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La biblioteca del castillo de Sarawad ostentaba su nombre de manera sombría pero correcta. Una noble, alargada habitación de elevados techos, poseía altas ventanas que parecían extrañamente estrechas, a mano derecha, con otra solitaria en el extremo, y que se correspondían con la puerta. De todas colgaban cortinas de un rojo oscuro, y en esos tres lados los lomos oscuros de los libros se alzaban balda sobre balda desde el suelo hasta el techo. En mitad de la cuarta pared había una chimenea de mármol negro veteado de verde, con morillos de latón en el hogar, y una conflagración de carbón de vapor y leños ardiendo en la parrilla. Había junto al fuego algunas sillas y otro pequeño mobiliario y, algo retirada en la mitad superior de la estancia, una mesa de escritorio ancha y baja. Entre esta y el fuego había un sillón de cuero en el cual estaba elegantemente arrellanado el Honorable Doctor Eustace Baggeley. El doctor era bastante robusto, con abundante pelo negro apelmazado y una raya que partía de la mitad de la ancha frente. Sus rasgos carnosos bien rasurados eran rudos y afables, y en general su aire era el de ese tipo de juventud que advierte a la persona perspicaz de que quien la ostenta no puede ser tan joven como parece. Al levantarse para saludar a Tim Hartigan, su vestimenta parecía ser cara y puntillosa.

—Oh, muchacho —dijo su voz grave y cultivada mientras se levantaba con la mano extendida—, pase, pase y siéntese. Vaya, Tim, ¿qué tal todo?

Tim sonrió, le estrechó la mano y se sentó.

—Pues la verdad es que estoy muy bien, doctor. No se me ocurre nada de lo que pueda quejarme.

—Eso es. Todo a pedir de boca, como decíamos cuando yo era joven. ¿Y cómo está el señor Cornelius?

—Oh, estupendamente, doctor. Aún en guerra encarnizada con todas las ratas del pueblo.

—Magnífico.

—Vine a ver a Sarsfield, doctor, y se me ocurrió subir aquí y charlar sobre algunas cosas...

—Me encanta que haya venido, muchacho. Y dígame, ¿ha vuelto a padecer ese castigo fibrosítico en la región de la ingle?

—La verdad es que no. Hace meses que no da señal.

—Me alegro. Si da problemas de nuevo, hágamelo saber de inmediato. Tengo aquí, recién llegada de Alemania, una nueva embrocación que se administra subcutáneamente.

Tim extendió la mano en señal de amable rechazo.

—Gracias a Dios no necesito nada, doctor.

—Una afirmación demasiado temeraria —dijo el Honorable Doctor Baggeley, levantándose y yendo a un aparador en el tenebroso hueco del rincón opuesto.

—Si su salud está bien, no puede estarlo tanto que un vaso de Kilbeggan de Locke no le añada nuevo lustre.

Mientras le ofrecía el vaso con una leve reverencia, se excusó por no serle posible a él choquer les yerres, ya que sus riñones le habían aconsejado abstenerse durante un tiempo. Luego le pasó una jarrita de agua y volvió a sentarse, sonriente. Tim recordó haber oído que el alcohol y los narcóticos fuertes eran a menudo incompatibles. Le dio un buen sorbo al fuerte destilado ambarino y empezó a llenar la pipa.

—Doctor Baggeley —dijo—, quería contarle que he recibido visita.

—¿Visita dice, muchacho?

—Sí, una muy extraña. Una mujer escocesa.

El doctor le dio una palmada en la rodilla.

—Vaya, vaya. Conque de Escocia, ¿eh? Y una mujer... ¡Viva Escocia!

Tim apisonó expertamente la cazoleta de la pipa.

—Eso no es todo, doctor. Ahora vive conmigo, en Poguemahone Hall.

—¡Pero muchacho! Vaya, vaya, vaya... ¿Vive con usted?

Se levantó y caminó encantado hasta la alfombrilla que había ante el fuego del hogar.

—¿Viviendo con usted en pecado mortal, en la oprobiosa esclavitud de la carne?

Tim solo pudo dirigirle una débil sonrisa.

—No, doctor, yo no he dicho tal cosa, pero eso no es todo.

—¿No me dirá, querido amigo, que se trata de una distinguida pianista, o de alguien que ha venido a encontrar la Cruz Verdadera en el Pantano de Allen?

