿Decía qué?
-Que su primo Paul hablaba redactado.
Sarah prefirió no continuar en el tema. Él sonrió. Ella también. Era difícil decir si habían compartido un momento o todo no era más que una placentera casualidad a la luz de un helicóptero. Si la vida fuera una comedia romántica, este sería un paréntesis perfecto. Una pareja joven se acercó a la plaza, pasó junto a ellos y caminó hasta el extremo más oscuro del lugar, bajo unos pinos azules. En un rato más, cuando Sarah terminara su relato, comenzarían a besarse. Ahora murmuraban en la noche, mientras encendían un cigarrillo de marihuana.
El olor no tardó en alcanzarlos.
-Feliz me fumaría un porro -comentó Sarah-, parece que hace siglos que me drogué por última vez.
-La marihuana no es droga -comentó Paul.
-¿Estás seguro?
Paul torció otra sonrisa.
-¿Dónde conociste a Sam?
-Hace seis o siete años, no recuerdo la fecha exacta. Second Wave dio una conferencia en un centro hebreo de Chicago. La idea era crear conciencia entre los jóvenes judíos sobre la necesidad de retomar la cacería de nazis de un modo activo, eficaz y organizado. Mi misión fue rastrear residentes, con historias familiares relacionadas con el holocausto y de un perfil cercano a ideas de izquierda.
-Mi primo no era precisamente de izquierda.
-Quizá no lo conocías tan bien...
Paul no respondió.
-El nombre de Sam apareció entre los residentes en Chicago con ese perfil: arquitecto chileno, nieto de una familia escapada de Alemania, etcétera. No era que fuera algo inusual; de hecho, era uno más entre los doscientos cincuenta invitados. Me acuerdo que fue de los que más preguntó, sus interrogantes eran molestas; en realidad, irritó bastante a mi ex.
-Entonces, tu marido...
-No, ya nos habíamos divorciado. Él se acababa de casar por segunda vez, pero nos llevábamos bien y éramos excelentes compañeros de trabajo.
-Dijiste que trabajabas en una editorial.
-Y así era, al menos en mi existencia oficial, como decía tu primo. Eso era parte del romanticismo de Second Wave. Todos teníamos una doble vida, éramos como una especie de súper amigos.
-Una «Liga de la Justicia».
-¿Perdón?
-Nada, una tontera; continúa, por favor.
-Hace frío.
-Santiago es una ciudad helada.
-Harto, también calurosa. La última vez que vine era diciembre, casi me muero sofocada -exageró.
-Nueva York es más frío y caluroso que acá.
-Sí, pero es húmedo y uno se acostumbra a la humedad. En cambio, esta ciudad es seca. Seca y... -un segundo helicóptero retumbó sobre sus cabezas- muerta de miedo. Volvió nuestro amigo -comentó.
-No es el mismo, es otro.
-¿Cómo lo sabes?
-Porque es otro modelo.
Era cierto. El nuevo helicóptero era de un tipo más antiguo, más convencional, con aspas externas en la cola, Paul lo reconoció como de fabricación alemana.
-Sam me contó que querías ser piloto de guerra, que armabas aviones y sabías todo acerca de las máquinas voladoras.
A veces su primo hablaba de más.
-¿Entonces Sam formó parte de Second Wave?
-No de inmediato. Simpatizó con la idea, entendía nuestro punto de vista, pero difería en los métodos. Tu primo era un sujeto bastante cómodo y aburguesado, al menos durante los primeros meses de nuestra amistad.
-¿Y qué pasó entonces?
-El amor, Paul, siempre el amor. Ya te conté que me enamoré de él. O que creí enamorarme, que para el caso viene a ser lo mismo. Tu primo se involucró con Judah Bayefsky, uno de los fundadores de Second Wave. Judah era un tipo mayor, unos diez años más que él, un tipo en extremo carismático; Sam cayó rendido a sus pies.
-¿Fue él quien lo involucró de un modo más activo?
-No te apures ni saques conclusiones. Pasaron muchas otras cosas. De hecho, una de las mayores diferencias entre Sam y Bayefsky fue por la metodología del Second Wave. Tu primo nos cuestionaba y lo cuestionaba. Le decía que estaba jugando con fuego, que a pesar de que no ponía bombas lo que estaba haciendo era extremismo. Y desde su punto de vista, supongo que tenía razón. Pero poco podía hacer, Judah Bayefsky estaba demasiado dentro. Él y el círculo interno de Second Wave llevaban meses rastreando a unos oficiales nazis que poco antes de finalizar la guerra escaparon a la Patagonia. No solo eso, también enviaron mucha información confidencial del III Reich oculta en maquinaria agropecuaria.
-Perdón...
-Eso. Cuando vieron que Alemania estaba derrotada, camuflaron miles de datos de todo tipo, encriptándolos entre los números de serie de tractores marca Lanz exportados a Chile y Argentina a partir de 1946. Fue una buena maniobra, recién se vino a saber medio siglo después. Judah descubrió la estrategia, le pagó mucho dinero a campesinos de la zona de Osorno, en el sur, a cambio de información, tanto de esos tractores como de familias alemanas relacionadas con ellos. Tras un par de años obtuvo una buena lista y organizó un grupo de cacería con quienes viajó al sur de Chile. Jamás regresaron. Entonces tu primo empezó a involucrarse de un modo más activo. Como te dije antes, no tanto para pagar una deuda familiar, sino por venganza, para averiguar qué le había pasado al hombre que amaba. Judah Bayefsky y siete miembros del Second Wave desaparecieron en el sur de Chile, lo último que se supo de ellos era que estaban en la zona de Aysén.
-Por amor... -subrayó Paul.
-Hacemos muchas cosas por amor. Sam se convirtió en un cazador de nazis, y de los mejores, sabes. Puede que sus razones no hayan sido las políticamente correctas, pero era efectivo. Y escaló rápido en la jerarquía de Second Wave. Lo suficiente como para tener vía libre al momento de retomar el proyecto de los tractores perdidos de la Patagonia, como les decía él.
Frente a ellos, la joven pareja se besaba como si mañana el mundo fuera a acabarse. Sincronía. De algún modo, las palabras de Sarah Lieberman equivalían a una confesión de fin del mundo.
-Entonces no te molesta que fume -volvió a insistir ella.
-Adelante.
Sarah Lieberman sacó un cigarrillo de una cajetilla de Salem etiqueta verde y lo encendió. Comentó que una de las bendiciones de estar en Chile era que acá nadie armaba escándalo a la hora de ver un fumador.
-Cada día hay más intolerancia con el vicio -le contó Paul.
-La vida sana es lo más fascista del planeta, sabes.
Paul no respondió. Esperó un momento y luego dijo:
-Supongo que hay más, como la respuesta al porqué del asesinato de Samuel, lo que me ocurrió a mí -se tocó la cicatriz- y tu presencia acá en Santiago de Chile. Aquí, en la plaza Bernarda Morín, a medianoche de un día de semana hablando con un extraño.
-Sam me habló tanto de ti que no te considero un extraño; obviamente, el sentimiento no puede ser mutuo.
Tenía razón, no podía serlo.
-Sam descubrió que eso que él llamaba caso de los tractores perdidos era parte del engranaje conspirativo que involucraba servicios de seguridad y Fuerzas Armadas tanto de Occidente como de la ex Unión Soviética, además de grupos religiosos vinculados a altas esferas del Vaticano y de la Iglesia evangélica norteamericana. Tampoco sé mucho más. Tu primo me dio apenas un vuelo de pájaro al asunto. Lo que sí sé es que estaba muy asustado. Según él, Judah había descubierto algo tan grande que podía hacer tambalear el mundo entero.
-¿Extraterrestres? -exageró Paul.
-No seas niño, estoy hablando en serio. De acuerdo a Sam tenía que ver con religión. Fuera lo que fuera aquello que Samuel y Judah descubrieron, era suficientemente fuerte como para poner en aprietos a las tres grandes religiones monoteístas: el Islam, el cristianismo y el judaísmo. Al parecer, los nazis dieron con algo muy grande, algo que empezaba y terminaba en el sur del mundo. Al inicio, tu primo creía que el asunto de los tractores se relacionaba con el mito aquel del oro perdido de Hitler. Que lo que había en estas máquinas eran las coordenadas para encontrarlo. Terminó siendo mucho más que eso, Sam estaba aterrado. Pero era un sujeto valiente, si ya estaba dentro no iba a salirse tan rápido. El problema es que se involucró con algo más que viejos nazis.
-¿Qué?
-No lo sé. Pero tiene que ver con la gente que lo asesinó y con quienes te golpearon.
-¿De qué estás hablando?
-Dímelo tú. Lo único que sé es que antes de que viajara a Temuco y lo asesinaran, Sam me llamó para informarme que te iba a entregar algo. Me pidió que viajara a Chile y me contactara contigo.
-Nunca me entregó nada -mintió Paul, apresurado.
-Si tú lo dices -ella arqueó sus cejas-. Mira, en verdad sé apenas un poco más que tú. Si estoy acá no es porque quiera, sino porque amaba a tu primo. No sé qué te habrá entregado, pero sí sé que algo hizo y creo que tú también lo sabes. No puedo obligarte a que confíes en mí, soy una extraña. Solo quiero que te cuides y que tengas claro que así como yo sé que Sam se las arregló para pasarte algo, ellos también lo tienen claro...
-Yo no...
-No, discúlpame a mí, no debí ser tan insistente. Me pongo en tu lugar y te entiendo. Es obvio que te protejas, yo lo haría de estar en tus zapatos.
-Aún queda algo pendiente -pronunció Paul-. El asunto de Leopoldo Durand y la casa de Los Dominicos.
Ella respondió:
-Durand es un hombre viejo, tiene más de ochenta años. Al parecer, cuando era joven estuvo involucrado con esta gente del sur, no podría decirte si con los nazis o con cercanos a ellos. Pero algo no funcionó. Samuel me adelantó que había descubierto cosas raras y terminó escapando muerto de miedo. No tengo idea cómo, pero Judah dio con él y lo convenció de ayudarlo a cambio de protección y de dinero, supongo. Pero tras la desaparición de Judah, el anciano volvió a esconderse. Samuel lo ubicó y le ofreció un trato similar. De ahí que la casa de Los Dominicos haya estado inscrita bajo la identidad de un alias formado por el segundo nombre y segundo apellido de tu primo. La Second Wave tiene recursos y contactos, créeme que no le hicieron muchas preguntas a la hora de comprarla. Leopoldo Durand fue un buen contacto para tu primo, lo ayudó bastante, al menos hasta hace unos meses.
-¿Qué pasó hace unos meses?
-Solo sé que escapó. Que Samuel tuvo que viajar de improviso a Santiago y que dos semanas después lo encontraste muerto en un motel de Temuco, bajo un supuesto crimen pasional homosexual. Es irónico, tu primo era gay, cierto, pero estaba lejos de ser una loca perdida. Nadie lo iba a asesinar por despecho. Después de Judah Bayefsky, y doy fe de ello, Sam no volvió a acostarse con ningún otro hombre.
Paul recordó cómo había sido el reencuentro con su primo. Si lo que la mujer decía era cierto, todo encajaba como en un perfecto rompecabezas. Samuel no era un tipo idiota, por mucho que estuviera borracho o drogado jamás iba a ingresar sin permiso a una casa ajena. Recordó sus palabras: «En ese sector todas las casas se parecen». Hasta en los momentos más extremos, su primo no perdía el sentido del humor.
-¿En qué piensas?
-En nada y en todo, simplemente no sé qué pensar.
-No creo que pensar sea el verbo. Esto es como empezar una relación, Paul, solo tienes que creer...
-¿No se ha sabido nada de Leopoldo Durand?
-No, por eso yo estoy acá, para encontrarlo. Pero no puedo hacerlo sin tu ayuda.
-¿De qué estás hablando?
-Mira, voy a dejar de andar con rodeos. No te conozco y no sé quién eres, tú tampoco me conoces ni sabes quien soy, pero tenemos dos cosas en común. La primera es que Samuel Levy confió a ojos cerrados en ambos, la segunda es que aunque no queramos ya estamos dentro. Quieras o no, necesito que me ayudes a encontrar a Leopoldo Durand. Por tu primo y por ti mismo. Siento decírtelo de este modo, pero quienes asesinaron a Samuel saben quién eres, dónde vives, cómo se llaman tu hijo, tu ex esposa y tu familia. Tú y yo, mi amigo, estamos bien cocinados.
Paul tuvo el impulso de decirle que no eran amigos, pero se contuvo.
-Hay algo más que quiero preguntarte.
Paul ni siquiera afirmó con un gesto.
-¿En qué parte de Chile hay un lugar llamado Ciudad de los Césares?

