Función de Morondanga

La villa inmediata a Madrid arde en proyectos y preparativos para celebrar la fiesta de la Virgen de septiembre. Se anuncia quince días antes, con el revoque de casas y fachadas, señoras de edad y damas recompuestas cuya faz se unta de jalbegue hasta dejarlas, según expresión de sus restauradores, hechas unas palomitas blancas. También se rehabilitan y limpian de guijarros y pedruscos, los caminos tortuosos que conducen a la población: el que va desde la ermita donde la Virgen se venera a la parroquia, y la plazoleta donde ha de verificarse el baile popular, dedicado a los palurdos que aún no se atreven a llamarse señoritos.

Aunque el Ayuntamiento no tiene un cuarto, ni entiende jota del nuevo sistema decimal, porque aborrece las cuentas, y el común de vecinos se halla a la cuarta pregunta, no falta algún ricacho que eche un guante para el mejor lustre de la fiesta patronímica. Se ajusta una charanga compuesta de tambor, cornetín, bajo y requinto; tráese una carga de cohetes con bengala; se encarga un predicador que tenga buena voz; las pocas flores que hay en los huertos suben todas a la iglesia, con más un cesto de pámpanos y racimos de uvas moradas y gordas como nueces, que en la parra de su casa crió con este fin la alcaldesa, y todo hace esperar, según pública fama, que el pueblo de Morondanga excederá en lujo y ostentación a sus convecinos. Ya que la aldehuela que hay una legua más allá, se da importancia con su San Roque, no es cosa de que quede mal esta con Nuestra Señora. Las hijas del juez de paz son sus camareras y arreglan el manto de tisú, ofrenda que el siglo pasado hizo una marquesa, que casualmente pasó por allí; cuelgan a la imagen cuantos dijes y adornos hallan a mano; se renuevan cintas y ramos de artificio, y hay verdadera emulación entre las señoras de la villa, que han celebrado varias juntas, para acordar lo que cada cual debe de hacer.

Solo con tal motivo podrían verse reunidas las capacidades femeninas del pueblo, cuyas divisiones y enemistades traen cola, por datar de larga fecha. Solo a la mayor honra de Dios se las ve buscarse y dirigirse la palabra. Las camareras son objeto de envidia, porque si bien de antiguo fue costumbre que en este cargo turnen las damas, ellas no sueltan el monopolio, según dicen sus antagonistas, para llevarse siempre la palma, a pesar de no ser naturales de la villa y de no merecer por tanto el título de morondangueñas. En la junta de señoras protectoras, como ellas se llaman, hay dos bandos capitaneados por la sacristana y la maestra, entre los que se suscitan de continuo piques y dificultades. Cuando uno dice blanco, el otro dice negro; la intransigencia domina en sus deliberaciones y por cualquier quítame allá esas pajas, las susceptibilidades sacan la cabeza, y las lenguas se convierten en puntas de alfiler. Abrir la boca doña Sira, la sacristana, y echar la zarpa doña Dámasa, la maestra, es todo uno. Sus diálogos rebosan sal y pimienta:

—Hay que hacer los imposibles por que no nos echen la pata los de la aldehuela —dice la sacristana—. Ellos bordarán una enagüilla a su Cristo, y nosotras debíamos haber bordado un manto nuevo a nuestra Patrona; ¡pero como aquí no hay quien sepa bordar!

Doña Dámasa, la maestra, que se cree siempre aludida, contesta:

—Sí hay quien sepa bordar, que para esto tengo yo mi colegio de señoritas, así como mi esposo tiene el de niños… lo que no hay es quien sepa gastarlo. Con barro a mano se pueden hacer primores, ¡pero como aquí no hay más cera que la que arde…!

—Eso de la cera, no sé si viene a cuento —replica escocida la sacristana—. Ya sabemos que somos pobres, pero el que más y el que menos, sabe cantar la cartilla…

—Lo de la cartilla —repone atufada la maestra— irá con los que están siempre peristán, exponiéndose a que les digan que los dineros del sacristán, cantando se vienen y cantando se van.