—No. ¡Dice que es la mujer de Ned Hoolihan!

Cogido por sorpresa en mitad de su chanza, el doctor fue tambaleándose a su asiento, se dejó caer en él y, sin pestañear, le presentó a Tim una mirada de asombro. Sus ojos permanecían muy abiertos e inmóviles.

—¿Ned... casado... con una palurda escocesa? ¡Santísimo Cristo, la Virgen y todos los santos del cielo! ¿No me toma el pelo, muchacho?

—Creo que no, doctor. No tengo pruebas, pero eso es lo que ella ha dicho. Y creo que dice la verdad. Se llama Crawford MacPherson, y así es como quiere que se la llame, no señora de Hoolihan.

El doctor agachó la cabeza, acunándola en su mano derecha.

—Muchacho, eso es de lo más preocupante, pero mantengamos la calma. Llamaría por teléfono a Ned mañana mismo si supiéramos dónde encontrarlo: el maldito idiota siempre está montado en aviones por encima de ese territorio petrolero de la sucia Texas. Como sabe, muchacho, le advertí que no fuera allí.

—Sí, me acuerdo. Fue una tontería, pero ganó un montón de dinero.

—¿Dinero? Bah. Cuando estaba aquí ya tenía más del que podía gastar, ¿y de qué le sirve el dinero a un hombre que se casa con una fulana escocesa de las que limpian pescado en Aberdeen?

Tim vaciló un poco.

—Me da igual ella, doctor, pero creo que no es de ese tipo. Quiero decir que no es una señora, pero en cualquier caso no pertenece a la clase baja trabajadora. Se trajo un caballo.

—¿Un caballo, Tim? ¡Por todos los santos! ¿Por qué habría alguien de traer un caballo a Irlanda, donde se encuentran brutos hasta en el último rincón del país?

—Es un caballo de madera, una cosa plegable, un tendedero, quiero decir. Me hizo colocar esa cosa delante de mi propio fuego.

Meditabundo, el doctor Baggeley se acarició con el dedo el mentón.

—Ya veo —farfulló—. Sí, eso podría (y solo digo podría) significar una cosa. Lo que llamamos diuresis.

—¿Qué es eso, doctor?

—Una incontinencia patológica. Mojar la cama y toda la pesca.

Tim estaba consternado.

—¡Dios mío! Y el pobre Ned, mi amigo, el pobre Ned. ¿Quiere usted decir, doctor, que esa mujer va a... secar cosas en mi fuego en vez de hacerlo arriba, en el suyo?

Tragó salvajemente su siguiente copa. Entre tanto, el doctor Baggeley se había levantado para nuevamente pasearse preocupado y pensativo. Se detuvo.

—¿Sabe usted, querido amigo, si ha traído dinero? Eso constituiría una prueba de que es de verdad mujer de Ned Hoolihan. Después de todo, Ned es muchas veces multimillonario, aunque sea en dólares.

Tim se terminó la bebida y puso el vaso en una mesa auxiliar con un sonido seco tan concluyente, que el doctor lo rellenó distraídamente de inmediato de la botella que ahora estaba en la repisa de la chimenea.

—Escuche, doctor Baggeley —dijo Tim sosegadamente—, si me hace el favor de sentarse de nuevo en su sillón, le contaré cuanto sé del dinero de Crawford MacPherson y sus planes.

—Sí, muchacho.

Se sentó obedientemente, calmándose, y encendió un cigarrillo.

—Según ella, tiene una cantidad de dinero ilimitada, millones y millones, todo el cual puede gastarlo con la aprobación del señor Hoolihan, su esposo. Parece que pueda hacer con él lo que quiera, pero tiene un plan, un plan para cambiar toda la faz de Irlanda.

—¡Dios mío! ¿Y eso por qué?

—Porque odia a los irlandeses.

—Bueno, muchacho, eso es cierto de mucha otra gente, pero hay poco que puedan hacer al respecto. ¿Qué razón en particular tiene ella para odiar a los irlandeses?

—Porque tras la Gran Hambruna de la que hace muchos, muchos años, cuando se malogró la cosecha de patata, América fue invadida por millón y medio de irlandeses, emigrantes muertos de hambre si prefiere, pero que salieron adelante, se establecieron allí, y crecieron y se multiplicaron.