 

USS ESSEX, SUR DE NUEVA ZELANDA 52

 

El viento del Pacífico austral golpeaba el pálido rostro de Dimitri Gurevich hasta hacer enrojecer sus mejillas. El oficial norteamericano, ubicado a su lado, le aconsejó cerrarse más la capucha que le cubría el rostro. El ruso, en un flemático inglés, aprendido tras un par de largas pasantías en Londres y Washington, le contestó que no se preocupara, que estaba acostumbrado.
-De niño pasaba mis vacaciones en Siberia, mi abuelo era pescador; sé de esta clase de fríos -le dijo. No era cierto, Dimitri Gurevich jamás había salido de Moscú hasta después de los veinte años. Confiaba, sí, que la falacia le ganara puntos con el altísimo hombre de color que estaba a su lado, apoyado en la baranda de popa del USS Essex, viendo como el gran portalón bajo la cubierta de vuelo de la nave se abría para dejar entrar el aerodeslizador de asalto, improvisado como transporte rápido, que traía lo recolectado por la expedición del rompehielos Ural.
En el agitado horizonte, al sur de Nueva Zelanda, por encima del mar de Ross, los destructores escolta del Essex reventaban las olas con sus proas ahusadas como cuñas. El agente Gurevich pensó que las unidades norteamericanas se parecían mucho a las de La guerra de las galaxias, una de las primeras películas occidentales que vio de niño. De las pocas que dejaron entrar sin meter tijera. Un detalle: tradujeron Darth Vader como «Padre Oscuro», lo que a la larga terminó siendo bastante literal. Solo vio la primera, la de 1977. De las restantes cinco apenas ojeó fragmentos en algún vuelo o noche solitaria en el hotel de turno. Giró y miró la frenética actividad que se desarrollaba a lo largo de los doscientos sesenta metros de cubierta de vuelo del portahelicópteros de asalto.
-Llegaron los importantes, señor Gurevich -le indicó el sujeto que lo acompañaba-. Es mejor que despejemos la pista.
Dimitri se acomodó la visera y miró hacia el cielo. Tras las antenas más altas de la isla del puente del buque apareció la desproporcionada masa de un MV-22 Osprey. La aeronave rugió sobre la pista del Essex, encima de los helicópteros y aviones apostados en ella, y giró sus rotores a modo vertical para iniciar el descenso. Las enormes hélices propulsadas por turboejes gemelos Rolls Royce-Allison apuntaron al cielo, dándole al avión la forma de un helicóptero antediluviano. Se detuvo en vuelo estacionario y desplegó el tren de aterrizaje.
-Tenga cuidado, Gurevich, estas cosas pueden separarle la cabeza del cuerpo. Venga conmigo.
El ruido del MV-22 al tomar la pista era ensordecedor, aritmética precisa entre nave de rotores de asalto y avión de turbohélices. El ruso se agachó y siguió a su guía hasta una plataforma elevada en el segundo nivel del puente. Desde ahí contempló cómo el Osprey descargaba su valioso cargamento. Doce personas, ocho hombres y cuatro mujeres, reconoció a por lo menos siete de ellos. Una de las féminas participó con él en las reuniones de Londres a principios del año pasado. Si mal no recordaba, su nombre era Lisa.
Una última persona bajó de la aeronave de rotores basculantes, un hombre viejo que a pesar de estar postrado en una silla de ruedas se veía particularmente enérgico. Un uniformado lo ayudó a mover la silla por la humedecida cubierta de vuelo. El inválido miró con atención el universo que lo rodeaba y sonrió. Parecía sentirse en casa. Fue el primero en ponerse la gorra oficial de la misión: azul oscuro, bastante vistosa y con diez letras bordadas en dorado que indicaban en mayúsculas High Jump II. Los otros imitaron al anciano.
-¿Sheldrake? -preguntó Dimitri, su compañero asintió.
El capitán de Marina retirado Robert L. Sheldrake, uno de los hombres de confianza de Byrd durante la primer High Jump. Uno de los pocos que hizo lo correcto el 47 y evitó el destino de la mayoría sus colegas. Uno de los pocos que ha visto el secreto de los polos y sigue aún con vida. Y lo más importante, en suficiente paz como para recordarlo. De algún modo era simbólico que fuera el primero en ponerse la gorra. También que estuviera a bordo de esta nave. Sheldrake había participado de aquella primera misión en su calidad de primer oficial del USS Phillipine Sea, portaaviones insignia de aquel viaje, una unidad de la clase Essex. Calculó la edad del recién llegado, debía andar por los noventa y ocho años.
Otro civil se acercó al agente ruso y a su guía uniformado.
-No estoy seguro de que fuera una buena idea traerlo -comentó.
El militar lo miró y no dijo nada. Luego se excusó y los dejó solos, añadió que tenía cosas que hacer.
-Eso se llama tener autoridad -comentó Dimitri.
Su nombre era Case, ex piloto de la Marina, ahora consultor y escritor para la Agencia de Seguridad Nacional.
-Te decía que no sé si fue tan buena idea haber accedido a traer a Sheldrake, el viejo quizá se nos muera.
-Fue un movimiento diplomático.
-Por eso mismo, la diplomacia aquí no cuenta. A propósito, mira esto.
Case tomó un sobre que llevaba arrugado en uno de los bolsillos de la chaqueta y se lo alcanzó. El agente ruso de inteligencia fue torpe para agarrarlo, era complicado ser diestro con los gruesos guantes que le cubrían los dedos. En el dorso del sobre podía verse el escudo de Chile. Gurevich sabía de qué se trataba.
-¿La invitación?
-Firmada por el propio presidente de la República.
Abrió con cuidado la carta y le dio una leída rápida. La Armada chilena invitaba a las fuerzas anfibias norteamericanas estacionadas en Sasebo, Japón, a participar de ejercicios de desembarco conjuntos.
-Nos esperan en cinco días, quizá lleguemos antes. Estamos relativamente cerca -Case miró al oriente.
El Essex era la nave insignia de las fuerzas estacionadas en Sasebo.
-¿Cuándo zarpamos? -le preguntó Gurevich.
-Apenas terminemos acá -le dijo-. A propósito, te traje tu gorra.
-Gracias, supongo -y después de tomarla y mirarla la arrugó dentró de un bolsillo. Case había hecho lo mismo con la suya.
Miraron hacia el otro extremo de la pista. Bajo las cortas alas de un par de Lockheed F-35B de despegue corto y aterrizaje vertical, personal de mantención terminaba de acomodar sendos contenedores con bombas de caída libre guiadas por láser.
-¿GBU-12? -le preguntó a Case.
-GBU-16, de las grandes, mil libras de peso.
-No va a quedar nada.
-Es la idea. Los del Ural recolectaron todo lo que necesitábamos, ahora hay que limpiar.
-Como siempre.
-Como siempre -repitió el gringo-. El capitán Harriman le tiene preparada una recepción a Sheldrake. Es bueno que participemos, después de todo, hemos estado mucho más involucrados que el señor de la silla de ruedas.
-Sí, pero él entró, nosotros nos hemos conformado con mirar todo desde el borde.
-Es verdad, pero así es la guerra. Algunos actúan, los menos miramos y decidimos.

 

SANTIAGO DE CHILE 53

 