—Mi marido no es sacristán, que es maestro de capilla, y para tratar de cosas formales no hay necesidad de ponerse como chupa de dómine…

—¿Lo dice V. eso por mi esposo? Pues ha de saber V. que no es dómine, sino profesor de educación primaria, perito mercantil aprobado, y que ha regentado cátedra; precisamente ha hablado de él, con motivo de unas oposiciones, el Boletín de instrucción pública, porque él no tiene más órgano…

—Ni mi marido gasta disciplinas…

Y así continúa la sesión quedando el diablo tan contento y la Virgen sin vestir.

Se anuncia que va a venir mucha gente forastera; casa hay en que esperan tres familias: los pobres convidan con su pobreza y buena voluntad y los ricos tendrán pocas visitas pero buenas. A casa de D. Zoilo, vendrá un canónigo de Toledo; en casa de las viudas madre e hija, esperan un primo del yerno de la condesa de Soflama; asistirá un diputado provincial con su señora y niñas, una de estas que canta y toca el piano con mucho primor; y se cuenta además con otros visitantes de sorpresa. Lo malo es que este año hay poca caza y que la fruta se la llevó un pedrisco sin que el pueblo haya logrado un céntimo del fondo de calamidades. Y luego, según dicen aquellos pacíficos vecinos, se gastan en Madrid millones en ferias y corridas de caballos.

Un repique de campanas de dos horas, en que bordan de lo fino los acólitos y sus ayudantes, tomando parte en el concierto todas las esquilas y esquilones del abrumado campanario, anuncia las vísperas; tras estas, salen párroco, ayuntamiento y feligreses, cofrades y devotas a traer la Santa Imagen desde su ermita a la parroquia, y como esta procesión puede decirse que es preparatoria, no hay en ella música y salvas, oyéndose únicamente los salmos del oficio parvo que entonan sacristán, monacillos y aficionados, demostrando que sus voces no se hallan de acuerdo. Luego, sigue la Letanía y Salve, cantadas a coro con verdadero fervor por el vecindario de ambos sexos, acompañado de la charanga; y colocada la efigie en su altar portátil, apáganse las luces y sale el pueblo en tropel, siguiendo a la música que ronda las calles y ensordece el aire con golpes de parche y agudos trompetazos.

Es de noche, y a poco que se descuide la gente en cenar o comer confitura y carambelos en un puesto ambulante que hay en la plaza, llega el instante ansiado y feliz de uno de los mayores acontecimientos de estas fiestas. Empingorotado todo el mundo en las alturas de la aldea, óyese rumor de cencerros a lo lejos, y el jubiloso grito universal que dice y repite: ¡el encierro!, ¡el encierro!, movidos por el cual los zafios campeones juran, las mujeres chillan, los niños lloran, y los ancianos tiemblan.

—¡Ahí están! ¡Ahí están!

—¿Por dónde?

—Por Val de Umbrillo.

—No los veo.

—¡Pues mal ruido que traen los condenaos!

—¿No ves relucir la piel de los mansos con la luna?

—¿Qué son los mansos?

Y contesta la mujer del preguntón:

—Los cabestros.

—¡Cabestros! ¡Y son de libras!

—¡Y cada cuerno como una lanza!

—¡Anda, que buenas ganas de escabeche tendrá el que los meta mano!

—¡Cirilo, no seas lila, no te metas, mira que tienes hijos, y ya sabes lo que sucedió al Colorín el año pasado!

—¡Ya llegan! ¡Ya llegan!

—Vamos a esperarles a la cerca, para pegarles un palo al pasar.

Y un mozo que viene pasadito de canguelo, dice:

—No vayas; que a Luquillas, de oír soplar a uno le ha dao un accidente.