El doctor Baggeley asintió con la cabeza, admirando el don de exponer concisamente que había demostrado tener Tim.

—Por supuesto que no es solo esta influencia lo que fastidia a Crawford MacPherson. Es lo que los irlandeses llevaron con ellos y sembraron en América, cosas que le parecen terribles y sucias.

—¿Qué tipo de cosas, muchacho? ¿Quiere decir bailar acompañados del violín... «Los rastrillos de malvas», «Los tresnales de cebada» y «Ojea la hembra de reyezuelo»?

—No, no, doctor. Dijo que llevaron las borracheras, y pensiones llenas de mujeres pintadas... y la sífilis... y la religión católica.

El doctor chasqueó la lengua.

—Palabra de honor, muchacho, que no podría estar de acuerdo con que los irlandeses fueron pioneros en esas cosas. ¿Y la Iglesia católica? Cielos, ¿no pertenecemos usted y yo a ella? ¿Y recuerda usted al presidente Kennedy?

—Sí. Pero Crawford MacPherson no.

—Aquí tenemos a los Caballeros de Columbano, recuerde. Convertir a los forasteros es lo suyo, y creo que obtienen una indulgencia por cada alma: cuarenta años y cuarenta cuarentenas, o algo por el estilo.

Tim meneó la cabeza.

—Crawford MacPherson tiene un plan, doctor. Un asombroso plan a largo plazo. Quiere asegurarse de que nunca volverá a haber una Gran Hambruna en Irlanda debido a que se malogre la cosecha de patata. Y lo cierto es que eso podría suceder por culpa del modo escandaloso en que la gente de aquí hizo una mueca de desprecio a «La Maravilla del Terremoto».

—Cuánta razón tiene, muchacho. Más de una vez he tratado de convencer a Billy Colum y sus amigos para que hicieran licor clandestino del Terremoto. ¡Con eso sí que cogería uno una trompa como un piano!

—Pero —prosiguió Tim—, dice que cualquier patata es en su mayor parte fécula. Quiere que aquí a la patata la sustituya el sagú, que hasta proporciona más fécula y es mucho más resistente. El sagú crece en árboles. Quiere que haya bosques de árboles de sagú por toda Irlanda. Quiere comprar todas las tierras de labranza y que el sagú sea obligatorio.

Un paulatino asombro y placer fueron cubriendo el vasto semblante del Honorable Doctor Eustace Baggeley. Casi saltó de su sillón y se puso de pie sobre la esterilla de la chimenea, inclinado hacia Tim.

—¿Sagú? ¿Sagú? Ah, hijo mío de mi alma, me devuelve usted a Sumatra, a mis días en el Ejército. ¡Sagú, por san Kevin de Glendalough, bendito sea! La misma palabra sagú significa pan, muchacho.

—A mí no me gusta, doctor.

—Ah, debe de confundirlo con la tapioca. Esta se obtiene calentando la raíz de la mandioca amarga, un arbusto tropical de la familia de las euforbias. La fécula se produce, sin duda, pero no tiene nada que ver con el sagú. A la tapioca también se la llama yuca.

—¿Qué me dice, doctor?

—Así es, muchacho. En determinadas partes de Sudamérica, la carne y la yuca son casi la única dieta de los nativos. Y se las arreglan con ella, pero el sagú les haría unos hombres.

La cara de Tim se nubló como con admiración.

—¿Cree, doctor, que se podrían cultivar los árboles del sagú aquí?

—Por supuesto, muchacho. ¿Por qué no? ¿No tenemos la corriente del Golfo? ¡Cielos, estoy entusiasmado!

—¿Entusiasmado?

—Estoy encantado. Tal vez sea porque soy médico militar, ¿pero sabía que los indígenas del Brasil descubrieron que al asar los tubérculos de la mandioca se descomponía el ácido cianídrico de la savia blanca y lechosa?

—No, ¿pero es por eso por lo que está usted entusiasmado?

—Bueno, no exactamente, pero el arbusto de yuca crece rápidamente en cualquier sitio, y acaba con las malas hierbas. Sin embargo, lo que yo prefiero es el sagú.

Tim dio una chupada a su pipa. Le resultaba más bien difícil que el doctor precisara, y ahora la señora Crawford MacPherson había caído momentáneamente en el olvido. El doctor se había trasladado hacia una bandeja abarrotada de medicinas que había en su escritorio y seleccionaba jovialmente entre lo que contenía.