El departamento de Max Becker ocupaba un piso entero en un edificio curvo y viejo que enfrentaba avenida Providencia desde el pasaje Huelén. Alguna vez fue un estudio que Max compartía con varios compañeros de arquitectura. Ahora, con un par de paredes demolidas, lo había transformado en un desproporcionado piso de soltero. Un gran espacio común, de aplicado diseño, franqueado con paredes hechas de libreros y estantes con discos y películas en varios formatos. También había cuadros, la mayoría con imágenes en blanco y negro de Nueva York en la década de los treinta: muchos rascacielos, mucho zepelín, mucho transtlántico entrando al Hudson. Paul miró a Max y luego a Elías Miele y tuvo la idea que quizá fueran amantes. Un hombre soltero, de treinta y tantos que vivía en un departamento como aquel, respondía preciso al modelo de gay sofisticado y con estilo. Su profesor asistente tenía novia, era cierto, y es más, Paul aún recordaba las magníficas tetas de esa muchacha, pero eso no decía ni significaba nada respecto de las opciones sexuales de una persona. Además, los modos delicados de Becker le recordaban demasiado a los de su primo.
Paul se dirigió hasta un pequeño bar, improvisado junto a uno de los libreros, tomó la única botella de vino abierta y rellenó su copa.
-Salud -le dijo al dueño de casa.
Max Becker se lo respondió. Elías Miele también. «Sé quién puede ayudarte con ello», le había dicho este último, después de tomar una prueba en la mañana. «Si hay alguien en Chile que sabe de la Ciudad de los Césares y esa clase de temas es Max Becker. Ya lo conoces, es quien te ayudó con lo del iPod».
-Entonces... -soltó Paul, ansioso de regresar al tema que sirvió de excusa para esa reunión.
Max levantó los hombros.
-Según Elías, eres la persona que más sabe en Chile de la Ciudad de los Césares.
-Y le crees a este tinterillo... -el dueño de casa miró a su amigo.
-Por favor, sin ofensas -cortó Elías-, no estamos en el colegio.
-Olvido tus traumas.
-¿Traumas? -preguntó Paul.
-Te lo diré de este modo, no es muy agradable la vida cuando estás en un liceo de puros hombres, no eres deportista, eres demasiado delgado y tu apellido de origen francés se pronuncia «miel».
-Comprendo -torció Paul, mientras volvía a pensar en la idea de que tal vez sus interlocutores fueran pareja.
-En fin -habló Max, dirigiéndose a Kaifman-. ¿Qué es lo que quieres saber de la Ciudad de los Césares?
-No lo tengo claro, supongo que algo más que el típico cuento de la fortaleza de oro perdida en algún lugar de los Andes patagónicos -se sentía cada vez más borracho.
-Podrías haber buscado en internet.
-Lo hice.
Elías Miele se acomodó a hojear un tomo recopilatorio de especiales de la revista MAD.
-Por lo mismo -siguió Paul- preferí buscar conocimiento especializado. Internet está llena de versiones acerca del mito, me perdí aún más.
-Si me preguntas, te recomiendo los ensayos que escribió Miguel Serrano sobre el tema, están todos online...
-¿Serrano el nazi?
-Para este tema, ve lo nazi de Serrano como un detalle.
-Ser nazi no es un detalle.
-No pensé que fueras tan comprometido, conozco algo de tu historia, Kaifman -la última vez que alguien lo llamó así, por el apellido, estaba en la universidad-. No digamos que has sido un judío especialmente comprometido con la causa. De partida, te casaste con la mujer equivocada, tuviste un hijo fuera de, ¿cómo le dicen ustedes? -sobreactuó una duda-, vientre judío, lo que debe haber ofendido a tu abuela y a tu madre. Por supuesto, podría apostar a que le diste la espalda a la chica de la colonia que habían escogido tus padres.
Max Becker sabía molestar, pero también caer bien.
-Nunca hubo chica de la colonia.
-¿En serio?
-En serio.
-Si tú lo dices -se detuvo, luego regresó-: ¿Por qué tanto interés en la Ciudad de los Césares?
-Una pista en el asesinato de mi primo -mintió sin mentir Paul-, la policía no entiende nada y yo estoy tratando de ayudar en la investigación.
-O llevar una paralela.
El sonido mecánico y metálico de un helicóptero policial hizo retumbar las paredes del departamento. Miele comentó que ese había sobrevolado muy bajo.
-Deben haber encontrado algo sospechoso cerca del Mapocho -comentó Paul.
-No, siempre hacen vuelos rasantes a esta hora, los pilotos de la policía son los más contentos después de lo de la bomba.
-¿Tienes algo más fuerte? -preguntó Miele.
-Hay un vodka en el refrigerador -luego volvió con Kaifman-. Así que la Ciudad de los Césares.
-Así que la Ciudad de los Césares -repitió Paul.
-Todo por una mujer -agregó Elías, volviendo de la cocina con un vaso grande de vodka con jugo de naranja-. Cuéntale, Paul...
Solo había una cosa peor que un borracho: un borracho inoportuno e inteligente.
-Una amiga de mi primo.
-Tu primo el muerto.
-Mi primo el muerto. ¿Hay más vino?
-Claro.
Paul se puso de pie y fue al bar, regresó con una botella de Carménère.
-El sacacorchos está ahí al lado.
-Ya lo encontré.
Era de esos espirales mecánicos con dos brazos que se levantaban a medida que el tornillo entraba al corcho. Samuel decía que parecían robots de esos monos animados viejos de ciencia ficción de Hannah Barbera.
-Mierda -siguió Max Becker-, un judío muerto involucrado con la Ciudad de los Césares. ¿En qué mierda se metió tu familia, Paul? Nazis esotéricos escondidos en los Andes del sur.
Paul no contestó, llenó su copa un poco, mezclando el Carménère con lo poco que quedaba de Merlot y se lo bebió de un trago, como un trámite.
-Quizás...
-Quizá sí, quizá no. Esa es la teoría de Serrano acerca de nuestra versión local de la Atlántida.
-Mira -ahora sí llenó su copa-, solo quiero saber algo más de lo que dicen los textos de mitos chilenos, a lo único que llego es a la crónica del tal Francisco César en el siglo XVI y su búsqueda del oro de los Andes.
-Que es la historia oficial.
-A eso iba. ¿Vino?
-Por favor.
Un par de gotas de Carménére salpicaron contra la camisa de Max.
-¿Entonces? -preguntó Paul.
-¿Entonces qué?
-¿Qué más?
-Antes cuéntame de la amiga de tu primo y cómo fue que llegó a la Ciudad de los Césares.
-Se llama Sarah y es gringa. Gringa en teoría, porque nació acá y de chica vivió en distintos países, así que habla un perfecto español...
-¿Te impresionó?
-Eso mismo le dije -agregó Elías.
-¿Es bonita?
-Más atractiva que bonita -la definió Paul-. Tiene un rostro afilado, pecas sobre las mejillas y una nariz con carácter...
-O sea, te gustó.
-Bastante.
-¿Cómo la conociste?