El encierro avanza, cencerrea fuerte, llega, y la cerca queda más limpia que una bandeja de plata. Cirilo y otros tres o cuatro matones que salían a encararse con las fieras, vuelven talones al saber que un toro tremendo se ha escapado y anda por los alrededores del pueblo, discurriendo a sus anchas si debe o no debe entrar en el chiquero.

El vecindario está en vela hasta que se cunde que el cornúpeto optó por la reclusión, no sin haber revolcado para hacer boca al tío Chufas, o sea al santón de la villa.

En honor a la Virgen, la plaza de la Constitución se ha arreglado este año, que da gozo verla convertida en redondel, para la lidia; cualquiera diría que estamos en la Mezquita de la Puerta de Alcalá. Hay quien murmura que las tablas que sirven de barrera son muy endebles, pero los mozos nada temen porque con sus cuerpos son capaces de hacer frente al toro más bravío.

Se subasta el derecho de abrir el toril, encargo a que no pueden aspirar más que los pudientes, y esta vez, han sido bárbaras las pujas: la mayor de dieciséis duros, y la menor, de tres. Mediante una buena cantidad, andan en lenguas los favorecidos con el dictado de valientes y pueden tener a gala recibir el primer encontronazo.

Amanece, al otro día, el novillo del aguardiente, descerrajando fajas, chaquetas y camisas, quebrantando huesos y acostando en el empedrado a algunos valentones que no se saben levantar. La masa popular pide «¡otro toro!» y sigue la aguardientada hasta la hora de misa mayor en que el alcalde invita a los lidiadores a que suspendan la heroica faena y vayan a cumplir como cristianos.

En la función religiosa hubo que admirar la compostura y piedad del pueblo: la misa de tres, que rara vez se celebra en esta localidad; las voces de los cantores, sobre todo del bajo, que atronó los oídos del concurso de señoras muy bien aderezadas, y de caballeros notables de la corte; la Marcha Real que al alzar tocó la charanga, y muy especialmente, el sermón del Padre D. Trinitario, describiendo la tradición de la Virgen aparecida y celebrando sus glorias, quien al resumir el discurso, dirigió una excitación al pueblo, para que olvidara sus discordias en aras de la religión que perdona las injurias y del interés común de aquellos feligreses, punto que no fue del agrado de los mandones de la villa, alguno de los cuales murmuraba por lo bajo, que bueno era pedir el amparo de la Madre de Dios, sin meterse en camisa de once varas.

Por la tarde sale la procesión con el aparato y solemnidad de costumbre, y las envidiosas de la habilidad de las camareras de la Virgen decían que parecía que la habían vestido sus enemigos. El acto estaba imponente; la hermosa imagen andaba con majestad conducida en su carroza grecorromana; las campanas a vuelo alegraban los corazones; la profusión de cohetes lanzados al espacio convertía la carrera en campamento, y más de una vez pusieron espanto en los nutridos grupos de mujeres que cerraban la marcha, llevando candelas encendidas, porque a una de ellas se le incendió la basquiña de resultas de un disparo, que, según se miente, le fue con intención dirigido, por desavenencias entre su familia y la del cohetero. Presidiendo la procesión iba la corporación municipal, —ya se sabe, de capa—, y entre ella resaltaba un uniforme que era objeto de la admiración pública. Decían unos:

—Ese de los bigotazos es un general.

—Un extranjero.

—Todo de colorao y oro plata…

—Será un grande —dijo un señorito.

—Pues bien grande es —dijo un payo.

Y un Licurgo del lugar, añadía:

—¡Tontos!, si ese es Raimundo, el hijo de la señora Gervasia, que es alabardero de palacio, y que ha venido a darse tono a su pueblo.