—Muchacho —dijo—, espero volver a ver, pero en Irlanda, los dorados palacios de Siam, los torreones y cúpulas de Malaca, y las aceras cubiertas de horneados pasteles de sagú... ah, el salvaje y bruñido encanto de Oriente.

Había encontrado simultáneamente una ampolla y una jeringuilla hipodérmica.

—Pero Crawford MacPherson —alegó Tim— dice que pasarán años antes de que esos árboles crezcan.

El doctor se había puesto a sí mismo una inyección junto a la nalga izquierda, atravesando con la aguja la tela del pantalón. Luego se sintió satisfecho.

—Una palma de sagú de la cepa adecuada, Tim, querido —dijo—, puede madurar en quince años.

—Bueno —replicó Tim—, dice que va a importar sagú a este país en buques aljibe, para dar de comer a la gente en tanto crecen los árboles, ¡y así desacostumbrarla de las patatas!

El doctor sonrió, pero su rostro estaba ligeramente ausente, caviloso.

—Debo conocer de inmediato a esta interesante y valiente mujer, Tim. Ha de hallarse ahora en Poguemahone Hall, supongo. Pero antes de que vaya es fundamental que usted mismo se instruya sobre esta gran novedad, algo que cambiará de forma radical la historia de Irlanda y posteriormente todo el marco social de la Europa Occidental. ¿Ha oído hablar de Marco Polo?

Otro extranjero, pensó Tim. ¿No era bastante de momento tener que arreglárselas con esa escocesa?

—Creo que no, señor —dijo con frialdad.

—Bueno, hay libros aquí. A ver...

Se levantó y caminó con paso firme hacia las recargadas estanterías, mientras buscaba con la vista y tocaba los lomos de los volúmenes con dedo indagador. Bajó dos y se detuvo, en busca de un tercero.

—El caso es que —dijo, todavía dándole la espalda— aunque un árbol tarde en crecer quince años o más, solo se dispone de aproximadamente diez días para talarlo. Hay que hacerlo cuando abre en flor, de no ser así se pierde el sagú. Va todo a alimentar las flores. ¿Comprende, muchacho?

Había regresado a su asiento, poniendo tres libros sobre el escritorio y examinando uno de ellos.

—Bueno, si así son las cosas, doctor —dijo Tim, expansivo—, los árboles deberían espaciarse por lo que se refiere al momento de plantarlos, de otro modo habría decenas de miles de árboles que necesitarían ser talados casi en el mismo día... ¿y dónde se conseguiría la mano de obra en esas circunstancias?

El doctor sonrió, concediéndole su aprobación.

—Pero qué alerta está usted —dijo—. ¡Espléndido! Creo que la buena mujer de Ned tendrá en usted a un capacitado lugarteniente. Sí, ahora estoy marcando ciertos pasajes en estos libros con tiras de papel. Quiero que se tome un respiro y lea esos pasajes: aquí, quiero decir, hoy. Y lea también cualesquiera otras partes que le interesen. En esta tarea puede contar de forma ilimitada con el producto de la Destilería de Kilbeggan, de Locke.

Se levantó al tiempo que lo hacía Tim, sorprendido.

—Pero —preguntó— ¿qué hay de mi nueva jefa en Poguemahone Hall?

El doctor le dio unas palmaditas en el hombro.

—No tiene por qué preocuparse por eso lo más mínimo, muchacho, pues ahora mismo voy a verla. Le explicaré que le he pedido a usted que emprenda una investigación que le resultará muy grata. Así que siéntese y relájese, y tómese otra copa. Cuando baje comprobaré que Billy Colum avanza en la colocación de esos tablones en el salón. Y le diré a Sarsfield que no le moleste a usted aquí y que solamente le suba una bandeja pasadas unas horas.

Tim Hartigan sonrió. Sabía que este hombre podía ser totalmente inaguantable, pero que tenía el corazón en su sitio.

—Bueno, gracias, doctor —dijo—. Es usted muy amable. Haré como dice. Pero me gustaría que advirtiera de una cosa a Sarsfield Slattery.

—¿De qué se trata?

—Nada de sagú.

—¿Cómo? Bueno, ejem, nada de sagú.

Haciendo un ademán con la mano, el doctor se fue; llevaba un bolso muy pequeño.