-Según su versión, días antes de ser asesinado, Samuel se comunicó con ella y le dijo que si le pasaba algo se pusiera en contacto conmigo. En realidad, no sabe mucho de lo que le ocurrió a Sam, no más que yo al menos. Una de las últimas cosas que Samuel le dijo era que buscara la Ciudad de los Césares.
-¿Me estás jodiendo?
-¿Por qué te iba a joder?
-Es que parece de guión de película de conspiraciones globales; antes de ser asesinado, tu primo le pide a una amiga que busque la Ciudad de los Césares. ¿También es judía?
-Sarah Lieberman.
-Yahve que estás en las alturas -Max estaba enfervorecido.
-¿Por qué no la invitaste?
-No la conozco tanto.
-Pero ya confías en ella.
-No sé si hablaría de confianza.
-Hombre, deberías oírte cómo hablas de esa mujer, a este paso se convertirá en la madre de tus hijos.
-Mi hijo tiene madre.
-De tus próximos hijos -sumó Elías.
Paul dudó en confesarlo, pero ya no había vuelta.
-Al parecer, Samuel llevaba una doble vida como cazador de nazis.
-¡Elías! -gritó el dueño de casa-, huevón, estás ante la trama del bestseller que te hará rico y terminará con tu mediocre carrera de periodista.
-Lo tengo claro, hace rato que tomo notas -contestó Miele, brindando al aire.
Paul Kaifman miró al par de amigos y dudó que fuera buena idea haber venido y haber confesado tanto. Max terminó de un trago su copa y volvió a llenarla.
-Quizá ni siquiera exista -habló-. La ciudad esta. La leyenda se da en correspondencia con el mito eterno de la búsqueda de un estado de trascendencia. Se supone que esta fortaleza perdida estaría habitada por los césares, hombres y mujeres producto de la mezcla entre los conquistadores españoles y los indígenas. Un mestizaje puro, que alimentado por lo mágico de la zona creó una raza perfecta e inmortal. Suma esto al detalle de que la urbe está hecha de oro y de joyas. Vida y riqueza eternas, el fin último del hombre occidental. La Ciudad de los Césares es como la piedra filosofal o el Santo Grial; más que un lugar geográfico, es un estado mental.
-Leí que algunos sostienen que el Grial podría estar en esa ciudad.
-Y quienes aseguran que hay un monstruo en el lago Ness. Tengo familia en Escocia, mi abuelo me llevó al lago y te aseguro que allá no hay nada salvo reflejos de nubes y nutrias un poco más grandes. Pero quién sabe, tal vez el Grial sí esté realmente en la Ciudad de los Césares.
-¿Hablaste de nazis esotéricos?
-Hay hechos ciertos. El III Reich siempre se sintió atraído por la Patagonia y la Antártica. Muchos jerarcas y militares nazis que huyeron de la caída de Berlín, reaparecieron en el sur de Chile a finales de la década del cuarenta. ¿Sabías que hay gente que incluso dice haber visto aviones alemanes por esos años en las zonas de Chaitén y más al sur? Y no estoy hablando de Messerschmitt ME-109 con motores a pistón, sino alas volantes y toda clase de artilugios voladores ideados para el Führer. Eso ha alimentado la teoría nazi esotérica de la Ciudad de los Césares. Se sostiene que agentes de la Ahnenerbe, la división arqueológica de las SS, la habrían encontraron alrededor de 1942 y se refugiaron allí después de la guerra con sus secretos. Otra versión sostiene que nunca encontraron nada, pero sí establecieron una base secreta que bautizaron con el código de Ciudad de los Césares.
-Pero si así fuera, alguien debe haberlos visto.
-¿Y qué te hace pensar que no los han visto?
-...
-¿Nunca has oído hablar de isla Friendship?
-¿No se supone que son marcianos? -trató de ser sarcástico.
-Marcianos rubios que hablan alemán por radio.
-...
-Además, lo marcianos no existen.
-¿Y dónde está la ciudad?
-Bueno, esa es precisamente otra razón por la cual nadie, o muy pocos, la han visto. Se supone que la Ciudad de los Césares no se ubica en la superficie, sino bajo tierra. En esos territorios perdidos supuestamente extendidos bajo los polos.
-No me jodas -esta vez fue Paul quien lo dijo.
-No lo hago. Me pediste que te contara lo que sé y eso estoy haciendo. Ni idea si lo que te estoy diciendo será cierto, lo único que es verídico es que a fines de la segunda guerra el sur de Chile se pobló de alemanes locos que de un día para otro desaparecieron como si se los hubiera tragado la tierra.
-Tal vez así fue -interrumpió Elías Buchman.
-Tal vez así fue -reiteró Max-. Mira, lo curioso del mito de la Ciudad de los Césares es que la estructura del relato no se parece en nada al de otras urbes perdidas del continente americano, como El Dorado. Hay en los Césares elementos que la hacen asimilarse más al ciclo de búsqueda de un objeto lumínico del mundo anglosajón. En esta lectura, la asociación que se le hace con el Grial tiene bastante lógica. Ambas epopeyas tienen puntos en común, como la obsesión por su misión, cuestión que se mantiene hasta hoy en día. Es más, el ciclo artúrico entero tiene su correspondencia con el chileno. Así como esta ciudad se iguala con el Grial, los mapuches costeros tenían su propia Avalón, una isla al occidente a la cual eran llevados los grandes caciques, grandes reyes, grandes césares, quizá, después de morir. Un lugar en espera del retorno, la isla Mocha.
-Es como el Walhalla.
-Walhalla, Avalón y la isla Mocha deben tener una raíz común, algo que conecta nuestro territorio con el norte del planeta. La obsesión del esoterismo hitleriano con el sur del mundo se justifica por todos lados. La Ahneberbe hablaba de una edad de oro.
-Ya no entiendo nada.
-Todos los mitos que se suceden del río Biobío hacia el sur obedecen a un mismo ciclo, es raro que nadie haya reconstruido esta épica circular dándole un nombre apropiado. Pero en fin. En este ciclo, la Ciudad de los Césares constituye la piedra angular. Los césares es el gran misterio de los Andes, la metáfora de alguna clase de gran secreto que se oculta bajo ellos -Max se detuvo un instante y luego liberó la frase final-: Y que como tal, también tiene sus protectores.
-¿Templarios?
El dueño del departamento torció una sonrisa, luego le pidió a Paul que le llenara la copa.
-Tú lo dices, no yo... Las sociedades secretas tienen muchos nombres, pero deben tener un tronco común. Divide y conquista, es una máxima que tal vez se aplicaron a sí mismos. ¿Has oído hablar de la Recta Provincia?
-No.
-Es una asociación, una especie de gran clan que englobaba a todos los brujos y hechiceros de Chiloé hacia el sur. Espera...
Max dejó su copa a medio tomar en el suelo y fue a la biblioteca. Paul lo vio buscar algo en los estantes inferiores.