Al oscurecer alborotaba la función de pólvora, y seguían los zambombazos, las chispas y la lluvia que la multitud miraba con asombro, y que parecía el maná, al ver a los circunstantes esperándola con la boca abierta. No fue vista ni oída y la gente se replegó al baile dispuesto para el pueblo en las eras, y para los señores en casa de la médica, que se propuso obsequiar a los forasteros de nota, llevando al organista para que pulsara su piano de mesa; allí cantó la Stella confidente la señorita de Madrid, aunque estaba constipada, y al final de la reunión, los señoritos de buen humor bailaron seguidillas. En la soirée al aire libre, tocaba la murga polkitas, habaneras y valses, alternando, y un concurrente que pidió que se bailara la jota fue silbado.

Ya era el segundo día, cuando diversionistas y diversionados se retiraron rendidos a descansar. La gente hincaba el diente a la médica porque, en vez de refresco, había dado a sus convidados ración de un par de rajas de rico melón de Añover, por barba, mientras que la plebe había tenido agua de limón para las señoras y limonada para los caballeros, al uso de Madrid. Y a las diez estaba ya la plaza que no cabía un alfiler, para la lidia oficial de dos toros de muerte trasteados por una cuadrilla de célebres toreros de invierno.

El fachenda Melitón, que había pagado una onza de oro por abrir la puerta al primer toro, salió tan amarillo como su onza, recibiendo el correspondiente aplauso de palmas y silbidos, que él recibía de espaldas al público, para no apartar la vista del chiquero, y al abrir tuvo el honor de quedar aplastado, entre la puerta y la barrera.

Capas y picas, bien: fueron echadas aquellas fuera, y estas puestas a distancia de tres varas del animalito, llamado Merengue, que era el que se escapó y dicen que había jurado vengarse de sus perseguidores. En las banderillas voló un diestro al tendido, o sean los carros puestos detrás de la valla y atiborrados de humanidad doliente. La suerte de matar tuvo tan mala suerte que el primer torero cayó de un puntazo en una ingle, y el sobresaliente quebró tres espadas, únicas que había, de los cuarenta y dos pinchazos en hueso sufridos por el cuadrúpedo mártir, tinto en sangre y retirado al corral de orden de la autoridad. Los morondangos en mangas de camisa, impacientes por lucirse, llenaron el redondel, y salieron los novillos embolados, que aunque huidos y asustados de la ferocidad de los lidiadores, llevaban inutilizados trece, a las tres de la tarde. Las vallas se hicieron trizas; cayeron del susto y de las embestidas, mujeres y chiquillos, y un bravucón, por pura broma, abrió la puerta de la tienda del barbero, donde se hallaba apiñada la mejor sociedad, y el novillo, a este quiero y a este no quiero, dejó una parva de lesionados, heridos y contusos. Al finalizar en tinieblas la agradable fiesta taurómaca, resultó un muerto y varios tullidos, pero en cambio quedaron con vida toros y caballos.

En Morondanga no hay periódicos, pero sobran, en cambio, los comentarios hablados. Hubo pedrea de murmuraciones y críticas, entre vecinos y forasteros. La masa de los metesillas decía que había estado bien, pero que pudo estar mejor. El alcalde actual:

—¡Todo el mundo ha quedado sastifecho!

El anterior:

—¡Qué tiene que ver esto con lo del año pasado!

La médica:

—Los que murmuran que solo di melón son unos melones.

La maestra:

—Salió lo que yo dije: como dirigido por la rapaberun que en todo se mete, aunque no la den vela para este entierro.

La sacristana:

—¿Oyeron Vds. los versos que leyó el dómine? Pues no eran sacados de su cabeza, sino copiados de un librote antiguo. ¡Yo lo creo; por eso gustaron tanto! ¡Cada maestrillo tiene su librillo! ¡Ja…! ¡Ja…!

La juventud labradora y torera:

—Los toros, ¡güenos! ¡güenos!

—¡Mejores fueron otro año que murieron más caballos!

—¡Para eso ogaño han muerto más hombres!

Los naturales añadían:

—¿Han visto Vds. qué peste de forasteros?

Y los forasteros:

—¡Función de Morondanga!