-Acá está -dijo el anfitrión y regresó con un libro grueso y viejo al sillón. Al sentarse pateó por accidente la copa, derramando el vino sobre el piso de la sala-. Si no se quebró no pasó nada -dijo-. Elías, ¿puedes ir por unos diarios y tirarlos sobre el vino, please?
-Lo que usted mande.
Paul observó la escena y por tercera vez pensó en que estaba con una pareja. También volvió a acordarse de las tetas flamantes de la novia de Miele. Ojalá Sarah Lieberman tuviera un par tan espléndido.
-Mitos de Chile -leyó Max en la tapa del volumen, antes de empezar a hojear-. Lo encontré, página 382, leo.
Max Becker leyó:
«Recta Provincia. Es la asociación de brujos que opera en todo el archipiélago de Chiloé. En la Antigüedad funcionaba como una institución secreta, muy bien organizada, descubierta hacia fines del siglo XIX, cuando muchos de sus integrantes fueron sometidos a juicio público acusados de muertes inexplicables, atribuidas a la brujería. A través de la conservación de los documentos de este juicio, se conoce parte del funcionamiento de la brujería en la isla, así como datos históricos sobre su fundación. El origen de la Recta Provincia se remonta a los tiempos de la dominación española, cuando llegó al archipiélago José de Moraleda, con la intención de tomar algunos indígenas y llevarlos a España. Para convencer a estos, Moraleda ostentó sus capacidades de encantamiento y se convirtió en pez, en lobo marino, en paloma y otras cosas».
-Moraleda habría regalado un libro en que enseñaba estos encantos, texto que fue clave en la organización de la Recta Provincia.
-Aún no entiendo qué tiene que ver con la Ciudad de los Césares.
-Yo tampoco -agregó Elías, interesado en el tema.
-José de Moraleda era miembro de una sociedad secreta española que toma mucho de la herencia del Temple español. Este grupo operó hasta bien entrado el siglo XIX, centrando su actuar en la protección de lugares sagrados. Se hacían llamar el Pacto. Lo más probable es que De Moraleda no haya viajado a Chiloé a buscar indígenas, sino a formar una hermandad de protectores. La Recta Provincia no solo operó en Chiloé, sino en gran parte de la Patagonia chilena y argentina. Estamos hablando de una logia de verdad, no como esa imitación masónica llamada Grupo Lautaro que idearon O’Higgins y otros palurdos por la misma época.
-¡¡¡Ojo!!! -estiró Elías-. Yo no hablaría tan a la ligera de la Logia Lautaro. De partida no tiene relación con lo que estamos hablando, y seguido, los principales hitos en la historia independiente de este país se deben a acciones de esa sociedad secreta.
-La logía se acabó en 1823.
-Según la historia oficial, la verdad es que hasta entrado el golpe militar de Pinochet, los lautarinos estuvieron bastante activos y me atrevo a decirle que aún lo están.
-¿De dónde sacas eso? -le preguntó Paul.
-Es la trama de la novela que está escribiendo -contestó Max por su amigo.
-Basada en una larga investigación -agregó Elías-. Pero volvamos a lo de ustedes, que es lo que nos cita en este lugar. La Lautaro es mi tema, vale -sumó un eructo borracho.
Max cerró el libro, regresó a la biblioteca y después de dejarlo en su lugar volvió al sofá trayendo un volumen aún más grande.
-Atlas del territorio nacional chileno, un regalo de mi abuelo. Vengan, acérquense.
Paul y Elías se sentaron a ambos lados de Max Becker.
-Aquí esta -dijo, tras encontrar lo que buscaba en el libro-. Volcán Melimoyu, XI Región, en el corazón del gobierno de la Recta Provincia. Exactamente enfrente de donde se supone está la isla Friendship.
Paul torció una falsa sonrisa.
-El Melimoyu es un cerro extinto -siguió Becker- que, según la Recta Provincia y los indígenas de la zona, conectaba nuestro mundo con las tierras que se extienden bajo la superficie, donde había una ciudad de oro gobernada por una especie de semidiós. ¿Sabes cómo era llamado el ser supremo con quien contactaban los miembros de este grupo?
-...
-El rey de bajo la tierra. ¿Y cómo se llama el fiordo que comunica con el volcán?
Paul levantó los hombros.
-Léelo tú mismo -indicó a Paul, acercándole el atlas.
-Canal de Moraleda -leyó Kaifman en voz alta.
Max cerró el libro y se quedó en silencio.
-¿Has escuchado de la historia de Mocha Dick? -siguió Becker.
-La ballena blanca chilena que inspiró la historia de Moby Dick de Herman Melville.
-Exacto. Tiene que ver con el ciclo de la isla Mocha que hablamos hace un rato, lo del Avalón mapuche; pero eso no es lo más interesante. La historia de esta ballena local fue reporteada por accidente por un periodista norteamericano llamado Jeremiah Reynolds que se encontraba en Chile alrededor de 1830. Digo accidente porque lo que Reynolds buscaba eran historias acerca de entradas al centro hueco de la tierra, hipótesis que había descubierto en unos escritos supuestamente de autoría de sir Edmund Halley.
-¿El astrónomo del cometa?
-El mismo. La cosa es que Reynolds viajó a Puerto Montt por esos años y fue contactado por unos sujetos extraños que él llamo «superiores desconocidos», mismo nombre que casi un siglo después el grupo Thule, vinculado al nazismo, usó para identificar a sus «maestros». Estas personas le revelaron a Reynolds toda clase de leyendas acerca de aberturas polares, túneles en volcanes australes y ciudades perdidas bajo los hielos. Sus relatos, publicados como crónicas y no ficción en periódicos neoyorquinos, llegaron a ojos y oídos de Edgard Allan Poe, que los usó para redactar Las aventuras de Arthur Gordon Pynn y, por añadidura, sus dos secuelas no oficiales: La esfinge de los hielos de Verne y Las montañas de la locura de Lovecraft. ¿Qué te dice esto, aparte de que el origen de algunas de las historias fundamentales de la literatura universal se basan en leyendas chilenas?
Paul levantó los brazos.
-Es bastante simple, amigo mío. Primero que nada, el asesinato de tu primo, tal como ya sospechabas, está muy lejos del móvil de crimen pasional homosexual, como han intentado pasarlo. Y segundo, detrás de todo este enrredo hay mucho paño que cortar y ojo con tu nueva amiga. Si me preguntas, sabe mucho más de lo que te ha confesado. Yo que tú me cuidaría de ella, más si es tan atractiva como creo lo es.
-Myriam Spielberg- respondió Paul.
-Me perdí de algo -contestó Max.
-Myriam Spielberg, así se llamaba la elegida por mis padres, la que cambié por mi ex mujer. Alguna vez si hubo la chica correcta, nunca me fijé en ella.
-Era algo de Steven...
-Coincidencia de apellido.
-Coincidencia de apellido -recalcó Max.
-Pasa -cerró Elías.

 

PRENSA ESCRITA (II) 54

 

«UPI. Sin respuestas se encuentra la policía de Shanghai e Interpol ante la misteriosa muerte del periodista neoyorquino Jeffrey Bethke. De acuerdo a la versión oficial, Bethke, editor adjunto de la revista de divulgación científica y tecnologíca Wired, se habría suicidado en su cuarto de hotel. Sin embargo, no son pocas las voces que hablan de la intervención de terceros en el hecho. Este suceso eleva a cinco las muertes, bajo extrañas circuntancias, de periodistas del área de la ciencia en los últimos dos años. Jeffrey Bethke se encontraba en la mayor ciudad china realizando una investigación acerca de la aplicación de nuevos desarrollos nanotecnológicos en el campo militar. Sus compañeros de Wired, a través de Victoria Hackman, directora de la publicación, han manifestado la intención de hacer todo lo posible por esclarecer el enigmático caso.
»Hackman declaró...».

 

SANTIAGO DE CHILE 55

 

Cecilia miró alrededor y preguntó si se podía fumar.
-Estamos en el área de fumadores, amor -le contestó Felipe, su actual pareja.
-Le pregunto a Paul, a veces le molesta que fumen mientras come.
-Fumo de vez en cuando, nunca me ha molestado; además, como dijo Felipe, estamos en el área de fumadores -repitió el primer marido de la mujer.
-Gracias.
-La comida está excelente, buena recomendación, Paul -siguió Felipe.
-La especialidad de la cocina del hotel es la carne.
-Hubiese preferido que nos juntáramos en otro lado -dijo Cecilia, encendiendo su cigarrillo.
-Yo los invité, este hotel es como mi casa. Hagan como que fueron a comer a mi departamento.
-Donde nunca nos invitaste.
Paul Kaifman recordó la última conversación con su hijo, en ese mismo lugar. Daniel le contó que Felipe, su padrastro, el hombre de cabello corto y canoso que tenía enfrente, se había burlado de su sexualidad un par de veces. Tuvo ganas de decírselo, pero no hizo nada. No sabía cómo iba a reaccionar, tampoco si era la situación. Lo miró de reojo, a través de la copa con agua, y se mordió los labios. Se fijó que acariciaba la mano izquierda de Cecilia, dejando en claro, de un modo muy sutil, que la mujer que estaba a su lado ahora le pertenecía.
-A propósito, ¿cuándo vuelves a tu departamento? -le preguntó Cecilia.
-No sé si vuelva.
-Pero lo estás arreglando.
-Me lo entregan en dos semanas.
-¿Entonces?
-No creo que Paul quiera volver a un lugar donde vivió una experiencia tan traumática -respondió Felipe.
Paul asintió.
-¿Y qué vas a hacer?
-Arrendarlo.
-¿Dónde vas a vivir?
-Estoy bien en el hotel.
-Ya estás viejo para vivir en un hotel.
-¡Cecilia! -volvió a reaccionar Felipe. Era cierto que el tipo era celoso.
-No sé qué voy a hacer. Primero voy a arrendar el departamento, después buscaré algo, por mientras acá me tratan bien.
-Ves -insistió Felipe.
-Veo -torció Cecilia.
Paul levantó la mano y pidió una Coca-Cola dietética.
-¿Entonces? -le dijo a la pareja sentada al otro lado de la mesa.
Felipe miró a Cecilia, Cecilia miró a Felipe y luego a Paul. Reunión con dos maridos, «mi madre moriría de un infarto», pensó Paul.
-Daniel ya te contó.
Lo había hecho a primera hora.
-En la mañana.
-¿Y?
-Qué quieres que te diga, me parece increíble.
Daniel lo llamó como a las diez. «Papá, ¿dónde estás?», no recordaba la última vez que su hijo lo había llamado así: papá a secas. «En clases, en la casa central de la Católica». «¿A qué hora sales?». «A las once y treinta». «Perfecto, espérame en el patio central».
«Tienes buenas alumnas», fue lo primero que le dijo al aparecer por la universidad. Luego lo invitó una bebida. Hacía veinticuatro horas Daniel había recibido respuesta a su postulación a Atlanta, un mail que le informaba que tenía aprobado un cupo especial, pero le había sido negado el financiamiento completo. Le ofrecían media beca, lo suficiente para pagar la estadía. El resto de los costos correrían por de su parte. Tenía dos días para confirmar. El 1 de enero debía de estar instalado en la capital del sur norteamericano. Después de los abrazos y felicitaciones, lo obvio. «Mamá y Felipe ofrecieron ayudarme con la mitad, necesito que te pongas con el resto. O sea, si se puede». A un hijo, no se le podía decir que no. Al final del día estaba sentado en el restaurante de su hotel, junto a su ex mujer y al actual marido de ella, discutiendo cómo iban a repartirse los costos de la educación de su primogénito.
-Entonces contamos contigo.
-Cecilia, yo le pago la universidad, me extraña que lo digas.
Felipe miró a su actual pareja.
-Tienes que tomar en cuenta que nosotros tenemos dos hijos más.
Paul miró a Felipe, este lo ignoró.
-¿Tu idea es que pague la totalidad de la mensualidad?
-Yo... nosotros...
-Cecilia, adoro a Daniel, pero solo no puedo... Estamos hablando de mucha plata, no soy millonario.
-Nosotros tampoco.
Cecilia miró a Felipe. Él no movió la boca.
-¿Y qué vamos a hacer?
-Dividirnos, me parece justo.
-Nosotros no podemos...
-Entonces hay que hablar con Daniel.
-Es la educación de tu hijo.
-Y no se la voy a cortar, quizás hay modos de financiamiento de sus estudios más allá de la beca. La posibilidad de que trabaje para la universidad en forma paralela a sus estudios.
-Daniel jamás le ha trabajado a nadie, Paul.
-Tal vez es hora de que lo haga. Pone música, quizá de ahí logre sacar algo. Irse a estudiar afuera es una responsabilidad que empieza desde aquí y ahora. Tal vez Daniel deba empezar madurando...
-Tú ya le prometiste.
-Le prometí ayudarlo con mi parte.
-Nosotros...
Cecilia volvió a mirar Felipe, él nuevamente no dijo nada.
-Nosotros -repitió- habíamos pensado que hablaras con tus padres. Daniel también es su nieto, quizá puedan hacerle un préstamo.
-Cecilia, en veinte años no han querido saber nada de Daniel. ¿Por qué querrían hacerlo ahora? Ya los conoces.
-¡Me da lo mismo que sigan con ese cuento de hijo no nacido de vientre judío, es sangre de su sangre, familia, tienes responsabilidades! ¡Hazte cargo, por Dios!
Paul prefirió no responder, la intención en las palabras de su ex mujer era hacerlo explotar.
-Nosotros no podemos -esta vez habló Felipe-. Quiero a Daniel como a mi propio hijo, pero está fuera de nuestras posibilidades.
-Tranquilos -Paul bajó el tono de su voz-, fue un error impulsarlo tanto sin saber el contexto completo. Nos faltó sentarnos a hablar con él -hizo un alto, dudando. Luego miró a su ex mujer y a su actual esposo-. Los tres con Daniel.
Cecilia sonrió, esa sonrisa era un premio.
Sarah Lieberman apareció en la puerta del comedor, saludó a uno de los mozos y le preguntó si había visto al señor Kaifman. «Claro», contestó, «está en las mesas del fondo». La mujer le dio las gracias y con la mirada siguió las instrucciones.
Efectivamente ahí estaba, sentado con una pareja. Reconoció a la mujer. Aparecía en las fotos que le habían pasado de Paul. Era su ex esposa; si mal no recordaba, su nombre era Cecilia. Sarah tenía buena memoria. Se acomodó el cabello y fue hasta ellos.
-Paul -saludó.
-Sarah -saltó él, un poco sorprendido, un poco incómodo. Desde niño tenía el mismo problema, le costaba sentirse en paz frente a sus amigos y familiares cuando tenía que presentar a una chica. Sentía que todo el mundo le pedía explicaciones. Nunca era así.
-Hola -la saludó, se puso de pie y la besó tímido en la mejilla.
-Sorry -dijo ella-. Me olvido de esta costumbre chilena. Es agradable...
Paul se ruborizó, algunas cosas jamás cambiaban.
-Hola -saludó Sarah al resto.
Cecilia y Felipe la miraron y le respondieron el saludo.
-Sarah Lieberman -presentó Paul-, ellos son Cecilia y Felipe.
-Hola -repitió la recién llegada-. Cecilia, perfecto. Tú fuiste su esposa, ¿cierto?
-Eso dicen -contestó Cecilia, un poco incómoda.
-Sam hablaba siempre de ti, te adoraba.
-¿De dónde se conocen? -preguntó Felipe, intentando en romper el hielo.
-Era amiga de Samuel en Estados Unidos -se apresuró Paul.
-Y ahora es amiga tuya -agregó Cecilia.
Nadie respondió.
-Paul, disculpa -habló Sarah-. Podemos hablar un momento. Lo siento, en privado.
-Claro, permiso -se excusó él.
-Adelante -dijo Felipe. Cecilia ni siquiera los miró.
Paul Kaifman se levantó y caminó junto a Sarah Lieberman hacia el bar del restaurante. Felipe los siguió todo el trayecto.
-Bonita -comentó.
-Supongo -respondió Cecilia, cortando un trozo de carne-. Y judía, viste el tamaño de su nariz, ahora no tendrá problemas con la familia.
-Por favor.
-¡¿Qué?! Yo estuve casada con él y la pasé bien mal con el clan Kaifman. Los judíos se pasan la vida alegando con que los persiguen y los odian y son ellos los que parten odiando. Nadie me ha hecho sentir peor que los Kaifman, como si haber sido madre no judía de un niño con sangre judía fuera algo abominable. En esa familia, Paul y Samuel eran anomalías.
-Parece que te afecta que tu ex esté saliendo con alguien...
-No sé si estará saliendo con ella.
-Cecilia.
-¡¿Qué?! Te pusiste celoso; no seas huevón, Felipe.
-Y cómo quieres que me ponga. Ves a tu ex con otra mujer y hierves de rabia.
-Tonto.
-No voy a decir nada más.
-Paul debería entender que no tenemos todo el tiempo del mundo.
-Cecilia.
-¿Qué?
-Nada.
-Insisto. Paul debiera pedirle un préstamo a la familia. Los viejos Kaifman nunca han tomado en cuenta a Daniel. Y ya es hora, ¿no? Además están forrados en plata. No les costaría nada ayudar un poco en la educación de su nieto.
-Y si no lo hacen, ¿qué vamos a hacer?
-No lo sé.
-Nosotros no podemos, Cecilia. Amo a Daniel, pero no es mi hijo y tenemos dos pequeños que también tienen derecho a ser educados.
-No puedes correrte.
-No lo estoy haciendo.
-¿Y qué se te ocurre entonces? Y, por favor, sé propositivo.
-Tal vez debieras ceder la custodia de Daniel. Paul es su padre y se la ha llevado bastante gratis estos últimos nueve años. Creo que debería asumir su paternidad y ocuparse él, de enviar o no enviar a Daniel a Estados Unidos.
-A veces puedes ser último.
-Todo lo contrario a Paul.
-No voy a contestar eso.
-Solo soy realista, Cecilia.
-¿Qué onda esa mujer?
-¿Qué mujer?
-La tal Sarah, ¿que acaso no puede hablar delante de nosotros? Me parece desubicada.
-Ponte en su lugar, ¿hablarías con entera confianza delante de la ex de tu actual pareja?
-No sé si será la pareja de Paul.
-Se puso rojo cuando ella llegó.
-Paul Kaifman se pone rojo cuando su mamá le dice hola.
-Y estabas casada con él.
-Más que eso, Felipe. Estuve enamorada de él.
-...
-...
-¿Y ahora?
-No seas imbécil.
Paul regresó a la mesa. Cecilia notó que tenía una mirada extraña en los ojos, como si le hubiera sucedido algo que le fue imposible dilucidar. Antes de volver a su asiento mordió sus labios nervioso y acomodó sus anteojos.
-¿Algún problema con tu novia? -preguntó Cecilia.
-No es mi novia y no hay ningún problema.
-Es bonita -agregó Felipe, Cecilia lo miró molesta.
-Sí, no sé, era amiga de Samuel, no alcanzó a llegar al funeral -inventó Paul-. Ahora está tratando de ubicar a unos conocidos de mi primo, gente de Chicago.
-Y quiere tu ayuda.
-No con esas palabras, pero si he de ser sincero, no tengo muchas ganas de ayudarla. En fin -respiró-, no estamos acá para hablar de Sarah Lieberman. ¿En qué estábamos? Quedamos con que nos repartiremos los gastos de Daniel.
Cecilia y Felipe se miraron. Paul levantó la mano y pidió una nueva Coca-Cola light.
-¿Alguien quiere otra cosa? -preguntó a su ex mujer y su actual marido.

 

56

 

«EPIG: Respuestas pendientes:
»TIT: Parque Arauco, los días después.
»BAJ: A casi dos meses de que un grupo terrorista aún no identificado detonara una bomba de combustión oxígeno en el patio de comidas del mayor centro comercial de Santiago de Chile, lo único que tenemos es un centenar de preguntas que nadie se atreve a contestar.
»FIRM: por Paul Kaifman.
»TXT: Hace una semana regresé al Parque Arauco por primera vez después de la bomba. Supongo que no soy el único capitalino que ha demorado el rito de volver a nuestro mall favorito. Querámoslo o no, estamos marcados. El aumento de carabineros en las calles, el toque de queda voluntario y nuestros cielos nocturnos saturados de helicópteros nos han venido gritando que las cosas en la ciudad ya no volverán a ser como eran. La bomba no solo mató a una respetable cantidad de conciudadanos, sino que firmó una sentencia para todo el resto de quienes respiramos y caminamos en la llamada Región Metropolitana. La significativa disminución de delitos en Santiago de Chile no tiene nada que ver con la mayor dotación de policías en esquinas y azoteas, sino con que nuestros -y es raro usar este posesivo acompañando la palabra que sigue- delicuentes están demasiado aterrados como para volver a las calles. La bomba nos mató de miedo y hoy por hoy estamos acostumbrándonos a vivir en él. Nos guste o no.
»Y regresé al Parque Arauco, hoy convertido en una superstructura cubierta, deseosa de terminar su pronta resurrección. Dos grúas de torre, con cabeza en forma de martillo, intentaban borrar los últimos vestigios de la bomba. Un tipo me aseguró que en tres meses más, es decir en noventa días, tendríamos un nuevo Parque Arauco. Más seguro y moderno. Y que en su arquitectura se incluiría un memorial para recordar a los muertos.
»¿Recordar a los muertos. Es eso...?».
Paul Kaifman apartó sus manos del teclado y releyó los primeros dos párrafos de su columna quincenal. Estaba atrasado en la entrega. Una mentira rápida por correo electrónico y un día más de plazo.
Solo un día más.
-Recordar a los muertos, es eso lo que realmente necesitamos seguir haciendo -dijo en voz alta, antes de teclear la nueva línea.
A través de la puerta translúcida del privado, Paul vio que Juliana estaba atenta a la pantalla de su computador. Lo más seguro es que estuviera jugando al solitario. Lunes a las cinco de la tarde había poco que hacer en la oficina. En realidad, nunca había demasiado que hacer. Solo poner la firma en el trabajo de los ayudantes y procuradores, garantizar el prestigio de los socios y contar el dinero resultante.
Miró su Blackberry. Sarah Lieberman había prometido llamarlo, pero llevaba tres días sin saber de ella. Quizá no debió haber dejado que viajara sola al sur, quizá no debía seguir pensando en esa delgada mujer llena de pecas e ideas locas. Se acordó de Cecilia y sus celos frente a Sarah, fue un buen recuerdo de los viejos tiempos.
Viejos buenos tiempos.
La ventana de Twitter le avisó que tenía una mención.
@Arne_Saknuseemm: necesito enviarle un mensaje directo, sígame, ya nos conocemos.
Paul hizo clic en el usuario y reconoció de inmediato su dirección de correo electrónico: nedland667@gmail.com. Aceptó el contacto.
@Arne_Saknuseemm: saludos, señor Kaifman.
@ozymandias: veo que seguimos con Julio Verne.
@Arne_Saknuseemm: «Viaje al centro de la Tierra», mi novela verniana favorita. Me gusta el nombre del explorador perdido, lo encuentro mejor que Liderbrock.
@ozymandias: Lindenbrock, querrá decir.
@Arne_Saknuseemm: Lo siento, es fácil equivocarse al teclear. Es bueno saber que hay más personas que aprecian la literatura verniana.
Kaifman entró al editor de perfil de Twitter y cambió su identidad de usuario.
@NEMO: Supongo que no estamos acá para hablar de literatura.
@Arne_Saknuseemm: Tiene razón. Y lo felicito por su cambio de alias. ¿Sabía usted que Nemo significa nadie en latín?
@NEMO: Y es Omen, profecía al revés.
@Arne_Saknuseemm: Bien dicho, me sorprende, Sr. K.
@NEMO: ¿Cómo así?
@Arne_Saknuseemm: pero también me defrauda...
@NEMO: ¿...?
@Arne_Saknuseemm: pensé que no era un hombre superficial.
@NEMO: No lo entiendo.
@Arne_Saknuseemm: Que no se dejaba llevar por la superficie de las cosas.
@NEMO: ¡NO SÉ DE QUÉ ESTA HABLANDO!
@Arne_Saknuseemm: Yo creo que sabe perfectamente de qué, o de quién estamos hablando.
@NEMO:?????
@Arne_Saknuseemm: No debería confiar basándose solo en la belleza de las cosas. Lo hermoso, Sr. K, no siempre es sano.
@NEMO: TERMINEMOS CON ESTOS JUEGOS.

 

57

 

-Aló, buenos días. ¿Señor Kaifman?
-Sí, con él. ¿Quién habla?
-Manuel Esparza. Max Becker me dio el número de su celular. Disculpe que lo moleste.
-¿Lo conozco?
-Sí, me conoce. Soy el técnico de Apple, amigo de Max. Usted vino con él a que lo ayudara con su iPod.
-Perfecto, ya me acuerdo de usted.
-¿Aún tiene el iPod?
-Sí...
-Encontré un modo de romper el bloqueo de sus archivos. Ya le conté, tengo gente que conoce a gente, usted me entiende. Me enviaron un software... Como sea, no voy a aburrirlo con explicaciones técnicas, lo importante es que creo ser capaz de desbloquear su máquina. ¿Le interesa que volvamos a intentarlo?
-Claro que me interesa.
-¿Se acuerda de la dirección de mi oficina?
-Me acuerdo.
-Lo espero entonces. Le parece hoy como a las cuatro de la tarde.
-Déjeme revisar mi agenda. ¿Puede ser a las tres y media?
-Tres y media lo espero entonces. Hasta luego, señor Kaifman.
-Hasta luego y gracias.

 

58

 

Miró a Manuel Esparza y pensó que era muy cierto aquello de que para alguna clase de gente el tiempo no pasaba: el sujeto que estaba tras el mesón vestía exactamente igual a como lo había conocido, con una camiseta extralarga con la manzana de Apple junto a un «I love you».
Conectó el iPod a un MacBook.
-Estamos -dijo-. Hum, batería en cero, mal eso, hay que mantener un mínimo de carga, si no se mueren.
-No lo ocupo.
-Es su opción, pero es una buena máquina, podría venderla bien.
Giró el computador hacia Paul, había una ventana abierta.
-Voy a abrirlo con este software. Un amigo lo hackeó del gobierno gringo. Puede creer que estos fachos de mierda lo están usando para espiar los correos electrónicos de empresas. Hijos de puta. ¿Alguna vez vio 24?
-Sí, la serie entera, incluida la espantosa temporada final.
-Entonces sabe de qué estoy hablando; debería volver a revisar la serie, sobre todo ahora, tras lo del atentado contra el Parque Arauco. Estoy seguro que fueron los gringos, igual que con las Torres Gemelas. Lo conozco, sabe; leo de vez en cuando sus columnas en Paréntesis, me gustan. Vuelva a Jack Bauer; ahora, desde nuestra nueva perspectiva, sacaría un millón de ideas.
Paul Kaifman sonrió.
-Y ahora vamos... -continuó el gordo.
-¿Qué hace?
-Tranquilo, acabo de entrar al disco duro del iPod y a los archivos cifrados.
-¿Leopoldo Durand?
-Ese mismo. Disparé el rompehielos. Está enviando juegos alfanuméricos al azar, funciona como una carga de profundidad con un submarino. Acercándose a la clave. Si acierta con dos dígitos ordenados en continuo...
-Uno antes de otro.
-Exacto. Bueno, con eso crea una llave nueva y desecha la llave original. Los del FBI son unos hijos de puta muy pillos.
-¿Y cuánto se demora?
-Relativo. Cinco minutos, diez, una hora, dos, tres días.